The Project Gutenberg EBook of Recuerdos Del Tiempo Viejo, by Jos� Zorrilla This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: Recuerdos Del Tiempo Viejo Author: Jos� Zorrilla Release Date: October 16, 2016 [EBook #53294] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO *** Produced by Carlos Col�n, University of Toronto and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) Nota del Transcriptor: Se ha respetado la ortograf�a y la acentuaci�n del original. Errores obvios de imprenta han sido corregidos. P�ginas en blanco han sido eliminadas. Letras it�licas son denotadas con _l�neas_. Las versalitas (letras may�sculas de tama�o igual a las min�sculas) han sido sustituidas por letras may�sculas de tama�o normal. RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO POR D. JOS� ZORRILLA. BARCELONA. IMPRENTA DE LOS SUCESORES DE RAMIREZ Y C.^A Pasaje de Escudillers, n�mero 4. 1880. Este libro no necesitaba pr�logo: la carta del se�or Velarde, con la cual va honrado, y la primera mia, contestacion � ella, justifican la publicacion en _El Imparcial_ de los art�culos cuya coleccion forma el texto de este vol�men; y el motivo de coleccionarlos en �l, es la demanda que de su coleccion me han hecho los amigos que me leen y los libreros que me venden. Y que no se me ofenda ningun librero, ni se me engalle ningun Acad�mico por esta frase: porque se dice que se lee y que se vende � Quevedo � � Valera cuando se leen y se venden sus obras: lo mismo me sucede � m�; unos me leen y otros me venden; y si los que me venden no me vendieran, no me leerian los que me leen, y yo publico este libro por agradecimiento � los unos y � los otros. La razon y la escusa de lo que en �l de m� mismo digo, van tambien alegadas en su relato; pero de las circunstancias en que le he escrito y del motivo de imprimirle dividido en dos partes y no en Madrid sin� en Barcelona, me conviene, aunque necesario no sea, decir cuatro palabras; siquiera no encuentren cuatro lectores � quienes le�rmelas interese, ni media docena que en le�rmelas se complazcan. Un 27 de Junio, � las siete de la ma�ana, entr� la muerte calladamente en mi casa, y dispers� con su guada�a una familia, para cuya reunion habia yo trabajado mucho tiempo y agotado mis ahorros. En el inmenso y leg�timo duelo en que aquella muerte dejaba sumida mi casa, en cuyo escondido hogar me habia ya sumido modestamente _� vivir en el olvido y � morir en paz con Dios_, qued�bame por solo recurso y por �ltima esperanza el resto de las dos veces mermada pension, que en 1871 me habia concedido el Gobierno, cuyo ministro de Estado era el Excmo. Sr. D. Cristino Martos; pero llegado el ocho de Julio, y transcurrido el nueve, y pasado el diez, y visto que la libranza en que de Roma debia venir mi mensualidad vencida no venia, telegrafi� � mi apoderado en la capital del Orbe Cristiano, pregunt�ndole por ella. �Ay de m�! con mi telegrama se cruz� la carta suya, en que me participaba que por causa de econom�as inexcusables en la Administracion de los Lugares P�os espa�oles en Italia, mi comision habia sido suprimida: en consecuencia y ajustadas por �l mis cuentas con aquella piadosa Administracion, me remitia los �ltimos sesenta y cinco duros que me restaban que cobrar hasta la fecha de la supresion de mi sueldo. Qued�me yo con la libranza delante de los ojos, el verano delante de m� y detr�s de m� los siete individuos de mi familia; y el ministro de Estado en los ba�os, y el de Fomento en sus haciendas, y el Sr. C�novas mi amparador en Cotterets, y en Francia mi pa�o de l�grimas el Capitan General Jovellar; quien en tales casos molesta por m� � todos los ministros, y no pierde ocasion ni perdona empe�o por sacarme del mio. La moda, que deja � Madrid desierto durante el verano, me dejaba � m� en Madrid como en medio del Sahara: la tierra bajo mis pi�s, el cielo sobre mi cabeza, mi esperanza en Dios, y Dios tras el velo azul del aire; que es impenetrable cortinaje del pabellon que le guarda de las miradas de los hombres. �C�mo pas� yo aquellos tres meses? No puedo hacer al tiempo volver atr�s: no puedo quitarme de encima ni uno solo de mis sesenta y cuatro a�os: no puedo hacer volver � mis manos el capital pagado por las deudas de mi herencia paterna, ni lo por m� gastado en vivir bien � mal: no puedo rescindir los contratos de venta de mi _Don Juan_ ni de mi _Zapatero y el Rey_, escritos cuando la ley de propiedad no existia: esta ley no tiene efecto retroactivo ni protege mi propiedad por lesion enorme: y no puedo pedir limosna en Espa�a, sin� poni�ndome al pecho un cartel que diga: �este es el autor de _Don Juan Tenorio_, que mantiene en la primera quincena de Noviembre todos los teatros de verso de Espa�a y Am�rica;�--pero para esto seria preciso que yo esplicase c�mo el autor de tal obra podia pedir limosna; cosa muy f�cil de esplicar, pero muy dif�cil de comprender. Antes de pedirla escrib� � mis editores de Barcelona, los Sres. Montaner y Simon, d�ndoles cuenta de la suspension de mi sueldo y pidi�ndoles trabajo en su casa. Los Sres. Montaner y Simon me contestaron que �los editores no tenian en su casa trabajo digno de m�: pero que los amigos me enviaban adjunta una letra contra su corresponsal.� El Arzobispo de Valencia, de cuya ciudad soy hijo adoptivo, parti� conmigo la limosna de sus pobres; el empresario del Teatro Espa�ol me ofreci� una cantidad que jam�s pude cobrar en contadur�a; y al volver � Madrid el Sr. Conde de Toreno, ministro de Fomento, me present� en su antec�mara, en la cual no me detuvo ni un minuto. Exp�sele en dos palabras mi posicion: asombr�se de ella, confes�ndome que estaba muy l�jos de imagin�rsela tal; y prometi�ndome exponerla en consejo de ministros, en la primera ocasion, me di� cita para el dia siguiente en el gabinete del se�or C�rdenas, Subsecretario, con quien iba inmediatamente � consultar un medio de venir en mi auxilio. Al dia siguiente el Sr. C�rdenas, con una delicadeza y un tacto que no podr� jam�s olvidar, me dijo: �que el se�or Conde de Toreno, sabiendo que para continuar ciertos trabajos legendarios en que me ocupaba, necesitaria hacer algun viaje � alguna biblioteca � archivo de provincia, me daba por su mano una peque�ez para ayuda de gastos,� y puso en la mia un bono de dos mil pesetas contra el Tesoro. Pero mi�ntras todas estas cosas pasaban, habia pasado otra, principal engendradora, or�gen y causa m�s inmediatos de la confeccion de lo en este libro compaginado. El Sr. D. Federico Balart, � quien suelo pedir opinion y consejos sobre mis obras �ntes de publicarlas, y � quien voy ahora muchas veces � distraer de una mortal pesadumbre con mi esc�ntrica conversacion y mis ideas estrafalarias, habia ido � hablar en mi favor al propietario de _El Imparcial_. El Excmo. Sr. D. Eduardo Gasset y Artime me abri� su casa, sus brazos y las columnas del _L�nes_ de su peri�dico, pag�ndome mis art�culos en m�s de lo que valen; el Sr. Ortega Munilla, Director de los _L�nes_, me hizo la distincion de coloc�rmelos inmediatamente despues de su semanal revista, y en la redaccion de _El Imparcial_ encontr� una nueva familia, que acept� mi compa��a con cari�o tan afectuoso y tan respetuosa cordialidad, que me hicieron subir � los ojos dos l�grimas de gratitud, que no pudieron ya sostener las ralas hebras que me restan de mis �ntes espesas pesta�as. Mi�ntras, gracias al Sr. Gasset y Artime, volvia � contar con el pan cotidiano, pas� al ministerio de Estado el se�or Conde de Toreno, volvi� del extranjero el Sr. Presidente del Consejo de ministros, y falleci� el del Congreso, Adelardo Lopez de Ayala.--Pocos dias despues del entierro de �ste, el Sr. C�novas del Castillo, cuya casa he tenido siempre abierta y cuya amistad nunca se ha desmentido, me envi� una carta para el ministro de Estado; � cuya presentacion el Sr. Conde de Toreno me dijo: �por el correo de hoy va � Roma la �rden de continuar pagando � V. su sueldo; pero tengo el sentimiento de haber tenido que mermar de �l doce mil reales, porque las econom�as ya hechas en la Administracion de los Lugares P�os, no me han permitido devolverle los treinta y seis mil reales que �ntes cobraba.�--Recib� con gratitud lo que se me daba, y me volv� � mi casa, no ya como �ntes resuelto � vivir en el olvido y � morir en paz con Dios, como mi edad y la conveniencia de retirarme ya de la arena literaria me lo exigian, sin� decidido por necesidad � luchar otra vez con la vida y � morir sobre el trabajo; � lo que parece que me condenan mis viejos pecados y las nuevas econom�as de los Lugares P�os. Ya varias veces en algunos peri�dicos, que no s� por qu� me son hostiles, se me ha echado en cara el _no saber retirarme � tiempo_; pero no me han dicho � d�nde; puesto que saben que no puedo retirarme � un monasterio. Ya me habia yo retirado � mi casa, y hacia ya a�o y medio que rehusaba presentarme hasta en el ateneo, donde t�ntas consideraciones se me han tenido y t�ntos aplausos se me han prodigado: pero al retirarme el gobierno el sueldo con que �nicamente podia retirarme como se me aconsejaba, tuve yo por mejor consejo volver al trabajo y vivir honradamente de �l mi�ntras con �l sustentarme pueda, que dejarme morir de inanicion y de pesadumbre por dar gusto � los ya no le tienen de que viva yo entre la gente, porque concept�an que sesenta y cuatro a�os son demasiada larga vida para un hombre � quien aun hay algunos que estiman y aplauden. Pero juguemos limpio y hablemos claro por �ltima vez. Yo no he pedido amparo al gobierno para mi vejez alegando m�rito alguno en mis obras, ni yo he dicho � la nacion ni al gobierno que tuviesen _obligacion_ de ampararme: no: pero he propuesto esta cuestion.--�Mis obras, que son tan malas como afortunadas, han enriquecido � muchos, y mi _Don Juan_ mantiene en el mes de Octubre todos los teatros de Espa�a y las Am�ricas Espa�olas, �es justo que el que mantiene � tantos muera en el hospital � en el manicomio, por haber producido su _Don Juan_ en tiempo en que aun no existia la ley de propiedad literaria?� Y el gobierno ante quien espuse esta cuestion me subvencion� sobre los fondos de los Lugares P�os espa�oles en Roma, y mi subvencion tiene el car�cter piadoso y de limosna con el que yo la ped�, sin que por ello me crea ni deshonrado ni humillado: y mi�ntras con ella he vivido, en lugar de echarme � dormir sobre mis doradas pajas, he entregado concluido en 1873 � los editores Montaner y Simon mi leyenda del Cid que consta de diez y nueve mil versos, y mi leyenda de los Tenorios que tiene ocho mil; y hoy cuando lo que de mi subvencion me resta no me basta por la posicion en que mi reputacion me coloca, recojo los �ltimos destellos de mi decadente ingenio, los �ltimos alientos de mis cansados pulmones, y los �ltimos �tomos de honra y de br�o que en el corazon me restan, y me arrojo otra vez en los brazos del trabajo, en vez de arrojarme por el balcon, � en el fango de la holgazaner�a � quejarme de la nacion y de sus gobiernos, � quienes no alcanza ni obligacion ni responsabilidad alguna en la posicion en que me han colocado mis circunstancias personales y mis negocios de familia. D�me, pues, al trabajo, y entr� en el del periodismo; que es el m�s rudo por ser el m�s perentorio y as�duo, el m�s expuesto � la cr�tica y el m�s coartado y riesgoso por la estrechez de la ley de imprenta, que suele tener que regir en nuestro inquieto pa�s; y siguiendo � medias por no poderlo seguir por entero el consejo de los que retirarme me aconsejaban, me retir� al segundo recinto del alc�zar de las Bellas Letras, descend� de sus salones de su piso principal � su piso bajo con puerta y vistas al patio; es decir, que me retir� del gremio de los poetas y renunciando � la poes�a, me desped� del p�blico de Madrid en un romance cuyos versos son los �ltimos que he escrito, no volv� � presentarme como versificador ni como lector en acto alguno p�blico y anunci� que iba � escribir en prosa; comenzando � devanarme los sesos en discurrir c�mo servir con mi prosa los intereses del Sr. Gasset y Artime, y algun manjar no indigesto � los suscritores de _El Imparcial_. La primera carta del bravo Velarde me di� pi� para contar lo pasado en el cementerio al borde de la tumba de Larra: y por este recuerdo, como quien tira de un hilo de una madeja enredada, fu� yo tirando de mis pobres recuerdos del tiempo viejo, hasta formar con ellos el mal devanado ovillo de lo contenido en este libro.--Viejo � ignorante, no supe escribir m�s que mis personales memorias: los lectores de _El Imparcial_, tal vez sorprendidos de leerme en prosa, tal vez pagados de la anticuada construccion de la mia, y acaso m�s que de lo que yo en ella decia, de la ingenuidad algo infantil con que yo lo iba diciendo, encontraron entretenidos mis art�culos del TIEMPO VIEJO: unos porque refrescaban los suyos, y otros porque no habiendo alcanzado la �poca de que en ellos hablo, � lo que en ellos traigo � cuento ignoraban, � lo habian oido contar de muy diferente modo. Como quiera que fuere, mi�ntras los publicaba en el peri�dico, recib� varias cartas, unas an�nimas y otras firmadas, en las cuales algunos me aconsejaban que coleccionase mis art�culos; y el Sr. Gasset y Artime, renunciando generosamente en mi favor sus derechos � la propiedad de mi por �l tan bien pagado trabajo, me otorg� omn�moda y perp�tua facultad para hacer de �l lo que m�s me conviniera.--El Sr. Ortega Munilla se ofreci� espont�neamente � ayudarme en tal publicacion y se ocupaba ya de sus preliminares pormenores, cuando ocurrieron � la par su desastrada caida del caballo y mi impensado viaje � Barcelona: cuyos dos imprevistos acontecimientos me obligan � publicar este libro en la capital del Principado y no en la coronada villa. Pero �por qu�? �A qu� vine yo � Barcelona por siete dias y por qu� me quedo en ella por siete meses? En uno y medio que en ella llevo no he tenido tiempo hasta hoy de hacerme tal pregunta, y voy � ver si averiguo alguna razon que me sirva de respuesta. A pesar de mi necesidad de descanso, de la tenacidad con que h� cerca de dos a�os que rehuso toda invitacion � presentarme en p�blico, y � pesar, en fin, de mi deseo de complacer � los que me dicen �ret�rese V.