The Project Gutenberg EBook of Recuerdos Del Tiempo Viejo, by Jos� Zorrilla

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Title: Recuerdos Del Tiempo Viejo

Author: Jos� Zorrilla

Release Date: October 16, 2016 [EBook #53294]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ***




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  Nota del Transcriptor:


  Se ha respetado la ortograf�a y la acentuaci�n del original.

  Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

  P�ginas en blanco han sido eliminadas.

  Letras it�licas son denotadas con _l�neas_.

  Las versalitas (letras may�sculas de tama�o igual a las min�sculas)
  han sido sustituidas por letras may�sculas de tama�o normal.




                               RECUERDOS

                                  DEL

                             TIEMPO VIEJO

                                  POR

                           D. JOS� ZORRILLA.


                              BARCELONA.


              IMPRENTA DE LOS SUCESORES DE RAMIREZ Y C.^A
                   Pasaje de Escudillers, n�mero 4.

                                 1880.




Este libro no necesitaba pr�logo: la carta del se�or Velarde, con la
cual va honrado, y la primera mia, contestacion � ella, justifican la
publicacion en _El Imparcial_ de los art�culos cuya coleccion forma
el texto de este vol�men; y el motivo de coleccionarlos en �l, es la
demanda que de su coleccion me han hecho los amigos que me leen y los
libreros que me venden.

Y que no se me ofenda ningun librero, ni se me engalle ningun Acad�mico
por esta frase: porque se dice que se lee y que se vende � Quevedo
� � Valera cuando se leen y se venden sus obras: lo mismo me sucede
� m�; unos me leen y otros me venden; y si los que me venden no me
vendieran, no me leerian los que me leen, y yo publico este libro por
agradecimiento � los unos y � los otros.

La razon y la escusa de lo que en �l de m� mismo digo, van tambien
alegadas en su relato; pero de las circunstancias en que le he escrito
y del motivo de imprimirle dividido en dos partes y no en Madrid sin�
en Barcelona, me conviene, aunque necesario no sea, decir cuatro
palabras; siquiera no encuentren cuatro lectores � quienes le�rmelas
interese, ni media docena que en le�rmelas se complazcan.

Un 27 de Junio, � las siete de la ma�ana, entr� la muerte calladamente
en mi casa, y dispers� con su guada�a una familia, para cuya reunion
habia yo trabajado mucho tiempo y agotado mis ahorros. En el inmenso
y leg�timo duelo en que aquella muerte dejaba sumida mi casa, en cuyo
escondido hogar me habia ya sumido modestamente _� vivir en el olvido
y � morir en paz con Dios_, qued�bame por solo recurso y por �ltima
esperanza el resto de las dos veces mermada pension, que en 1871 me
habia concedido el Gobierno, cuyo ministro de Estado era el Excmo. Sr.
D. Cristino Martos; pero llegado el ocho de Julio, y transcurrido el
nueve, y pasado el diez, y visto que la libranza en que de Roma debia
venir mi mensualidad vencida no venia, telegrafi� � mi apoderado en la
capital del Orbe Cristiano, pregunt�ndole por ella. �Ay de m�! con mi
telegrama se cruz� la carta suya, en que me participaba que por causa
de econom�as inexcusables en la Administracion de los Lugares P�os
espa�oles en Italia, mi comision habia sido suprimida: en consecuencia
y ajustadas por �l mis cuentas con aquella piadosa Administracion, me
remitia los �ltimos sesenta y cinco duros que me restaban que cobrar
hasta la fecha de la supresion de mi sueldo.

Qued�me yo con la libranza delante de los ojos, el verano delante de
m� y detr�s de m� los siete individuos de mi familia; y el ministro
de Estado en los ba�os, y el de Fomento en sus haciendas, y el Sr.
C�novas mi amparador en Cotterets, y en Francia mi pa�o de l�grimas el
Capitan General Jovellar; quien en tales casos molesta por m� � todos
los ministros, y no pierde ocasion ni perdona empe�o por sacarme del
mio. La moda, que deja � Madrid desierto durante el verano, me dejaba
� m� en Madrid como en medio del Sahara: la tierra bajo mis pi�s, el
cielo sobre mi cabeza, mi esperanza en Dios, y Dios tras el velo azul
del aire; que es impenetrable cortinaje del pabellon que le guarda de
las miradas de los hombres. �C�mo pas� yo aquellos tres meses?

No puedo hacer al tiempo volver atr�s: no puedo quitarme de encima ni
uno solo de mis sesenta y cuatro a�os: no puedo hacer volver � mis
manos el capital pagado por las deudas de mi herencia paterna, ni lo
por m� gastado en vivir bien � mal: no puedo rescindir los contratos de
venta de mi _Don Juan_ ni de mi _Zapatero y el Rey_, escritos cuando
la ley de propiedad no existia: esta ley no tiene efecto retroactivo
ni protege mi propiedad por lesion enorme: y no puedo pedir limosna en
Espa�a, sin� poni�ndome al pecho un cartel que diga: �este es el autor
de _Don Juan Tenorio_, que mantiene en la primera quincena de Noviembre
todos los teatros de verso de Espa�a y Am�rica;�--pero para esto seria
preciso que yo esplicase c�mo el autor de tal obra podia pedir limosna;
cosa muy f�cil de esplicar, pero muy dif�cil de comprender.

Antes de pedirla escrib� � mis editores de Barcelona, los Sres.
Montaner y Simon, d�ndoles cuenta de la suspension de mi sueldo
y pidi�ndoles trabajo en su casa. Los Sres. Montaner y Simon me
contestaron que �los editores no tenian en su casa trabajo digno
de m�: pero que los amigos me enviaban adjunta una letra contra su
corresponsal.� El Arzobispo de Valencia, de cuya ciudad soy hijo
adoptivo, parti� conmigo la limosna de sus pobres; el empresario
del Teatro Espa�ol me ofreci� una cantidad que jam�s pude cobrar en
contadur�a; y al volver � Madrid el Sr. Conde de Toreno, ministro de
Fomento, me present� en su antec�mara, en la cual no me detuvo ni
un minuto. Exp�sele en dos palabras mi posicion: asombr�se de ella,
confes�ndome que estaba muy l�jos de imagin�rsela tal; y prometi�ndome
exponerla en consejo de ministros, en la primera ocasion, me di� cita
para el dia siguiente en el gabinete del se�or C�rdenas, Subsecretario,
con quien iba inmediatamente � consultar un medio de venir en mi
auxilio. Al dia siguiente el Sr. C�rdenas, con una delicadeza y un
tacto que no podr� jam�s olvidar, me dijo: �que el se�or Conde de
Toreno, sabiendo que para continuar ciertos trabajos legendarios en que
me ocupaba, necesitaria hacer algun viaje � alguna biblioteca � archivo
de provincia, me daba por su mano una peque�ez para ayuda de gastos,� y
puso en la mia un bono de dos mil pesetas contra el Tesoro.

Pero mi�ntras todas estas cosas pasaban, habia pasado otra, principal
engendradora, or�gen y causa m�s inmediatos de la confeccion de lo
en este libro compaginado. El Sr. D. Federico Balart, � quien suelo
pedir opinion y consejos sobre mis obras �ntes de publicarlas, y �
quien voy ahora muchas veces � distraer de una mortal pesadumbre con mi
esc�ntrica conversacion y mis ideas estrafalarias, habia ido � hablar
en mi favor al propietario de _El Imparcial_. El Excmo. Sr. D. Eduardo
Gasset y Artime me abri� su casa, sus brazos y las columnas del _L�nes_
de su peri�dico, pag�ndome mis art�culos en m�s de lo que valen; el
Sr. Ortega Munilla, Director de los _L�nes_, me hizo la distincion de
coloc�rmelos inmediatamente despues de su semanal revista, y en la
redaccion de _El Imparcial_ encontr� una nueva familia, que acept� mi
compa��a con cari�o tan afectuoso y tan respetuosa cordialidad, que me
hicieron subir � los ojos dos l�grimas de gratitud, que no pudieron ya
sostener las ralas hebras que me restan de mis �ntes espesas pesta�as.

Mi�ntras, gracias al Sr. Gasset y Artime, volvia � contar con el pan
cotidiano, pas� al ministerio de Estado el se�or Conde de Toreno,
volvi� del extranjero el Sr. Presidente del Consejo de ministros, y
falleci� el del Congreso, Adelardo Lopez de Ayala.--Pocos dias despues
del entierro de �ste, el Sr. C�novas del Castillo, cuya casa he tenido
siempre abierta y cuya amistad nunca se ha desmentido, me envi� una
carta para el ministro de Estado; � cuya presentacion el Sr. Conde de
Toreno me dijo: �por el correo de hoy va � Roma la �rden de continuar
pagando � V. su sueldo; pero tengo el sentimiento de haber tenido que
mermar de �l doce mil reales, porque las econom�as ya hechas en la
Administracion de los Lugares P�os, no me han permitido devolverle los
treinta y seis mil reales que �ntes cobraba.�--Recib� con gratitud lo
que se me daba, y me volv� � mi casa, no ya como �ntes resuelto

    � vivir en el olvido
    y � morir en paz con Dios,

como mi edad y la conveniencia de retirarme ya de la arena literaria me
lo exigian, sin� decidido por necesidad � luchar otra vez con la vida
y � morir sobre el trabajo; � lo que parece que me condenan mis viejos
pecados y las nuevas econom�as de los Lugares P�os. Ya varias veces en
algunos peri�dicos, que no s� por qu� me son hostiles, se me ha echado
en cara el _no saber retirarme � tiempo_; pero no me han dicho � d�nde;
puesto que saben que no puedo retirarme � un monasterio. Ya me habia
yo retirado � mi casa, y hacia ya a�o y medio que rehusaba presentarme
hasta en el ateneo, donde t�ntas consideraciones se me han tenido y
t�ntos aplausos se me han prodigado: pero al retirarme el gobierno
el sueldo con que �nicamente podia retirarme como se me aconsejaba,
tuve yo por mejor consejo volver al trabajo y vivir honradamente de �l
mi�ntras con �l sustentarme pueda, que dejarme morir de inanicion y de
pesadumbre por dar gusto � los ya no le tienen de que viva yo entre la
gente, porque concept�an que sesenta y cuatro a�os son demasiada larga
vida para un hombre � quien aun hay algunos que estiman y aplauden.

Pero juguemos limpio y hablemos claro por �ltima vez. Yo no he pedido
amparo al gobierno para mi vejez alegando m�rito alguno en mis obras,
ni yo he dicho � la nacion ni al gobierno que tuviesen _obligacion_
de ampararme: no: pero he propuesto esta cuestion.--�Mis obras, que
son tan malas como afortunadas, han enriquecido � muchos, y mi _Don
Juan_ mantiene en el mes de Octubre todos los teatros de Espa�a y las
Am�ricas Espa�olas, �es justo que el que mantiene � tantos muera en el
hospital � en el manicomio, por haber producido su _Don Juan_ en tiempo
en que aun no existia la ley de propiedad literaria?�

Y el gobierno ante quien espuse esta cuestion me subvencion� sobre los
fondos de los Lugares P�os espa�oles en Roma, y mi subvencion tiene el
car�cter piadoso y de limosna con el que yo la ped�, sin que por ello
me crea ni deshonrado ni humillado: y mi�ntras con ella he vivido,
en lugar de echarme � dormir sobre mis doradas pajas, he entregado
concluido en 1873 � los editores Montaner y Simon mi leyenda del Cid
que consta de diez y nueve mil versos, y mi leyenda de los Tenorios
que tiene ocho mil; y hoy cuando lo que de mi subvencion me resta no
me basta por la posicion en que mi reputacion me coloca, recojo los
�ltimos destellos de mi decadente ingenio, los �ltimos alientos de
mis cansados pulmones, y los �ltimos �tomos de honra y de br�o que en
el corazon me restan, y me arrojo otra vez en los brazos del trabajo,
en vez de arrojarme por el balcon, � en el fango de la holgazaner�a
� quejarme de la nacion y de sus gobiernos, � quienes no alcanza ni
obligacion ni responsabilidad alguna en la posicion en que me han
colocado mis circunstancias personales y mis negocios de familia.

D�me, pues, al trabajo, y entr� en el del periodismo; que es el m�s
rudo por ser el m�s perentorio y as�duo, el m�s expuesto � la cr�tica y
el m�s coartado y riesgoso por la estrechez de la ley de imprenta, que
suele tener que regir en nuestro inquieto pa�s; y siguiendo � medias
por no poderlo seguir por entero el consejo de los que retirarme me
aconsejaban, me retir� al segundo recinto del alc�zar de las Bellas
Letras, descend� de sus salones de su piso principal � su piso bajo
con puerta y vistas al patio; es decir, que me retir� del gremio de
los poetas y renunciando � la poes�a, me desped� del p�blico de Madrid
en un romance cuyos versos son los �ltimos que he escrito, no volv� �
presentarme como versificador ni como lector en acto alguno p�blico y
anunci� que iba � escribir en prosa; comenzando � devanarme los sesos
en discurrir c�mo servir con mi prosa los intereses del Sr. Gasset y
Artime, y algun manjar no indigesto � los suscritores de _El Imparcial_.

La primera carta del bravo Velarde me di� pi� para contar lo pasado
en el cementerio al borde de la tumba de Larra: y por este recuerdo,
como quien tira de un hilo de una madeja enredada, fu� yo tirando de
mis pobres recuerdos del tiempo viejo, hasta formar con ellos el mal
devanado ovillo de lo contenido en este libro.--Viejo � ignorante, no
supe escribir m�s que mis personales memorias: los lectores de _El
Imparcial_, tal vez sorprendidos de leerme en prosa, tal vez pagados de
la anticuada construccion de la mia, y acaso m�s que de lo que yo en
ella decia, de la ingenuidad algo infantil con que yo lo iba diciendo,
encontraron entretenidos mis art�culos del TIEMPO VIEJO: unos porque
refrescaban los suyos, y otros porque no habiendo alcanzado la �poca de
que en ellos hablo, � lo que en ellos traigo � cuento ignoraban, � lo
habian oido contar de muy diferente modo.

Como quiera que fuere, mi�ntras los publicaba en el peri�dico, recib�
varias cartas, unas an�nimas y otras firmadas, en las cuales algunos me
aconsejaban que coleccionase mis art�culos; y el Sr. Gasset y Artime,
renunciando generosamente en mi favor sus derechos � la propiedad
de mi por �l tan bien pagado trabajo, me otorg� omn�moda y perp�tua
facultad para hacer de �l lo que m�s me conviniera.--El Sr. Ortega
Munilla se ofreci� espont�neamente � ayudarme en tal publicacion y se
ocupaba ya de sus preliminares pormenores, cuando ocurrieron � la par
su desastrada caida del caballo y mi impensado viaje � Barcelona: cuyos
dos imprevistos acontecimientos me obligan � publicar este libro en la
capital del Principado y no en la coronada villa.

Pero �por qu�? �A qu� vine yo � Barcelona por siete dias y por qu� me
quedo en ella por siete meses?

En uno y medio que en ella llevo no he tenido tiempo hasta hoy de
hacerme tal pregunta, y voy � ver si averiguo alguna razon que me sirva
de respuesta.

A pesar de mi necesidad de descanso, de la tenacidad con que h� cerca
de dos a�os que rehuso toda invitacion � presentarme en p�blico, y �
pesar, en fin, de mi deseo de complacer � los que me dicen �ret�rese
V.�, es decir, �qu�tese V. de en medio�, aun hay algunos que recordando
mis mejores a�os y olvidando los transcurridos, me buscan y me
solicitan con la vana ilusion de que aun puedo, como en otro tiempo,
cooperar en beneficio de sus empresas; y el pa�s en donde por m� se
conservan mas ilusiones y simpat�as es en Catalu�a y sobre todo en
Barcelona. As� que el 27 de Octubre pr�ximo pasado el empresario y el
director de la compa��a de verso del teatro Principal de esta ciudad
me ofrecieron una indemnizacion por gastos de viaje, si emprendia
uno para enderezar y poner derecho sobre la escena � mi buen _Don
Juan Tenorio_; quien no s� por qu� no queria tenerse este a�o muy en
equilibrio. Tenia yo que abocarme con mis editores Montaner y Simon,
para tratar de poner tambien en pi� de imprenta � mi valiente Burgal�s
Rodrigo Diaz, que agarrado al pupitre de mis editores, parece que
tampoco quiere dejarse meter en prensa; y con la esperanza de matar dos
p�jaros de una pedrada, acept� la proposicion del viaje � Barcelona;
pero mi�ntras la libranza del empresario llegaba � Madrid, y ciertos
asuntos de mi j�ven amigo el pintor Padr�, que debia de acompa�arme, se
allanaban, se perdieron cuarenta y ocho horas y llegu� yo tarde para
enderezar � mi rebelde y voluntarioso _Don Juan_, y a�n no he tenido
tiempo para tener cinco minutos de conversacion con mis editores del
Cid; porque el pueblo Barcelon�s, que no me habia olvidado en los once
a�os que he pasado ausente de Catalu�a, que se acordaba de que en
Barcelona habia yo tenido casa, y me habia _re_casado en su parroquia
de Santa Ana, y le habia leido muchos versos y me habia dado muchas
fiestas, en las cuales habia yo procurado derramar toda la espansiva
alegr�a de mi corazon de muchacho y toda la poes�a de mi desordenada
imaginacion de loco, creyendo que para m� el tiempo no habia pasado
y que no habian pasado por �l ni por m� los once a�os transcurridos,
se empe�� en pedirme, como quien pide peras al olmo, que hiciera y le
dijera lo que para �l habia hecho y dicho cuando, con once a�os m�nos,
a�n tenia once partes de aliento m�s. Ech� � un lado � mi pobre _Don
Juan_, y poni�ndome en lugar suyo sobre la escena, oy� mi palabra ronca
con la cari�osa atencion de una madre que escucha la respiracion de su
hijo que duerme; me colm� de aplausos, me coron� de flores, no me dej�
ni dormir ni trabajar � fuerza de obsequios y convites; sus peri�dicos
publicaron mi retrato, las sociedades literarias se apoderaron de m�
y enfloraron el teatro catalan para escucharme; el Ateneo me di� una
velada y una primorosa medalla, y los Sucesores de Ramirez pusieron �
mi disposicion su magn�fico establecimiento tipogr�fico; y esta vuelta
mia � Catalu�a fu� la vuelta del hijo pr�digo al paterno hogar, y el
pueblo Barcelon�s me dijo: �Sorrilla, parla, enrahona: ets � casa
teva;� y cay� en gracia cuanto hice y dije, y se me abrieron todas las
puertas y me recibieron como � hermano en todas las familias: y h� aqu�
c�mo y por qu� se imprimen en Barcelona estos mis RECUERDOS DEL TIEMPO
VIEJO.

En ellos repito y amplifico lo que en este pr�logo apunto: ni se hasta
d�nde con ellos ir� � parar, ni me detendr� en mi marcha el temor
de encontrarme al fin de ella cara � cara con mis contempor�neos,
despues de haberme juzgado � m� mismo y � los que conmigo abrieron
las puertas � la revolucion pol�tica y literaria del primer tercio de
nuestra centuria. La ingenuidad infantil y la sincera buena f� con
que hasta aqu� los he escrito, creo que garantizan mi leal veracidad
para el porvenir: pero una vez que Dios prolonga mi vida hasta los
actuales y corrientes dias, � ellos pertenezco a�n y en ellos voy �
vivir y de ellos voy � hablar y en ellos voy � meter mi baza y voy
por ellos � trabajar como trabaj� por los pasados; y espero en Dios
que este trabajo no me deshonrar�, porque fio en la justicia de mi
pueblo espa�ol que me rodear� del respeto � que siempre ha considerado
acreedor � quien envejece y muere sobre el trabajo, por no sucumbir �
la miseria y deshonrarse en la haraganer�a vergonzosa de los ingenios
vergonzantes por holgazanes.

Para no hacer de estos recuerdos un libro demasiado voluminoso, y en
tan peque�os caract�res impreso que resulte tan dif�cil como enojoso
de leer y de tener en las manos, lo he dividido en dos tomos peque�os.
No teniendo adem�s la vanidad de creer que este miserable y pros�ico
engendro mio, sea para m� la gallina de los huevos de oro, y deseando
saber el n�mero de ejemplares que necesito para mis lectores, y por
el pedido del primero regular la tirada del segundo, suplico � mis
suscriptores que hagan la suscripcion al segundo al recibir � comprar
el primero, en el recibo que le acompa�a.

El tomo II llevar� un ap�ndice nuevo en verso y prosa; y toda la obra
corregida y ampliada como permite el libro y no admite el peri�dico, va
dedicada al mas moderno y al mejor y mas bravo de mis amigos.




                   _Al Egregio Poeta_


                           DON JOS� VELARDE


             _en prenda de amistad y agradecimiento_.

                                         _Jos� Zorrilla._

  Barcelona 1.� de Enero de 1881.




I.

EL POETA ZORRILLA.


Era la tarde del 15 de Febrero de 1837. En el cementerio de la puerta
de Fuencarral, un numeroso concurso se api�aba en derredor de un j�ven
desconocido, delgado, p�lido, de larga cabellera y expresivos ojos,
que, acongojado y convulso, leia, ante un f�retro adornado con una
corona de laurel, una sentida poes�a.

El concurso lo formaba todo el Madrid art�stico; el f�retro encerraba
el cad�ver de Larra; el poeta era Zorrilla.

Aquella tarde fria y nebulosa fu� solemne; vi� la conjuncion de dos
crep�sculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al
hundirse otro sol en el ocaso.

A los desgarradores acentos de �La noche buena del poeta�, de F�garo,
�ltimo canto del cisne moribundo, cuyos ecos a�n extremecian el aire,
se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la
alondra al alba.

Espa�a, al perder al m�s grande de sus cr�ticos, encontr� al m�s
popular de sus poetas.

Desde aquel dia, la Fama fatigada va dando � todos los vientos el
nombre del vate inmortal. Desde aquel dia, sus estrofas sublimes
palpitan en todos los labios, y, como la voz divina, despiertan la
inspiracion en el alma de la juventud y la lanzan � la vida del arte.

Poeta formado de las entra�as de su pueblo, sus ideas, sus
sentimientos, aunque universales por lo que tienen de humanos, son ante
todo espa�oles; t�nto que al vibrar su lira nos parece escuchar el
acento de la patria.

V�rio y m�ltiple en sus concepciones y en la manera de expresarlas,
ora arrebatado, elocuente y profundo, ora tierno, sencillo y vulgar,
siempre ameno, siempre inesperado, siempre poeta, pulsa todas las
cuerdas y se reviste como Prot�o de todas las formas para llegar �
todos los corazones.

Tiene su poes�a algo de la ola que se hace espuma, de la luz que se
quiebra en colores, de la flor que se disuelve en aroma, algo, en fin,
de lo bello, inmaterializ�ndose para confundirse en lo infinito; y es,
que as� como la larva ha de trocarse en mariposa para volar, la poes�a
ha de espiritualizarse para subir al cielo, que es su patria verdadera.

Hay una poes�a que jam�s envejece, que no puede morir, que halla eco en
todas las almas y hace latir al un�sono todos los corazones; lenguaje
universal que entienden el ni�o y el viejo, el ignorante y el sabio, y
es la poes�a de la naturaleza.

Y la naturaleza es la musa de Zorrilla, le da sus colores, le presta
sus armon�as y encarna en sus versos que nos repiten los gemidos del
lago, las endechas del ruise�or, los extremecimientos del trueno, y
nos pintan la nube que se tornasola, la espuma que bulle y el �rbol que
florece.

Zorrilla ha sido anatematizado por los ret�ricos que jam�s han previsto
� los poetas ni los han comprendido, preci�ndose de las median�as que
siguen sus reglas y odiando al g�nio que las deshace. Sigui� cantando
el poeta y cayeron en el olvido las odas ampulosas, frias y limadas, y
surgi� la poes�a del sentimiento y se ensancharon los horizontes del
arte.

�Siempre la misma lucha entre el sabio y el poeta, y siempre el poeta
vencedor!

Las murallas que guardan lo desconocido son de cristal para el g�nio
que penetra en el fondo de lo insondable. La obra del sabio es
perfectible, la del g�nio perfecta; aquel aprecia los pormenores, �ste
abarca el conjunto; el uno halla, el otro crea; el sabio, para meditar,
se inclina h�cia la tierra; el poeta, cuando canta, mira al cielo; y
es que el uno no va m�s all� de lo humano, y el otro se remonta � lo
divino.

Zorrilla venci�. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues
ni arrastr�ndose puede escalar la monta�a de laureles que le sirve de
pedestal.

�Y c�mo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos
y los sue�os juveniles de nuestras dos �ltimas generaciones est�n
iluminados por el fuego de la inspiracion del gran poeta? S�; sus
versos fueron lo primero que balbucearon despues de las plegarias
maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han
dejado un sello imborrable en las almas.

Poeta de la tradicion, � su m�gico acento, los h�roes castellanos se
alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la
comunidad por el cl�ustro sombr�o de la g�tica abad�a, salmodiando
sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal
entre los riscos y bre�as de la monta�a; se coronan de arqueros las
almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova;
baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino,
y el terrible se�or de horca y cuchillo apresta su mesnada � se
lanza venablo en mano, azuzando la jaur�a por el bosque enmara�ado
persiguiendo al colmilludo jabal�. Ahora surgen la tapada, el rodrigon
ce�udo, la due�a mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan
en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, � la luz
mortecina de un retablo, � bien se puebla de c�rmenes y harenes la vega
granadina, y resuenan en el Generalife los ecos de la zambra, y el
sarraceno corre la p�lvora, y, como sol entre nubes, asoma al calado
ajimez la hermos�sima sultana exclareciendo el dia con la luz de sus
ojos.

�Qu� poder el del g�nio! En vano curiosos eruditos � historiadores
concienzudos se afanan en dar � conocer el verdadero car�cter de D.
Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey D. Sebastian en el
inhospitalario suelo de Africa, y en negar la vida borrascosa de
Ma�ara, � sea de D. Juan Tenorio.

�Qui�nes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay
m�s D. Pedro de Castilla que el del _Zapatero y el Rey_, ni otro D.
Sebastian que el de _Traidor, inconfeso y m�rtir_, y D. Juan Tenorio
fu� sevillano y mat� al Comendador, y am� � D.� In�s, y cen� con los
muertos y se fu� � la gloria; porque no ha habido, ni hay, ni habr�
jam�s verdades m�s creidas, m�s amadas y m�s libres del olvido que las
creaciones del g�nio.

Las obras de Zorrilla vivir�n siempre. El fuego de la inspiracion, que
algunos creen fuego f�tuo, es como la lava que se endurece y adquiere
la consistencia del bronce para resistir al tiempo. A m�s, que la
mano del �Cristo de la Vega�, al desclavarse para jurar, decret� la
inmortalidad de nuestro poeta.

�C�mo premia la patria los merecimientos de su exclarecido hijo?

Hoy que la edad le agobia y el trabajo le fatiga, le ha retirado la
modesta asignacion con que vivia y lo ha abandonado � la miseria, sin
duda para que ci�a � un tiempo � sus sienes la corona de laurel de la
poes�a y la de espinas del martirio.

                                                 Jos� VELARDE.




II.

AL J�VEN POETA

D. JOS� VELARDE.


Lleg� � mis manos con retraso, porque vivo en el retiro de mi hogar,
por donde acaba de pasar la muerte, el art�culo que me dedic� V. en el
n�mero de _El Imparcial_, del lunes 29 de Setiembre; y he andado dos
dias perplejo y caviloso, sin poder hallar c�mo darme por entendido de
lo que de m� dice V. en �l. Corriendo empero, el tiempo, temiendo por
una parte que mi silencio le parezca descortes�a, y no queriendo por
otra dar motivo � que el p�blico crea que, hinchado de vanidad, acepto,
como buena y corriente moneda, todas las extremadas excelencias que �
mis versos atribuye, me resuelvo � dar � V. simplemente las gracias
en cuatro palabras; que cuanto m�s le parezcan vulgares, m�s han de
parecerle sinceras.

Yo soy, Sr. Velarde, lo �nico que he podido ser: lo �nico que Dios ha
querido que sea: un poeta espa�ol, hijo ignorante y desatalentado
de la naturaleza, que ha cantado � su patria, como ha podido; como
los p�jaros cantan en la selva, como susurran las abejas al elaborar
sus panales; yo no me he jactado nunca de haber hecho mas, y � mi
presentacion en el Ateneo el a�o pasado, lo dije en esta quintilla de
mi _Canto del F�nix_:

      Lo que hice, lo que dije, todo ese laberinto
    de versos que concentran la esencia de mi s�r,
    de Dios son obra: un estro no pude haber distinto:
    yo obr� y habl� sintiendo y hablando por instinto:
    ni supe hacer m�s que eso, ni pude m�s hacer.

Esta mi poes�a del _Canto del F�nix_ es una respuesta anticipada que
yo d� � los primores con que V. en su art�culo tan cari�osamente me
obsequia; y como s� que V. la sabe de memoria, no necesito a�adir una
palabra m�s; V. que va hoy � la cabeza de aquella � quien yo llam�

    estirpe generosa de la prog�nie nueva,

crey�ndome ya en el caso en que yo me ponia en la pen�ltima estrofa de
mi _Canto del F�nix_, que dice:

      Y si las tempestades que el porvenir amasa
    en mi pa�s me obligan � mendigar mi pan,
    no dejes que en �l nadie las puertas de su casa
    empedernido cierre, � esquivo diga--��Pasa!�--
    al que mat� � D. Pedro, al que salv� � D. Juan,

salt� V. el primero � la arena � romper la primera lanza en pr� del
viejo, en quien V. ve un gigante � trav�s del prisma del entusiasmo
con que le mira. Gracias, mil gracias, Sr. Velarde: ya sabia yo que la
juventud literaria de la generacion que � la mia sigue, no habia de
abandonar nunca al poeta que no ha inculcado m�s que amor � la patria,
y respeto � las creencias y � las tradiciones de sus padres.

No puedo, sin embargo, permitir � su entusiasmo juvenil, que atribuya �
la patria el abandono en que deja mi vejez la supresion de un sueldo,
que � cargo de los Lugares P�os Espa�oles de Roma se me concedi�, para
llevar � cabo mi legendario del Cid y de otras obras que me ha oido V.
leer en el salon del Ateneo. No, Sr. Velarde, no: la patria no tiene
nada que ver en esto; y nadie m�nos que yo tendria razon para quejarse
de su patria, porque las econom�as necesarias en el presupuesto del
Ministerio de Estado hayan alcanzado hasta mi ya mermada pension; la
cual, si sola no podria sacar de ningun apuro � la administracion de
los Lugares P�os Espa�oles de Roma, tal vez unida � las dem�s econom�as
hechas en Julio �ltimo pueda contribuir � alguna obra perentoriamente
necesaria para el decoro nacional. _Suum cuique_, y dejemos � la patria
en el buen lugar que en este caso la corresponde.

�Qu� es la patria? La tierra; la nacion, el lugar en que se nace. Y
como la nacion la forman los habitantes de la tierra, la patria vive y
se expresa por la vida y las acciones de los ciudadanos de cada nacion.
�Y c�mo ha tratado su patria al poeta Zorrilla? Como no ha tratado
nunca � ningun poeta, incluso al f�nix de los ingenios Lope de Vega;
quien tal vez debi� parte de la gloria y los obsequios que su �poca
le tribut� � su favor en la corte y al car�cter que le imprimia su
dignidad sacerdotal. Yo no pertenezco � ninguna clase de la sociedad,
porque los poetas no estamos clasificados en ninguna categor�a social;
no he pertenecido jam�s � ningun partido pol�tico, � ninguna Academia,
ni � ningun Instituto que haya podido alcanzarme favor con poder
alguno, y por consiguiente, nadie ha tenido inter�s en aplaudirme ni en
adularme.

Yo me ausent� de mi patria en 1847 por razones que � nadie importan: me
fu� el 55 � Am�rica por pesares y desventuras, que nadie sabr� hasta
despues de mi muerte, con la esperanza de que la fiebre amarilla, la
viruela negra � cualquiera otra enfermedad de cualquier color acabaran
oscuramente conmigo en aquellas remotas regiones. No quiso Dios que
all� muriera. Su proteccion visible me salv� de los naufragios, de las
pestes y de las guerras civiles; y cuando volv� en 1866 � mi patria,
�c�mo me recibi� Espa�a? Como su padre amoroso al hijo pr�digo, como su
santa familia � L�zaro el resucitado, como Roma � los triunfadores, �
quienes coronaba en el Capitolio. Barcelona y Tarragona me obsequiaron
con regatas y fiestas de noche y dia; la Universidad de Zaragoza renov�
por m� una solemnidad que s�lo habia dedicado � los reyes de Aragon;
B�rgos y Valladolid me alfombraron de flores mi camino, y un altar de
la parroquia en que fu� bautizado est� desde ent�nces cubierto con cien
coronas, para las cuales no conceb� mejor dep�sito. Valencia, despues
de haberse vuelto loca por m�, como una muchacha atolondrada que se
enamora de un viejo, me hizo su hijo adoptivo, y yo la escribir� un
libro con el cual espero probarla mi gratitud. Granada se desbord� en
entusiasmo en honor mio en 1846 � la sola promesa de escribirla mi a�n
no concluido poema; y a�n se recuerda all� una representacion de _Don
Juan Tenorio_, al fin de la cual el beneficiado Pepe Calvo, padre de
Rafael, la empresa y yo, convidando al p�blico � la mesa � que habia
venido la est�tua del Comendador, hicimos al capitan general, al
gobernador de la Alhambra y � las hermosas granadinas comer todos los
dulces y beber todo el Champagne que habia en la ciudad. Amanecia ya,
y ni autoridades ni pueblo se daban cuenta de que nadie estaba en su
juicio ni en su lugar.

Madrid, declarado en estado de sitio, y prohibida en �l la reunion
p�blica de m�s de cinco personas, reuni� cuatro mil, para acompa�arme
� mi casa desde la estacion, una ma�ana de Octubre de 1866. No pasa un
mes de Noviembre en que no haga en mi favor alguna ruidosa demostracion
en alguna representacion de mi _Don Juan_: y el Ateneo, en fin,
tom�ndome bajo su amparo, ha abierto conmigo � la poes�a sus salones,
en los cuales no habian penetrado a�n m�s que las ciencias. En res�men,
mi patria, representada por la sociedad, no ha podido hacer m�s en
Espa�a por un poeta, � quien indudablemente estima en m�s de lo que
vale, s�lo porque su poes�a es la expresion del car�cter nacional y de
las p�trias tradiciones.

Cuando en 1859 la muerte le priv� en la Habana de un compa�ero, y
destruyendo su fortuna con la de Cipriano de las Cagigas, el Capitan
general de la Isla, D. Jos� de la Concha, le colm� de atenciones y de
consuelos, y el banquero D. Manuel Calvo le aloj� espl�ndidamente en su
tranquilo y salubre cafetal; procur�ndole en �l la soledad necesaria
para el trabajo, y salv�ndole la vida y el honor con los cuidados de su
amistad.

El poeta Zorrilla, que es el que m�s debe � su patria, representada por
la sociedad de su �poca, es el que m�nos puede quejarse de ella, si la
considera representada por su Gobierno.

Cuando en 1871 le pidi� su proteccion para emprender su _Leyenda del
Cid_, obra de largo aliento, con la cual queria corresponder � la
excesiva reputacion que por sus poco importantes trabajos se le habia
acordado, el Sr. D. Cristino Martos, Ministro de Estado ent�nces, le
di� una comision de archivos y bibliotecas en Italia; pretexto tan
visible como honroso para acordarle una pension, que no podia tener
nombre y car�cter absoluto de tal, por no haber antecedentes de que
se hubiera pensionado en Espa�a � ningun poeta; y acompa�ada de una
gentil�sima carta aut�grafa, le envi� la credencial de la Gran Cruz de
C�rlos III, que constituia su persona en una alta dignidad, y de cuya
Excelencia nadie se ha acordado nunca; porque � nadie se le ocurre en
Espa�a que el poeta Zorrilla sea m�s ni m�nos que el poeta Zorrilla,
cuya larga intimidad con el p�blico autoriza ya � todo el mundo para
tutearle y llamarle Pepe.

Hoy, que las perentorias econom�as de los Lugares P�os de Roma me
obligaron � pedir amparo al se�or Ministro de Fomento, escud�ndose con
una carta del Capitan general Jovellar, que honra � Zorrilla con su
amistad desde que se conocieron, �c�mo ha recibido � Zorrilla el Sr.
Conde de Toreno? Hijo de aquel ilustrado rep�blico, que fu� gloria del
Parlamento y honra de las letras, di� al poeta cuanto tenia facultades
de dar, mi�ntras discurria medio mejor de asegurar su porvenir; y el
Sr. C�rdenas allan� ante sus pasos todos los dif�ciles que hay que dar
en las oficinas del Ministerio de Hacienda para el cobro de su interina
subvencion.

Los editores de Barcelona, Montaner y Simon, se apresuraron � ofrecer
los servicios de su amistad; un ilustre prelado parti� con �l la
limosna de los pobres de su di�cesis, y V. mismo, Sr. Velarde, �
la cabeza de la juventud literaria de Madrid, inici� _algo_ que le
agradece en el alma y que no olvidar� jam�s el viejo poeta desheredado.

Empieza V. su art�culo por un recuerdo de la tarde del 15 de Febrero
de 1837: un lunes le dir� � V. de aquel dia lo que nadie sabe: y entre
tanto, conste que cree que seria un loco y un ingrato si se quejara
ni exigiera m�s de su patria; pero que no teme que Espa�a deje morir
sin pan al viejo matador del rey D. Pedro, al loco salvador de D. Juan
Tenorio, su agradecido autor el poeta,

                                                Jos� ZORRILLA.




III.


    _Sr. D. Jos� Velarde_:

Ofrec� � V., mi cari�oso amigo y generoso encomiador, decirle algo del
15 de Febrero de 1837, y no se me cuece el pan por cumplirle � V. mi
oferta; no s�lo para que V. sepa � qu� atenerse sobre lo acontecido
en aquel dia y especialmente en aquella tarde, al viejo y asendereado
poeta, � quien V. hoy t�nto encomia, sino para disipar la neblina
de cuentos y de pormenores absurdos en que los narradores vulgares,
los chistosos de oficio y los amigos indiscretos � pretenciosos han
rodeado despues la verdad de lo que en aquel dia sucedi�. La gente
meridional, y sobre todo los espa�oles, tenemos la pretension de ser
todos buenos narradores; y cuando algo se nos cuenta, no lo repetimos
jam�s sin a�adir cada cual algo de su cosecha: con cuya man�a resulta
que el hecho m�s sencillo, al pasar por unas cuantas bocas, queda tan
desfigurado, que pueden cont�rselo como nuevo al primero que lo relat�,
sin que �ste reconozca ya lo relatado por �l, en la d�cima relacion del
hecho, que en vez del suyo, corre de boca en boca.

Y hay otra circunstancia peor en este modo de narrar, inherente
tambien � nuestro pa�s; y es, que la mayor parte de los que, a�adiendo
pormenores � la narracion de los hechos, convierten al fin las m�s
sencillas verdades en absurdas y fant�sticas mentiras, llegan � creerse
estas de buena f�; y pueden jurar que han sido de ellas parte �
testigos, alucinados por su fantas�a meridional, que les hace preferir
� la deseada verdad la f�bula m�s fant�stica � inveros�mil.

H� aqu� por qu�, mi buen amigo Sr. Velarde, quisiera yo contar � V.
algunas cosas de aquel buen tiempo viejo, que no est� a�n tan l�jos de
nosotros que de �l no vivan presenciales testigos, pero � qui�nes el
afan de ponderar, � de darse personal importancia, ha hecho desfigurar
de tal manera las cosas que en �l pasaron, que hay quien hoy me cuenta
� m� de m� mismo lo que jam�s pas�, ni pudo pasar por m�; y yo callo
y escucho, convencido de lo in�til que seria intentar convencerle de
que yo, y no �l, soy quien debe saber la verdad; pero vamos al 15 de
Febrero de 1837.

Perm�tame V. que le recuerde � vuela pluma los ensayos por que pas�,
�ntes de representar mi papel en la escena del cementerio.

Meti�me mi padre � los nueve a�os en el Real Seminario de Nobles,
establecido por los jesuitas en el edificio que es hoy, en la calle
del Duque de Alba, cuartel de la Guardia civil, y trasladado en 1828
al que hoy es hospital militar, en la calle de la Princesa. Tengo
para m� que la idea de los buenos padres de la Compa��a de Jes�s,
al establecer un colegio tan lujoso y tan privilegiado, para entrar
en el cual era preciso hacer pruebas de nobleza, fu� la de tener
m�s tarde por disc�pulos � los hijos de todas las familias nobles,
importantes � influyentes de Espa�a; como quiera que fuese, hall�me
yo all� condisc�pulo de los primeros t�tulos de Castilla, y recib�
una educacion muy superior � la que hasta ent�nces solian recibir los
j�venes de la clase media; mi padre era el primero de mi familia que,
saliendo de nuestro modesto solar de Torquemada, habia por sus estudios
llegado � un honroso puesto en la alta magistratura.

En aquel colegio comenc� yo � tomar la mala costumbre de descuidar lo
principal por cuidarme de lo accesorio: y negligente en los estudios
s�rios de la filosof�a y las ciencias exactas, me apliqu� al dibujo,
� la esgrima y � las bellas letras, leyendo � escondidas � Walter
Scott, � Fenimore Cooper y � Chateaubriand, y cometiendo en fin � los
doce a�os mi primer delito de escribir versos. Celebr�ronmelos los
jesuitas y fomentaron mi inclinacion; d�me yo � recitarlos, imitando �
los actores � quienes veia en el teatro, cuando alguna vez iba al del
Pr�ncipe, que presidian ent�nces los alcaldes de casa y corte, cuya
toga vestia mi padre; h�ceme c�lebre en los ex�menes y actos p�blicos
del Seminario, y llegu� � ser galan en el teatro en que se celebraban
estos, y se ejecutaban unas comedias del teatro antiguo, refundidas
por los jesuitas; en las cuales, atendiendo � la moral, los amantes se
transformaban en hermanos, y con cuyo sistema resultaba un galimat�as
de moralidad que hacia sonreir al malicioso Fernando VII y fruncir
el entrecejo � su hermano el infante D. C�rlos, que asistian alguna
vez � nuestras funciones de Navidad. Don C�rlos enviaba � sus hijos �
nuestras aulas y � cumplir con la iglesia en nuestra capilla; � la cual
habia enviado Su Santidad Gregorio XVI su bendicion y los cuerpos de
cera de dos santos j�venes m�rtires, degollados en Roma en tiempos de
no recuerdo qu� m�nstruo imperial, cuyas figuras degolladas me daban �
m� tal miedo, que no pas� jam�s de noche por delante de la capilla en
cuyos altares laterales yacian.

Sali� mi padre desterrado de Madrid y Sitios Reales el 1832, y yo
del Seminario el 33. Muri� � poco el Rey Don Fernando VII. Sopl� la
revolucion; encendi�se la guerra civil, envi�me mi padre desde su
destierro de Lerma � estudiar leyes � la Universidad de Toledo, donde
siguiendo mi mismo sistema del Seminario, en vez de asistir as�duamente
� la Universidad, me d� � dibujar los pe�ascos de la V�rgen del Valle,
el castillo de San Servando y los puentes del Tajo; y vagando dia y
noche como encantado por aquellas calles moriscas, aquellas sinagogas y
aquellas mezquitas convertidas en templos, en vez de llenarme la cabeza
de definiciones de Heinecio y de Vinnio, incrust� en mi imaginacion los
g�ticos rosetones y las preciosas crester�as de la Catedral y de San
Juan de los Reyes, entre las leyendas de la torre de D. Rodrigo, de
los palacios de Galiana y del Cristo de la Vega, � quien debo hoy mi
reputacion de poeta legendario.

Mi tio, el prebendado � cuya casa me habia enviado mi padre, que
habia creido recibir en ella � un pajecillo que le ayudara � misa
y le acompa�ara al coro llev�ndole el paraguas y el breviario, se
escandaliz� de que yo leyera � V�ctor Hugo; � quien �l confundia,
sin que lograra yo sac�rselo de la cabeza, con Hugo de San V�ctor,
expositor de Sagrada teolog�a, de quien �l suponia que los franceses
habrian encontrado algunos versos in�ditos; tom� muy � mal mi amistad
con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro
Madrazo eran condisc�pulos mios de colegio, y concluy� por escribir
� mi padre que yo no era m�s que un botarate, que m�s _iba para
pinta-monas_ que para abogado, segun los papelotes que llenaba de
piedras, de torres y de inscripciones ya en posesion de los buhos y
cubiertas de telara�as.

No pluguieron mucho � mi padre los informes del prebendado toledano; y
al a�o siguiente me envi� � continuar mis estudios � Valladolid, bajo
la inspeccion de un procurador de aquella Chanciller�a, y la proteccion
del Rector de la Universidad, el ilustrado D. Manuel Tarancon, Obispo
despues de C�rdoba y muerto Arzobispo de Sevilla. H�celo yo all� mucho
peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de ni�o en la ciudad donde
habia nacido, y encontr�ndome otra vez � Pedro Madrazo en aquella
Universidad, continu� d�ndome � estudiar piedras, ruinas y tradiciones,
ayudado por los peri�dicos y publicaciones literarias que recibia de
Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era ent�nces emporio del arte, donde
brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenia la
redaccion de _El Artista_, el primer peri�dico literario � ilustrado de
Espa�a.

Atraqu�me, pues, de Casimire de la Vigne, de V�ctor Hugo, de Espronceda
y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del
Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro p�ginas del
Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador �
quien por �l estaba encargado, escribi� � mi padre punto m�s de lo
escrito por el prebendado: esto es, que yo no era m�s que un holgazan
vagabundo, que me andaba por los cementerios � media noche como un
vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en
fin, amigo de los hijos de los que no lo habian sido nunca de mi
padre, como Miguel de los Santos Alvarez. Parece que su padre y el mio,
ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chanciller�a, realista
mi padre y liberal el de Alvarez, no se habian mirado nunca de buen
ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres,
nos amamos de mozos, y a�n somos amigos en la vejez: cuestion de los
tiempos y de los caract�res.

Enoj�se mi padre, y con razon, con las noticias del bilioso procurador;
gan� yo curso por favor del Sr. Tarancon, y d�jome mi padre, al
enviarme por tercera vez � la Universidad de Valladolid: �t� tienes
traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te grad�as este a�o de
bachiller � cl�ustro pleno, te pongo unas polainas y te envio � cavar
tus vi�as de Torquemada.� Era mi padre muy hombre para hacer tal con
su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios s�rios:
odiaba � Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores _in
utroque_ de todas las Universidades de Espa�a: adoraba en sue�os
� Garc�a Gutierrez, � Hartzenbusch y � Espronceda; y ver una obra
mia impresa, y apretar la mano de amigo � estos ilustres poetas, me
parecia destino de m�s prez que el de llegar � ser un Floridablanca;
_el demonio_ de la poes�a estaba ya posesionado de todo mi s�r; y
con disgusto de Tarancon y estupefaccion del procurador, anunci�
redondamente que as� me graduaria yo � cl�ustro pleno aquel a�o, como
que volaran bueyes. Meti�ronme, pues, en una galera, que iba para
Lerma, � cargo del mayoral: pens� yo en el camino que mi vida en mi
casa no iba � serme muy agradable; y sin pensar �insensato! en la
amargura y desesperacion en que iba � sumir � mi desterrada familia, en
un descuido del conductor, ech� � lomos de una yegua, que no era mia y
que por aquellos campos pastaba, y me volv� � Valladolid por el valle
de Esgueba, que era otro camino del que la galera habia traido.

Sirvi�me mucho la equitacion que en el colegio me ense�aron, porque
la yegua era reacia y antojadiza; mas no me convenia en modo alguno
dejarla volverse � la querencia de su establo, y entr� sobre ella en
Valladolid al anochecer, donde la vend�: y acomod�ndome en otra galera
que para Madrid al amanecer salia, me desembanast� � los tres dias en
la calle de Alcal�, y me perd� � la ventura por las de esta coronada
villa, huyendo de mis santos deberes y en pos de mis locas esperanzas,
ahogando la voz de mi conciencia, y escuchando y siguiendo la de mi
desatinada locura.

Mi familia, no crey�ndome capaz de la resolucion de abandonar para
siempre mi casa paterna, me busc� por las de mis parientes de las
provincias de B�rgos y de Palencia, donde suponia que me habria
guarecido; y habiendo yo hecho mi fuga d�ndome por hijo de un artista
italiano, gracias � mis principios de dibujo y � la lengua italiana que
me era familiar, tard� mucho en dar con mi rastro. Present�me yo � mis
amigos y condisc�pulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de
los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de
mi padre, y que en vista de mi tenaz resistencia � volver � mi hogar,
no creyeron prudente insistir con quien tan obstinadamente rechazaba
sus amistosas amonestaciones.

Ent�nces.... �ay de m�! busqu� y contraje otras amistades; unas de las
que no quiero volver � acordarme, otras de las que jam�s me olvidar�;
como la de Manuel Assas, con quien gan� algunos pocos reales enviando
mis dibujos de la torre de Fuensalda�a y otros, con art�culos
arqueol�gicos escritos por Assas en franc�s, al _Museo de las familias_
de Par�s, y la de Jacinto Salas y Quiroga: poeta ya casi olvidado, que
cont� con mi pluma en donde quiera que lleg� � meter los puntos de la
suya. Ent�nces prediqu� en las mesas del caf� Nuevo una pol�tica de
locos, que hizo reir sin hacer afortunadamente pros�litos; y ent�nces
escrib� en un peri�dico que solo dur� dos meses, al cabo de los cuales
di� la polic�a tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de
hacer un viaje � Filipinas por cuenta del ministerio de la Gobernacion.
V� yo la justicia, por el balcon, entrar por la puerta principal que
bajo �l estaba; y montando en la baranda de otro que se abria sobre un
patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redaccion,
ca� diestra y silenciosamente � cuatro pi�s sobre sus enyerbadas
losas; emboqu� un callejon oscuro que ante m� se abria, y justificando
mi apellido, me escurr� por �l hasta la calle opuesta de la manzana;
enfil� tranquilamente la de Peregrinos, sub� la de Postas, mirando
atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de
ellas; y de recodo en recodo, y de callejon en pasadizo, d� conmigo en
la de la Esgrima, y en ella de manos � boca con un gitano � quien habia
salvado de ser fusilado dos a�os hacia en la tierra de Aranda. V�le y
conoci�me; pregunt�me y respond�le; comprendi�me � media palabra, y
llev�ndome � un cuarto del n�m. 30 y... tantos, trenz�me la melena,
color�me el semblante, y endos�ndome unas calzoneras y una chaqueta
de pana, con un sombrero con m�s falda que una dolorosa de procesion,
y una faja m�s ancha que la del Zod�aco, me sac� entre los de su
cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirvi�ndome de infalible
se�a gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servia de se�a
personal � los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme
� mi casa, y de �rden del gobernador de las tres ppp, D. Pio Pita
Pizarro, � los que pretendian enviarme � saber lo que en Filipinas
ocurria. Pas� una revolucion � los pocos dias con la desastrosa
muerte del general Quesada en Hortaleza; pas�... lo que pasa en las
revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de
diez dias torn� yo � pasar destrenzado y deste�ido por la Puerta de
Toledo, y volv� � vivir � salto de mata, y � dormir en casa de un
cestero, que de portero hab�amos tenido en la redaccion de marras... y
as� me cogi� en Madrid el dia 12 de febrero de 1837, anterior con tres
al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedar�n para una siguiente
carta, � la cual sirve de preliminar esta de su afect�simo y agradecido
amigo.




IV.


Comienzo � apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es m�s
dif�cil de lo que cre� la tarea que me he impuesto ahora, y de que
hemos andado poco acertados en dar publicidad � estas mis cartas.
Aglom�ranse en mi memoria, segun las voy escribiendo, t�ntos
pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender;
pas�banme t�ntas y t�les cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos
pasos y pasadizos en los dias de la muerte y del entierro de Larra,
que me temo que ni la benevolencia del director y de la redaccion de
_El Imparcial_ para conmigo, ni la paciencia de sus lectores quieran
pasarme el importuno relato de tan �ntimos y personales recuerdos.
Mas como quiera que ya es tarde para volverme atr�s, voy � pasar � la
carrera por sobre todos estos tan resbaladizos pasos; � imponi�ndome
esta tarea como una penitencia p�blica, ser� claro y sincero en mi
narracion, para que mi claridad y sinceridad prueben � lo m�nos lealtad
y modestia: probando que en la altura � que me ha elevado el favor
p�blico, no he perdido nunca de vista ni la nada en que yo nac�, ni el
polvo de que aquel me levant�.

Sigo, pues, adelante con mis recuerdos.

Hab�ase venido � Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi grande amigo
Miguel de los Santos Alvarez, en cuya casa pas� la noche que en
Valladolid me detuve en mi fuga de la mia paterna, y �nico confidente
de los secretos de mi corazon. Llevaba yo en �ste dos afanes y dos
esperanzas, que en un solo afan y en una esperanza sola se confundian:
mi primer amor � una mujer, y la esperanza de conseguirla, y el amor
� mi padre y la esperanza de sepultar su enojo bajo una monta�a de
laureles. So�aba yo con una fama y una gloria t�les, que obligaran
� aquella mujer y � mi padre � tenderme sus brazos � un tiempo,
asombrados y deslumbrados por el resplandor de mi nombrad�a. �Qui�n no
delira � los diez y nueve a�os?

Alvarez estaba en Madrid con consentimiento de su familia hacia muy
pocos dias, y yo pasaba las noches en la bohardilla de mi pobre
cestero, las ma�anas en el hospedaje de Alvarez, el centro de los dias
en la Biblioteca Nacional, y las tardes y primeras horas de la noche
vagando con Alvarez por las calles de la corte, como golondrinas nuevas
que buscan por vez primera sitio en que colgar su nido en una tierra
desconocida.

Y aconteci� que entre las personas con quienes un dia tropezamos en
la Biblioteca, acert� � ser una la de un italiano al servicio del
infante D. Sebastian, llamado Joaquin Massard, quien con un su hermano
Federico andaba bien admitido por las tertulias y reuniones, que
con su canto y alegre car�cter amenizaban: el Joaquin y el Federico
poseian dos deliciosas voces, de tenor el uno y de bar�tono el otro.
Abord�nos Joaquin Massard, que por Pedro Madrazo nos conocia, y nos di�
de repente la noticia de que Larra se habia suicidado al anochecer
del dia anterior. Dej�nos estupefactos semejante noticia, y asombr�le
� �l que ignor�semos lo que todo Madrid sabia, � invit�nos � ir con
�l � ver el cad�ver de Larra depositado en la b�veda de Santiago.
Aceptamos y fuimos. Massard conocia � todo el mundo y tenia entrada en
todas partes. Bajamos � la b�veda, contemplamos al muerto, � quien yo
veia por primera vez, � todo nuestro despacio, admir�ndonos la casi
imperceptible huella que habia dejado junto � su oreja derecha la bala
que le di� muerte; cort�le Alvarez un mechon de cabellos y volv�monos �
la Biblioteca, bajo la impresion indefinible que dejaban en nosotros la
vista de tal cad�ver y el relato de tal suceso.

Aqu� tengo que advertir � V., mi querido Velarde, que no volv�amos
� la Biblioteca por nuestro afan de estudiar, sin� porque siendo el
hospedaje de Alvarez y la bohardilla de mi cestero estancias muy poco
agradables para pasar el dia, y estando la Biblioteca muy bien esterada
y caldeada, pas�bamos en ella todas las horas que estaba abierta, como
hidalgos poco acomodados, en el abrigado alc�zar de un opulento amigo
que generosamente � los suyos lo franqueara.

A nuestra vuelta hall�me all� con un condisc�pulo del colegio, quien
enterado de mi posicion, me di� una carta para su hermano D. Antonio
Mar�a Segovia, propietario y director de _El Mundo_; uno de los
peri�dicos mejor escritos que en Madrid se han publicado, rebosando de
ingenio y de oportun�sima vis c�mica. En aquella carta pedia para m�
� su hermano, mi condisc�pulo, la plaza de un empleado que acababa de
despedirse, dici�ndole qui�n yo era, la educacion que habia recibido, y
lo �til que yo podia ser, atendida la m�dica retribucion del empleo que
para m� solicitaba. Mi ambicion era llegar � ser periodista, llegar
� firmar el folletin de un peri�dico que llegase � manos de mi padre:
tom�, pues, la carta de mi condisc�pulo, y meti�ndola en la cartera del
capitan Antonio Madera (otro condisc�pulo nuestro), la cual no s� ya
por qu� llevaba yo en el bolsillo, cre� meter en ella mi fortuna.

Joaquin Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo
al salir:

--S� por Pedro Madrazo que V. hace versos.

--S�, se�or, le respond�.