�, es decir, �qu�tese V. de en medio�, aun hay algunos que recordando mis mejores a�os y olvidando los transcurridos, me buscan y me solicitan con la vana ilusion de que aun puedo, como en otro tiempo, cooperar en beneficio de sus empresas; y el pa�s en donde por m� se conservan mas ilusiones y simpat�as es en Catalu�a y sobre todo en Barcelona. As� que el 27 de Octubre pr�ximo pasado el empresario y el director de la compa��a de verso del teatro Principal de esta ciudad me ofrecieron una indemnizacion por gastos de viaje, si emprendia uno para enderezar y poner derecho sobre la escena � mi buen _Don Juan Tenorio_; quien no s� por qu� no queria tenerse este a�o muy en equilibrio. Tenia yo que abocarme con mis editores Montaner y Simon, para tratar de poner tambien en pi� de imprenta � mi valiente Burgal�s Rodrigo Diaz, que agarrado al pupitre de mis editores, parece que tampoco quiere dejarse meter en prensa; y con la esperanza de matar dos p�jaros de una pedrada, acept� la proposicion del viaje � Barcelona; pero mi�ntras la libranza del empresario llegaba � Madrid, y ciertos asuntos de mi j�ven amigo el pintor Padr�, que debia de acompa�arme, se allanaban, se perdieron cuarenta y ocho horas y llegu� yo tarde para enderezar � mi rebelde y voluntarioso _Don Juan_, y a�n no he tenido tiempo para tener cinco minutos de conversacion con mis editores del Cid; porque el pueblo Barcelon�s, que no me habia olvidado en los once a�os que he pasado ausente de Catalu�a, que se acordaba de que en Barcelona habia yo tenido casa, y me habia _re_casado en su parroquia de Santa Ana, y le habia leido muchos versos y me habia dado muchas fiestas, en las cuales habia yo procurado derramar toda la espansiva alegr�a de mi corazon de muchacho y toda la poes�a de mi desordenada imaginacion de loco, creyendo que para m� el tiempo no habia pasado y que no habian pasado por �l ni por m� los once a�os transcurridos, se empe�� en pedirme, como quien pide peras al olmo, que hiciera y le dijera lo que para �l habia hecho y dicho cuando, con once a�os m�nos, a�n tenia once partes de aliento m�s. Ech� � un lado � mi pobre _Don Juan_, y poni�ndome en lugar suyo sobre la escena, oy� mi palabra ronca con la cari�osa atencion de una madre que escucha la respiracion de su hijo que duerme; me colm� de aplausos, me coron� de flores, no me dej� ni dormir ni trabajar � fuerza de obsequios y convites; sus peri�dicos publicaron mi retrato, las sociedades literarias se apoderaron de m� y enfloraron el teatro catalan para escucharme; el Ateneo me di� una velada y una primorosa medalla, y los Sucesores de Ramirez pusieron � mi disposicion su magn�fico establecimiento tipogr�fico; y esta vuelta mia � Catalu�a fu� la vuelta del hijo pr�digo al paterno hogar, y el pueblo Barcelon�s me dijo: �Sorrilla, parla, enrahona: ets � casa teva;� y cay� en gracia cuanto hice y dije, y se me abrieron todas las puertas y me recibieron como � hermano en todas las familias: y h� aqu� c�mo y por qu� se imprimen en Barcelona estos mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO. En ellos repito y amplifico lo que en este pr�logo apunto: ni se hasta d�nde con ellos ir� � parar, ni me detendr� en mi marcha el temor de encontrarme al fin de ella cara � cara con mis contempor�neos, despues de haberme juzgado � m� mismo y � los que conmigo abrieron las puertas � la revolucion pol�tica y literaria del primer tercio de nuestra centuria. La ingenuidad infantil y la sincera buena f� con que hasta aqu� los he escrito, creo que garantizan mi leal veracidad para el porvenir: pero una vez que Dios prolonga mi vida hasta los actuales y corrientes dias, � ellos pertenezco a�n y en ellos voy � vivir y de ellos voy � hablar y en ellos voy � meter mi baza y voy por ellos � trabajar como trabaj� por los pasados; y espero en Dios que este trabajo no me deshonrar�, porque fio en la justicia de mi pueblo espa�ol que me rodear� del respeto � que siempre ha considerado acreedor � quien envejece y muere sobre el trabajo, por no sucumbir � la miseria y deshonrarse en la haraganer�a vergonzosa de los ingenios vergonzantes por holgazanes. Para no hacer de estos recuerdos un libro demasiado voluminoso, y en tan peque�os caract�res impreso que resulte tan dif�cil como enojoso de leer y de tener en las manos, lo he dividido en dos tomos peque�os. No teniendo adem�s la vanidad de creer que este miserable y pros�ico engendro mio, sea para m� la gallina de los huevos de oro, y deseando saber el n�mero de ejemplares que necesito para mis lectores, y por el pedido del primero regular la tirada del segundo, suplico � mis suscriptores que hagan la suscripcion al segundo al recibir � comprar el primero, en el recibo que le acompa�a. El tomo II llevar� un ap�ndice nuevo en verso y prosa; y toda la obra corregida y ampliada como permite el libro y no admite el peri�dico, va dedicada al mas moderno y al mejor y mas bravo de mis amigos. _Al Egregio Poeta_ DON JOS� VELARDE _en prenda de amistad y agradecimiento_. _Jos� Zorrilla._ Barcelona 1.� de Enero de 1881. I. EL POETA ZORRILLA. Era la tarde del 15 de Febrero de 1837. En el cementerio de la puerta de Fuencarral, un numeroso concurso se api�aba en derredor de un j�ven desconocido, delgado, p�lido, de larga cabellera y expresivos ojos, que, acongojado y convulso, leia, ante un f�retro adornado con una corona de laurel, una sentida poes�a. El concurso lo formaba todo el Madrid art�stico; el f�retro encerraba el cad�ver de Larra; el poeta era Zorrilla. Aquella tarde fria y nebulosa fu� solemne; vi� la conjuncion de dos crep�sculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al hundirse otro sol en el ocaso. A los desgarradores acentos de �La noche buena del poeta�, de F�garo, �ltimo canto del cisne moribundo, cuyos ecos a�n extremecian el aire, se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la alondra al alba. Espa�a, al perder al m�s grande de sus cr�ticos, encontr� al m�s popular de sus poetas. Desde aquel dia, la Fama fatigada va dando � todos los vientos el nombre del vate inmortal. Desde aquel dia, sus estrofas sublimes palpitan en todos los labios, y, como la voz divina, despiertan la inspiracion en el alma de la juventud y la lanzan � la vida del arte. Poeta formado de las entra�as de su pueblo, sus ideas, sus sentimientos, aunque universales por lo que tienen de humanos, son ante todo espa�oles; t�nto que al vibrar su lira nos parece escuchar el acento de la patria. V�rio y m�ltiple en sus concepciones y en la manera de expresarlas, ora arrebatado, elocuente y profundo, ora tierno, sencillo y vulgar, siempre ameno, siempre inesperado, siempre poeta, pulsa todas las cuerdas y se reviste como Prot�o de todas las formas para llegar � todos los corazones. Tiene su poes�a algo de la ola que se hace espuma, de la luz que se quiebra en colores, de la flor que se disuelve en aroma, algo, en fin, de lo bello, inmaterializ�ndose para confundirse en lo infinito; y es, que as� como la larva ha de trocarse en mariposa para volar, la poes�a ha de espiritualizarse para subir al cielo, que es su patria verdadera. Hay una poes�a que jam�s envejece, que no puede morir, que halla eco en todas las almas y hace latir al un�sono todos los corazones; lenguaje universal que entienden el ni�o y el viejo, el ignorante y el sabio, y es la poes�a de la naturaleza. Y la naturaleza es la musa de Zorrilla, le da sus colores, le presta sus armon�as y encarna en sus versos que nos repiten los gemidos del lago, las endechas del ruise�or, los extremecimientos del trueno, y nos pintan la nube que se tornasola, la espuma que bulle y el �rbol que florece. Zorrilla ha sido anatematizado por los ret�ricos que jam�s han previsto � los poetas ni los han comprendido, preci�ndose de las median�as que siguen sus reglas y odiando al g�nio que las deshace. Sigui� cantando el poeta y cayeron en el olvido las odas ampulosas, frias y limadas, y surgi� la poes�a del sentimiento y se ensancharon los horizontes del arte. �Siempre la misma lucha entre el sabio y el poeta, y siempre el poeta vencedor! Las murallas que guardan lo desconocido son de cristal para el g�nio que penetra en el fondo de lo insondable. La obra del sabio es perfectible, la del g�nio perfecta; aquel aprecia los pormenores, �ste abarca el conjunto; el uno halla, el otro crea; el sabio, para meditar, se inclina h�cia la tierra; el poeta, cuando canta, mira al cielo; y es que el uno no va m�s all� de lo humano, y el otro se remonta � lo divino. Zorrilla venci�. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues ni arrastr�ndose puede escalar la monta�a de laureles que le sirve de pedestal. �Y c�mo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos y los sue�os juveniles de nuestras dos �ltimas generaciones est�n iluminados por el fuego de la inspiracion del gran poeta? S�; sus versos fueron lo primero que balbucearon despues de las plegarias maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han dejado un sello imborrable en las almas. Poeta de la tradicion, � su m�gico acento, los h�roes castellanos se alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la comunidad por el cl�ustro sombr�o de la g�tica abad�a, salmodiando sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal entre los riscos y bre�as de la monta�a; se coronan de arqueros las almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova; baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino, y el terrible se�or de horca y cuchillo apresta su mesnada � se lanza venablo en mano, azuzando la jaur�a por el bosque enmara�ado persiguiendo al colmilludo jabal�. Ahora surgen la tapada, el rodrigon ce�udo, la due�a mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, � la luz mortecina de un retablo, � bien se puebla de c�rmenes y harenes la vega granadina, y resuenan en el Generalife los ecos de la zambra, y el sarraceno corre la p�lvora, y, como sol entre nubes, asoma al calado ajimez la hermos�sima sultana exclareciendo el dia con la luz de sus ojos. �Qu� poder el del g�nio! En vano curiosos eruditos � historiadores concienzudos se afanan en dar � conocer el verdadero car�cter de D. Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey D. Sebastian en el inhospitalario suelo de Africa, y en negar la vida borrascosa de Ma�ara, � sea de D. Juan Tenorio. �Qui�nes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay m�s D. Pedro de Castilla que el del _Zapatero y el Rey_, ni otro D. Sebastian que el de _Traidor, inconfeso y m�rtir_, y D. Juan Tenorio fu� sevillano y mat� al Comendador, y am� � D.� In�s, y cen� con los muertos y se fu� � la gloria; porque no ha habido, ni hay, ni habr� jam�s verdades m�s creidas, m�s amadas y m�s libres del olvido que las creaciones del g�nio. Las obras de Zorrilla vivir�n siempre. El fuego de la inspiracion, que algunos creen fuego f�tuo, es como la lava que se endurece y adquiere la consistencia del bronce para resistir al tiempo. A m�s, que la mano del �Cristo de la Vega�, al desclavarse para jurar, decret� la inmortalidad de nuestro poeta. �C�mo premia la patria los merecimientos de su exclarecido hijo? Hoy que la edad le agobia y el trabajo le fatiga, le ha retirado la modesta asignacion con que vivia y lo ha abandonado � la miseria, sin duda para que ci�a � un tiempo � sus sienes la corona de laurel de la poes�a y la de espinas del martirio. Jos� VELARDE. II. AL J�VEN POETA D. JOS� VELARDE. Lleg� � mis manos con retraso, porque vivo en el retiro de mi hogar, por donde acaba de pasar la muerte, el art�culo que me dedic� V. en el n�mero de _El Imparcial_, del lunes 29 de Setiembre; y he andado dos dias perplejo y caviloso, sin poder hallar c�mo darme por entendido de lo que de m� dice V. en �l. Corriendo empero, el tiempo, temiendo por una parte que mi silencio le parezca descortes�a, y no queriendo por otra dar motivo � que el p�blico crea que, hinchado de vanidad, acepto, como buena y corriente moneda, todas las extremadas excelencias que � mis versos atribuye, me resuelvo � dar � V. simplemente las gracias en cuatro palabras; que cuanto m�s le parezcan vulgares, m�s han de parecerle sinceras. Yo soy, Sr. Velarde, lo �nico que he podido ser: lo �nico que Dios ha querido que sea: un poeta espa�ol, hijo ignorante y desatalentado de la naturaleza, que ha cantado � su patria, como ha podido; como los p�jaros cantan en la selva, como susurran las abejas al elaborar sus panales; yo no me he jactado nunca de haber hecho mas, y � mi presentacion en el Ateneo el a�o pasado, lo dije en esta quintilla de mi _Canto del F�nix_: Lo que hice, lo que dije, todo ese laberinto de versos que concentran la esencia de mi s�r, de Dios son obra: un estro no pude haber distinto: yo obr� y habl� sintiendo y hablando por instinto: ni supe hacer m�s que eso, ni pude m�s hacer. Esta mi poes�a del _Canto del F�nix_ es una respuesta anticipada que yo d� � los primores con que V. en su art�culo tan cari�osamente me obsequia; y como s� que V. la sabe de memoria, no necesito a�adir una palabra m�s; V. que va hoy � la cabeza de aquella � quien yo llam� estirpe generosa de la prog�nie nueva, crey�ndome ya en el caso en que yo me ponia en la pen�ltima estrofa de mi _Canto del F�nix_, que dice: Y si las tempestades que el porvenir amasa en mi pa�s me obligan � mendigar mi pan, no dejes que en �l nadie las puertas de su casa empedernido cierre, � esquivo diga--��Pasa!�-- al que mat� � D. Pedro, al que salv� � D. Juan, salt� V. el primero � la arena � romper la primera lanza en pr� del viejo, en quien V. ve un gigante � trav�s del prisma del entusiasmo con que le mira. Gracias, mil gracias, Sr. Velarde: ya sabia yo que la juventud literaria de la generacion que � la mia sigue, no habia de abandonar nunca al poeta que no ha inculcado m�s que amor � la patria, y respeto � las creencias y � las tradiciones de sus padres. No puedo, sin embargo, permitir � su entusiasmo juvenil, que atribuya � la patria el abandono en que deja mi vejez la supresion de un sueldo, que � cargo de los Lugares P�os Espa�oles de Roma se me concedi�, para llevar � cabo mi legendario del Cid y de otras obras que me ha oido V. leer en el salon del Ateneo. No, Sr. Velarde, no: la patria no tiene nada que ver en esto; y nadie m�nos que yo tendria razon para quejarse de su patria, porque las econom�as necesarias en el presupuesto del Ministerio de Estado hayan alcanzado hasta mi ya mermada pension; la cual, si sola no podria sacar de ningun apuro � la administracion de los Lugares P�os Espa�oles de Roma, tal vez unida � las dem�s econom�as hechas en Julio �ltimo pueda contribuir � alguna obra perentoriamente necesaria para el decoro nacional. _Suum cuique_, y dejemos � la patria en el buen lugar que en este caso la corresponde. �Qu� es la patria? La tierra; la nacion, el lugar en que se nace. Y como la nacion la forman los habitantes de la tierra, la patria vive y se expresa por la vida y las acciones de los ciudadanos de cada nacion. �Y c�mo ha tratado su patria al poeta Zorrilla? Como no ha tratado nunca � ningun poeta, incluso al f�nix de los ingenios Lope de Vega; quien tal vez debi� parte de la gloria y los obsequios que su �poca le tribut� � su favor en la corte y al car�cter que le imprimia su dignidad sacerdotal. Yo no pertenezco � ninguna clase de la sociedad, porque los poetas no estamos clasificados en ninguna categor�a social; no he pertenecido jam�s � ningun partido pol�tico, � ninguna Academia, ni � ningun Instituto que haya podido alcanzarme favor con poder alguno, y por consiguiente, nadie ha tenido inter�s en aplaudirme ni en adularme. Yo me ausent� de mi patria en 1847 por razones que � nadie importan: me fu� el 55 � Am�rica por pesares y desventuras, que nadie sabr� hasta despues de mi muerte, con la esperanza de que la fiebre amarilla, la viruela negra � cualquiera otra enfermedad de cualquier color acabaran oscuramente conmigo en aquellas remotas regiones. No quiso Dios que all� muriera. Su proteccion visible me salv� de los naufragios, de las pestes y de las guerras civiles; y cuando volv� en 1866 � mi patria, �c�mo me recibi� Espa�a? Como su padre amoroso al hijo pr�digo, como su santa familia � L�zaro el resucitado, como Roma � los triunfadores, � quienes coronaba en el Capitolio. Barcelona y Tarragona me obsequiaron con regatas y fiestas de noche y dia; la Universidad de Zaragoza renov� por m� una solemnidad que s�lo habia dedicado � los reyes de Aragon; B�rgos y Valladolid me alfombraron de flores mi camino, y un altar de la parroquia en que fu� bautizado est� desde ent�nces cubierto con cien coronas, para las cuales no conceb� mejor dep�sito. Valencia, despues de haberse vuelto loca por m�, como una muchacha atolondrada que se enamora de un viejo, me hizo su hijo adoptivo, y yo la escribir� un libro con el cual espero probarla mi gratitud. Granada se desbord� en entusiasmo en honor mio en 1846 � la sola promesa de escribirla mi a�n no concluido poema; y a�n se recuerda all� una representacion de _Don Juan Tenorio_, al fin de la cual el beneficiado Pepe Calvo, padre de Rafael, la empresa y yo, convidando al p�blico � la mesa � que habia venido la est�tua del Comendador, hicimos al capitan general, al gobernador de la Alhambra y � las hermosas granadinas comer todos los dulces y beber todo el Champagne que habia en la ciudad. Amanecia ya, y ni autoridades ni pueblo se daban cuenta de que nadie estaba en su juicio ni en su lugar. Madrid, declarado en estado de sitio, y prohibida en �l la reunion p�blica de m�s de cinco personas, reuni� cuatro mil, para acompa�arme � mi casa desde la estacion, una ma�ana de Octubre de 1866. No pasa un mes de Noviembre en que no haga en mi favor alguna ruidosa demostracion en alguna representacion de mi _Don Juan_: y el Ateneo, en fin, tom�ndome bajo su amparo, ha abierto conmigo � la poes�a sus salones, en los cuales no habian penetrado a�n m�s que las ciencias. En res�men, mi patria, representada por la sociedad, no ha podido hacer m�s en Espa�a por un poeta, � quien indudablemente estima en m�s de lo que vale, s�lo porque su poes�a es la expresion del car�cter nacional y de las p�trias tradiciones. Cuando en 1859 la muerte le priv� en la Habana de un compa�ero, y destruyendo su fortuna con la de Cipriano de las Cagigas, el Capitan general de la Isla, D. Jos� de la Concha, le colm� de atenciones y de consuelos, y el banquero D. Manuel Calvo le aloj� espl�ndidamente en su tranquilo y salubre cafetal; procur�ndole en �l la soledad necesaria para el trabajo, y salv�ndole la vida y el honor con los cuidados de su amistad. El poeta Zorrilla, que es el que m�s debe � su patria, representada por la sociedad de su �poca, es el que m�nos puede quejarse de ella, si la considera representada por su Gobierno. Cuando en 1871 le pidi� su proteccion para emprender su _Leyenda del Cid_, obra de largo aliento, con la cual queria corresponder � la excesiva reputacion que por sus poco importantes trabajos se le habia acordado, el Sr. D. Cristino Martos, Ministro