--�Querria V. hacer unos � Larra? repuso entablando su cuestion sin
rodeos; y vi�ndome vacilar, a�adi�: �yo los haria insertar en un
peri�dico, y tal vez pudieran valer algo.� Ocurri�me � m� lo poco que
me valdrian con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos �
un hombre tan de progreso y de tal manera muerto; y dije � Massard que
yo haria los versos, pero que �l los firmaria. Av�nose �l, y conv�neme
yo; promet�selos para la ma�ana siguiente � las doce en la Biblioteca;
y despidi�ndonos � sus puertas, ech� Massard h�cia la plazuela del
Cordon donde moraba, y Alvarez y yo por la cuesta de Santo Domingo �
vagar como de costumbre. Pens� yo al anochecer en los prometidos versos
y fu�me temprano al zaquizam�, donde mi cestero me albergaba con su
mujer y dos chicos, que eran tres harp�as de tres distintas edades.
No me acuerdo si cenamos: pero despues de acostados, met�me yo en mi
mechinal, con una vela que � prop�sito habia comprado.

En aquella casa no se sabia lo que era papel, pluma ni tinta; pero
habia mimbres puestos en tinte azul, y tenia yo en mi bolsillo la
cartera del capitan con su libro de memorias. Hice un kalam de un
mimbre como lo hacen los �rabes de un carrizo y tomando por tinta el
tinte azul en que los mimbres se te�ian.....

H� aqu�, Sr. Velarde, c�mo se hicieron aquellos versos, cuya copia
traslad� � un papel en casa de Miguel Alvarez � la ma�ana siguiente, y
part� � entregar mi carta al director de _El Mundo_.

Sali� � recibirme � una antec�mara: present�le la carta, y mi�ntras
la leia, penetraron mis ojos indiscretos en el aposento inmediato,
cuya puerta habia dejado �l abierta. Pareci�me � m� la de un paraiso:
una mujer peque�a y fina, esbelta y ondulosa como una garza, con una
cabellera como los arc�ngeles de Guido Reni y con dos ojos l�mpidos y
serenos como los de las gacelas, esperaba reclinada en un mueble � que
su marido concluyera con el importuno que habia venido � separarle de
ella. Cuando aquel me dijo, con los m�s atentos modales, que sentia
no necesitarme porque acababa de dar � otro la plaza que su hermano
le pedia, me march� cabizbajo y cariacontecido, pero convencido
perfectamente de que un hombre que tenia aquella mujer no debia
necesitar de m� ni de nadie, y d� conmigo en la Biblioteca. No estaba
ya en ella Joaquin Massard, pero me habia dejado una tarjeta, en la que
me decia: ��Puede V. traerme los versos � casa, � las tres? Comer� V.
con nosotros.�

A los tres cuartos para las tres ech� h�cia la plaza del Cordon; los
Massard habian comido � las dos: la hora del entierro, que era la de
las cinco, se habia adelantado � la de las cuatro. Los Massard me
dieron caf�; Joaquin recogi� mis versos y salimos para Santiago. La
iglesia estaba llena de gente; hall�banse en ella todos los escritores
de Madrid, m�nos Espronceda que estaba enfermo. Massard me present�
� Garc�a Gutierrez, que me di� la mano y me recibi� como se recibe
en tales casos � los desconocidos. Yo me qued� con su mano entre las
mias, embelesado ante el autor de _El Trovador_, y creo que iba �
arrodillarme para adorarle, mi�ntras �l miraba con asombro mi larga
melena y el m�s largo leviton, en que llevaba yo enfundada mi p�lida y
ex�gua personalidad.

El repentino y general movimiento de la gente nos separ�, avanz� el
f�retro h�cia la puerta; orden�se la comitiva; ingiri�me Joaquin
Massard en la fila derecha, y en dos largu�simas de innumerables
enlutados nos dirigimos por la calle Mayor y la de la Montera al
cementerio de la Puerta de Fuencarral.

Mohino y desalentado caminaba yo, poniendo entre los dias nefastos
aquel aciago en que me habian negado una plaza en _El Mundo_, habia
llegado tarde � la mesa, y en que iba, por fin, ayuno, � enterrar
� un hombre, cuyo talento reconocia, pero que no entraba en la
trinidad que yo adoraba, y que componian Espronceda, Garc�a Gutierrez
y Hartzembusch. Parec�ame que con aquel muerto iba � enterrarse mi
esperanza, y que nunca iba yo � tener un papel en que enviar impresos
mis delirios � la mujer � quien habia pedido un a�o de plazo para
pasar de cris�lida � mariposa, ni mis versos laureados al padre �
quien con ellos habia esperado glorificar. As�, el m�s triste de los
que �bamos en aquel entierro, marchaba yo en �l, envuelto en un _sur
tout_ de Jacinto Salas, llevando bajo �l un pantalon de Fernando de la
Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata
de un fachendoso primo mio, y un sombrero y unas botas de no recuerdo
qui�nes; llevando �nicamente propios conmigo mis negros pensamientos,
mis negras pesadumbres y mi negra y largu�sima cabellera.

Llevaba yo, y venianme, sin embargo, todas aquellas ajenas prendas
como si para m� hubieran sido hechas; y traidas, pero no maltratadas,
no revelaban que su portador salia con ellas bien cepilladas del alto
zaquizam� de mi hospitalario cestero.

Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el f�retro y � la vista el
cad�ver; y como se trataba del primer suicida, � quien la revolucion
abria las puertas del campo santo, trat�base de dar � la ceremonia
f�nebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarla el elemento
l�ico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venia
� desenrocar la revolucion. D. Mariano Roca de Togores, que a�n no era
el marqu�s de Molins, y que ya figuraba entre la juventud ilustrada,
levant� el primero la voz en pr� del narrador ameno del Doncel de D.
Enrique, del dram�tico creador del enamorado Mac�as, del hablista
correcto, del inexorable cr�tico y del desventurado amador. El concurso
inmenso que llenaba el cementerio qued� profundamente conmovido con
las palabras del Sr. Roca de Togores, y dej� aquel funeral escenario
ante un p�blico preparado para la escena imprevista que iba en �l
� representarse. Tengo una idea confusa de que hablaron, leyeron y
dijeron versos algunos otros: confundo en este recuerdo al conde de
las Navas, � Pepe Diaz..... no s�..... pero era cuestion de prolongar
y dar importancia al acto, que no fu� breve. Ibase ya, por fin, �
cerrar la caja, para dar tierra al cad�ver, cuando Joaquin Massard, que
siempre estaba en todo y no era hombre de perder jam�s una ocasion, no
atrevi�ndose, sin embargo, � leer mis escritos con su acento italiano,
meti�se entre los que presidian la ceremonia, advirti�les de que a�n
habia otros versos que leer, y como me habia llevado por delante,
h�zome audazmente llegar hasta la primera fila, p�some entre las manos
la desde ent�nces famosa cartera del capitan, y hall�me yo repentina �
inconscientemente � la vera del muerto, y cara � cara con los vivos.

El silencio era absoluto: el p�blico, el m�s � prop�sito y el mejor
preparado; la escena solemne y la ocasion sin par. Tenia yo ent�nces
una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca
oida de recitar, y romp� � leer..... pero segun iba leyendo aquellos
mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los
que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparicion y mi voz les
causaba. Imagin�me que Dios me deparaba aquel extra�o escenario, aquel
auditorio tan un�sono con mi palabra, y aquella ocasion tan propicia y
excepcional, para que �ntes del a�o realizase yo mis dos irrealizables
delirios: cre� ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de
mi fama, cuyas alas veia yo levantarse desde aquel cementerio, y v� el
porvenir luminoso y el cielo abierto..... y se me embarg� la voz y se
arrasaron mis ojos en l�grimas..... y Roca de Togores, junto � quien me
hallaba, concluy� de leer mis versos; y mi�ntras �l leia..... �ay de
m�! perd�nenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden, yo
ya no los veia; mi�ntras mi pa�uelo cubria mis ojos, mi esp�ritu habia
ido � llamar � las puertas de una casa de Lerma, donde ya no estaban
mis perseguidos padres, y � los cristales de la ventana de una blanca
alquer�a escondida entre verdes olmos, en donde ya no estaba tampoco la
que ya me habia vendido.

�Feliz aquel cuyo primer amor se malogra! �Desventurado aquel cuyo
primer delito es una rebelion contra la autoridad paterna! Al primero
le abre Dios el paraiso terrenal: del segundo no deja que repose la
conciencia.

Cuando volviendo de aquel �xtasis, apart� el pa�uelo de mis ojos,
el polvo de Larra habia ya entrado en el seno de la madre tierra: y
la multitud de amigos y conocidos que me abrazaban no tuvieron gran
dificultad en explicar qui�n era el hijo de un magistrado tan conocido
en Madrid como mi padre.

Pero, �sabe V., mi buen Velarde, qui�n era ent�nces, lo que valia y
c�mo y por qui�n lleg� � ser famoso su agradecido amigo?




V.


La importuna pregunta con que conclu� mi art�culo-carta del lunes 20 de
Octubre, me obliga � dirigirle � usted esta, mi estimado Sr. Velarde.

Tal vez enoja � V. ya, mi querido poeta, el verse tomado en pluma, que
no puede aqu�, � mi ver, decirse en boca, por un viejo impertinente
que se empe�a en contarle sus necedades de muchacho; pero disimule
usted tal impertinencia, porque tiene s�lo por m�vil mi gratitud � V.
por su art�culo del lunes 29 de Setiembre, con el cual motiv� V. la
publicacion de estas mis cartas. Usted pertenece al porvenir, y mira
naturalmente h�cia adelante; al mirar yo h�cia atr�s, porque pertenezco
al tiempo viejo, al relatar � V. lo que en �l fu�, tenga V. presente
que no pretendo servirle � V. de ejemplo, sino de escarmiento; puesto
que viviendo yo hoy persuadido de que el porvenir le guarda � V. un muy
elevado lugar en la rep�blica de las letras, quisiera yo por la mucha
estima en que le tengo, que las suyas le dieran tanta fama como � m�
las mias, pero que le fueran de m�s utilidad y provecho. Por eso no m�s
voy � decir � V. lo m�s sucintamente posible qui�n era, lo que valia
y c�mo y por qui�n llegu� yo � ser tan famoso en aquel viejo tiempo,
cuyos recuerdos me complazco ahora en evocar, no quiera Dios que con
hast�o � impaciencia de V. y de los suscritores de _El Imparcial_.

No teman estos, y sea esto advertido de paso, que llene yo sus columnas
con los insignificantes y poco trascendentales sucesos de mi vida.
A m�, que no he ocupado jam�s ningun cargo p�blico, que no he sido
ni embajador, ni ministro, ni siquiera individuo de corporacion ni
academia alguna, jam�s me ha sucedido nada que sea digno de ser sabido,
ni m�nos contado: ni me acosa tampoco vanidad tal ni tal comezon de
bombo, que intente no dejar pasar un lunes sin hablar de m� mismo,
para que no me olviden mis contempor�neos, ni se den los venideros de
calabazadas por mis estupendas fechor�as. Para que mis contempor�neos
no me olviden, basta ese bravucon inocente y desvergonzado perdonavidas
llamado _D. Juan Tenorio_, que est� encargado contra mi voluntad y por
la del pueblo espa�ol, de no dejarme olvidar en Espa�a; y con decir de
este drama mio y del _Zapatero y el Rey_ c�mo y por qu� fueron escritos
y c�mo y por qui�n fueron y son hoy representados, pienso dar fin �
estos mis recuerdos del tiempo viejo; y siquiera sea con pesadumbre de
algunos, y desenga�o de muchos, ser� tambien con honrado cumplimiento
del deber mio y descargo de mi conciencia.

Contin�o, pues, mi relato, tom�ndolo en el mismo cementerio de
Fuencarral, donde lo dej�.

Rompiendo por entre los amigos que me abrazaban, los entusiastas que
me felicitaban y los curiosos que absortos me contemplaban, enfundado
en mi gran _surtout_ de Jacinto Salas y circundado por mi flotante
melena, un mancebo p�lido y aguile�o, de resueltos modales y de
atrevida y casi insolente mirada, me asi� cari�osamente de las manos,
dici�ndome: �Tenga V. la bondad de venirse conmigo, para presentarle
� dos personas que desean conocerle.� Segu�le, y sac�ndome de aquella
confusion, me hizo subir � una c�moda y elegante carretela, cuyos dos
asientos, uno del fondo y otro de adelante, estaban ocupados por dos
individuos del sexo feo, cuya fisonom�a no podia yo ver ya bien, porque
ya era casi de noche. Salud�ronme y correspondiles; coloc�ronme en
el asiento de honor; coloc�se mi presentador en frente de m�; cerr�
el lacayo la portezuela, y � la voz del de mi izquierda, que dijo:
�Calle de la Reina,� salieron � un resuelt�simo trote las dos poderosas
yeguas que nos arrastraban: y, como dicen los mejicanos, �de las vidas
arrastradas, la mejor es la del coche,� y aquella carretela inglesa
estaba maestramente montada sobre sus muelles. Habl�banme dos, de los
tres con quienes en ella iba, y contest�bales yo, sin recordar ya de lo
que hablamos, y sin saber ent�nces con qui�nes, en la semi-oscuridad
crepuscular.

La direccion dada � la calle de la Reina era � la fonda de Genyes, que
era ent�nces lo que hoy Fornos y Lhardy; de donde yo deduje que mis
nuevos amigos moraban � comian en ella habitualmente, puesto que el
nombre de la calle habia bastado al cochero para sentar en firme sus
yeguas � la puerta de la fonda. En un gabinete estaba preparada una
mesa con tres cubiertos; a�adieron el cuarto para m�; desembaraz�ronse
ellos de sus abrigos exteriores, qued�ndome yo con el mio por razones
que no son del caso; sent�monos � la mesa y present�me mi presentador �
mis comensales. El de mi derecha era Buchental, llegado � Madrid hacia
pocos meses; nuestro anfitrion era un rubio como de cuarenta a�os,
de amen�sima conversacion, con la cual demostraba que habia viajado
mucho, de cuyo nombre no me he podido volver � acordar, � quien no he
vuelto � ver m�s, y por quien no tuve despues ocasion de preguntar �
mi resuelto y aguile�o presentador: que era ni m�s ni m�nos que Luis
Gonzalez Brabo, �ntes de ser diputado, embajador y ministro. Desde
aquella tarde fu� para m� Luis, como yo para �l fu� Pepe; la suya fu�
la primera mano en que me apoy� para poner mi pi� derecho en el primer
escalon del ef�mero alc�zar de mi fama: y desde ent�nces no he tenido
un m�s bravo amigo que Gonzalez Brabo. No era por ent�nces m�s que
_tijera_ en no recuerdo qu� peri�dico; pero segun fu� ascendiendo por
la escala de la fortuna, se volvi� � m� desde cada pelda�o que subia,
� tenderme aquella misma mano con que me sac� del cementerio; pero
mi objetivo, como hoy se dice, no era la pol�tica, y con tanta pena
suya como desden mio, le dej� subir solo. Ignoro lo que fu� Luis Brabo
social � pol�ticamente considerado, porque he vivido veinte a�os fuera
de Espa�a y once en Am�rica, sin correspondencia con Europa; cuando
volv� � Madrid en 1866 era presidente del Consejo de ministros y decian
que tenia la nacion en sus manos; pero para m� fu� el mismo Luis Brabo,
que me la tendi� como en 1837; el primer amigo del poeta Zorrilla.

Aqu� dir� V., mi querido poeta Velarde: �c�mo el primero? �Pues y
los Villa-Hermosa y los Madrazo, y Assas y Miguel Alvarez y Fernando
de la Vera, sus condisc�pulos de Universidad y del Seminario? �Y
Joaquin Massard y Roca de Togores cuyas manos tomaron de las de V.
los versos que le abrieron las puertas de la sociedad y le dieron la
nombrad�a?--Los Villa-Hermosa, los Madrazo, Alvarez y de la Vera, eran
los amigos de mi ni�ez: los del estudiante y del condisc�pulo; los
amigos cari�osos, casi los hermanos, del mancebo que iba � ser hombre;
la casualidad llev� � Massard � la biblioteca y me puso al lado de Roca
de Togores en el cementerio: pero Luis Brabo busc� el primero al poeta
y no abandon� jam�s al amigo. La primera obligacion del narrador es
ser ver�dico: la del hombre bien nacido la de ser justo: la del hombre
noble ser agradecido. Desde la fonda me llev� Luis Brabo, orgulloso
de llevarme, al caf� del Pr�ncipe, donde hall� � Breton, � Ventura, �
Gil y Z�rate, � Garc�a Gutierrez, que me reconoci� y con quien trab�
pronto amistad; al buen Hartzenbusch, � quien quise desde aquella noche
como � un hermano mayor, y que fu� parte y testigo de sucesos �ntimos
y posteriores de mi vida, y en fin, � la mayor parte de los que por
ent�nces figuraban en las letras y en las artes.

No s� qui�n me llev� � las diez � casa de Donoso Cort�s, que a�n no
era el marqu�s de Valdegamas: all� encontr� � Nicomedes Pastor Diaz y
� D. Joaquin Francisco Pacheco, quienes con el conocido jurisconsulto
Perez Hernandez, estaban tratando de publicar su peri�dico _El
Porvenir_.--Pregunt�ronme mil cosas: examin�ronme, sin que de ello
me apercibiera, de lo que habia aprendido en el colegio; indagaron
lo que habia leido, lo que me habia propuesto. Yo era un chico, no
cumpl� veinte a�os hasta cuatro dias despues del de la muerte de Larra:
estaba animado por el �xito de aquella tarde y por los pl�cemes y
aplausos que acababa de recibir en el caf� del Pr�ncipe; recit�les mi
destartalada composicion �A Venecia�, el romancillo de unos Gomeles
que corrian por la vega de Granada, y unas redondillas � una due�a de
negra toca y mongil morado, que sea dicho de paso y con perdon de mis
admiradores, pero en Dios y en mi �nima creo que no sabia yo ent�nces
lo que era mongil, segun el color morado episcopal de que le te��.
Donoso y sus amigos debieron apercibirse de mi poco saber; pero se
fascinaron con las circunstancias fant�sticas de mi aparicion, y con
la excentricidad de mi nuevo g�nero de poes�a y de mi nueva manera
de leer, y me ofrecieron el folletin de _El Porvenir_ con 600 reales
mensuales; �nico sueldo que en este peri�dico se debia de pagar,
porque iban � escribirle sin inter�s de lucro, en pr� de su pol�tica
comunion.--Di�ronme � traducir para el peri�dico uno de los infantiles
cuentos de Hoffmann, y � las doce me llev� Pastor Diaz consigo � su
casa.--Pastor Diaz, cuya alma de ni�o simpatiz� con la ignara candidez
de la mia, me entretuvo hasta muy avanzada hora, desde la cual hasta la
de su muerte, me tuvo el m�s fraternal cari�o.

No era ya aquella la de volver � recogerme � la bohardilla del cestero,
y... � pesar del frio, vagu� por las calles hasta el nuevo dia,
abrigado interiormente con el champagne y el caf� de mi generoso y
desconocido anfitrion, y exteriormente sostenido con la esperanza y las
ilusiones de mis a�n no cumplidos veinte a�os.

No recuerdo ya donde me amaneci�; pero � las ocho estaba ya � la
cabecera de la cama de Alvarez, cont�ndole mis venturas del dia
anterior; de las cuales nada sabia, no habi�ndole yo podido buscar
desde que hacia veinte horas me habia separado de �l, para ir � llevar
mi carta � _El Mundo_ y mis versos � Massard.--Asombr�le primero
lo sucedido; alegr�le despues; lloramos, reimos, ayud�le � vestir,
y saltamos y cantamos al rededor del chocolate como los indios de
Fenimore Cooper al rededor del postre de la guerra; la patrona crey�
que nos habia caido la loter�a.

Como si tal nos hubiera acontecido, nos echamos � la calle y comenzamos
� dar fin � los pocos duros que le quedaban � Alvarez; declar�monos los
dos modernos P�lades y Orestes; present�le yo � cuantos me presentaron;
present�me �l � la que despues fu� mi mujer, y cuando llegaron �
nuestras manos mis primeros treinta duros de �El Porvenir�, de Donoso,
nos creimos due�os del Universo.




VI.


Como el relato de las muchachadas de ambos no entra por nada en la
explicacion de mis preguntas finales en el art�culo del lunes �ltimo,
voy adelante con mis desatinos personales. Escrib� muchos en _El
Porvenir_: � Cervantes y � Calderon, cuantos pudieron ocurr�rseme, y
� la luna de enero, donde dije que el cielo era ojo de la eternidad y
la luna su pupila; escrib�, en fin, los suficientes para impacientar �
cuantos tenian sentido comun y estudios, y gusto en las bellas letras;
pero Nicomedes y Donoso seguian sosteni�ndome y anim�ndome, y yo segu�
asombrando al p�blico con la multitud de mis po�ticos engendros.

Una noche me encontr� al volver � mi casa de pupilaje, una carta
de D. Jos� Garc�a Villalta que decia: �Muy se�or mio: he tomado la
direccion de _El Espa�ol_, peri�dico cuyas columnas surt�a Larra con
sus art�culos: pues la muerte se llev� al cr�tico dej�ndonos al poeta,
entiendo que �ste debe de suceder � aquel en la redaccion de _El
Espa�ol_. S�rvase V., pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina,
esquina � la de las Torres, para acordar las bases de un contrato.
Suyo, afect�simo, _J. G. de Villalta_.�

Era este el autor de _El golpe en vago_, la novela mejor escrita de
las de la coleccion primera del editor Delgado. Ten�ale yo en mucho
desde que la habia leido, y las relaciones entabladas con el hombre
acrecentaron mi respeto y mi estimacion h�cia el escritor. Villalta
era un hombre de mucho mundo y de un profundo conocimiento del corazon
humano: de una constitucion vigorosa, con una cabeza perfectamente
colocada sobre sus hombros; de una fisonom�a atractiva y simp�tica,
con una boca fresca, cuya sonrisa dejaba ver la dentadura m�s igual
y limpia del mundo. Su cabellera escasa era rubia y rizada, y no he
podido nunca esplicarme el por qu� su busto abultado de contornos me
recordaba el ol�mpico busto de Neron, pero del Neron poeta y gladiador
en su viaje � Grecia: el Neron que ponia fuego � dos viejos barrios
de Roma para obligar al municipio republicano � construir otro nuevo,
tan suntuoso como la mansion palatina que �l junto � lo incendiado
habitaba. Yo tengo � Neron por un emperador muy calumniado; y desde
que he vivido en Roma, estoy convencido de que hizo bien en quemar lo
que quem�, para que se construyera lo que se construy�; y � este Neron
que yo me figuro, es el Neron � quien me figuraba yo que se parecia
Villalta.

El hecho es que Villalta era todo un hombre: s�brio y diligente, pero
gracioso y amabil�simo; como andaluz de la buena raza, su trato era
fascinador; y en cinco minutos hizo de m� lo que le convino en nuestra
primera entrevista; el cuarto en que esta pas� influy� sin duda en mi
aceptacion. Era una sala grande cuadrada, en cuyas blancas paredes no
tenia Villalta m�s adornos que dos espadas de combate, dos sables de
academia de armas y un magn�fico par de pistolas. Una grand�sima mesa
de despacho cargada de papeles estaba entre �l y yo, y por una puerta
entreabierta se veia en el inmediato aposento el ba�o del que acababa
de salir.

Vi� Villalta que no era yo hombre de abandonar � Donoso y � Pastor
Diaz, sin una grave razon, y me di� una carta para ellos, en la que
les decia las proposiciones que me habia hecho y las razones que yo le
daba. _El Porvenir_ tenia apenas suscricion, y _El Espa�ol_ la tenia
numerosa. Si me querian bien, debian dejarle dar � mis versos la m�s
lata publicidad, etc.

Ofrec�ame un sueldo con que no habia yo contado nunca, y que ent�nces
creo que no sabia contar en moneda efectiva: pagarme aparte las poes�as
del n�mero de los domingos, que era una revista de mayor tama�o; la
colaboracion en el folletin con Espronceda convaleciente ya de una
larga enfermedad, y mi presentacion inmediata en su casa por �l en
persona. Espronceda era el �dolo de mis creencias literarias. Donoso y
Pastor Diaz me autorizaron abraz�ndome para abandonarles, y me pas� al
campo de Villalta sin traicion ni villan�a.

Continu� en �l publicando centenares de versos, entre los cuales habia
algunos chispazos de ingenio que hacian, por efecto de la moda, no
parar mientes en mis infinitos y exc�ntricos disparates. Es verdad
que contribuian � darlos boga las lecturas que de ellos hacia en
los salones del Liceo, en el palacio de los duques de Villahermosa,
quienes, ausentes de Madrid � la sazon, se los habian cedido � aquella
sociedad literaria y art�stica. Era el Liceo... Pero ya ha dicho lo
que era en _La Ilustracion_ el ameno _Curioso parlante_ D. Ramon de
Mesonero Romanos; y ante �l arr�a bandera quien en su juventud supo
aprovecharse de su picante y donosa cr�tica, y hoy se complace en
hallar una ocasion de darle una prueba p�blica de consideracion y
respeto. All�, en el Liceo, re�� yo y gan� grandes batallas, y cobr�
fama de gran lector; all� ayud� � subir � la tribuna y entrar en la
palestra literaria � Rodriguez Rub�, con su precioso romance de la
venta del jaco; all� coron� una noche � Carolina Conrado y present� una
ma�ana � Gertrudis Avellaneda; all�... pero lo que sucedi� all� lo sabe
todo el mundo, y lo que no sepa se lo dir� mejor que yo el _Curioso
Parlante_.

Ya se lo ha dicho en _La Ilustracion_ del 22 de Octubre: �de all�
salieron los que all� figuraron despues como ministros, embajadores,
consejeros, senadores, diputados y publicistas, alternando en diversos
bandos y �pocas, segun la marcha de los sucesos: y s�lo Zorrilla y
el que esto escribe se obstinaron en conservar su independencia y su
nombre exclusivamente literario, sin aspirar � su engrandecimiento por
otros caminos; con la circunstancia en pr� de Zorrilla de que � m�
s�lo me faltaba la ambicion, y � Zorrilla le faltaban la ambicion y la
fortuna.� Esto dice D. Ramon de Mesonero Romanos, y Dios le bendiga
como yo le agradezco que lo haya dicho.

Lo que no dice y le voy � decir yo � V., mi querido Velarde, es c�mo
�ste � quien llama ilustre, corriendo quijotescamente tr�s de ideales
fant�sticos, no era en la vida social ni en la literaria m�s que un
tonto y un ingrato.




VII.


Lenta y perezosa carrera lleva mi correspondencia epistolar con V., mi
querido poeta, interrumpida dos veces por versos que no pudieron m�nos
de ser en su lugar publicados: ata�endo ambas � asuntos tan perentorios
y tan de actualidad como es el de las inundaciones y el de mi escaso
beneficio[1]. Concluyo, pues, con las noticias que de m� me propuse
dar � V. y Dios haga que la gente de hoy vea bajo su verdadero punto
de vista, y tome en su sentido verdadero, lo que de m� me resta que
decirle.

       [1] Estas dos composiciones van en el ap�ndice de esta obra.

Una tarde me dijo Villalta: �esta noche iremos � casa de Espronceda,
que ya desea ver � V.� Fig�rese usted que un creyente hubiera enviado
por escrito su confesion al Papa, y que S. S. le hubiera contestado:
�venga V. esta noche por la absolucion � la penitencia� esta fu� mi
situacion desde las cuatro de la tarde, hora en que Villalta me anunci�
tal visita, hasta las nueve de la noche, hora en que se verific�. Yo
creia, yo idolatraba en Espronceda. Si aquel or�culo divino � quien yo
iba � consultar desaprobaba mis versos, si aquel �dolo � cuyos pi�s
iba yo � postrarme desde�aba mi homenaje, no tenia m�s remedio que irme
� buscar � mi padre � la corte de O�ate, y suplicarle contrito que me
matriculase en la Universidad de Vergara.

Villalta ley� sonriendo en mi fisonom�a lo que pasaba en mi interior,
y me condujo en silencio � la calle de San Miguel, n�m. 4. Espronceda
estaba ya convaleciente, pero a�n tenia que acostarse al anochecer.
Introd�jome Villalta en su alcoba, y diciendo sencillamente �aqu� tiene
V. � Zorrilla�, me empuj� paternalmente h�cia el lecho en que estaba
incorporado Espronceda. Yo, no encontrando una palabra que decir, sent�
brotar las l�grimas de mis ojos, los brazos de Espronceda en mi cuello,
sus labios en mi frente, y su voz que decia � Villalta, �es un ni�o�.

Hubo un minuto de silencio, del cual no he sabido nunca hacer un poema:
Villalta se despidi� y nos dej� solos; de la conversacion que sigui�...
no me acuerdo ya: al cabo de media hora nos tute�bamos Espronceda y
yo, como si hiciera veinte a�os que nos conoci�ramos; pero la luz que
estaba en el gabinete no iluminaba la alcoba, en cuya penumbra no habia
yo todav�a visto � Espronceda; �no te veo�, le dije; �pues trae la
luz�, me respondi�; y trayendo yo la buj�a, le contempl� por primera
vez, como � la primera querida que me hubiera dado un beso � oscuras.

La cabeza de Espronceda rebosaba car�cter y originalidad. Su cara,
p�lida por la enfermedad, estaba coronada por una cabellera negra,
riza y sedosa, dividida por una raya casi en el medio de la cabeza
y ahuecada por ambos lados sobre dos orejas peque�as y finas, cuyos
l�bulos inferiores asomaban entre los rizos. Sus cejas negras, finas
y rectas, doselaban sus ojos l�mpidos � inquietos, resguardados como
los del leon por riqu�simas pesta�as: el perfil de su nariz no era muy
correcto, y su boca desde�osa, cuyo labio inferior era algo aborbonado,
estaba medio oculta en un fino bigote y una perilla unida � la barba,
que se rizaba por ambos lados de la mand�bula inferior. Su frente
era espaciosa y sin m�s rayas que la que de arriba abajo marcaba el
fruncimiento de las cejas; su mirada era franca, y su risa pronta y
frecuente, no rompia jam�s en descompuesta carcajada. Su cuello era
vigoroso y sus manos finas, nerviosas y bien cuidadas. A m� me pareci�
una encarnacion de P�ndaro en Atinoo: de tal modo me fascin� su belleza
varonil, su conversacion animada y la alta inspiracion de su poes�a.
Espronceda sabia m�s que la mayor parte de los que despues de �l hemos
alcanzado reputacion: disc�pulo de Lista como Ventura de la Vega y
Escosura, era buen latino y erudito humanista; pero empapado en la
poes�a inglesa de Shakespeare, Milton y Pope, era la personificacion
del clasicismo ap�stata del Olimpo, y lanzado, Luzbel-poeta, en el
infierno insondable y nuevamente abierto del romanticismo.

Espronceda era leal, generoso y bueno: la pol�tica y los amigos
le dieron un car�cter y una reputacion ficticia, que jam�s le
pertenecieron; y las median�as vulgares le han calumniado despues de su
muerte, hasta atribuirle versos y libros infames, que jam�s pens� en
producir.

A la tercera visita que le hice de dia, me cans� de la sociedad de sus
amigos: no porque su conversacion me espantara, sin� por que no la
comprendia; vivia yo dado � mi trabajo, y no conocia � nadie de los ni
de las de qui�nes all� se hablaba. Una noche entr� en su alcoba despues
de las doce: dolores articulares y escasez necesaria de nutricion
ten�anle � �l desvelado, y � m� con pocas ganas de recogerme temprano
la estrechez de mi pupilaje.

--Vengo � esta hora--le dije--porque es en la que no tienes amigos en
tu casa.

--�No te gustan mis amigos?

--No.

--Pues hablemos de otra cosa; y me alegro de que tengas libres estas
horas, que son para m� las m�s insoportables; �tardo t�nto en conciliar
el sue�o!..

Hacia poco que le habia abandonado Teresa: yo ni la conocia, ni aun
tenia por ent�nces conocimiento de que existiese: yo no conocia de la
vida de Espronceda m�s que sus escritos; yo adoraba al poeta, y aun no
conocia del hombre ni siquiera la persona, puesto que no le veia m�s
que en el lecho donde le retenia su enfermedad.

Segu� pues yendo � visitarle despues de media noche.

Y de aquellas conversaciones � solas con Espronceda s� que podria yo
hacer un libro; pero hay libros que no deben ser leidos hasta cuarenta
a�os despues de escritos.

Espronceda y yo nos quisimos y nos estimamos siempre; pero nuestras
diversas costumbres, �unque no las entibiaron, hicieron m�nos
frecuentes nuestras relaciones. Yo desert� el primero del cafetin
del teatro del Pr�ncipe, en donde nos junt�bamos, y me pas� al de
S�lito, con los Gil y Z�rate, G. Gutierrez y otros, � quienes comenz�
� importunar el elemento militar y pol�tico que se incrust� all� en el
literario; y con motivo de mi primer matrimonio, del cual Espronceda
no se atrevi� � hablarme m�s que una vez, comprendi� que el ni�o era
ya hombre; y habiendo ya escrito _El Cristo de la Vega_ y _Margarita
la Tornera_, estim� al hombre como un hermano y al poeta como ingenio
privilegiado que �l era, y que no tenia nada que envidiar al mozo
atrevido que osaba trepar � tientas al Parnaso.

Encerr�me yo en mi casa y segu� produciendo libros: Garc�a Gutierrez me
di� la mano para presentarme en la escena, � m�s bien me sac� � ella en
brazos, en un drama que escribimos juntos, y comenc� la vida aislada
y poco social que he llevado siempre. La gimnasia, que necesitaba
mi sietemesina naturaleza, el tiro de pistola, que en tiempos tan
revueltos no era in�til estudio, y los paseos � caballo por fuera de
puertas, eran mis perennes entretenimientos; en medio de los cuales
escrib� once tomos de versos, de los cuales no he sabido jam�s cuatro
de memoria.

El Liceo concluy� entre tanto, saliendo sus s�cios m�s notables para
las embajadas, los ministerios y los destinos m�s importantes de la
nacion: Mesonero Romanos se fu� � su casa, cargado de memorias, y yo �
la mia de coronas de papel recogidas en una funcion de obsequio que se
me di�, y con un �lbum en cuya primera hoja escribi� S. M. la Reina D.�
Isabel. Tal fu� el fin y el fruto que yo saqu� del Liceo.

Salustiano Ol�zaga, � quien habia hecho emigrar mi padre cuando era
superintendente general de polic�a, y que fu� uno de mis mejores
amigos, me ofreci� la entrega de mis bienes paternos, que habian sido
secuestrados; pero yo rehus� incautarme de ellos, creyendo que �pues
habia abandonado mi casa, habia renunciado � mis derechos de hijo...�
Ol�zaga vi� que yo era un tonto: mi padre me lo dijo cuando volvi� de
su emigracion, y yo lo creo ahora que lo escribo. Mi quijotesco modo
de ver las cosas y mi caballeresco desprendimiento no fu� apreciado
por nadie: mi padre me dijo que habia hecho mal en no aprovechar mi
favor en el partido liberal, sacrificio que yo creia muy agradable �
su intransigencia realista; mi extra�amiento de la sociedad y mi vida
oscura de diario trabajo, no me procur� m�s amigos que el p�blico;
y como todos no son nadie, no tuve m�s amigo que mi trabajo; y como
corriendo los tiempos cambian las aficiones y las predilecciones
sociales, yo gan� mucha fama con dos � tres afortunadas obras, y llegu�
� la vejez como la cigarra de la f�bula. Pero en mis famosas obras se
revela la insensatez del muchacho falto de mundo y de ciencia, exento
de todo sentido pr�ctico, y jam�s apoyado en principio alguno fijo.

Yo debia mi fama � mis inspiraciones rom�nticas de Toledo.

Aquella g�tica catedral, cuyas esculturas se habian levantado de sus
sepulcros para venir � cruzar por mis romances y mis quintillas;
aquel �rgano y aquellas campanas que en ellos habian sonado; aquellos
rosetones, capiteles y doseletes; aquellos cl�ustros cat�licos,
aquellas mezquitas moriscas, aquellas sinagogas jud�as, aquel rio
y aquellos puentes y aquellos alc�zares que habian dado � mis
_repiqueteados_ y desiguales versos la vistosa apariencia de sus
festonadas labores de imaginer�a y de crester�a, no me habian merecido
m�s que el desprecio de su antig�edad y la mofa de su perdida grandeza;
y aquel pueblo, � cuyas costumbres, � cuyas tradiciones y � cuyas
consejas debia yo todo el valor de mi poes�a l�rica y legendaria, no me
mereci� m�s que el ep�teto de _imb�cil_, en aquella estrofa, padron de
mi infamia:

      Hoy s�lo tiene el gigantesco nombre,
    parodia con que cubre su verg�enza:
    parodia vil en que adivina el hombre
    lo que Toledo la opulenta fu�.

      Tiene un templo sumido en una hondura,
    dos puentes y entre ruinas y blasones
    un alc�zar sentado en una altura
    y _un pueblo imb�cil_ que vegeta al pi�.

�Concibe V. poeta m�s necio y m�s ingrato, mi querido Velarde? �Por
qu� llam� yo _imb�cil_ al pueblo de Toledo? �Por que era religioso y
legendario, y pretendia yo ech�rmelas de incr�dulo y de volteriano?
Pues ent�nces, �por qu� seguia buscando fama y favor con mi poema de
_Mar�a_ y con el car�cter religioso y creyente de todas mis obras?
Porque el imb�cil era yo: y gracias � Dios que me ha dado tiempo,
juicio y valor civil para reconocer y confesar p�blicamente en mi vejez
mi juvenil imbecilidad.

En cuanto � mi ingratitud... por m�s que me averg�ence y me humille
tal confesion, no quiero morir sin hacerla. La muerte de Larra fu� el
or�gen de mis versos leidos en el cementerio. Su cad�ver llev� all�
aquel p�blico, dispuesto � ver en m� un g�nio salido del otro mundo
� �ste por el hoyo de su sepultura; sin las extra�as circunstancias
de su muerte y de su entierro, hubiera yo quedado probablemente en la
oscuridad, y tal vez muerto en la m�s abyecta miseria; y apenas me v�
famoso, me descolgu� diciendo un dia:

      Nac� como una planta corrompida
    al borde de la tumba de un malvado, etc.

H� aqu� un insensato que insulta � un muerto, � quien debe la vida;
que intenta deshonrar la memoria del muerto � quien debe el vivir
honrado y aplaudido. �Concibe V., Sr. Velarde, un ente m�s ingrato
ni m�s imb�cil? Pues ese era yo en 1840; mezcla de incredulidad y
supersticion, ejemplar inconcebible de progresista retr�grado, que
ignoraba, por lo visto, hasta la acepcion de las palabras que escribia.

Han transcurrido treinta y nueve a�os: nadie ha venido jam�s � pedirme
cuenta de mis palabras, y aprovecho la primera, aunque tard�a,
ocasion que � la pluma se me viene, para dar � quien corresponde una
satisfaccion espont�nea y jam�s por nadie exigida; quiero decir: � los
toledanos de hoy y � los hijos de Larra.

Y en estas �ltimas l�neas, con las que con V. corto mi correspondencia,
fundo yo m�s vanidad, mi querido Velarde, y espero que halle V. m�s
motivo de estimacion que en los cuarenta tomos de versos que lleva
escritos el autor de _D. Juan Tenorio_.




VIII.


Abreviemos este relato, sobre el cual deseo pasar como sobre �scuas.
Mis memorias son demasiado personales para inspirar inter�s, y
demasiado �ntimas para ser reveladas en vida: temo adem�s que parezcan
comezon de hablar de m� mismo, cuando siento un profund�simo anhelo y
tengo perentoria necesidad de desaparecer de la escena literaria

    � vivir en el olvido
    y � morir en paz con Dios.

Corramos, pues, cuatro a�os en cuatro l�neas. Hab�ame hecho conocer
como poeta l�rico y como lector en el Liceo: el editor Delgado me
compraba mis versos coleccionados en tomos, despues de haber sido
publicados en _El Espa�ol_ y en otros peri�dicos; pero terminada la
guerra carlista con el convenio de Vergara, emigr� mi padre � Francia y
era forzoso procurarle recursos. Acud� � mi editor D. Manuel Delgado,
quien � vueltas de largu�simas � in�tiles conversaciones no me dejaba
salir de su casa sin darme lo que le pedia; es decir, jam�s me lo
di� en su casa, sin� que me lo envi� siempre � la mia � la ma�ana
siguiente del dia en que se lo ped�: parecia que necesitaba algunas
horas para despedirse del dinero, � que no queria dejarme ver que
lo tenia en su casa, � que no era due�o de emplearle sin consulta
� permiso pr�vio de inc�gnitos asociados. Como quiera que fuere,
comenz� � pasarme una mensualidad, de la cual enviaba parte � mi
padre; pero era preciso trabajar mucho; y tan falto de ciencia como
de tiempo, continu� produciendo t�ntas l�neas diarias cuantos reales
necesitaba, sin tiempo de pensar ni de corregir las vanalidades que
en ellas decia. Comprendiendo al fin que no era posible repicar y
andar en la procesion, suprim� las amistades del caf� y las visitas de
cumplimiento; y encerr�ndome en mi casa cerr� su puerta � los ociosos
y � los gorristas; qued�ndome reducido � la cari�osa amistad de Pastor
Diaz, � la proteccion incondicional de Donoso Cort�s, y � la sociedad
de G. Gutierrez, � quien quise y quiero como � un hermano mayor, y � la
de Fernando de la Vera, el corazon m�s leal y m�s constante de cuantos
me han acordado su afecto y pasado cari�osamente por las desigualdades
de mi car�cter.

A�os hemos pasado juntos y a�os sin vernos ni escribirnos; al volvernos
� encontrar, Gutierrez desplega la misma sonrisa semi-s�ria con que
nos despedimos hace treinta a�os, y Fernando de la Vera, de prodigiosa
memoria, toma la conversacion donde la dejamos hace veinte. Yo admiro
y saboreo a�n los versos de G. Gutierrez, aunque ya �l no me los
lee, y Fernando de la Vera se admira de haber escrito los suyos, sin
haber tenido jam�s necesidad de escribirlos. Los Villa-Hermosa habian
desaparecido de Madrid; y cuando yo leia mis versos en las sesiones
del Liceo, en los salones de su palacio, esperaba siempre ver aparecer
por detr�s de algun tapiz la severa figura del viejo duque, que me
perdonaba las muchachadas que le enojaron, � la p�lida hermosura de
la duquesa, que tengo a�n en las pupilas como la im�gen de la duquesa
de quien habla Cervantes, � la faz, en fin, semi-burlona del actual
duque, que venia � decirme: �Mira c�mo te regocijas en mi casa, como
si estuvieras en la tuya.� Los Madrazos se habian dividido en muchas
familias, y Espronceda entre sus ruidosos amigos me llamaba el viejo de
veinticuatro a�os.

Pero era preciso vivir, y para vivir era forzoso trabajar. La
casualidad, que es la providencia de los espa�oles, y la debilidad
de Garc�a Gutierrez para conmigo, me abrieron campo m�s ancho,
franque�ndome la escena, cuando m�s necesitaba variar y acrecentar mis
medios de accion y de subsistencia.

No recuerdo por qu� ni c�mo, porque a�n no conocia el teatro por
dentro, habia quedado Madrid aquel verano sin compa��a dram�tica
alguna, ni por qu� ni c�mo andaban por las provincias Matilde, los
Romeas y los empresarios habituales de sus coliseos: el hecho era
que desde fines de Mayo actuaba en el del Pr�ncipe una sociedad
improvisada, bajo un programa tan modesto que no anunciaba m�s
pretensiones que la de no dejar al p�blico de Madrid sin ningun
espect�culo. Compon�anla Garc�a Luna, Juan Lomb�a, Pedro Lopez, Alver�,
B�rbara y Teodora Lamadrid, la Llorente, la Puerta como graciosa,
Azcona, Monreal y media docena de bailarinas. Luna y la B�rbara eran ya
actores de reputacion; Azcona y la Llorente eran resto de las buenas
compa��as de Grimaldi: Breton no habia a�n escrito para Lomb�a _El
pelo de la dehesa_, y no habia tenido a�n tiempo Teodora de abordar los
grandes papeles. Una ma�ana de Junio, mi�rcoles �ntes de un _Corpus
Christi_, pasaba yo por la calle Mayor, de vuelta de casa de Delgado,
� quien no habia podido ver; acord�me de que hacia m�s de un mes que
no veia � G. Gutierrez, que habitaba en un piso principal de los
soportales, y me ocurri� verle y ver si �l me procuraba el dinero que
de Delgado no habia obtenido. Colocaban los operarios del municipio
el toldo para la procesion del dia siguiente; y como yo anduviese por
ent�nces muy dado � la gimnasia, para fortalecer el brazo izquierdo que
me habia roto de muchacho, y como dos cuerdas del toldo colgasen hasta
la calle, aseguradas en el balcon de G. Gutierrez, trep� � su aposento
por tan inusitado camino, encontr�ndole todav�a acostado, � pesar de
ser cerca de medio dia. Nuestra conversacion no fu� muy larga.

--�Qu� tienes? �Por qu� est�s a�n en la cama?

--Porque me aburro: y t�, �qu� traes?

--Mohina por no haber encontrado � Delgado en casa.

--�Necesitas dinero?

--�Cu�ndo no?

--Pues dos dias hace que estoy yo aqu� discurriendo de d�nde sacar dos
mil reales.

--�Pero, hombre, t�, con ofrecer una obra al teatro!..

--No tengo m�s que medio acto de un drama.

--Pues yo te ayudar�; y haciendo en tres dias tres actos cortos, yo
me encargo de sacarle � Delgado el precio del derecho de impresion,
y t� puedes tomar los de representacion de la compa��a del Pr�ncipe,
que ver� el cielo abierto de tener en Junio un drama del autor del
_Trovador_.

Hice � Gutierrez oferta tal, sin pesar m�s que mi buen deseo, y
acept�la �l sin pensar en mi inexperiencia del arte dram�tico, ni la
distancia que entre �l y yo mediaba. Convinimos en que �l me escribiria
el plan de su obra y vendria � las cuatro � comer con mi familia, para
repartirnos el trabajo. H�zolo as� Gutierrez; ley�me las dos primeras
escenas que tenia escritas: toc�me � m� escribir el acto segundo, y
nos despedimos al anochecer para juntarnos el jueves � las cuatro, �
examinar el trabajo por ambos hecho en la noche. El jueves me trajo dos
escenas m�s, y le�le yo todo el acto segundo. Asombr�le mi trabajo y
esclam�:--�Demonio! �C�mo has hecho eso?--Pues poni�ndome � trabajar
ayer en cuanto te fuiste, y no habi�ndolo dejado ni para dormir, ni
para almorzar.

Fu�se picado, y concluy� su primer acto en aquella noche: el viernes
concluimos cada cual la mitad del tercero que le toc�: el s�bado
lo copi� yo, el domingo lo present� �l al teatro y cobr� tres mil
reales, y el lunes cobr� yo otros tres mil de Delgado... y no sigui�
aburri�ndose Garc�a Gutierrez, y envi� yo � mi padre dos mensualidades,
y ganosos los actores de complacer al p�blico, y �ste de recompensarles
su buena voluntad, se represent� y se aplaudi� el drama _Juan D�ndolo_;
en cuyo apellido esdr�julo veneciano cargamos nosotros el acento en su
segunda s�laba, por razones que no hay necesidad de aducir: y c�tenme
ya autor dram�tico por gracia de Garc�a Gutierrez, que me acept� en �l
por su colaborador.

Mi innata � inconsciente audacia me arrastr� � escribir inmediatamente
mi _Cada cual con su razon_, en cuya comedia atropell� la historia,
clav�ndole � Felipe IV un hijo como una banderilla; pero la limpia y
armoniosa diccion de B�rbara Lamadrid, la intencionada representacion
de Garc�a Luna, el empe�o de Lomb�a, el esmero de Alver� en ensayar
como profesor de esgrima el duelo � cuatro con espada y daga del primer
acto, el discreteo galan de algunas escenas, y mi insolente fortuna
sobre todo, hicieron parecer un �xito la benevolencia del p�blico con
el atrevido mozalvete, autor de aquel afiligranado desatino.

�A m� que las vendo,� me dije: y � los dos meses present� mis
_Aventuras de una noche_, comedia en la cual levant� un chichon
hist�rico � don Pedro de Peralta y otro al pr�ncipe de Viana. Al
infantil enredo de esta mi segunda comedia dieron un alto relieve
la B�rbara y la Llorente: y � fin de a�o d� mi primera parte de _El
Zapatero y el Rey_, en cuyo drama hizo Luna maravillas, y yo una
conjuracion de muchachos de colegio, que no hay narices con que
admirar; pero en cuyo argumento hay realmente el g�rmen de un drama.

Desde aquella noche qued�, como un mal m�dico con t�tulo y facultades
para matar, por el dramaturgo m�s flamante de la rom�ntica escuela,
capaz de asesinar y de volver locos en la escena � cuantos reyes
cayeran al alcance de mi pluma. Dios me lo perdone: pero as� comenc�
yo el primer a�o de mi carrera dram�tica, con asombro de la cr�tica,
atropello del buen gusto y comienzo de la descabellada escuela de los
espectros y asesinatos hist�ricos, bautizados con el nombre de dramas
rom�nticos.

Si ent�nces hubiera vuelto mi padre de la emigracion, y �l con su
jubilacion de consejero de Castilla (que m�s tarde le concedi� S. M.
la Reina do�a Isabel) y yo con el producto de mis leyendas, hubi�ramos
cuidado de nuestro solar y de nuestras vi�as, habr�amos ambos vivido
en paz; habria �l muerto tranquilo y sin deudas, y hubi�rame yo
ahorrado t�ntos tumbos por el mar y t�ntos tropezones por la tierra,
acosado por la envidia y por las calumnias de los que codician
una gloria que no es m�s que ruido y unas coronas de papel, bajo
cuyas hojas sin s�via vienen siempre millones de espinas, que bajan
atravesando el cerebro � clavarse en el corazon de los que en Espa�a
llegan � la celebridad literaria.

Pero mi padre, tenaz en sus opiniones, se obstin� en no acogerse �
amnist�a alguna; mi infeliz madre sigui� oculta por las monta�as, no
queriendo ver ni aprovechar la tolerancia del progreso; y Lomb�a, al
hacerse empresario del teatro de la Cruz, me ofreci� un sueldo mensual
por no escribir para el del Pr�ncipe, � donde volvieron Matilde y
Julian, y ajust� � C�rlos Latorre con la condicion de que estrenara mi
segunda parte de _El Zapatero y el Rey_, de la cual habia yo hablado,
como consecuencia del ensayo hecho en la primera.

Lomb�a, actor de ambicion, empresario activo y esp�ritu tan malicioso
como previsor, habiendo crecido en reputacion con la ayuda de las
obras de Breton y de Hartzenbusch, sus amigos casi de infancia, no
desaprovech� la doble ocasion, que � la mano se le vino, de interesar
pecuniariamente en su empresa � Fagoaga, director ent�nces del
Banco, y de ajustar en su compa��a � C�rlos Latorre; � quien Julian
Romea, su disc�pulo, habia desde�ado, dej�ndole sin ajuste en la
suya del Pr�ncipe. Latorre era el �nico actor tr�gico heredero de
las tradiciones de Maiquez y educado en la buena escuela francesa de
Talma. Su padre habia sido alto empleado en Hacienda, intendente de una
provincia, en tiempos anteriores; y C�rlos, buen ginete, diestro en
las armas y de gallarda y aventajada estatura, habia sido paje del Rey
Jos�, y adquirido en Francia una educacion y unos modales que le hacian
modelo sobre la escena. Grimaldi, el director m�s inteligente que
han tenido nuestros teatros, habia amoldado sus formas cl�sicas y su
m�mica greco-francesa � las exigencias del teatro moderno, haci�ndole
representar el capitan Buridan de _Margarita de Borgo�a_ de una manera
tan intachable como asombrosa y desacostumbrada en nuestro viejo
teatro. C�rlos Latorre no era ya j�ven, pero no era a�n de desde�ar,
sobre todo si se le procuraba un repertorio nuevo, en cuyos nuevos
papeles, oblig�ndole � concluir de perder sus resabios de amaneramiento
franc�s, se le abriese un nuevo campo en que desplegar sus inmensas
facultades.

Lomb�a se apresur� � ajustarle en su compa��a del teatro de la Cruz,
en la renovacion de cuyo escenario y decoracion de cuya sala gast�
cerca de cuarenta mil duros; y agreg�ndose al erudito y estudioso galan
Pedro Mate, � la Antera y � la Joaquina Baus, heredera �sta de los
papeles del teatro antiguo de la Rita Luna, y hermos�sima dama de _Lo
cierto por lo dudoso_, y � las dos Lamadrid, B�rbara, ya acreditada,
y Teodora, esperanza justa del porvenir, junt� una numerosa aunque
algo heterog�nea compa��a, de la cual no supo sacar partido por
dejarse llevar de su vanidad personal y de las miserables rencillas de
bastidores, dividi�ndola en dos y sacrificando una mitad en provecho de
la otra.

Pero es larga materia, y merece n�mero aparte.




IX.


Hacia ya tres meses que habia abierto Lomb�a el teatro de la Cruz,
corregido y aumentado con un espacioso escenario y un nuevo telar que
permitian poner en escena las obras que m�s aparato exigiesen; pero
como due�o de su caballo, se habia apeado por las orejas, y no habia
puesto m�s que obras, en las cuales como en _El Cardenal y el jud�o_,
se habian gastado muchos dineros � cambio de algunos silbidos y del
desden y la ausencia del p�blico. Julian y Matilde con su compa��a
marchaban mi�ntras viento en popa, llev�ndose con justicia su favor y
sus monedas al teatro del Pr�ncipe. Lomb�a era un gracioso de buena
ley y un caracter�stico de primer �rden en especiales papeles; era uno
de los actores m�s estudiosos y que m�s han hecho olvidar sus defectos
f�sicos con el estudio y la observacion. Su figura era un poco informe
por su ninguna esbeltez y flexibilidad; su fisonom�a inm�vil, de poca
expresion; y sus piernas un si es no es zambas; cualidades personales
que, en lo gracioso y lo caracter�stico, le daban el sello especial del
talento, pues se veia que luchando consigo mismo de s� mismo triunfaba;
pero le hacian desmerecer en los papeles y con los trajes de galan,
cuya categor�a tenia afan de asaltar, sali�ndose de la suya, en la
cual algunas veces era una verdadera notabilidad: como en D. Frutos
de _El pelo de la dehesa_, en el Garabito de _La redoma encantada_ y
en el exclaustrado D. Gabriel de _Lo de arriba abajo_. En tal empe�o,
y luchando desventajosamente con la competencia del Pr�ncipe, lleg�
Lomb�a en el teatro de la Cruz � las fiestas de Navidad, habiendo
agotado el bolsillo de Fagoaga y la paciencia del p�blico.

C�rlos Latorre y la parte de la compa��a que en su g�nero s�rio le
secundaba, apenas habia trabajado en unos cuantos dramas viejos, de
los cuales estaba ya el p�blico hastiado; y si la obra que en Navidad
se estrenara no sacaba � flote la nave de la Cruz del baj�o en que
Lomb�a la habia hecho encallar, tenia las noventa y nueve contra
las ciento de naufragar �ntes de Reyes. Todos los autores de alguna
reputacion estaban con Romea: excepto yo, que tenia se�alados, pero no
los cobraba, mil quinientos reales mensuales por no escribir para el
Pr�ncipe, y la obligacion de presentar un drama en Setiembre y otro
en Enero. El 21 de Setiembre habia presentado la _Segunda parte del
Zapatero y el Rey_: lleg�, empero, el 23 de Diciembre, y se puso en
escena, con grandes esperanzas, una _Degollacion de los inocentes_,
arreglada del franc�s, y en la cual hac�a Lomb�a el papel del _rey
Herodes_. Fagoaga habia consentido en suplir gastos y abonar sueldos
hasta la primera representacion de Noche-buena; pero los inocentes
fueron degollados en silencio en el acto segundo, en medio de cuya
degollina se present� Lomb�a con el flotante manto y el tradicional
timbal de macarrones en la cabeza, con el que solian representar �
Herodes los pintores y escultores de imaginer�a de la Edad Media; y
el drama continu� arrastr�ndose penosamente hasta su final entre los
aplausos de los amigos de la empresa, � quienes nos interesaba su
porvenir, y la hilaridad del p�blico de Noche-buena, que tom� en chunga
� Herodes y � sus ni�os descabezados.

Ent�nces record� la empresa que yo habia cumplido mi contrato, y que
mi rey D. Pedro descansaba en el archivo, y pregunt� si habria medio
de ponerle en escena con la rapidez que exigian las circunstancias, y
como tabla de salvacion del _Naufragio de la Medusa_, que habia tambien
naufragado �ntes del degollador Tetrarca Hierosolimita.

El pintor-maquinista Aranda, que era amigo mio, habia armado y pintado
en ratos perdidos, y con _palitos y tronchitos_, como se dice en
lenguaje de bastidores, las decoraciones de mi drama: Latorre, Noren,
Mate y la Teodora habian estudiado sus papeles, por no tener cosa mejor
en que pasar su tiempo; de modo que con un poco de la buena voluntad �
que obliga la necesidad con su cara de hereje, el rey D. Pedro podia
presentarse al p�blico con tres ensayos y el paso de papeles. Pero
habia la dificultad de que el papel del zapatero requeria un primer
actor, y Latorre y Mate se habian ya encargado de los del rey D. Pedro
y del infante Don Enrique. Yo me fu� derecho � Lomb�a, por consejo de
C�rlos Latorre, y le dije: que el papel de zapatero era el principal
del drama, puesto que se titulaba _El Zapatero y el Rey_, y no _El Rey
y el Zapatero_; que los maldicientes malquerientes de la empresa, y
nuestros enemigos naturales (que eran los del teatro del Pr�ncipe),
decian que no se atreveria nunca � presentarse en escena con C�rlos
Latorre, y que por eso habia dividido en dos la compa��a; que yo habia
escrito el papel de Blas expresamente para �l, y que finalmente, el
�nico modo de salvar el teatro y mi pobre drama, que tr�s de tantos
tumbos y naufragios se iba � hacer � la mar, necesitaba al capitan del
buque para cuidar del timon.

Lomb�a, � vencido por mis razones, � viendo que el papel era de aplauso
seguro, aunque el drama no gustara, cay� en el lazo, acept� el papel,
se activaron los ensayos y lleg� el momento de redactar el cartel.
Aqu� era ella. �Qu� nombre iria en �l delante? �El de C�rlos � el
suyo? Las vanidades del teatro son m�s incapaces de transaccion que
las de D. Alvaro de Luna y del conde-duque de Olivares: C�rlos cedi�,
en obsequio � m�; pero me costaba la transaccion m�s tal vez de lo que
valia el drama: se me impuso la condicion de que habia de consentir que
se anunciase con mi nombre; cosa inusitada hasta ent�nces, y �un muy
rara vez usada hoy en dia. Negu�me yo � semejante innovacion, alegando
que era un alarde de vanidad que iba � atraer indudablemente una silba
sobre mi obra, y que mi nombre puesto en los anuncios desde la primera
representacion, era un cartel de desaf�o, cuyo guante arrojaba la
empresa y cuyo campeon inmolado iba � ser el pobre autor en cuyo nombre
lo arrojaba. Sostuvo la empresa su opinion, alegando que, en el estado
en que se hallaba el teatro, s�lo mi nombre atraeria gente � la primera
representacion, y que era una falsa modestia el encubrir mi nombre,
porque �� qui�n se podria ocultar que habria escrito la segunda parte
el mismo que habia escrito la primera? Yo, entre la espada y la pared,
pospuse mi derecho al bien de la empresa; y una ma�ana apareci� el
cartel anunciando la primera representacion de la _segunda parte_ de
_El Zapatero y el Rey_, por D. Jos� Zorrilla: y el nombre del poeta
m�s peque�o que habia en Espa�a, apareci� en las letras m�s grandes que
en cartel de teatros hasta ent�nces se habian impreso.

Result� lo que yo habia previsto: todos los poetas, periodistas
y escritores de Madrid,--excepto Hartzenbusch y Leopoldo Augusto
de Cueto, hoy marqu�s de Valmar, que me sostuvieron y ampararon
siempre, y el Curioso Parlante, que no s� si habia ido m�s que � la
inauguracion del teatro de la Cruz,--se dieron de ojo para preparar la
m�s estrepitosa caida � mi forzada vanidad: las ca�as se me volvieron
lanzas, y mis mejores amigos tornaron la espalda al orgulloso chicuelo
que decia al firmar el cartel--��aqu� estoy yo!--fic� Blas y punto
redondo.�--Apech� yo con la desventaja de la lucha y me resolv� � morir
en brava lid, como el gladiador � quien decia �digitum porgo� el pueblo
de los circos de Roma. La empresa y los actores tomaron despechados �
pechos llevar el drama adelante, y la noche del ensayo general estaba
el teatro m�s lleno que lo iba � estar la de la primera representacion.
Una multitud _de amigos_ fu� � estudiar las situaciones d�biles, y las
escenas dif�ciles y atacables de mi obra, para herirla � golpe seguro y
en sitio mortal.

Era esta una escena del acto tercero. Pedro Mate, actor cuidadoso,
id�latra de su arte y enamorado de mi drama por la amistad que me
tenia, se habia encargado del ingrato papel de D. Enrique; y encari�ado
con �l se habia hecho, no solamente un costoso traje, sin� una sombra
de fino alambre y bien engomada gasa, moldeada sobre su mismo cuerpo,
para que apareciese en el lugar en que mi acotacion la reclamaba.
Aquella sombra era una maravilla de trabajo y de parecido: era un
Pedro Mate, un infante D. Enrique flotante y transparente como una
aparicion de vapor ceniciento: era una sombra del rey bastardo de un
efecto maravilloso; pero cuanto m�s ligera, fant�stica y asombrosa
era aquella sombra, era tanto m�s dif�cil de manejar. Puesto sobre el
fondo c�rdeno de la piedra de la torre de Montiel al lado de Mate, daba
frio y parecia fantasma desprendida del mismo D. Enrique; pero como
Mate la habia ideado y confeccionado sobre mi acotacion que dice: �La
sombra de D. Enrique... _aparece en lo alto del torreon, bajando poco
� poco hasta colocarse en frente del rey_.� Mate la habia registrado
en dos alambres paralelos en plano inclinado; pero por m�s exactamente
paralelos y perfectamente aceitados que estuviesen, la figura de
gasa cabeceaba al moverse, y bajaba tambale�ndose como borracha,
convirtiendo la aparicion temerosa en rid�culo maniqu�. A�adi�le Mate
peso en la cabeza y pataleaba como un ahorcado; p�sosele � los pi�s
y cabezeaba como los gigantones de B�rgos: cuanto m�s ensay�bamos la
presentacion de la sombra, m�s mala sombra tenia para el drama y para
la empresa: y � las tres de la madrugada desocuparon los amigos y los
curiosos el teatro dici�ndonos: �hasta ma�ana.�

C�rlos Latorre, despues de arrancar de c�lera con las u�as una media
ca�a dorada de la embocadura, se fu� � su casa renegando de la
empresa, del drama, del autor y de la hora en que se ajust� en aquel
desventurado teatro; y en �l nos quedamos solos, Lomb�a pase�ndose por
detr�s de los torreones de carton de Montiel, el maquinista Aranda por
delante con intenciones de quemarlos, el pintor Esquivel en una butaca
de proscenio hilvanando una retahila de interjecciones de Andaluc�a, y
yo respaldado en la embocadura sin poder digerir aquel �hasta ma�ana�
con que los amigos me habian emplazado tan sin merecerlo.

Aranda, que como una zorra cogida en trampa, daba vueltas por el
proscenio, sin hallar salida para una idea en la confusion en que
sentia entrampado su pensamiento, trab� un pi� en un aparato de
quinqu�s, port�til, volc�lo rompiendo los tubos y vertiendo el aceite
sobre un forillo que por tierra estaba, y al mismo tiempo que solt�
alto y redondo uno de los votos que Esquivel ensartaba por lo bajo, se
levant� �ste exclamando--�ya est�!--y trepando � la escena, empez� �
extender el aceite por la tela del forrillo, mi�ntras acud�amos Lomb�a
y yo � ver el estropicio de Aranda y la untura que Esquivel seguia
dando al lienzo sin cesar de repetir: �Ya est�, hombres, ya est�!� De
repente comprendimos el �ya est� de Esquivel por lo que �ste hizo;
tom�me de la mano Lomb�a, y sac�ndome del teatro y dejando en �l �
los dos pintores, nos despedimos todos �hasta ma�ana,� y al cruzar
la plazuela de Santa Ana para irme con el alba que ya lucia, � mi
casa, n�m. 5 de la plaza de Matute, lanc� al aire con todo el de mis
pulmones, aquel ��hasta ma�ana!� que no habia podido digerir.




X.


Lleg�, en fin, aquel ma�ana, que en los teatros es siempre noche. El
despacho del de la Cruz estaba cerrado, porque todas sus localidades
estaban ya vendidas. El alumbrante habia ya encendido los quinqu�s
de los pasillos; los actores pedian ya luz para sus cuartos, y los
comparsas se probaban los arrequives que mejor convenian � sus tan
desconocidas como necesarias personalidades. Los comparsas son en
el teatro y en la pol�tica de Espa�a lo m�s arriesgado y dif�cil de
presentar.

Tenia yo por contrata el derecho de ocupar el palco bajo del proscenio
de la izquierda en todas las funciones, excepto en las de beneficio:
generosidad que hasta ent�nces no habia costado nada � la empresa,
porque apenas habia tenido diez entradas llenas, fuera de los estrenos:
mi familia entraba en el teatro por la plaza del Angel, y al palco
por el escenario; con cuya costumbre s�lo los actores me veian en el
teatro, � donde no iba yo nunca � hacerme ver, sino � estudiar desde el
fondo escondido del palco lo que en escena pasaba, y el trabajo de los
actores para quienes me habia comprometido � escribir. Aquella noche
ocup� mi familia el palco cuando a�n estaba � oscuras la sala, dentro
de cuyo escenario por todas partes hacia miedo; yo sub� al cuarto de
C�rlos Latorre.

Estaba solo con Agustin, el ayuda de c�mara que le vestia, � quien
hallo a�n en la porter�a de un teatro, y � quien doy la mano como si
fuera un antiguo camarada de glorias y fatigas: no h� muchas semanas
me hizo venir las l�grimas � los ojos recordando � su amo � quien
adoraba; y eso que dice el refran que �no hay hombre grande para su
ayuda de c�mara,� pero este refran es franc�s, y en Espa�a falso por
consiguiente. C�rlos se vestia cabizbajo, y la primera palabra que me
dijo: fu� �tengo miedo.�--�Yo le tengo siempre, le contest�; aunque
nunca lo manifiesto.�--��Y yo que le esperaba � V. para que me diera
valor!� repuso: � lo cual, cerrando la puerta y mandando al ayuda de
c�mara que no dejara entrar � nadie, le dije: �Hablemos cuatro minutos:
y si despues de lo que le diga no se siente V. con m�s valor que
Paredes en Cerignola, no ser� por culpa mia.�

C�rlos era un hombron de cerca de seis pi�s de estatura y podia
tenerme en sus rodillas como � una criatura de seis a�os. Habia
conocido � mi padre, superintendente general de polic�a; le habia
debido algunas atenciones en los dif�ciles tiempos en que mandaba en
Madrid y presidia los teatros; le habia C�rlos prestado armas y trajes
para que yo hiciera comedias en el Seminario de Nobles, y habia yo
empezado � declamar tomando � �ste por modelo: pero por una de esas
revoluciones naturales en el progreso del tiempo, hab�ame �ste colocado
en la situacion de tenerle que hacer observaciones y darle consejos;
que, en honor de la verdad, escuch� y sigui� con la conviccion de
que eran dados con la m�s sincera franqueza y la m�s fraternal buena
f�. Durante dos semanas nos hab�amos encerrado en su estudio, �l y
yo s�los, y all� me habia hecho leerle y releerle su papel y decirle
sobre su desempe�o todo cuanto pudo ocurr�rseme. �l, el primer tr�gico
de Espa�a, sin sucesor todav�a, la primera reputacion en la escena,
escuch� con atencion mis reflexiones y se convenci� por ellas de que
su aversion � los versos octos�labos y al g�nero de nuestro teatro
antiguo era injusta: de que su declamacion de los endecas�labos del
Edipo conservaba a�n cierto dejo franc�s, que s�lo le haria perder
la recitacion de los versos de arte menor, y de que las redondillas
de mi rey D. Pedro, escritas por un lector y teniendo los alientos
estudiadamente colocados para que el actor aprovechara sin fatiga los
efectos de sus palabras, le debian de presentar ante el p�blico, bajo
una nueva faz y como un actor nuevo en el teatro Espa�ol, sin las
reminiscencias del franc�s, que era el �nico defecto que el p�blico
alguna vez le encontraba. Todo esto habia yo dicho � mis veinticuatro
a�os � aquel coloso de nuestra escena, que iba � presentarse aquella
noche en el papel del rey D. Pedro, transformado en otro actor
diferente del hasta ent�nces conocido por gracia y poder de un
muchachuelo atrabiliario, que se habia atrevido � decir la verdad � un
hombre de verdadero talento y de verdadera conciencia art�stica.

Cuando aquel gigante se qued� solo en su cuarto con aquel chico, h�
aqu� lo que �ste le dijo � aquel:

�Dice el vulgo, mi querido C�rlos, que este teatro es un panteon donde
Lomb�a ha reunido una coleccion de m�mias, que un chico loco est�
empe�ado en galvanizar. Usted es una de estas supuestas m�mias, y yo
el loco galvanizador; pero yo, que le quiero � V. con toda mi alma,
y que espero que su voz de V. llegue con las palabras de mi rey D.
Pedro hasta los oidos de mi padre, emigrado en Burdeos, necesito que
resucite usted, aunque me deje en la oscuridad de la fosa de que usted
se alce. Jugamos esta noche V. y yo el todo por el todo; pero, aunque
se hundan el autor y el drama, es forzoso que el actor se levante;
nuestro p�blico tiene a�n en s� el g�rmen del entusiasmo revolucionario
de la �poca, y el personaje que va V. � representar ser� siempre
popular en Espa�a. Vamos � tener adem�s un poderoso auxiliar en Mr. de
Salvandy, el embajador franc�s, que ha pedido ya sus pasaportes y un
palco para asistir inconsciente � la representacion; �ya ver� usted
la que se arma cuando salga Beltran Claquin.�--C�rlos Latorre brinc�,
oyendo esto, de la silla en que estaba sentado, y yo segu� dici�ndole:
�con que haga usted cuenta que representa V. � Sanson, y aseg�rese
bien de las columnas; aunque no le dar�n � V. tiempo de derribar el
templo.�--Mucho me temo que me le den, me dijo no muy confortado por
mis palabras.--�Qu� diablos! repuse yo, si se le dan � V. sep�ltese con
todos los filisteos. Yo me voy � mi palco.--Pero, �y la sombra, que
ni siquiera he visto? me dijo vi�ndome tomar la puerta.--F�ese V. en
Aranda, que tiene ya luz con que producirla, le respond�, escap�ndome
por el escenario.

Cuando entr� en mi proscenio, ya habia empezado la sinfon�a y el teatro
estaba lleno. Nunca he tenido m�s miedo, ni m�s resolucion de provocar
� la fortuna. A los tres cuartos para las nueve se alz� el telon; el
frio del escenario entr� en mi palco, sin que yo le dejara entrar en mi
corazon. Se oy� el primer acto en el m�s sepulcral silencio; cay� el
telon sin un aplauso, pero yo conoc� que la impresion que dejaba no me
era desfavorable.

C�rlos comprendi� que necesitaba todo su br�o y su talento para
atraerse � un p�blico tan mal prevenido, y al levantarse el telon
para el acto segundo, encabez� su papel con uno de esos pormenores
que s�lo saben dar � los suyos los c�micos como C�rlos Latorre. El
rey don Pedro se presenta de inc�gnito en el primer acto de mi obra:
al presentarse C�rlos en el segundo, present� la figura del rey como
un modelo de estatuaria; apoyado el brazo izquierdo en el respaldo
de su sillon blasonado de castillos y leones, y el derecho en una
enorme espada de dos manos. Vestia un jubon grana con dos leones y dos
castillos cruzados, bordados en el pecho; un calzon de pi�, anteado y
ajustado, sin una arruga, borcegu�es grana bordados y con acicates de
oro, y gola y pu�os de encaje blancos; tocando su cabeza con un ancho
aro de metal, que as� podia tomarse por birrete como por corona; de
debajo de la cual, asomando sobre la frente el pelo cortado en redondo
y cayendo por ambos lados las dos guedejas rubias, encuadraban un
rostro copiado del busto del sepulcro del rey D. Pedro en Santo Domingo
el Real. Era C�rlos Latorre un hombre de notables proporciones y
correccion de formas: sus piernas y sus brazos, cl�sicamente modelados,
daban movimiento � su figura con la regularidad acad�mica de las de
los relieves y modelos de la estatuaria griega: siempre sobre s�, en
reposo y en movimiento, estaba siempre en escena; y ni el aplauso ni
la desaprobacion le hacian jam�s salirse del cuadro ni descomponerse
en �l. Al empezar el acto segundo, su figura semi-colosal, vestida
de ante y de grana, se destacaba sobre el fondo pardo de un telon
que representaba un muro de vieja f�brica, reposando perfectamente
sobre su centro de gravedad, ligeramente escorzada y en actitud tan
intachable como natural; y as� permaneci� inm�vil, hasta que el p�blico
aplaudi� tan bello recuerdo pl�stico del rey caballero � quien iba �
representar; y no rompi� � hablar hasta que el general aplauso espir�
en el silencio de la atencion: parecia que all� comenzaba el drama. El
gigante habia tenido en cuenta el consejo del muchacho pigmeo, y el
actor habia ganado para s� al p�blico que tan hosco se mostraba con el
autor.

En la escena endecas�laba con Juan Pascual despleg� C�rlos todas sus
poderosas facultades orales y toda la cl�sica maestr�a de su dominio
de la escena; la cual estaba estudiada con tan minucioso cuidado, que
tenian marcado su sitio los pi�s de los comparsas, los de Juan Pascual
y los suyos para la escena pen�ltima; y al decir al conspirador que si
el cielo se desplomara sobre su cabeza le veria caer sin inclinarla,
rugi� como un leon estremeciendo al auditorio; y al barrer, despues de
un gallard�simo molinete de su tremendo mandoble, las once espadas de
los conjurados, al tiempo que el antiguo zapatero Blas abria tras �l
la puerta de salvacion, el p�blico entero se levant� en pr� del rey
que tan bien se servia de sus armas, y aplaudi� entusiasta la promesa
de su vuelta para el acto siguiente. El actor habia ganado la primera
jugada de una partida de tres. El rey habia derrotado el ala derecha
del enemigo: el p�blico no habia visto jam�s un combate tan bien
ensayado en los teatros de Madrid, y pedia �el autor! que no parecia.
Alz�se el telon sobre C�rlos Latorre; y cuando �ste, dirigiendo la
vista � mi palco me dirigia una mirada de indefinible satisfaccion,
esperando que yo saltase � la escena para compartir con �l un triunfo
que era solamente suyo, oy� con asombro � Felipe Reyes, _autor de la
compa��a_, decir: �Se�ores, el nombre del autor est� en el cartel y el
Sr. Zorrilla en su palco; pero suplica al p�blico que no insista en su
presentacion, porque tiene mucho miedo al tercer acto.�

El p�blico de ent�nces entraba en el teatro � ver la representacion
y se embebecia con lo que en ella pasaba; entendi� que mi miedo era
natural y no insisti� en llamar al autor; pero continu� aplaudiendo,
ayudado de _mis amigos_ que me tenian aplazado y me esperaban en el
acto tercero.

Levant�se el telon para �ste. Era la primera vez que se veia la escena
sin bastidores: Aranda, malogrado � incomparable escen�grafo, present�
la terraza de la torre de Montiel dos pi�s mas alta que el nivel
del escenario; de modo que parecia que los cuatro torreones que la
flanqueaban surgian verdaderamente del foso, y que los personajes se
asomaban � las almenas; desde las cuales se veian en magistralmente
calculada perspectiva las blancas y diminutas tiendas del lejano
campamento del Bastardo, destac�ndose todo sobre un telon circular
de cielo y veladuras cenicientas, representacion admirable de la
atm�sfera nebulosa de una noche de luna de invierno. El pendon morado
de Castilla, clavado en medio de la terraza en un pedestal de piedra,
se mecia por dos hilos imperceptibles, como si el aire lo agit�ra, y
el aire entraba verdaderamente en la sala por el escenario, desmontado
y abierto hasta la plaza del Angel. La silueta fina de la Teodora,
cuya peque�a y graciosa cabeza, tocada con sus ricas trenzas negras,
se dibujaba sobre el blanquecino celaje, animaba aquel cuadro sombr�o,
cuya ilusion era completa. C�rlos y Lumbreras yacian absortos en
profunda meditacion en los dos �ngulos del fondo, de espaldas al
p�blico, que aplaudi� largo rato, y el pintor continuaba el triunfo
del actor. Teodora di� � sus breves escenas una melancol�a tan
po�tica, Lomb�a al suyo una resignacion tan adustamente resuelta, y
prepararon tan maestramente la escena fant�stica del fatalismo bajo el
cual se iba � presentar el rey D. Pedro, que cuando �ste se levant�,
el p�blico estaba profundamente identificado con aquella absurda
y fant�stica situacion. Oy�se en silencio todo el acto; coloc�se
Lumbreras (Men-Rodriguez de San�bria) sobre el torreon del fondo de
la izquierda, y sali� el rey con la l�mpara del jud�o. C�rlos, al
colocarla sobre el pedestal, me ech� una mirada que queria decir: �Y la
sombra! Yo permanec� impasible para no turbarle, y empez� su mon�logo
con el temblor del miedo que tenia � la sombra, y que hizo, por lo
mismo que era un miedo real, un efecto maravillosamente pavoroso en
los espectadores. _�Brot� la llama!_ dijo el rey D. Pedro, y apareci�
detr�s de �l, cenicienta, callada � inmoble, la sombra transparente de
D. Enrique sobre el oscuro torreon: asombr�se C�rlos de verla tan al
contrario de como la esperaba; identific�se con su papel, creci�ndose
hasta la fiebre que se llama inspiracion: y c�mo dijo aquel actor
aquellas palabras, c�mo solt� aquella carcajada hist�rica y c�mo cay�
ri�ndose y extremeciendo al p�blico de miedo y de placer, ni yo puedo
decirlo, ni concebirlo nadie que no lo haya visto.

El p�blico y el huracan entraron en el teatro: mis amigos ahullaban
de placer de haber sido vencidos; Aranda y C�rlos Latorre habian
convertido en �xito colosal el atrevido desatino de un muchacho, y la
empresa habia parado con �l � la fortuna en el despacho de billetes
de su arrinconado teatro. Cuando Lumbreras anunci� _�el farol!_ y
se apercibi� �ste del tama�o de una nuez sobre la mirmid�nica tienda
de Duglesquin, ya nadie escuch� la salida del rey. C�rlos, rendido y
anheloso, volvi� � la escena con Teodora, Noren y Lumbreras � recibir
los aplausos del p�blico, � cuyos gritos de ��el autor!� volvi� �
presentarse Felipe Reyes y � decir medio espantado: que yo tenia m�s
miedo al cuarto acto que al tercero.

El por ent�nces teniente coronel Juan Prim, que no me conocia m�s
que por haberme encontrado v�rias veces en el tiro de pistola, y que
se habia apercibido del elemento hostil que yo tenia en la sala,
aplaudia de pi� en su luneta, dispuesto � sostenerme � todo trance,
comprendiendo todo el riesgo de mi negativa.

C�rlos me envi� � decir que �no estirase tanto la cuerda que la
rompiese.� Yo habia ensayado mi obra � conciencia: sabia c�mo iban
� hacer la escena de la tienda C�rlos y Mate, y fiaba adem�s en la
presencia del embajador franc�s en la de D. Pedro con Beltran de
Claquin. Esper�, pues, el acto cuarto sin moverme del fondo de mi
proscenio, y mi c�lculo no sali� fallido.

La tienda del acto cuarto estaba tan bien preparada por Aranda como la
torre de Montiel: C�rlos dijo sus redondillas � los franceses con un
br�o tan despechado, hizo una transicion tan maestra como inesperada en
la que empieza _s�_, _si vosotros, se�ores_, � hicieron por fin la suya
�l y Mate con tal verdad, que s�lo pudo serlo m�s la realidad de la de
Montiel.

Al cerrarse la tienda sobre la lucha de los dos hermanos, el p�blico
qued� en el mas profundo silencio; pero la salida de Mate p�lido, sin
casco, desgre�ado y saltadas las hebillas de la armadura, arranc�
un aplauso igual al de la presentacion del rey D. Pedro en el acto
segundo. Mate, casi tan alto como C�rlos, pero flaco y herido de la
t�sis de que muri�, se present� tr�mulo del cansancio y del miedo de
la lucha, recordando la siniestra fantasma aparecida en el torreon, y
di� � su papel una poes�a y unos tama�os que no habia sabido darle el
autor. Cuando �l concluia su parlamento, cubria yo con mi capa y su
manto � C�rlos Latorre; que, tendido en la tienda, esperaba jadeante
de cansancio y de emocion � que el infante mostrase � Blas Perez su
cad�ver. Cuando nos presentamos todos al p�blico, me tenia de la mano
como con unas tenazas: y cuando caido el telon por �ltima vez, me cogi�
en brazos para besarme, cre� que me deshac�a al decirme las �nicas
y curiosas palabras con que acert� � expresarme su pensamiento, que
fueron: ��diablo de chiquitin!� y me dej� en tierra.

As� se ensay� y se puso en escena la segunda parte de _El Zapatero
y el Rey_, el a�o 41 � 42, no lo recuerdo con exactitud: tal era la
fraternidad que ent�nces reinaba entre autores y actores; tal era
el cari�o y entusiasmo del p�blico por los de ent�nces, y tan poco
consistentes sus ojerizas y enemistades, que el menor �xito las vencia,
y el soplo vital de la lealtad las disipaba.

Un pormenor digno de no ser olvidado. Llevaba ya _El Zapatero y el Rey_
treinta y tantas representaciones que habian producido sobre veinte mil
duros, estaban ya pagados hasta los espabiladores, y aun no le habia
ocurrido � la empresa que me debia seis meses de sueldo y el precio del
drama con que se habia salvado. Siempre en Espa�a ha sido considerado
el trabajo del ingenio como la hacienda del perdido y la t�nica de
Cristo, de las cuales todo el mundo tiene derecho � hacer tiras y
capirotes.

Hasta que el viejo juez Valdeosera se present� una noche � intervenir
la entrada, no cayeron en la cuenta Salas y Lomb�a de que no pod�amos
los poetas vivir del aire, y se apresuraron � darme paga cumplida con
intereses y sincera satisfaccion, y era que realmente, con la m�s
c�ndida impremeditacion, se habian olvidado recogiendo los huevos de
oro del que les habia traido la gallina que los ponia.




XI.

_De c�mo se escribieron y representaron algunas de mis obras
dram�ticas._

SANCHO GARC�A.--EL CABALLO DEL REY DON SANCHO.


Continuaba la competencia de los teatros del Pr�ncipe y de la Cruz,
dirigidos por Romea y Lomb�a, y continuaba yo comprometido � escribir
s�lo para el de la Cruz, mi�ntras en su compa��a conservara su
empresario � C�rlos Latorre y � B�rbara Lamadrid; yo era, pues, el
�nico poeta que no ponia los pi�s en el saloncito de Julian Romea,
porque yo no he vuelto jam�s la cara � lo que una vez he dado la
espalda. No era yo, empero, un enemigo de quien se pudieran temer
traiciones ni bastard�as; es decir, guerra baja ni encubierta de
cr�ticas acerbas y de intrigas de bastidores: yo tenia mi entrada en
el Pr�ncipe, � cuyas lunetas iba � aplaudir � Julian y � Matilde, pero
no escribia para ellos; era su amigo personal y su enemigo art�stico;
era el aliado leal de Lomb�a, y le ayudaba � dar sus batallas llevando
� mi lado � B�rbara Lamadrid y � C�rlos Latorre, con cuyos dos atletas
le d� algunas victorias no muy f�cilmente conseguidas, algunos pu�ados
de duros y algunas noches de sue�o tranquilo. Pero la lucha era tan
ruda como continuada: dur� cinco a�os. En ellos nos di� Hartzenbusch
su _D. Alfonso el Casto_ y su _Do�a Menc�a_, una porcion de primorosos
juguetes en prosa y verso, y las dos m�gias _La redoma_ y_ Los polvos_:
di�nos Garc�a Gutierrez el _Simon Bocanegra_, que vale mucho m�s
de lo en que se le aprecia, y defendi� su teatro el mismo Lomb�a,
meti�ndose � autor con el arreglo de _Lo de arriba abajo_, que alcanz�
un �xito fabuloso. Ten�amos adem�s unos auxiliares as�duos en Doncel
y Valladares, que escribian � destajo para la actriz m�s preciosa
y simp�tica que en muchos a�os se ha presentado en las tablas: la
Juanita Perez, quien con Guzman en _No m�s muchachos_ y en _El pilluelo
de Par�s_, habia hecho las delicias del p�blico desde muy ni�a. La
Juana Perez era de tan peque�a como proporcionada personalidad; con
una cabeza jugosa, rica en cabellos, de contornos pur�simos, de
facciones menudas y m�viles y ojos viv�simos; su voz y su sonrisa
eran encantadoras, y se sostenia por un prodigio de equilibrio en dos
pi�s de inconcebible peque�ez, sirvi�ndose de dos tan flexibles como
diminutas manos. Cantaba muy decorosa y se�orilmente unas canciones
picarescas que rebosaban malicia; y vestida de muchacho hacia reir
hasta � los mascarones dorados de la embocadura, y hubiera sido capaz
de hacer condenarse � la m�s austera comunidad de cartujos.

La Juana Perez, cuya gracia infantil prolong� en ella el juvenil
atractivo hasta la edad madura, no pas� jam�s en las tablas de los diez
y siete a�os; y fu�, mi�ntras las pis�, el encanto y la desesperacion
del sexo feo de aquel tiempo, que la vi� pasar ante sus ojos como
la _f�e aux miettes_ del cuento de Charles Nodier. Auxili�ronnos
poderosamente el primer a�o las dos espl�ndidas figuras de las hermanas
Baus, Teresa y Joaquina; madre esta �ltima de nuestro primer dram�tico
moderno Tamayo y Baus, y heredera y continuadora de la buena tradicion
del teatro antiguo de Mayquez y Carretero. Pero ni la tenacidad
atrevida de Lomb�a, ni el talisman de la gracia de la Juana Perez,
ni nuestra avanzada de buenas mozas como las Baus, y la retaguardia
de buenas actrices como la B�rbara, la Teodora y la Sampelayo, nos
bastaban para contrarestar la insolente fortuna de Julian Romea, la
justa y creciente boga de Matilde, que hechizaba � los espectadores,
y la infatigable fecundidad de Ventura de la Vega, que les daba cada
quince dias, convertido en juguete valioso � en ingenios�sima comedia,
un miserable engendro franc�s; en cuyo arreglo desperdiciaba cien
veces m�s talento del que hubiera necesitado para crear diez piezas
originales. Julian y Matilde contaban sus quincenas por triunfos, y
� los de _La rueda de la fortuna_, de Rub�, al _Mu�rete y ver�s_ y �
las trescientas obras de Breton, y � _Otra casa con dos puertas_, de
Ventura, no ten�amos nosotros que oponer m�s que las repeticiones del
_D. Alfonso el Casto_, _Simon Bocanegra_ y _D.� Menc�a_, y las m�gias
de Hartzenbusch, con los arreglos de dramas de espect�culo que se
elaboraba Lomb�a, asociado � Tirado y Coll, � impelidos los tres por el
fecund�simo Olona.

Mi _Rey D. Pedro_, mi _Sancho Garc�a_, mi _Excomulgado_, mi
_Mejor razon la espada_, mi _Rey loco_ y mi _Alcalde Ronquillo_,
contribuyeron � nuestro sost�n, gracias al concienzudo estudio, �
la inusitada perfeccion de detalles y � la perp�tua atencion con
que me los representaban C�rlos Latorre y B�rbara Lamadrid; quienes
encari�ados con el muchacho desatalentado que para ellos los escribia,
consider�ndole como � un hijo mal criado � quien se le mima por sus
mismas calaveradas y � quien se adora por las pesadumbres que nos
da, me sufrian mis exigencias, se amoldaban � mis caprichos y se
doblegaban � mi voluntad, de modo, que en la representacion de mis
obras no parecian los mismos que en las de los dem�s, y los dem�s se
quejaban de ellos, y con razon; pero no habia culpa en nadie. C�rlos
Latorre habia conocido � mi padre, � quien debi� atenciones extra�as
� aquella _ominosa d�cada_; C�rlos Latorre, de estatura y fuerzas
colosales, me sentaba � veces en sus rodillas como � sus propios
hijos, y me preguntaba c�mo yo habia imaginado tal � cual escena que
para �l acababa yo de escribir: �l me contradecia con su experiencia
y me revelaba los secretos de su personalidad en la escena, y daba
forma pr�ctica y pl�stica � la informe poes�a de mis fant�sticas
concepciones: estudi�bamos ambos, �l en m� y yo en �l los papeles, en
los cuales identific�bamos los dos distintos talentos, con los cuales
nos habia dotado � ambos la naturaleza, y... no necesito decir m�s para
que se comprenda c�mo hacia C�rlos mis obras, como un padre las de su
hijo; yo era todo para el actor, y el actor era todo para m�.

Con B�rbara Lamadrid, mujer y mujer honest�sima � intachable, mi papel
era m�s dif�cil, mi amistad y mi intimidad necesitaban otras formas;
pero, actriz adherida � C�rlos, compa�era obligada en la escena de
aquella figura colosal, _dama_ imprescindible de aquel _galan_ en mis
dramas, necesitaba el mismo estudio, la misma inoculacion de mis ideas
innovadoras y revolucionarias en el teatro, y yo la trataba como � una
hermana menor, � quien unas veces se la acaricia y otras se la ri�e;
yo la decia sin reparo cuanto se me ocurria; la hacia repetir diez
veces una misma cosa, no la dejaba pasar la m�s m�nima negligencia,
la ensayaba sus papeles como � una chiquilla de primer a�o de
Conservatorio; y � veces se enojaba conmigo como si verdaderamente lo
fuese, hasta llorar como una chiquilla, y � veces me obedecia resignada
como � un loco � quien se obedece por compasion; pero convencida al
fin de mi sinceridad, del respeto que su talento me inspiraba, y de
la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el �xito de mis
obras, hacia en ellas lo que en _Sancho Garc�a_, lo que es lamentable
que no pueda quedar estereotipado para ser comprendido por los que no
lo ven. �Desventura inmensa del actor cuyo trabajo se pierde con el
ruido de su voz y desaparece tr�s del telon!

En la escena con Hissem y el jud�o revel� la fascinacion que la
supersticion ejercia en el alma enamorada de la mujer; tradujo tan
vigorosamente el poder de una pasion tard�a en una mujer adulta, que
traspas� al p�blico la fascinacion del personaje, suprema prueba del
talento de una actriz. En las escenas sexta y s�tima del acto tercero
se hizo escuchar con una atencion que sofocaba al espectador, que
no queria ni respirar. B�rbara tenia mucho miedo al mon�logo: en el
segundo entreacto me habia suplicado que se le aligerara, y C�rlos
y yo no hab�amos querido: B�rbara acometi� su mon�logo desesperada,
conducida por delante por el inteligente apuntador, y acosada por su
izquierda por m� que estaba dentro de la embocadura, en el palco bajo
del proscenio. C�rlos y yo la hab�amos dicho que si no arrancaba tres
aplausos nutridos en el mon�logo, la declarar�amos in�til para nuestras
obras; y comenz� con un temblor casi convulsivo, y lleg� en el m�s
profundo silencio hasta el verso vig�simo cuarto; pero en los cuatro
siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la
mujer, y al decir

    �Hijo mio... �ay de m�! me acuerdo tarde,�

hizo una transicion tan magistral, bajando una octava entera despues
de un grito desgarrador, que el p�blico estall� en un aplauso que
extremeci� el coliseo. Creci�se con �l la actriz; entr� en la fiebre
de la inspiracion; hizo lo imposible de relatar; y cuando exclam�
concluyendo, con el acento profundo y las c�ncavas inflexiones del de
la m�s criminal desesperacion,

    �para uno de los dos guarda esa copa,
    de la callada eternidad la llave!�

qued� B�rbara inm�vil, tr�mula, inconsciente de lo que habia hecho,
ajena y sin corresponder con la m�s m�nima inclinacion de cabeza �
los aplausos fren�ticos, que tuvo que interrumpir C�rlos Latorre
present�ndose � continuar la representacion, sacando � B�rbara de su
absorcion con el ��Madre mia!� de su salida.

As� hacian C�rlos y B�rbara _Sancho Garc�a_. A�n vive: preg�ntenselo
mis lectores � B�rbara, y que diga ella cu�ntos malos ratos la d�
con el ensayo y cu�ntas noches insomnes la hice pasar con el estudio
de mis papeles; cu�ntas l�grimas la hice derramar y cu�ntas veces la
hice detestar su suerte de actriz; pero que diga tambien si tuvo nunca
amigo m�s leal ni aplausos y ovaciones como las de mi _Sancho Garc�a_.
Hoy siento orgullo con tal recuerdo, y me congratulo de poderla dar
este testimonio de mi gratitud treinta y ocho a�os despues de aquella
representacion.

Lomb�a, por su parte, lo invent� y lo intent� todo en aquellos cuatro
a�os para sostener nuestro teatro de la Cruz enfrente del afortunado
del Pr�ncipe. A su iniciativa se debi� que Basili, Salas, Ojeda y
Azcona echaran los fundamentos de la Zarzuela con la escena de _La
pendencia_ y _El sacristan de San Lorenzo_, y otras parodias de
_Norma_, _Luc�a_ y _Lucrecia_, en las cuales despunt� Calta�azor, y
concluy� por presentar _La l�mpara maravillosa_, baile maravillosamente
decorado por Aranda y Avrial, ejecutado por la familia Bartholomin,
cuya primera pareja, Bartholomin-Montplaisir, fu� reforzada con un
cuerpo de baile de andaluzas y aragonesas; de cuyos cuerpos se han
perdido los moldes, y de cuyas modeladuras no quiero acordarme, por
no quitar tres meses de sue�o � los que no las vieron con aquellos
vestidos, que no eran m�s que un pretesto para salir en cueros.

En el verano del 40 � del 41, �ntes de que estas hur�es hicieran un
infierno del teatro de la Cruz, reclam� Lomb�a de m� una comedia de
espect�culo, en ausencia de C�rlos Latorre, que veraneaba por las
provincias. Los actores s�rios y j�venes se habian ido con C�rlos, y el
trabajo c�mico de Lomb�a, no acomod�ndose con el mio patibulario, no
sabia yo c�mo salir de aquel compromiso ineludible, segun mi contrato
con la empresa. Apur�bame Lomb�a, y devan�bame yo los sesos tr�s del
argumento por �l pedido, sin que �l aflojara un punto en su demanda y
sin que yo me atreviera � decirle que no �ramos el uno para el otro.
Acos�bale � �l tal vez la secreta comezon de abordar el drama en
ausencia de C�rlos, y pes�bame � m� tener que escribir para otro que
no fuera aquel �nico modelo del galan cl�sico del drama rom�ntico;
costaba mucho � mi lealtad lo que tal vez podia parecer una traicion
� C�rlos Latorre, y �Dios me perdone mi mal juicio! pero tengo para m�
que Lomb�a tenia la mala intencion de hac�rmela cometer. Impacient�base
Lomb�a y desesper�bame yo de no dar con un asunto � prop�sito, lo que
ya le parecia, vista mi anterior fecundidad, no querer escribir para
�l, cuando una tarde, obligado � trabajar un caballo que yo tenia
entablado hacia ya muchos dias, salia yo en �l por la calle del Ba�o
para bajar al Prado por la Carrera de San Jer�nimo. Era el caballo
regalo de un mi pariente, Protasio Zorrilla, y andaluz, de la ganader�a
de Mazpule, negro, de grande alzada, muy ancho de encuentros, muy
engallado y rico de cabos, y llev�bale yo con mucho cuidado, mi�ntras
por el empedrado marchaba, por temor de que se me alborotase. Cabeceaba
y braceaba el animal content�simo de respirar el aire libre, cuando, al
doblar la esquina, o� exclamar � uno de tres chulos que se pararon �
contemplar mi cabalgadura: �Pues mi� t� que es idea dejar � un animal
tan hermoso andar sin ginete.�

La verdad era que siendo yo tan peque�o, no pasaban mis pi�s del
vientre del caballo; y visto de frente, no se veia mi persona detr�s
de su engallada cabeza y de sus ondosas y abundantes crines. Por mas
que fuera poco halag�e�a para mi amor propio la chusca observacion de
aquellos manolos, el de montar tan hermosa bestia me hizo dar en la
vanidad de lucirla sobre la escena, y ocurr�rseme la idea de escribir
para ello mi comedia _El caballo del rey D. Sancho_. Rumi� el asunto
durante mi paseo, registr� la historia del Padre Mariana de vuelta �
mi casa, y fu�me � las nueve � proponer � Lomb�a el argumento de mi
comedia, advirti�ndole que debia de concluir en un torneo, en cuyo
palenque debia �l de presentarse armado de punta en blanco, ginete
sobre mi andaluz caparazonado y enfrontalado.

Acept� la idea de la comedia, pl�gole la del torneo final y halag�le
la de ser en �l ginete y vencedor. Puse manos � mi obra aquella misma
noche, y d�la completa en veinte y dos dias. El se�or duque de Osuna,
hermano y antecesor del actual, � quien me present� y cuya benevolencia
me gan� el conde de las Navas, puso � mi disposicion su armer�a, de la
cual tom� cuantos arneses y armas necesit� para el torneo de mi drama,
cuya �ltima decoracion del palenque tr�s de la tienda real mont� Aranda
con un lujo y una novedad inusitadas.

Pas�se de papeles mi drama; ensay�se cuidadosamente y conforme � un
guion, que los directores de escena hacen hoy muy mal en no hacer, y
lleg� el momento de ense�ar su papel � mi caballo. Met�le yo mismo una
ma�ana por la puerta de la plaza del Angel, desde la cual subian los
carros de decoraciones y trastos por una suave y s�lida rampa hasta el
escenario: subi� tranquilo el animal por aquella, pero al pisar aqu�l,
comenz� � encapotarse y � bufar receloso, y al dar luz � la bater�a
del proscenio, no hubo modo de sujetarle y m�nos de encubertarle con
el caparazon de acero. Lomb�a anunci� que ni el Sursum-Corda le haria
montar jam�s tan rebelde bestia, y est�bamos � punto de desistir de la
representacion, cuando el buen doctor Avil�s nos ofreci� un caballo
isabelino, de tan soberbia estampa como extraordinaria docilidad, que
aguant� la armadura de guerra, la bater�a de luces y en sus lomos �
Lomb�a, que no era, sea dicho en paz, un muy gallardo ginete.

La primera representacion de este drama fu� tal vez la m�s perfecta
que tuvo lugar en aquel teatro: Lomb�a se creci� hasta lo increible: �
hizo, como director de escena, el prodigio de presentar trescientos
comparsas tan bien ensayados y unidos, que se hicieron aplaudir en un
palenque de inesperado efecto; y B�rbara Lamadrid, para quien fueron
los honores de la noche, llev� � cabo su papel con una l�gica, una
dignidad tales, que al perdonar al pueblo desde la hoguera y � su hijo
en el final, oy� en la sala los m�s justos y nutridos aplausos que
habian atronado la del teatro de la Cruz.

Pero aquel drama no pudo quedar de repertorio; hubo que devolver las
armaduras al se�or duque de Osuna y el caballo al doctor Avil�s, y...
ni mereci� los honores de la cr�tica, ni ningun empresario se ha vuelto
� acordar de �l, ni yo, que de �l me acuerdo en este art�culo, recuerdo
ya lo que en �l pasa. En cambio, al fin de aquel mismo a�o se escribi�
otro que todo el mundo conoce, que no hay aficionado que no haya hecho
con gusto y aplauso, de cuyo or�gen se han propalado las m�s absurdas
suposiciones, que me ha valido tanta fama como al mismo _D. Juan
Tenorio_, y en cuya representacion no han dado jam�s pi� con bola m�s
que los tres actores que, bajo mi direccion, lo estrenaron: Latorre,
Pizarroso y Lumbreras; hablo de _El pu�al del godo_, del cual me voy �
ocupar en el siguiente n�mero.




XII.

EL PU�AL DEL GODO.


I.

Acababa de estrenarse Sancho Garc�a y espiraba el tercero dia de
Diciembre de 1842. Trabajaba yo aprovechando la luz que comenzaba �
cambiarse en crep�sculo, cuando un avisador del teatro me trajo un
billete de Lomb�a, en el cual me suplicaba que no dejara de ir � la
representacion de aquella noche, porque deseaba tener conmigo una
entrevista de diez minutos.

Ya Lomb�a, � imitacion de Romea, tenia una antec�mara en la cual se
reunian sus autores favoritos y sus amigos �ntimos, como los de Julian
en el saloncito del teatro del Pr�ncipe. De aquel venian algunos
que escribian para ambos teatros, y que como Hartzenbusch y Garc�a
Gutierrez no formaban pandillaje; porque su talento, formalidad y
reputacion, les habian ya colocado muy encima de todo mezquino esp�ritu
de partido. Yo no iba nunca al saloncito del Pr�ncipe � iba poco �
la antec�mara de Lomb�a, pero asistia cont�nuamente � mi palco de
proscenio para estudiar mis actores, y bajaba en los entreactos �
saludar � C�rlos Latorre y � la B�rbara, las noches que trabajaban.
Aquella era de Lomb�a; en el primer entreacto me aboqu� con �l en su
cuarto y trabamos inmediatamente conversacion, presentes Hartzenbusch,
Tom�s Rub�, Isidoro Gil y no recuerdo qui�nes m�s. H� aqu� en res�men
nuestro di�logo:

_Lomb�a._--La empresa espera de V. un se�alado servicio.

_Yo._--Debo servirla segun mi contrato y segun mis fuerzas.

_Lomb�a._--Sabe V. que es costumbre que las funciones de Noche-Buena
sean beneficio de la compa��a, reparti�ndose sus productos � prorrata
entre todos sus actores y empleados segun su clase.

Aguc� yo el oido sintiendo abrir una trampa en la que se trataba de
hacerme caer, y continu� Lomb�a dici�ndome:

Sabe V. que C�rlos Latorre no toma nunca parte en las funciones de
Navidad, so pretesto de que en el g�nero c�mico de estas alegres
representaciones no cabe el suyo tr�gico; de modo que cobra y se pasea
desde Navidad � Reyes. Queremos que comparta este a�o con nosotros el
trabajo de tales dias, y no hay m�s que un medio con el cual se avenga,
y es, que se le escriba una pieza nueva, y la empresa ha pensado en V.

_Yo._--Estamos � 13, y por breve que sea el trabajo...

_Lomb�a._--Deberia estar concluido el 17; copiado y repartido, el 18;
estudiado, el 19 y el 20; ensayado el 21 y 22, y representado el 24.

_Yo._--Imposible: me faltan tres escenas y copiar el tercer acto de la
segunda obra, que debo entregar � ustedes �ntes de a�o nuevo; si la
interrumpo no la concluyo; no puedo, pues, ocuparme de nada m�s hasta
el 17, y ya no es tiempo.

_Lomb�a._--No quiere V. servir � la empresa por no contrariar � su
amigo.--(Lomb�a partia siempre del principio de que yo era mejor amigo
de C�rlos que suyo.)

_Yo._--Mi obligacion es primero que mi amistad.

_Lomb�a._--Su excusa de V. nos prueba lo contrario.

_Yo._--Voy � hacer � V. una propuesta que le asegure de mi buena
f�. Concluir� mi trabajo el 16: en su noche volver� aqu�; y si para
ent�nces el Sr. Hartzenbusch se ocupa de encontrarme un argumento para
un drama en un acto, yo me comprometo � escribirlo el 17 y presentarlo
el 18.

_Lomb�a._--Propuesta evasiva: con decir que el argumento que � V. se le
d� no es de su gusto....

_Yo._--El Sr. Hartzenbusch sabe el respeto en que le tengo, y todos
Vds. saben que sigo sus consejos y acepto sus correcciones como de mi
superior y maestro. He buscado al Sr. Hartzenbusch en dos situaciones
dif�ciles de mi vida; sabe todos los secretos de mi casa, es en ella
como mi hermano mayor, y lo que �l me diga que haga, eso har� yo, como
mejor hacerlo sepa.

_Lomb�a._--Se conoce que ha estudiado V. con los jesuitas: sus palabras
de V. son tan suaves como escurridizas. Si no quiere V. no hablemos m�s.

_Yo._--Mi �ltima proposicion. Traiga V. aqu� el 16 por la noche un
ejemplar de la historia del P. Mariana; le abriremos por tres partes,
desde la �poca de los godos hasta la de Felipe IV: leeremos tres
hojas de cada corte en sus hojas hecho; y si en las nueve que leamos
tropezamos con algo que nos d� luz para un asunto dram�tico, lo
amasaremos entre todos, yo lo escribir� como Dios me d� � entender, y
el jesuita Mariana abonar� la f� del disc�pulo de los jesuitas del
Seminario de Nobles.

_Lomb�a._--Propuesta aceptada.

_Yo._--Pues hasta el 16 � las siete.

En tal dia y en tal hora, concluido mi trabajo, volv� � presentarme
en el teatro de la Cruz, donde Hartzenbusch, Rub� y algunos otros de
quienes no me acuerdo, me esperaban con Lomb�a, que tenia sobre la
mesa una _Historia de Espa�a_. Metimos tres tarjetas por tres p�ginas
distintas, y en el primer corte tropezamos, en el cap�tulo XXIII del
libro s�timo, estas palabras sobre el fin de la batalla de Guadalete
y muerte del rey D. Rodrigo: �Verdad es que, como doscientos a�os
adelante, en cierto templo de Portugal, en la ciudad de Viseo, se hall�
una piedra con un letrero en latin, que vuelto en romance dice:

AQUI REPOSA RODRIGO, ULTIMO REY DE LOS GODOS.

Por donde se entiende que, salido de la batalla, huy� � las partes de
Portugal.�

Al llegar aqu�, dije yo: �Basta: un embrion de drama se presenta �
mi imaginacion. �Con qu� actores y con qu� actrices cuento? Necesito
� C�rlos, � B�rbara y � lo m�nos dos actores m�s.� Y mi�ntras esto
decia, me rodaban por el cerebro las im�genes de Pelayo, don Rodrigo,
Florinda y el conde D. Julian.--Lomb�a dijo: �Imposible disponer de
B�rbara.�--�Pues Teodora, repuse yo.�--�Tampoco; la cuesta mucho
estudiar, replic� Lomb�a.�--�Pues Juanita Perez, ni la Boldun, no me
sirven para mi idea, repuse.�--�Pues comp�ngase usted como pueda,
exclam� por fin Lomb�a: tiene V. � C�rlos, � Pizarroso y � Lumbreras:
_los tres de V._ Van � levantar el telon y no quiero faltar � mi
salida. �En qu� quedamos? �Es V. hombre de sostener su palabra?�

Pic�me el amor propio el tonillo provocativo de Lomb�a, y sin
reflexionar, tom� mi sombrero y dije saliendo tras �l de su cuarto:
�Ma�ana � estas horas quedan Vds. citados para leer aqu� un drama en un
acto.--Buenas noches.

--�Apostado? me grit� Lomb�a dirigi�ndose � los bastidores.

--Apostado: me dar�n Vds. de cenar en casa de Pr�spero; respond� yo
ech�ndome fuera de ellos por la puerta de la plaza del Angel.

Poco trecho mediaba de all� � mi casa, n�m. 5 de la de Matute: poco
tiempo tuve para amasar mi plan, pero tampoco tenia minuto que perder.
Me encerr� en mi despacho: ped� una taza de caf� bien fuerte, d�
�rden de no interrumpirme hasta que yo llamara, y empec� � escribir
en un cuadernillo de papel la acotacion de mi drama. �Caba�a, noche,
rel�mpagos y truenos lejanos.--Escena primera.� Yo no sabia � qui�n
iba � presentar ni lo que iba � pasar en ella: pero puesto que iba
� desarrollarse en una caba�a, debia por �lguien estar habitada:
ocurri�me un eremita, � quien bautic� con el nombre de Romano por
no perder tiempo en buscarle otro; y como lo m�s natural era que
un ermita�o se encomendase � Dios en aquella tormenta que habia yo
desencadenado en torno suyo, mi monje Romano se puso � encomendarse �
Dios, mi�ntras yo me encomendaba � todas las nueve musas para que me
inspiraran el modo de dar un paso adelante. Pens� que si el monje y yo
no nos encomend�bamos bien � nuestros dioses respectivos, corria el
riesgo de meterme, empezando mal, en un pantano de banalidades del que
no pudieran sacarme ni todos los godos que huyeron de Guadalete, ni
todos los moros que � sus m�rgenes les derrotaron.

Llevaba ya el monje rezando treinta y seis versos, y era preciso que
dijera algo que preparara la aparicion de otro personaje; que era claro
que si andaba por el monte � aquellas horas y con aquel temporal, debia
de poner en cuidado al que abria la escena en la caba�a. Decid�me por
fin � atajar la palabra � mi monje romano y escrib�: Escena segunda.
_Sale Theudia_: y sali� Theudia; mas como no sabia yo a�n qui�n era
aquel Theudia, le saqu� embozado, y me pregunt� � m� mismo: �Qui�n
ser� este Sr. Theudia, � quien tampoco podia tener embozado mucho
tiempo en una capa, que no me d� cuenta de si usaban � no los godos?
era preciso empero desembozarle, y �l se encarg� de decirme qui�n era:
un caballero; por lo cual, y por su nombre, y por su traje, tenia
necesariamente que ser un godo; quien trab�ndose de palabras con aquel
monje que en la choza estaba, me fu� dando con los pormenores que en
ellas daba, la forma del plan que me bullia informe en el cerebro;
de modo que andando entre Theudia, el ermita�o y yo � ciegas y �
tientas con unos cuantos recuerdos hist�ricos y unas cuantas ficciones
legendarias de mi fantas�a, cuando al fin de aquella larga escena
segunda escrib� yo: Escena tercera. _El ermita�o_, _Theudia_, _Don
Rodrigo_, ya comenzaba � ver un poco m�s claro en la trama embrollada
de mi improvisado trabajo, y el cielo se me abri� en cuanto me v� con
C�rlos Latorre en las tablas; porque mi�ntras �l estuviera en ellas,
era lo mismo que si en sus cien brazos me tuviera � m� el gigante
Briareo; porque estaba ya acostumbrado � ver � C�rlos sacarme con bien
de los atolladeros en que hasta all� me habia metido, y � �l conmigo le
habia arrastrado mi juvenil � inconsiderada osad�a.

En cuanto me hall�, pues, con C�rlos, fiado en �l, me desembarac� del
monje como mejor me ocurri�, y me engolf� en los endecas�labos: cuando
yo los escribia para C�rlos Latorre en mis dramas, ya no veia yo en
mi escena al personaje que para �l creaba, sin� � �l que lo habia de
representar, con aquella figura tan gallarda y correctamente delineada,
con aquella accion y aquellos movimientos, y aquella gesticulacion
tan teatrales, tan art�sticos, tan pl�sticos, nunca distraido, jam�s
descuidado; dominando la escena, dando movimiento, vida y accion �
los dem�s actores que le secundaban: as� que al entrar yo en los
endecas�labos de la escena cuarta, me despach� � mi gusto haciendo
decir � D. Rodrigo cuanto se me ocurri�, sin curarme del cansancio que
iba � procurar � un actor, que por fuerte que fuese era ya un hombre
de m�s de sesenta a�os con un papel que sostenia solo todo mi drama;
mas la inspiracion habia ya desplegado todas sus alas, y no vacil�
en a�adirle el fatigos�simo mon�logo de la escena V para preparar la
salida del conde D. Julian. Aqu� me amaneci�: tom� chocolate y le� lo
escrito; pareci�me largo y asombr�me de tal longitud, pero no habia
tiempo de corregir; presentia que me iba � cansar, y temiendo no
concluir para las siete, acomet� la escena del conde con D. Rodrigo,
que me cost� m�s que todo lo llevado � cabo, y me falt� la luz del dia
cuando escribia:

    Escucha, pues, �oh rey Rodrigo
    � cu�nto llega mi rencor contigo!

No me habia acostado, no habia comido, no podia m�s y se acercaba
la hora de la lectura. Me lav�, tom� otra taza de caf� con leche,
enroll� mi manuscrito y me person� con �l en el teatro de la Cruz.
Ley�se; asombr�me yo y asombr�ronse los que me escucharon; abraz�me
Hartzenbusch, y frot�base ya Lomb�a las manos pensando en que la
funcion de Navidad trabajaria C�rlos, cuando �ste dijo con la mayor
tranquilidad: �Se�ores, yo no tengo conciencia para poner esto en
escena en cuatro dias; esta obra es de la m�s dif�cil representacion,
y yo me comprometo � hacer de ella un �xito para la empresa, si se me
da tiempo para ponerla con el esmero que requiere; mi�ntras que si la
hacemos el 24 vamos de seguro � tirar por la ventana el dinero de la
empresa y la obra es la reputacion del Sr. Zorrilla.

Convinieron todos en la exactitud de lo alegado por Latorre; masc�
Lomb�a de trav�s el puro que en la boca tenia y... se dej� _El pu�al
del godo_ para despues de las fiestas; y tampoco aquel a�o trabaj� en
ellas C�rlos Latorre.

As� se escribi� _El pu�al del godo_. �C�mo lo puso en escena aquel
irreemplazable tr�gico?

La representacion para el pr�ximo lunes.




XIII.

EL PU�AL DEL GODO.


II.

Durante las fiestas de Navidad ocup�se C�rlos Latorre del estudio de
aquel repentino aborto de mi irreflexivo ingenio, que habia yo escrito
y leido en veinticuatro horas y bautizado con el t�tulo de _El pu�al
del godo_: y durante aquellos quince dias, habia yo tenido tiempo para
reflexionar sobre lo que habia hecho.

Debo yo � Dios una cualidad por la cual le estoy profundamente
agradecido; pero por la cual es probable que no sea nunca respetado
en mi patria: la de no dejarme alucinar por los aplausos, y no creer
por ellos que mis obras son el non plus ultra de la perfeccion: como
yo s� mejor que nadie c�mo y por qu� las he escrito, no tengo vanidad
en ellas; y no solamente veo sus grandes defectos, sin� que tampoco
me ofende su cr�tica, por m�s que muchas veces me las haya acerba,
personal y agresivamente flagelado.