de Estado ent�nces, le di� una comision de archivos y bibliotecas en Italia; pretexto tan visible como honroso para acordarle una pension, que no podia tener nombre y car�cter absoluto de tal, por no haber antecedentes de que se hubiera pensionado en Espa�a � ningun poeta; y acompa�ada de una gentil�sima carta aut�grafa, le envi� la credencial de la Gran Cruz de C�rlos III, que constituia su persona en una alta dignidad, y de cuya Excelencia nadie se ha acordado nunca; porque � nadie se le ocurre en Espa�a que el poeta Zorrilla sea m�s ni m�nos que el poeta Zorrilla, cuya larga intimidad con el p�blico autoriza ya � todo el mundo para tutearle y llamarle Pepe. Hoy, que las perentorias econom�as de los Lugares P�os de Roma me obligaron � pedir amparo al se�or Ministro de Fomento, escud�ndose con una carta del Capitan general Jovellar, que honra � Zorrilla con su amistad desde que se conocieron, �c�mo ha recibido � Zorrilla el Sr. Conde de Toreno? Hijo de aquel ilustrado rep�blico, que fu� gloria del Parlamento y honra de las letras, di� al poeta cuanto tenia facultades de dar, mi�ntras discurria medio mejor de asegurar su porvenir; y el Sr. C�rdenas allan� ante sus pasos todos los dif�ciles que hay que dar en las oficinas del Ministerio de Hacienda para el cobro de su interina subvencion. Los editores de Barcelona, Montaner y Simon, se apresuraron � ofrecer los servicios de su amistad; un ilustre prelado parti� con �l la limosna de los pobres de su di�cesis, y V. mismo, Sr. Velarde, � la cabeza de la juventud literaria de Madrid, inici� _algo_ que le agradece en el alma y que no olvidar� jam�s el viejo poeta desheredado. Empieza V. su art�culo por un recuerdo de la tarde del 15 de Febrero de 1837: un lunes le dir� � V. de aquel dia lo que nadie sabe: y entre tanto, conste que cree que seria un loco y un ingrato si se quejara ni exigiera m�s de su patria; pero que no teme que Espa�a deje morir sin pan al viejo matador del rey D. Pedro, al loco salvador de D. Juan Tenorio, su agradecido autor el poeta, Jos� ZORRILLA. III. _Sr. D. Jos� Velarde_: Ofrec� � V., mi cari�oso amigo y generoso encomiador, decirle algo del 15 de Febrero de 1837, y no se me cuece el pan por cumplirle � V. mi oferta; no s�lo para que V. sepa � qu� atenerse sobre lo acontecido en aquel dia y especialmente en aquella tarde, al viejo y asendereado poeta, � quien V. hoy t�nto encomia, sino para disipar la neblina de cuentos y de pormenores absurdos en que los narradores vulgares, los chistosos de oficio y los amigos indiscretos � pretenciosos han rodeado despues la verdad de lo que en aquel dia sucedi�. La gente meridional, y sobre todo los espa�oles, tenemos la pretension de ser todos buenos narradores; y cuando algo se nos cuenta, no lo repetimos jam�s sin a�adir cada cual algo de su cosecha: con cuya man�a resulta que el hecho m�s sencillo, al pasar por unas cuantas bocas, queda tan desfigurado, que pueden cont�rselo como nuevo al primero que lo relat�, sin que �ste reconozca ya lo relatado por �l, en la d�cima relacion del hecho, que en vez del suyo, corre de boca en boca. Y hay otra circunstancia peor en este modo de narrar, inherente tambien � nuestro pa�s; y es, que la mayor parte de los que, a�adiendo pormenores � la narracion de los hechos, convierten al fin las m�s sencillas verdades en absurdas y fant�sticas mentiras, llegan � creerse estas de buena f�; y pueden jurar que han sido de ellas parte � testigos, alucinados por su fantas�a meridional, que les hace preferir � la deseada verdad la f�bula m�s fant�stica � inveros�mil. H� aqu� por qu�, mi buen amigo Sr. Velarde, quisiera yo contar � V. algunas cosas de aquel buen tiempo viejo, que no est� a�n tan l�jos de nosotros que de �l no vivan presenciales testigos, pero � qui�nes el afan de ponderar, � de darse personal importancia, ha hecho desfigurar de tal manera las cosas que en �l pasaron, que hay quien hoy me cuenta � m� de m� mismo lo que jam�s pas�, ni pudo pasar por m�; y yo callo y escucho, convencido de lo in�til que seria intentar convencerle de que yo, y no �l, soy quien debe saber la verdad; pero vamos al 15 de Febrero de 1837. Perm�tame V. que le recuerde � vuela pluma los ensayos por que pas�, �ntes de representar mi papel en la escena del cementerio. Meti�me mi padre � los nueve a�os en el Real Seminario de Nobles, establecido por los jesuitas en el edificio que es hoy, en la calle del Duque de Alba, cuartel de la Guardia civil, y trasladado en 1828 al que hoy es hospital militar, en la calle de la Princesa. Tengo para m� que la idea de los buenos padres de la Compa��a de Jes�s, al establecer un colegio tan lujoso y tan privilegiado, para entrar en el cual era preciso hacer pruebas de nobleza, fu� la de tener m�s tarde por disc�pulos � los hijos de todas las familias nobles, importantes � influyentes de Espa�a; como quiera que fuese, hall�me yo all� condisc�pulo de los primeros t�tulos de Castilla, y recib� una educacion muy superior � la que hasta ent�nces solian recibir los j�venes de la clase media; mi padre era el primero de mi familia que, saliendo de nuestro modesto solar de Torquemada, habia por sus estudios llegado � un honroso puesto en la alta magistratura. En aquel colegio comenc� yo � tomar la mala costumbre de descuidar lo principal por cuidarme de lo accesorio: y negligente en los estudios s�rios de la filosof�a y las ciencias exactas, me apliqu� al dibujo, � la esgrima y � las bellas letras, leyendo � escondidas � Walter Scott, � Fenimore Cooper y � Chateaubriand, y cometiendo en fin � los doce a�os mi primer delito de escribir versos. Celebr�ronmelos los jesuitas y fomentaron mi inclinacion; d�me yo � recitarlos, imitando � los actores � quienes veia en el teatro, cuando alguna vez iba al del Pr�ncipe, que presidian ent�nces los alcaldes de casa y corte, cuya toga vestia mi padre; h�ceme c�lebre en los ex�menes y actos p�blicos del Seminario, y llegu� � ser galan en el teatro en que se celebraban estos, y se ejecutaban unas comedias del teatro antiguo, refundidas por los jesuitas; en las cuales, atendiendo � la moral, los amantes se transformaban en hermanos, y con cuyo sistema resultaba un galimat�as de moralidad que hacia sonreir al malicioso Fernando VII y fruncir el entrecejo � su hermano el infante D. C�rlos, que asistian alguna vez � nuestras funciones de Navidad. Don C�rlos enviaba � sus hijos � nuestras aulas y � cumplir con la iglesia en nuestra capilla; � la cual habia enviado Su Santidad Gregorio XVI su bendicion y los cuerpos de cera de dos santos j�venes m�rtires, degollados en Roma en tiempos de no recuerdo qu� m�nstruo imperial, cuyas figuras degolladas me daban � m� tal miedo, que no pas� jam�s de noche por delante de la capilla en cuyos altares laterales yacian. Sali� mi padre desterrado de Madrid y Sitios Reales el 1832, y yo del Seminario el 33. Muri� � poco el Rey Don Fernando VII. Sopl� la revolucion; encendi�se la guerra civil, envi�me mi padre desde su destierro de Lerma � estudiar leyes � la Universidad de Toledo, donde siguiendo mi mismo sistema del Seminario, en vez de asistir as�duamente � la Universidad, me d� � dibujar los pe�ascos de la V�rgen del Valle, el castillo de San Servando y los puentes del Tajo; y vagando dia y noche como encantado por aquellas calles moriscas, aquellas sinagogas y aquellas mezquitas convertidas en templos, en vez de llenarme la cabeza de definiciones de Heinecio y de Vinnio, incrust� en mi imaginacion los g�ticos rosetones y las preciosas crester�as de la Catedral y de San Juan de los Reyes, entre las leyendas de la torre de D. Rodrigo, de los palacios de Galiana y del Cristo de la Vega, � quien debo hoy mi reputacion de poeta legendario. Mi tio, el prebendado � cuya casa me habia enviado mi padre, que habia creido recibir en ella � un pajecillo que le ayudara � misa y le acompa�ara al coro llev�ndole el paraguas y el breviario, se escandaliz� de que yo leyera � V�ctor Hugo; � quien �l confundia, sin que lograra yo sac�rselo de la cabeza, con Hugo de San V�ctor, expositor de Sagrada teolog�a, de quien �l suponia que los franceses habrian encontrado algunos versos in�ditos; tom� muy � mal mi amistad con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro Madrazo eran condisc�pulos mios de colegio, y concluy� por escribir � mi padre que yo no era m�s que un botarate, que m�s _iba para pinta-monas_ que para abogado, segun los papelotes que llenaba de piedras, de torres y de inscripciones ya en posesion de los buhos y cubiertas de telara�as. No pluguieron mucho � mi padre los informes del prebendado toledano; y al a�o siguiente me envi� � continuar mis estudios � Valladolid, bajo la inspeccion de un procurador de aquella Chanciller�a, y la proteccion del Rector de la Universidad, el ilustrado D. Manuel Tarancon, Obispo despues de C�rdoba y muerto Arzobispo de Sevilla. H�celo yo all� mucho peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de ni�o en la ciudad donde habia nacido, y encontr�ndome otra vez � Pedro Madrazo en aquella Universidad, continu� d�ndome � estudiar piedras, ruinas y tradiciones, ayudado por los peri�dicos y publicaciones literarias que recibia de Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era ent�nces emporio del arte, donde brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenia la redaccion de _El Artista_, el primer peri�dico literario � ilustrado de Espa�a. Atraqu�me, pues, de Casimire de la Vigne, de V�ctor Hugo, de Espronceda y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro p�ginas del Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador � quien por �l estaba encargado, escribi� � mi padre punto m�s de lo escrito por el prebendado: esto es, que yo no era m�s que un holgazan vagabundo, que me andaba por los cementerios � media noche como un vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en fin, amigo de los hijos de los que no lo habian sido nunca de mi padre, como Miguel de los Santos Alvarez. Parece que su padre y el mio, ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chanciller�a, realista mi padre y liberal el de Alvarez, no se habian mirado nunca de buen ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres, nos amamos de mozos, y a�n somos amigos en la vejez: cuestion de los tiempos y de los caract�res. Enoj�se mi padre, y con razon, con las noticias del bilioso procurador; gan� yo curso por favor del Sr. Tarancon, y d�jome mi padre, al enviarme por tercera vez � la Universidad de Valladolid: �t� tienes traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te grad�as este a�o de bachiller � cl�ustro pleno, te pongo unas polainas y te envio � cavar tus vi�as de Torquemada.� Era mi padre muy hombre para hacer tal con su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios s�rios: odiaba � Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores _in utroque_ de todas las Universidades de Espa�a: adoraba en sue�os � Garc�a Gutierrez, � Hartzenbusch y � Espronceda; y ver una obra mia impresa, y apretar la mano de amigo � estos ilustres poetas, me parecia destino de m�s prez que el de llegar � ser un Floridablanca; _el demonio_ de la poes�a estaba ya posesionado de todo mi s�r; y con disgusto de Tarancon y estupefaccion del procurador, anunci� redondamente que as� me graduaria yo � cl�ustro pleno aquel a�o, como que volaran bueyes. Meti�ronme, pues, en una galera, que iba para Lerma, � cargo del mayoral: pens� yo en el camino que mi vida en mi casa no iba � serme muy agradable; y sin pensar �insensato! en la amargura y desesperacion en que iba � sumir � mi desterrada familia, en un descuido del conductor, ech� � lomos de una yegua, que no era mia y que por aquellos campos pastaba, y me volv� � Valladolid por el valle de Esgueba, que era otro camino del que la galera habia traido. Sirvi�me mucho la equitacion que en el colegio me ense�aron, porque la yegua era reacia y antojadiza; mas no me convenia en modo alguno dejarla volverse � la querencia de su establo, y entr� sobre ella en Valladolid al anochecer, donde la vend�: y acomod�ndome en otra galera que para Madrid al amanecer salia, me desembanast� � los tres dias en la calle de Alcal�, y me perd� � la ventura por las de esta coronada villa, huyendo de mis santos deberes y en pos de mis locas esperanzas, ahogando la voz de mi conciencia, y escuchando y siguiendo la de mi desatinada locura. Mi familia, no crey�ndome capaz de la resolucion de abandonar para siempre mi casa paterna, me busc� por las de mis parientes de las provincias de B�rgos y de Palencia, donde suponia que me habria guarecido; y habiendo yo hecho mi fuga d�ndome por hijo de un artista italiano, gracias � mis principios de dibujo y � la lengua italiana que me era familiar, tard� mucho en dar con mi rastro. Present�me yo � mis amigos y condisc�pulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de mi padre, y que en vista de mi tenaz resistencia � volver � mi hogar, no creyeron prudente insistir con quien tan obstinadamente rechazaba sus amistosas amonestaciones. Ent�nces.... �ay de m�! busqu� y contraje otras amistades; unas de las que no quiero volver � acordarme, otras de las que jam�s me olvidar�; como la de Manuel Assas, con quien gan� algunos pocos reales enviando mis dibujos de la torre de Fuensalda�a y otros, con art�culos arqueol�gicos escritos por Assas en franc�s, al _Museo de las familias_ de Par�s, y la de Jacinto Salas y Quiroga: poeta ya casi olvidado, que cont� con mi pluma en donde quiera que lleg� � meter los puntos de la suya. Ent�nces prediqu� en las mesas del caf� Nuevo una pol�tica de locos, que hizo reir sin hacer afortunadamente pros�litos; y ent�nces escrib� en un peri�dico que solo dur� dos meses, al cabo de los cuales di� la polic�a tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de hacer un viaje � Filipinas por cuenta del ministerio de la Gobernacion. V� yo la justicia, por el balcon, entrar por la puerta principal que bajo �l estaba; y montando en la baranda de otro que se abria sobre un patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redaccion, ca� diestra y silenciosamente � cuatro pi�s sobre sus enyerbadas losas; emboqu� un callejon oscuro que ante m� se abria, y justificando mi apellido, me escurr� por �l hasta la calle opuesta de la manzana; enfil� tranquilamente la de Peregrinos, sub� la de Postas, mirando atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de ellas; y de recodo en recodo, y de callejon en pasadizo, d� conmigo en la de la Esgrima, y en ella de manos � boca con un gitano � quien habia salvado de ser fusilado dos a�os hacia en la tierra de Aranda. V�le y conoci�me; pregunt�me y respond�le; comprendi�me � media palabra, y llev�ndome � un cuarto del n�m. 30 y... tantos, trenz�me la melena, color�me el semblante, y endos�ndome unas calzoneras y una chaqueta de pana, con un sombrero con m�s falda que una dolorosa de procesion, y una faja m�s ancha que la del Zod�aco, me sac� entre los de su cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirvi�ndome de infalible se�a gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servia de se�a personal � los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme � mi casa, y de �rden del gobernador de las tres ppp, D. Pio Pita Pizarro, � los que pretendian enviarme � saber lo que en Filipinas ocurria. Pas� una revolucion � los pocos dias con la desastrosa muerte del general Quesada en Hortaleza; pas�... lo que pasa en las revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de diez dias torn� yo � pasar destrenzado y deste�ido por la Puerta de Toledo, y volv� � vivir � salto de mata, y � dormir en casa de un cestero, que de portero hab�amos tenido en la redaccion de marras... y as� me cogi� en Madrid el dia 12 de febrero de 1837, anterior con tres al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedar�n para una siguiente carta, � la cual sirve de preliminar esta de su afect�simo y agradecido amigo. IV. Comienzo � apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es m�s dif�cil de lo que cre� la tarea que me he impuesto ahora, y de que hemos andado poco acertados en dar publicidad � estas mis cartas. Aglom�ranse en mi memoria, segun las voy escribiendo, t�ntos pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender; pas�banme t�ntas y t�les cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos pasos y pasadizos en los dias de la muerte y del entierro de Larra, que me temo que ni la benevolencia del director y de la redaccion de _El Imparcial_ para conmigo, ni la paciencia de sus lectores quieran pasarme el importuno relato de tan �ntimos y personales recuerdos. Mas como quiera que ya es tarde para volverme atr�s, voy � pasar � la carrera por sobre todos estos tan resbaladizos pasos; � imponi�ndome esta tarea como una penitencia p�blica, ser� claro y sincero en mi narracion, para que mi claridad y sinceridad prueben � lo m�nos lealtad y modestia: probando que en la altura � que me ha elevado el favor p�blico, no he perdido nunca de vista ni la nada en que yo nac�, ni el polvo de que aquel me levant�. Sigo, pues, adelante con mis recuerdos. Hab�ase venido � Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi grande amigo Miguel de los Santos Alvarez, en cuya casa pas� la noche que en Valladolid me detuve en mi fuga de la mia paterna, y �nico confidente de los secretos de mi corazon. Llevaba yo en �ste dos afanes y dos esperanzas, que en un solo afan y en una esperanza sola se confundian: mi primer amor � una mujer, y la esperanza de conseguirla, y el amor � mi padre y la esperanza de sepultar su enojo bajo una monta�a de laureles. So�aba yo con una fama y una gloria t�les, que obligaran � aquella mujer y � mi padre � tenderme sus brazos � un tiempo, asombrados y deslumbrados por el resplandor de mi nombrad�a. �Qui�n no delira � los diez y nueve a�os? Alvarez estaba en Madrid con consentimiento de su familia hacia muy pocos dias, y yo pasaba las noches en la bohardilla de mi pobre cestero, las ma�anas en el hospedaje de Alvarez, el centro de los dias en la Biblioteca Nacional, y las tardes y primeras horas de la noche vagando con Alvarez por las calles de la corte, como golondrinas nuevas que buscan por vez primera sitio en que colgar su nido en una tierra desconocida. Y aconteci� que entre las personas con quienes un dia tropezamos en la Biblioteca, acert� � ser una la de un italiano al servicio del infante D. Sebastian, llamado Joaquin Massard, quien con un su hermano Federico andaba bien admitido por las tertulias y reuniones, que con su canto y alegre car�cter amenizaban: el Joaquin y el Federico poseian dos deliciosas voces, de tenor el uno y de bar�tono el otro. Abord�nos Joaquin Massard, que por Pedro Madrazo nos conocia, y nos di� de repente la noticia de que Larra se habia suicidado al anochecer del dia anterior. Dej�nos estupefactos semejante noticia, y asombr�le � �l que ignor�semos lo que todo Madrid sabia, � invit�nos � ir con �l � ver el cad�ver de Larra depositado en la b�veda de Santiago. Aceptamos y fuimos. Massard conocia � todo el mundo y tenia entrada en todas partes. Bajamos � la b�veda, contemplamos al muerto, � quien yo veia por primera vez, � todo nuestro despacio, admir�ndonos la casi imperceptible huella que habia dejado junto � su oreja derecha la bala que le di� muerte; cort�le Alvarez un mechon de cabellos y volv�monos � la Biblioteca, bajo la impresion indefinible que dejaban en nosotros la vista de tal cad�ver y el relato de tal suceso. Aqu� tengo que advertir � V., mi querido Velarde, que no volv�amos � la Biblioteca por nuestro afan de estudiar, sin� porque siendo el hospedaje de Alvarez y la bohardilla de mi cestero estancias muy poco agradables para pasar el dia, y estando la Biblioteca muy bien esterada y caldeada, pas�bamos en ella todas las horas que estaba abierta, como hidalgos poco acomodados, en el abrigado alc�zar de un opulento amigo que generosamente � los suyos lo franqueara. A nuestra vuelta hall�me all� con un condisc�pulo del colegio, quien enterado de mi posicion, me di� una carta para su hermano D. Antonio Mar�a Segovia, propietario y director de _El Mundo_; uno de los peri�dicos mejor escritos que en Madrid se han publicado, rebosando de ingenio y de oportun�sima vis c�mica. En aquella carta pedia para m� � su hermano, mi condisc�pulo, la plaza de un empleado que acababa de despedirse, dici�ndole qui�n yo era, la educacion que habia recibido, y lo �til que yo podia ser, atendida la m�dica retribucion del empleo que para m� solicitaba. Mi ambicion era llegar � ser periodista, llegar � firmar el folletin de un peri�dico que llegase � manos de mi padre: tom�, pues, la carta de mi condisc�pulo, y meti�ndola en la cartera del capitan Antonio Madera (otro condisc�pulo nuestro), la cual no s� ya por qu� llevaba yo en el bolsillo, cre� meter en ella mi fortuna. Joaquin Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo al salir: --S� por Pedro Madrazo que V. hace versos. --S�, se�or, le respond�. --�Querria V. hacer unos � Larra? repuso entablando su cuestion sin rodeos; y vi�ndome vacilar, a�adi�: �yo los haria insertar en un peri�dico, y tal vez pudieran valer algo.� Ocurri�me � m� lo poco que me valdrian con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos � un hombre tan de progreso y de tal manera muerto; y dije � Massard que yo haria los versos, pero que �l los firmaria. Av�nose �l, y conv�neme yo; promet�selos para la ma�ana siguiente � las doce en la Biblioteca; y despidi�ndonos � sus puertas, ech� Massard h�cia la plazuela del Cordon donde moraba, y Alvarez y yo por la cuesta de Santo Domingo � vagar como de costumbre. Pens� yo al anochecer en los prometidos versos y fu�me temprano al zaquizam�, donde mi cestero me albergaba con su mujer y dos chicos, que eran tres harp�as de tres distintas edades. No me acuerdo si cenamos: pero despues de acostados, met�me yo en mi mechinal, con una vela que � prop�sito habia comprado. En aquella casa no se sabia lo que era papel, pluma ni tinta; pero habia mimbres puestos en tinte azul, y tenia yo en mi bolsillo la cartera del capitan con su libro de memorias. Hice un kalam de un mimbre como lo hacen los �rabes de un carrizo y tomando por tinta el tinte azul en que los mimbres se te�ian..... H� aqu�, Sr. Velarde, c�mo se hicieron aquellos versos, cuya copia traslad� � un papel en casa de Miguel Alvarez � la ma�ana siguiente, y part� � entregar mi carta al director de _El Mundo_. Sali� � recibirme � una antec�mara: present�le la carta, y mi�ntras la leia, penetraron mis ojos indiscretos en el aposento inmediato, cuya puerta habia dejado �l abierta. Pareci�me � m� la de un paraiso: una mujer peque�a y fina, esbelta y ondulosa como una garza, con una cabellera como los arc�ngeles de Guido Reni y con dos ojos l�mpidos y serenos como los de las gacelas, esperaba reclinada en un mueble � que su marido concluyera con el importuno que habia venido � separarle de ella. Cuando aquel me dijo, con los m�s atentos modales, que sentia no necesitarme porque acababa de dar � otro la plaza que su hermano le pedia, me march� cabizbajo y cariacontecido, pero convencido perfectamente de que un hombre que tenia aquella mujer no debia necesitar de m� ni de nadie, y d� conmigo en la Biblioteca. No estaba ya en ella Joaquin Massard, pero me habia dejado una tarjeta, en la que me decia: ��Puede V. traerme los versos � casa, � las tres? Comer� V. con nosotros.� A los tres cuartos para las tres ech� h�cia la plaza del Cordon; los Massard habian comido � las dos: la hora del entierro, que era la de las cinco, se habia adelantado � la de las cuatro. Los Massard me dieron caf�; Joaquin recogi� mis versos y salimos para Santiago. La iglesia estaba llena de gente; hall�banse en ella todos los escritores de Madrid, m�nos Espronceda que estaba enfermo. Massard me present� � Garc�a Gutierrez, que me di� la mano y me recibi� como se recibe en tales casos � los desconocidos. Yo me qued� con su mano entre las mias, embelesado ante el autor de _El Trovador_, y creo que iba � arrodillarme para adorarle, mi�ntras �l miraba con asombro mi larga melena y el m�s largo leviton, en que llevaba yo enfundada mi p�lida y ex�gua personalidad. El repentino y general movimiento de la gente nos separ�, avanz� el f�retro h�cia la puerta; orden�se la comitiva; ingiri�me Joaquin Massard en la fila derecha, y en dos largu�simas de innumerables enlutados nos dirigimos por la calle Mayor y la de la Montera al cementerio de la Puerta de Fuencarral. Mohino y desalentado caminaba yo, poniendo entre los dias nefastos aquel aciago en que me habian negado una plaza en _El Mundo_, habia llegado tarde � la mesa, y en que iba, por fin, ayuno, � enterrar � un hombre, cuyo talento reconocia, pero que no entraba en la trinidad que yo adoraba, y que componian Espronceda, Garc�a Gutierrez y Hartzembusch. Parec�ame que con aquel muerto iba � enterrarse mi esperanza, y que nunca iba yo � tener un papel en que enviar impresos mis delirios � la mujer � quien habia pedido un a�o de plazo para pasar de cris�lida � mariposa, ni mis versos laureados al padre � quien con ellos habia esperado glorificar. As�, el m�s triste de los que �bamos en aquel entierro, marchaba yo en �l, envuelto en un _sur tout_ de Jacinto Salas, llevando bajo �l un pantalon de Fernando de la Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata de un fachendoso primo mio, y un sombrero y unas botas de no recuerdo qui�nes; llevando �nicamente propios conmigo mis negros pensamientos, mis negras pesadumbres y mi negra y largu�sima cabellera. Llevaba yo, y venianme, sin embargo, todas aquellas ajenas prendas como si para m� hubieran sido hechas; y traidas, pero no maltratadas, no revelaban que su portador salia con ellas bien cepilladas del alto zaquizam� de mi hospitalario cestero. Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el f�retro y � la vista el cad�ver; y como se trataba del primer suicida, � quien la revolucion abria las puertas del campo santo, trat�base de dar � la ceremonia f�nebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarla el elemento l�ico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venia � desenrocar la revolucion. D. Mariano Roca de Togores, que a�n no era el marqu�s de Molins, y que ya figuraba entre la juventud ilustrada, levant� el primero la voz en pr� del narrador ameno del Doncel de D. Enrique, del dram�tico creador del enamorado Mac�as, del hablista correcto, del inexorable cr�tico y del desventurado amador. El concurso inmenso que llenaba el cementerio qued� profundamente conmovido con las palabras del Sr. Roca de Togores, y dej� aquel funeral escenario ante un p�blico preparado para la escena imprevista que iba en �l � representarse. Tengo una idea confusa de que hablaron, leyeron y dijeron versos algunos otros: confundo en este recuerdo al conde de las Navas, � Pepe Diaz..... no s�..... pero era cuestion de prolongar y dar importancia al acto, que no fu� breve. Ibase ya, por fin, � cerrar la caja, para dar tierra al cad�ver, cuando Joaquin Massard, que siempre estaba en todo y no era hombre de perder jam�s una ocasion, no atrevi�ndose, sin embargo, � leer mis escritos con su acento italiano, meti�se entre los que presidian la ceremonia, advirti�les de que a�n habia otros versos que leer, y como me habia llevado por delante, h�zome audazmente llegar hasta la primera fila, p�some entre las manos la desde ent�nces famosa cartera del capitan, y hall�me yo repentina � inconscientemente � la vera del muerto, y cara � cara con los vivos. El silencio era absoluto: el p�blico, el m�s � prop�sito y el mejor preparado; la escena solemne y la ocasion sin par. Tenia yo ent�nces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oida de recitar, y romp� � leer..... pero segun iba leyendo aquellos mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparicion y mi voz les causaba. Imagin�me que Dios me deparaba aquel extra�o escenario, aquel auditorio tan un�sono con mi palabra, y aquella ocasion tan propicia y excepcional, para que �ntes del a�o realizase yo mis dos irrealizables delirios: cre� ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de mi fama, cuyas alas veia yo levantarse desde aquel cementerio, y v� el porvenir luminoso y el cielo abierto..... y se me embarg� la voz y se arrasaron mis ojos en l�grimas..... y Roca de Togores, junto � quien me hallaba, concluy� de leer mis versos; y mi�ntras �l leia..... �ay de m�! perd�nenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden, yo ya no los veia; mi�ntras mi pa�uelo cubria mis ojos, mi esp�ritu habia ido � llamar � las puertas de una casa de Lerma, donde ya no estaban mis perseguidos padres, y � los cristales de la ventana de una blanca alquer�a escondida entre verdes olmos, en donde ya no estaba tampoco la que ya me habia vendido. �Feliz aquel cuyo primer amor se malogra! �Desventurado aquel cuyo primer delito es una rebelion contra la autoridad paterna! Al primero le abre Dios el paraiso terrenal: del segundo no deja que repose la conciencia. Cuando volviendo de aquel �xtasis, apart� el pa�uelo de mis ojos, el polvo de Larra habia ya entrado en el seno de la madre tierra: y la multitud de amigos y conocidos que me abrazaban no tuvieron gran dificultad en explicar qui�n era el hijo de un magistrado tan conocido en Madrid como mi padre. Pero, �sabe V., mi buen Velarde, qui�n era ent�nces, lo que valia y c�mo y por qui�n lleg� � ser famoso su agradecido amigo? V. La importuna pregunta con que conclu� mi art�culo-carta del lunes 20 de Octubre, me obliga � dirigirle � usted esta, mi estimado Sr. Velarde. Tal vez enoja � V. ya, mi querido poeta, el verse tomado en pluma, que no puede aqu�, � mi ver, decirse en boca, por un viejo impertinente que se empe�a en contarle sus necedades de muchacho; pero disimule usted tal impertinencia, porque tiene s�lo por m�vil mi gratitud � V. por su art�culo del lunes 29 de Setiembre, con el cual motiv� V. la publicacion de estas mis cartas. Usted pertenece al porvenir, y mira naturalmente h�cia adelante; al mirar yo h�cia atr�s, porque pertenezco al tiempo viejo, al relatar � V. lo que en �l fu�, tenga V. presente que no pretendo servirle � V. de ejemplo, sino de escarmiento; puesto que viviendo yo hoy persuadido de que el porvenir le guarda � V. un muy elevado lugar en la rep�blica de las letras, quisiera yo por la mucha estima en que le tengo, que las suyas le dieran tanta fama como � m� las mias, pero que le fueran de m�s utilidad y provecho. Por eso no m�s voy � decir � V. lo m�s sucintamente posible qui�n era, lo que valia y c�mo y por qui�n llegu� yo � ser tan famoso en aquel viejo tiempo, cuyos recuerdos me complazco ahora en evocar, no quiera Dios que con hast�o � impaciencia de V. y de los suscritores de _El Imparcial_. No teman estos, y sea esto advertido de paso, que llene yo sus columnas con los insignificantes y poco trascendentales sucesos de mi vida. A m�, que no he ocupado jam�s ningun cargo p�blico, que no he sido ni embajador, ni ministro, ni siquiera individuo de corporacion ni academia alguna, jam�s me ha sucedido nada que sea digno de ser sabido, ni m�nos contado: ni me acosa tampoco vanidad tal ni tal comezon de bombo, que intente no dejar pasar un lunes sin hablar de m� mismo, para que no me olviden mis contempor�neos, ni se den los venideros de calabazadas por mis estupendas fechor�as. Para que mis contempor�neos no me olviden, basta ese bravucon inocente y desvergonzado perdonavidas llamado _D. Juan Tenorio_, que est� encargado contra mi voluntad y por la del pueblo espa�ol, de no dejarme olvidar en Espa�a; y con decir de este drama mio y del _Zapatero y el Rey_ c�mo y por qu� fueron escritos y c�mo y por qui�n fueron y son hoy representados, pienso dar fin � estos mis recuerdos del tiempo viejo; y siquiera sea con pesadumbre de algunos, y desenga�o de muchos, ser� tambien con honrado cumplimiento del deber mio y descargo de mi conciencia. Contin�o, pues, mi relato, tom�ndolo en el mismo cementerio de Fuencarral, donde lo dej�. Rompiendo por entre los amigos que me abrazaban, los entusiastas que me felicitaban y los curiosos que absortos me contemplaban, enfundado en mi gran _surtout_ de Jacinto Salas y circundado por mi flotante melena, un mancebo p�lido y aguile�o, de resueltos modales y de atrevida y casi insolente mirada, me asi� cari�osamente de las manos, dici�ndome: �Tenga V. la bondad de venirse conmigo, para presentarle � dos personas que desean conocerle.