Desde que el 17 por la noche le� en el teatro de la Cruz lo que en
aquel dia y la noche anterior habia escrito, habia yo comprendido que
aquel _Pu�al del godo_, forjado en el breve tiempo y del modo que llevo
dicho, escribi�ndolo �ntes de pensarlo, cre�ndolo y d�ndole forma
segun escribi�ndolo iba, y fi�ndome al escribirlo en que era C�rlos
quien lo debia de representar en cuatro dias, adolecia de grav�simos
defectos, que hacian dificil�sima su representacion. Yo habia escrito
sin juicio, sin correccion y sin poder pararme � leer lo que escribia,
por miedo de perder los minutos que para concluir � tiempo mi trabajo
podian faltarme; por consiguiente, mis personajes no decian en las
cuatro primeras escenas lo que debian para hacer comprender la accion
� los espectadores, sin� lo que yo me iba diciendo � m� mismo para
comprender mi pensamiento, que no se trababa y desarrollaba en mi
imaginacion, sino ya en el papel por los puntos de mi pluma; la cual no
podia volverse � borrar una redondilla, sin perder sus cuatro versos y
los cuatro minutos empleados en escribirlos, no en pensarlos, porque
para pensar no tenia ni se me habia concedido tiempo. As� en la escena
IV endecas�laba, parece que Theudia y D. Rodrigo se quieren desquitar
de lo que no han hablado desde la desastrosa jornada del Guadalete.
Fiado yo en C�rlos Latorre, que contaba de una manera cuyos pormenores
concienzudamente estudiados en voz, posiciones, accion y fisonom�a
avasallaban la atencion del auditorio constante y crecientemente,
puse en boca de D. Rodrigo aquella fant�stica historia del monje;
figur�ndome conforme la iba escribiendo c�mo me la iba � poner en
accion aquel amigo gigante, que en sus brazos me levant� y � quien debo
la poca reputacion que como autor dram�tico he obtenido.

Y en verdad que, con sinceridad revel�ndoselo hoy al p�blico despues de
treinta y ocho a�os, hasta que hice decir � la vision del bosque en la
narracion de D. Rodrigo, que

    �l, � quien deshonr� tu incontinencia,
    vendr� de cr�men y verg�enza lleno
    con tu mismo pu�al � hender tu seno,

maldito si sabia yo a�n en lo que habia de parar todo aquello, que no
era todav�a m�s que la exposicion. Hasta que brot� del di�logo aquel
bienaventurado pu�al, mi mal perje�ado trabajo no tenia ni accion,
ni final, ni t�tulo: desde all� el drama lo es, y camin� desde all�
resueltamente � la escena VI, que es lo �nico que en �l tiene un valor
real y un inter�s verdadero.

Cuando nos reunimos por primera vez en el gabinete oct�gono de su casa
de la plaza de Santa Ana C�rlos y yo, para tratar del reparto y ensayo
de mi drameja, me dijo C�rlos: �La espontaneidad con que ha escrito
usted _esto_, la exuberancia de versificacion en sus escenas acumulada,
hacen dif�cil su representacion. Yo no quiero que corrija V. ni suprima
una sola palabra; quitaria V. � su obra su originalidad; quiero hacerla
tal como est�; pero quiero que mis actores, conmigo, aseguren el
�xito de su estreno con el mismo lujo de pormenores de que V. la ha
colmado, y con tanto exceso de estudio para representarla cuanto � V.
le ha faltado para escribirla. Esc�cheme V., y vamos � ver si yo he
comprendido bien su pensamiento.�

Latorre y yo ten�amos siempre esta conferencia preliminar, en la cual
expon�amos m�tuamente nuestra manera de ver la accion de la obra que
�bamos � poner en escena: yo le decia c�mo la habia yo concebido,
y �l me decia c�mo pensaba desarrollarla. Sigui�, pues, C�rlos
dici�ndome: �D. Rodrigo es en _El pu�al del godo_ un rey acosado por
dos grandes pasiones: la supersticion del godo de su edad tosca, y la
profunda melancol�a que en su corazon ha engendrado el vencimiento.
La concentracion en s� mismo y la distraccion perp�tua en que sus
pensamientos le tienen absorbido son las se�ales externas del car�cter
de esta figura. �No es eso?

--Exactamente.

--El conde D. Julian es un mal hombre: por m�s que la ofensa que
ha recibido le da derechos para mucho, �l va tras de una venganza
insaciable, en la cual no ha dudado envolver � toda la nacion de su
ofensor. La aspereza violenta, la ira traidora de la hiena, y la marcha
obl�cua del lobo, son los caract�res exteriores de esta figura, que se
mueve en el cuadro inquieta, torva y siniestra, como amenaza viviente.
�No es as�?

--Exactamente.

--Theudia es... su Sancho Montero y su Blas de usted en _Sancho Garc�a_
y _El Zapatero y el Rey_: � Lumbreras le viene como pintado el papel de
Theudia, y daremos el del conde � Pizarroso.

Y se envi� � estos actores su respectivo papel.

Lumbreras era ent�nces un mozo de buena estatura, de franca fisonom�a,
de varoniles maneras, bien proporcionado de piernas y brazos, y de
fresca y bien timbrada voz; pero era algo tartamudo, aunque no se
apercibia en escena este defecto, que vencia el estudio y el cuidado.
Lumbreras tenia el g�rmen de un buen actor s�rio; habia estrenado
con justo aplauso el papel del moro Hissem en _Sancho Garc�a_; y en
la escuela y compa��a de Latorre le secundaba dignamente bajo su
direccion.

Pizarroso era un actor de angulosas formas, de voz �spera y
_garrasposa_, pero de buena estatura y fisonom�a, de f�cil comprension,
de buena voluntad para el estudio, muy cuidadoso en el vestir, y secuaz
ciego y adorador id�latra de C�rlos Latorre, entre cuyas manos era
materia d�ctil como actor �til y aceptable.

Con estos elementos y diez dias de estudio, ensayamos otros diez _El
pu�al del godo_ y levantamos el telon sobre el interior sombr�o de
una fant�stica caba�a, pintada por Aranda para mi drama en miniatura,
en una noche en que la pol�tica traia un poco inquietos los �nimos, y
la atm�sfera tan cerrada en nubes como aquella en incertidumbres; una
noche, en suma, muy mala para dar nada nuevo � un p�blico que no sabia
lo que queria ni lo que recelaba, dispuesto � descargar su inquietud
sobre el primero que se la excitara, anheloso por distraerse, pero
inseguro de hallar quien le distrajera.

Ante este p�blico se levant� el telon del teatro de la Cruz sobre la
caba�a de mi monje Romano, quien empez� aquella larga plegaria, de la
cual no habia querido C�rlos que suprimiera un verso. Nunca he tenido
yo m�s miedo: tenia cari�o � mi tan mal forjado _Pu�al_, y temia
que mi triunfo de veinticuatro horas se convirtiera en veinticuatro
minutos en vergonzosa derrota. Present�se Lumbreras, y se present�
bien: franco, sencillo y respetuoso con el monje, pidi�le de cenar con
mucha naturalidad, comi� como s�brio que dijo ser, observ� al ermita�o
como hombre que est� sobre s�, pero con la tranquila serenidad de un
valiente, y llev� en fin � cabo la escena, d�ndola la flexibilidad,
el movimiento y el lujo de pormenores de que C�rlos habia previsto la
necesidad. El p�blico la oy� en el m�s desanimador silencio.

Sali� al fin C�rlos, cabizbajo, distraido, sombr�o y brusco, llenando
la escena del misterio del car�cter del personaje que representaba,
y � los primeros versos se capt� la atencion de los espectadores, y
al sentarse empujando � Theudia y dici�ndole: �Haceos, buen hombre,
atr�s...� yo respir� en mi palco, porque v� que todo el mundo queria ya
ver lo que iba � pasar.

C�rlos no tenia par para estas escenas: no dej� enfriar la atencion
un solo instante; y cuando, s�lo ya con Theudia, entr� en los
endecas�labos, se le escuchaba con religioso silencio, y sofoc�banse
por no toser los � quienes traia resfriados aquella h�meda frialdad del
Enero de 43.

C�rlos revel� t�nto miedo, t�nta esperanza, t�nta supersticion, tal
lucha interior de pasiones oyendo las noticias de Theudia, que entr�
en la narracion de su cuento tan vaga y tan fant�sticamente, que al
concluirle diciendo

    �Dijo: y por entre la niebla arrebatado
    huy� el fantasma y me dej� aterrado,�

estall� un general aplauso: era que el p�blico expresaba as� el placer
de que C�rlos le hubiera dejado respirar: Lumbreras pic� y despert�
el amor propio, y el valor del rey vencido con una intencion tan bien
marcada; C�rlos olfate� y oy� el aura militar del campamento y el
clarin que extremecia � los corceles con una accion tan dram�tica y
levantada, y con una amplitud de aliento tan vigorosa, que la sala
estall� en aquel �bravo, Latorre! que era s�lo para �l y que �l s�lo
sabia arrancar. La partida estaba ganada: y preparada de este modo la
salida del conde D. Julian, r�pido, perfectamente � tiempo y entre
el fulgor de un rel�mpago, se present� por el fondo Pizarroso, torvo,
sombr�o, hosco � insolente, envuelto en una parda y corta anguarina,
con una larga y estrecha caperuza amarilla, que le cortaba la espalda
de arriba � abajo. Fu�se directamente � la lumbre, que estaba � la
derecha, y picando con intachable precision el di�logo de entrada,
C�rlos con supersticiosa desconfianza y Pizarroso con agresivo mal
humor, lleg� �ste al r�stico banquillo que junto � la lumbre estaba, y
diciendo

    D. Julian.  �Tiene algo que cenar?

    D. Rodrigo.                       Nada.

    D. Julian.                             Pues basta;
                la cuestion por mi parte ha dado fondo,

eng�nchase la borla de su capucha en un clavo del banquillo, vu�lcase
�ste y da fondo Pizarroso, sent�ndose � plomo sobre el tablado.

Aqu� hubiera acabado hoy el drama; pero h� aqu� el p�blico y los
actores de aquel tiempo viejo: el p�blico ahog� en un �chist!
general la natural hilaridad que iba � romper; C�rlos, en lugar de
decir: �desatento ven�s donde os alojan,� dijo en voz muy clara y
con un altanero desenfado: �desatentado entrais donde os alojan,� y
aprovechando Pizarroso aquel dudoso instante, incorpor�se enderezando
el banquillo, asent�le sobre sus pi�s con un furioso golpe, y sent�se
tranquilamente, como si lo sucedido estuviera acotado en su papel.
C�rlos, en una posicion de supremo desden y de suprema dignidad, se
qued� contempl�ndole de trav�s y en silencio, hasta que el p�blico
rompi� en un aplauso universal; y continu� la escena en una suprema
lucha de los actores por la honra del autor. La conclusion fu� tan
r�pida y precisamente ejecutada por el hachazo de Lumbreras, y
aconterada por C�rlos con la octava final con tal sentimiento y br�o,
que el aplauso final se prolong� muchos minutos. _El pu�al del godo_
obtuvo el �xito que se oblig� � darle C�rlos Latorre, si se nos
concedia tiempo para ponerle en escena como �l habia concebido que
debia ponerse.

As� se hacian y as� se escuchaban las obras dram�ticas desde 1832 �
1843.




XIV.

INTERRUPCION.

Sr. Director de _Los Lunes de El Imparcial_:


Mi querido amigo: Siento mucho no poder enviar � V. original de
mis _Recuerdos del tiempo viejo_ para el n�mero de ma�ana: pero la
primavera que Dios prematuramente nos ha enviado esta semana � los que
en Madrid vivimos, ha hecho fermentar en mi viejo corazon el esp�ritu
vagabundo y holgazan de todo buen espa�ol en la estacion primaveral.
Confieso � V., y sin que tal confesion me pese � me ruborice, que no he
hecho m�s en toda la transcurrida semana que pasear al sol mi pellejo,
que con el frio comenzaba ya � apergaminarse, conversar con dos amigos
tan viejos como yo, del tiempo que no volver�, y vagar por las calles
de Madrid como un gorrion nuevo recien escapado del nido, que no piensa
en volver � �l mi�ntras luzca el sol sobre el horizonte.

En esta ociosa vagancia me ha cogido el s�bado, mi querido Munilla,
sin haber escrito ni acordarme de escribir una palabra del art�culo de
ma�ana: as� que, mi _Pu�al del godo_ pendiente se est� como qued� en
nuestro n�mero del 1.� de Marzo, y no lo volver� � coger hasta el del
lunes 15: y para bien sea; porque un pu�al en manos de un viejo loco,
puede acarrear � cualquiera un susto, si no un disgusto. Yo quisiera
sincerar mi falta dando � V. alguna razon que de ella con V. me
disculpara: pero, la verdad es que no la tengo: si le escribiera � V.
en verso, ya inventaria yo alguna mentira, por excusa; pero escribiendo
en prosa, debo decir la verdad como hombre honrado.

El lunes, satisfecho de haber publicado y cobrado mi art�culo, me sal�
al sol � expaciar el �nimo y � descansar del trabajo hecho. Los martes
son malos dias para empezar negocio ni labor alguna: el mi�rcoles me
volv� � salir al sol para prepararme � oir por la noche en el Ateneo
al Sr. Moreno Nieto; � quien voy yo siempre � escuchar con tanto
asombro como respeto, porque sabe tantas cosas que yo no s�, y las
dice de una manera tan de mi gusto, que le escucho arrobado, y me
pesa siempre de que concluya de exponer aquellos sus tan bien hilados
discursos, tan l�gicamente hilvanados en tan primorosas frases. El
jueves continu� pase�ndome al sol, para rumiar lo oido al Sr. Moreno
Nieto; y � las siete y media (costumbre mia de los jueves) me sent� �
la mesa de la condesa de Guaqu�, quien siendo hija de mi condisc�pulo
el duque de Villahermosa, es al mismo tiempo hermana del �ngel rubio
encargado por Dios de abrir las puertas de la aurora y de derramar
la luz y la alegr�a sobre la tierra. Recibe conmigo � su mesa los
jueves esta gentil�sima se�ora al prodigio de memoria, de erudicion
y de precocidad, el j�ven Menendez Pelayo, al infatigable Grilo, que
nos recita sus versos, los mios y los de todos los poetas que conoce;
� Pepe Esperanza, quien me hace concebir la de escuchar el celeste
concierto del Paraiso, cuando �l pone las manos en el piano, y otros
renombrados ingenios y conocid�simos personajes, de quienes no cito �
V. los nombres, porque no le parezca que trato de darme m�s importancia
de la escasa que mis versos me han adquirido, m�s por el ajeno favor
que por su m�rito propio. Puede V. comprender que no tendria perdon
de Dios, si empleara los viernes en otra cosa que en saborear los
recuerdos en prosa y verso del salon de aquella condesa C�rmen, con la
cual no tienen flor comparable ninguno de los C�rmenes escalonados en
el valle de los Avellanos de la morisca Granada.

Del viernes ya pens� emplear la noche en escribir mi art�culo; pero
fatalmente para V., los viernes ha dado en reunir en su casa la se�ora
de Malpica � algunos amigos suyos, entre los cuales me cuenta; y �ay,
se�or Director de _Los Lunes de El Imparcial_! recibe esta se�ora con
tal cari�o y con tan buen gusto en una tan elegante morada, y van �
casa de esta se�ora dos ni�as morenas, que cantan como dos �ngeles,
dos rubias que tocan como dos serafines, y otras dos de tez api�onada
y cabello casta�o que tocan y cantan como dos Santas Cecilias... en
fin, de aquella casa se sale con pesar � las cuatro de la ma�ana; y el
s�bado hay que pasarlo en so�ar con aquellas tres parejas de muchachas,
que le dejan � uno en los oidos para veinticuatro horas el eco de todas
las harpas de Sion, y de los gorjeos de todos los ruise�ores de los
bosques de la Alhambra.

La tarde del s�bado, cuando ya iba disip�ndose la especie de embriaguez
en que envuelven el esp�ritu de los poetas, aunque seamos viejos, el
recuerdo de t�nta poes�a, t�nta m�sica y t�ntos serafines con forma
humana... ella bajando y yo subiendo, tropec� en la calle de la
Montera con la marquesa de D. H., que es la m�s mona de todas las
marquesas de los reinos unidos y desunidos de Europa; una malague�a
que tiene una mata de rayos de sol por cabellos, un pu�ado de azucenas
por cara, dos pedazos de cielo por ojos y dos ramilletes de jazmines
por manos; y que me di� just�simas quejas, y que la d� merecid�simas
satisfacciones, y que me ofreci� el perdon suyo y el de su esposo, y
que la promet� enmienda, y que me fu� � mi casa entre la niebla del
crep�sculo, mareado y andando � tientas con el recuerdo de sus palabras
y la im�gen de su hermosura.

Envi� � mi familia al teatro de Apolo, y dejando el estreno de la
comedia _Angel_ por oir � Blasco, me dirig� al Ateneo.

Pero Blasco es m�s vagabundo que yo, y � las diez nos dijo el
secretario que Blasco no daba su lectura aquella noche. Un poco
despechado de aquel chasco que con su ausencia me pegaba Blasco, ech�
h�cia el teatro de Apolo, desesperanzado de acabar la semana tan
po�tica y armoniosamente como la habia pasado, puesto que daban una
comedia en prosa para m� desconocida: _Lo positivo_.

A m�s de la mitad iba ya la representacion del acto segundo, cuando
ocup� yo mi butaca de primera fila; ignoraba el argumento y d�bame
apenas cuenta de lo que en la escena sucedia, cuando la Hijosa, que en
ella estaba sola, dej� un peri�dico en que habia leido y tom� una carta
que tenia delante por leer. Despleg� poco � poco el papel de aquella
carta y comenz� su lectura con una indiferencia que cambi� en atencion,
y que fu� pasando de �sta al inter�s, y de �ste al sentimiento, y luego
� la ternura, y v� con mis gemelos que las l�grimas brotaban de los
ojos de la actriz, y sent� las mias anublarme los cristales � cuyo
trav�s la contemplaba, y o� por fin estallar un aplauso universal, y
solt� mis anteojos para aplaudir su final de acto, cuya ejecucion hacia
mucho tiempo que no habia yo visto par.

En el tercero despleg� Pepita Hijosa un lujo de pormenores, un estudio
de detalles tan minucioso, un cuadro tan acabado de c�mica coqueter�a,
manifest� tal seguridad y franqueza, tal posesion de la escena, que
envidi� la fortuna del Sr. Tamayo � Est�vanez, � como quiera llamarse
el acad�mico autor de aquella comedia, en la cual se me revelaban �
un mismo tiempo el m�s pr�ctico de nuestros autores, y una actriz
incomparable para el estudio de sus papeles.

Puede un gran poeta desarrollar en ricos versos � en castiza prosa, un
gran pensamiento, y dar cima � una gran creacion; pero el mejor poeta
no puede hacer m�s que escribir sus palabras; y si el actor no da �
cada una de las de su papel una intencion, una inflexion, un movimiento
y una vitalidad competentes, de la palabra no resulta m�s que un
sonido sin vibracion, que excita seca, p�lida y fria la idea en ella
expresada. En lo que yo v� de _Lo Positivo_, el poeta ha confeccionado
sus palabras y sus escenas como maestro, pero la Hijosa da � su palabra
el movimiento, el relieve y la vida del sentimiento del arte.

Yo no conocia, amigo Munilla, � esta actriz que ha hecho su reputacion
durante mis treinta a�os de ausencia de Espa�a, y como todav�a su
acento me resuena dentro del t�mpano, su figura y su juego esc�nico
me bailan a�n en las pupilas, y el recuerdo de la actriz me turba la
memoria, no tengo ni tiempo ni �nimo para escribir el art�culo de
ma�ana.

Comp�ngase Vd., pues, como pueda; que yo voy � probar si durmiendo doce
horas seguidas, puedo desembarazarme de la deliciosa pesadilla que me
producen en vigilia las encantadoras im�genes de las nueve bienhechoras
hadas, con quienes he tenido la fortuna de tropezar en la semana que
acab� ayer. Si Dios me da otras cuatro como �sta, el premio grande de
la loter�a en la quinta, y la gloria despues de la muerte... reclame
usted, se�or Munilla, reclame usted ante todos tribunales humanos y en
el divino, porque no habr� justicia ni en la tierra ni en el cielo.

Suyo afect�simo...

       *       *       *       *       *

Los redactores de _El Imparcial_ no quisieron dejar pasar el n�mero
de aquel lunes sin art�culo mio, y sustituy�ndole con mi anterior
ep�stola, le completaron con la siguiente nota y los subsiguientes
versos: todo lo cual dejo yo en este lugar interrumpiendo mis recuerdos
como ellos lo intercalaron en los _Lunes_ de su peri�dico.

       *       *       *       *       *

Mal satisfechos con esta carta del Sr. Zorrilla, corrimos � su
casa, pero no le hallamos en ella. Registramos osados su pupitre, y
encontrando en �l el borrador de las siguientes octavas, las publicamos
� continuacion de su carta, en lugar del art�culo que hoy no contaba
darnos.

      Dios te ha dado, Valenciana,
    la beldad de las hur�es;
    en tu faz, cuando sonries
    se abre el cielo y se ve � Dios;
    quien al darte en carne humana
    modelada tu hermosura,
    dijo: �ah� va esa criatura,
    y como esa no hago dos.�

      Y eres �nica por eso:
    Yo cre� que era mi Rosa
    la primera y m�s hermosa
    en el �mbito espa�ol;
    pero � t�, prez y embeleso,
    luz y gloria de Valencia,
    te cre� la Omnipotencia
    sola y sin par, como el sol.

      En tus ojos nace el dia,
    que ajimeces son del cielo
    por los cuales manda al suelo
    de Valencia Dios la luz.
    Ha supuesto Andaluc�a
    que era V�nus sevillana...
    no lo creas, Valenciana;
    err� vano el andaluz.

      Al matar el cristianismo
    � la V�nus de Cith�res,
    se asi� � t� Cupido, y eres
    quien le lleva de s� en p�s;
    si hizo � aquella el paganismo
    de la espuma de los mares,
    de capullos de azahares
    y de luz te hizo � t� Dios.

      T� eres V�nus, Valenciana;
    tu hermosura es m�s perfecta
    que la hel�nica, romana,
    bizantina y oriental:
    t� eres la obra m�s correcta
    de las manos de aquel n�men
    que es la cifra y el res�men
    de lo bello y lo ideal.

      Y contigo, almo trasunto
    de aquel g�rmen de hermosura,
    de sin par modeladura
    en su inmensa creacion,
    no tiene el m�s leve punto
    de adhesion comparativa
    criatura alguna viva
    en belleza y perfeccion.

      No cre� naturaleza
    ningun tipo de hermosura
    que no fuera � tu belleza
    algun rasgo � demandar;
    te pidi� el cisne blancura,
    el armi�o tu limpieza,
    el halcon tu gentileza
    y el ant�lope tu andar.

      Tienes ojos de paloma
    y hebras de sol por pesta�as;
    Dios te ha puesto en las entra�as
    los efluvios del rosal:
    y respiras los aromas
    que desprende en las monta�as
    de sus troncos y sus gomas
    el calor primaveral.

      Tu cabeza toca airosa
    tu abundante cabellera,
    como al cedro y la palmera
    su ramaje secular:
    de las hondas de tus rizos
    la espiral es m�s graciosa
    que los arcos movedizos
    de las ondas de la mar.

      Tu cintura, m�s esbelta
    que los v�stagos del mimbre,
    hace el paso que se cimbre
    de tu andar de garza real;
    y tu leve falda suelta
    flota en torno de tu talle,
    cual la niebla que en el valle
    alza el sol matutinal.

      M�s sutilmente no liba
    colibr� de cien colores
    en el c�liz de las flores
    el roc�o que en �l ve;
    m�s ingr�vida no estriba
    la ligera mariposa
    en las hojas de una rosa,
    que al andar pisa tu pi�.

      De tus labios la sonrisa
    como un alba se desprende
    que por la atm�sfera extiende
    viva luz y �ura vital,
    y tu aliento es una brisa
    que del cielo baja al suelo
    por tus labios, que del cielo
    son las puertas de coral.

      Son m�s dulces tus palabras
    que la miel de las abejas;
    el olor que tr�s t� dejas
    aventaja al del clavel:
    y tu amor, con el que labras
    mi ventura, reasume
    la dulzura y el perfume
    de la flor y de la miel.

      T� eres V�nus, Valenciana:
    tus dos labios carmes�es
    al abrir cuando sonries
    se abre el cielo y se ve � Dios;
    quien al darte en carne humana
    modelada tu hermosura,
    dijo: �ah� va esa criatura:
    mas como esa no har� dos.�




XV.

EL PU�AL DEL GODO.

III.


Gan�me esta obrita m�s favor con el vulgo � h�zose pronto m�s popular
y famosa que cuantas escritas llevaba, por la circunstancia de que,
no necesit�ndose dama para su representacion, la pusieron en escena
todos los aficionados en liceos, casinos y dem�s sociedades m�s �
m�nos literarias que por ent�nces comenzaron � surgir; y perm�tame
el lector que con vanidad le recuerde que s� de cierto que miles de
personas, que han sido y son hoy conocidos personajes, han hecho el
papel de alguno de los cuatro de mi _Pu�al del godo_: y no h� muchas
noches dieron una dedada de miel � mi amor propio mi paisano Nu�ez de
Arce, Sell�s y otros que valen y son hoy m�s de lo que yo anta�o valia
y era, revel�ndome alegremente que habian de estudiantes representado
� Theudia y � D. Rodrigo, y el primero a�adi� que a�n sabia de memoria
toda mi r�pidamente abortada composicion; lo cual, sea dicho en paz
y en gracia de Dios, me congratula con aquel peque�o aborto de mi
ingenio y casi me enorgullece de haberlo escrito.

Y la ocasion me viene como de molde, para exponer aqu� mi opinion sobre
las representaciones de los aficionados, en los m�s � m�nos caseros
teatros de sociedades m�s � m�nos p�blicas � privadas. Cuando invitado
un conocido autor � la representacion de una de sus obras en uno de
estos teatros, le dicen durante � despues de ella: _�Cu�nto habr� V.
sufrido vi�ndose as� ejecutado!_ ni los que tal le dicen son justos,
ni �l lo fuera pensando tal. Yo por mi parte no s�lo asisto sin pena
� estas ejecuciones, sin� que es la sola ocasion en que escucho mis
versos sin hast�o. Los aficionados suelen ser muchachos de quienes
a�n no se sabe el porvenir, que estudian sus papeles con afan, los
representan con entusiasmo, y se encari�an con el autor; de quien se
acuerdan cont�nuamente y con quien contraen esa amistad leal, noble
y desinteresada, que se basa en la fruicion espiritual de la lectura
y del estudio de una obra que nos procura aplausos y favor, siquiera
sea de amigos. Tal vez un muchacho � quien el porvenir guarda una
faja de general � un sillon presidencial de un Parlamento � en una
Academia, representa delante de la ni�a que ha de ser su mujer, � de
la mujer que ha de ser su gloria � su condenacion. Tal vez alguno,
con la representacion del papel de Theudia � del conde D. Julian,
ha conseguido el amor de su Florinda, y uno y otro han bendecido y
conservado por ello toda su vida una amistad por �l ignorada al viejo
autor del _Pu�al del godo_. En estos teatros y en estos actores de
aficion todo es disculpable, en atencion � la buena f� con que todo se
hace: en ellos suelen presentarse individuos que f�cilmente llegarian �
buenos actores, si en serlo pusiesen empe�o � de serlo se vieran en la
necesidad. Yo soy tal vez el viejo que tiene m�s amigos j�venes: soy el
poeta que goza de m�s popularidad entre la juventud escolar de Espa�a:
y no por mi ciencia, de la cual dan mis escritos bien pobre y escasa
muestra, sin� por las octavas de D. Rodrigo y el di�logo de �ste con D.
Julian, de los cuales hay apenas estudiante que no tenga en su memoria
algunos de sus versos � algunas hojas par�sitas de los mios entre las
de sus libros de asignatura.

Los actores de provincia son tambien dignos de la indulgencia de los
autores; porque la variedad diaria que en sus representaciones exige
un p�blico escaso que nunca var�a, no les da tiempo de estudiar ni de
ensayar convenientemente las obras; pero basta de esto, que es tratado
aparte de mis recuerdos viejos: ya volver� sobre ello cuando llegue el
turno � mis impresiones del tiempo actual; y tornemos y demos fin � las
de _El pu�al del godo_ con una an�cdota poco conocida.

Habia en M�jico cuando vivia yo en aquel paraiso, que debi� ser para
m� y no quiso Dios que fuera limbo del olvido un Casino espa�ol,
pr�digamente sostenido, en cuyos salones se daban algunas espl�ndidas
fiestas; una de ellas, la imprescindible, se verificaba el dia
onom�stico de la Reina Isabel, � quien, como � la persona que ent�nces
representaba la patria, envi�bamos un saludo los expatriados de
Espa�a. Era yo el encargado de hacer una lectura en aquellas noches,
que concluia siempre con el viva � Espa�a, al cual contestaban los
mejicanos y espa�oles en aquellos salones reunidos.

Un a�o, queriendo el Casino hacerme un obsequio por lo que parecia
trabajo y era en un espa�ol obligacion de buen ciudadano, dispuso que
en una de estas fiestas se representase mi _Pu�al del godo_ y se me
ofreciese una corona.

Coloc�ronme, para honrarme, en un grande y magn�fico sillon, en el
cual resaltaba m�s mi ex�gua personalidad, � la derecha de la orquesta
y de cara al p�blico: ejecut�se mi pobre drama lo mejor que se pudo
y mejor de lo que se esperaba; di�ronme mi corona, aplaudi�ronme
mucho, y despues de una exquisita cena aconterada con muchos br�ndis,
meti�ronme, tras de muchos abrazos y pl�cemes, en mi coche y... buenas
noches.

Al dia siguiente un peri�dico mejicano, no muy afecto � los espa�oles
pero redactado por gente ingenios�sima, daba cuenta de la fiesta,
la representacion, mi coronacion y la cena final en los t�rminos
m�s halag�e�os para la riqueza, la esplendidez y el patriotismo de
los s�cios del Casino; pero concluia con este cuentecillo: �Sin que
salgamos garantes de la verdad del hecho, se cuenta que entre el
poeta Zorrilla y un amigo nuestro y suyo, que no habia asistido � la
funcion del Casino y que se acerc� � saludarle al bajar aquel del coche
� la puerta de su casa, se cruz� el siguiente di�logo, que result�
improvisada redondilla:

    �El amigo.  �Qu� tal lo hicieron los godos?

    El poeta.   �Hombre!... lo han hecho tan mal,
                que buscaba yo el pu�al
                para matarlos � todos.�

En cuyo cuentecillo qued�bamos mal todos los espa�oles de M�jico: los
del Casino por haber hecho mal mi drama, y yo por hacerlo peor con
ellos en semejante ep�grama.

Ni es mio, ni en aquella ocasion pudiera hab�rseme ocurrido; pero me
le ha recordado la �ltima representacion que he visto en Madrid de mi
pobre _Pu�al del godo_.




XVI.

LOS DOS VIREYES.

          _Suum cuique._


Este drama est� ya olvidado del p�blico de Madrid, y apenas si se
representa alguna vez en provincias, afortunadamente para mi honra.

De �l se ocup� la cr�tica muy somera aunque muy �griamente, y tuvo
razon: es la m�s miserable rapsodia representada en el teatro moderno;
y si andando el tiempo algun curioso bibli�mano � algun cr�tico
investigador tropezaran con ella en algun juicio retrospectivo,
seguramente exclamarian con asombro: ��C�mo diablos fu� posible que
aquel poeta escribiera esto!�

Y no puedo negar que lo escrib�, y es lo peor que al afirmarlo no
me averg�enzo de haberlo escrito; materialmente escrito, porque
el argumento, la forma y las escenas en prosa, no son mios: est�n
rastreramente cogidos y literalmente copiadas de una mala novelucha de
un autor italiano engerto en franc�s, � quien todo Par�s literario y
art�stico ha conocido, pero cuya reputacion no ha llegado � Espa�a:
la novelucha se titulaba _El virey de N�poles_, y su autor se llamaba
Pietro Angelo Fiorentino.

�C�mo lleg� � mis manos esta novela? �Qui�n me puso en mientes
transformarla en drama, copiando en �l servilmente los amanerados
di�logos de su falso relato y sin curarme de corregir sus errores
hist�ricos, ni de dar � mis personajes otro car�cter m�s acusado y
dram�tico, m�s verdadero y m�s espa�ol?

Es una historia que debia de quedar para contada despues de mi muerte;
pero que se me antoja contar en vida, porque nada hay en ella que no
abone mi lealtad de amigo y mi buena f� de hombre honrado; porque
no quiero que piense ninguno de los que en mi tiempo viven que temo
abordar en mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ninguna cuestion personal
sobre el pasado que no vieron, y porque no quiero cargar para el
porvenir con culpas que no fueron mias. En cuanto � mi reputacion
literaria, confieso que no me trae con mucho cuidado; porque s�lo la
posteridad depura y acrisola lo que vale la fama adquirida en vida por
un autor de loca fortuna � de gran favor entre los profesores de bombo;
y tengo yo para m�, aunque pese � los pocos amigos que me quedan,
que m�s me va � honrar despues de mi muerte, la sinceridad con que
reconozco la escasa valia y los defectos de mis obras, que el haberlas
escrito; y digo sinceridad, por no atreverme � decir modestia; virtud
que creo que no existe ya en Espa�a y que es un capital que... quien lo
pone lo pierde: sabiendo lo cual, aunque lo tuviera no lo pondria yo.

No quiero, sin embargo, que mis amigos renieguen de m�, tomando mi
sinceridad por hipocres�a; y voy � decirles de paso, y �un � peligro
de que en vez de hip�crita me crean vanaglorioso, que tengo cierta
conciencia de m� mismo, teniendo por bien hecho y por valioso algo
de lo por m� hecho: mi _Cristo de la Vega_, mi _Capitan Montoya_ y
mi _Margarita la tornera_, son tres leyendas muy imitadas, pero no
corregidas �un por otro poeta mejor narrador, � m�s legendario y
tradicional; y Dios y el tiempo nuevo me perdonen mi pretension de
creer que me dan derecho � tenerme por legendario buen narrador. Por
poeta dram�tico no me tuve jam�s, y s�lo puedo presentar sin verg�enza
los dos primeros actos de _Traidor, inconfeso y m�rtir_ y la segunda
mitad del tercero y primera del cuarto de _El Zapatero y el Rey_; lo
cual no es t�nto que sirva para bravear, ni tan poco que me humille y
me cierre las puertas del teatro; y en cuanto � mis poes�as l�ricas...
�ay de m�! no son m�s que hojarasca; y en ellas hay muchas hojillas
verdes y algunas florecillas frescas, pero cuando el tiempo seque tal
hojarasca, poca sombra dar� � mi fama el follaje que deje su soplo en
las pobres ramas del laurel de mi gloria.

Volvamos � la historia de mis Dos vireyes.

Habia en 1838 y 39 una tienda de gorras en la Puerta del Sol, cuya
due�a, honrad�sima mujer, tenia un hermano menor que de ella dependia
y que era taqu�grafo de las C�rtes. Alto, desgarbado, de pesados
movimientos, modales vulgares y saltones ojos, era en su exterior
el tipo de la honradez, y en sus caracter�sticas manifestaciones la
expresion de la buena f�.

No recuerdo c�mo, ni por qui�n, tropez� y comenz� � juntarse conmigo;
pero ello es que par� en ser mi inseparable sombra, y que no pasaba
dia que no pasara conmigo y en mi casa las horas que su ocupacion de
taqu�grafo le dejaba libres. Alababa todo lo que yo hacia, celebraba
todas mis escentricidades de poeta y mis ni�er�as de muchacho; y como
si en mi cronista se hubiese constituido, propalaba y encomiaba por
donde quiera mis hechos y mis dichos, clasific�ndolos todos entre los
m�s chistosos y originales del mundo; lo cual contribuia m�s que � mi
buena fama � procurarle � �l la de mi �nico amigo, confidente �nico de
los secretos del muchacho que iba haci�ndose popular.

Llevaba yo por ent�nces, como he llevado siempre, una vida aislada,
que me ha obligado � llevar el trabajo necesario � mi subsistencia y
mi poca simpat�a por las banalidades que forman base de la vida social
de Madrid. Las visitas in�tiles, las relaciones superficiales y los
convites sin cari�o, han sido cosas que no he aceptado jam�s en mis
costumbres: y he preferido siempre para mis alegr�as y expansiones el
interior modesto de mi pobre hogar, al suntuoso salon y la op�para
mesa del opulento y millonario anfitrion. Mi idea fija era hacer
famoso el nombre de mi padre, para que �ste, volvi�ndome � abrir
sus brazos, me volviera � recibir para morir juntos en nuestra casa
solariega de Castilla; �nica ambicion mia y �nico bien que Dios no ha
querido concederme. Bajo esta idea hu� siempre de la sociedad pol�tica
y rechac� el favor y la proteccion de los gobiernos, � quienes no
pudo ligarme nunca compromiso alguno personal; mi padre era realista,
tuvo que irse con el infante D. C�rlos Mar�a Isidro � las Provincias
Vascongadas y que emigrar � Francia un mes �ntes del convenio de
Vergara; y puse mi empe�o en probarle, que la fama que yo habia dado
� su apellido, la debia s�lo al trabajo y al favor del pueblo, no �
haber vendido mi pluma � un partido contrario � sus opiniones; y sin
cuya revolucion no hubiera yo, sin embargo, tenido una prensa en que
publicar los versos que me hicieron popular.

Pas�bame, pues, la vida en mi casa dado � mi as�duo trabajo, del cual
descansaba y me distraia en el tiro de pistola y en el circo de la
plaza del Rey; mis dos �nicos vicios, porque en vicio les constituia
mi diaria presencia en el tiro y en el circo, donde constantemente me
acompa�aba _X_ el taqu�grafo, tosco eslabon humano que con la humana
sociedad me encadenaba. _X_ no tiraba; juzgaba de los tiros, convenia
las apuestas, aplaudia los triunfos, y tomaba parte muy principal
en los almuerzos en que las ganancias se invertian. Mr. Arnaud, el
propietario del tiro, tenia para su establecimiento el reclamo de
nuestra fama, y en el actor Monreal, en D. Juan Valleras y en m�,
tres seguros mantenedores de las apuestas que �l con extranjeros
generalmente entablaba, y que el bueno de _X_ con �l organizaba y
llevaba � cabo; almorzando siempre, como �rbitro y adl�tere mio, con
los vencidos y los vencedores.

No puedo resistir al deseo de consagrar aqu� cuatro renglones al
recuerdo de aquellos viejos compa�eros de mis juveniles aficiones.

Monreal era un actor inimitable en lo que ent�nces se llamaba papeles
de traidor: era un segundo sin primero y un tirador de pistola de
primera fuerza; pero habia que fiarle en las apuestas los primeros
tiros; porque era tan orgulloso, que el primero perdido le hacia perder
la serenidad � impulsos del amor propio que le devoraba. Juanito
Valleras era un gaditano de 24 a�os, fino y esbelto como un galgo
ingl�s, caballeroso y leal hasta el recorte de las u�as, andaluz hasta
la m�dula de los huesos, y tan incapaz de hacer una villan�a como de
soltar una gracia agresiva ni de mal tono. Era el primer tirador de
ent�nces; tiraba por vanidad, y daba siempre la mitad del valor de cada
tiro al franc�s Arnaud, porque no se convalachara con ningun tirador
paisano suyo para desigualar la carga � las ventajas de las apuestas.
Con Valleras y conmigo llevaba Arnaud el 50 por 100 de cuanto en ellas
se atravesaba; y el tiro de apuesta de Valleras eran nueve balas
colgadas � nueve distintas alturas, que debian casarse con las de nueve
tiros sin interrupcion; y rara vez le faltaba una por casar. De su
hidalgu�a es prueba irrechazable el hecho siguiente:

El franc�s Arnaud andaba siempre � caza de ingleses con quienes
empe�arnos en apuestas de tiro, y di� una vez con unos que nos
invitaron al del encargado de negocios de Dinamarca, que le tenia
precioso en su jardin de la casa de la calle del Barquillo, residencia
de su embajada. Los ingleses lo eran de pura raza, y nos recibieron
como gentes de la mejor sociedad, pr�via la m�s irrecusable
presentacion. Tiraban con unas magn�ficas pistolas belgas, tres
pulgadas m�s largas que las nuestras: fi�ronse � la suerte todas las
condiciones, y toc� � cada cual el derecho de usar de sus propias
armas. Durante los preliminares, Monreal y _X_ fijaron su atencion en
un ingl�s viejo, que sentado � la cabeza del tiro tenia un groom de
pi� � su espalda y un gran saco � sus pi�s: era sin duda un maniaco
apostador.--��Ojo al saco!� dijo por lo bajo _X_;--y una mirada furtiva
de Mr. Arnaud nos prob� � Valleras y � m� que el franc�s habia tramado
aquella conjuracion contra el saco del ingl�s. Toc� � los de Albion
tirar los primeros; pusieron por primer blanco un huevo � treinta
pasos: tir� el primer ingl�s, � hizo blanco: tir� el segundo con igual
acierto; y hecho lo mismo por el tercero, nos toc� nuestro turno � los
espa�oles. Valleras permaneci� impasible, apoyada la mano derecha en el
pilar de la barandilla, para tener la mu�eca libre de sangre y el pulso
tranquilo; pero invitado por uno de los ingleses � hacer su tiro, dijo
tranquilamente: �Mis compa�eros y yo no hacemos ese tiro.�

Mr. Arnaud se mordi� los labios, yo sent� palidecer mis mejillas, y
los ingleses echaron sobre nosotros una mirada de compasion acompa�ada
de una sonrisa, en la cual su esmerada educacion no lleg� � marcar
el desprecio. Valleras, sacando un pu�ado de monedas de � ochenta
reales isabelinas y recientemente acu�adas, mand� al criado poner una
en el blanco apoyada en el tapon de corcho tendido. Tom� su pistola,
y pas�ndosela � Monreal para el primer tiro, dijo � los ingleses:
�Nuestro tiro no pasa nunca de este tama�o.� El blanco se veia mal,
porque no era blanco sin� amarillo, y � treinta pasos s�lo lo veia un
ojo de tirador; tir� Monreal y quit� la moneda; puso el criado otra, y
Valleras me pas� la pistola con que �l tiraba; puse yo mi alma en mi
dedo �ndice, � hice blanco; Valleras dijo: �Yo no tiro eso: cuelgue
V. mis nueve balas.� Valleras hizo su tiro; los ingleses saludaron
respetuosamente, y el del saco se le entreg� al groom, que desapareci�
con �l. La apuesta par� en un refresco y en un pu�ado de monedas que
Valleras y los ingleses dieron � Mr. Arnaud; y cuando � la ma�ana
siguiente, al volvernos � reunir en el tiro de �ste, arg�ia � Valleras
por no haberse dejado ganar los primeros tiros para engrosar las
puestas, Valleras contest� con su desenfado andaluz: �Mr. Arnaud, si V.
habia pensado que nuestro blanco fuese el saco del ingl�s, hizo V. mal
en pensar en nosotros para sostener tal apuesta.�

Valleras muri� dos a�os despues, de una afeccion pulmonar; Monreal
se meti� una noche la bala de su �ltimo tiro en el cerebro... y yo
abandon� el tiro, cuando mis compa�eros abandonaron el mundo.

Al montar Ignacio Boix su librer�a en la calle de Carretas, dando �
este ramo de comercio una forma y un impulso hasta ent�nces inusitado
en Espa�a, _X_ se ingiri� en su casa como administrador, ya con ciertas
pretensiones literarias, como amigo y conjunto inseparable mio: Boix
acept� la literatura de _X_ bajo su palabra: di�se �ste � escribir
algunos art�culos en _El Pensamiento_, semanario que Boix fund�: gan�se
_X_ la confianza de �ste como habia ganado la mia, y Boix le comision�
para ir � establecer en Cuba y M�jico dos sucursales de su casa de
Madrid.

H� aqu� el talento y la historia de las median�as que saben no
desperdiciar la sombra de la m�s peque�a hoja que puede d�rsela: _X_
empez� por adherirse � la peque��sima sombra que mi peque��sima persona
comenzaba � proyectar: cobij�se despues � la sombra de mi casa: recogi�
como reliquias todos los borradores de mis manuscritos y todos los m�s
�ntimos pormenores de mi vida; y, al cabo de dos a�os, sali� para Cuba,
agente de la primera casa de librer�a, con mejor porvenir que yo, y
con el manuscrito in�dito de mi leyenda de _El capitan Montoya_, de
la cual hizo cuatro ediciones en la Habana y M�jico, acompa��ndola de
una biograf�a del autor _su grande amigo_, cuyo nombre iba con el suyo
en la primera p�gina, viva representacion de mi personalidad: segundo
yo en aquellos pa�ses, que no pensaba yo ent�nces visitar despues de
�l, ni _X_ pensaba que yo en ellos habia de hallar m�s tarde la huella
de sus pasos. Volvi� � Madrid en 1842, tr�jome grandes noticias de
mi gran fama por aquellos pa�ses y del �xito fabuloso de mi _Capitan
Montoya_; pero ni � �l le ocurri� darme, ni � m� ped�rsela, cuenta de
lo que sus cuatro ediciones habian producido. Entre amigos...

Entre tanto habia yo tenido un poco de fortuna en el teatro con mi
_Cada cual con su razon_ y las dos partes de _El Zapatero y el Rey_, y
_X_ me habia dado � leer aquella novelilla de Pietro Angelo Fiorentino,
que habia traducido y publicado _all�_ en compa��a de mi _Capitan
Montoya_ y bajo las mismas bases de lucro para Pietro Angelo que para
m�. Celebr�me mi bienandanza teatral: y anudando naturalmente su
antigua intimidad conmigo, sigui� acompa��ndome � los ensayos en el
escenario y � mi mujer en mi palco en las representaciones... y un dia
me pregunt� que qu� me parecia _su_ novela de _El virey de N�poles_...
y otro dia que si se podria hacer de ella un drama... y una noche
que si yo querria transformar en drama su novela, y por fin que si,
escribi�ndola en verso y prosa, querria yo aprovechar los di�logos de
la novela, y poni�ndolos � nombre suyo, ponerle � �l al par del mio
como autor dram�tico: _cosa_ que � �l le daria una grande importancia
con su principal Boix, etc., etc.

�Por qu� no habia yo de ayudar � hacerse hombre � un tan buen amigo?
Me habia acompa�ado dos � tres a�os cinco � seis horas diarias, y dia
y noche en las �pocas de enfermedades y pesadumbres: habia empezado su
carrera de escritor poniendo en las nubes mis versos y en boca de todos
la prosa de mi vida... emprend� la transformacion de la novela _El
Virey de N�poles_ en el drama _Los dos vireyes_; pero por m�s empe�o
que puse en semejante trabajo, le conclu� convencido de que habia
salido como no podia m�nos de salir una obra malamente confeccionada,
muy desigualmente escrita y de �xito dudos�simo.

Llam� � _X_ y le dije que en mi cualidad de buen amigo y de hombre
leal, mi conciencia me obligaba � advertirle que _Los dos vireyes_
era un tiro que iba � salir para �l por la culata; y que al silbarme
el p�blico por primera vez, no faltaria � quien le ocurriera que
escribiendo solo me habia hecho aplaudir, y que la asociacion con _X_
me habia atraido la primera silba; y en fin, que aquel seguro mal
�xito, en vez de procurarle reputacion y de abrirle la escena, le iba �
desacreditar y � cerr�rsela para siempre.

Pareci� _X_ convencido de mis razones: y como la temporada c�mica
iba ya muy avanzada, la obra estaba prometida y yo obligado � dar la
tercera del a�o, segun mi contrato, determinamos presentarla bajo
mi solo nombre, y que corriera yo solo el riesgo de un desaire casi
seguro del p�blico y de una justa rechifla de la cr�tica por semejante
rapsodia.

Entregu� mi obra � Lomb�a: recomend�sela � C�rlos, poni�ndole en los
pormenores de su historia: prometi�me C�rlos, con el paternal cari�o
que me tenia, ponerla en escena con t�nto m�s esmero cuanto m�nos
probabilidades de �xito presentaba: y pretestando yo no poder esquivar
por m�s tiempo el compromiso de ir � pasar la Semana Santa con el duque
de Rivas, part� � Sevilla, huyendo de la primera representacion de
aquellos _Dos vireyes_, con cuyo azaroso porvenir dej� cargados � Mate
y C�rlos Latorre, dici�ndome al meterme en la diligencia: �ojos que no
ven, corazon que no siente.�

�Y qu� recuerdo tan fresco, tan juvenil, tan po�tico, es el de aquel
viaje y el de la estancia en la casa y con la familia de aquel tan
gran poeta y tan grande amigo como fu� mio, aquel � quien yo llamaba
mi �ngel, � quien la posteridad llama duque de Rivas, y cuya memoria
vive a�n por la amistad en mi corazon, y en Espa�a por el _Don Alvaro_,
que est� todav�a en pi� sobre la escena en que hace cuarenta a�os que
apareci�!

Desde que Juanito Donoso y Nicomedes Pastor Diaz primero y Villalta
despues, me habian dado trabajo en sus peri�dicos, no habia yo dejado
pasar una semana sin publicar una � dos composiciones por lo m�nos:
en tres a�os habia de ellas coleccionado ocho tomos mi primer editor
Delgado. Desde que Garc�a Gutierrez me habia abierto la escena,
asoci�ndome � �l en el _Juan D�ndolo_, habia yo presentado seis dramas,
ben�volamente acogidos por el p�blico, que tuvo sin duda en cuenta
al aplaud�rmelos mi poca edad y mi constante trabajo: tenia yo mucha
priesa de meter ruido que llegara � los oidos de mi padre, emigrado en
Francia, y no me remuerde la conciencia de haber desperdiciado aquel
tiempo viejo. Era la primera vez que cogia yo un mes y un pu�ado de
onzas para mi solaz. Mi miedo al �xito de mis _Dos vireyes_, pedia �
Dios alas para huir de Madrid: y el editor D. Manuel Delgado, que era
el �nico que sabia lo que yo valia en dinero, que me gru�� siempre,
pero no me neg� jam�s el que le ped�, me di� el susodicho pu�ado de
onzas, para sustituir con un asiento en la diligencia las alas que
Dios no ha concedido � ningun poeta al lado de los hom�platos. Di�me
Lomb�a una docena m�s de aquellas graves y amarillas monedas que por
atrasos de mi sueldo me era en deber, y otra docena Boix por adelanto
y seguridad de mi primer tomo de leyendas: dej� las dos docenas �
mi familia; y con el primer pu�ado en el bolsillo, me acomod� en la
berlina, que despues hemos llamado _coup�_, de la diligencia que �
las tres de una ma�ana de marzo arrancaba para Sevilla, de la calle de
Alcal�.

Llevaba por compa�eros � D. Juan J�stiz, noble mozo habanero, de tan
mala salud como buena educacion, y tan sobrado de rentas como falto de
humor para gastarlas; � quien acompa�aba Lorenzo Allo, otro habanero de
tan buen humor y tan buena salud como poco amigo de guardar su dinero,
con quien habia trabado yo amistad en el tiro de Mr. Arnaud y en el
gimnasio del conde de Villalobos.

Era este Lorenzo Allo el mejor amigo y el m�s agradable compa�ero del
mundo: tan enjuto como r�cio, era nervioso hasta tener tr�mulas las
manos, � pesar de lo cual tomaba caf� cuatro veces al dia; y usando en
anteojos de oro unos cristales de muy bajo n�mero, alternaba con los
primeros tiradores; sin que me haya podido yo dar cuenta de c�mo veia
el blanco, ni de c�mo sujetaba � inmovilizaba sus nervios para hacer
fin�simos tiros. Ten�ame una sincera amistad y sabia de memoria muchos
versos mios: d�bame tan buenos consejos como malos ejemplos; y tan
diestro boxeador como mediano humanista, estaba siempre dispuesto �
saltar un ojo de un pu�etazo � quien no le concediera sin discusion que
era yo el primer poeta de ambos mundos. Cuidaba de m� en el gimnasio
como si fuera yo de cristal, y de mi honra como si fuera la suya, �
hijo yo de su mismo padre.

J�stiz y yo le hicimos administrador de ambos durante el viaje y le
entregamos nuestros dineros: aquel para no tener el trabajo de pensar
en ellos, y yo para ahorrarme el de contarlos: negocio que era por
ent�nces no poco peliagudo en Espa�a, con los ocho cuartos y medio de
sus reales, los ciento setenta de sus duros, los trescientos veinte
reales de sus onzas, las tres onzas y _dos duros_ de sus mil reales,
etc.; de modo que la m�s m�nima cuenta tenia siempre m�s picos que una
custodia.

La noche estaba fria, lejano el amanecer, y los tres viajeros de la
berlina que hab�amos acudido con tiempo por no habernos acostado,
est�bamos en nuestros puestos desde que empezaron los mozos � cargar el
carruaje, durmiendo tranquilamente bien embozados en nuestras capas. La
empresa era nueva, y en competencia con la antigua: el conductor ocup�
el pescante y al dar las tres en el Buen Suceso, di� una voz y tendi�
su fusta � los caballos, que nos arrebataron entre el ruido de sus
herrados cascos y de sus agujereados cascabeles.

La nueva empresa habia montado � la francesa sus tiros, sustituyendo
al antiguo rosario de mulas, enfrenadas s�lo las dos del tronco y las
seis restantes encomendadas � un muchacho ginete en el mingo delantero,
un tiro de seis buenos caballos todos embridados; dos en la lanza y
cuatro en balancin. Aquellas nuevas diligencias, carruajes de s�lo
berlina y rotonda, eran unas especies de sillas de posta; y eran �
las antiguas galeras y diligencias lo que hoy son � aquellas sillas
de posta las locomotoras y trenes de los ferro-carriles; pero aquel
ruido de los cascabeles, aquel perp�tuo vocer�o con que � sus caballos
animaban los mayorales, aquellos zagales dicharacheros que enganchaban
y recogian los tiros en las remudas, aquellos venteros y maestros de
postas, aquellas hoster�as en donde se hacian los altos y las comidas,
conservaban el car�cter jaranero y alegre de nuestra patria y la tierra
por donde viaj�bamos los espa�oles; y se veia el pa�s, y se bromeaba
con las paisanas; y sea dicho en paz, no tenia tantas ventajas para
los intereses materiales, pero tenia m�s poes�a que el actual nuestro
modo de viajar del tiempo viejo. Los caballos daban cierto decoro de
caballeros � los viajantes; y no todo el mundo podia permitirse el lujo
de viajar en berlina de una silla-correo, que corria por el centro de
la calzada, pasando al vulgo de los viandantes; la m�quina lo arrastra
todo, y los caballos arrastraban la flor de lo arrastrado, y bien lo
decia el refran: �de las vidas arrastradas... la del coche.�

El en cuyo _coup�_ �bamos Allo, J�stiz y yo par� en Oca�a para
almorzar. Sin que Allo y yo hubi�ramos bajado los cristiles, ni
hablado con los viajeros del segundo compartimento en las postas
pasadas, por respeto al descanso de J�stiz, que iba convaleciente de
larga enfermedad, con fuentes abiertas en los brazos y encomendado �
nuestra amistad por su cari�osa familia. Pero al apearme en Oca�a,
unos brazos poderosos me arrebataron del estribo, y al depositarme en
tierra me decia la voz vigorosa del individuo � quien aquellos fornidos
brazos correspondian:--��Aqu� t�, Pepe?�--Era Paco Elipe, diputado
bullicioso, poeta un poco exc�ntrico, pero no despreciable, hacendado
manchego y amigo leal, de quien ya apenas hace nadie memoria; pero de
la de quien voy � traer algunos recuerdos � estos mios de aquel viejo
tiempo.--�Qui�n es tan descort�s ni tan ingrato que no se pare � dar
un apreton de manos al viejo amigo, � quien encuentra por acaso en el
viaje de la vida? �Y qu� son estos recuerdos m�s que un viaje de vuelta
por el casi borrado rastro del florido camino de mi juventud?

Paco Elipe fu� s�cio del Liceo y escribi� de todo, en verso y en
prosa; y empezando por un drama en compa��a de Romero Larra�aga,
titulado _La Vieja del Candilejo_, cuyo plan est� no m�s preparado y
versificado limpia y galanamente: escribi� otros m�s, y tuvo sus �xitos
y sus aplausos y su reputacion no inmerecidos y fu� uno de los que,
con quienes empez�bamos � hombrear, arrim� el hombro para empujar el
carro del progreso de aquella �poca. Recto y tenaz, y de vigoros�simo
car�cter, hacia y decia las cosas de muy original y personal�sima
manera. Un dia cerraba con lacre una carta, y ech�ndose por descuido
una gota de �l encendida en un dedo, en lugar de sacud�rsela dijo,
conservando el dedo inm�vil: ��Bruto Paco; para que no seas torpe otra
vez!� Y dej� apagarse el lacre en la carne. Una noche sorteamos en el
Liceo varios argumentos para una improvisacion, entre varios poetas, y
toc�le � Elipe el de la _Noche-Buena_.

El tiempo dado para el trabajo de la improvisacion era el de una
hora, al fin de la cual comenzaba la lectura de las composiciones en
la tribuna; lleg� su turno � Elipe, y en medio de muchas redondillas
facil�simas, en que describia todo el tumulto que traen consigo los
panderos, zambombas y el jaleo de aquella noche de la Misa de Gallo,
solt� con la mayor formalidad la semiblasfemia de esta cuarteta:

      Y aunque la ilacion se quiebre,
    lo que no apruebo y resisto
    es el mal gusto de Cristo
    de nacer en un pesebre.

Y continu� su descripcion de la _Noche-Buena_ con tanta
imperturbabilidad suya como estupefaccion del auditorio.

Fu� el amigo m�s consecuente de Jos� Fernandez de la Vega, el fundador
del Liceo, mal recompensado por todos los � quienes hizo hombres con el
establecimiento de tan �nica y brillante sociedad. El Gobierno no supo
dar � Vega m�s que el Gobierno de una provincia de tercer �rden; y Paco
Elipe fu� el m�s fiel amigo de aquel � quien tantos faltaron.

Pero de Paco Elipe har� m�s larga y justa mencion m�s adelante, porque
espero en Dios que me dar� tiempo de hacerle una visita en su palacio
solariego de Manzanares: y ocasion de hallar en �l materia para m�s
curioso relato.

Con este mi tercer compa�ero de viaje almorc� en Oca�a, en un parador
nuevo, en una mesa muy limpia y enflorada, servida por dos buenas mozas
de diez y ocho y veinte a�os, de trigue�a tez, boca sensual y risue�a,
grandes, negros y retozones ojos, mo�o de picaporte con zorongo de
largos cabos, y robustez muy mal disimulada en sus ce�idos corpi�os, y
sus estrechos y cortos guarda-pieses.

El conductor nos present� � los postres un libro en blanco, en cuyas
hojas rogaba la empresa � los viajeros que anotasen las faltas de
servicio para corregirlas. Elipe y yo acusamos en ellas, y en unas
quintillas, al posadero de hacer servir su mesa por aquellas dos
muchachas, que embelesaban � los viandantes para que no comiesen m�s
que ojeadas y sonrisas, productoras para ellas de dobles propinas y de
vanas esperanzas para los comensales; y ped�amos � la empresa que, �
suprimiese aquellas dos muchachas, � que cambiando las horas de salida
de sus carruajes, dispusiera que los viajeros no almorzaran, sin� que
cenaran y pernoctaran en aquel parador de Oca�a.

       *       *       *       *       *

El 1.� de Abril � las siete de la ma�ana nos apeamos de la diligencia
en Sevilla, caf� del Turco, calle de la Sierpe. Salia yo � ver la
tierra por primera vez; y como el p�jaro que deja por primera vez
el nido apenas emplumado, y goza de la luz, la vida y la libertad,
desempolvando sus plumas entre el fresco c�sped y las primeras
margaritas, y se ba�a en el brillante aj�far y las l�quidas perlas de
las gotas de agua que desparrama el Guadalquivir en sus siempre verdes
orillas, me sal� por la Puerta del Arenal � ver el puente, y el rio, y
la Torre del Oro, y � respirar aquel ambiente perfumado de azahar, y �
ba�arme en aquella luz, reflejo dorado de la del Paraiso; � pasar, en
fin, una ma�ana de muchacho que hace novillos.

Y fu� aquel uno de los pocos dias que en mi vida cuento como felices,
y cuya dicha tuvo fin y colmo en mi nocturna presentacion en casa del
egregio poeta, del cari�oso amigo, del entretenid�simo conversador, y
del nunca olvidado autor del _Moro exp�sito_ y del _Don Alvaro_.

El recuerdo de la amistad, de la casa y de la familia del duque de
Rivas es una isla de arribada en el revuelto mar de mi existencia, un
oasis frondoso en el arenal desierto de mis est�riles aspiraciones,
una tienda de reposo en el pedregal por donde ha hecho peregrinar mi
inutilidad viviente, mi improductiva � improvisora poes�a. La casa del
duque en Sevilla es en mis recuerdos un nido de ruise�ores, donde fu� �
albergarse una noche de primavera una golondrina desanidada.




XVII.

      �Gran tierra es Andaluc�a!
    La gente all� alegre toma
    la vida ef�mera � broma,
    y hace bien, por vida mia.

      Quien � Sevilla no vi�
    no vi� nunca maravilla;
    ni quiso irse de Sevilla
    nadie que en Sevilla entr�.

      ��Ver N�poles y morir!�
    dicen los napolitanos.
    Y dicen los sevillanos:
    ��Ver Sevilla, y � vivir!�


Esto digo yo de Sevilla en _La leyenda de los Tenorios_, y esto hice
cuando fu� � aquella ciudad sin m�s objeto que � ver � Sevilla y �
vivir. No existian a�n en Espa�a las academias y los profesores de
_bombo_, ni _La Correspondencia_ anunciaba la salida de Madrid de don
Fulanito y do�a Menganita, ni nos habian hecho cardenales, trat�ndonos
de _Eminencias_, � los que por algo comenz�bamos � distinguirnos los
que a�n no se distinguian por su profesion de _bombistas_; ni hab�anse
a�n establecido las sociedades y comisiones de aplausos m�tuos que
anuncien, calific�ndolo de acontecimiento, la partida, la llegada �
el resfriado de cualquier median�a � nulidad, � quien cuatro amigos,
si no ella misma, dan importancia mi�ntras se lee el n�mero en que se
da � se la da bombo: as� que pude yo pasearme por Sevilla con Allo
y J�stiz sin riesgo de hacerme enemigos todos los liceos, ateneos y
teatros caseros, cuyas invitaciones rehusara, y cuya sancion necesita
hoy todo hombre notable para pasar por donde pasa, como moneda
resellada, en cada provincia. Algunos curiosos iban � ver c�mo era
el autor de _El Zapatero y el Rey_ cuando entraba � salia en el caf�
del Turco, donde se hospedaba; y el tal autor salia � entraba en su
alojamiento, y gozaba de aquel sol y aspiraba aquel aroma de azahar
que llena los paseos y las alamedas, y visitaba aquellos viejos y
moriscos edificios, por y entre los cuales anduvo el rey, tan popular
como mal juzgado todav�a, de su drama _El Zapatero y el Rey_. Hacia, en
fin, la vida que en Sevilla se hacia: la del p�jaro, como dije en mi
n�mero anterior; picotear los capullos de las rosas y de los azahares,
cantar y esponjarse � la sombra y entre las hojas de los naranjos y las
magnolias, y vagar de barrio en barrio, como los p�jaros de rama en
rama, hasta la hora de acogerse al nido de los ruise�ores, que era la
casa del duque de Rivas.

En ella duraban algunas caseras costumbres de nuestras nobles familias
de los siglos del Renacimiento. La del duque se reunia en las primeras
horas de la noche en torno de una gran mesa; donde, presididas por la
duquesa, trabajaban sus hijas en alguna labor, y leian � dibujaban
sus hijos, � escuchaban todos al duque, que les leia � recitaba
algunos de sus caracter�sticos romances, � algunas de las consejas
por �l recientemente desenterradas de bajo alguna piedra mal segura
del rincon de una callejuela de Sevilla. El duque leia sus versos
con un entusiasmo, un tono y una gesticulacion esencialmente suyos y
completamente originales; y acompa�aban su voz el murmullo del aire en
las hojas y del agua en las fuentes del jardin, sobre el cual se abrian
los dos balcones de aquella estancia. El cari�oso respeto y la cordial
� infantil admiracion de su numerosa familia para con el padre y el
poeta, era la cualidad caracter�stica, el fondo t�pico de aquel cuadro
de interior, en cuya atm�sfera se respiraba la m�s sincera alegr�a y la
m�s tranquila felicidad. Aquellas cabezas juveniles de las muchachas,
en cuyos ojuelos retozones chispeaba la curiosidad reprimida y en cuyos
labios retozaba la maliciosa sonrisa; las inteligentes fisonom�as de
los muchachos, Enrique reflexivo y Alvaro bullicioso; aquellos �lbums,
grabados y caballetes abiertos siempre, � siempre cargados de algun
trabajo no concluido; aquellos retratos de los hijos, pintados por el
padre; aquel piano siempre abierto, y aquellos tres salones seguidos,
en donde siempre habia murmullo de m�sica � de poes�a, y cuyo silencio
era el s�n del agua y los �rboles del jardin, daban � aquella casa un
car�cter especial, �nico y t�pico, que me hizo calificarla de nido
de ruise�ores, y cuya paz fu� yo � interrumpir con el desordenado
turbion de versos de mi leyenda de _La cabeza de plata_, de la cual iba
escribiendo el �ltimo cap�tulo durante aquel viaje. Habia en aquella
leyenda (que el fin se public� bajo el t�tulo del _Talisman_, y de la
cual ya nadie probablemente se acuerda), un enamorad�simo Genaro, �
quien vuelve loco la cabeza de una hermosa Valentina, cortada por un
b�rbaro y celoso tutor, cuya historia no sabia yo � punto fijo c�mo
concluir, pero que entusiasm� � la duquesa, complaci� al duque por lo
que me queria, y encant� � las muchachas por lo rom�ntica y apasionada.

Pasemos pronto por tan gratos como personales recuerdos: la muerte nos
quit� de delante aquel �dolo � quien ador�bamos, gloria de Espa�a,
cuyos versos hemos aplaudido no ha muchos meses en el teatro en su
_Don Alvaro_; y no quiero que su recuerdo parezca en estos mios como
motivo de alabanza propia, ni como afan de propio engrandecimiento � la
sombra suya, ni como halag�e�a adulacion � los hijos vivos del amigo
muerto; de cuya viva estimacion vivo seguro, por los puros recuerdos de
aquellos dichosos dias y de aquellas deliciosas noches.

Oblig�bame � pasar � C�diz un asunto de familia; y libr�ndome � fuerza
de voluntad del encanto con que en Sevilla me retenia la sociedad del
duque, me embarqu� con mis compa�eros en un vapor que descendia el
Guadalquivir. No habia yo visto el mar; y para no verle pros�icamente
desde una playa, me ech� � lomos de aquella serpiente de plata,
que deshace las m�viles escamas de sus dulces ondas en las amargas
profundidades del que rodea y arrulla aquel canastillo de plata, que
se llama C�diz. Ni de esta ciudad ni de la de Sevilla dir� una palabra
m�s; porque ni hay ya nada que de ambas en prosa y verso no se haya
dicho, ni estos recuerdos son memorias hist�ricas, ni relacion de
impresiones de viaje, que obligan � seguir l�gica y consiguientemente
una narracion; sin� la consignacion de mis ideas en un papel, segun en
mi imaginacion desordenadamente se van presentando. Est� ya convenido
que el autor del _Zapatero y el Rey_ y de _Margarita la Tornera_ es un
poeta... bueno � malo, grande � peque�o: pero �c�mo fu� poeta? �Cu�les
fueron los g�rmenes de su inspiracion? �Qu� influencia han tenido en
sus escritos las vicisitudes de su vida? �Qu� hay en la suya �ntima,
puesto que no la tiene p�blica no habiendo sido nunca m�s que poeta?
Esto es lo que �l solo puede decir, y esto es lo que exponen estos sus
Recuerdos del tiempo viejo, tan desprovistos de inter�s como de �rden,
por ser personales y desligados de toda adherencia con la pol�tica, el
progreso, la vida, y en una palabra, de la generacion en que ha vivido,
como una planta par�sita sin raices que � su tierra la sujetaran.

Poseia en C�diz una persona de mi familia una de las pocas huertas, que
reverdecen en el escaso terreno de su puerta de tierra.

Ni la due�a de aquella posesion conocia su finca, ni jam�s habia estado
muy clara la historia de ella; hab�asela cedido un pariente suyo en
cambio de unos terrenos en Ultramar; y tasada sin duda en m�s de lo
que valia, no redituaba lo que de su capitalizacion podia esperarse.
Habia habido en ella en otro tiempo un establecimiento industrial,
cuyo abandonado edificio � in�tiles utensilios habian ido vendi�ndose
cuando la ocasion se habia presentado. Ten�ala ent�nces en arriendo un
signor Dom�nico Maggiorotti, genov�s � livorn�s, de una honradez sin
tacha, el cual daba cuentas cuando se le pedian, descontando siempre
algo por gastos hechos en recomposiciones absolutamente necesarias,
como reconstruccion de tapias y renovacion de puertas. De vez en cuando
habia hablado de calderas viejas y de �tiles ya in�tiles de hierro,
que all� arrinconados existian, cuya venta le habian propuesto y para
cuya enajenacion pedia permiso; di�sele siempre la propietaria, y el
livorn�s tuvo siempre � su disposicion el precio de lo vendido. Las
cuentas del a�o anterior estaban con �l todav�a pendientes, y por
el mes de Febrero del que corria habia pedido permiso para vender la
piedra de una especie de estanques � secaderos de cera; que cerer�a
aseguraba que habia sido el arruinado establecimiento industrial de la
finca. De la aclaracion de estos hechos y del cobro de la renta del
�ltimo a�o iba yo encargado, con legal poder y �mplias facultades de su
propietaria.

Fu�me una tarde con Allo � la huerta del Maggiorotti, quien, segun
costumbre de su pa�s, se llamaba abreviadamente M�nico, y � quien
entre las gentes vulgares con quienes trataba, llamaban unos el se�or
M�nico y otros el tio M�nico; no alcanzando la abreviatura del nombre
italiano. Dimos en la huerta, y topamos en ella con el signor M�nico
Maggiorotti; que era efectivamente mayor en a�os y en estatura que Allo
y yo juntos, y uno de los mayores hombres con quienes yo he tropezado
en mi vida. Tenia, segun nos dijo, setenta y dos a�os, y segun vimos
cerca de seis pi�s de alto, con una cabellera y unas patillas como
la nieve, unas cejas crecid�simas, bajo las cuales relampagueaban
dos ojazos de un azul pardo y de una admirable limpidez; una tez
curtida como si hubiese pasado mucho tiempo expuesto � los aires
del mar; una boca grande de perp�tua sonrisa y guarnecida a�n de su
completa dentadura, y unos hombros, unos brazos y unas manos fornidos,
musculares y encallecidas, como de quien debia de haber pasado largos
a�os en rudo y continuado ejercicio.--Salud�le yo afablemente; d�jele
qui�n era, y exhib�le mis credenciales; tendi�me �l su diestra llevando
la zurda al sombrero, y mi�ntras por poco no me desmonta las catorce
coyunturas de mi mano entre las de la suya, me dijo con una voz como de
contramaestre hecho � mandar la maniobra entre la tempestad:--�Ma�ana
� las diez le llevar� � usted � su casa ocho mil reales, y los seis
mil trescientos restantes, el dia 30, � la misma hora: porque no
habi�ndome usted avisado de su venida, no le tengo juntos los catorce
mil trescientos del total de su cuenta.�

Ocurri�seme decirle que � m�, como el m�s j�ven, correspondia ir �
su casa; y contest�me, frunciendo m�s el entrecejo, y mir�ndome como
quien necesita seis como yo para almorzar:--�Si tiene V. empe�o de
ir � mi casa, vaya; pero yo no hago ningun trato en mi casa, sin�
en los _Monta�eses_ que tengo en frente de ella, y ante un jarro de
manzanilla, como tal vez no es costumbre entre los se�oritos de Madrid,
y yo pago siempre.�

Acept�, tom� en mi cartera las se�as de la casa y desped�monos hasta
las diez de la ma�ana siguiente. Allo y yo convinimos en que aquel
viejo tenia trazas de haber sido tallado sobre el modelo del Laoconte,
y de ser un hombre tan formal como poco hecho � sufrir cosquillas.

--Parece que no tiene muchas ganas de recibirte en su casa--me dijo
Allo.

--Y no s� por qu� las tengo yo de meter en ella las narices,--le dije
yo; y nos fuimos � buscar � J�stiz, para ir � la �pera.

Al dia siguiente, exacto como un suizo, me present� � las diez en casa
del signor M�nico, que la tenia en una calleja cerca de la muralla y
en frente de una tienda de monta�eses; � la cual se entraba por un
patinillo cercado de un emparrado, bajo cuyos v�stagos se veian cinco
� seis mesillas, con sus correspondientes bancos, �stos y aquellas
clavados, que no asentados en el suelo.

La casa del signor M�nico Maggiorotti tenia su parte habitable en el
piso principal, que, sostenido sobre dos postes, gravitaba entero
sobre ellos y las paredes maestras de un gran portalon, todo lleno
en derredor de bien apilados sacos de lana, en la cual comerciaba su
propietario. Enclavada en la pared de la izquierda, pendiente, estrecha
y de un solo tramo, una escalera de madera con su pasamano remataba en
una puerta de maciza encina, �nico paso al piso superior; y en vez de
postigo en ella abierto, se abria en la pared derecha un ventanillo,
que dominaba el portalon, y desde cuyo ventanillo, un hombre armado
de una escopeta de dos tiros � de un par de pistolas, podia defender
la subida y la entrada de una docena de asaltantes, que caerian
infaliblemente uno tras otro �ntes de que ninguno lograse forzar la
puerta. Mil suposiciones, � cual m�s absurdas, forj� mi imaginacion
de poeta y mi juvenil inesperiencia sobre las riquezas, la avaricia
y el misterio de la vida del signor M�nico � la vista de aquellos
sacos de lana, que representaban un buen par de sacos de duros, y de
aquella colocacion de postigo y escalera, que delataban muy calculadas
precauciones.

Y todos estos supuestos me los hice yo como autor acostumbrado �
preparar la escena de mis dramas, y como mani�tico tirador que no
veia por donde quiera m�s que escenarios � tiros de pistola; mi�ntras
el corpulento signor M�nico venia � presentarme su mano de Tit�n,
abandonando un saco de lana sobre el cual dormitaba � echaba cuentas
� mi llegada. Salud�monos, y atajando tiempo y cumplidos, el viejo
italiano, con su vigoroso acento, pero en un tono cari�oso y dulc�simo,
aunque imperativo, pronunci�, llam�ndola, el m�s bello nombre de mujer
que habia yo oido nunca.

--_�Stella!_--dijo, y � su voz asom� al ventanillo una cabeza
rubia, que respondi� con una voz de indefinible dulzura: �Eccomi,
nonno.�--�Troverai un sacco con un p� di danaro sulla tavola: portalo
colla vesta:�--repuso Maggiorotti, y, unos momentos despues abri�se la
puerta y descendi�, con el saco y la chaqueta por �l pedidos, la m�s
deliciosa y po�tica criatura. Era una muchacha diez y ochena, blanca
como una perla, rubia como un querubin y ligera como una corza. Traia
el cabello recogido en dos trenzas sobre los hombros, con dos ligeros
rizos flotantes sobre las sienes, un corpi�o de terciopelo negro
abrochado hasta el cuello con botones de plata, y un delantal blanco
encima de una falda gris; por bajo cuyos ribetes se la veia bajar sobre
dos piececitos inconcebibles, metidos dentro de dos escarpines de
charol con hebillitas de plata. _Stella_ la habia llamado su abuelo, y
� m� me pareci�, en efecto, la estrella de la ma�ana.

Not� el viejo la impresion que en m� hacia la presencia de aquella
criatura, y dici�ndola: �son qui alla bottega col signore,� la
despidi�. Salud�nos ella, y, al desaparecer en lo alto de la escalera,
me sac� maese M�nico de su portalon, dici�ndome: �es mi nieta;� segu�le
yo, sospechando si podia ser un �ngel � quien aquel viejo demonio debia
de haber arrancado las alas, y nos metimos uno tras otro en el patio de
la tienda de los monta�eses.

Va � ser m�s f�cil de comprender para mis lectores que para m� de
relatar, la escena de mis cuentas con el signor M�nico Maggiorotti;
porque la forma y consecuencias de tal escena son tan comunes y
vulgares, como extra�o y fant�stico su fondo. El hecho en res�men,
por m�s empacho que confesarlo me cueste, fu� que el signor M�nico,
bebedor consuetudinario, enterr� en el fondo de un jarro de manzanilla
la razon de un muchacho, para quien era exceso lo que para aquel
costumbre; la manera visible con que se efectu� este entierro, fu� la
de ingerir una � una en el est�mago las aceitunas de un plato, y otra
� otra las ca�as en que M�nico vaciaba el contenido del jarro; cuya
vulgar operacion vieron sin curiosidad ni extra�eza los propietarios
del local que detr�s del mostrador estaban; pero su fondo, es decir,
la intencion del signor M�nico y el pensamiento mio, es lo de todos
�un ignorado, y lo que voy en breves palabras � revelar; si acierto
con las frases � prop�sito para escribir tan vulgar como fant�stica
situacion. Comenz� el corpulento administrador por enterarme, entre
las dos primeras aceitunas y las dos primeras y a�n inofensivas ca�as,
de las partidas de cargo y data de su cuenta, y de la que � favor de
mi poderdante resultaba; vaci� en seguida el saquillo que le habia
entregado su nieta, y apil� con la destreza y rapidez del m�s ducho
banquero de cabecera, primero las monedas de oro, despues los pesos,
y en fin, las pesetas, que componian la suma que me correspondia:
cuatro mil reales en onzas y cuatro mil en plata; hizo rollos primero
del oro, despues de los duros y de las pesetas; h�zome guardar los
primeros en los bolsillos del pecho de mi levita y en los del chaleco;
meti�me los de las pesetas en los del pantalon, y haciendo un lio de
los de los duros en mi pa�uelo, lo coloc� dentro de la comba que mi
brazo izquierdo trazaba sobre la mesa, � introduci�ndome la cuenta en
el bolsillo del rel�j y guardando �l mi recibo en su cartera y �sta en
el inmenso bolsillo de su chaqueton de pana, dijo: �ahora emprend�mosla
con el manzanilla.�

Pero todo esto que �l hizo y que yo le dej� hacer, lo hizo �l con la
calma, el aplomo y la prevision de quien sabia lo que iba � suceder, no
queriendo que sucediera nada que fuera en perjuicio de su honradez de
buen administrador y de pagador exacto.

Beb�amos y habl�bamos del estado de la huerta, de lo que yo hacia en
Madrid, y de lo que pensaba hacer en adelante; de lo que �l habia
hecho en G�nova y en algunas otras partes del mundo por tierra y mar.
De mi manera de vivir debi� comprender �l muy poco, por ser para �l
los versos despreciable capital y mezquino g�nero de comercio; y de
lo que �l habia hecho no comprendia yo tampoco mucho; porque adem�s
de que me lo contaba por terceras partes, en dialecto genov�s, en
italiano y en espa�ol, formulaba su narracion con tales circunloquios y
digresiones, que tan pronto llevaba mi atencion por el mar, en un buque
que iba y volvia � no recuerdo qu� puntos de Am�rica; como por entre
los fardos, las cuentas y las disputas de una casa de tr�fico en un
puerto del Mediterr�neo; ya me hablaba de los granaderos de N�poles y
de una campa�a de Italia, ya de un barco pirata y de encuentros con los
contrabandistas de la monta�a; ya de una casa tranquila y pintoresca
de la campi�a de Livorno, cuyo interior tenian hecho un cielo una hija
y tres nietas como pintadas por Rafael: ya de una especie de g�nio
siniestro de su familia que habia enterrado vivas � todas aquellas
mujeres... y yo le escuchaba mir�ndole, � trav�s del manzanilla sin
duda, ya soldado, ya pirata, contrabandista, comerciante, padre, marido
y abuelo de aquellos s�res, que, tan hermosos como desventurados,
pasaban todos por delante de m�, y salud�ndome bajo la forma de aquella
_Stella_, que acababa de aparecer y desaparec�rseme en el portalon de
la extra�a casa de maese M�nico Maggiorotti.

Esta era mi idea fija, y la �nica clara que en el turbio cristal de
mi mente se dibujaba; en cuanto el m�s m�nimo intervalo de aspiracion
� reposo del viejo M�nico me lo permitia, intercalaba yo mi eterna
pregunta--�_�y Stella?_�--� la cual oponia �l tenazmente su eterna
respuesta--�mi nieta: mi �ltima nieta�--y continuaba bebiendo y
hablando, y yo contemplando su enorme boca, ya jurando en genov�s, ya
dilat�ndose en hom�ricas carcajadas; y sent�ame fascinado por aquellos
dos ojos que brillaban inquietos y chispeantes bajo el toldo blanco de
sus nunca recortadas cejas. A veces enjugaba una l�grima con un pa�uelo
de algodon, que sacaba y metia r�pida y facil�simamente de un bolsillo,
en el cual cabria con comodidad una pieza entera de doce pa�uelos; y �
veces dando un formidable pu�etazo sobre la desvencijada mesa, hacia
saltar en ella el jarro, las ca�as y mis rollos de duros envueltos
y anudados en mi pa�uelo de batista, sobre el cual ponia �l su mano
como �nico objeto de que habia que cuidar, diciendo �mi scusi...
ma...� y miraba al cielo cerrando el pu�o. Yo, asegurando tambien
por instinto mi dinero, aprovechaba aquel respiro para dirigirle mi
eterna pregunta--�_�y Stella?_�--y �l exclam� al fin levant�ndose y
apabull�ndose de trav�s su sombrero hasta las orejas:--��Dio santo!
�Stella... Stella!--�Sventurata! �Condamnata � morte comme tutte le
altre!�

Habia yo llegado � aquel per�odo en que el mundo baila y gira en torno
del mal bebedor, y al levantarse el signor M�nico, quise tambien
ponerme derecho; pero al levantarme comprend� que mis pi�s no podian
c�modamente con mi cabeza. Di�me el brazo maese M�nico; meti�me el
pa�uelo de duros en el bolsillo izquierdo de atr�s de mi levita; y
arrollando este bolsillo en el faldon correspondiente, me lo coloc�
bajo el brazo izquierdo, y dici�ndome en su galimat�as:--�Niente,
niente: en diez minutos se pasa todo: tenga firme el brazo, ed avanti
sempre: questo vino non � che fummo.�

Me sac� � la calle, me acompa�� no s� hasta d�nde; y yo, sintiendo
reirse y danzar al rededor mio la gente, la muralla, los �rboles,
las fuentes y las casas, llegu� � la mia, y d� conmigo y con mi
dinero en brazos de J�stiz, que casi lloraba, y de Allo que reia
como si �l fuera el borracho. Yo, con una lengua que me pesaba seis
arrobas, acert� � decir--�ah� traigo ocho mil reales... acu�stenme...
y d�jenme dormir�--me dej� desnudar, y ni v� cu�ndo me dejaban solo,
ni sent� c�mo me cerraban puertas y ventanas; y en la lobreguez de
aquel vergonzoso y forzado sue�o de mi primera embriaguez, no surgi�
luminosa, ni siquiera por un instante, la pura y po�tica im�gen de
aquella Stella fotografiada en mis pupilas y en mi cerebro, desde que
apareci� en el �ltimo pelda�o de la empinada escalera del portalon de
maese M�nico.--�T�nto rebaja y embrutece tan innoble vicio al hombre
inspirado por la m�s espiritual y fant�stica poes�a!

No recuerdo si despert� � me despertaron: pero anochecia cuando abr�
los ojos, y me hall� entre el melanc�lico J�stiz y el siempre alegre
Allo: interrog�banme ellos y respond�ales yo: pero, ni me atrevia, ni
podia explicarles lo que todav�a no se acusaba bien definido en mi
confusa memoria; excepto la de Stella, que, como la de los Magos, fu�
lo primero que brot� claro del caos espirituoso que a�n envolvia mis
enmara�ados recuerdos.

Allo, hombre de sentido pr�ctico, concluy� por declarar que lo que
sacaba en limpio de mi inconexo relato era, que el viejo italiano, fiel
� las costumbres del pa�s, habia hecho beber m�s de lo que podia al
que no la tenia de beber en ayunas; pero que no habia motivo alguno de
queja, ni acusacion en �l de torcido intento, puesto que los ocho mil
reales estaban completos y su cuenta exacta y sin tacha. Que aceitunas
y manzanilla era una nutricion andaluza insuficiente, aunque excesiva
para un castellano viejo; y que lo m�s acertado y perentorio era
sentarnos � la mesa, y que yo echara un buen lastre en mi est�mago,
deslabazado por un vino chacharero y poco arropado, como la gente
ligera de ropa de la caliente Andaluc�a.

Sent�monos, pues, � la ya preparada mesa, que alegr� Allo con su
conversacion un poco verde, que escuch� J�stiz con su atildada
compostura, y las _dos hijas de la casa_, sin darse por entendidas de
lo hablado, en atencion � una noble botella de Sillery que destapon�
y las sirvi� Allo en s�n de pr�xima despedida; pues segun anunci�,
deb�amos embarcarnos para M�laga � la siguiente noche.

Y no s� por qu� � tal anuncio se me oprimi� el corazon.

Com� poco, bebieron Allo y las muchachas, y � instancias del impaciente
J�stiz, que no queria perder la salida de Salvatori en _Los Puritanos_,
ocupamos nuestras lunetas (hoy butacas) en el teatro. Una de las
mayores desventuras con que castiga Dios � un hombre es la de crearle
poeta; es peor que si le creara bizco: todo lo ve de trav�s, y en
cambio de los imaginarios goces con que embelesa su esp�ritu, le
estrav�a en el mundo real y le condena � vivir fuera de su �poca y
extra�o generalmente � sus contempor�neos. _Los Puritanos_ son para
m� la m�s deliciosa partitura de la escuela italiana; no tienen una
nota de desperdicio, y yo he sabido de memoria m�sica y letra, � pesar
de que el libreto del conde Peppoli es indigno de aquella sentida
inspiracion de Vincenzo Bellini. Pues bien; yo escuch� aquella noche
_Los Puritanos_ como quien oye llover: no me d� cuenta de nada de lo
que en escena pasaba; y desde que el primer coro cant�:

      La luna, il sol, _le stelle_
    le tenebre, il folgor
    dan laude al Creator
    in lor' favelle,

yo no pens� ni me fij� en m�s que en el recuerdo de la p�lida nieta de
M�nico Maggiorotti, como si fuera la tiple que por la escena se movia:
al llamarla el bajo _l'angelica sua Elvira_ cre� que se equivocaba,
y al oir al tenor juzgarla _tremante ed spirante_, los ojos se me
arrasaron en l�grimas. �Qu� desventura la de nacer poeta! �Qu� tenia
yo con la nieta de maese M�nico? �Sentia por ella desgraciadamente
una de esas pasiones que nacen, crecen, se desarrollan y hacen feliz
� infeliz � un hombre en cinco minutos? Nada m�nos que eso: era una
impresion po�tica, un misterioso castillo en el aire, forjado sobre
la vulgar�sima historia de un tratante en lanas italiano que tenia
una nieta que se llamaba Stella; era que acababa yo de compaginar el
asunto italiano de mis _Dos vireyes_, cuyo �xito me tenia inquieto, y
aquella inquietud, unida al recuerdo de lo que en aquel drama pasa �
la enamorada Anunciata, me hacia esperar de Stella una heroina de un
cuento, fin de la historia de la representacion de mi drama; era, en
fin, la curiosidad, el sue�o, el delirio de un poeta, que no ha visto
nunca la vida tal como es, ni las personas vivas sin� como personajes:
era una muchacha rubia, vista � trav�s de una copa de manzanilla, vino
chacharero y poco arropado, como decia Lorenzo Allo.

Antes de acostarnos, acordaron �ste y J�stiz nuestra partida para
M�laga: declar�les yo mi resolucion de quedarme: tenia que cobrar el 30
los 6,000 reales de mi cr�dito con maese M�nico. Allo se ech� � reir:
J�stiz me mir� tristemente. Allo me dijo: el italiano es hombre formal;
lo mismo te pagar� el 30 que el 10, que estaremos de vuelta.

--No, repuse; quiero concluir mi _Cabeza de plata_.

--Otra cabeza rubia es la que ha barajado el seso de la tuya.

--Idos: me quedo.

--Pues nos iremos: qu�date; pero volveremos por t�, y _velis
nolis_, aunque haya que romper alguna cabeza, t� volver�s � Madrid
conmigo--dijo Allo--y nos acostamos.

Allo y J�stiz partieron � M�laga � la noche siguiente: en la ma�ana
del otro dia cambi� yo de alojamiento: me ofendia la sonrisa perp�tua
de aquellas dos muchachas morenas y alegres que me habian visto volver
de trav�s, abrazado con el pa�uelo de duros de M�nico: me disgustaban
los ojos negros, los rizos negros y las formas redondas de aquellas dos
andaluzas: yo so�aba rubio, veia rubio, adoraba lo blanco, lo esbelto y
lo ligero; lo robusto, lo redondo, me parecia materia bruta: lo blanco,
flexible y delicado, esp�ritu y corazon; lo andaluz, carne y prosa; lo
italiano arte y poes�a.

Me instal� en el hotel del Correo, donde no habia m�s hu�sped que un
ingl�s, y cuyo camarero era italiano. P�seme � concluir mi _Cabeza de
plata_, para pod�rsela leer completa � la duquesa de Rivas, que habia
quedado curiosa da saber su conclusion, que ignoraba yo todav�a � mi
paso por Sevilla.

Ped� al camarero noticias de Maggiorotti una noche.

--E un ogro, me respondi�; non riceve nessun italiano in casa sua.

--�Conocette Stella?--le pregunt�.

--�Chi! �Stella? �Una vecchia brutta?

--�Va via, grand' imbecile!--le dije despidi�ndole furioso.--�Una
vecchia brutta Stella!... il Sole.

March�se el pobre hombre sin comprenderme... y qued�me yo tan asombrado
como �l de lo dicho.

�Qui�n era Stella? �Qu� tenia para m�? Que Dios me habia hecho nacer
poeta y que habia dicho de ella maese M�nico: �Sventurata! �condamnata
� morte comme tutte!

Y todos nacemos condenados � muerte; sin� que los poetas vivimos como
son�mbulos, y corriendo siempre tras de fantasmas.

El ingl�s, �nico hu�sped del Hotel del Correo cuando yo tom� en �l
aposento, era el compa�ero m�s � prop�sito para m� en aquella ocasion.
Taciturno gastr�nomo, recorria todos los pa�ses del mundo para estudiar
la cocina nacional de cada uno. Comia, callaba, digeria y dormia:
escribia yo, pues, sin ruido, visitas ni estorbos, y descansaba s�lo
algunas horas de la noche. La luna en creciente tendia sobre la antigua
Gades el rico manto de su luz de plata, y vagaba yo por sus limpias
calles y sus ya arboladas plazas, � la luz melanc�lica del astro
po�tico de la noche, como lo que he sido siempre, como una sombra de
otro mundo y un habitante de otra region perdido sobre la tierra.

Vagabundo nocturno de profesion, conozco todos los ruidos, las sombras
y las luces nocturnas: s� cu�ntas formas toma la sombra de los �rboles
y de las casas, segun la luna las traza, las prolonga � las recoge,
desde que sale hasta que se pone. S� los infinitos �ngulos y tri�ngulos
que trazan los hierros de los faroles, los brazos de las cruces y
las siluetas de las chimeneas; conozco todos los cuadros de luz que
estampan sobre el oscuro y h�medo empedrado los balcones alumbrados
de las casas en que se vela � se baila, de las puertas que se abren
para despedir � los contertulios � la luz de buj�a, farol � linterna;
todos los huecos de sombra de los postigos abiertos y cerrados con
precaucion y � oscuras para recibir � despedir � los amantes; todos
los rumores de las pisadas que se acercan � se alejan con resolucion �
con miedo, de las del ad�ltero escurridizo ante la hora de la vuelta
del marido; del jugador ganancioso y del hijo de familia retrasado;
del ratero y de la buscona, del centinela y del m�dico; mis leyendas
est�n llenas de esas noches, y yo tengo ciertas pretensiones de ser un
poeta nocturno, rico de nocturna y pormenorizada observacion; todas mis
comedias y dramas comienzan de noche y de noche se han concluido; y en
aquellas de C�diz concluian mis nocturnos paseos en una plazuela sobre
la muralla derruida, por encima de cuyas desencajadas piedras metia el
mar los hirvientes y desgarrados pedazos de encaje de la espuma de sus
encrespadas olas; � trav�s de cuyo rumor temeroso y del salino vapor en
que el aire convertia la ola que en los pe�ascos se estrellaba, adoraba
yo � Dios y aspiraba la poes�a que ha extendido sobre los mares para el
poeta creyente.

El mar es para m� el grande espejo en que se pinta la faz de Dios,
y mil veces he deseado tener por tumba su inmenso y m�vil panteon de
l�quido cristal. Dos veces he naufragado, y el mar me ha devuelto vivo
� la tierra. �Qu� mausoleo m�s magn�fico que el mar! A quien naufraga
y muere en alta mar, le da Dios la muerte m�s dulce y sin agon�a; una
impresion rapid�sima de inmersion en un ba�o, un zumbido de oidos
semejante � una lejana m�sica, un resplandor fosf�rico que deslumbra
las pupilas... y el alma sale del cuerpo y entra en la eternidad.
�Buenas noches! Aquel cuerpo y aquel alma se ahorran todo lo doloroso
y lo rid�culo de que la sociedad rodea al que se muere; el pesar
verdadero de los que le aman, la hip�crita comedia del dolor de los
que le heredan, los falsos consuelos de los que est�n deseando que
espire pronto, ofendidos de su superioridad � envidiosos de su gloria;
el entierro oficial, si es un personaje � una celebridad; el olvido
inmediato tras de las ceremonias, y la profanacion, en fin, de su tumba
por la posteridad, encomendada por Dios de castigar al orgulloso que
olvida que le dijo al crearle: _Pulvis es et in pulverem reverteris_.

Yo adoro el mar, y cuando el frio, la soledad, la reflexion y la
necesidad de continuar mi trabajo me arrancaban de aquel boquete de
murallon roto, por donde yo miraba el de C�diz en aquellas noches, me
volvia � mi hospedaje del Correo, pasando por el callejon en que se
alzaba sombr�a y casi aislada la casa de maese M�nico Maggiorotti. En
su esquina del Mediod�a veia siempre iluminado por dentro el postigo de
una ventana. �Qui�n velaba all�? �Hacia all� las pros�icas cuentas de
sus sacos de lana � de cuartos maese M�nico, � mecian all� � la luz de
una lamparilla los sue�os de la esperanza, el esp�ritu virginal de la
hermosa nieta del misterioso italiano? Todas las noches volvia � mi
alojamiento sin haberlo averiguado, y volvia � trabajar en mi _Cabeza
de plata_, bail�ndome perp�tuamente delante de los ojos la rubia de
Stella; y el recuerdo de su po�tica im�gen bajaba y subia perp�tuamente
por la escalera del portalon, empotrada en mi cerebro, mi�ntras con
ella distraido avanzaba lentamente en mi trabajo y esperaba impaciente
el dia 30.

El veinte y ocho recib� una carta de C�rlos Latorre, en la cual me
decia: �Se levant� el telon sobre el primer acto de _Los dos vireyes_
con entrada llena. Mate llev� con aplomo sus escenas en verso, y el
p�blico las escuch� con agrado: oy� sin repugnancia las en prosa,
gracias al cuidado que pusieron todos los actores, y concluy� Azcona
caracterizando con mucha inteligencia su final, que se aplaudi�: no me
lo esperaba, y comenc� � respirar.�

�Al empezar el acto segundo, el viento habia cambiado y el mar hacia
oleaje. Durante el entreacto, un criado inc�gnito habia repartido al
p�blico, y no al buen tun, tun, sin� entre la gente de letras de las
lunetas (hoy butacas), quince � veinte ejemplares de la novela _El
virey de N�poles_, de Pietro Angelo Fiorentino; los cuales tenian una
nota con l�piz que decia �los di�logos que Zorrilla ha copiado en su
drama van marcados al m�rgen.� Los posesores de aquellos librillos
se los mostraban y pasaban riendo � los curiosos que se los pedian:
los palcos, las galer�as y el pueblo pedian silencio: los actores no
comprendian tal inquietud en las lunetas, pero no se desconcertaron.
Concluyeron al fin las nueve escenas en prosa; qued� Mate s�lo en
escena, y el p�blico respet� su respetable personalidad; � hiriendo
sus oidos las octavillas italianas, comenz� � hacer silencio; y Mate
le aprovech� para dec�rselas tan vigorosa � intencionadamente, que al
concluirlas arranc� el primer aplauso de la noche. La cancion de Basili
hizo un efecto inesperado; y Mate se llev� la sala con la redondilla:

    con un cordel � la gola
    y un crucifijo en la mano,
    cantar har� � ese villano
    su postrera barcarola,

y con un segundo aplauso prepar� mi salida. Excuso ponderar � V. lo que
hicimos ambos en el resto del acto: cumplimos con los deberes de la
amistad.�

�En el entreacto segundo nos enteramos de la villan�a de _X_, que era
quien indudablemente habia enviado al teatro los ejemplares de la
novela; yo me apresur� � dar la clave del ataque traidor de que era V.
objeto; y la empresa y los actores resolvimos defender el final del
drama con todo el empe�o de que hombres y mujeres fu�ramos capaces;
pero _los amigos_ de fuera trabajaban en contra con los librejos; la
escena en prosa y los endecas�labos pasaron apenas dif�cilmente; y ya
temia yo una cat�strofe para el final, cuando nos salv� lo que tem�amos
que nos perdiera: el virey encerrado en el balconcillo despues de la
escena VI, en la cual logr� arrancar un aplauso y hacerme escuchar.
Mate estuvo impagable en aquella desairada posicion; rebosando
orgullo, rencor y sed de venganza, hizo aborrecible el personaje que
representaba, y al volv�rsele las tornas, las galer�as y la ignominia
ahogaron � las lunetas, y dimos el nombre del autor, y hoy damos
tranquilamente la cuarta representacion. Duerma V. tranquilo, y
perm�tame V. que le prevenga para el porvenir con aquellas palabras de
Fabiani en �_La familia del boticario: Buenos amigos tienes, Benito;_�
y cuente V. con este que le querr� siempre.�

No me sent� tan mal como me asombr� la incomprensible partida mulata de
_X_, porque me revelaba m�s estupidez que malas entra�as; puesto que,
mero traductor de la novela de que me habia hecho _sacar_ el drama,
quien tenia derecho en res�men � aparear su nombre con el mio no era
�l, sin� Pietro Angelo Fiorentino--� quien yo habia robado por darle
gusto.

Tal es la historia de mi miserable rapsodia _Los dos vireyes_, y tal la
de su primera representacion; de la cual no he hablado jam�s � _X_, ni
�l ha podido nunca apercibirse de que yo le estimaba en lo que valia:
sobre mis hombros no pudo, empero, volver � poner los pi�s. As� vivimos
en estos tiempos y en esta sociedad, en que las median�as se atreven �
todo, y � todo tal vez alcanzan, m�nos � enga�ar � la posteridad.

El 30 � las diez trepaba yo, que no subia por la empinada escalera del
portalon de maese M�nico; pues no hall�ndole en �l, quise ver si podia
forzar el paso al, segun fama, impenetrable _sancta sanctorum_ de su
misterioso hogar. Sub� r�pida y llam� ruidosamente � la puerta en que
la insegura escalera finalizaba, y al tiempo que por el ventanillo
acechador asomaba una curiosa cabeza de mujer, me franqueaba la entrada
el mismo maese M�nico, por la barreada puerta, ante m� abierta de par
en par.

El genov�s, en chaleco, pantalon y babuchas, me recibi� con algo
encapotado ce�o y melanc�lica sonrisa; en los cuales mi extraviada
preocupacion y mi fant�stico esp�ritu se empe�aban en ver algo
misterioso y siniestro: quise yo motivar mi presencia, pero �l ataj�
mis escusas diciendo:

--�Son las diez, y es la hora. �Trae V. el recibo?

--S�, se�or.

--Pues los seis mil est�n contados: y conduci�ndome � trav�s de una
antesala y un comedor, tan limpia como modestamente amueblados, �
una especie de despacho, me mostr� sobre la parte alta y plana de su
pupitre los trescientos duros en pilas de � veinte y cinco. Mostr�le
mi recibo firmado y comenc� � hacer rollos de � cincuenta, en los ocho
pedazos en que cort� un peri�dico que me alarg�.

Callaba yo haciendo, no muy diestramente, mis rollos, y callaba �l
esperando distraido � que yo concluyera de hacerlos; tal vez se reia en
su interior de m� por la poca costumbre de manejar dineros que mi poca
destreza le revelaba; pero mi indiscrecion de muchacho sin mundo y mi
irresistible curiosidad me hicieron al fin prorumpir en la pregunta que
hacia diez dias tenia en mis labios:--�y _Stella_?

Sent� la mirada de M�nico sobre mi faz, y la busqu� con la mia,
resuelto � todo: entre las blancas pesta�as de sus hundidos ojos
percib� dos l�grimas, que no dej� rodar por sus curtidas mejillas,
enjug�ndolas �ntes con el reverso de su mano.

--�Stella?--dijo, como si su voz fuera en su respuesta el eco de mi
pregunta.--�Quiere V. verla?

--Si V. me lo permite...

--�Por qu� no? Acabe V. de recoger su dinero; no he podido procurarle �
V. oro, porque...

Interrumpi�se sin acabar de darme su razon; conclu� yo de liar mi sexto
rollo, y mi�ntras ataba los seis en mi pa�uelo, complet� n�ciamente mi
pensamiento, formul�ndole en esta menguada frase:

--Stella es una preciosa criatura, cuya vista regocija los ojos, cuya
voz arrulla los oidos.

--�Desventurada!--exclam� el viejo;--��� la pi� sventurata creatura del
mondo! �Non pu� essere sposa, ne madre, ne padrona di s� stessa!�--Y
abriendo ante m� una puerta, me mostr� en un gabinete cari�osamente
lleno de cuanto puede necesitar la coqueter�a mujeril, y en un lecho,
que no exhalaba m�s que virginales emanaciones, ni excitaba m�s
que castas ideas, la p�lida Stella, cuya cabeza, doblada sobre las
almohadas, tenia los ojos abiertos y fijos en espantosa inmovilidad.

Sin poderme contener, exclam�:--�Muerta!--Y M�nico, poni�ndome
bruscamente la mano en la boca, me dijo al oido:--�silencio: oye, est�
en catalepsia!--y cogi�ndome por el brazo, sac�me del aposento.

Iba yo estupefacto � pronunciar un vulgar _mi scusi_; pero el
infortunado maese M�nico me le ataj� con otro, que en su boca y en
su situacion result� sublime de abnegacion y sentimiento, y sigui�
dici�ndome:

--Es la �ltima de tres hermanas; un infame, castigado por Dios con
esa enfermedad, se cas� con mi hija: sus dos mayores han muerto � los
21 a�os; ella de pesadumbre; �l... � manos de la venganza; yo les he
enterrado � todos; no me queda m�s que Stella: si me sobrevive...
�qu� vida tan horrible la espera! Si se me muere... �qu� soledad!...
_�Misero me!_

Yo habia escrito ya muchas comedias, pero no tenia a�n aplomo en el
teatro del mundo. Mudo � inm�vil, no sabia ni consolarle ni despedirme.
La vieja que se habia asomado al ventanillo, present�ndose en la
antesala, dirigi� � maese M�nico algunas palabras, que no comprend�:
�ste me abri� la puerta de la escalera, y yo descend� por ella abrazado
con mi dinero, y me sal� de aquella casa, m�s �brio con la emocion y
el desencanto que la primera vez con el manzanilla.

Llegu� al Hotel del Correo y hall� una carta que me habia traido de
Madrid el del dia anterior; mi mujer se habia roto un brazo al salir
� oscuras del teatro del Pr�ncipe; Julian Romea habia cuidado de ella
en los primeros instantes, la habia conducido � casa con el doctor
Codorni�, y me suplicaban ambos que regresara inmediatamente � Madrid.

H� aqu� la historia de mis _Dos vireyes_ y de la primera salida del
Quijote de los poetas, � hacer por el mundo real la vida fant�stica de
los p�jaros y de los locos.

�Qu� logr� en ella el hombre? Dos pesadumbres, dos desenga�os y la
verg�enza de una embriaguez; tres espinas en el corazon; pero qued�
en la imaginacion del poeta legendario este tan delicioso como triste
recuerdo del tiempo viejo: la im�gen de Stella.




XVIII.

CUATRO PALABRAS SOBRE MI �DON JUAN TENORIO�.


Corria la temporada c�mica del 43 al 44: C�rlos Latorre habia
trabajado en Barcelona, y Lomb�a solo sostenido el teatro de la Cruz
con su compa��a, para la cual habia yo escrito aquel a�o tres obras
dram�ticas: _El Molino de Guadalajara_, drama estramb�tico y fatalista,
en el cual Lomb�a hizo un tartamudo de mi cosecha: papel erizado de
dificultades in�tiles, que �l super� con una paciencia y un estudio que
no sabr� yo nunca ponderar ni agradecer, y cuyo tercer acto hicieron
�l, la Juana Perez, Azcona y Lumbreras de una manera inimitable; que
fu� lo que hizo el �xito de aquella mi extravagante elucubracion,
forjada con tan heterog�neos elementos.

La Juanita, disfrazada de sobrino del molinero, cantando la cancion de
Iradier para dormir � Azcona, arranc� aplausos hasta de las bambalinas;
pero repito que el �xito de esta obra se debi� al esmero con que los
actores la representaron, y al gasto con que la empresa la decor�;
pagando adem�s las palomas, los versos y las flores que sus amigos, y
no el p�blico, me arrojaron la primera noche. Lomb�a no se descuidaba,
y era preciso que las obras que yo para �l escribia no tuvieran �xito
inferior � las de Latorre.

_La mejor razon la espada_, refundicion � rapsodia de _Las travesuras
de Pantoja_, fu� otro de mis triunfos de aquel a�o; pero no hay para
qu� alabarme por �l, puesto que lo que en aquella obra vale algo es de
Moreto, y no mio.

En Febrero del 44 volvi� C�rlos Latorre � Madrid, y necesitaba una
obra nueva: correspond�ame de derecho apront�rsela, pero yo no tenia
nada pensado y urgia el tiempo: el teatro debia cerrarse en Abril.
No recuerdo qui�n me indic� el pensamiento de una refundicion del
_Burlador de Sevilla_, � si yo mismo, animado por el poco trabajo
que me habia costado la de _Las travesuras de Pantoja_, d� en esta
idea registrando la coleccion de las comedias de Moreto; el hecho es
que, sin m�s datos ni m�s estudio que _El burlador de Sevilla_, de
aquel ingenioso fraile y su mala refundicion de Sol�s, que era la
que hasta ent�nces se habia representado bajo el t�tulo de _No hay
plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague_ � _El convidado de
piedra_, me obligu� yo � escribir en veinte dias un _Don Juan_ de mi
confeccion. Tan ignorante como atrevido, la emprend� yo con aquel
magn�fico argumento, sin conocer ni _Le festin de Pierre_, de Moli�re,
ni el precioso libreto del abate Da Ponte, ni nada, en fin, de lo que
en Alemania, Francia � Italia habia escrito sobre la inmensa idea
del libertinaje sacr�lego personificado en un hombre: Don Juan. Sin
darme, pues, cuenta del arrojo � que me iba � lanzar ni de la empresa
que iba � acometer; sin conocimiento alguno del mundo ni del corazon
humano; sin estudios sociales ni literarios para tratar tan vasto
como peregrino argumento; fiado s�lo en mi intuicion de poeta y en mi
facultad de versificar, empec� mi _Don Juan_ en una noche de insomnio,
por la escena de los ovillejos del segundo acto entre D. Juan y la
criada de do�a Ana de Pantoja. Ya por aqu� entraba yo en la senda de
amaneramiento y mal gusto de que adolece mucha parte de mi obra; porque
el ovillejo, � s�ptima real, es la m�s forzada y falsa metrificacion
que conozco: pero afortunadamente para m�, el p�blico, incurriendo
despues en mi mismo mal gusto y amaneramiento, se ha pagado de esta
escena y de estos ovillejos, como yo cuando los hice � oscuras y de
memoria en una hora de insomnio. Escrib�los � la ma�ana siguiente para
que no se me olvidaran y engarzarlos donde me cupieran; y preparando
el cuaderno que iba � contener mi _Don Juan_, puse en su primera hoja
la acotacion de la primera escena, poco m�s � m�nos como habia hecho
en _El pu�al del godo_, sin saber � punto fijo lo que iba � pasar ni
entre qui�nes iba � desarrollarse la exposicion. Mi plan en globo,
era conservar la mujer burlada de Moreto, y hacer novicia � la hija
del Comendador, � quien mi D. Juan debia sacar del convento, para
que hubiese escalamiento, profanacion, sacrilegio y todas las dem�s
puntadas de semejante zurcido. Mi primer cuidado fu� el m�s inocente,
el m�s vulgar, el m�s necesario � un autor novel: el de presentar � mi
protagonista, � quien puse enmascarado y escribiendo, en una hoster�a y
en una noche de Carnaval; es decir, en el lugar y el tiempo que creia
peores un colegial que todav�a no habia visto el mundo m�s que por
un agujero; y para calificar � mi personaje, lo m�s pronto posible,
como temiendo que se me escapara, se me ocurri� aquella hoy famosa
redondilla:

      ��Cu�l gritan esos malditos!
    pero mal rayo me parta
    si en acabando mi carta
    no pagan caros sus gritos.�

La verdad sea dicha en paz y en gracia de Dios; pero al escribir esta
cuarteta, m�s era yo quien la decia que mi personaje D. Juan; porque
yo todav�a no sabia qu� hacer con �l, ni lo qu� ni � qui�n escribia:
as� que comenc� � hacer hablar � los otros dos personajes que habia
colocado en escena, s�lo porque l�gicamente lo requeria la situacion:
el due�o de la hoster�a, y el criado del que en ella habia yo metido �
escribir.

La prueba m�s palpable de que hablaba yo en ella y no D. Juan, es que
los personajes que en escena esperaban, m�s � m� que � �l, eran Ciutti,
el criado italiano que J�stiz, Allo y yo hab�amos tenido en el caf�
del Turco de Sevilla, y Gir�lamo Buttarelli, el hostelero que me habia
hospedado el a�o 42 en la calle del C�rmen, cuya casa iban � derribar,
y cuya visita habia yo recibido el dia anterior. Ciutti era un
pillete, muy listo, que todo se lo encontraba hecho, � quien nunca se
encontraba en su sitio al primer llamamiento, y � quien otro camarero
iba inmediatamente � buscar fuera del caf� � una de dos casas de la
vecindad, en una de las cuales se vendia vino m�s � m�nos adulterado,
y en otra carne m�s � m�nos fresca. Ciutti, � quien hizo c�lebre mi
drama, logr� fortuna, segun me han dicho, y se volvi� � Italia.

Buttarelli era el m�s honrado hostelero de la villa del Oso: su padre
Benedetto vino � Espa�a en los �ltimos a�os del reinado de C�rlos III,
y se estableci� en aquella hoy derribada casa de la calle del C�rmen,
cuya hoster�a llevaba el nombre de la V�rgen de esta advocacion,
y en donde yo conoc� ya viejo � su hijo Gir�lamo, el hostelero de
mi _Don Juan_. Era c�lebre por unas chuletas esparrilladas, las m�s
grandes, jugosas y baratas que en Madrid se han comido, y tenia
vanidad Buttarelli en la inconcebible prontitud con que las servia.
Tenian las tales chuletas no pocos aficionados; y con ellas y con unos
_tortellini_ napolitanos se sostenia el establecimiento. Viv� yo seis
meses alojado en el piso segundo de su hoster�a, tratado � cuerpo de
rey por un duro diario, y all� tuve por comensales � Nicomedes Pastor
Diaz y � su hermano Felipe, � Garc�a Gutierrez, � Eugenio Moreno Lopez
y � otros muchos � quienes gustaban los _tortellini_ y las chuletas de
Buttarelli. Este buen viejo, desanidado de su vieja casa, muri� tan
pobre como honrado y desconocido, y de �l no queda m�s que el recuerdo
que yo me complazco en consagrarle en estos mios de aquel tiempo viejo.

Por lo dicho se comprende f�cilmente que no podia salir buena una obra
tan mal pensada; pero no quiero decir aqu� lo que de ella pienso,
porque tengo determinado decirlo en un libro que se titula _Don Juan
Tenorio ante la conciencia de su autor_, publicado � fines de un mes de
Octubre, para que el p�blico tenga presente mi opinion al asistir en
Noviembre � sus obligadas representaciones; en nuestro pa�s nadie se
acuerda en el mes de Octubre de lo dicho en el mes de Mayo.

Har� sin embargo brev�simas observaciones sobre mis m�s pasaderos
descuidos, para probar tan s�lo la ligereza imprevisora y la falta de
reflexion con que mi obra est� escrita.

Pero �ntes de todo voy � responder � algunas objeciones � que da lugar
la severidad de mis juicios. No hablo con la cr�tica racional, sin� con
la malevolencia, la envidia y la necedad, que no dejar�n de decir:

1.� Que insulto al p�blico criticando y dando por mediana una obra que
aplaude hace treinta y seis a�os.--No.

2.� Que soy ingrato y mal espa�ol, despreciando la reputacion fabulosa
que por mi _Don Juan_ me ha acordado.--Tampoco.

3.� Que de lo que con mi cr�tica trato, es de perjudicar � mis editores
y � las empresas, porque no me dan parte de los productos de mis
obras.--Mucho m�nos.