� Segu�le, y sac�ndome de aquella confusion, me hizo subir � una c�moda y elegante carretela, cuyos dos asientos, uno del fondo y otro de adelante, estaban ocupados por dos individuos del sexo feo, cuya fisonom�a no podia yo ver ya bien, porque ya era casi de noche. Salud�ronme y correspondiles; coloc�ronme en el asiento de honor; coloc�se mi presentador en frente de m�; cerr� el lacayo la portezuela, y � la voz del de mi izquierda, que dijo: �Calle de la Reina,� salieron � un resuelt�simo trote las dos poderosas yeguas que nos arrastraban: y, como dicen los mejicanos, �de las vidas arrastradas, la mejor es la del coche,� y aquella carretela inglesa estaba maestramente montada sobre sus muelles. Habl�banme dos, de los tres con quienes en ella iba, y contest�bales yo, sin recordar ya de lo que hablamos, y sin saber ent�nces con qui�nes, en la semi-oscuridad crepuscular. La direccion dada � la calle de la Reina era � la fonda de Genyes, que era ent�nces lo que hoy Fornos y Lhardy; de donde yo deduje que mis nuevos amigos moraban � comian en ella habitualmente, puesto que el nombre de la calle habia bastado al cochero para sentar en firme sus yeguas � la puerta de la fonda. En un gabinete estaba preparada una mesa con tres cubiertos; a�adieron el cuarto para m�; desembaraz�ronse ellos de sus abrigos exteriores, qued�ndome yo con el mio por razones que no son del caso; sent�monos � la mesa y present�me mi presentador � mis comensales. El de mi derecha era Buchental, llegado � Madrid hacia pocos meses; nuestro anfitrion era un rubio como de cuarenta a�os, de amen�sima conversacion, con la cual demostraba que habia viajado mucho, de cuyo nombre no me he podido volver � acordar, � quien no he vuelto � ver m�s, y por quien no tuve despues ocasion de preguntar � mi resuelto y aguile�o presentador: que era ni m�s ni m�nos que Luis Gonzalez Brabo, �ntes de ser diputado, embajador y ministro. Desde aquella tarde fu� para m� Luis, como yo para �l fu� Pepe; la suya fu� la primera mano en que me apoy� para poner mi pi� derecho en el primer escalon del ef�mero alc�zar de mi fama: y desde ent�nces no he tenido un m�s bravo amigo que Gonzalez Brabo. No era por ent�nces m�s que _tijera_ en no recuerdo qu� peri�dico; pero segun fu� ascendiendo por la escala de la fortuna, se volvi� � m� desde cada pelda�o que subia, � tenderme aquella misma mano con que me sac� del cementerio; pero mi objetivo, como hoy se dice, no era la pol�tica, y con tanta pena suya como desden mio, le dej� subir solo. Ignoro lo que fu� Luis Brabo social � pol�ticamente considerado, porque he vivido veinte a�os fuera de Espa�a y once en Am�rica, sin correspondencia con Europa; cuando volv� � Madrid en 1866 era presidente del Consejo de ministros y decian que tenia la nacion en sus manos; pero para m� fu� el mismo Luis Brabo, que me la tendi� como en 1837; el primer amigo del poeta Zorrilla. Aqu� dir� V., mi querido poeta Velarde: �c�mo el primero? �Pues y los Villa-Hermosa y los Madrazo, y Assas y Miguel Alvarez y Fernando de la Vera, sus condisc�pulos de Universidad y del Seminario? �Y Joaquin Massard y Roca de Togores cuyas manos tomaron de las de V. los versos que le abrieron las puertas de la sociedad y le dieron la nombrad�a?--Los Villa-Hermosa, los Madrazo, Alvarez y de la Vera, eran los amigos de mi ni�ez: los del estudiante y del condisc�pulo; los amigos cari�osos, casi los hermanos, del mancebo que iba � ser hombre; la casualidad llev� � Massard � la biblioteca y me puso al lado de Roca de Togores en el cementerio: pero Luis Brabo busc� el primero al poeta y no abandon� jam�s al amigo. La primera obligacion del narrador es ser ver�dico: la del hombre bien nacido la de ser justo: la del hombre noble ser agradecido. Desde la fonda me llev� Luis Brabo, orgulloso de llevarme, al caf� del Pr�ncipe, donde hall� � Breton, � Ventura, � Gil y Z�rate, � Garc�a Gutierrez, que me reconoci� y con quien trab� pronto amistad; al buen Hartzenbusch, � quien quise desde aquella noche como � un hermano mayor, y que fu� parte y testigo de sucesos �ntimos y posteriores de mi vida, y en fin, � la mayor parte de los que por ent�nces figuraban en las letras y en las artes. No s� qui�n me llev� � las diez � casa de Donoso Cort�s, que a�n no era el marqu�s de Valdegamas: all� encontr� � Nicomedes Pastor Diaz y � D. Joaquin Francisco Pacheco, quienes con el conocido jurisconsulto Perez Hernandez, estaban tratando de publicar su peri�dico _El Porvenir_.--Pregunt�ronme mil cosas: examin�ronme, sin que de ello me apercibiera, de lo que habia aprendido en el colegio; indagaron lo que habia leido, lo que me habia propuesto. Yo era un chico, no cumpl� veinte a�os hasta cuatro dias despues del de la muerte de Larra: estaba animado por el �xito de aquella tarde y por los pl�cemes y aplausos que acababa de recibir en el caf� del Pr�ncipe; recit�les mi destartalada composicion �A Venecia�, el romancillo de unos Gomeles que corrian por la vega de Granada, y unas redondillas � una due�a de negra toca y mongil morado, que sea dicho de paso y con perdon de mis admiradores, pero en Dios y en mi �nima creo que no sabia yo ent�nces lo que era mongil, segun el color morado episcopal de que le te��. Donoso y sus amigos debieron apercibirse de mi poco saber; pero se fascinaron con las circunstancias fant�sticas de mi aparicion, y con la excentricidad de mi nuevo g�nero de poes�a y de mi nueva manera de leer, y me ofrecieron el folletin de _El Porvenir_ con 600 reales mensuales; �nico sueldo que en este peri�dico se debia de pagar, porque iban � escribirle sin inter�s de lucro, en pr� de su pol�tica comunion.--Di�ronme � traducir para el peri�dico uno de los infantiles cuentos de Hoffmann, y � las doce me llev� Pastor Diaz consigo � su casa.--Pastor Diaz, cuya alma de ni�o simpatiz� con la ignara candidez de la mia, me entretuvo hasta muy avanzada hora, desde la cual hasta la de su muerte, me tuvo el m�s fraternal cari�o. No era ya aquella la de volver � recogerme � la bohardilla del cestero, y... � pesar del frio, vagu� por las calles hasta el nuevo dia, abrigado interiormente con el champagne y el caf� de mi generoso y desconocido anfitrion, y exteriormente sostenido con la esperanza y las ilusiones de mis a�n no cumplidos veinte a�os. No recuerdo ya donde me amaneci�; pero � las ocho estaba ya � la cabecera de la cama de Alvarez, cont�ndole mis venturas del dia anterior; de las cuales nada sabia, no habi�ndole yo podido buscar desde que hacia veinte horas me habia separado de �l, para ir � llevar mi carta � _El Mundo_ y mis versos � Massard.--Asombr�le primero lo sucedido; alegr�le despues; lloramos, reimos, ayud�le � vestir, y saltamos y cantamos al rededor del chocolate como los indios de Fenimore Cooper al rededor del postre de la guerra; la patrona crey� que nos habia caido la loter�a. Como si tal nos hubiera acontecido, nos echamos � la calle y comenzamos � dar fin � los pocos duros que le quedaban � Alvarez; declar�monos los dos modernos P�lades y Orestes; present�le yo � cuantos me presentaron; present�me �l � la que despues fu� mi mujer, y cuando llegaron � nuestras manos mis primeros treinta duros de �El Porvenir�, de Donoso, nos creimos due�os del Universo. VI. Como el relato de las muchachadas de ambos no entra por nada en la explicacion de mis preguntas finales en el art�culo del lunes �ltimo, voy adelante con mis desatinos personales. Escrib� muchos en _El Porvenir_: � Cervantes y � Calderon, cuantos pudieron ocurr�rseme, y � la luna de enero, donde dije que el cielo era ojo de la eternidad y la luna su pupila; escrib�, en fin, los suficientes para impacientar � cuantos tenian sentido comun y estudios, y gusto en las bellas letras; pero Nicomedes y Donoso seguian sosteni�ndome y anim�ndome, y yo segu� asombrando al p�blico con la multitud de mis po�ticos engendros. Una noche me encontr� al volver � mi casa de pupilaje, una carta de D. Jos� Garc�a Villalta que decia: �Muy se�or mio: he tomado la direccion de _El Espa�ol_, peri�dico cuyas columnas surt�a Larra con sus art�culos: pues la muerte se llev� al cr�tico dej�ndonos al poeta, entiendo que �ste debe de suceder � aquel en la redaccion de _El Espa�ol_. S�rvase V., pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina, esquina � la de las Torres, para acordar las bases de un contrato. Suyo, afect�simo, _J. G. de Villalta_.� Era este el autor de _El golpe en vago_, la novela mejor escrita de las de la coleccion primera del editor Delgado. Ten�ale yo en mucho desde que la habia leido, y las relaciones entabladas con el hombre acrecentaron mi respeto y mi estimacion h�cia el escritor. Villalta era un hombre de mucho mundo y de un profundo conocimiento del corazon humano: de una constitucion vigorosa, con una cabeza perfectamente colocada sobre sus hombros; de una fisonom�a atractiva y simp�tica, con una boca fresca, cuya sonrisa dejaba ver la dentadura m�s igual y limpia del mundo. Su cabellera escasa era rubia y rizada, y no he podido nunca esplicarme el por qu� su busto abultado de contornos me recordaba el ol�mpico busto de Neron, pero del Neron poeta y gladiador en su viaje � Grecia: el Neron que ponia fuego � dos viejos barrios de Roma para obligar al municipio republicano � construir otro nuevo, tan suntuoso como la mansion palatina que �l junto � lo incendiado habitaba. Yo tengo � Neron por un emperador muy calumniado; y desde que he vivido en Roma, estoy convencido de que hizo bien en quemar lo que quem�, para que se construyera lo que se construy�; y � este Neron que yo me figuro, es el Neron � quien me figuraba yo que se parecia Villalta. El hecho es que Villalta era todo un hombre: s�brio y diligente, pero gracioso y amabil�simo; como andaluz de la buena raza, su trato era fascinador; y en cinco minutos hizo de m� lo que le convino en nuestra primera entrevista; el cuarto en que esta pas� influy� sin duda en mi aceptacion. Era una sala grande cuadrada, en cuyas blancas paredes no tenia Villalta m�s adornos que dos espadas de combate, dos sables de academia de armas y un magn�fico par de pistolas. Una grand�sima mesa de despacho cargada de papeles estaba entre �l y yo, y por una puerta entreabierta se veia en el inmediato aposento el ba�o del que acababa de salir. Vi� Villalta que no era yo hombre de abandonar � Donoso y � Pastor Diaz, sin una grave razon, y me di� una carta para ellos, en la que les decia las proposiciones que me habia hecho y las razones que yo le daba. _El Porvenir_ tenia apenas suscricion, y _El Espa�ol_ la tenia numerosa. Si me querian bien, debian dejarle dar � mis versos la m�s lata publicidad, etc. Ofrec�ame un sueldo con que no habia yo contado nunca, y que ent�nces creo que no sabia contar en moneda efectiva: pagarme aparte las poes�as del n�mero de los domingos, que era una revista de mayor tama�o; la colaboracion en el folletin con Espronceda convaleciente ya de una larga enfermedad, y mi presentacion inmediata en su casa por �l en persona. Espronceda era el �dolo de mis creencias literarias. Donoso y Pastor Diaz me autorizaron abraz�ndome para abandonarles, y me pas� al campo de Villalta sin traicion ni villan�a. Continu� en �l publicando centenares de versos, entre los cuales habia algunos chispazos de ingenio que hacian, por efecto de la moda, no parar mientes en mis infinitos y exc�ntricos disparates. Es verdad que contribuian � darlos boga las lecturas que de ellos hacia en los salones del Liceo, en el palacio de los duques de Villahermosa, quienes, ausentes de Madrid � la sazon, se los habian cedido � aquella sociedad literaria y art�stica. Era el Liceo... Pero ya ha dicho lo que era en _La Ilustracion_ el ameno _Curioso parlante_ D. Ramon de Mesonero Romanos; y ante �l arr�a bandera quien en su juventud supo aprovecharse de su picante y donosa cr�tica, y hoy se complace en hallar una ocasion de darle una prueba p�blica de consideracion y respeto. All�, en el Liceo, re�� yo y gan� grandes batallas, y cobr� fama de gran lector; all� ayud� � subir � la tribuna y entrar en la palestra literaria � Rodriguez Rub�, con su precioso romance de la venta del jaco; all� coron� una noche � Carolina Conrado y present� una ma�ana � Gertrudis Avellaneda; all�... pero lo que sucedi� all� lo sabe todo el mundo, y lo que no sepa se lo dir� mejor que yo el _Curioso Parlante_. Ya se lo ha dicho en _La Ilustracion_ del 22 de Octubre: �de all� salieron los que all� figuraron despues como ministros, embajadores, consejeros, senadores, diputados y publicistas, alternando en diversos bandos y �pocas, segun la marcha de los sucesos: y s�lo Zorrilla y el que esto escribe se obstinaron en conservar su independencia y su nombre exclusivamente literario, sin aspirar � su engrandecimiento por otros caminos; con la circunstancia en pr� de Zorrilla de que � m� s�lo me faltaba la ambicion, y � Zorrilla le faltaban la ambicion y la fortuna.� Esto dice D. Ramon de Mesonero Romanos, y Dios le bendiga como yo le agradezco que lo haya dicho. Lo que no dice y le voy � decir yo � V., mi querido Velarde, es c�mo �ste � quien llama ilustre, corriendo quijotescamente tr�s de ideales fant�sticos, no era en la vida social ni en la literaria m�s que un tonto y un ingrato. VII. Lenta y perezosa carrera lleva mi correspondencia epistolar con V., mi querido poeta, interrumpida dos veces por versos que no pudieron m�nos de ser en su lugar publicados: ata�endo ambas � asuntos tan perentorios y tan de actualidad como es el de las inundaciones y el de mi escaso beneficio[1]. Concluyo, pues, con las noticias que de m� me propuse dar � V. y Dios haga que la gente de hoy vea bajo su verdadero punto de vista, y tome en su sentido verdadero, lo que de m� me resta que decirle. [1] Estas dos composiciones van en el ap�ndice de esta obra. Una tarde me dijo Villalta: �esta noche iremos � casa de Espronceda, que ya desea ver � V.� Fig�rese usted que un creyente hubiera enviado por escrito su confesion al Papa, y que S. S. le hubiera contestado: �venga V. esta noche por la absolucion � la penitencia� esta fu� mi situacion desde las cuatro de la tarde, hora en que Villalta me anunci� tal visita, hasta las nueve de la noche, hora en que se verific�. Yo creia, yo idolatraba en Espronceda. Si aquel or�culo divino � quien yo iba � consultar desaprobaba mis versos, si aquel �dolo � cuyos pi�s iba yo � postrarme desde�aba mi homenaje, no tenia m�s remedio que irme � buscar � mi padre � la corte de O�ate, y suplicarle contrito que me matriculase en la Universidad de Vergara. Villalta ley� sonriendo en mi fisonom�a lo que pasaba en mi interior, y me condujo en silencio � la calle de San Miguel, n�m. 4. Espronceda estaba ya convaleciente, pero a�n tenia que acostarse al anochecer. Introd�jome Villalta en su alcoba, y diciendo sencillamente �aqu� tiene V. � Zorrilla�, me empuj� paternalmente h�cia el lecho en que estaba incorporado Espronceda. Yo, no encontrando una palabra que decir, sent� brotar las l�grimas de mis ojos, los brazos de Espronceda en mi cuello, sus labios en mi frente, y su voz que decia � Villalta, �es un ni�o�. Hubo un minuto de silencio, del cual no he sabido nunca hacer un poema: Villalta se despidi� y nos dej� solos; de la conversacion que sigui�... no me acuerdo ya: al cabo de media hora nos tute�bamos Espronceda y yo, como si hiciera veinte a�os que nos conoci�ramos; pero la luz que estaba en el gabinete no iluminaba la alcoba, en cuya penumbra no habia yo todav�a visto � Espronceda; �no te veo�, le dije; �pues trae la luz�, me respondi�; y trayendo yo la buj�a, le contempl� por primera vez, como � la primera querida que me hubiera dado un beso � oscuras. La cabeza de Espronceda rebosaba car�cter y originalidad. Su cara, p�lida por la enfermedad, estaba coronada por una cabellera negra, riza y sedosa, dividida por una raya casi en el medio de la cabeza y ahuecada por ambos lados sobre dos orejas peque�as y finas, cuyos l�bulos inferiores asomaban entre los rizos. Sus cejas negras, finas y rectas, doselaban sus ojos l�mpidos � inquietos, resguardados como los del leon por riqu�simas pesta�as: el perfil de su nariz no era muy correcto, y su boca desde�osa, cuyo labio inferior era algo aborbonado, estaba medio oculta en un fino bigote y una perilla unida � la barba, que se rizaba por ambos lados de la mand�bula inferior. Su frente era espaciosa y sin m�s rayas que la que de arriba abajo marcaba el fruncimiento de las cejas; su mirada era franca, y su risa pronta y frecuente, no rompia jam�s en descompuesta carcajada. Su cuello era vigoroso y sus manos finas, nerviosas y bien cuidadas. A m� me pareci� una encarnacion de P�ndaro en Atinoo: de tal modo me fascin� su belleza varonil, su conversacion animada y la alta inspiracion de su poes�a. Espronceda sabia m�s que la mayor parte de los que despues de �l hemos alcanzado reputacion: disc�pulo de Lista como Ventura de la Vega y Escosura, era buen latino y erudito humanista; pero empapado en la poes�a inglesa de Shakespeare, Milton y Pope, era la personificacion del clasicismo ap�stata del Olimpo, y lanzado, Luzbel-poeta, en el infierno insondable y nuevamente abierto del romanticismo. Espronceda era leal, generoso y bueno: la pol�tica y los amigos le dieron un car�cter y una reputacion ficticia, que jam�s le pertenecieron; y las median�as vulgares le han calumniado despues de su muerte, hasta atribuirle versos y libros infames, que jam�s pens� en producir. A la tercera visita que le hice de dia, me cans� de la sociedad de sus amigos: no porque su conversacion me espantara, sin� por que no la comprendia; vivia yo dado � mi trabajo, y no conocia � nadie de los ni de las de qui�nes all� se hablaba. Una noche entr� en su alcoba despues de las doce: dolores articulares y escasez necesaria de nutricion ten�anle � �l desvelado, y � m� con pocas ganas de recogerme temprano la estrechez de mi pupilaje. --Vengo � esta hora--le dije--porque es en la que no tienes amigos en tu casa. --�No te gustan mis amigos? --No. --Pues hablemos de otra cosa; y me alegro de que tengas libres estas horas, que son para m� las m�s insoportables; �tardo t�nto en conciliar el sue�o!.. Hacia poco que le habia abandonado Teresa: yo ni la conocia, ni aun tenia por ent�nces conocimiento de que existiese: yo no conocia de la vida de Espronceda m�s que sus escritos; yo adoraba al poeta, y aun no conocia del hombre ni siquiera la persona, puesto que no le veia m�s que en el lecho donde le retenia su enfermedad. Segu� pues yendo � visitarle despues de media noche. Y de aquellas conversaciones � solas con Espronceda s� que podria yo hacer un libro; pero hay libros que no deben ser leidos hasta cuarenta a�os despues de escritos. Espronceda y yo nos quisimos y nos estimamos siempre; pero nuestras diversas costumbres, �unque no las entibiaron, hicieron m�nos frecuentes nuestras relaciones. Yo desert� el primero del cafetin del teatro del Pr�ncipe, en donde nos junt�bamos, y me pas� al de S�lito, con los Gil y Z�rate, G. Gutierrez y otros, � quienes comenz� � importunar el elemento militar y pol�tico que se incrust� all� en el literario; y con motivo de mi primer matrimonio, del cual Espronceda no se atrevi� � hablarme m�s que una vez, comprendi� que el ni�o era ya hombre; y habiendo ya escrito _El Cristo de la Vega_ y _Margarita la Tornera_, estim� al hombre como un hermano y al poeta como ingenio privilegiado que �l era, y que no tenia nada que envidiar al mozo atrevido que osaba trepar � tientas al Parnaso. Encerr�me yo en mi casa y segu� produciendo libros: Garc�a Gutierrez me di� la mano para presentarme en la escena, � m�s bien me sac� � ella en brazos, en un drama que escribimos juntos, y comenc� la vida aislada y poco social que he llevado siempre. La gimnasia, que necesitaba mi sietemesina naturaleza, el tiro de pistola, que en tiempos tan revueltos no era in�til estudio, y los paseos � caballo por fuera de puertas, eran mis perennes entretenimientos; en medio de los cuales escrib� once tomos de versos, de los cuales no he sabido jam�s cuatro de memoria. El Liceo concluy� entre tanto, saliendo sus s�cios m�s notables para las embajadas, los ministerios y los destinos m�s importantes de la nacion: Mesonero Romanos se fu� � su casa, cargado de memorias, y yo � la mia de coronas de papel recogidas en una funcion de obsequio que se me di�, y con un �lbum en cuya primera hoja escribi� S. M. la Reina D.� Isabel. Tal fu� el fin y el fruto que yo saqu� del Liceo. Salustiano Ol�zaga, � quien habia hecho emigrar mi padre cuando era superintendente general de polic�a, y que fu� uno de mis mejores amigos, me ofreci� la entrega de mis bienes paternos, que habian sido secuestrados; pero yo rehus� incautarme de ellos, creyendo que �pues habia abandonado mi casa, habia renunciado � mis derechos de hijo...� Ol�zaga vi� que yo era un tonto: mi padre me lo dijo cuando volvi� de su emigracion, y yo lo creo ahora que lo escribo. Mi quijotesco modo de ver las cosas y mi caballeresco desprendimiento no fu� apreciado por nadie: mi padre me dijo que habia hecho mal en no aprovechar mi favor en el partido liberal, sacrificio que yo creia muy agradable � su intransigencia realista; mi extra�amiento de la sociedad y mi vida oscura de diario trabajo, no me procur� m�s amigos que el p�blico; y como todos no son nadie, no tuve m�s amigo que mi trabajo; y como corriendo los tiempos cambian las aficiones y las predilecciones sociales, yo gan� mucha fama con dos � tres afortunadas obras, y llegu� � la vejez como la cigarra de la f�bula. Pero en mis famosas obras se revela la insensatez del muchacho falto de mundo y de ciencia, exento de todo sentido pr�ctico, y jam�s apoyado en principio alguno fijo. Yo debia mi fama � mis inspiraciones rom�nticas de Toledo. Aquella g�tica catedral, cuyas esculturas se habian levantado de sus sepulcros para venir � cruzar por mis romances y mis quintillas; aquel �rgano y aquellas campanas que en ellos habian sonado; aquellos rosetones, capiteles y doseletes; aquellos cl�ustros cat�licos, aquellas mezquitas moriscas, aquellas sinagogas jud�as, aquel rio y aquellos puentes y aquellos alc�zares que habian dado � mis _repiqueteados_ y desiguales versos la vistosa apariencia de sus festonadas labores de imaginer�a y de crester�a, no me habian merecido m�s que el desprecio de su antig�edad y la mofa de su perdida grandeza; y aquel pueblo, � cuyas costumbres, � cuyas tradiciones y � cuyas consejas debia yo todo el valor de mi poes�a l�rica y legendaria, no me mereci� m�s que el ep�teto de _imb�cil_, en aquella estrofa, padron de mi infamia: Hoy s�lo tiene el gigantesco nombre, parodia con que cubre su verg�enza: parodia vil en que adivina el hombre lo que Toledo la opulenta fu�. Tiene un templo sumido en una hondura, dos puentes y entre ruinas y blasones un alc�zar sentado en una altura y _un pueblo imb�cil_ que vegeta al pi�. �Concibe V. poeta m�s necio y m�s ingrato, mi querido Velarde? �Por qu� llam� yo _imb�cil_ al pueblo de Toledo? �Por que era religioso y legendario, y pretendia yo ech�rmelas de incr�dulo y de volteriano? Pues ent�nces, �por qu� seguia buscando fama y favor con mi poema de _Mar�a_ y con el car�cter religioso y creyente de todas mis obras? Porque el imb�cil era yo: y gracias � Dios que me ha dado tiempo, juicio y valor civil para reconocer y confesar p�blicamente en mi vejez mi juvenil imbecilidad. En cuanto � mi ingratitud... por m�s que me averg�ence y me humille tal confesion, no quiero morir sin hacerla. La muerte de Larra fu� el or�gen de mis versos leidos en el cementerio. Su cad�ver llev� all� aquel p�blico, dispuesto � ver en m� un g�nio salido del otro mundo � �ste por el hoyo de su sepultura; sin las extra�as circunstancias de su muerte y de su entierro, hubiera yo quedado probablemente en la oscuridad, y tal vez muerto en la m�s abyecta miseria; y apenas me v� famoso, me descolgu� diciendo un dia: Nac� como una planta corrompida al borde de la tumba de un malvado, etc. H� aqu� un insensato que insulta � un muerto, � quien debe la vida; que intenta deshonrar la memoria del muerto � quien debe el vivir honrado y aplaudido. �Concibe V., Sr. Velarde, un ente m�s ingrato ni m�s imb�cil? Pues ese era yo en 1840; mezcla de incredulidad y supersticion, ejemplar inconcebible de progresista retr�grado, que ignoraba, por lo visto, hasta la acepcion de las palabras que escribia. Han transcurrido treinta y nueve a�os: nadie ha venido jam�s � pedirme cuenta de mis palabras, y aprovecho la primera, aunque tard�a, ocasion que � la pluma se me viene, para dar � quien corresponde una satisfaccion espont�nea y jam�s por nadie exigida; quiero decir: � los toledanos de hoy y � los hijos de Larra. Y en estas �ltimas l�neas, con las que con V. corto mi correspondencia, fundo yo m�s vanidad, mi querido Velarde, y espero que halle V. m�s motivo de estimacion que en los cuarenta tomos de versos que lleva escritos el autor de _D. Juan Tenorio_. VIII. Abreviemos este relato, sobre el cual deseo pasar como sobre �scuas. Mis memorias son demasiado personales para inspirar inter�s, y demasiado �ntimas para ser reveladas en vida: temo adem�s que parezcan comezon de hablar de m� mismo, cuando siento un profund�simo anhelo y tengo perentoria necesidad de desaparecer de la escena literaria � vivir en el olvido y � morir en paz con Dios. Corramos, pues, cuatro a�os en cuatro l�neas. Hab�ame hecho conocer como poeta l�rico y como lector en el Liceo: el editor Delgado me compraba mis versos coleccionados en tomos, despues de haber sido publicados en _El Espa�ol_ y en otros peri�dicos; pero terminada la guerra carlista con el convenio de Vergara, emigr� mi padre � Francia y era forzoso procurarle recursos. Acud� � mi editor D. Manuel Delgado, quien � vueltas de largu�simas � in�tiles conversaciones no me dejaba salir de su casa sin darme lo que le pedia; es decir, jam�s me lo di� en su casa, sin� que me lo envi� siempre � la mia � la ma�ana siguiente del dia en que se lo ped�: parecia que necesitaba algunas horas para despedirse del dinero, � que no queria dejarme ver que lo tenia en su casa, � que no era due�o de emplearle sin consulta � permiso pr�vio de inc�gnitos asociados. Como quiera que fuere, comenz� � pasarme una mensualidad, de la cual enviaba parte � mi padre; pero era preciso trabajar mucho; y tan falto de ciencia como de tiempo, continu� produciendo t�ntas l�neas diarias cuantos reales necesitaba, sin tiempo de pensar ni de corregir las vanalidades que en ellas decia. Comprendiendo al fin que no era posible repicar y andar en la procesion, suprim� las amistades del caf� y las visitas de cumplimiento; y encerr�ndome en mi casa cerr� su puerta � los ociosos y � los gorristas; qued�ndome reducido � la cari�osa amistad de Pastor Diaz, � la proteccion incondicional de Donoso Cort�s, y � la sociedad de G. Gutierrez, � quien quise y quiero como � un hermano mayor, y � la de Fernando de la Vera, el corazon m�s leal y m�s constante de cuantos me han acordado su afecto y pasado cari�osamente por las desigualdades de mi car�cter. A�os hemos pasado juntos y a�os sin vernos ni escribirnos; al volvernos � encontrar, Gutierrez desplega la misma sonrisa semi-s�ria con que nos despedimos hace treinta a�os, y Fernando de la Vera, de prodigiosa memoria, toma la conversacion donde la dejamos hace veinte. Yo admiro y saboreo a�n los versos de G. Gutierrez, aunque ya �l no me los lee, y Fernando de la Vera se admira de haber escrito los suyos, sin haber tenido jam�s necesidad de escribirlos. Los Villa-Hermosa habian desaparecido de Madrid; y cuando yo leia mis versos en las sesiones del Liceo, en los salones de su palacio, esperaba siempre ver aparecer por detr�s de algun tapiz la severa figura del viejo duque, que me perdonaba las muchachadas que le enojaron, � la p�lida hermosura de la duquesa, que tengo a�n en las pupilas como la im�gen de la duquesa de quien habla Cervantes, � la faz, en fin, semi-burlona del actual duque, que venia � decirme: �Mira c�mo te regocijas en mi casa, como si estuvieras en la tuya.� Los Madrazos se habian dividido en muchas familias, y Espronceda entre sus ruidosos amigos me llamaba el viejo de veinticuatro a�os. Pero era preciso vivir, y para vivir era forzoso trabajar. La casualidad, que es la providencia de los espa�oles, y la debilidad de Garc�a Gutierrez para conmigo, me abrieron campo m�s ancho, franque�ndome la escena, cuando m�s necesitaba variar y acrecentar mis medios de accion y de subsistencia. No recuerdo por qu� ni c�mo, porque a�n no conocia el teatro por dentro, habia quedado Madrid aquel verano sin compa��a dram�tica alguna, ni por qu� ni c�mo andaban por las provincias Matilde, los Romeas y los empresarios habituales de sus coliseos: el hecho era que desde fines de Mayo actuaba en el del Pr�ncipe una sociedad improvisada, bajo un programa tan modesto que no anunciaba m�s pretensiones que la de no dejar al p�blico de Madrid sin ningun espect�culo. Compon�anla Garc�a Luna, Juan Lomb�a, Pedro Lopez, Alver�, B�rbara y Teodora Lamadrid, la Llorente, la Puerta como graciosa, Azcona, Monreal y media docena de bailarinas. Luna y la B�rbara eran ya actores de reputacion; Azcona y la Llorente eran resto de las buenas compa��as de Grimaldi: Breton no habia a�n escrito para Lomb�a _El pelo de la dehesa_, y no habia tenido a�n tiempo Teodora de abordar los grandes papeles. Una ma�ana de Junio, mi�rcoles �ntes de un _Corpus Christi_, pasaba yo por la calle Mayor, de vuelta de casa de Delgado, � quien no habia podido ver; acord�me de que hacia m�s de un mes que no veia � G. Gutierrez, que habitaba en un piso principal de los soportales, y me ocurri� verle y ver si �l me procuraba el dinero que de Delgado no habia obtenido. Colocaban los operarios del municipio el toldo para la procesion del dia siguiente; y como yo anduviese por ent�nces muy dado � la gimnasia, para fortalecer el brazo izquierdo que me habia roto de muchacho, y como dos cuerdas del toldo colgasen hasta la calle, aseguradas en el balcon de G. Gutierrez, trep� � su aposento por tan inusitado camino, encontr�ndole todav�a acostado, � pesar de ser cerca de medio dia. Nuestra conversacion no fu� muy larga. --�Qu� tienes? �Por qu� est�s a�n en la cama? --Porque me aburro: y t�, �qu� traes? --Mohina por no haber encontrado � Delgado en casa. --�Necesitas dinero? --�Cu�ndo no? --Pues dos dias hace que estoy yo aqu� discurriendo de d�nde sacar dos mil reales. --�Pero, hombre, t�, con ofrecer una obra al teatro!.. --No tengo m�s que medio acto de un drama. --Pues yo te ayudar�; y haciendo en tres dias tres actos cortos, yo me encargo de sacarle � Delgado el precio del derecho de impresion, y t� puedes tomar los de representacion de la compa��a del Pr�ncipe, que ver� el cielo abierto de tener en Junio un drama del autor del _Trovador_. Hice � Gutierrez oferta tal, sin pesar m�s que mi buen deseo, y acept�la �l sin pensar en mi inexperiencia del arte dram�tico, ni la distancia que entre �l y yo mediaba. Convinimos en que �l me escribiria el plan de su obra y vendria � las cuatro � comer con mi familia, para repartirnos el trabajo. H�zolo as� Gutierrez; ley�me las dos primeras escenas que tenia escritas: toc�me � m� escribir el acto segundo, y nos despedimos al anochecer para juntarnos el jueves � las cuatro, � examinar el trabajo por ambos hecho en la noche. El jueves me trajo dos escenas m�s, y le�le yo todo el acto segundo. Asombr�le mi trabajo y esclam�:--�Demonio! �C�mo has hecho eso?