A lo primero, respondo que mi _Don Juan_, tal como est�, tiene
condiciones para merecer el favor de que goza; pero al cabo de treinta
a�os es natural que un autor reconozca los defectos de una obra, lo
cual no implica ni sombra de pensamiento injurioso para el p�blico
que la aplaude, reconociendo como �l sus defectos: es decir la parte
inteligente del p�blico, porque el vulgo no es nunca juez competente ni
aceptable ni aceptado en materias literarias.

A lo segundo, que el no ser vanidoso, no es ser ingrato, y el
aceptar con modestia lo que me corresponda solamente de gloria por
lo bueno de mi obra, no es despreciar mi popularidad, sin� aceptarla
con justa medida en lo que vale. Y aqu� me ocurre una observacion,
y es, que si un vanidoso hubiera en mi lugar escrito mi _Don Juan
Tenorio_ y alcanzado el �xito colosal que yo con el mio, hubiera sido
probablemente necesario echarle de Espa�a � encerrarle en un manicomio;
porque hubiera querido ser ministro de Hacienda, gobernador de Cuba y
tener est�tuas en vida.

Y � lo tercero, que en lugar de intentar accion alguna retroactiva
contra mis editores, poseedores legales de la propiedad de mi _Don
Juan_ en �poca en que a�n no existia la ley de propiedad literaria,
en vez de dirigirme contra ellos, al ver que Dios alargaba mi vida m�s
de lo que yo esperaba, me dirig� francamente al Gobierno, dici�ndole:
�Mi _Don Juan_ produce un pu�ado de miles de duros anuales � sus
editores, y mantengo con �l en la primera quincena de Noviembre � todas
las compa��as de verso en Espa�a; pero como tu ley no tiene efecto
retroactivo, no por el m�rito de mi obra, sin� por lo que � los dem�s
produce, no me dejes morir en el hospital � en el manicomio.�

El Gobierno, teniendo por razonable mi demanda, me di� pan y con �l me
he contentado.

Pero reclamo el derecho de ver y reconocer los defectos de mi obra;
Revilla y otros cr�ticos juiciosos los han indicado ya, con la opinion
de que deben corregirse y de que su autor est�, no s�lo en el derecho,
sin� en la obligacion de refundirla. Mi obra tiene una excelencia que
la har� durar largo tiempo sobre la escena, un g�nio tutelar en cuyas
alas se elevar� sobre los dem�s Tenorios; la creacion de mi do�a In�s
cristiana: los dem�s Don Juanes son obras paganas; sus mujeres son
hijas de V�nus y de Baco y hermanas de Priapo; mi do�a In�s es la hija
de Eva �ntes de salir del Para�so; las paganas van desnudas, coronadas
de flores y �brias de lujuria, y mi do�a In�s, flor y emblema del
amor casto, viste un h�bito y lleva al pecho la cruz de una Orden de
caballer�a. Quien no tiene car�cter, quien tiene defectos enormes,
quien mancha mi obra es D. Juan; quien la sostiene, quien la aquilata,
la ilumina y la da relieve es do�a In�s; yo tengo orgullo en ser el
creador de do�a In�s y pena por no haber sabido crear � D. Juan. El
pueblo aplaude � �ste y le rie sus gracias, como su familia aplaudiria
las de un calavera mal criado; pero aplaude � do�a In�s, porque ve
tras ella un destello de la doble luz que Dios ha encendido en el alma
del poeta: la inteligencia y la f�. D. Juan desatina siempre, do�a In�s
encauza siempre las escenas que �l desborda.

Desde la primera escena, ya no sabe D. Juan lo que se dice; sus
primeras palabras son:

      Ciutti... este pliego
    ir� dentro del orario
    en que reza do�a In�s
    � sus manos � parar.

�Hombre, no! en el orario en que rezar�, cuando usted se lo regale;
pero no en el que no reza a�n, porque a�n no se lo ha dado Vd. As�
est� mi D. Juan en toda la primera parte de mi drama, y son en ella
tan inconcebibles como imperdonables sus equivocaciones hasta en las
horas. El primer acto comienza � las ocho; pasa todo: prenden � D. Juan
y � D. Luis; cuentan c�mo se han arreglado para salir de su prision:
preparan don Juan y Ciutti la traicion contra D. Luis, y concluye el
acto segundo diciendo D. Juan:

      A las nueve en el convento,
    � las diez en esta calle.

Rel�j en mano, y habia uno en la embocadura del teatro en que se
estren�, son las nueve y tres cuartos; dando de barato que en el
entreacto haya podido pasar lo que pasa. Estas horas de doscientos
minutos son exclusivamente propias del rel�j de mi D. Juan. En el
tercer acto se oye el toque de �nimas; yo tengo en mis dramas una
debilidad por el toque de �nimas; olvido siempre que en aquellas �pocas
se contaba el tiempo por las horas can�nicas; y cuando necesito marcar
la hora en la escena, oigo siempre campanas, pero no s� d�nde, y
pregunto qu� hora es � las �nimas del purgatorio. La unidad de tiempo
est� _maravillosamente_ observada en los cuatro actos de la primera
parte de mi _D. Juan_, y tiene dos circunstancias especial�simas; la
primera es milagrosa, que la accion pasa en mucho m�nos tiempo del que
absoluta y materialmente necesita; la segunda, que ni mis personajes ni
el p�blico saben nunca qu� hora es.

En el final, D. Juan trae � los talones toda la sociedad representada
en el novio de la mujer por enga�o desflorada, en el padre de la hija
robada y en la justicia humana, que corren gritando justicia y venganza
tr�s el seductor, el robador y el sacr�lego: en aquella situacion est�
el drama; por el amor de do�a In�s, va � matar � su padre y � D. Luis,
y tiene preparada su fuga y el rapto en un buque de que habla Ciutti;
pues bien, en esta situacion altamente dram�tica, aquel enamorado que
por su pasion ha atropellado y est� dispuesto � atropellar cuanto hay
respetable y sagrado en el mundo, cuando �l sabe muy bien que no van �
poder permanecer all� cinco minutos, no se le ocurre hablar � su amada
m�s que de lo bien que se est� all� donde se huelen las flores, se oye
la cancion del pescador y los gorjeos de los ruise�ores, en aquellas
d�cimas tan famosas como fuera de lugar: do�a In�s las encarrila
desarrollando � tiempo su amor po�tico y su bien delineado car�cter, en
las redondillas mejores que han salido de mi pluma.

De la desatinada ocurrencia mia de colocar en tan dram�tica situacion
tan floridas d�cimas, resulta que no ha habido ni hay actor que haya
acertado ni pueda acertar � decirlas bien. El p�blico, que se las
sabe de memoria, le espera en ellas como el de un circo � un clown que
va � dar el doble salto mortal: si el actor, verdadero y concienzudo
artista, las quiere dar la suavidad, la ternura, la flexibilidad y el
cari�o que sus suaves, cari�osas y rebuscadas palabras exigen... �ay de
m�! como aquellas d�cimas no fueron por m� escritas acendr�ndolas en el
crisol del sentimiento, sin� exhal�ndolas en un delirio de mi fantas�a,
resulta su expresion falsa y descolorida por culpa �nicamente mia; que
me entretuve en meter � la paloma y � la gacela, y � las estrellas
y � los azahares en aquel duo de arrullos de t�rtolas, en lugar de
probar en unos versos ardientes, vigorosos y apasionados la verdad de
aquel amor profundo, �nico, que celeste � sat�nico, salva � condena;
obligando � Dios � hacer aquellas famosas maravillas que constituyen la
segunda parte de mi _D. Juan_.

Si el actor, pasando sobre su conciencia y haciendo caso omiso de la
del autor y de su deber de imponerse al vulgo, por dar gusto � �ste y
arrancar un aplauso, las declama � gritos y sombrerazos como se hace
hoy por nuestros m�s roncos y aplaudidos actores... el aplauso estalla,
es verdad; pero �� qui�n pertenece? Al actor, no; porque al exponerse
� arrojar por la boca los pulmones arroja con ellos al sentido comun
por encima de la bater�a del proscenio, en cambio del aplauso de los
enga�ados espectadores: al poeta, tampoco; porque aquellas palmadas
resultan poco m�nos que bofetadas para �l, � quien jam�s pudo
ocurr�rsele que tuvieran que ahullarse y berrearse unas d�cimas tan
artificiosas y tan mal traidas, pero forjadas con los m�s po�ticos
pensamientos y expresadas con las m�s suaves, arm�nicas y cari�osas
palabras.

�Qu� quiero yo decir con esto? �Que los actores no saben representar
mi _D. Juan Tenorio_? No: quiero decir que _en mala situacion no hay
actor bueno_; que obra mia es aquella situacion mala; y que yo, que no
transijo con mi conciencia al juzgar mis obras, no transijo con los
actores que transigen con la suya en las mias.

�Intento yo, como se ha supuesto, al decir la verdad sobre mi _D.
Juan_, y al hablar con tal ingenuidad de m� mismo, desacreditar mi obra
y conspirar contra su representacion y �xito anuales, por el in�til
y villano placer de perjudicar � mis editores y � los empresarios y
actores, porque la propiedad de mi obra no me pertenece?

Est�pida � mal�vola suposicion. _D. Juan Tenorio_, que produce miles
de duros y seis dias de diversion anual en toda Espa�a y las Am�ricas
espa�olas, no me produce � m� un solo real; pero, me produce m�s que �
ningun actor, empresario, librero � especulador: porque la aparicion
anual de mi _D. Juan_ sobre la escena, constituye � su autor su f�nix
que renace todos los a�os. _D. Juan_ no me deja ni envejecer ni morir:
_D. Juan_ me centuplica anualmente la popularidad y el cari�o que por
�l me tiene el pueblo espa�ol: por �l soy el poeta m�s conocido hasta
en los pueblos m�s peque�os de Espa�a y por �l solo no puedo ya en ella
morir en la miseria ni en el olvido: mi drama _D. Juan Tenorio_ es al
mismo tiempo mi t�tulo de nobleza y mi patente de pobre de solemnidad:
cuando ya no pueda absolutamente trabajar y tenga que pedir limosna, mi
_D. Juan_ har� de m� un Belisario de la poes�a: y podr� sin deshonra
decir � la puerta de los teatros: �dad vuestro �bolo al autor de _D.
Juan Tenorio_,� porque no pasar� delante de m� un espa�ol que no nos
conozca � � m� � � �l.

�C�mo, pues, he de anhelar yo desprestigiar, ni desterrar del teatro
� mi venturoso desvergonzado _Don Juan_, que es el s�r de mi s�r y la
�nica esperanza de mi porvenir?

Pero �qu� intereses ataca, qu� amor propio ofende el modesto
conocimiento de s� mismo que el autor del tal _D. Juan_ manifiesta al
juzgar su obra, cuando ha tenido treinta y tres a�os para estudiarla?
�cuando, _velis nolis_, le han hecho presenciar ochenta veces su
representacion, durante la cual, � no haber sido de piedra como su
est�tua del Comendador, tiene forzosamente que haberla visto y h�chose
cargo de c�mo pasa lo que en ella sucede?

�Seria posible, aunque para m� inconcebible seria, que se ofendiera la
cr�tica de que yo, � mis sesenta y cuatro a�os, al ajustar cuentas con
mi conciencia, dijera de mi _D. Juan_ lo que ella � por consideracion
al autor � por no atreverse � ir contra la corriente de la opinion,
no ha dicho en los mismos treinta y tres a�os? Es imposible; la
cr�tica tiene que ser hidalga y leal en Espa�a, como lo es su pueblo,
y no puede tornarse nunca en injusta, corrigiendo s�lo al autor, no
concedi�ndole ni permiti�ndole nada, ni �un reconocer y corregir sus
defectos, sin corregir el mal gusto, cuando estrav�a los juicios del
p�blico y el arte de los actores, ocasionando los escesos y faltas de
las empresas: todo lo cual constituye lo que se llama el teatro: que no
es s�lo la palabra escrita del poeta.

Dej�moslo aqu�. Con todo lo dicho y lo que por decir me queda, no
he pretendido m�s que alegar el derecho y la obligacion que tengo
de ser modesto confesando mis defectos y errores, para que ni mis
contempor�neos que me aplauden, ni la posteridad si de m� se acuerda,
tengan motivo dado por m� en que apoyarse, para creer que yo vivo
hinchado y esponjado como el pavon y sue�o conmigo mismo cuando duermo,
por la vanidad de ser quien soy, y de haber hecho y escrito lo que he
escrito y hecho.

Y si hay alguno que me envidia el ser autor del _Don Juan_, �ojal�
pudiera yo traspas�rselo para que gozara en mi lugar las consecuencias
de haberlo escrito!

La veracidad de mi opinion sobre esta obra la expres� muy claramente
y de todo corazon en las �ltimas redondillas de las que le� en un
beneficio que con �l me di� Ducazcal en el teatro Espa�ol el a�o
pasado, que inserto aqu� para concluir, y por creer que aqu� tienen su
leg�timo puesto y lugar.

      En los a�os que han corrido
    desde que yo le escrib�,
    mi�ntras que yo envejec�
    mi _Don Juan_ no ha envejecido:

      Y fama tal por �l gozo
    que se cree, � lo que parece,
    porque _Don Juan_ no envejece,
    que yo he de ser siempre mozo:

      Y hoy el bravo Ducazcal
    os anuncia en su cartel
    que he de hacer aqu� un papel,
    que tengo que hacer ya mal.

      Yo no soy ya lo que fu�:
    y viendo cu�n poco soy,
    dejo � los que m�s son hoy
    pasar delante de m�;

      Pues por Dios, que por m�s brava
    que sea mi condicion,
    la fiebre rinde al leon,
    la gota la piedra cava.

      A�n latir mis brios siento:
    pero es ya vana porf�a,
    no puedo ya la voz mia
    pedirle otra vez al viento:

      Y � quien me lo quiere oir,
    digo a�os h� por do quier,
    que pierdo el s�r de mi s�r
    y que me siento morir;

      Pero nadie me hace caso
    por m�s que hablo � voz en grito,
    porque este _Don Juan_ maldito
    por do quier me sale al paso;

      Y ni me deja vivir
    en el rincon de mi hogar,
    ni deja un a�o pasar
    sin dar de m� qu� decir.

      Yo me apoco dia � dia,
    y este bocon andaluz,
    � quien yo saqu� � la luz
    sin saber lo que me hacia,

      me viste con su oropel
    y � luz me saca consigo;
    por m�s que � voces le digo
    que ir no puedo � par con �l.

      Mas t�nto favor os debo
    por �l, que en verdad me obliga
    � que algo esta noche os diga
    de este insolente mancebo.

      Oid... es una leyenda
    muy dif�cil de contar,
    porque tiene algo � la par
    de rid�cula y de horrenda:

      una historia �ntima mia.
    Yo era en Espa�a querido
    y mimado y aplaudido...
    y me hu� de Espa�a un dia.

      Vivia � ciegas y err�:
    y una noche andando � oscuras
    tropec� en dos sepulturas,
    y de Dios desesper�.

      Emigr�: me d� � la mar;
    y esperando en el olvido
    una muerte hallar sin ruido,
    en Am�rica fu� � dar.

      No llevando all� negocio
    ni esperanza � qu� atender,
    al tiempo dej� correr
    en la oscuridad y el �cio.

      Once a�os anduve all�
    vagando por los desiertos,
    cont�ndome con los muertos
    y sin dar razon de m�.

      Los indios semi-salvajes
    me veian con asombro
    ir con mi arcabuz al hombro
    por tan agrestes parajes;

      y yo en saber me gozaba
    que nadie que me veia
    all�, qui�n era sabia
    el que por all� vagaba;

      y esper� que de aquel modo
    de m� y de mi poes�a
    como yo se olvidaria
    � la fin el mundo todo.

      Mi nombre, pues, con intento
    de dejar perder, y en suma
    sin papel, tinta, ni pluma,
    ni libros ya en mi aposento,

      bebia en mi soledad
    de mis pesares las heces:
    mas tenia que ir � veces
    del desierto � la ciudad.

      Vivo el cuerpo, el alma inerte,
    � caballo y solo, iba
    como una fantasma viva,
    sin buscar ni huir la muerte.

      Y hago aqu� esta narracion
    porque sirva lo que digo
    � mis hechos de castigo,
    y � modo de confesion.

      Sobre m� � un anochecer
    un nublado se deshizo,
    y entre el agua y el granizo
    me dej� una hacienda ver.

      Ech� � escape y me acog�
    de la casa entre la gente,
    como franca lo consiente
    la hospitalidad all�.

      Celebr�base una fiesta:
    que en aquel pa�s no hay dia
    que en hacienda � rancher�a
    no tengan una dispuesta;

      y son fiestas extremadas
    all� por su mismo exceso,
    de las hembras embeleso,
    de los hombres emboscadas.

      Y � no ser de mi leyenda
    por no cortar la ilacion,
    hiciera aqu� descripcion
    de una fiesta en una hacienda,

      donde nadie tiene empacho
    de usar � gusto de todo;
    porque son fiestas � modo
    de las bodas de Camacho.

      All� acuden sin convite
    buhoneros, comerciantes
    y cirqueros ambulantes;
    sin que � nadie se le quite

      de entrar en corro el derecho,
    de gastar de los abastos,
    ni de colocar sus trastos
    donde quiera que halle trecho.

      Jam�s se apaga el hogar,
    jam�s el servicio cesa;
    siempre est� puesta la mesa
    para comer y jugar.

      Por salas y corredores
    se oye el son � todas horas
    de carcajadas sonoras,
    de onzas y de tenedores.

      Todo es peleas de gallos,
    toros, lazos, herraderos,
    manganas y coleaderos
    y carreras de caballos;

      Y al fin de un dia de broma
    que nada en Europa iguala,
    todo el mundo entra en la sala
    y sitio en el baile toma.

      Entr� � hice lo que todos:
    y cuando cre� que al sue�o
    se iban � dar, d� yo al due�o
    gracias por sus buenos modos:

      mas mi caballo al pedir,
    asi�ndome por la mano,
    me dijo el buen campirano
    soltando el trapo � reir:

      ��Y � qui�n hay que se le antoje
    dejar ahora tal jolgorio?
    Vamos, venga ust� � la troje
    y ver� el _Don Juan Tenorio_.�

      Y � m� que lo habia escrito
    en la troje me metia;
    y all� al paso me salia
    mi audaz andaluz precito.

      Mas �ay de m�, cu�l sali�!
    Lo hacia un indio Otom�
    en jerga que el diablo urdi�;
    tal fu� mi _Don Juan_ all�,
    que ni yo le conoc�
    ni � conocer me d� yo.

      Tal es la gloria mortal,
    y � quien Dios se la confiere
    si librarse de ella quiere
    se la torna Dios en mal.

      A m� no me la torn�,
    porque por mi buena suerte,
    del olvido y de la muerte
    do quier _Don Juan_ me salv�.

      �Dios no quiso all� de m�!
    y de mi patria el olvido
    temiendo, como habia ido,
    � mi patria me volv�.

      �Feliz malogrado afan!
    al volver de tierra extra�a,
    me hall� que habia en Espa�a
    vivido por m� _Don Juan_.

      Comprend� en su plenitud
    de Dios la suma clemencia:
    _Don Juan_ habia en mi ausencia
    borrado mi ingratitud.

      M�nstruo sin par de fortuna,
    mi�ntras yo de Espa�a huia,
    en Espa�a me ponia
    en los cuernos de la luna.

      Y ni fuerza ni razon
    han podido derribar
    tal �dolo del altar
    que le ha alzado la opinion.

      Pero hablemos con franqueza
    hoy que todo coadyuva
    para que aqu� se me suba
    � m� el humo � la cabeza:

      Desvergonzado galan
    siempre atropella por todo
    y de atajarle no hay modo,
    �qu� tiene, pues, mi _Don Juan_?

      Del fondo de un monasterio
    donde le encontr� empolvado,
    yo le plant� remozado
    en mitad de un cementerio:

      Y obra de un chico atrevido
    que atusaba apenas bozo,
    os parece tan buen mozo
    porque est� tan bien vestido.

      Pero sus hechos est�n
    en pugna con la razon:
    para tal reputacion
    �qu� tiene, pues, mi _Don Juan_?

      Un secreto con que gana
    la prez entre los don Juanes:
    el freno de sus desmanes:
    que Do�a In�s es cristiana.

      Tiene que es de nuestra tierra
    el tipo tradicional;
    tiene todo el bien y el mal
    que el g�nio espa�ol encierra.

      Que hijo de la tradicion,
    es imp�o y es creyente,
    es baladron y es valiente,
    y tiene buen corazon.

      Tiene que es diestro y es zurdo,
    que no cree en Dios y le invoca,
    que lleva el alma en la boca,
    y que es l�gico y absurdo.

      Con defectos tan notorios
    vivir� aqu� diez mil soles;
    pues todos los espa�oles
    nos la echamos de Tenorios.

      Y si en el pueblo le hall�
    y en espa�ol le escrib�
    y su autor el pueblo fu�...
    �Por qu� me aplaud�s � m�?

Dej�moslo aqu� hasta que veamos � mi D. Juan ante la conciencia de su
autor, que tambien veremos � los actores ante mi _Don Juan_.




XIX.

(PAR�NTESIS.)


I.

Mi campa�a teatral habia durado cuatro a�os: del 40 al 45. Fiel � mi
bandera, no me habia yo pasado jam�s al enemigo, combatiendo siempre
en primera fila; y en aquellos cuatro a�os, porque en la temporada
del 41 al 42 no escrib� nada por lo que adelante dir�, habia yo dado
� la empresa Lomb�a veinte y dos obras esc�nicas, desde _Cada cual
con su razon_ hasta _D. Juan Tenorio_[2]. Ninguna de ellas habia sido
silbada, ni retirada del cartel sin cinco representaciones; y habian
quedado del repertorio de Latorre, con �xito completo, _El Zapatero
y el Rey_, _Sancho Garc�a_, _El rey loco_, _El pu�al del godo_,
_El alcalde Ronquillo_ y el _D. Juan_: Lomb�a repetia en el suyo el
_Cada cual con su razon_ y _La mejor razon la espada_. La empresa
del teatro del Pr�ncipe no me habia visto jam�s en el saloncito de
Julian Romea, ni para sus afortunados actores habia yo en los cuatro
a�os escrito un s�lo verso; siendo el �nico escritor que sigui�
constante la inconstante suerte de la empresa de la Cruz, y escribiendo
exclusivamente para Lomb�a y Latorre.

       [2] _Cada cual con su razon_; _Lealtad de una mujer_; primera
       y segunda parte de _El Zapatero y el Rey_; _El eco del
       torrente_; _Los dos vireyes_; _El molino de Guadalajara_;
       _Un a�o y un dia_; _Apoteosis de Calderon_; _Sancho Garc�a_;
       _El caballo del rey D. Sancho_; _La mejor razon la espada_;
       _El pu�al del godo_; _La oliva y el laurel_; _Sofronia_;
       _La Creacion y el Diluvio_; _El rey loco_; _La reina y los
       favoritos_; _La copa de marfil_; _El alcalde Ronquillo_; _D.
       Juan Tenorio_.

�Por qu�? Lo dir� m�s adelante al recordar c�mo, por qu� y para qui�n
escrib� el _Traidor, inconfeso y m�rtir_; �ntes y por hoy tengo
necesidad de decir algo de las vicisitudes por que habian pasado los
teatros de verso, durante los cinco a�os de la revolucion literaria, de
la cual fu� ent�nces hijo mimado y hoy todav�a viviente recordador.

Porque estos mis desordenados Recuerdos del tiempo viejo son una
madeja de quebradizos y rotos hilos, de cuyos cabos voy tirando al
azar segun los voy devanando en el desigual ovillo de mis art�culos de
_El Imparcial_; y en �ste veo que es preciso que d� � mis lectores,
si tengo algunos, un cabo conductor y alguna luz que les guie por
el laber�ntico relato de mis entradas y salidas por las puertas y
escenarios de los teatros de la Cruz y del Pr�ncipe. Mis Recuerdos
no son, desventuradamente para m�, una obra de cronol�gica ilacion,
de continuidad l�gica y progresiva de bien enlazados sucesos, y de
uniforme estilo, como las curiosas Memorias de un setenton, del Sr.
de Mesonero Romanos; � quien aprovecho esta ocasion para dar gracias
por el cari�oso recuerdo que en ellas hace de m�, y para rendirle el
homenaje debido al m�s f�cil de nuestros prosistas, al m�s ameno y
castizo de nuestros narradores, al m�s cort�s de nuestros cr�ticos, y
al m�s exacto pintor de nuestras costumbres. Mis Recuerdos no pueden,
ni intentan competir con sus Memorias; y cuando hoy se reducen � libro
con una m�s ordenada forma, a�n no pueden parangonarse con aquellas;
elegante y �ltima, pero genuina produccion del vigoroso ingenio del
Curioso parlante, en cuya curiosa personalidad prolonga Dios la luz de
la inteligencia para gloria y contentamiento de la presente generacion.

Hecha esta salvedad y cumplido este deber, vuelvo la vista atr�s y
retrocedo cuatro a�os, para entrar por preparado camino en el quinto y
�ltimo de mis recuerdos teatrales.

La temporada c�mica del 38 al 39, por no s� qu� circunstancias
fortuitas � premeditadas, iba � pasar sin que hubiese compa��a en
los teatros de Madrid. Lomb�a, asociado con Luna, Pedro Lopez, las
Lamadrid y otros se presentaron en �poca avanzada, con las m�s
sinceras protestas de modestia, � llenar como mejor pudiesen aquel
vac�o. Estim�selo el p�blico, y qued� constituida en compa��a aquella
sociedad, para la temporada del 39 al 40. _La redoma encantada_ fu�
para ella la gallina de los huevos de oro, y en aquel a�o c�mico
present� yo mis tres primeras comedias, segun van marcadas en la nota
correspondiente � este p�rrafo. Con la cooperacion del infatigable
Breton, de Garc�a Gutierrez, Olona, y otros autores, el a�o fu� un
negocio, y � la temporada siguiente (la de 40 al 41) vino � tomar
parte en �l Julian Romea con Matilde y su compa��a. Romea, Salas y
Lomb�a tomaron ambos teatros, y habiendo yo comprometido mi palabra con
C�rlos Latorre de escribir para �l la segunda parte del Rey D. Pedro,
cuya primera habia estrenado Luna, pero no habiendo querido Romea
escriturar � Latorre, prefer� no escribir para el teatro � faltar � la
palabra empe�ada � �ste.

No dur� mucho la union de Julian con Lomb�a; y como por aquel tiempo
transformara en teatro su circo Colmenares, que del de la plaza del Rey
era propietario, Lomb�a, que habia tomado el viejo coliseo de la Cruz
patrocinado por el banquero Fagoaga, director del Banco, estren� el del
Circo en el verano con C�rlos Latorre, mi�ntras se hacia de nuevo el de
la Cruz. La empresa Colmenares, que era adinerada y emprendedora, hizo
competencia � los dos teatros y � las dos compa��as del Pr�ncipe y de
la Cruz, primero con grandes pantomimas y despues con �pera y baile:
del 42 al 43.

Lomb�a, que disponia de no escasos fondos y que era hombre de no
cortos alcances, se volvi� � unir con Romea contra el enemigo comun;
y conservando independientes sus dos compa��as de verso, fueron
coempresarios para dos nuevas de baile y de �pera, que alternaron en
sus dos teatros. La Lema (que cas� despues con Ventura de la Vega),
La Tossi (mujer luego de Lorenzo Milans) y la Vill� ganaron all� con
justicia la reputacion de primeras cantantes; y Salas en _Chiara di
Rossemberg_ se hizo el primer caricato espa�ol; sosteniendo el baile
la pareja Bartholomin, con su padre de director, Aranda de pintor,
otra pareja italiana y un par de docenas de coristas aragonesas
y valencianas, que se las tuvieron ten con ten � la Petit y � la
Guy-Sthefan y � las andaluzas del circo.


II.

Del 43 al 44, Lomb�a solo, sin Romea, pero con Matilde, Guzman,
Latorre, Sobrado, Pizarroso, Azcona, las Lamadrid y la Sampelayo,
sostuvo la competencia contra las compa��as del Circo con la mejor de
verso que tal vez se ha reunido, y una de �pera de _primo cartello_
(hasta el 45) con Moriani, Guasco y otros c�lebres cantantes. En estos
dos a�os se pusieron en escena en la Cruz _La l�mpara maravillosa_,
fant�stica y maravillosamente decorada por Aranda, _El triunfo
de la Cruz_ y _La Encantadora_, y en el Pr�ncipe _La S�lfide_ y
_Hernan-Cort�s_, varios dramas de Hartzenbusch y Garc�a Gutierrez,
el _Don Alfonso el Casto_ y la _Do�a Menc�a_, el _Alfonso Munio_ y
_El Pr�ncipe de Viana_, de Gertrudis Avellaneda, y muchas comedias de
Breton, que dieron prez al arte esc�nico y dinero � la administracion.
El Circo, al fin, amparado por Narvaez, Salamanca y otros personajes de
valia, se llev� la atencion con la competencia de la Fuoco y la Guy, �
quienes se presentaban gigantescos ramos de flores conducidos en brazos
de servidores con librea, en azafates y jarrones de plata y porcelana
de china, y hasta en un carro que apenas cabia por la calle del centro
de las butacas.

Yo no s� lo que el arte gan� con aquel frenes� y aquellos delirios;
pero el p�blico se hart� de gritar por uno � otro partido, y de
divertirse con las exc�ntricas locuras de ambos; y se vieron en
la escena de los tres teatros las m�s costosas decoraciones, los
m�s lujosos trajes, las m�s cortas y transparentes enaguas, y las
bailarinas m�s correctamente empernadas y de m�s ricas formas de los
cuatro reinos de Andaluc�a y de la antigua coronilla de Aragon.

Por fin perdimos nosotros los de la Cruz, que estuvimos � pique de
ser crucificados. En Diciembre del 45 Lomb�a tuvo que prescindir de
C�rlos Latorre, que se fu� � Granada, y yo � mi casa � contentarme con
saber que en Granada se aplaudia � C�rlos; sin el cual abri� Lomb�a el
teatro del Instituto, con Calta�azor, las hermanas Flores, la P�mias,
la Carrasco, la Concha Ruiz, Lumbreras, etc. En esta temporada, y �ntes
de abandonar la Cruz, se hicieron las zarzuelas _El Sacristan de San
Lorenzo_, _La Venganza de Alifonso_ y _La pradera del Canal_, parodias
de la _Lucia_ y la _Lucrecia_, escritas por Azcona, el m�s inteligente
y entendido de nuestros actores de ent�nces, excepto Pedro Mate:
cuadros de costumbres concienzudamente estudiados y con maravillosa
exactitud copiados del natural.

En Junio del 46 fu� yo � Francia, de donde regres� en Enero el 47,
por el fallecimiento de mi madre: � mi vuelta hall� instalada en el
Instituto la compa��a andaluza de Calvo y Dardalla, donde estos dos
actores representaban de una manera tan incomparable como encantadora
_Los celos del tio Macaco_ y _La flor de la canela_. Pepe Calvo, padre
de Rafael, hacia un tio Macaco tan indescriptible y caracter�stico, un
gitano tan picaresco y atruhanado, tan anguloso, descaderado y zancudo,
que no le produjeron m�s espirrabao ni Triana en Sevilla, ni el Perchel
en M�laga.

Del 48 al 49. El Ayuntamiento se encarg� del teatro y se fund� el
Espa�ol, con una compa��a completa compuesta de Romea, Valero, Arjona,
Matilde, B�rbara, Teodora y Osorio, etc. Catalina no acept� su puesto
en ella por razones personales, y Carceller con un asociado tom� para
Catalina el viejo teatro de Variedades, con la Manuela Ramos, la Juana
Samaniego, Juan Catalina, Cort�s el buen gracioso, Manuel Gimenez y
otros. Al fin de temporada contrataron � Salas, Adela Latorre, al tenor
Gonzalez, etc., con quienes pasaron al teatro de los Basilios, mi�ntras
que Harpa, propietario de Variedades, remodernaba su sala y escenario,
dej�ndolos como estaban a�n el a�o pasado de 79.

Y aqu� acaban mis recuerdos de los teatros que conoc� �ntes de mi
expatriacion, y salvas algunas inexactitudes de fechas, y alguna
confusion de ajuste de actores, esta es la historia de los teatros de
Madrid desde el 40 al 49: tan ligeramente apuntada como lo permite el
ligero esp�ritu de estos recuerdos � vuela pluma, y tan en confuso
cuadro como se conservan amontonados en mi turbia memoria todos
aquellos empresarios tan activos y batalladores, todos aquellos actores
tan bien vestidos y todas aquellas bailarinas tan bien desnudas.

P�lidas, dispersas y m�viles siluetas, recuerdos desperdigados de la
memoria del muchacho, que a�n bailan en sue�os una diab�lica danza
Macabra por el ya frio, desierto y nebuloso campo de la imaginacion del
viejo poeta.


III.

Y aqu� abre mi memoria un oasis fresco, umbroso y apacible en el �rido
y enmara�ado desierto de mis recuerdos; en �l se levanta y por �l
corre, y su abrasada atm�sfera templa y or�a una brisa vital, salubre
y perfumada que envia mi corazon amante � mi descarriada fantas�a.
�Por qu� no he de sentarme � reposar un punto � la sombra de este
oasis? �Por qu� no he de aspirar esta brisa � la luz del �nico rayo
de esperanza que ilumina la l�brega y tempestuosa atm�sfera de mis
recuerdos, y el turbio y est�ril arenal de mi in�til existencia? �Qu�
son estos mis Recuerdos del tiempo viejo m�s que las aspiraciones
�ntimas de mi alma, los suspiros de mi corazon y los latidos de mi
conciencia? Surja, pues, de las aguas azules del pintoresco lago de la
poes�a el vapor puro de los suspiros del alma; rev�lese el hombre en la
faz del poeta, y v�ase el corazon de aquel � trav�s de las cuerdas de
la lira de �ste.

Por aquel tiempo vino � Madrid mi pobre madre, � quien yo no habia
visto y de quien nada habia sabido desde aquella desventurada noche en
que abandon� mi paterno hogar.

Dos figuras bell�simas, dos im�genes tan queridas como nunca olvidadas,
resaltan en este cuadro de mis recuerdos: la de mi madre y la de Paco
Luis de Vallejo, corregidor de Lerma en 1835, � quien dediqu� mi _D.
Juan Tenorio_ en 1844. Volvamos un instante la vista al mes de Julio de
1835 para posarla despues en el de 1844.

A la llegada � Madrid de la Reina Mar�a Cristina, era mi padre
superintendente general de polic�a del reino: el duque de San C�rlos y
Arjona, que para traerle hasta tan importante puesto le habian hecho
pasar por la Chanciller�a de Valladolid, la Audiencia de Sevilla y la
Sala de Alcaldes de casa y corte, se le habian propuesto � Fernando
VII como un partidario fiel de la causa realista, como un �ntegro
magistrado y un hombre de car�cter en�rgico, � prop�sito para limpiar
� Madrid de los ladrones y vagos que pululaban en 1827 por las mal
empedradas calles y peor alumbrados callejones de la villa y corte
de ent�nces, de la cual dan tan exacta idea las Memorias de Mesonero
Romanos. Al instalarse mi padre en la superintendencia, en la casa de
la calle del Pr�ncipe que hoy habita el duque de Santo�a, tenia ya
montada una polic�a, que acab� en cuarenta dias con todos los ladrones,
de la manera que tal vez dir� en algun art�culo posterior. B�stame, por
hoy, indicar el principio tan b�rbaro como exacto de que su justicia
partia, y era este: �Los s�res humanos, que faltos de educacion moral
y religiosa, y viviendo en guerra con la sociedad, creen que el robo
es una profesion, y el asesinato necesario para cometer y encubrir el
robo, no tienen m�s que un miedo: el de la muerte.� En consecuencia
de cuyo principio, y conociendo el modo lento y embrollado con que la
justicia ha solido caminar siempre en Espa�a, anunci� que �los ladrones
quedaban sujetos � una comision militar, asesorada por un alcalde de
casa y corte y un escribano del cr�men;� instal�se la tal comision;
y ladron cogido, ladron ahorcado. B�rbaro era tal vez el principio,
pero necesario y eficaz fu� el procedimiento; los �nicos tres a�os
que Madrid ha estado completamente libre de ladrones _de profesion_,
fueron los de 28, 29 y 30. Otro dia hablaremos de esto: no manchemos
hoy con tan repugnantes memorias la pur�sima de mi madre y la alegre y
caballeresca del apuesto _gar�on_ corregidor de Lerma, Paco Vallejo.

Mi padre fu� el primer dignatario de la situacion realista depuesto
por la influencia liberal de la Reina Cristina: cay� como los vencidos
que capitulan, y sali� con armas y bagajes: las condiciones de su
destitucion no fueron m�s que la de salir de Madrid y sitios reales
en el t�rmino de ocho dias. Fu�, pues, � refugiarse � un pueblecillo
de la provincia de B�rgos, en donde un hermano de mi madre era cabeza
de una numerosa familia, y � cuyo otro hermano, capellan de aquel
pueblo, habia nombrado can�nigo de la colegiata de Lerma el duque del
Infantado, patrono de aquella iglesia y heredero del duque de Lerma, su
fundador. El c�lera del 34, que introdujo la muerte y la division en la
familia, nos oblig� � abandonar aquel pueblecillo tan peque�o, oculto
y desconocido, que su nombre no se halla en los mapas; y mi�ntras yo
pasaba las temporadas del curso escolar en las Universidades de Toledo
y Valladolid, mis padres vivian en un tranquilo destierro en casa de mi
tio el can�nigo de Lerma. All� fu� de corregidor mi inolvidable Vallejo.

Su llegada fu� un acontecimiento para el partido que iba � gobernar, y
un justo motivo de sobresalto para mi padre; quien no habiendo aprobado
el levantamiento carlista, en cuyo �xito no creia, habia rechazado las
sugestiones de los amigos y de los agentes del levantamiento, resuelto
� no mezclarse en �l por voluntad propia; pero hombre importante y
conocido de la pasada situacion, no podia m�nos de ser sospechoso al
nuevo gobierno, y se di� tal vez por perdido al ver llegar � Lerma
un corregidor modelado en un molde tan distinto del en que �l habia
concebido que debian vaciarse los corregidores. Paco Vallejo era un
mozo de veintisiete a�os, que vestia con elegancia, que marchaba con
soltura, que fumaba ricos habanos que de Madrid le remitian, que bebia
Jerez, y, �cosa inconcebible para mi padre! que se present� � tomar
posesion de su corregimiento con el uniforme de nacional de caballer�a
de Madrid, con el chac� en la cabeza, el baston en la derecha y el
sable � la cintura. Paco Vallejo era uno de los calaveras de buen
tono de aquella edad de calaveras, que volvieron del rev�s � Espa�a
como un sastre la manga de una levita, � la cual hay que poner forros
nuevos: un Don Juan de la clase media, que podia presentarse y bravear
en el salon m�s aristocr�tico: un abogado j�ven lleno de audacia y de
talento, tan agudo de ingenio como seductor de modales, � quien era
preciso tener un par de a�os en un corregimiento para hacerle llegar �
una toga en la audiencia de la Habana: y � quien mi padre y yo tuvimos
la fortuna de que nos enviara � Lerma D. Cl�udio Anton de Luzuriaga.

Cuando Vallejo lleg� � Lerma, acababa yo de volver, concluido el curso
de la Universidad de Valladolid. Dimos uno con otro, �l bajando y yo
subiendo la calle Mayor; llam� yo su atencion por mi traje y porte
m�s cortesano del de la gente del pa�s: encar�se conmigo, plant�mele
yo delante cedi�ndole la derecha, pero sin bajar mis ojos � su
investigadora mirada, y pregunt�me:--�Qui�n es V., caballerito, que no
tiene trazas de ser de esta tierra?

Declin� yo mi nombre y el de mi padre, y esper�, sombrero en mano, �
que tomara mi filiacion en unos instantes de silencio y bajo el poder
de una escrutadora mirada, ante la cual no cre� conveniente bajar la
mia.

--Est� bien--me dijo, concluido su ex�men--tendr� mucho gusto en
conocer al padre de tal hijo. �D�nde le ha educado � V. su se�or padre?

--En el Real Seminario de nobles de Madrid--respond�.

--�Hola! �es V. disc�pulo de los jesuitas?

--S�, se�or; pero no les hago mucho honor, porque he sido siempre muy
desaplicado.

--No habr� sido en la c�tedra de la lengua castellana.

--Ni en la de otras.

--�Conoce V. muchas lenguas extranjeras?

--Tengo rudimentos de tres y rompo en ellas la conversacion.

--Espero tener ocasion de hablar con V. en alguna; tal vez en las tres.

--Estoy � la disposicion de us�a.

--Y mi corregimiento � la de su se�or padre: hag�selo V. presente de mi
parte.

Sigui� su camino el corregidor, y apret� yo el paso h�cia mi casa para
advertir � mi padre de que creia que acababa de cometer una torpeza,
que podia muy bien habernos puesto en mal con el miliciano corregidor.

Frunci� mi padre el entrecejo escuchando mi narracion, pero no despleg�
sus labios, y �ntes de anochecer fu� � visitar � Vallejo, dejando � mi
madre y � su hermano el can�nigo en angustiosa incertidumbre; era para
ellos evidente que yo habia traido � mi padre la �rden de presentarse
inmediatamente ante aquella extra�a autoridad.

Al volver mi padre de su visita, respondi� � la interrogadora mirada de
mi madre con estas palabras:--�Es un hombre atent�simo y no temo doblez
en �l; pero no puedo comprender sus intenciones.

Yo no puedo visitar � V.; me ha dicho al despedirme; pero env�eme V.
� su hijo: no s� comer solo, soy algo hablador y me ha parecido que
su hijo de V. no tiene pelos en la lengua.--�Dios ponga tiento en
ella! exclam� mi padre volvi�ndose � m�. Ma�ana ir�s al alojamiento
de ese botarate, y sereis dos: si te invita � comer, acepta; pero no
bebas. Habla poco, si puedes, y escucha bien lo que te diga, porque
probablemente te lo dir� para que me lo repitas.�

Maldita la gracia que me hizo la posicion en que el nuevo corregidor
me colocaba entre �l y mi padre: pero despues de una noche no muy
tranquila para ninguno de los tres que compon�amos la familia, � las
cuatro en punto de la tarde pasaba yo un poco receloso los umbrales de
la casa en que se alojaba D. Francisco Luis de Vallejo, � quien desde
aquella tarde consagr� un cari�o fraternal y un agradecimiento que no
se extinguir� sin� con la vida.

Llegu� hasta el aposento del corregidor sin tropezar con portero ni
alguacil, pues habian ya pasado las horas del despacho; y como, aunque
no las llevaba todas conmigo, no queria yo que miedo ni empacho en m�
conociera, d� resueltamente dos golpes en la puerta con los nudillos,
y al �adelante� con que desde dentro me autorizaban � penetrar en
aquel _sancta sanctorum_ de la justicia lerme�a, me present� con
tanta resolucion aparente como desconfianza real ante la primera
autoridad del partido. Leia Vallejo, tendido en un sillon de cuero,
un libro encuadernado en vetusto y amarillento pergamino; los pi�s
tenia con botas y espuelas puestos en dos sillas y el codo izquierdo
en la esquina de una mesa de pi�s salom�nicos, que sobre su tablero
sustentaban por el momento, y en vez de legajos de papel sellado, un
gran plato de nueces frescas, muy pulcramente peladas, y un pichel de
aquella agradable bebida compuesta de limonada y vino que se llamaba
sangr�a en aquel tiempo viejo, y con la cual templaba el corregidor
el ardiente efecto del oleoso fruto del nogal. Solt� el libro y
levant�se para recibirme; � h�zolo con tan atractivos modales y con tan
afectuosas palabras, que al cabo de media hora, uno en frente de otro,
d�bamos cuenta de la �ltima nuez y de la gota postrera de sangr�a, en
medio de la m�s alegre conversacion de estudiantes y de la m�s franca y
espont�nea amistad de muchachos.

Esta r�pida � inconcebible union de dos tan distintos individuos,
la habia operado en pocos minutos el libro que Vallejo leia: las
coplas del marqu�s de Santillana y de Jorge Manrique, manuscritas y
encuadernadas en la edicion g�tica de Sevilla de las trescientas de
Juan de Mena.

Si en lugar de escribir estos recuerdos en las columnas de un peri�dico
los escribiese en las p�ginas de un libro, llenarian algunas los
pormenores de esta escena. Paco Vallejo era original�simo en sus
opiniones, exc�ntrico en sus ideas, y tan picante como ameno en su
conversacion. Venia de la corte impregnado en el esp�ritu de todos
los g�rmenes pol�ticos, econ�micos, art�sticos y literarios de la
revolucion.

Era un �ndice vivo de cuantos libros y peri�dicos iban publicados en
aquella primera, modesta y recelosa libertad de imprenta; sabia de
memoria las principales escenas del _Edipo_, de Martinez de la Rosa;
del _Mac�as_, de Larra; de la _Marcela_, de Breton, y los chistes, de
Ventura, y los _Cantos_ de Espronceda, que acababa Ochoa de publicar
en _El Artista_, y podia decir al dedillo la historia de todas las
cantantes, desde la Albini, la Cesari y la Lorenzani, y de todas las
bailarinas, desde la Sichero y la Volet; recit�me veinte canciones
italianas, para m� desconocidas, y encant�me con la de Zanotti, que
lleva por estribillo aquel famoso _�oh giuramenti predda de' venti!_
Rec�tele yo mi _Due�a de la negra toca_ y mi _Canto de Elvira_, con
los versos � una Catalina, la moza m�s garrida que por ent�nces vivia
en Lerma; pidi�me y d�le noticias y narr�le lo que de las muchachas
de la comarca se susurraba; d�jome y d�jele, cont�le y cont�me tantos
versos tan ingeniosos como subidos de color, y tantas historias tan
gratas de recordar como imposibles de repetir; y cuando la due�a de la
casa se decidi� � avisarnos que la sopa estaba en la mesa, as� nos
acord�bamos, como por los cerros de Ubeda, ni �l de que era corregidor,
ni yo de que era el hijo de mi padre.

Aquellas tan frescas como excitantes nueces nos habian hecho acabar
con el pichel de sangr�a; y aunque el vinillo �grio de Lerma, segun
decia mi tio el can�nigo, no era bueno m�s que para echar lavativas �
galgos, nos habia abierto tanto el apetito como alegrado el corazon y
calentado la cabeza--borrando los diez a�os de diferencia que entre
mis diez y siete y los veintisiete del corregidor mediaban. Comimos
como dos condisc�pulos que � hallarse juntos volvieran tras diez a�os
de separacion, y �ramos � los postres tan amigos y tan iguales como si
de veras condisc�pulos hubi�ramos sido desde la escuela de primeras
letras. Y as� llegamos � las nueve de la noche, y o� yo con asombro,
y casi con espanto, las campanas de la Colegiata, que tocaban � las
Animas: era la primera vez que tal hora me cogia fuera de la casa de
mi padre, era la en que se rezaba el rosario en ella, y era yo el
encargado de guiarle.

Conoci� Vallejo que algo me angustiaba; pregunt�me qu�, y revel�selo
yo: ent�nces, tomando una de las dos luces que habian alumbrado nuestro
festin, y volviendo � llevarme al aposento en donde le hall�, escribi�
una carta de media p�gina � mi padre; llam� al alguacil de renda y
le mand� que � mi casa me acompa�ara; di�me por despedida lo escrito
cerrado en un sobre, y d�jome al oido: �d� � tu padre que queme ese
papel en cuanto le lea, y que no deje de enviar � su hijo de cuando en
cuando � comer con el corregidor.�

Entr� yo en mi casa con los carrillos muy encendidos y los ojos muy
alegres: aguard�bame ya impaciente mi familia, y recibi�me mi padre
con el ce�o un poco fruncido y en un silencio muy poco � prop�sito
para infundirme �nimo; pero yo, sin decir palabra ni darle tiempo de
pronunciar una, p�sele en las manos la carta de Vallejo, con lo cual
oblig�ndole � fijar su atencion en la misiva, logr� que la apartara del
portador.

Ley� mi padre y qued�se un punto suspenso, contemplando lo escrito como
si no lo comprendiera; y aprovechando la posicion en que, inclinado
h�cia adelante, tenia la carta y la cabeza cerca de la luz, d�jele al
oido como Vallejo me lo habia dicho: �Que queme V. ese papel en cuanto
le lea.�

Quit� mi padre sus ojos del papel para fijarlos en los mios, y
pregunt�me: ��Te lo ha leido �l � t�?�

No, contest� con la firmeza de quien decia verdad; y en silencio mi
padre quem� el papel, quedando de �l no m�s que el pico, por el cual
entre su pulgar y su �ndice lo tuvo mi�ntras ardi�. Tir� despues del
cordon de la campanilla y mand� que sirvieran la cena: �T� habr�s
comido muy tarde, me dijo: nosotros hemos rezado ya el rosario, y
tendr�s ganas de acostarte: toma tu luz, y te dejaremos en tu cuarto;�
y mi�ntras todos bajaban al comedor, que estaba en el entresuelo, me
dijo mi padre al dejarme en mi dormitorio, que tenia su puerta en el
arranque de la escalera:

�Ma�ana ir�s � decir � Vallejo lo que me has visto hacer con su carta
y le dar�s las gracias,� y a�adiendo entre dientes y como quien habla
consigo mismo: ��si tuviera la cabeza tan sana como el corazon..!� me
cerr� la puerta y me acost� tan satisfecho de haber salido tan bien
librado como curioso de saber lo que decia aquella carta, que tan bien
me habia escudado del justo mal humor de mi padre.

Vallejo tenia suficiente juicio para no fiar al chico lo que corriera
riesgo de su insensata locuacidad: el corregidor fu� con el padre un
caballero de la tabla redonda y un muchacho desatalentado con el hijo
futuro autor del _Tenorio_, y �nico s�r con quien el noble calavera
madrile�o, � quien debia aquel drama ser dedicado, podia tener afinidad
en aquel pa�s.

El corregidor liberal, el apuesto y caballeroso garzon, arriesg� su
favor y su empleo por amparar al magistrado en desgracia y fu� el
primero que augur� al hijo un porvenir tan brillante como in�til para
uno y otro.

Ocho a�os despues, supe por mi madre que la carta de Vallejo, que de
su parte llev� yo � mi padre, decia: �Traigo �rden de vigilar � V. y
de no dejarle respirar, pero puede V. dormir tranquilo mi�ntras yo sea
corregidor de Lerma; y cuando tenga V. que _emprender algun viaje_,
av�semelo V. con tiempo para que pueda usted partir sin despedirse de
m�, mi�ntras est� yo de expedicion por mi �nsula Barataria; pero no
deje usted de enviarme al chico; que tendr� siempre tan buen lugar en
mi mesa, como creo que le tiene en el porvenir que abre en Espa�a � las
letras la revolucion que se desarrolla.�

�Oh, bueno y leal Paco Vallejo! Pocos meses despues tenias que consolar
� mi pobre madre y desvanecer las sospechas del receloso y severo juez,
que tal vez creyeron por un momento que podias tener parte con tus
consejos en el cr�men con que el hijo se abri� las puertas del porvenir
famoso que t� le habias predicho, y que s�lo vali� al padre, � la madre
y al hijo pesadumbres y desenga�os.

Mi madre, harta de vivir escondida en un pueblucho de una sierra, en
donde nieva desde Noviembre hasta Febrero, y en el cual, incomunicada
y sin noticias del mundo, habia vivido cinco a�os sin saber lo que en
el mundo pasaba, vino por fin � llamar � las puertas de la casa del
hijo ingrato, cuyo amor filial creia extinguido por la vanidad de unos
triunfos que no la habian producido m�s que ruido y coronas de papel
dorado. Un viejo eclesi�stico, que la habia servido de protector,
se present� al hijo con la desconfianza de un cat�lico que tuviera
necesidad del amparo de un hereje; que era, y es a�n lo que se cree en
algunos pueblos de Castilla de los que usamos perilla y bigote; pero
no bien el anciano sacerdote comenz� � tantear los sentimientos del
hijo, cuando �ste se ech� en sus brazos deshecho en l�grimas, clamando
ansioso por abrazar � su infeliz madre; traj�mosla � nuestra casa,
y una nueva luz, una nueva vida y una nueva inspiracion entraron en
ella. Habia yo vivido poqu�simo tiempo con mi madre; � los ocho a�os
me habia metido mi padre en un colegio de Sevilla; � los diez me puso
en el de nobles de Madrid, y s�lo dos veranos, durante las vacaciones
del 34 y 35, hab�amos vivido bajo el mismo techo, pero entre el miedo
y los pesares del destierro y en la escasez de expansiva confianza de
los que se conocen mal y no se aprecian bien; resultado inevitable de
la educacion fuera de la familia: se pierde uno para �sta tanto cuanto
se gana para la sociedad; yo me gan� para el mundo y me perd� para mi
familia, no nos tratamos y no nos conocimos. Vino, pues, mi madre �
mi casa, y yo no sabia ser su hijo; la trataba como � hija mia. Yo la
mimaba, yo la peinaba, yo la dormia; sentia que no fuese una ni�a de
tres a�os, para poderla tener todo el dia sobre mis rodillas y velarla
de noche el sue�o, colocada en mis brazos su cabeza. A la luz de sus
ojos, al calor de su cari�o, al influjo de su presencia, produje yo en
tres meses los tres tomos de mis _Cantos del Trovador_; y un libro del
P. Nierenberg, en que ella leia, me sugiri� la idea de mi _Margarita la
tornera_; y en aquel D. Juan que tan mal estudia en la Universidad,

      Sinti�ndose el alma seca
    de hablar de legislacion
    y con la mala intencion
    de quemar la biblioteca,

y que vuelve por fin despechado y pobre � aquella casita solitaria, hay
algo de mi historia y de la de mi casa; y en aquel altar enflorado,
y en aquella despedida de la monjita en el altar arrinconado del
cl�ustro, y en aquella narracion rebosando f� sincera, inspiracion
juvenil, frescura de selva v�rgen, y aroma de rosas de Mayo y poes�a
nacional y cristiana, est� encerrado el esp�ritu religioso de mi devota
madre; est� derramada � manos llenas la esencia del amor filial, la
poes�a del corazon amante del hijo que escribi� aquellos versos ante
la sonrisa de la madre adorada... y por eso es _Margarita la tornera_
la �nica produccion que me ha conquistado el derecho de llamarme poeta
legendario, y creo que el poeta que la escribi� no merece ser olvidado
en su patria; y cuando veo que la fama eleva en sus alas � otros
poetas contempor�neos, no tengo envidia de sus merecidos triunfos ni
de las justas alabanzas de sus modernas obras, y me digo � m� mismo
callandito, sin orgullo, modestamente, pero con conciencia de m� mismo:
�yo tambien soy poeta; yo tambien he escrito mi _Margarita la tornera_.�

Pero, �qu� diablos importan todos estos recuerdos �ntimos y personales
� los lectores de _El Imparcial_? Mi pobre madre, que tenia mucho
miedo � mi padre, se fu� de mi casa... y muri� sin que yo la volviera �
ver; mi _Margarita la tornera_, inspirada por la presencia de mi madre,
es el sudario en que puedo envolver mi memoria p�stuma para que se
conserve m�s tiempo sobre la tierra; puede servirme de confesion � la
hora de mi muerte, si la Providencia me hace morir inconfeso, �y qui�n
sabe si podr� abonarme ante el tribunal de Dios, cuando mi alma sea por
�l llamada � juicio!

Paco Vallejo volvi� de la Habana, y yo le dediqu� mi _D. Juan Tenorio_,
para que su nombre viviera con el mio unos cuantos dias m�s despues de
nuestra muerte; que es lo m�nos que en nombre mio y de mi padre debo �
la memoria del amigo leal y del caballeroso amparador.

Volvamos ahora al teatro, para el cual habia dejado de escribir de los
de Madrid en ausencia de C�rlos Latorre; y veamos c�mo y por qu� fu�
mi _Traidor, inconfeso y m�rtir_, el �nico drama que yo escrib� para
Julian Romea, y el �nico que estoy satisfecho de haber escrito.




XX.

DE C�MO SE ESCRIBI� Y SE REPRESENT�

_Traidor, inconfeso y m�rtir._


Siete a�os de as�duo trabajo habian atraido sobre m� la atencion del
p�blico; llevaba ya escritas veinte obras dram�ticas, m�s � m�nos
aplaudidas, pero ninguna rechazada, y tres � cuatro que eran ya de
repertorio en todos los teatros de Espa�a; ocho tomos de versos, que
habian merecido el honor de la reimpresion, y los tres de los _Cantos
del Trovador_, publicados por Ignacio Boix, habian hecho mi nombre
popular, y mi exhibicion cont�nua como lector en los salones del
palacio de Villahermosa, donde se instal� primero y resucit� despues el
_Liceo_, habian puesto en evidencia mi ex�gua personalidad.

Pero � pesar de que del teatro y del _Liceo_ habian salido todos mis
compa�eros � diputados, gobernadores, ministros plenipotenciarios, y
los m�s modestos � bibliotecarios, cuando m�nos, yo me habia quedado
_poeta � secas_, esquivo � la sociedad, extra�o � la pol�tica y sin
influencia con los gobiernos.

El �ltimo a�o de la brillante y ef�mera existencia del _Liceo_, su
Junta directiva, agradecida, segun dijo, � lo que con mi constante
trabajo habia contribuido al lucimiento de sus sesiones y � los
disgustos que me habian ocasionado sus juegos florales, en los que yo
habia sido juez, presidente, y yo no recuerdo que m�s, acord� que se
diese una funcion en obsequio mio, y se represent� por los s�cios mi
_Cada cual con su razon_, y se me coloc� en preferente sitio en un
gran sillon, en el cual se notaba m�s mi peque�ez, y se me ofrecieron
una magn�fica corona y un rico �lbum, cuya primera hoja habia escrito
y firmado S. M. la Reina do�a Isabel II; y cargado de papeles y de
flores, y ensordecido por los aplausos, me volv� � mi piso tercero de
la plazuela de Matute, agradecido y contento, pero no desvanecido por
el humo aromado y embriagador de la gloria mundana, y volv� al dia
siguiente � ser el poeta del dia anterior, y � vivir al dia con el
producto de mis leyendas. �Por qu�?

�Habia algo en mi vida por lo cual se me mostraran esquivos los
gobiernos y la sociedad de aquel _tiempo viejo_? No: yo era quien,
esquivo � la sociedad y � los gobernantes, me encastill� en mi hogar
dom�stico � vivir con los legendarios personajes de mi fant�stica
poes�a: yo era el poeta del tiempo viejo; y fiado solamente en el
pueblo, y esperando mi recompensa de un solo hombre, desde�� todo lo
que de aquel hombre no viniera; y la fortuna loca llam� mil veces � las
puertas de mi casa; y yo la cerr� mis puertas y mis ventanas, dej�ndola
pasar como si no la oyese y derramar sobre otros las venturas que para
m� destinadas traia. Ya hablaremos tal vez m�s de esto en el �ltimo
cap�tulo de estos RECUERDOS.

El exceso del trabajo, la profunda y perp�tua inquietud que me roia el
corazon, y las malas aguas que el municipio hacia beber por aquellos
tiempos � los habitantes de Madrid, me procuraban todos los veranos una
debilidad de est�mago y una inflamacion de las v�sceras abdominales,
que el bueno del Dr. Codorn�u, m�dico del regente Espartero, queria
curarme � fuerza de sanguijuelas, c�usticos y dem�s excesos de la
ciencia, que est� hace siglos empe�ada en atacar al enfermo para
librarle de la enfermedad. Entre la mia y mi m�dico el Dr. Codorn�u,
que me queria como � sus propios hijos, me tenian en cama hacia ya
cuarenta dias, al fin de los cuales vino una noche � verme Julian
Romea. En ocasion de los juegos florales del _Liceo_, y en otra que
� nadie importa, le habia yo probado mi amistad, y no podia Julian
dudar de ella. Pero era una extra�a amistad la mia con Julian: no iba
jam�s � su teatro del Pr�ncipe m�s que para aplaudirle � �l y � su
mujer; pero jam�s subia � su cuarto ni al de Matilde, ni habia nunca
escrito un verso para ellos. C�rlos Latorre andaba por las provincias,
y yo escribia libros, pero no comedias. Y el teatro de Julian habia
encadenado � la fortuna en su vest�bulo, y la fama hacia resonar
perp�tuamente su bocina desde el balcon del saloncillo en el cual tenia
Romea su corte y su cuarto de vestir, y todos los poetas iban � quemar
incienso en aquella sucursal del Parnaso y en aquel peristilo del
templo de la gloria.

Yo he sido siempre tenaz en mis opiniones, porque siempre son �stas
hijas leg�timas de mis convicciones, y las mias y las de Julian
estaban en completa contradiccion en el teatro. Que yo era su amigo,
no podia dudarlo un hombre por quien no habia vacilado en arriesgar mi
reputacion y mi pellejo; que admiraba al actor no podia tampoco dudarlo
el que por m� se veia constantemente aplaudido; pero ni el amigo ni el
actor venian al poeta m�s que en la ocasion extrema; y Julian vino �
verme _in extremis_, porque despues de cuarenta dias de cama, un poeta
tan d�bil y tan chiquito como yo, debia de hallarse casi _in art�culo
mortis_. Hall�me efectivamente Julian reducido � lo que de m� habian
dejado las sanguijuelas de Codorn�u envuelto en los trapos de sus
cataplasmas; pero con el ojo siempre avizor y el esp�ritu vivo dentro
de la fr�gil carne--es decir, de la piel y los huesos, porque mi escasa
carne se la habian ya comido las sanguijuelas y la calentura.--Abraz�me
Romea y enter�se cari�osamente de mi situacion; distrajo la melanc�lica
influencia de la enfermedad y del aislamiento con el relato de la
cr�nica no muy edificativa de bastidores; ponder�me la boga de su amigo
el Dr. Larios, quien segun �l, hacia maravillas, y dej�ndome alegre
y esperanzado, se despidi� hasta el dia siguiente. A las once de la
ma�ana de este volvi� con el Dr. Larios, quien me desenterr� de entre
la infinidad de trapos en que Codorn�u me tenia sepultado; meti�ronme
entre �l y Julian en un ba�o, y � los dos dias, limpio y renovado,
me llevaron en un coche al Pardo; donde con el cambio de aguas y de
temperatura, las emanaciones salubres del arbolado y la proximidad
del oto�o, reto�� en m� la salud y la fuerza; y un dia me dijo Romea,
trayendo � la realidad mi pasado y mi porvenir: ��Por qu� no me
escribes un drama? Matilde y yo lo har�amos con el alma.�--�Pensar�
en ello, le respond�; y si en estos dias de convalecencia doy con un
argumento � prop�sito para t�, te lo consultar� y har� lo que sepa.
Pero...

--Pero �qu�?--me pregunt� receloso Julian.

--Nada--repuse;--ya hablaremos.--No me atrev� � darle m�s
explicaciones sobre aquel �pero� que se me habia escapado.

Convalec� y caz�, y me repuse, y volv� � Madrid. Mi editor Delgado
habia ya muerto: Boix, sin ideas ni rumbo fijo en el comercio de
libros, no me habia hecho trato alguno en que poder fiar, y Julian
habia dado � mi mujer, prohibi�ndola que me lo dijera, seis mil reales
que habian subvenido � los gastos de mi enfermedad. Era forzoso
trabajar: el editor Gullon se me habia ofrecido en lugar del difunto
Delgado, y no podia rehusar � Romea una obra que �l y un nuevo
editor me pedian � un tiempo. Pens� en un argumento, en el cual sin
salirme de mi terror�fico romanticismo, pudiera colocar un personaje
caracter�stico adecuado � la escuela exclusiva y al g�nero personal de
representacion de Romea; y habi�ndome procurado Salustiano Ol�zaga la
causa original de _El pastelero de Madrigal_, amas�, amold� y emprend�
mi _Traidor, inconfeso y m�rtir_. Tenia yo desde que era estudiante un
inmenso cari�o � este personaje tradicional, y siempre habia pensado
hacer de �l una leyenda; pero el _Ni Rey ni Roque_ de Escosura habia
puesto una insuperable valla ante mi pensamiento. Al ocurr�rseme hacer
del Rey Don Sebastian y del pastelero de Madrigal uno s�lo, conceb�
que aquel personaje legendario podia transformarse en otro altamente
dram�tico y profundamente misterioso.

Estudi� su historia y su tradicion, dorm� y so�� con la accion y
sus personajes, y cuando la v� clara en mi imaginacion comenc� �
tenderla sobre el papel: y aquella es mi �nica obra dram�tica pensada,
coordinada y _hecha_, segun las reglas del arte: sus dos primeros actos
est�n _confeccionados_ maestramente, y tengo para m� que por ellos
tengo derecho � que mi nombre figure entre los de los dram�ticos de mi
siglo.

Mi�ntras yo viva no faltar� quien me alabe; pero tampoco quien acuse
mejor los defectos y la incompletez de sus obras. V�yase lo uno por
lo otro; y sea dicho en paz de los que no reconocen en las suyas los
defectos de que carecen las mias.

En cuanto tuve escritos mis dos primeros actos, los copi� y los cos�,
seguro de no tener que variar nada en ellos para concluir el drama:
llam� � Julian y se los le�; escuch�melos atentamente, asombr�le su
forma, enamor�se del car�cter del protagonista, que para �l destinaba;
expliqu�le c�mo pensaba desarrollar el tercer acto, y promet�selo
concluido para la semana siguiente. Entregu�le los dos primeros para
que mandara sacar los papeles, y d�jome al partir, llev�ndoselos en el
bolsillo:

--Creo, Pepe, que es lo mejor que has hecho.

--Yo tambien lo creo--le respond�--pero...

--Pero �qu�?

--Nada, nada--le dije--sin atreverme todav�a � revelarle mi
pensamiento. Mir�me un momento sin comprenderme, llev�se los dos actos,
desconfiando por el �pero� de que yo concluyera la obra, y yo la
emprend� con el tercer acto, del cual no levant� mano hasta darle fin.
Volv� � llamarle, y torn� Julian � mi despacho; le�le la conclusion,
pag�se mucho de su papel, y pagu�me yo no poco de que fuera tan de su
gusto mi trabajo: entregu�sele grandemente satisfecho de lo escrito,
y dispus�se �l � llev�rselo con gran contentamiento y muy lisonjeras
esperanzas; pero... det�vele yo, concluyendo nuestra entrevista con
este di�logo:

_Yo._--�Vas convencido de que he hecho en conciencia todo lo que he
podido?

_Julian._--Completamente; y puedes t� quedarlo de que en la
representacion haremos cuanto podamos: y si de mi empe�o s�lo
dependiera el �xito...

_Yo._--Perdona que te ataje; pero el �xito de este drama no ser� grande.

_Julian._--�Por qu�?

_Yo._--Porque t� y yo, como actor y poeta, no somos el uno para el
otro. No te amostaces. �Crees, � no, que yo soy tu amigo?

_Julian._--Aunque no tuviera m�s pruebas de tu amistad que esta obra
que ya est� en mi poder, no podria racionalmente dudarlo.

_Yo._--Pues bien, por ser tan tu amigo, te debo la verdad. Creo que no
has de salir airoso del papel de Don Sebastian.

Romea era orgulloso y tenia en su talento disculpa suficiente para
serlo: al oir estas palabras, �un de su mejor amigo, frunci� el
entrecejo y encapot� con �l su mirada.--Escucha,--segu� yo dici�ndole,
sin darme por entendido de su gesto ni de su cambiado color--escucha:
t� crees que la verdad de la naturaleza cabe seca, real y desnuda en
el campo del arte, m�s claro, en la escena: yo creo que en la escena
no cabe m�s que la verdad art�stica. Desde el momento en que hay
que convenir en que la luz de la bater�a es la del sol; en que la
decoracion es el palacio � la prision del rey Don Sebastian; en que
el jubon, el traje y hasta la camisa del actor son los del personaje
que representa, no puede haber en medio de todas estas verdades
convencionales del arte y dentro del vestido de la creacion po�tica,
un hombre real, una verdad positiva de la naturaleza, sin� otra
verdad convencional y art�stica; un personaje dram�tico, detr�s y
dentro del cual desaparezca la fisonom�a, el nombre, el recuerdo, la
personalidad, en fin, del actor.

--�Y qu�?--me dijo desabrida y desde�osamente Julian.

--Que t� eres el actor inimitable de la verdad de la naturaleza:
que t� has creado la comedia de levita, que se ha dado en llamar de
costumbres: que puedes presentarte, y te presentas � veces en escena,
conforme te apeas del caballo de vuelta del Prado, sin m�s que quitarte
el polvo y sin polvos ni colorete en el rostro: pero en estas escenas
copiadas de nuestra vida de hoy, dialogadas por personajes que son �
veces copias de personas conocidas, que entre nosotros andan, que con
nosotros viven y hablan, t� que con ellos vives y que eres de ellos
conocido, no estorbas y no pareces intruso. T� eres Julian Romea y
puedes serlo en la comedia actual: pero el drama es un cuadro, es un
paisaje, cuyas veladuras, que son el tiempo y la distancia, se entonan
de una manera ideal y po�tica, en cuyo campo jura y se tira � los
ojos la verdad de la naturaleza, la realidad de una personalidad: yo
necesito un personaje para el papel de mi rey D. Sebastian.

--Y le tendr�s, Pepe, le tendr�s:--esclam� Julian.--�Qu� diablos de
autores! A vosotros os toca escribir y � nosotros representar.

--Eso, eso quiero; que representes, no que te presentes.

--�Pepe, Pepe! _Suum cuique._ Porque t� alucinas � tus oyentes cuando
lees tus versos, y porque yo mismo te he dado � leer los mios en el
_Liceo_, para que me los luzcas, no creas que sabes mejor que yo lo que
es la escena, sobre la cual estoy desde que me despunt� la barba.

--Y est�s en ella con derechos de rey: porque eres uno de los de
nuestra escena: pero...

--D�jate de peros, y f�ate en m�--y parti� Julian con el fin de mi
drama en la mano: y se ensay� con cuidado, y los actores se encari�aron
con sus papeles, y � los pocos dias, � las ocho de la noche de un
viernes, para el beneficio de la incomparable Matilde, se alz� el telon
sobre la primera escena de mi _Traidor, inconfeso y m�rtir_.

Ni la cr�tica hostil de eruditos apasionados, ni la mordacidad
atrevida de median�as envidiosas, me han negado que esta obra me
da derecho � tenerme por autor dram�tico, y el tiempo y la opinion
p�blica han sancionado esta pretenciosa vanidad mia. La exposicion de
este drama est� _confeccionada_ con todas las reglas del arte, y la
presentacion del protagonista preparada con intencionada habilidad. El
papel de Aurora estaba confiado � Matilde; yo, seguro de que Julian
iba � dejar p�lida la figura del rey D. Sebastian, de que no iba �
pasar de Espinosa el pastelero, de que iba � seguir su fatal sistema
de presentar en el drama la verdad de la naturaleza en lugar de la
del arte, y de que iba, en fin, � representar un rey D. Sebastian
de levita; y como encari�ado y casi fanatizado yo con mi personaje
fant�stico, habia, prescindiendo � sabiendas de la verdad de la
historia por la poes�a de la tradicion, hecho del pastelero de Madrigal
y del rey portugu�s una sola personalidad po�tica, necesitaba que la
exuberancia del arte diese relieve � las medias tintas de la verdad
de la naturaleza, que la luz de la poes�a esclareciera y relevara la
sombra que la maciza figura de la verdad iba � proyectar en el paisaje
fant�stico de la ficcion: y pens� en Matilde, la actriz m�s po�tica,
sentimental y apasionada que hemos conocido en nuestro moderno teatro
Espa�ol.

Yo tenia, y espero que se haya comprendido por lo que llevo dicho, mi
razon de no escribir para Julian; pero debia satisfaccion � Matilde
por no haber escrito para ella, que era la gloria, el sost�n y la
fortuna del teatro del Pr�ncipe y de los autores que para �l escribian.
Matilde era la gracia, el sentimiento y la poes�a personificadas
sobre la escena; su voz de contralto, un poco _parda_, no vibraba
con el sonido agudo, seco y met�lico del tiple estridente, ni con el
cortante y forzado _sfogatto_ del soprano, sin� con el suave, duradero
y pastoso s�n de la cuerda estirada que vuelve � su natural tension,
exhalando la nota natural de la armon�a en su vibracion encerrada. El
arco del violin de Paganini, al pasar por sus cuerdas para dar el tono
� la orquesta, despertaba la atencion del auditorio con un atractivo
magn�tico que parecia que hacia estremecer y ondular las llamas de
las candilejas: y la voz de Matilde tenia esta afinidad con el violin
de Paganini: al romper � hablar se apoderaba de la atencion del
p�blico, heria las fibras del corazon al mismo tiempo que el aparato
auditivo, y el p�blico era esclavo de su voz, y la seguia por y hasta
donde ella queria llevarle, con una pureza de pronunciacion que hacia
percibir cada s�laba con valor propio, y la diferencia entre la _c_
y la _z_, y la doble _s_ final y primera de dos palabras unidas que
en _s_ concluyeran y empezaran. Matilde no se habia dejado seducir ni
contaminar con el exagerado y revolucionario lirismo de la lectura y
recitacion salmodiada, que Espronceda y yo dimos � nuestros versos,
no; Matilde recitaba sencilla, clara y naturalmente, saliendo de su
boca los per�odos y estrofas como esculpidas en l�minas invisibles de
sonoro cristal, y los versos y las palabras como perlas arrojadas en un
plato de oro.

Matilde hizo y dijo la escena XI del acto primero con la flexibilidad,
el primor de pormenores y el raudal de gracia y de sentimiento de
que apenas habr�n podido dar idea � mis lectores mis antecedentes
frases; y al retirarse acompa�ada de un aplauso general, dej� completa
la exposicion, prevenido al p�blico en favor de la obra y enflorada
con una guirnalda de poes�a la puerta del fondo, por la cual iba �
presentarse el misterioso protagonista.

Por ella sali� � escena Julian, perfectamente vestido, pintado y con
su papel concienzudamente estudiado: pero sali� Julian; present� y
no represent� su personaje. Si yo hubiera podido evocar y resucitar
al verdadero juez Santillana, hubi�rase vuelto � apoderar de aquel
verdadero Espinosa, confundi�ndole con el que �l hizo ahorcar; pero
para el p�blico tenia algo de la sombra; le faltaba voz, movimiento,
fisonom�a, relieve, poes�a. Julian hizo sus escenas del primer acto
con el capitan y con el alcalde con una exactitud, con un aplomo,
con una verdad intachables para los palcos de proscenio y las dos
primeras filas de butacas: la sala no pudo apreciar su perfecto trabajo
esc�nico; y al caer el telon, no se oyeron mas que algunas palmadas
sin consecuencia. Qued� en el p�blico el recuerdo de Matilde y la
curiosidad que habia excitado la exposicion.

En el segundo acto, un nuevo actor vino en refuerzo de Matilde:
Barroso. Era �ste un mozo sevillano, de los que vinieron � inocular
en la corte la s�via andaluza de los Pachechos, los Saavedras y los
Perez Hernandez con Bermudez de Castro, Tassara, Sartorius y otros
buenos ingenios, cuyos hechos y escritos contribuyeron honrosamente
al progreso literario y pol�tico de aquella �poca. Antonio Barroso
era poeta; pero habi�ndose presentado en el teatro privado del Liceo
con Ventura, Marrac�, el marqu�s de Palomares y dem�s s�cios de la
seccion de declamacion, concluy� por consagrar al teatro su talento
nada vulgar, � consecuencia de los aplausos all� obtenidos y de la
buena acogida que de Romea obtuvo. A Barroso habia yo, pues, confiado
el ingrato y dif�cil papel del Alcalde Santillana; tan ganoso yo al
d�rsele de probarle mi amistad y la estima en que le tenia, como �l
de abordar, estudiar y probarse en un car�cter que podia colocarle en
muy buen punto de partida para su carrera dram�tica, y muy alto en
la consideracion del p�blico si acertaba � desempe�arle con �xito.
Era Barroso un mancebo de buena estatura, cence�o y nervioso, de
cabeza peque�a y rubia, pero de aguile�o perfil y l�mpidos ojos y
correctamente colocada sobre los hombros.

Suelto de modales, como hombre bien educado, de buena memoria y
comprension perspicaz como sevillano y confiado en el porvenir por esa
esperanza inconsciente que hace atrevido � todo talento meridional,
Barroso estudi�, prepar� y visti� su papel con tal esmero, que se
identific� con el personaje que representaba. Con su toga y su golilla,
sus vuelillos de encaje y su junco con cabos de plata, encuadr� tan
po�ticamente su figura severa y su car�cter odioso en contraposicion
del sencillo y virginal del de la Matilde, que desde su primera escena
resalt� como sombra negra � infernal de aquella blanca y celeste
aparicion, entre cuyas dos figuras iba � pasar desde la hoster�a
al pat�bulo aquel otro vago, misterioso y casi indeciso fantasma
del perp�tuamente acusado y jam�s reconocido soberano pastelero de
Madrigal.

Barroso en la escena VI secund� y sirvi� de apoyo � Julian con la
atencion perp�tua de su maestra ejecucion; desarroll� tan � tiempo y
alternativamente su doble car�cter de juez y de reo con el marqu�s
de Tavira y con Espinosa, que preparada magistralmente la escena XI
endecas�laba, pudo desplegar en ella Matilde toda la ternura de su
corazon, toda la poes�a de su amor rec�ndito, y toda la grandeza de
su incondicional abnegacion; en un juego esc�nico tan infantil como
apasionado, con un acento de cast�sima ingenuidad, con una declamacion
tan impregnada de sentimiento y unas inflexiones de voz tan mel�dicas,
tan suaves y tan variadas, que encant�, enterneci�, fascin� y exalt�
al p�blico, arranc�ndome � m� las l�grimas: � m�, poeta entusiasta y
satisfecho, que escuchaba por primera vez mis versos de su boca, como
si estuviera oyendo arrullar � una paloma enamorada de un ruise�or. El
arte de Matilde reverber� con tal intensidad, rebos� tan profusamente
sobre la verdad de Romea, que envuelta y arrebatada en la poes�a de
Aurora, concluy� la escena en universal aplauso.

En el acto tercero, Barroso tom� creces tan imprevistas ante la
seguridad de su �xito y la esperanza de su porvenir, que comenz� desde
la primera � dominar la escena con su atencion nunca distraida, su
figura siempre en cuadro, su exactitud en las entradas, su creciente
juego esc�nico segun sus pasiones; la supersticion, el miedo y la ira
se iban desarrollando y apoder�ndose de su esp�ritu. La escena s�tima
entre Aurora y Santillana no tiene descripcion; el recuerdo de una
ribera donde yo cogia

    yerbezuelas y conchas, del rugiente
    mar que sus ondas sin cesar mecia,
    de un monasterio triste y solitario
    fundado al pi� de un monte, y vagamente
    la memoria de un templo, con su coro
    enverjado, sus techos con pinturas,
    su altar lleno de flores, su sagrario
    iluminado con mecheros de oro;
    el recuerdo tambien, porque la daban
    miedo aquellas inm�viles figuras
    de m�rmol que tendidas reposaban
    encima de sus anchas sepulturas,

es preciso hab�rsele visto y oido hacer y decir � Matilde; la creciente
angustia del juez ante el tremendo exclarecedor relato de la ing�nua y
enamorada doncella... es preciso hab�rsela visto representar � Barroso
en la noche del estreno; pero la escena novena volvi�, no � enfriar,
pero s� � descolorar la representacion.

Lo misterioso de la historia, lo terror�fico de la situacion, la calma
her�ica del rey m�rtir, la indecisa concentracion de las pasiones del
juez, la inconsciencia de la realidad de la hija y de la amante, dieron
por un momento � la verdad el dominio sobre la poes�a y parti� en
silencio al pat�bulo el inc�gnito � innominado protagonista. Qued� el
teatro y el p�blico en el silencio de la espectacion, y yo, en la duda
del �xito y m�s convencido que nunca de que la verdad de la naturaleza
no es la verdad del arte. Esta volvi� � surgir en la escena al recobrar
Aurora sus sentidos. Matilde, con la mirada extraviada, los movimientos
inciertos, la voz perdida a�n en la cavidad de la garganta, sin que el
aliento pudiera a�n extraerla de los pulmones, pregunt�:

    �Qu� sucede? �ay de m�! los pensamientos
    no acierto � combinar en mi cabeza.
    �Y Gabriel?

y empez� � buscar � Gabriel y � sentir por la ventana el rumor de la
plaza, y vi� y escuch�, pero no concibi� lo que oia ni lo que miraba,
pero se lo hizo comprender al espectador y le estremeci�. �All� va! �A
d�nde se le llevan sin ella? �qu� palos son aquellos? �qu� le ponen
al cuello? �es una soga! Una nube sangrienta la ofusca la mente. �Un
sacerdote! y comprendiendo de repente, grita vuelta � Santillana:

    pero vos, �miserable! que sois hombre,
    gritad conmigo...

y el juez vencido invoca el nombre del rey; pero el grito, el aullido,
el estertor, todo junto, que constituy� la exclamacion de Matilde _�ay!
�es ya tarde!_ no son para escritos.

Lo m�s � tiempo, lo mejor, que ha hecho y ha dicho Florencio en su vida
es el decir � Santillana:

    Tomad: sepamos la verdad postrera,

y obligarle � tomar y abrir el relicario que encerraba el secreto del
rey Don Sebastian.

Lo mejor que hizo Matilde en _Traidor, inconfeso y m�rtir_, fu� el
final. Al reconocer el retrato de su madre y al rechazar � su padre...
estuvo sublime de dolor y de ira:

      �Tu hija!--�Esto tan s�lo me faltaba!
    T�, para que su muerte te perdone,
    me llamas hija tuya... mas te enga�as,
    nada hay en m� que tu maldad abone,
    para t� solo hay �dio en mis entra�as.

Aqu� acababa el drama: el mal gusto del tiempo me arrastr� � prolongar
con veintiseis versos m�s tan repugnante escena: s�lo Matilde pudo
hacerla pasar.

El telon cay� en un momento de silencio, que se cambi� en un espont�neo
y general aplauso. El autor y los actores fuimos llamados al proscenio:
Julian sonre�a, Matilde no podia respirar, Barroso estaba convulso como
si fuese � sufrir un ataque de nervios... de m� no s� lo que era...
Pero �gust� el drama?

Sus siguientes representaciones dieron el mismo resultado cada noche:
Romea le retir� � los pocos dias del cartel, y no se volvi� � hacer m�s
en el teatro del Pr�ncipe.

Andando el tiempo, Catalina, separ�ndose de Julian, form� compa��a y
ajust� � Matilde; y habi�ndose llevado con ella la mayor parte del
repertorio de Julian, Catalina hizo su presentacion con mi _Traidor,
inconfeso y m�rtir_. �Qu� �xito el del pastelero! Mi drama se hizo
en todas las provincias, y en todas las Am�ricas, y a�n es hoy de
repertorio en todos los teatros, m�nos en los de Madrid; y he visto
actores muy medianos y sin pretensiones y hasta de teatros caseros que
siempre se han hecho aplaudir en el papel del rey D. Sebastian.

Yo estoy muy pagado de ser autor de esta obra mia, y Matilde la ha dado
� conocer en todos los pa�ses en que se habla la lengua castellana,
gracias � Catalina.

�Bendita Matilde! Desde la noche de su estreno data el cari�o fraternal
y la gratitud, que la tengo y la tendr� siempre.

_Post scriptum._--�Pobre Barroso! V�ctima de la medicacion � grandes
d�sis, muri� de repente una tarde en el teatro, saturado de yodo y
otras drogas de este jaez. En un ensayo exhal� repentinamente un
profund�simo gemido: di� luego un gran grito y dijo: ��me muero!� y
una repentina par�lisis comenz� � apoderarse de su cuerpo, comenzando
por los pi�s. No hubo tiempo m�s que para conducirle � la habitacion y
cama del portero, donde recibi� la Extrema-Uncion, y espir� contando
_c�mo se moria_: ya se me ha muerto el brazo derecho, exclamaba: ya
se me muere el corazon... lo �ltimo que pareci� vivo en �l fueron los
ojos, cuyos p�rpados no quisieron cerrarse. Desde la representacion del
_Traidor inconfeso y m�rtir_, dej� de escribir para el teatro.




XXI.


Aqu� debian tener fin estos Recuerdos mios. Lo que va � seguir, no
deberia tal vez ser publicado hasta despues de mi muerte; pertenece,
m�s que � mis Recuerdos del tiempo viejo, � mis memorias p�stumas:
es exclusiva y personalmente mio, es historia �ntima de mi corazon:
va acaso � ser enojoso para mis lectores de _El Imparcial_, y no va
seguramente � interesar m�s que � dos docenas de viejos como yo, que �
aquellos tiempos hayan como yo sobrevivido: y no va por fin � despertar
en ellos m�s que un sentimiento ficticio, ef�mero, _art�stico_, si se
me permite esta calificacion, como el que nos inspira la accion de un
drama sentimental mi�ntras � la representacion asistimos. Lo que va
� seguir es una p�gina de la leyenda de mi alma: soy yo en ella el
protagonista; �y soy yo tan poca cosa para hablar t�nto de m� mismo!

Una razon me abona sin embargo: hace cuarenta y tres a�os que se habla
de m� en Espa�a: qui�nes me celebran y qui�nes me critican; algunos me
calumnian, muchos me envidian y pocos saben lo que de m� dicen, y pocos
dejan de juzgarme sin pasion, porque ya nadie me conoce � trav�s de
t�nto como se ha supuesto y se ha dicho del vagabundo autor de _D. Juan
Tenorio_.

Los meridionales, y m�s que ningunos los espa�oles (y m�s entre estos
los andaluces), tenemos la cualidad y la pretension de ser narradores
y narradores chistosos: no podemos repetir una historia, un cuento, un
sucedido, un dato cualquiera, sin a�adirle algo de nuestra cosecha; as�
que, al salir de la boca del quinto narrador, ya no conoce la historia
� el suceso narrado, ni el que la invent� ni al que le sucedi�; y como
cada cual sostiene las a�adiduras y variaciones por �l intercaladas en
el relato, � impugna � contradice las de los dem�s, todo copo de nieve
llega � ser una bola, todo grano de arena un monte, toda historia una
novela y todo cuento una mentira; por lo cual, no creo yo nunca nada
del mal que se dice, ni de lo malo que se cree de las mujeres ni de
los hombres notables: al contrario, comienzo siempre � simpatizar con
toda mujer de quien se habla mal y con todo hombre conocido � quien se
critica; porque estoy convencido de que t�nto m�s de bueno deben de
tener, cuanto m�s de malo les aplica y atribuye la maledicencia.

De la mujer especialmente tengo yo mis ideas particulares.

      Hay sobre la mujer mil pareceres;
    all� va el mio aunque parezca raro:
    yo am� toda mi vida � las mujeres;
    entend�monos bien y hablemos claro:
    m�s que por torpe g�rmen de placeres
    me es el amor de las mujeres caro,
    porque ellas son, por m�s que digan otros,
    much�simo mejores que nosotros.

      Se ha hecho moda hablar de ellas con desprecio;
    yo de hablar de ellas bien tengo man�a;
    al que habla de ellas mal tengo por necio,
    falto de corazon y cortes�a.
    No objeto para m� de menosprecio
    son, sin� manantial de poes�a:
    no obr� conmigo mal jam�s ninguna,
    y debo m�s de un bien � m�s de una.

      Desde la v�rgen que en los cl�ustros ora
    hasta la vil, imp�dica ramera
    que, enfangada en el vicio, � cada hora
    � s� se infama y � su raza entera,
    toda mujer que deshonrada llora,
    toda la que en dolor se desespera,
    de su duelo � su infamia, no os asombre,
    la ocasion � el or�gen es un hombre.

Y apuntada de paso esta opinion mia con respecto � las mujeres, sigo
adelante con las que respecto � m� mismo voy aduciendo: y no creo que
voy muy descarriado al creerme con derecho � decir algo de m� mismo,
despues de haber oido y tolerado sin chistar por espacio de cuarenta y
tres a�os, cuanto amigos y enemigos, chismosos y desocupados y vulgo,
en fin, que nunca sabe donde tocan las campanas que oye, han dicho y
escrito de m�; de m�, pobre insensato que nunca supe contentar � nadie,
ni acert� con nadie � quedar bien, y � quien Dios acord� lo �nico bueno
que de nada en Espa�a sirve: la modestia de reconocerse y la humildad
de no aspirar � nada; no crey�ndome para nada con aptitud, por haberme
pasado la juventud concentrado en m� mismo, aspirando s�lo � conseguir
un ideal que s�lo dentro de m� mismo albergaba mi esperanza, y en
la soledad de mi alma �nicamente crec�a, como una palma est�ril sin
compa�era, condenada � secarse sin fruto en el desierto de mi in�til
existencia.

Voy, pues, � alargar con unos cap�tulos m�s estos Recuerdos, y � decir
de m� mismo y de mi casa lo que yo s�lo s�; porque por mucho que de m�
sepan, por observacion y por induccion, los curiosos, los cr�ticos, los
murmuradores y los entremetidos, s�lo los necios podr�n disputarme el
derecho de saber mejor que yo lo que por muchos a�os he guardado entre
pecho y espalda, y la idea que mi pensamiento en palabras jam�s ha
formulado.

Pero vayamos ya adelante con mi historia, echando � un lado digresiones
y zarandajas.

Era jefe pol�tico de Madrid el Sr. D. Antonio Benavides, y secretario
Pepe Rojas, pariente mio por parte de mi primera mujer. Hacia ya
muchos meses que mi infeliz madre habitaba en casa de una vieja prima
de mi padre, viuda, bien acomodada, que habia vivido largos a�os en
una ciudad de Francia, que por ent�nces vivia sola en Madrid, porque
se habia extra�ado de la �nica hija que de su �nico matrimonio habia
tenido, porque aquella hija habia contraido uno de esos que se llaman
de amor con un hombre tan honrado y laborioso como falto de bienes de
fortuna. Aquella tia segunda mia, que habia hecho cierto papel en el
tiempo de Fernando VII, y la vida del gran mundo en la buena sociedad
de su tiempo, no habia perdonado jam�s � su hija, que vivia en Toledo
en donde yo la conoc�, tan honrada como pobre y tan contenta con su
mala suerte cuanto serlo la permitia el largo abandono y el tenaz
olvido de su madre orgullosa � descorazonada.

Parece que en mi familia los cabezas de ella han mantenido el principio
de la autoridad paterna en toda la rigidez absoluta del derecho romano,
y no han sabido nunca transigir con el tiempo, ni contemporizar con
las circunstancias, ni perdonar la desobediencia, ni otorgar olvido
al extrav�o juvenil, ni tener en cuenta la fuerza de la pasion, ni la
ceguedad del error de sus hijos. Mi prima de Toledo tenia una hija
preciosa � quien habia bautizado con el po�tico nombre de Esperanza: la
chica era � los catorce a�os una preciosa criatura, cifra expresiva de
la esperanza de su pobre madre; pero su abuela no alberg� nunca bajo su
techo � su tan hermosa como inocente nieta... � ignoro lo que de �sta
y de sus padres ha sido despues del fallecimiento de mi tia. Con ella
vivia mi madre en provincia, cuando mi pariente Pepe Rojas me envi� con
un guardia civil una carta anunci�ndome que el Excmo. Sr. Benavides, su
jefe, deseaba que me avistara con �l en su gabinete, de nueve � diez de
la noche, para un asunto que me concernia.

Alarm� � la gente de mi casa aquella cita con puntas de �rden; pero
como nunca me habia yo mezclado en la pol�tica, acud� sin inquietud al
gabinete del jefe pol�tico, que era por otra parte lo m�s pol�tico y
bien educado del mundo, muy deferente como muy ilustrado con la gente
de letras, y especialmente ben�volo conmigo.

La cuestion era tan sencilla y prevista en su fondo como inesperada
y extra�a en su forma; mi padre, despues de seis a�os de emigracion,
en vista de que casi todos los de su partido, acogi�ndose � las
amnist�as, habian regresado � sus p�trios hogares, y de que S. M. la
Reina D.� Isabel II reinaba tranquilamente en Espa�a, reconocida por
todas las potencias de Europa, se convenci� de que su constante y leal
adhesion � la causa del Pretendiente no le serviria m�s que para morir
in�tilmente, sin provecho suyo ni ajeno, en tierra extranjera, y se
decidi� � enviar al Gobierno una representacion solicitando el permiso
de volver � Espa�a.

Pero esta representacion se dirigia � S. M. la Reina, empezando con
estas palabras: �Se�ora: puesto que V. M. reina ya de hecho, D. Jos�
Zorrilla Caballero, alcalde de casa y corte, consejero, etc., etc.,� lo
cual parecia significar que el que aquella representacion firmaba no
reconocia Reina de derecho � D.� Isabel. El jefe pol�tico, por encargo
del Consejo de ministros, me llamaba para que yo dijese si era la firma
de mi padre la de aquel documento: y ante mi afirmativa respuesta, no
dijo m�s aquella grave autoridad que estas palabras: �En ese caso...� y
encogi�ndose de hombros, dobl� el papel en que me mostr� la firma.

Despues de una breve conferencia, en la cual la discrecion del Sr.
Benavides correspondi� con la reserva que � m� me convenia guardar
en aquel caso por respeto � mi padre, me despidi� con muy corteses
palabras, y yo me apresur� � ir � tranquilizar � mi mujer; en Espa�a no
las tiene nadie consigo cuando tiene que hab�rselas con la autoridad.

Yo fu� quien no pude tranquilizarme ni conciliar el sue�o en toda
la noche. La forma en que venia la representacion de mi padre habia
levantado en mi corazon una tempestad de inquietudes, en mi imaginacion
un volcan de preocupaciones y una tupida niebla de dudas en el campo
de mi esperanza. Tenia yo ent�nces f� en muchas cosas en que hoy ya
no creo, y qued�bame a�n un amigo en cuyos consejos esperar podia, en
cuyo amparo debia fiar y en cuyos brazos podia esconder mi cabeza para
derramar mis l�grimas. Era este el docto � ilustre prelado D. Manuel
Joaquin de Tarancon, recientemente preconizado obispo de C�rdoba, y que
moraba ent�nces en la corte y en la calle de la Union por ser senador
del reino. El Sr. Tarancon, condisc�pulo de mi padre, � quien �ste
tenia en muy alta estima y que � m� me profesaba un cari�o paternal,
habia sido mi catedr�tico y mi confesor.

Habia gozado con los �xitos de mis obras, como si verdaderamente mi
padre hubiera sido; me habia ilustrado con sus consejos, me habia
corregido con sus observaciones, y tenia una sincera satisfaccion de
haber llegado � ver poeta celebrado al estudiantuelo de quien habia
cuidado en la universidad, y al chiquitin � quien habia visto romper
� hablar en los brazos de su madre, en la intimidad y al calor del
hogar paterno. A�n tengo en mis pupilas la im�gen venerable de aquel
sabio, tan hombre de mundo como poco mundano, revestido de su morado
h�bito episcopal, con su pectoral y su anillo de esmeraldas, que
me contemplaba con los ojos arrasados en l�grimas, pasando por mis
abundosos cabellos sus aristocr�ticas manos, y derramando con sus
santas palabras la luz de la esperanza sobre las tenebrosas dudas de mi
alma. �Dios tenga la suya en la mansion eterna de las de los justos!

Entre mis recuerdos del tiempo viejo su memoria es el m�s precioso,
y su figura es la m�s augusta � imponente que esculpida en la mia
conservan mi gratitud y mi veneracion.

Por �l supe pocos dias m�s tarde que el Gobierno habia enviado � mi
padre autorizacion para volver al suelo p�trio, reconoci�ndole �ntes
sus t�tulos y gerarqu�a, considerando sus a�os de emigracion como
pasados al servicio de la Reina, y se�al�ndole veinte mil y pico de
reales de jubilacion que le correspondian por su categor�a en la alta
magistratura. Debia todo esto mi padre, no s�lo � la influencia de mi
reputacion literaria, sin� � la eficaz proteccion con que le ayudaba
un conocido personaje, que a�n vive y conserva su influencia en los
negocios pol�ticos de nuestro pa�s; pero � quien yo nunca he tratado,
de quien no s� si se ha ocupado jam�s de m�, ni si ha leido una letra
mia, ni si personalmente me conoce. Un dia me dijo Tarancon: �Prepara
en tu casa un aposento para tu padre, que vendr� la semana pr�xima.�

Mi mujer se ocup� con miedo y alegr�a del mueblaje y decoracion del
alojamiento de aquel tan esperado y temido hu�sped, y anduve yo ocho
dias casi insomne y ayuno por su venida; y anduvo mi mujer inquieta y
avizorada, como si la llegada de mi padre debiera ser la aparicion de
la sombra de Bancuo en el drama de Shakespeare.

Diez dias despues recib� un billete en que me decia el obispo Tarancon:
�Ma�ana llega tu padre; pero no vayas t� � esperarle ni � recibirle;
debe de ver y hablar � otra persona �ntes que � t�; yo le tendr� un dia
en mi casa y te le llevar� � la tuya.� Y todo se hizo como Tarancon
lo dispuso; y �l llev� � mi padre � su casa, y estuvo y habl� en ella
con �l � solas veinticuatro horas; al cabo de las cuales entr� con el
venerable prelado el ex-superintendente general de polic�a del Rey D.
Fernando VII, en casa de su hijo, el autor de _Don Juan Tenorio_.

Mi padre era el �ltimo eslabon entero de la rota cadena de la �poca
realista, la cifra viviente, el recuerdo personificado del formulista
absolutismo, el buen estudiante ergotista de las Universidades de
sotana y manteo, el doctor en ambos derechos por el cl�ustro de la
de Valladolid; convencido desde su ni�ez de que s�lo el estudio del
derecho, la teolog�a y los c�nones podia producir hombres, y de que
s�lo la toga y la golilla podian darles representacion, dignidad y
posicion social. Yo era el primero y d�bil eslabon de la nueva �poca
literaria, el atropellador desaforado de la tradicion y de las reglas
cl�sicas, el fuego f�tuo, leve � inquieto, personificacion de la
escuela del romanticismo revolucionario: mi padre, cansado pero no
rendido, iba � perderse en la sombra de lo pasado, y yo sin medir la
inmensidad desconocida en que iba � arrojarme, fiaba en mis nacientes
alas para cruzar el espacio luminoso del porvenir. El padre y el hijo,
el �ltimo y el primer eslabon de los dos pedazos de la rota cadena, se
enlazaron en un abrazo, se fundieron al fuego del natural cari�o, y
brillaron por un momento unidos y soldados, esmerilados y limpios por
las l�grimas ardientes que vertian por sus ojos sus corazones prensados
y exprimidos por un placer inexplicable.

Yo no he tenido hermanos: mi padre me separ� de s� � los nueve a�os
para meterme en un colegio, y hab�amos vivido juntos muy poco tiempo:
�l no habia modificado su cari�o ni sus derechos paternales en la
gradacion del trato de su hijo ni�o, adolescente, mancebo y al fin
hombre; me encontraba ni�o como cuando de nueve a�os me separ� de s�; y
viejo robusto y de elevada estatura, me levant� en sus brazos como si
todav�a no hubiera pasado de aquellos nueve a�os � que su cari�o y sus
recuerdos paternales se remontaban. Al volver � dejarme en el suelo,
dijo mi padre contempl�ndome, no s� a�n con qu� sentimiento:--��Qu�
chiquitin te has quedado!�--El obispo Tarancon, que enjugaba sus
l�grimas sin rebozo, le dijo:--�Chiquitin es; pero se ha colocado � tal
luz que ya te cobija con su sombra.�--No s� lo que pens� mi padre, que
no respondi� � la halag�e�a alusion del prelado. Mi mujer le mostr� y
condujo � su habitacion: el buen obispo de C�rdoba nos dej� en ella
muy satisfecho, y qued�lo no poco mi padre de hallar en mi casa la
paz dom�stica, y el tranquilo bienestar de la median�a � quien nada
falta ni nada sobra. Hall� en su cuarto muchas coronas, cuyas fechas
y dedicatorias ley� con mucha atencion, y sin atreverse en largo
espacio � volverse � m�, para no dejarme ver la emocion que le causaban
aquellos emblemas po�ticos de la ef�mera gloria de su hijo. As� comenz�
la breve temporada de la vida de familia que con nosotros hizo.
Comimos, sali� �l en carruaje � sus visitas y volvi� � las diez y media
de la noche. A las once anunci� su necesidad de recogerse: le ayud�
� desnudarse, le acost�... y no me da verg�enza consignarlo: cuando
le tuve acostado, me sent� en su cama, le d� mil besos, le hice mil
cari�os, le dije mil ni�er�as; le trat� como habria tratado � mi pobre
madre, acarici�ndole y mim�ndole como cuando yo tenia seis a�os. Ri�se
�l y enterneci�se, y d�jome en fin despidi�ndome:--�Eres un chiquillo y
no tienes formalidad.� Le arregl� la ropa, le coloqu� la pantalla en la
lamparilla, y d�ndole las buenas noches con el �ltimo beso... le dej�
solo con sus pensamientos.

No hab�amos hablado de nada: nada nos hab�amos dicho: ni una palabra
del pasado, ni una alusion al porvenir, ni una observacion sobre lo
presente. �Qu� pensaba de m� mi padre? Que me habia quedado chiquito y
que no tenia formalidad: esto era lo �nico que su lengua habia dicho,
pero su corazon habia tambien hablado por la emocion y las l�grimas
delatoras de sus sentimientos de padre: su corazon habia respondido al
llamamiento del mio, y el hijo estaba ya seguro de que tenia padre.
Pero �qui�n iba � dominar ma�ana en su �nimo, el corazon � la cabeza?
�Qui�n se iba � revelar definitivamente, el padre � el magistrado? Yo
dorm� mal, y esta cuestion me tuvo insomne � inquieto toda la noche.

A la ma�ana siguiente, despues del desayuno, entabl� � solas conmigo el
di�logo, sobre palabra m�s � m�nos, de esta manera.

--Necesito algo de algun ministro; �c�mo est�s t� con este Gobierno?

--Yo estoy bien con todos.

--Tengo una pretension en el negociado de Instruccion p�blica.

--El director es D. Antonio Gil y Z�rate y el ministro Nicomedes Pastor
Diaz.

--Segun el pr�logo que puso � tu primer libro, si no le has hecho
alguna botaratada, debe de ser muy tu amigo.

--Es como si fuera mi hermano mayor: tan indulgente y tan cari�oso, que
si hubiera cometido la torpeza � tenido la desgracia de jugarle alguna
mala pasada, no se hubiera dado por entendido de ella � me la hubiera
perdonado. Donoso Cort�s, D. Joaquin Francisco Pacheco y Pastor Diaz me
han servido de padres en ausencia de V.

--Buenos amigos tienes, si sabes conservarlos. �Cu�ndo podr� ver �
Pastor Diaz?

--Hoy mismo, � la una, en el ministerio. No ser� la primera vez que
hable V. con �l.

--�Te ha dicho?...

--Todo: que le debe � V. tal vez la vida.

--Es posible: su situacion era dificil�sima. Venia yo de comisario
r�gio con la expedicion carlista que entr� en Segovia. Cre�amos
encontrarte all� con �l.

--Yo esparc� la voz de que me encerraba en el alc�zar, pero me volv� �
Madrid.

--Te hubi�ramos visto con gusto.

--Yo no le hubiera tenido en ir � O�ate � hacer versos � C�rlos V y �
San Luis Gonzaga. No hubieran tenido el �xito de los que he escrito en
Madrid.

--Es verdad: Nicomedes se vi� obligado � esconderse en un horno; yo lo
supe y me aloj� en la casa en que estaba. En un momento en que soldados
revoltosos podian haber dado con �l y cometer cualquier tropel�a, me
sent� yo � la boca del horno y entabl� con �l conversacion � trav�s de
la tapa que le cerraba y que �l sostenia por dentro. Le dije qui�n era
y le pregunt� por t�. Cuando tocaron bota-silla, no abandon� aquella
casa hasta que las tropas comenzaron � salir de la poblacion, y le dije
el camino que �bamos � tomar para que echara por el opuesto.

--As� me lo ha contado �l.

--Me holgar� de conocerle, porque no pudimos vernos ent�nces.

--Pues hoy se ver�n Vds.

Sal� yo � la imprenta de Boix, donde tenia en prensa una leyenda, sali�
mi padre � hacer ciertas compras, y � la una nos presentamos en el
edificio de la calle de Torija, donde estaban por ent�nces las oficinas
del ministerio de Fomento.

A mi presentacion abri� el portero la mampara del despacho
de Nicomedes, y anunci�ndome, me abri� paso. Hall�base all�
accidentalmente Patricio de la Escosura, que acababa de ser nombrado
jefe pol�tico de Madrid; solt� al verme el baston y el sombrero que en
la mano tenia, y pas�ndome el brazo por la cintura, me hizo dar una
vuelta de �l suspendido: no tuve yo m�s que el tiempo necesario para
decirle al oido: �mi padre�, ni �l necesit� m�s para volverme � dejar
en pi�, y dirigi�ndose � aquel que tras m� habia entrado, le dijo,
tendi�ndole la mano: �A nuevos tiempos nuevas costumbres, Sr. Zorrilla:
hoy son as� recibidos los poetas, y donde quiera que vaya V. con su
hijo ver� lo mismo.�

--Ya veo--respondi� mi padre--que mi hijo es el m�s afortunado
tarambana de Madrid.

Present�les yo unos � otros, mi padre � Nicomedes y Escosura � mi
padre: record� �ste al de aquel don Jer�nimo de la Escosura, director
de la f�brica de tabacos en su tiempo; y unos con otros corteses, y
unos con otros cumplidos, despidi�se Patricio y quedamos mi padre y yo
� solas con Pastor Diaz.

Hablaron en secreto mi padre y �l: pidi� �ste � poco su carruaje y
parti� con mi padre, previni�ndome que si me cansaba de esperar me
fuera � mis quehaceres, que �l se encargaba de mi padre; y yo, despues
de aguardar largo tiempo su vuelta en el despacho de Gil y Z�rate,
volv� � mi casa, donde el carruaje de Pastor Diaz habia conducido � mi
padre.

--�Qu� tal?--le dije.--�Ha quedado V. contento de Nicomedes?

--Jam�s fu� pretendiente mejor servido que yo. Dentro de cuatro dias
puedo irme � cuidar de la hacienda de Torquemada, con todos mis
negocios despachados en Madrid.

--�Tan pronto piensa V. dejarnos?

--No es Madrid ya para m�. Sus casas son muy estrechas: tenemos casi un
palacio all�: hay adem�s que recepar y acodar las vi�as, que abonar
las tierras y reponer las huertas, de todo lo cual no te has ocupado t�.

--Yo al abandonar � V. renunci� � todos mis derechos: �por qu� no me
envi� V. �rden y poderes legales?

--Ol�zaga te los ofreci�, y levantar el secuestro.

--Pero yo se lo hice � V. avisar: �por qu� no determin� V.?

--Eres hijo �nico y heredero forzoso: todo el mundo te hubiera dado la
razon.

--Yo no he contado con nadie en el mundo m�s que con V.: todo lo que
he hecho, por V. ha sido y no he pensado m�s que en V. Si yo me he
hecho aplaudir y me he hecho querer, no ha sido mas que para esperar y
preparar su vuelta de V.; no he tenido m�s ambicion que la de volver �
los brazos y al cari�o de mi padre, y morir con �l en la tranquilidad
del hogar paterno.

--Has sido un tonto. Con la fama que has adquirido, con los amigos que
tienes, hoy debias de ser cuando m�nos subsecretario de Pastor Diaz.

--Usted era carlista y opt� por la emigracion: no cre� decoro del hijo
no ser nada en el gobierno que no habia aceptado el padre; he rechazado
todo cuanto se me ha ofrecido: todos los literatos est�n empleados
m�nos yo: hoy puede V. haber visto que no es por falta de favor.

--Por eso te he dicho que eras un tonto.

--Pero si yo he hecho milagros por V... Me he hecho aplaudir por la
milicia nacional en dramas absolutistas como los del rey Don Pedro
y Don Sancho: he hecho leer y comprar mis poes�as religiosas � la
generacion que degoll� los frailes, vendi� su conventos, y quit� las
campanas de las iglesias: he dado un impulso casi reaccionario � la
poes�a de mi tiempo; no he cantado m�s que la tradicion y el pasado:
no he escrito una sola letra al progreso ni � los adelantos de la
revolucion, no hay en mis libros ni una sola aspiracion al porvenir.
Yo me he hecho as� famoso, yo, hijo de la revolucion, arrastrado por
mi car�cter h�cia el progreso, porque no he tenido m�s ambicion, m�s
objeto, m�s gloria que parecer hijo de mi padre y probar el respeto en
que le tengo...

--�Bah, bah! Quijotadas.

--�Ay, padre! Cuando perdamos los espa�oles lo que tenemos de Quijotes,
�en qu� vendremos � parar?

--Lope de Vega y Calderon eran te�logos �ntes de poetas: Melendez
Vald�s fu� como yo oidor de la Chanciller�a: todav�a es tiempo;
eres muy j�ven: m�tete un a�o � estudiar, y con cuatro � cinco mil
reales y los amigos que tienes, puedes doctorarte en Toledo; y siendo
jurisconsulto puedes serlo todo. Yo me voy para Torquemada: all� debe
de ir tu madre, y no quiero que se encuentre sola sin m� entre aquellos
pardillos, maestros de gram�tica parda.

Una nube negra que pas� por mi cerebro entristeci� mi alma, envolviendo
en l�grimas mi pasado y en tinieblas mi porvenir.

Aquella noche me fu� � casa de Tarancon y le dije: �he perdido todo lo
hecho: mi padre, el �nico por quien todo lo hice, es el �nico que en
nada lo estima.�

Tarancon lo comprendi� todo: me abraz� y sobre su morada t�nica
episcopal dej� correr las l�grimas m�s amargas que han abrasado mis
p�rpados. Tarancon no era hombre de intentar consolar con palabras
banales una pesadumbre que no podia tener moment�neo consuelo.

--Yo me arreglar� con tu padre--me dijo despues de largo silencio.--T�
emprende alguna obra de importancia que necesite estudios, atencion y
tiempo. Ten�amos convenido en escribir juntos un libro de la V�rgen;
esto halagaria mucho � tu padre y enloqueceria � tu madre de alegr�a;
pero yo no tengo ya tiempo para meterme en tal trabajo. Me has hablado
de Granada. Emprende tu poema morisco y empieza por ir � localizarte en
la ciudad de Boabdil. Si no tienes dinero, cuenta con mi bolsillo; no
est� muy lleno, pero entrar�s � la par con los pobres de mi di�cesis.
Deja � tu padre irse � Torquemada, y... �� Granada t�! Fia en Dios y
cuenta conmigo.

Y mi padre se fu� � Castilla, y yo empec� � pensar en Granada. Pero,
�qu� importa todo esto � los lectores de _El Imparcial_? Todas estas
_memorias �ntimas_ figurarian tal vez muy bien en las mias _p�stumas_:
vivo yo a�n, pueden ser tachadas de pretenciosa � insoportable vanidad:
pero ya he tirado del primer hilo y voy � deshacer todo el ovillo.




XXII.


Burdeos es una gran ciudad, magn�fica, s�lida, monumental, con grandes
puentes, bien arbolados paseos, soberbios templos; amplios mercados
y suntuosos teatros; asiento del primer arzobispado de Francia, es,
como si dij�ramos, el Toledo de allende los Pirineos; cuajado de
Seminarios y de colegios, semillero de toda clase de plantas clericales
m�s � m�nos par�sitas, m�s � m�nos productivas. Por el tiempo de
que voy hablando hacian un principal papel en fiestas y procesiones
los hermanos de la doctrina y _los ignorantins_, en uno de cuyos
establecimientos hacia dos � tres a�os que se habia ventilado el
ruidoso proceso del Fr�re Liotard, con el cual ya no me acuerdo lo que
pas�.

Como yo no era hombre de pol�tica ni de administracion, ni de ciencia,
no me ocup� de m�s en Burdeos que de sus templos, como cristiano,
y de sus teatros, como poeta. Encontraba poqu�sima gente por las
calles, no mucha por los paseos y casi ninguna en el teatro, al cual
sostenian solamente los transeuntes, los forasteros, y, sobre todo, los
espa�oles, puesto que habia muchos all� emigrados � all� establecidos,
y todos los que de Espa�a iban � veranear � Par�s se deten�an por
costumbre en la capital de la Gironda. Hall�bame yo en Burdeos � todo
mi gusto: era la primera vez que podia yo separar mi personalidad de mi
malhadada reputacion y andar libre como cualquier ciudadano pac�fico,
meti�ndome por todas partes � fisgarlo todo, sin llamar la atencion ni
ser responsable de nada.

As� v� yo � Burdeos, as� recog� varios asuntos de leyendas que no s� si
llegar� � escribir, y as� averig�� la razon de las perp�tuas quiebras
del teatro por falta de p�blico.

Los bordeleses han tenido siempre (y con justicia) la pretension de que
su ciudad es la primera de Francia, el peque�o Par�s, y han aspirado
� ser tenidos por _sprits-forts_, libres pensadores y espadachines;
y con respecto � esta �ltima cualidad, tiene una justa reputacion
y un riqu�simo legendario la escuela de armas de Burdeos; pero las
bordolesas son, por lo general, devotas. El clero franc�s sabe que las
dos palancas con que se mueve el mundo son las mujeres y el dinero, y
por ent�nces los confesores no absolvian � las confesadas cuyos maridos
leian _El Constitucional_ y los peri�dicos liberales, tronando siempre
contra la inmoralidad del teatro. Donde no van las mujeres no vamos
los hombres; no iban las bordelesas al teatro, con que � pesar de la
subvencion de que goza siempre _el grande_ de Burdeos, sus empresas se
arruinaban � mitad de temporada todos los a�os.