--Pues poni�ndome � trabajar ayer en cuanto te fuiste, y no habi�ndolo dejado ni para dormir, ni para almorzar. Fu�se picado, y concluy� su primer acto en aquella noche: el viernes concluimos cada cual la mitad del tercero que le toc�: el s�bado lo copi� yo, el domingo lo present� �l al teatro y cobr� tres mil reales, y el lunes cobr� yo otros tres mil de Delgado... y no sigui� aburri�ndose Garc�a Gutierrez, y envi� yo � mi padre dos mensualidades, y ganosos los actores de complacer al p�blico, y �ste de recompensarles su buena voluntad, se represent� y se aplaudi� el drama _Juan D�ndolo_; en cuyo apellido esdr�julo veneciano cargamos nosotros el acento en su segunda s�laba, por razones que no hay necesidad de aducir: y c�tenme ya autor dram�tico por gracia de Garc�a Gutierrez, que me acept� en �l por su colaborador. Mi innata � inconsciente audacia me arrastr� � escribir inmediatamente mi _Cada cual con su razon_, en cuya comedia atropell� la historia, clav�ndole � Felipe IV un hijo como una banderilla; pero la limpia y armoniosa diccion de B�rbara Lamadrid, la intencionada representacion de Garc�a Luna, el empe�o de Lomb�a, el esmero de Alver� en ensayar como profesor de esgrima el duelo � cuatro con espada y daga del primer acto, el discreteo galan de algunas escenas, y mi insolente fortuna sobre todo, hicieron parecer un �xito la benevolencia del p�blico con el atrevido mozalvete, autor de aquel afiligranado desatino. �A m� que las vendo,� me dije: y � los dos meses present� mis _Aventuras de una noche_, comedia en la cual levant� un chichon hist�rico � don Pedro de Peralta y otro al pr�ncipe de Viana. Al infantil enredo de esta mi segunda comedia dieron un alto relieve la B�rbara y la Llorente: y � fin de a�o d� mi primera parte de _El Zapatero y el Rey_, en cuyo drama hizo Luna maravillas, y yo una conjuracion de muchachos de colegio, que no hay narices con que admirar; pero en cuyo argumento hay realmente el g�rmen de un drama. Desde aquella noche qued�, como un mal m�dico con t�tulo y facultades para matar, por el dramaturgo m�s flamante de la rom�ntica escuela, capaz de asesinar y de volver locos en la escena � cuantos reyes cayeran al alcance de mi pluma. Dios me lo perdone: pero as� comenc� yo el primer a�o de mi carrera dram�tica, con asombro de la cr�tica, atropello del buen gusto y comienzo de la descabellada escuela de los espectros y asesinatos hist�ricos, bautizados con el nombre de dramas rom�nticos. Si ent�nces hubiera vuelto mi padre de la emigracion, y �l con su jubilacion de consejero de Castilla (que m�s tarde le concedi� S. M. la Reina do�a Isabel) y yo con el producto de mis leyendas, hubi�ramos cuidado de nuestro solar y de nuestras vi�as, habr�amos ambos vivido en paz; habria �l muerto tranquilo y sin deudas, y hubi�rame yo ahorrado t�ntos tumbos por el mar y t�ntos tropezones por la tierra, acosado por la envidia y por las calumnias de los que codician una gloria que no es m�s que ruido y unas coronas de papel, bajo cuyas hojas sin s�via vienen siempre millones de espinas, que bajan atravesando el cerebro � clavarse en el corazon de los que en Espa�a llegan � la celebridad literaria. Pero mi padre, tenaz en sus opiniones, se obstin� en no acogerse � amnist�a alguna; mi infeliz madre sigui� oculta por las monta�as, no queriendo ver ni aprovechar la tolerancia del progreso; y Lomb�a, al hacerse empresario del teatro de la Cruz, me ofreci� un sueldo mensual por no escribir para el del Pr�ncipe, � donde volvieron Matilde y Julian, y ajust� � C�rlos Latorre con la condicion de que estrenara mi segunda parte de _El Zapatero y el Rey_, de la cual habia yo hablado, como consecuencia del ensayo hecho en la primera. Lomb�a, actor de ambicion, empresario activo y esp�ritu tan malicioso como previsor, habiendo crecido en reputacion con la ayuda de las obras de Breton y de Hartzenbusch, sus amigos casi de infancia, no desaprovech� la doble ocasion, que � la mano se le vino, de interesar pecuniariamente en su empresa � Fagoaga, director ent�nces del Banco, y de ajustar en su compa��a � C�rlos Latorre; � quien Julian Romea, su disc�pulo, habia desde�ado, dej�ndole sin ajuste en la suya del Pr�ncipe. Latorre era el �nico actor tr�gico heredero de las tradiciones de Maiquez y educado en la buena escuela francesa de Talma. Su padre habia sido alto empleado en Hacienda, intendente de una provincia, en tiempos anteriores; y C�rlos, buen ginete, diestro en las armas y de gallarda y aventajada estatura, habia sido paje del Rey Jos�, y adquirido en Francia una educacion y unos modales que le hacian modelo sobre la escena. Grimaldi, el director m�s inteligente que han tenido nuestros teatros, habia amoldado sus formas cl�sicas y su m�mica greco-francesa � las exigencias del teatro moderno, haci�ndole representar el capitan Buridan de _Margarita de Borgo�a_ de una manera tan intachable como asombrosa y desacostumbrada en nuestro viejo teatro. C�rlos Latorre no era ya j�ven, pero no era a�n de desde�ar, sobre todo si se le procuraba un repertorio nuevo, en cuyos nuevos papeles, oblig�ndole � concluir de perder sus resabios de amaneramiento franc�s, se le abriese un nuevo campo en que desplegar sus inmensas facultades. Lomb�a se apresur� � ajustarle en su compa��a del teatro de la Cruz, en la renovacion de cuyo escenario y decoracion de cuya sala gast� cerca de cuarenta mil duros; y agreg�ndose al erudito y estudioso galan Pedro Mate, � la Antera y � la Joaquina Baus, heredera �sta de los papeles del teatro antiguo de la Rita Luna, y hermos�sima dama de _Lo cierto por lo dudoso_, y � las dos Lamadrid, B�rbara, ya acreditada, y Teodora, esperanza justa del porvenir, junt� una numerosa aunque algo heterog�nea compa��a, de la cual no supo sacar partido por dejarse llevar de su vanidad personal y de las miserables rencillas de bastidores, dividi�ndola en dos y sacrificando una mitad en provecho de la otra. Pero es larga materia, y merece n�mero aparte. IX. Hacia ya tres meses que habia abierto Lomb�a el teatro de la Cruz, corregido y aumentado con un espacioso escenario y un nuevo telar que permitian poner en escena las obras que m�s aparato exigiesen; pero como due�o de su caballo, se habia apeado por las orejas, y no habia puesto m�s que obras, en las cuales como en _El Cardenal y el jud�o_, se habian gastado muchos dineros � cambio de algunos silbidos y del desden y la ausencia del p�blico. Julian y Matilde con su compa��a marchaban mi�ntras viento en popa, llev�ndose con justicia su favor y sus monedas al teatro del Pr�ncipe. Lomb�a era un gracioso de buena ley y un caracter�stico de primer �rden en especiales papeles; era uno de los actores m�s estudiosos y que m�s han hecho olvidar sus defectos f�sicos con el estudio y la observacion. Su figura era un poco informe por su ninguna esbeltez y flexibilidad; su fisonom�a inm�vil, de poca expresion; y sus piernas un si es no es zambas; cualidades personales que, en lo gracioso y lo caracter�stico, le daban el sello especial del talento, pues se veia que luchando consigo mismo de s� mismo triunfaba; pero le hacian desmerecer en los papeles y con los trajes de galan, cuya categor�a tenia afan de asaltar, sali�ndose de la suya, en la cual algunas veces era una verdadera notabilidad: como en D. Frutos de _El pelo de la dehesa_, en el Garabito de _La redoma encantada_ y en el exclaustrado D. Gabriel de _Lo de arriba abajo_. En tal empe�o, y luchando desventajosamente con la competencia del Pr�ncipe, lleg� Lomb�a en el teatro de la Cruz � las fiestas de Navidad, habiendo agotado el bolsillo de Fagoaga y la paciencia del p�blico. C�rlos Latorre y la parte de la compa��a que en su g�nero s�rio le secundaba, apenas habia trabajado en unos cuantos dramas viejos, de los cuales estaba ya el p�blico hastiado; y si la obra que en Navidad se estrenara no sacaba � flote la nave de la Cruz del baj�o en que Lomb�a la habia hecho encallar, tenia las noventa y nueve contra las ciento de naufragar �ntes de Reyes. Todos los autores de alguna reputacion estaban con Romea: excepto yo, que tenia se�alados, pero no los cobraba, mil quinientos reales mensuales por no escribir para el Pr�ncipe, y la obligacion de presentar un drama en Setiembre y otro en Enero. El 21 de Setiembre habia presentado la _Segunda parte del Zapatero y el Rey_: lleg�, empero, el 23 de Diciembre, y se puso en escena, con grandes esperanzas, una _Degollacion de los inocentes_, arreglada del franc�s, y en la cual hac�a Lomb�a el papel del _rey Herodes_. Fagoaga habia consentido en suplir gastos y abonar sueldos hasta la primera representacion de Noche-buena; pero los inocentes fueron degollados en silencio en el acto segundo, en medio de cuya degollina se present� Lomb�a con el flotante manto y el tradicional timbal de macarrones en la cabeza, con el que solian representar � Herodes los pintores y escultores de imaginer�a de la Edad Media; y el drama continu� arrastr�ndose penosamente hasta su final entre los aplausos de los amigos de la empresa, � quienes nos interesaba su porvenir, y la hilaridad del p�blico de Noche-buena, que tom� en chunga � Herodes y � sus ni�os descabezados. Ent�nces record� la empresa que yo habia cumplido mi contrato, y que mi rey D. Pedro descansaba en el archivo, y pregunt� si habria medio de ponerle en escena con la rapidez que exigian las circunstancias, y como tabla de salvacion del _Naufragio de la Medusa_, que habia tambien naufragado �ntes del degollador Tetrarca Hierosolimita. El pintor-maquinista Aranda, que era amigo mio, habia armado y pintado en ratos perdidos, y con _palitos y tronchitos_, como se dice en lenguaje de bastidores, las decoraciones de mi drama: Latorre, Noren, Mate y la Teodora habian estudiado sus papeles, por no tener cosa mejor en que pasar su tiempo; de modo que con un poco de la buena voluntad � que obliga la necesidad con su cara de hereje, el rey D. Pedro podia presentarse al p�blico con tres ensayos y el paso de papeles. Pero habia la dificultad de que el papel del zapatero requeria un primer actor, y Latorre y Mate se habian ya encargado de los del rey D. Pedro y del infante Don Enrique. Yo me fu� derecho � Lomb�a, por consejo de C�rlos Latorre, y le dije: que el papel de zapatero era el principal del drama, puesto que se titulaba _El Zapatero y el Rey_, y no _El Rey y el Zapatero_; que los maldicientes malquerientes de la empresa, y nuestros enemigos naturales (que eran los del teatro del Pr�ncipe), decian que no se atreveria nunca � presentarse en escena con C�rlos Latorre, y que por eso habia dividido en dos la compa��a; que yo habia escrito el papel de Blas expresamente para �l, y que finalmente, el �nico modo de salvar el teatro y mi pobre drama, que tr�s de tantos tumbos y naufragios se iba � hacer � la mar, necesitaba al capitan del buque para cuidar del timon. Lomb�a, � vencido por mis razones, � viendo que el papel era de aplauso seguro, aunque el drama no gustara, cay� en el lazo, acept� el papel, se activaron los ensayos y lleg� el momento de redactar el cartel. Aqu� era ella. �Qu� nombre iria en �l delante? �El de C�rlos � el suyo? Las vanidades del teatro son m�s incapaces de transaccion que las de D. Alvaro de Luna y del conde-duque de Olivares: C�rlos cedi�, en obsequio � m�; pero me costaba la transaccion m�s tal vez de lo que valia el drama: se me impuso la condicion de que habia de consentir que se anunciase con mi nombre; cosa inusitada hasta ent�nces, y �un muy rara vez usada hoy en dia. Negu�me yo � semejante innovacion, alegando que era un alarde de vanidad que iba � atraer indudablemente una silba sobre mi obra, y que mi nombre puesto en los anuncios desde la primera representacion, era un cartel de desaf�o, cuyo guante arrojaba la empresa y cuyo campeon inmolado iba � ser el pobre autor en cuyo nombre lo arrojaba. Sostuvo la empresa su opinion, alegando que, en el estado en que se hallaba el teatro, s�lo mi nombre atraeria gente � la primera representacion, y que era una falsa modestia el encubrir mi nombre, porque �� qui�n se podria ocultar que habria escrito la segunda parte el mismo que habia escrito la primera? Yo, entre la espada y la pared, pospuse mi derecho al bien de la empresa; y una ma�ana apareci� el cartel anunciando la primera representacion de la _segunda parte_ de _El Zapatero y el Rey_, por D. Jos� Zorrilla: y el nombre del poeta m�s peque�o que habia en Espa�a, apareci� en las letras m�s grandes que en cartel de teatros hasta ent�nces se habian impreso. Result� lo que yo habia previsto: todos los poetas, periodistas y escritores de Madrid,--excepto Hartzenbusch y Leopoldo Augusto de Cueto, hoy marqu�s de Valmar, que me sostuvieron y ampararon siempre, y el Curioso Parlante, que no s� si habia ido m�s que � la inauguracion del teatro de la Cruz,--se dieron de ojo para preparar la m�s estrepitosa caida � mi forzada vanidad: las ca�as se me volvieron lanzas, y mis mejores amigos tornaron la espalda al orgulloso chicuelo que decia al firmar el cartel--��aqu� estoy yo!--fic� Blas y punto redondo.�--Apech� yo con la desventaja de la lucha y me resolv� � morir en brava lid, como el gladiador � quien decia �digitum porgo� el pueblo de los circos de Roma. La empresa y los actores tomaron despechados � pechos llevar el drama adelante, y la noche del ensayo general estaba el teatro m�s lleno que lo iba � estar la de la primera representacion. Una multitud _de amigos_ fu� � estudiar las situaciones d�biles, y las escenas dif�ciles y atacables de mi obra, para herirla � golpe seguro y en sitio mortal. Era esta una escena del acto tercero. Pedro Mate, actor cuidadoso, id�latra de su arte y enamorado de mi drama por la amistad que me tenia, se habia encargado del ingrato papel de D. Enrique; y encari�ado con �l se habia hecho, no solamente un costoso traje, sin� una sombra de fino alambre y bien engomada gasa, moldeada sobre su mismo cuerpo, para que apareciese en el lugar en que mi acotacion la reclamaba. Aquella sombra era una maravilla de trabajo y de parecido: era un Pedro Mate, un infante D. Enrique flotante y transparente como una aparicion de vapor ceniciento: era una sombra del rey bastardo de un efecto maravilloso; pero cuanto m�s ligera, fant�stica y asombrosa era aquella sombra, era tanto m�s dif�cil de manejar. Puesto sobre el fondo c�rdeno de la piedra de la torre de Montiel al lado de Mate, daba frio y parecia fantasma desprendida del mismo D. Enrique; pero como Mate la habia ideado y confeccionado sobre mi acotacion que dice: �La sombra de D. Enrique... _aparece en lo alto del torreon, bajando poco � poco hasta colocarse en frente del rey_.� Mate la habia registrado en dos alambres paralelos en plano inclinado; pero por m�s exactamente paralelos y perfectamente aceitados que estuviesen, la figura de gasa cabeceaba al moverse, y bajaba tambale�ndose como borracha, convirtiendo la aparicion temerosa en rid�culo maniqu�. A�adi�le Mate peso en la cabeza y pataleaba como un ahorcado; p�sosele � los pi�s y cabezeaba como los gigantones de B�rgos: cuanto m�s ensay�bamos la presentacion de la sombra, m�s mala sombra tenia para el drama y para la empresa: y � las tres de la madrugada desocuparon los amigos y los curiosos el teatro dici�ndonos: �hasta ma�ana.� C�rlos Latorre, despues de arrancar de c�lera con las u�as una media ca�a dorada de la embocadura, se fu� � su casa renegando de la empresa, del drama, del autor y de la hora en que se ajust� en aquel desventurado teatro; y en �l nos quedamos solos, Lomb�a pase�ndose por detr�s de los torreones de carton de Montiel, el maquinista Aranda por delante con intenciones de quemarlos, el pintor Esquivel en una butaca de proscenio hilvanando una retahila de interjecciones de Andaluc�a, y yo respaldado en la embocadura sin poder digerir aquel �hasta ma�ana� con que los amigos me habian emplazado tan sin merecerlo. Aranda, que como una zorra cogida en trampa, daba vueltas por el proscenio, sin hallar salida para una idea en la confusion en que sentia entrampado su pensamiento, trab� un pi� en un aparato de quinqu�s, port�til, volc�lo rompiendo los tubos y vertiendo el aceite sobre un forillo que por tierra estaba, y al mismo tiempo que solt� alto y redondo uno de los votos que Esquivel ensartaba por lo bajo, se levant� �ste exclamando--�ya est�!--y trepando � la escena, empez� � extender el aceite por la tela del forrillo, mi�ntras acud�amos Lomb�a y yo � ver el estropicio de Aranda y la untura que Esquivel seguia dando al lienzo sin cesar de repetir: �Ya est�, hombres, ya est�!� De repente comprendimos el �ya est� de Esquivel por lo que �ste hizo; tom�me de la mano Lomb�a, y sac�ndome del teatro y dejando en �l � los dos pintores, nos despedimos todos �hasta ma�ana,� y al cruzar la plazuela de Santa Ana para irme con el alba que ya lucia, � mi casa, n�m. 5 de la plaza de Matute, lanc� al aire con todo el de mis pulmones, aquel ��hasta ma�ana!� que no habia podido digerir. X. Lleg�, en fin, aquel ma�ana, que en los teatros es siempre noche. El despacho del de la Cruz estaba cerrado, porque todas sus localidades estaban ya vendidas. El alumbrante habia ya encendido los quinqu�s de los pasillos; los actores pedian ya luz para sus cuartos, y los comparsas se probaban los arrequives que mejor convenian � sus tan desconocidas como necesarias personalidades. Los comparsas son en el teatro y en la pol�tica de Espa�a lo m�s arriesgado y dif�cil de presentar. Tenia yo por contrata el derecho de ocupar el palco bajo del proscenio de la izquierda en todas las funciones, excepto en las de beneficio: generosidad que hasta ent�nces no habia costado nada � la empresa, porque apenas habia tenido diez entradas llenas, fuera de los estrenos: mi familia entraba en el teatro por la plaza del Angel, y al palco por el escenario; con cuya costumbre s�lo los actores me veian en el teatro, � donde no iba yo nunca � hacerme ver, sino � estudiar desde el fondo escondido del palco lo que en escena pasaba, y el trabajo de los actores para quienes me habia comprometido � escribir. Aquella noche ocup� mi familia el palco cuando a�n estaba � oscuras la sala, dentro de cuyo escenario por todas partes hacia miedo; yo sub� al cuarto de C�rlos Latorre. Estaba solo con Agustin, el ayuda de c�mara que le vestia, � quien hallo a�n en la porter�a de un teatro, y � quien doy la mano como si fuera un antiguo camarada de glorias y fatigas: no h� muchas semanas me hizo venir las l�grimas � los ojos recordando � su amo � quien adoraba; y eso que dice el refran que �no hay hombre grande para su ayuda de c�mara,� pero este refran es franc�s, y en Espa�a falso por consiguiente. C�rlos se vestia cabizbajo, y la primera palabra que me dijo: fu� �tengo miedo.�--�Yo le tengo siempre, le contest�; aunque nunca lo manifiesto.�--��Y yo que le esperaba � V. para que me diera valor!� repuso: � lo cual, cerrando la puerta y mandando al ayuda de c�mara que no dejara entrar � nadie, le dije: �Hablemos cuatro minutos: y si despues de lo que le diga no se siente V. con m�s valor que Paredes en Cerignola, no ser� por culpa mia.