Adem�s, el gran teatro de aquella ciudad tiene lo que los franceses
llaman _guignon_ y nosotros _mala sombra_. All� se rompi� por ent�nces
una pierna Mademoiselle Angelin, una bailarina rubia de diez y siete
a�os, que era ya una estrella luminosa en el cielo del arte de
Terps�core. All� tuvo Borelly que matar � pu�aladas en presencia del
p�blico � su tigre real de Bengala, porque �ste tenia ya entre sus
dientes la pantorrilla izquierda del domador: quien al levantarse
lanzando un ca�o de sangre de una arteria rota, tuvo tiempo, �ntes de
perder el sentido, de decir � los espectadores � modo de satisfaccion:
�Se�ores, ya habia gustado mi sangre, y � �l � yo.�

Esto en el teatro. En los templos las fiestas son tan suntuosas como
concurridas: pero � los cat�licos espa�oles se nos hacen al principio
muy dif�ciles de aceptar aquella forma mundana y teatral y aquellos
accidentes mercantiles con que los actos sublimes de nuestra religion
se verifican. Yo escrib� mis primeras impresiones de Burdeos en una
larga ep�stola � un condisc�pulo mio, cura carlista, de la cual
recuerdo las siguientes l�neas, versos tan malos como verdades de �
pu�o:

      En Francia hay religion, y f� y conventos,
    seminarios, colegios, catedrales,
    y todos los cristianos elementos
    de nuestra santa f� fundamentales:
    pero todo est� hecho � la francesa,
    todo sujeto � reglas comerciales;
    aqu� todo se tasa, mide y pesa,
    aqu� todo se hace por empresa:
    la gente para orar no se arrodilla
    mas que con una pierna en una silla;
    no se atiende al altar ni al sacerdote;
    las mujeres se plantan por delante
    con mucho faral�, mucho volante,
    abultado postizo y largo escote;
    y los hombres detr�s, misa durante,
    se distraen en mirarlas el cogote;
    y como nadie en equilibrio posa,
    y es perp�tuo el rumor y el desacato
    y la desatencion y el movimiento,
    es el pensar en Dios dif�cil cosa,
    mi�ntras pasa una vieja con un plato
    pidiendo en alta voz sin miramiento
    los cuartos que _la rinde_ cada silla
    en que apoya un cristiano su rodilla.

           *       *       *       *       *

      Atraviesa despues el presbiterio
    con balandr�n, sobre-pelliz y estola,
    y sus pasos al p�lpito dirige
    un pulcro capellan, de quien muy s�rio
    un monago gentil lleva la cola.
    Hace su adoracion, su texto elige,
    comenta el evangelio de aquel dia,
    y siempre encuentra medio en su homilia
    de echar un par de pullas al gobierno,

       *       *       *       *       *

                              que el infierno
    est� abierto ante el siglo refractario,
    que Enrique quinto al fin subir� al trono,
    que hay peregrinacion � tal Santuario
    que se sale � tal hora y de tal parte,
    que lleva cada pueblo su estandarte,
    que el precio es un doblon por peregrino,
    incluso todo gasto del camino
    y adem�s un bonito escapulario;
    pero que en el doblon no entra el rosario,
    porque estos los fabrica por empresa,
    de encina negra y de eucaliptus blanco,
    una jud�a asociacion inglesa
    que los da � todos precios desde un franco.

      Todo lo cual se anuncia aqu� en la iglesia
    como puede anunciarse un electuario
    � sus botes azules de magnesia
    mister B�llon en L�ndres boticario.
    Ilustrados ya pues sus feligreses
    de lo que en sus negocios les importa
    y � sus espirituales intereses,
    con un responso en homilia corta
    el cura; y ya _pro domo_, � lo que creo,
    d� volviendo � apretar el _quibis quobis_
    la vieja con su plato otro paseo.
    Larga el buen cura un _benedico vobis_,
    hace la cruz, se cala el solideo
    y respondiendo el pueblo _ora pro nobis_
    se acaba la funcion y L�us Deo....

           *       *       *       *       *

    con qu� como ver puedes por la muestra,
    la religion de Francia no es la nuestra.
    Dios es el mismo, porque Dios es uno;
    mas de adorarle el modo
    ligero asaz y asaz inoportuno,
    es en Francia franc�s como lo es todo;
    y � un espa�ol asombran si no irritan
    la irreverencia con que � Dios se trata,
    y el ver c�mo sus preces se recitan
    sobre un pi� y sobre un codo,
    como banda de grullas que dormitan
    en el invierno al sol sobre una pata;
    pasando en cuenta que se queda ayuno
    de lo que en Francia se le dice � Cristo,
    con una f� de bolsa que no acata
    al Se�or m�s que � medias por lo visto,
    y en un latin franc�s que cual ninguno
    la habla gentil de Ciceron maltrata:
    todo siempre fu� aqu� como hoy en dia
    doubl�, contrefa�on, bisuter�a.

           *       *       *       *       *

    Nunca as� � Dios se adorar� en Castilla;
    nuestra f� es m�s profunda y m�s sencilla.

Tal fu� mi primera impresion hace treinta y cuatro a�os: poeta
creyente, hall� de m�nos mucho fondo y de sobra mucha forma en la
manifestacion religiosa del catolicismo franc�s en Burdeos, arzobispado
primado de la nacion vecina: despues he pasado en Burdeos largas
temporadas, y es la ciudad en donde m�s tranquilo y m�s � gusto he
vivido. Me acostumbr� � leer � la puerta de la catedral el anuncio
de la funcion, el nombre del orador que debia de llevar la palabra
en el p�lpito, los del director y el organista que dirigian la parte
instrumental, y los de las damas y los � las artistas que sostenian
la parte de canto; el objeto piadoso � que la funcion se dedica bajo
el patronato de tales � cuales damas, prelados � corporaciones, y el
precio (generalmente de dos francos) por el cual se puede adquirir
el derecho � ocupar una de las sillas, numeradas � no, que llenan el
templo. �Y por qu� no?

A nosotros nos choca esta asimilacion de las bas�licas � los teatros;
pero es, al mio, un mal modo de ver las cosas: en Francia usa cada cual
libremente del derecho de anuncios y propaganda; y puede que en los
templos y fiestas religiosas francesas haya m�nos f�, m�nos devocion y
m�nos fervor, pero hay m�s �rden que en las nuestras: nosotros entramos
y salimos de las iglesias � codazos, empujones y pu�etazos; nos
colocamos donde podemos, pisamos � las mujeres que se arrodillan y se
sientan en el suelo, etc.; los franceses entran por una puerta y salen
por otra, y ocupan tranquilamente los puestos que les corresponden,
bajo la direccion de bedeles y pertigueros; que � nosotros nos parecen
rid�culos, pero cuyos oficios y trajes est�n encarnados en sus
costumbres.

Los franceses han comprendido que la sociedad moderna es un hermoso
lago cuyo fondo es cieno, y tienen cuidado de no revolver jam�s el
agua, poblando su superficie de blancos y ligeros cisnes entre los
cuales bogan sin remo miles de botecitos sin quilla, que hacen temblar
y rielar el l�quido, pero que no levantan oleaje: siembran y plantan
las orillas de jardines y de bosques, y van � sentarse � contemplar el
espect�culo social � la sombra de los �rboles y entre el perfume de
las macetas.

Nosotros tenemos la maldita man�a de revolver el agua y de arrancar
hasta la yerba al rededor del lago, y nos tenemos que estar al sol y
al aire, siempre sedientos, contemplando el agua c�lida y turbia que
hacemos dificil�sima de beber.

H� aqu� mis impresiones de ayer y hoy en Burdeos. Esta ciudad, cuyo
casco componen miles de edificios tan macizos y suntuosos, y calles
m�s anchas y regulares que las de Roma antigua, atestada de recuerdos
y monumentos hist�ricos, aireada por anchos paseos y frescos jardines,
regada por dos soberbios rios, el Garona y la Dordo�a, salpicada de
Colegios, Museos, Academias, Bibliotecas � Institutos, conteniendo
veintidos clubs y c�rculos para todas las clases sociales, diez teatros
y salas de recreo, un hip�dromo, nueve peri�dicos diarios y once l�gias
mas�nicas; mitad cat�lica, militante y revolucionaria libre pensadora,
la tengo yo comparada � una rica, nobil�sima y aristocr�tica viuda
legitimista que sonr�e � la rep�blica, papista que no llora el perdido
poder temporal de los Papas, que se ha retirado � vivir y � morir
tranquila en sus opulentas posesiones, � cuidar de sus incomparables
vi�edos y � gozar de sus rentas sin miseria y sin despilfarro, sin
ruinosos vicios y sin pretenciosas virtudes, sin orgullo de la
majestad de su noble raza, pero con la conciencia de la dignidad de su
ilustracion y de su bien heredada opulencia.

H� aqu� mi juicio sobre Burdeos, donde empec� mi poema, y de donde sal�
para Par�s � estudiar mucho que no sabia, y � adquirir algo que me
hacia falta para llevar � cabo mi incompleta _Granada_.




XXIII.


Par�s tiene dos fases: es el manicomio de los ingenios y el paraiso de
los tontos. En el primero forjan sus grandes elucubraciones todos los
grandes locos, que con sus inventos y con sus escritos impulsan h�cia
el progreso el movimiento social europeo; y en el segundo pierden su
tiempo, su salud y su dinero, en el turbion de marionetas, charlatanes,
estafadores y mujeres perdidas, que pueblan aquel falso eden � la luz
del gas y al son de las orquestas de Mussard y de Straus, todos los
imb�ciles que de las cuatro partes del mundo acuden como mariposas �
quemarse en aquel foco de luz infernal.

De Par�s salen simult�neamente los g�rmenes de todo lo bueno y de todo
lo malo, sobre todo para nosotros los espa�oles; que, sea dicho sin que
nadie se ofenda, � aunque se amosque conmigo la mitad de la nacion,
solemos tomar casi todo lo malo y poqu�simo de lo bueno. Llegu� yo �
Par�s mi�ntras ocupaba el trono franc�s el rey ciudadano Luis Felipe
de Orleans, de quien sabian trazar la caricatura todos los chicos de
su capital bajo la forma de una pera, cuya r�gia representacion se
veia por todas las paredes y siempre de un parecido maravilloso. No
era todav�a el Par�s ensanchado, dorado y �mpliamente refundido por el
imperio del tercer Napoleon; era todav�a su primer teatro la sala de la
rue Lepelletier, y no estaba a�n cerrada la plaza del Carroussel por la
calle de Rivoli: existian a�n al frente del Palais-Royal una espesa red
de callejuelas, tan conocidas como mal afamadas, y � su espalda los dos
famosos restaurants de Befour y de los tres hermanos Provenzales, y se
alzaban todav�a g�rrulos y chillones, en los boulevares du Temple y de
Beaumarchais, los cien teatrillos m�s divertidos del mundo, la Gait�,
Follies-Dramatiques, Delassements-comiques, etc., etc.

Asom� yo las narices los dos primeros meses al paraiso de los tontos
y, sin dejarme fascinar ni embriagar por sus delicias de contrabando
ni por sus hur�es sin corazon, me establec� � la puerta del manicomio,
haciendo con el editor Baudry un trato poco lucrativo; por el cual
fueron mis versos los primeros que de poeta espa�ol tuvieron lugar en
su magn�fica coleccion. Por un pu�ado de luises y dos carros de libros,
le d� el derecho de coleccionar todas las obras por m� hasta ent�nces
escritas, por dos razones que me eran exclusivamente personales;
la primera para que mi padre leyera mi nombre en el cat�logo de la
coleccion de los primeros escritores de Europa; y la segunda porque
la extensa venta, el gigantesco anuncio y el renombre universal que
ya tenia la coleccion Baudry, me hicieran conocido como poeta fuera
de mi patria. A pesar de que mi padre, encerrado en nuestro solar de
Castilla, no habia vuelto � darme noticias suyas, esperaba yo que esta
prueba honrosa de aprecio de la librer�a editorial francesa para su
hijo, le convenceria, por fin, de que no era menester que me doctorara
en Toledo y de que ya no habia razon de cerrarme la casa y los brazos
paternos. En esta esperanza viv� en Par�s desde Julio a Noviembre,
estudiando y trabajando en mi _Granada_ y dividiendo mi tiempo entre
las bibliotecas y los teatros, esquivo como en Espa�a, � la sociedad
banal de las visitas y la chismograf�a, y un poco en contacto con la
sociedad del arte y de las letras.

La redaccion de _La Revista de Ambos Mundos_ me acogi� con simp�ticos
obsequios, y sus redactores Charles Mazzade, Paulino de Lymerac y
Xavier Durrieux fueron mis amigos y comensales; y por mi influencia
y la de Juan Donoso, que fu� despues nuestro embajador, empezaron �
publicarse en aquella importante _Revista_ art�culos sobre Espa�a,
en los cuales comenzaba � probarse � los franceses que el Africa no
empieza en los Pirineos. Pitre Chevalier, director del _Museo de las
Familias_, se empe�� en publicar en �l mi retrato y mi biograf�a, y lo
hizo, como franc�s, sin atender � mis justas y modestas observaciones.
Convirti� mis breves notas biogr�ficas en una fant�stica novelilla, y
Mr. Pauquet, el primer dibujante de aquel tiempo, recibi� su �rden de
retratarme embozado en mi capa espa�ola y mirando de perfil al cielo,
como un D. Juan Jerezano que espera que se le aparezca su Dulcinea en
el balcon para decirla: �por ah� te pudras�. No era posible que mi
retrato indicara que era de un poeta espa�ol, si no tenia capa y si no
buscaba con la vista la inspiracion del Esp�ritu Santo; y a�n le qued�
agradecido � que no me pusiera una guitarra en la mano, de lo que creo
que me libr� solo su afan de embozarme.

En aquel retrato, correcta y francamente dibujado, y por aquella
biograf�a, _bizarramente detallada_ � la parisienne, no me conoce la
madre que me pari�; pero no por eso qued� m�nos agradecido el espa�ol
� la buena intencion del franc�s.

Tr�s estos necesarios precedentes, pasemos una r�pida ojeada por los
�ltimos y sombr�os cuadros de estos mis tristes recuerdos del tiempo
viejo.

Entre los conocimientos que hice y renov� por ent�nces en Par�s entre
Dumas padre, Jorge Sand (Mme. du Devant), Alfred de Musset y Teophile
Gautier; entre embajadores, editores, escritores, emigrados, c�micos
y bailarinas; entre Fernando de la Vera, la Rachel, la Rose Chery,
Frederik Lemaitre, Giusseppe Multedo, Zariategui y otros emigrados
liberales y carlistas, italianos y espa�oles, se me vino � los brazos
uno de estos, el m�s honrado y divertido andaluz que la tierra de
Mar�a Sant�sima y la tenacidad carlista echaron � Francia. Era este
D. Fernando Freyre, pariente pr�ximo del general del mismo apellido,
adherido no s� muy bien c�mo � la corte de Fernando VII, de quien
elegia los caballos y para quien iba � buscar los toros; amigo de los
ganaderos, amparador de los _diestros_, y el primer inspector de la
escuela taur�maca sevillana, institucion de aquel Sr. Rey, que santa
gloria haya.

Fernando Freyre no habia sido nada importante ni influyente, ni en
la corte hura�a y recelosa de las camarillas y apostas�as pol�ticas
del difunto Rey, ni en la trashumante de D. C�rlos Mar�a Isidro de
Borbon, segundo C�rlos V en O�ate; pero en ambas habia sido recibido
y estimado por todos, incluso por mi padre, porque tenia uno de los
mejores corazones y uno de los caract�res m�s alegres y m�s iguales del
mundo. Realista por conviccion, no transigi� nunca con las modernas
ideas liberales, ni quiso jam�s acogerse � amnist�a ni indulto alguno;
pero jam�s odi�, ni esquiv� siquiera el saludo, � ningun liberal
emigrado � viajero con quien en tierra extranjera se topara, siendo de
todos los espa�oles sinceramente apreciado y noblemente acogido por los
legitimistas franceses. Con apoyo de �stos, no temi� ni le avergonz�
establecer un peque�o y privado dep�sito de vinos, pasas, caldos y
frutos de Andaluc�a, que aquellos le compraban; y con los setenta �
noventa duros que este oscuro comercio le producia, vivia modesta y
honradamente en la mejor sociedad de la _legitimidad_ francesa y de la
aristocracia espa�ola. Establecido ya de a�os en Par�s, y encargado
por sus amparadores de toda clase de comisiones, era conocido en el
comercio y conocia � Par�s, como un _commis-voyageur_ � quien comprar
en la tienda � en el taller, puede producir legal y honrosamente un
tanto por ciento m�s crecido de utilidad. Por uno de estos encargos
dimos all� uno con otro, y por las horas buenas que le debo, me
complazco en consagrarle cari�osamente estas l�neas en mis recuerdos.

Era ya por ent�nces hombre de m�s de sesenta a�os; pero �gil, robusto
y colorado, con sus patillas blancas de _boca-�-jacha_ y su sombrero
sobre la oreja derecha, corria por las calles _recortando_ los coches y
evit�ndolos apoy�ndose en la saliente lanza, como quien pone rehiletes
de sobaquillo, porque todo lo hacia y lo hablaba � lo torero y lo
macareno; y asombraba el verle cruzar los _boulevarts_ sin tropezar ni
vacilar entre la multitud de carros, �mnibus y coches que de cont�nuo
los obstruyen. Todo era en �l extra�o y original; en su negocio
no tenia m�s que un empleado, y �ste tenia las m�s incompatibles
cualidades: era polaco, jud�o, carlista, fiel y discreto; hablaba un
castellano aprendido en Vizcaya, tan disparatado como el franc�s que
hablaba Freyre, y entre los dos me decian desprop�sitos imposibles de
reproducir. Yo llamaba tio � Freyre; y cuando mi familia me dej� solo
en Par�s, me fu� � vivir al hotel de Italia, frente � la Opera-c�mica,
en cuyo piso tercero habitaba Freyre un peque�o aposento, compuesto
de sala, gabinete y alcoba, y atestado de botellas y cajas. Cuando mi
trabajo as�duo y sus compromisos con sus anfitriones nos dejaban libres
las noches, com�amos juntos, y las conclu�amos en el teatro, en algunos
de los cuales tenia yo entradas libres, como escritor extranjero con
editor en Francia.

Lleg� as� Noviembre, y ya tenia yo apalabrados contratos para imprimir
mi poema de Granada, y pag�banme ya no escasamente la prosa y los
versos que para sus publicaciones de Am�rica me pedian, cuando se
acord� Dios de m�, como dicen los cat�licos, envi�ndome una de esas
desventuras que envenenan y enturbian para toda la vida el manantial
amargo de la memoria.

Ped�ame de Madrid mi primo P., cons�cio mio, con Rafael X, una cadena
de rel�j igual � otra mia, que era una cinta hecha con mil peque��simos
cilindros de oro engarzados y giratorios en una red de ejes, de tan
prolijo trabajo, como maravillosa flexibilidad. Averigu� Freyre el
domicilio del obrero que para el platero los trabajaba, y nos acostamos
conviniendo en que � la ma�ana siguiente muy temprano ir�amos � comprar
� � encargar la demandada cadena.

Hab�anme regalado en Burdeos un _necessaire_ de �bano fileteado de
marfil, que garantizado por una guadamacilada funda de cuero, llevaba
yo � la mano y servia en nuestros viajes de escabel � mi mujer. Al
levantarme al dia siguiente, h�ceme la barba segun costumbre con las
navajas y ante el espejo de aquel _necessaire_, y llamando Freyre � mi
puerta y d�ndome prisa, porque �l la tenia de acudir � sus negocios
despues que al mio, vest�me apresuradamente y part� con �l; dejando las
navajas sobre el velador y el espejo colgado en la escarpia, que para
ello tenia puesta � mi altura en el marco de la vidriera.

Fuimos hasta el final del Faubourg de San Dionisio; hallamos y
compramos el objeto pedido, acompa�� � Freyre � tres � cuatro puntos
que tenia que recorrer, y volvimos juntos al hotel de Italia.

Pedimos al conserje nuestras llaves, pero la mia no estaba en el
llavero; en vez de dejarla en �l al salir, me la habia llevado en el
bolsillo. Al entrar en mi cuarto, exclam� Freyre: �Mal ag�ero, zobrino:
aqu� han andado loz menguez en auzencia nueztra: mira:�--y me mostr�
el espejo hendido trasversalmente de arriba � abajo.--Re�me yo de su
supersticiosa observacion, y llam� al camarero; el cual respondi� �
mis reclamaciones diciendo, que ni �l habia podido _hacer_ mi cuarto,
ni nadie entrar en �l, porque yo no habia dejado la llave en la
conserjer�a.

��Mal ag�ero, zobrino, mal ag�ero!� Seguia Freyre rezungando entre
dientes, y yo, que no creo m�s que en Dios, le hice observar que al
cerrar la puerta de golpe, la vibracion de las vidrieras produjo
probablemente el choque y rotura del espejo; y que teniendo los due�os
de los hoteles dobles llaves por mandato expreso de la polic�a, tal
vez el no haber yo dejado la mia llam� la atencion, abrieron sin
precauciones la puerta y ocasionaron el fracaso.

Freyre trag� como pudo mi explicacion; y teniendo ambos el dia libre,
nos fuimos � almorzar � la taberna inglesa de la calle de Richelieu,
con la intencion de ir � las dos al hip�dromo del Arco de la Estrella.

Almorzamos tranquilamente, y habiendo encontrado Freyre en el fondo
de una botella de Chambertin, un raudal de andaluza verbosidad y un
tesoro de alegr�a juvenil, sal�amos cruzando el patio como estudiantes
que hacen novillos, cuando dimos de manos � boca con un sobrino del
banquero A. B., que en el piso principal de aquella casa tenia su
escritorio establecido. �Del cielo me caen Vds.--exclam� al vernos--y
me ahorran un viaje. Hace dos dias que tenemos una carta de Espa�a para
el Sr. Zorrilla, y � llev�rsela iba; por cierto que trae luto y la
apostilla de urgente. Aqu� est�.�

Y present�me la carta, que me hizo palidecer. Era de mi padre
y revelaba en sus cuatro l�neas su extra�o car�cter, y lo m�s
dolorosamente extra�o de nuestras relaciones.

Decia:

  �Pepe, tu pobre madre ha fallecido hoy � las tres de la madrugada;
  t� ver�s si te conviene venir � consolar � tu afligido padre

                                                        Jos�.�

No puedo decir lo que sent� ni lo que hice en aquel momento.

Aquella noche romp� mis contratos y retir� las palabras dadas � los
editores franceses; y � la ma�ana siguiente, rompiendo con mi porvenir,
emprend� mi vuelta � Espa�a y al paterno hogar, cuyas puertas me abria
la muerte por la tumba del s�r m�s querido de mi corazon.

Dej� � Freyre llorando en la estacion, y repitiendo lo que desde el
dia anterior le habia oido rezungar muchas veces por lo bajo: �S�,
dicen bien las gitanas de Triana: que el diablo ez quien invent� loz
ezpejoz, y que anda ziempre entre el azogue � zuz criztalez.�

Yo part� viendo � trav�s de mi espejo roto el rostro adorado del
cad�ver de mi madre, cuyo �ltimo suspiro no me habia permitido recoger
Dios.




XXIV.


Tenia mi padre gran fuerza de voluntad y absoluto dominio sobre s�
mismo; pero no pudo dominar su emocion en el momento de volverme �
ver en su casa y por tan doloroso motivo. Nos abrazamos llorando: �l
fu� el primero que se repuso y volvi� � la pros�ica realidad de la
vida.--�Vienes muy cansado:--me dijo--no agravemos el mal que no tiene
ya remedio. Come y reposa: la naturaleza es un tirano irresistible:
tenemos t�nto tiempo como razones para contristarnos; pero en este
instante nuestro dolor est� endulzado por la alegr�a, y no podemos ni
alegrarnos ni condolernos, sin asustarnos de nuestra alegr�a como de
nuestra pena.�

Y era verdad; los recuerdos alegres de la ni�ez que poblaban aquella
casa, la satisfaccion de volver � respirar en aquellos aposentos,
la vista de aquellos muebles tan conocidos, el servicio de aquellos
antiguos criados tan leales, y la presencia, en fin, de mi padre, tan
firme, tan erguido y tan vigoroso, que iba y venia dando � aquellos
las �rdenes necesarias, me tenian en un estado de arrobamiento que me
impedia darme cuenta de m� mismo; me sentia tan impulsado � llorar
como � reir; y la im�gen de mi madre muerta se me ocultaba y casi
desaparecia tras de mi padre vivo. Acompa��me �ste durante un ligero
almuerzo que preparado me tenia; me habl� del estado en que habia
hallado sus vi�as, de las mejoras que habia hecho en el cultivo de los
vi�edos y de las que necesitaba la casa; ni una palabra de mi madre;
ni la m�s leve alusion � mi vida pasada: ni la m�s m�nima esperanza
para el porvenir. Yo volvia � casa de mi padre, no � la mia; as� lo
habia yo entendido, y volvia resuelto � respetar todos los derechos y
� acatar todas las disposiciones de mi padre, sin permitirme la m�s
nimia observacion: puesto que al abandonar � mi familia en 1836, habia
yo renunciado � todos mis derechos de hijo y de heredero, dando � mi
padre el de hacer de su hacienda lo que m�s � cuenta le viniere, como
si Dios le hubiera quitado por muerte natural el hijo que civilmente
muri�, al fugarse del paterno hogar en brazos de su locura. Tal era mi
respeto por mi padre, tales la justicia y las facultades omn�modas con
que yo mismo le habia investido; y si le hubiera dado por ser jugador
y vicioso, yo me hubiera empe�ado y vendido � Satan�s por pagar sus
deudas � mantener sus concubinas. Yo no le pedia, al volver � mi casa,
m�s que un poco de cari�o y el perdon de aquellos dramas y leyendas
mias, por los cuales habia tirado por la ventana las Pandectas y las
Novelas de Justiniano.

Y fueron transcurriendo los dias, y fu�me �l llevando � ver las bodegas
y los plant�os; y mostr�me deseos de adquirir unos solares de casas
quemadas por los franceses, que lindaban con la nuestra por Mediod�a y
Poniente, con lo cual se la a�adiria un amplio jardin cercado, logrando
hacer de ella la mejor y m�s c�moda de muchas leguas � la redonda; y
como me diese � entender que las dos cosas que le hacian desistir de
la adquisicion de aquellos solares eran, la primera, que yo no querria
venir � vivir all� nunca, y la segunda, que �l no estaria ya nunca
sobrado de dineros; porque el laboreo de las fincas y algunos atrasos
contraidos en sus seis a�os de emigracion absorberian todas sus rentas,
ofrec�le yo la suma de que menester hubiese; asegur�ndole que mi �nica
ambicion era la de vivir all� con �l y hacerle lo m�s agradable posible
aquella mansion, con la cual habia so�ado siempre, y la cual me habia
siempre imaginado como un oasis de reposo en el desierto de mi vida de
trabajo y de abnegacion.

No cre�, me dijo, que tal pensaras; pero si es como dices, voy �
decirte lo que s� y pienso: ni los due�os de esos solares, ni nosotros,
que queremos adquirirlos, sabemos bien, ellos lo que van � vender y
nosotros lo que vamos � comprar. Escucha.

Fu� yo uno de los jefes del batallon de estudiantes Palentinos
que contra los franceses se levant� � fines de 1808. Una noche,
sabiendo que avanzaba una division, nos emboscamos en el puente con
aquella audacia inconsciente que nos hizo hacer lo que � pensarlo y
comprenderlo no hubi�ramos hecho. Al amanecer apareci� una descubierta
de coraceros, que con aquella confianza petulante que perdi� � los
franceses de Napoleon en Espa�a, entr� sin precauciones en el largo y
tortuoso puente de veintiseis ojos, que enlaza las dos riberas del rio
y el camino real con esta villa. La vanguardia venia a�n muy l�jos,
veiamos apenas el polvo que levantaba. Los coraceros y sus caballos
nos sintieron debajo de ellos �ntes de haber podido vernos enfrente;
y encabrit�ndose los caballos y empujando nosotros por los pi�s �
los ginetes, calzados con grandes � inflexibles botas, los arrojamos
al agua desequilibr�ndoles con el peso de sus cascos y sus corazas.
Algunos de los �ltimos, que volvieron grupas, dieron la alarma � los
de la vanguardia; pero cuando llegaron al puente, no hallaron m�s que
algunos muertos y apercibieron en el agua algunos ahogados, cuyos
cad�veres arrastraba la corriente. Los estudiantes montados en sus
caballos y armados con sus carabinas, entr�bamos en el p�ramo sin temor
de que nos siguiesen.

Pero pegaron fuego � Torquemada; y ese terreno elevado que desde
el balcon est�s viendo, cubre los escombros de cinco casas, cuyos
cimientos y primer piso eran de piedra labrada, que nadie ha
desenterrado.

Hay adem�s cegados cinco pozos de los cinco corrales � cada casa
anejos; y ent�nces todo castellano que huia al monte, echaba al pozo la
poca plata y alhajas que poseia; no habr� ah� riquezas, pero s� plata y
piedra para indemnizar el desembolso del comprador.

No podia yo permanecer en Torquemada, y al cabo de un mes volv� �
Madrid. Acababa de establecerse en la corte la sociedad editorial _La
Publicidad_, de la cual era uno de los directores D. Joaquin Francisco
Pacheco, quien ya he dicho que con Donoso Cort�s y Pastor Diaz habia
sido mi primer amigo y amparador. Propuse la compra de la propiedad de
mi _Granada_; y en dos mil duros por tomo, cerr� y firm� el contrato,
debiendo presentar mi manuscrito por medios tomos y cobrar mil duros
por cada mitad.

Empec� � enviar dinero � mi padre, que con �l compr� los solares, pero
no los toc�; intactos los hall� yo al verano siguiente, cuando invitado
por �l fu� con mi mujer � hacerle compa��a.

Mi padre ofreci� � �sta las llaves y el gobierno de la casa; yo me
opuse dici�ndole que su ama de llaves y sus criados eran de su completa
confianza, y que mi mujer y yo no �ramos m�s que unos hu�spedes por
aquel verano.

Pag�se mi padre y m�s su servidumbre de aquella confianza nuestra;
comenc� yo � convertir el corral en jardin, y gozaba mi padre vi�ndome
cavar y trasplantar frutales, y abrir arriates para las flores. No
hice yo de aquel corralon de lugar un jardin de Falerina; pero al
m�nos ve�ase desde los balcones algo muy diferente del muladar en
que convierten sus corrales los labriegos descuidados de nuestra mal
cuidada Castilla.

Fuimos y volvimos dos veces de Torquemada � Madrid y de Madrid �
Torquemada, y en la corte volv� � poner casa por consejo de Tarancon, �
quien su cargo de senador volvi� � traer � Madrid.

La sociedad de _La Publicidad_ se extendi� mucho y no pudo abarcar
t�nto; llevaba yo presentado tomo y medio de mi poema, y hab�anme dado,
por �rden de Pacheco, hasta setenta y dos mil reales; pero husmeando la
liquidacion pr�xima, y no queriendo que mi manuscrito pasara � manos
desconocidas, suspend� la entrega de original, con la intencion de
rescatar la propiedad de mi manuscrito, por una transaccion ventajosa,
cuando la liquidacion llegara.

Extendia entre tanto sus negocios el editor Gullon; y habi�ndome pedido
un libro de la V�rgen, consultado el caso con Tarancon, y fiado en sus
consejos, ofrec� � Gullon el poema de Mar�a en seis meses y en treinta
y dos mil reales; pero siendo Madrid el punto del Universo en que m�s
tiempo se pierde y m�s holgazanes encuentra con quienes malgastarlo
el hombre que lo necesita, tom� en el Pardo y en la Casa de Infantes
un aposento, que empapel� y amuebl�, y retir�me � trabajar en aquella
arbolada y jabalinesca soledad. Pas�bame all� las semanas enteras: los
s�bados me enviaban mi mujer y mi primo los caballos, y venia � pasar �
Madrid los domingos. Escrib�ame poco mi padre, porque tenia gota y mal
pulso y cost�bale mucho el llevar la pluma; y escrib�ale yo tambien muy
poco, porque estaba muy cansado de tener entre los dedos cont�nuamente
la mia. Sabia �l de m� que trabajaba en un libro de la V�rgen; sabia
yo de �l que la gota le tenia en descuido de la hacienda que habia
en parte arrendado, y en el endiablado humor en que la podagra pone
� quien la padece; y sabia de ambos el bueno de Tarancon, porque de
ambos se ocupaba y � mi padre escribia, mi�ntras yo algunas veces le
visitaba; y as� corri� el invierno de 48, preguntando yo � mi padre si
necesitaba de m�, y contest�ndome �l que no valia su mal la pena de que
yo interrumpiera mi trabajo.

Conservaba yo roto, y as� de �l me servia, aquel malhadado espejo de
mi _necessaire_ que se me rompi� en Par�s, y cuya rotura di� t�nto
� Freyre que rezungar; pero habi�ndose desprendido uno de los dos
trozos de su cristal por un costado, adherido s�lo al carton en que
encuadrado estaba por su parte superior, hac�ase ya tan engorroso como
arriesgado el servicio del tal espejo; y como conserv�bale yo roto
por mero recuerdo del mal dia en que se rompi� y no por supersticioso
empe�o, que Dios, en quien solamente � pu�o cerrado creo, me ha librado
de creer en ag�eros ni supersticiones de ninguna especie, determin� al
fin renovar el espejo, ya que el _necessaire_ era en verdad prenda que
merecia tenerse completa. Vivia yo en las casas de Santa Catalina de
la calle del Prado, y hall�base establecida una f�brica de espejos en
donde hoy lo est� el Casino Cervantes; llev� mi mujer misma el carton
en que el roto estaba encuadrado, y en �l la pusieron otro espejo de la
exacta medida, prometi�ndosele para el lunes: pero no se lo llevaron
hasta el martes. El azogado cristal nuevo encajaba perfectamente en el
hueco para �l hecho en el fondo de la tapa del _necessaire_; coloqu�le
en su lugar, p�sele encima la almohadilla que le garantizaba contra
choques y movimientos, y cerrado el _necessaire_, forc� la tapa para
hacer girar la llave: pero al forzarla, sent� crugir algo dentro; el
espejo se habia vuelto � romper; yo habia dejado por debajo del cristal
uno de los pasadores que por arriba le sujetaban.

Resign�me � tenerlo roto y me volv� � mi escondite del Pardo, y volv�
� emprenderla con el libro de la V�rgen. Era un martes. Mi familia no
iba nunca � verme al Pardo; yo la pedia � ella me enviaba los caballos
� un carruaje, pero nunca en dia de entre semana, sin� en s�bado � en
domingo. El jueves habia yo concluido un cap�tulo; hacia un tiempo
delicioso y sal� � hacer ejercicio �ntes de comer, en compa��a de un
guarda que en tales casos me servia de cicerone. A mi vuelta hall� un
coche en el patio de la casa y � mi mujer esper�ndome en mi aposento.
Volvia yo contento de mi paseo, porque lo estaba de mi trabajo, y
alegremente abrac� � mi mujer y � la persona de su familia que la
acompa�aba.

La mesa estaba puesta: sent�ame con apetito, y comenc� tranquilamente
� dar cuenta solo de mi pitanza, de que los recien venidos rehusaron
participar, y pas� distraido las primeras cucharadas de la caliente
sopa: pero al notar de repente el silencio tan sombr�o como desusado
de mi familia, asalt�me un siniestro presentimiento, y exclam� inquieto:

��Dios mio! �Qu� sucede, que ven�s tan tristes y tan pronto?

--Nada, pero es preciso que vengas con nosotros.

--�Por qu�?

--Porque... ha llegado una carta de Torquemada...--y al decir esto, mi
buena mujer rompi� � llorar sin poderse contener.

No recuerdo si el del espejo roto fu� lo que excit� en mi mente la
tremenda idea: ��Ha muerto mi padre!�--exclam� angustiado.

--No, todav�a no--se arriesg� � decir mi mujer; pero como esto, por
vulgar que sea, es lo primero que suele ocurrir � todo el mundo decir
en casos semejantes... no me qued� ya duda de mi desventura, y otra
idea m�s tremenda envolvi� mi esp�ritu en las tinieblas de otra duda
que sumia mi alma en la m�s imp�a desesperacion.

��Mis padres mueren, me dije � m� mismo, sin llamarme en su �ltima
hora! �Dios me deja sobre la tierra sin el �ltimo abrazo y sin la
bendicion de mis padres!... �Qu� le he hecho yo � Dios? �Est�n malditos
mis pobres versos?�

Recog� los que llevaba escritos de la V�rgen y me volv� � Madrid y �
casa de Tarancon, � quien ya no hall�: hacia dos dias que habia salido
para su di�cesis.




AP�NDICE A ESTE TOMO.


Razon suficiente da el pr�logo de este libro de mi venida y permanencia
actual en Barcelona: pero por torpe � ingrato deberia tenerme, si
yo cerrara este libro sin dar � sus habitantes las gracias por el
recibimiento que en su ciudad me han hecho, y el hospedaje que en ella
me han dado.

Atemor�zame y ap�came sin embargo el miedo de no acertar con palabras
que espresen mi gratitud, y pes�rame en el alma que, con las que voy �
escribir, pareciese que s�lo intento darme importancia, y prolongar el
ruido que esta especie de resurreccion mia ha levantado en la capital
de Catalu�a.

A ella llegu� el 30 de Octubre, y su pueblo se aglomer� en el
teatro para saludarme; pero con tan cordial cari�o, con tan franca
espontaneidad, que no en mis oidos sin� en mi corazon resonaron los
aplausos que, de pi� y vueltos al palco que ocupaba, me dirigieron
los espectadores. �Qui�n era yo, qu� habia yo hecho para merecerlos
de Barcelona? A�n puedo apenas comprenderlo; y las l�grimas, que como
aquella noche anublaron mis ojos, vuelven � enturbiar mi vista ahora
que, con infinito agradecimiento, en estas l�neas hago de aquella
escena tal vez inoportuna conmemoracion.

No espero que nadie de m� se mofe ni me averg�ence por mis l�grimas de
gratitud, ni por consignar aqu� con la m�s sincera los obsequios de que
fu� objeto y los nombres de los que me los prodigaron.

El 1.� de Noviembre apareci� en Madrid, en el n�mero 1841 de _El
Globo_, un tan curioso como oportuno y por m� no esperado art�culo,
prohijado por la redaccion, puesto que aparece de fondo y sin firma, en
el cual me considera como un muerto que sobrevive � su gloria y asiste
� su apote�sis desde una butaca del salon de espect�culo; �Dios mio! si
la redaccion de _El Globo_ me hubiera podido honrar con su compa��a en
mi palco del teatro Principal de Barcelona el 30 de Octubre, hubiera
comprendido lo poco que estimo mis obras, pero tambien la escitacion
febril que me producia el placer de recibir aquella ovacion del p�blico
de Barcelona. �Gracias � quien quiera que aquel original art�culo me
escribi� en ocasion tan oportuna; gracias � la redaccion que lo acept�
por suyo, y gracias (si le hay) � su tr�s ella escondido � invisible
inspirador.

El _Diario_ literario de avisos de Barcelona, copi� este art�culo de
_El Globo_ en su n�mero del jueves 4; y en el del viernes 5 de _La
Cr�nica de Catalu�a_ apareci� otro afectuos�simo de D. Teodoro Bar�,
� quien seria imposible que yo expresara mi reconocimiento por tal
escrito, en frases que � las suyas correspondieran. Bar� siente sin
duda por m� algo que no se puede comparar m�s que con un amor de ni�o:
con una sencillez infantil, y una fraternal familiaridad se ocupa
de mi faz, de mi traje, de mis costumbres, hasta de mis intereses;
recordando en su art�culo que c�mo y pago alquiler de casa, y que no
es justo que se me reimpriman mis obras como si fueran propiedad de
todos, impidi�ndome utilizar sus productos, para probarme la inmensa
popularidad que me han adquirido. Bar� trata de m�, de mis obras, de
mis acciones y hasta de mis sentimientos �ntimos y de mis pensamientos
rec�nditos, con una discrecion, con una delicadeza, con un decoro y con
un respeto, que no fueran mayores si �l fuera padre, hijo � hermano del
viejo poeta, � quien honra con el art�culo en que le da tan cordial
bienvenida. Yo ocupo, por lo visto, en el alma de Bar� un lugar entre
sus creencias: ley� de ni�o mis versos, se familiariz� conmigo desde
muy muchacho, aprendi� sin duda al mismo tiempo el Catecismo y mis
_Cantos del Trovador_, el Padre nuestro y _El rel�_, la Historia de
Espa�a y _Margarita la Tornera_, y ahora tiene de m� la misma idea que
de los personajes hist�ricos y de las im�genes religiosas, que entran
en nuestro esp�ritu con los primeros rudimentos de nuestra primera
educacion. Y �qu� voy yo � responder � los art�culos de Bar�? �C�mo
voy yo � corresponder � esta especie de veneracion innata que por
m� siente? Con palabras es imposible: no las encuentro; con versos,
ya no puedo, porque ya no los hago: con visitas, con cumplidos, con
banalidades sociales, seria bajarme yo mismo cantando las peteneras
del altar en que Bar� me tiene en su corazon colocado; tengo pues que
callar, consagr�ndole en el mio una silenciosa gratitud.

Alonso del Real, en los lunes de _La Gaceta de Catalu�a_, hoja
literaria del 25 del mismo mes de Noviembre, me di� por un poeta
sin rival, indiscutible, indeclinable, digno y capaz de vivir sin
decadencia ni senectud los a�os matusal�nicos; la redaccion de _La
Publicidad_, en su n�mero del 7, compuso su art�culo de fondo con mi
biograf�a encomi�stica, y encuadr� mi retrato en su primera p�gina:
y �c�mo voy � corresponder � tan ben�vola acogida? �Enviando �
Alonso del Real y � los redactores de _La Publicidad_, y � los de _El
Diluvio_, y del _Diari Catal�_ y de _La Ilustracion Catalana_, y _El
Correo Catalan_, mis tarjetas ofreci�ndoles mi casa y d�ndoles las
P�scuas y acompa��ndolas con un pavo?--Tengo, pues, que encomendarme
� Dios y al tiempo, que me deparen una ocasion de probarles mi
agradecimiento; y ellos tendr�n que darse por contentos y satisfechos
con estas pocas y desali�adas frases.

Pero hay algo m�s dif�cil a�n de recibir y de aceptar que los escritos
enc�mios: estos, al cabo, se leen � solas, y los que los han escrito no
ven la cara que al leerlos pone aquel en loor de quien los escribieron.
El Presidente del Ateneo, D. Manuel Angelon, me prepar� una velada
literaria: en ella hizo el Presidente de su seccion de literatura, Sr.
Feliu y Codina, mi presentacion al Ateneo en un discurso florid�simo,
durante el cual no sabia yo qu� continencia tomar. El poeta D. Enrique
Freixas, me dedic� unos endecas�labos, de cuyas ideas soy yo el �nico
que no puede hacer mencion: el j�ven Mata y Maneja, me prob� que habia
tomado por un g�nero de poes�a mis extrav�os fant�sticos y mis delirios
m�tricos, en uno tan intrincado que me pareci� mio; y por �ltimo, el
Ateneo me regal� una magn�fica medalla de plata, que no pude colocar en
ningun bolsillo por temor de que con su peso me lo desgarrara.

La Sociedad �Romea� di� una funcion en obsequio mio, en el Teatro
Catalan del mismo nombre y me ofreci� una corona.

La Sociedad �Latorre� me dedic� otra, y otra la Sociedad �Cervantes;�
y por fin, di�me la de �Romea� una segunda fiesta, poniendo en escena
mi _Sancho Garc�a_; en cuya representacion pusieron los actores m�s
esmero y dieron � la obra mia m�s relieve de los que acostumbran hoy
los que por primeros se consideran; y me inund� el escenario de flores
y de laureles.

El Sr. D. Santiago Vilar, en una velada de despedida, me present� �
los alumnos de su colegio, como modelo de yo no s� cu�ntas cosas: los
ni�os pasaron la noche entera en recitar versos mios, lo que probaba
que habian pasado un mes estudi�ndolos y pensando en m�; el Sr. Obispo
de Avila me abraz� en p�blico por los que yo recit�; y no s� yo lo que
pensar pudieron los espectadores que atestaban aquel salon de aquel
abrazo episcopal, dado con cari�osa efusion al poeta m�s desatalentado
del siglo. Present�ronme en un estuche una joya preciosa, primoroso
ejemplar de cinceladura, en cuyo trabajo de argenter�a son estremados
los artistas barceloneses; y despues de un refrigerio, necesario para
reponer en los vasos linf�ticos la saliva gastada en tan prolongada
lectura, salimos de aquella conmovedora fiesta de la ni�ez, presidida
por un ilustre prelado, � deshora de la noche, como viciosos que � su
casa vuelven ruidosamente de madrugada, calmando la inquietud de su
desvelada familia � interrumpiendo el tranquilo sue�o de sus honrados
vecinos[3].

       [3] En la lectura de la sociedad �Latorre� deb� el honor de
       que me acompa�ara al c�lebre poeta dram�tico, sostenedor del
       teatro catalan, D. Federico Soler; quien bajo el seud�nimo
       de �Serafi Pitarra�, hace a�os que con prodigiosa fecundidad
       surte de obras originales la catalana escena. De �L, de sus
       obras y del teatro Romea, tendr� ocasion de ocuparme en mis
       art�culos de _El Imparcial_.

A este mes entero de fiestas y regalos, no puede el viejo poeta
corresponder m�s que apuntando r�pidamente en este ap�ndice lo
sucedido. He protestado mil veces contra mis p�blicas exhibiciones;
pero Barcelona como Valencia, � manera de muchachas locas enamoradas
de un viejo, han pedido � gritos mi presentacion en los teatros: he
alegado los sesenta y cuatro a�os que me apocan y enronquecen, y
Barcelona me ha dicho: �que no; que yo no tengo edad y que canto como
un ruise�or.� He tenido que acudir al Dr. Os�o para que me azoara la
glotis, y Barcelona ha escuchado como sonora y argentinamente timbrada
mi voz perdida, y ha aplaudido fren�tica, como si nunca los hubiera
oido, mis versos tan viejos como yo. A esta idea preconcebida, � este
partido tomado, � este cari�o maternal de Barcelona, �qu� puedo,
qu� debo yo ofrecer en accion de gracias? Dejarme querer, y seguir
trabajando en silencio, y en la duda afanosa de si la posteridad
sancionar� los aplausos, la predileccion y el juicio con que Barcelona
me acepta y me recibe en su seno.

Me he limitado, pues, � escribir estas cuatro vulgares p�ginas; y como
ya no hago versos dos a�os hace, y el molde en que los vaciaba est�
ya enmohecido y agujereado, no he sabido m�s que hilvanar con unos
que hice � Valencia, mi madre adoptiva, y otros que me ha inspirado
mi gratitud � Barcelona, una estrafalaria poes�a, que aqu� publico
como recuerdo de mi madre y homenaje � la Ciudad Condal. Carece
completamente de m�rito literario, y la presento sin pretension alguna:
es s�lo un ejemplo de lectura, en la cual colocados los alientos y
dilatados sus per�odos para ser leida por m�, tal vez s�lo mi arte de
alentar la hace escuchar sin fatiga, y tal vez s�lo en mi boca tiene
armon�a su dislocada metrificacion. Creada en el corazon m�s que
imaginada en el cerebro, espero que s�lo con el corazon me la acepten y
me la juzguen Valencia y Barcelona.




BARCELONA Y VALENCIA.

LECTURA HECHA POR EL AUTOR EN BARCELONA.


I.

      Barcelona y Valencia son dos hermanas;
    y reclinadas ambas del mar � orillas
    como dos garzas blancas, son dos sultanas
    que tremolan bandera de soberanas
    sobre ricas ciudades y alegres villas.
    Yo soy hu�sped en ambas bien recibido;
    y en las villas que de ambas son comarcanas,
    voy y vengo � mi antojo, paso � resido:
    y d� quier, campesinas � ciudadanas,
    � m�, poeta viejo de las Castillas,
    al par Barcelonesas y Valencianas,
    desde las pobres hu�rfanas � las pubillas,
    me reciben alegres y oyen ufanas
    mis romancejos godos y mis coplillas,
    que son mitad muz�rabes, mitad cristianas:
    y desde las m�s c�ndidas y m�s sencillas
    payesas � las damas m�s cortesanas,
    donde � cantar me paro, ni�as y ancianas,
    oyendo de mis cuentos las maravillas
    sonr�en al poeta y honran sus canas.

      As� que en Barcelona como en Valencia,
    d� quier que me preguntan �y t� �qui�n eres?�
    digo con ciertos humos de impertinencia:
    �Soy el viejo poeta de las mujeres.�
                  Pero en conciencia,
    �Qu� soy de Barcelona? �Qu� de Valencia?


    II.

      Yo de los valencianos hijo adoptivo,
    considero � Valencia como � mi madre;
    mas cuando � Barcelona vengo, aqu� vivo
    como si aqu� tuviera casa mi padre.
    Aqu� y all� de raza ni de abolengo
    no, sin� de cari�o t�tulos tengo;
    all� y aqu� mis versos en castellano
    me dan fuero y derechos de ciudadano,
    porque � mi vieja musa mora-cristiana
    Catalu�a y Valencia ven como hermana.

      Mas no es mi vida en ambas muy regalona,
    pues aqu� y all� vivo como la ardilla
    en inquietud perp�tua: se me eslabona
    una con otra fiesta; de villa en villa,
    de teatro en teatro se me pregona;
    voy y vengo sin tiempo de tomar silla:
    por d� quiera me dicen: �_�parla! �enrahona!_�
    yo suelto de mis versos la taravilla,
    y d� quier mi presencia fiesta ocasiona:
    porque aqu� y all� paso por maravilla,
    porque escrib� el _Tenorio_, que es quien me abona
    lo mismo en Catalu�a que por Castilla;
    y aqu�, cuando en las calles ven mi persona,
    dicen los _noys_ que pasan:--�es en Surrilla,�
    lo mismo que si fuera de Barcelona.
                  Mas mi conciencia
                �qu� cree de Barcelona?
                �qu� de Valencia?


    III.

      Faro de isla cercado de guardabrisas,
    camarin alfombrado de minutisas,
    ajimez festonado con ramos de oro,
    joyel que de cien reinas guarda el tesoro,
    sultana de pensiles cultivadora,
    latina, provenzala, cristiana y mora,
    Valencia es un compendio de los primores
    con que orn� al mundo la Omnipotencia,
    cuna de silfos, nido de amores,
    patria de bardos y trovadores,
    vergel poblado de ruise�ores,
                  pomo de esencia,
                  jarron de flores:
                  eso, se�ores,
                  eso es Valencia.
                  Mas Barcelona
    es la muchacha alegre de la monta�a,
    sana, robusta y �gil: que, rica obrera,
    de un blason que mancilla servil no empa�a
    y un condal nobil�simo f�udo heredera,
    tiene al pi� de un pe�asco que la mar ba�a
    y de un aro de montes tr�s la barrera,
    un campo con mil torres para caba�a,
    por toldo y guardabrisa la cordillera,
    por taller la m�s rica ciudad de Espa�a,
    por mercado las plazas de Espa�a entera;
    y obrera que de estirpe noble blasona,
    da � la historia de Espa�a su prez guerrera,
    el floron m�s preciado de su corona,
    el cuartel m�s glorioso de su bandera.
    Artesana, que ci�e condal corona,
    en el taller sin penas trabaja y canta:
    con hilos y alfileres hace primores;
    en un pu�o de tierra cultiva y planta
    vi�edos y olivares que, en vez de flores,
    en sus bre�as y cerros, lomas y alcores
                  diestra escalona,
                  cuida y abona
                  con cien labores:
                  eso, se�ores,
                  es Barcelona.


    IV.

      Valencia es la florida puerta del cielo,
    el balcon por donde abre la aurora el dia:
    Dios por �l de la Espa�a bendice el suelo
    y la salud, la gracia y el sol la envia.

      Valencia es un florido pensil modelo,
    mansion de los deleites y la alegr�a,
    � quien sirve de cerca, de espejo y velo,
    � sus plantas echada, la mar brav�a.

      Valencia est� debajo del para�so;
    y cuando Dios le priva de su presencia,
    por el balcon del alba, sin su permiso,
    los �ngeles se asoman � ver Valencia.

      Valencia es alkatifa de cien colores
    de Dios tendida para una audiencia,
    donde del cielo los moradores
    de Dios derraman en la presencia
                  ramos de flores,
                  pomos de esencia:
                  eso, se�ores,
                  eso es Valencia.
                  Mas Barcelona.....

      Barcelona es la reina del mar Tyrreno,
    cuyas ondas azules cubre de lona;
    y � los hijos activos que da su seno
    la posesion del mundo dar ambiciona.

      Barcelona es un �guila de vuelo altivo,
    f�nix que, renaciendo de sus cenizas,
    torna jardin su suelo duro al cultivo
    y en palacios sus viejas casas pajizas.

      Barcelona, � quien nutre vital esceso,
    late con los volantes de sus talleres,
    se remonta en las alas de su progreso,
    brilla con la hermosura de sus mujeres:
    y cuando Dios se ausenta del para�so
    y duerme Barcelona de noche, al peso
    del trabajo rendida, sin su permiso
    baja un �ngel por todos � darla un beso.
      Porque del cielo los moradores,
      mi�ntras los mundos Dios inspecciona,
      al noble pueblo que en s� amontona
      turbas de pobres trabajadores,
      cuyo trabajo con Dios le abona,
      como � una v�rgen limpia de amores
      cuya alma el cuerpo casto abandona,
                  del huerto Ed�nico
                  con lauro y flores
                  tejen los �ngeles
                  una corona:
                  y esa, se�ores,
                  cae de sus manos
                  en Barcelona.


    V.

      Valencia, m�s hermosa, m�s cortesana,
    es m�s j�ven, m�s libre, m�s Moslemina;
    Barcelona es m�s hosca, m�nos galana,
    m�s morena, m�s s�ria, m�s Bizantina:
    aqu�lla m�s coqueta, y �sta m�s llana.


      Valencia afecta � veces ser campesina,
    mas brav�a con humos de soberana:
    y es una rubia y gr�cil hur�-cristiana,
    que viste por capricho de tunecina.

      Valencia dice � todos que es hortelana,
    y es una neerlandesa p�lida ondina
    que duerme en una rica concha perlina;
    y del mar en la espuma blanca y liviana
    canta � la arrebolada luz matutina,
    vestida por capricho de valenciana.

      Barcelona es el cr�ter donde fermenta,
    con el hierro fundido y el tufo denso,
    el esp�ritu hermano de la tormenta
    que se pasea, de ellas sin tener cuenta,
    sobre el m�vil abismo del mar inmenso.

      Valencia es la Hada n�bil de la alegr�a
    que respira de rosa y �mbar esencia;
    la V�nus Afroditis del Mediod�a,
    de quien ver deja ignuda la gallard�a
    de un pudor algo moro la transparencia.

      Barcelona es Minerva ya desarmada;
    cuyo manto, que lame la mar brav�a
    salpicando de perlas su orla murada,
    lleva en lugar de armi�os y pedrer�a
    la greca de su vuelo y c�uda bordada
    con rieles y m�quinas de ferrov�a,
    con espolones, h�lices y anclas de Armada.

      Valencia, alm�a gr�cil y encantadora,
    trova, canta, recita, danza y se espresa
    en voz, accion y gracia tan seductora,
    que atrae, fascina, embriaga, turba, embelesa,
    magnetiza, avasalla, rinde, enamora,
    y en tierra con las almas da por sorpresa.

      Barcelona, valiente, ruda payesa
    con timbres y con fueros de gran se�ora,
    labra, teje, cultiva, destila, pesa,
    funde, lima, taladra, cincela y dora;
    y ejemplar solo de alta noble condesa
    con corazon de obrera trabajadora,
    con el trabajo nunca de latir cesa:
    y apresurada siempre tr�s �rdua empresa,
    hierve como encendida locomotora:
    cuando se mueve, asombra; cuando anda, pesa:
    respira fuego y humo cual los volcanes,
    y estremece la tierra, como si dentro
    de ella fuera la raza de los titanes
    queriendo de la tierra cambiar el centro.


    VI.

      Barcelona y Valencia son dos hermanas,
    pero una es blanca y rubia y otra morena:
    son por naturaleza dos soberanas;
    pero la una celeste, la otra terrena.
    Valencia es la vers�til hija del cielo,
    � quien Dios por herencia di� un para�so;
    Barcelona, hija de Eva, vive en anhelo
    de tornar por s� misma su est�ril suelo
    en el Ed�n que el cielo darla no quiso.


    VII.

      Yo idolatro � Valencia por su hermosura,
    su luz, su poes�a, la donosura
    de su gente, sus usos, trajes y ali�os;
    y de un amor primero con la f� pura,
    la doy de hijo y amante los dos cari�os.

      Pero amo � Barcelona por tiran�a
    de ley inevitable de mi destino:
    Dios conden� al trabajo la vida mia;
    morir sobre el trabajo tengo por sino.

      Barcelona trabaja... y � su existencia
    el trabajo da fuerza, pan y alegr�a:
    que me d� cuando espire tumba Valencia,
    pan Barcelona, mi�ntras mi inteligencia
    Dios alumbre y mis ojos la luz del dia.


    VIII.

      Olvidaba que entre ambas hay diferencia:
    no en la tierra, en el cielo; pero os aviso
    que es secreto que � solas fiarme quiso
    el buen �ngel que alumbra mi inteligencia.

      La diferencia es esta: pero es preciso
    que Valencia lo ignore; cuando en ausencia
    de Dios se quedan due�os del para�so
    y con la luz del alba, sin su permiso,
    los �ngeles se asoman � ver Valencia....
    es porque � Barcelona Dios en persona
    baja en el sol, y absorto de complacencia
    se olvida de los �ngeles en Barcelona.


_Esta obra es propiedad de su Autor, el que perseguir� ante la ley �
quien la reimprima en todo � en parte sin su consentimiento._





End of Project Gutenberg's Recuerdos Del Tiempo Viejo, by Jos� Zorrilla

*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ***

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