� C�rlos era un hombron de cerca de seis pi�s de estatura y podia tenerme en sus rodillas como � una criatura de seis a�os. Habia conocido � mi padre, superintendente general de polic�a; le habia debido algunas atenciones en los dif�ciles tiempos en que mandaba en Madrid y presidia los teatros; le habia C�rlos prestado armas y trajes para que yo hiciera comedias en el Seminario de Nobles, y habia yo empezado � declamar tomando � �ste por modelo: pero por una de esas revoluciones naturales en el progreso del tiempo, hab�ame �ste colocado en la situacion de tenerle que hacer observaciones y darle consejos; que, en honor de la verdad, escuch� y sigui� con la conviccion de que eran dados con la m�s sincera franqueza y la m�s fraternal buena f�. Durante dos semanas nos hab�amos encerrado en su estudio, �l y yo s�los, y all� me habia hecho leerle y releerle su papel y decirle sobre su desempe�o todo cuanto pudo ocurr�rseme. �l, el primer tr�gico de Espa�a, sin sucesor todav�a, la primera reputacion en la escena, escuch� con atencion mis reflexiones y se convenci� por ellas de que su aversion � los versos octos�labos y al g�nero de nuestro teatro antiguo era injusta: de que su declamacion de los endecas�labos del Edipo conservaba a�n cierto dejo franc�s, que s�lo le haria perder la recitacion de los versos de arte menor, y de que las redondillas de mi rey D. Pedro, escritas por un lector y teniendo los alientos estudiadamente colocados para que el actor aprovechara sin fatiga los efectos de sus palabras, le debian de presentar ante el p�blico, bajo una nueva faz y como un actor nuevo en el teatro Espa�ol, sin las reminiscencias del franc�s, que era el �nico defecto que el p�blico alguna vez le encontraba. Todo esto habia yo dicho � mis veinticuatro a�os � aquel coloso de nuestra escena, que iba � presentarse aquella noche en el papel del rey D. Pedro, transformado en otro actor diferente del hasta ent�nces conocido por gracia y poder de un muchachuelo atrabiliario, que se habia atrevido � decir la verdad � un hombre de verdadero talento y de verdadera conciencia art�stica. Cuando aquel gigante se qued� solo en su cuarto con aquel chico, h� aqu� lo que �ste le dijo � aquel: �Dice el vulgo, mi querido C�rlos, que este teatro es un panteon donde Lomb�a ha reunido una coleccion de m�mias, que un chico loco est� empe�ado en galvanizar. Usted es una de estas supuestas m�mias, y yo el loco galvanizador; pero yo, que le quiero � V. con toda mi alma, y que espero que su voz de V. llegue con las palabras de mi rey D. Pedro hasta los oidos de mi padre, emigrado en Burdeos, necesito que resucite usted, aunque me deje en la oscuridad de la fosa de que usted se alce. Jugamos esta noche V. y yo el todo por el todo; pero, aunque se hundan el autor y el drama, es forzoso que el actor se levante; nuestro p�blico tiene a�n en s� el g�rmen del entusiasmo revolucionario de la �poca, y el personaje que va V. � representar ser� siempre popular en Espa�a. Vamos � tener adem�s un poderoso auxiliar en Mr. de Salvandy, el embajador franc�s, que ha pedido ya sus pasaportes y un palco para asistir inconsciente � la representacion; �ya ver� usted la que se arma cuando salga Beltran Claquin.�--C�rlos Latorre brinc�, oyendo esto, de la silla en que estaba sentado, y yo segu� dici�ndole: �con que haga usted cuenta que representa V. � Sanson, y aseg�rese bien de las columnas; aunque no le dar�n � V. tiempo de derribar el templo.�--Mucho me temo que me le den, me dijo no muy confortado por mis palabras.--�Qu� diablos! repuse yo, si se le dan � V. sep�ltese con todos los filisteos. Yo me voy � mi palco.--Pero, �y la sombra, que ni siquiera he visto? me dijo vi�ndome tomar la puerta.--F�ese V. en Aranda, que tiene ya luz con que producirla, le respond�, escap�ndome por el escenario. Cuando entr� en mi proscenio, ya habia empezado la sinfon�a y el teatro estaba lleno. Nunca he tenido m�s miedo, ni m�s resolucion de provocar � la fortuna. A los tres cuartos para las nueve se alz� el telon; el frio del escenario entr� en mi palco, sin que yo le dejara entrar en mi corazon. Se oy� el primer acto en el m�s sepulcral silencio; cay� el telon sin un aplauso, pero yo conoc� que la impresion que dejaba no me era desfavorable. C�rlos comprendi� que necesitaba todo su br�o y su talento para atraerse � un p�blico tan mal prevenido, y al levantarse el telon para el acto segundo, encabez� su papel con uno de esos pormenores que s�lo saben dar � los suyos los c�micos como C�rlos Latorre. El rey don Pedro se presenta de inc�gnito en el primer acto de mi obra: al presentarse C�rlos en el segundo, present� la figura del rey como un modelo de estatuaria; apoyado el brazo izquierdo en el respaldo de su sillon blasonado de castillos y leones, y el derecho en una enorme espada de dos manos. Vestia un jubon grana con dos leones y dos castillos cruzados, bordados en el pecho; un calzon de pi�, anteado y ajustado, sin una arruga, borcegu�es grana bordados y con acicates de oro, y gola y pu�os de encaje blancos; tocando su cabeza con un ancho aro de metal, que as� podia tomarse por birrete como por corona; de debajo de la cual, asomando sobre la frente el pelo cortado en redondo y cayendo por ambos lados las dos guedejas rubias, encuadraban un rostro copiado del busto del sepulcro del rey D. Pedro en Santo Domingo el Real. Era C�rlos Latorre un hombre de notables proporciones y correccion de formas: sus piernas y sus brazos, cl�sicamente modelados, daban movimiento � su figura con la regularidad acad�mica de las de los relieves y modelos de la estatuaria griega: siempre sobre s�, en reposo y en movimiento, estaba siempre en escena; y ni el aplauso ni la desaprobacion le hacian jam�s salirse del cuadro ni descomponerse en �l. Al empezar el acto segundo, su figura semi-colosal, vestida de ante y de grana, se destacaba sobre el fondo pardo de un telon que representaba un muro de vieja f�brica, reposando perfectamente sobre su centro de gravedad, ligeramente escorzada y en actitud tan intachable como natural; y as� permaneci� inm�vil, hasta que el p�blico aplaudi� tan bello recuerdo pl�stico del rey caballero � quien iba � representar; y no rompi� � hablar hasta que el general aplauso espir� en el silencio de la atencion: parecia que all� comenzaba el drama. El gigante habia tenido en cuenta el consejo del muchacho pigmeo, y el actor habia ganado para s� al p�blico que tan hosco se mostraba con el autor. En la escena endecas�laba con Juan Pascual despleg� C�rlos todas sus poderosas facultades orales y toda la cl�sica maestr�a de su dominio de la escena; la cual estaba estudiada con tan minucioso cuidado, que tenian marcado su sitio los pi�s de los comparsas, los de Juan Pascual y los suyos para la escena pen�ltima; y al decir al conspirador que si el cielo se desplomara sobre su cabeza le veria caer sin inclinarla, rugi� como un leon estremeciendo al auditorio; y al barrer, despues de un gallard�simo molinete de su tremendo mandoble, las once espadas de los conjurados, al tiempo que el antiguo zapatero Blas abria tras �l la puerta de salvacion, el p�blico entero se levant� en pr� del rey que tan bien se servia de sus armas, y aplaudi� entusiasta la promesa de su vuelta para el acto siguiente. El actor habia ganado la primera jugada de una partida de tres. El rey habia derrotado el ala derecha del enemigo: el p�blico no habia visto jam�s un combate tan bien ensayado en los teatros de Madrid, y pedia �el autor! que no parecia. Alz�se el telon sobre C�rlos Latorre; y cuando �ste, dirigiendo la vista � mi palco me dirigia una mirada de indefinible satisfaccion, esperando que yo saltase � la escena para compartir con �l un triunfo que era solamente suyo, oy� con asombro � Felipe Reyes, _autor de la compa��a_, decir: �Se�ores, el nombre del autor est� en el cartel y el Sr. Zorrilla en su palco; pero suplica al p�blico que no insista en su presentacion, porque tiene mucho miedo al tercer acto.� El p�blico de ent�nces entraba en el teatro � ver la representacion y se embebecia con lo que en ella pasaba; entendi� que mi miedo era natural y no insisti� en llamar al autor; pero continu� aplaudiendo, ayudado de _mis amigos_ que me tenian aplazado y me esperaban en el acto tercero. Levant�se el telon para �ste. Era la primera vez que se veia la escena sin bastidores: Aranda, malogrado � incomparable escen�grafo, present� la terraza de la torre de Montiel dos pi�s mas alta que el nivel del escenario; de modo que parecia que los cuatro torreones que la flanqueaban surgian verdaderamente del foso, y que los personajes se asomaban � las almenas; desde las cuales se veian en magistralmente calculada perspectiva las blancas y diminutas tiendas del lejano campamento del Bastardo, destac�ndose todo sobre un telon circular de cielo y veladuras cenicientas, representacion admirable de la atm�sfera nebulosa de una noche de luna de invierno. El pendon morado de Castilla, clavado en medio de la terraza en un pedestal de piedra, se mecia por dos hilos imperceptibles, como si el aire lo agit�ra, y el aire entraba verdaderamente en la sala por el escenario, desmontado y abierto hasta la plaza del Angel. La silueta fina de la Teodora, cuya peque�a y graciosa cabeza, tocada con sus ricas trenzas negras, se dibujaba sobre el blanquecino celaje, animaba aquel cuadro sombr�o, cuya ilusion era completa. C�rlos y Lumbreras yacian absortos en profunda meditacion en los dos �ngulos del fondo, de espaldas al p�blico, que aplaudi� largo rato, y el pintor continuaba el triunfo del actor. Teodora di� � sus breves escenas una melancol�a tan po�tica, Lomb�a al suyo una resignacion tan adustamente resuelta, y prepararon tan maestramente la escena fant�stica del fatalismo bajo el cual se iba � presentar el rey D. Pedro, que cuando �ste se levant�, el p�blico estaba profundamente identificado con aquella absurda y fant�stica situacion. Oy�se en silencio todo el acto; coloc�se Lumbreras (Men-Rodriguez de San�bria) sobre el torreon del fondo de la izquierda, y sali� el rey con la l�mpara del jud�o. C�rlos, al colocarla sobre el pedestal, me ech� una mirada que queria decir: �Y la sombra! Yo permanec� impasible para no turbarle, y empez� su mon�logo con el temblor del miedo que tenia � la sombra, y que hizo, por lo mismo que era un miedo real, un efecto maravillosamente pavoroso en los espectadores. _�Brot� la llama!_ dijo el rey D. Pedro, y apareci� detr�s de �l, cenicienta, callada � inmoble, la sombra transparente de D. Enrique sobre el oscuro torreon: asombr�se C�rlos de verla tan al contrario de como la esperaba; identific�se con su papel, creci�ndose hasta la fiebre que se llama inspiracion: y c�mo dijo aquel actor aquellas palabras, c�mo solt� aquella carcajada hist�rica y c�mo cay� ri�ndose y extremeciendo al p�blico de miedo y de placer, ni yo puedo decirlo, ni concebirlo nadie que no lo haya visto. El p�blico y el huracan entraron en el teatro: mis amigos ahullaban de placer de haber sido vencidos; Aranda y C�rlos Latorre habian convertido en �xito colosal el atrevido desatino de un muchacho, y la empresa habia parado con �l � la fortuna en el despacho de billetes de su arrinconado teatro. Cuando Lumbreras anunci� _�el farol!_ y se apercibi� �ste del tama�o de una nuez sobre la mirmid�nica tienda de Duglesquin, ya nadie escuch� la salida del rey. C�rlos, rendido y anheloso, volvi� � la escena con Teodora, Noren y Lumbreras � recibir los aplausos del p�blico, � cuyos gritos de ��el autor!� volvi� � presentarse Felipe Reyes y � decir medio espantado: que yo tenia m�s miedo al cuarto acto que al tercero. El por ent�nces teniente coronel Juan Prim, que no me conocia m�s que por haberme encontrado v�rias veces en el tiro de pistola, y que se habia apercibido del elemento hostil que yo tenia en la sala, aplaudia de pi� en su luneta, dispuesto � sostenerme � todo trance, comprendiendo todo el riesgo de mi negativa. C�rlos me envi� � decir que �no estirase tanto la cuerda que la rompiese.� Yo habia ensayado mi obra � conciencia: sabia c�mo iban � hacer la escena de la tienda C�rlos y Mate, y fiaba adem�s en la presencia del embajador franc�s en la de D. Pedro con Beltran de Claquin. Esper�, pues, el acto cuarto sin moverme del fondo de mi proscenio, y mi c�lculo no sali� fallido. La tienda del acto cuarto estaba tan bien preparada por Aranda como la torre de Montiel: C�rlos dijo sus redondillas � los franceses con un br�o tan despechado, hizo una transicion tan maestra como inesperada en la que empieza _s�_, _si vosotros, se�ores_, � hicieron por fin la suya �l y Mate con tal verdad, que s�lo pudo serlo m�s la realidad de la de Montiel. Al cerrarse la tienda sobre la lucha de los dos hermanos, el p�blico qued� en el mas profundo silencio; pero la salida de Mate p�lido, sin casco, desgre�ado y saltadas las hebillas de la armadura, arranc� un aplauso igual al de la presentacion del rey D. Pedro en el acto segundo. Mate, casi tan alto como C�rlos, pero flaco y herido de la t�sis de que muri�, se present� tr�mulo del cansancio y del miedo de la lucha, recordando la siniestra fantasma aparecida en el torreon, y di� � su papel una poes�a y unos tama�os que no habia sabido darle el autor. Cuando �l concluia su parlamento, cubria yo con mi capa y su manto � C�rlos Latorre; que, tendido en la tienda, esperaba jadeante de cansancio y de emocion � que el infante mostrase � Blas Perez su cad�ver. Cuando nos presentamos todos al p�blico, me tenia de la mano como con unas tenazas: y cuando caido el telon por �ltima vez, me cogi� en brazos para besarme, cre� que me deshac�a al decirme las �nicas y curiosas palabras con que acert� � expresarme su pensamiento, que fueron: ��diablo de chiquitin!� y me dej� en tierra. As� se ensay� y se puso en escena la segunda parte de _El Zapatero y el Rey_, el a�o 41 � 42, no lo recuerdo con exactitud: tal era la fraternidad que ent�nces reinaba entre autores y actores; tal era el cari�o y entusiasmo del p�blico por los de ent�nces, y tan poco consistentes sus ojerizas y enemistades, que el menor �xito las vencia, y el soplo vital de la lealtad las disipaba. Un pormenor digno de no ser olvidado. Llevaba ya _El Zapatero y el Rey_ treinta y tantas representaciones que habian producido sobre veinte mil duros, estaban ya pagados hasta los espabiladores, y aun no le habia ocurrido � la empresa que me debia seis meses de sueldo y el precio del drama con que se habia salvado. Siempre en Espa�a ha sido considerado el trabajo del ingenio como la hacienda del perdido y la t�nica de Cristo, de las cuales todo el mundo tiene derecho � hacer tiras y capirotes. Hasta que el viejo juez Valdeosera se present� una noche � intervenir la entrada, no cayeron en la cuenta Salas y Lomb�a de que no pod�amos los poetas vivir del aire, y se apresuraron � darme paga cumplida con intereses y sincera satisfaccion, y era que realmente, con la m�s c�ndida impremeditacion, se habian olvidado recogiendo los huevos de oro del que les habia traido la gallina que los ponia. XI. _De c�mo se escribieron y representaron algunas de mis obras dram�ticas._ SANCHO GARC�A.--EL CABALLO DEL REY DON SANCHO. Continuaba la competencia de los teatros del Pr�ncipe y de la Cruz, dirigidos por Romea y Lomb�a, y continuaba yo comprometido � escribir s�lo para el de la Cruz, mi�ntras en su compa��a conservara su empresario � C�rlos Latorre y � B�rbara Lamadrid; yo era, pues, el �nico poeta que no ponia los pi�s en el saloncito de Julian Romea, porque yo no he vuelto jam�s la cara � lo que una vez he dado la espalda. No era yo, empero, un enemigo de quien se pudieran temer traiciones ni bastard�as; es decir, guerra baja ni encubierta de cr�ticas acerbas y de intrigas de bastidores: yo tenia mi entrada en el Pr�ncipe, � cuyas lunetas iba � aplaudir � Julian y � Matilde, pero no escribia para ellos; era su amigo personal y su enemigo art�stico; era el aliado leal de Lomb�a, y le ayudaba � dar sus batallas llevando � mi lado � B�rbara Lamadrid y � C�rlos Latorre, con cuyos dos atletas le d� algunas victorias no muy f�cilmente conseguidas, algunos pu�ados de duros y algunas noches de sue�o tranquilo. Pero la lucha era tan ruda como continuada: dur� cinco a�os. En ellos nos di� Hartzenbusch su _D. Alfonso el Casto_ y su _Do�a Menc�a_, una porcion de primorosos juguetes en prosa y verso, y las dos m�gias _La redoma_ y_ Los polvos_: di�nos Garc�a Gutierrez el _Simon Bocanegra_, que vale mucho m�s de lo en que se le aprecia, y defendi� su teatro el mismo Lomb�a, meti�ndose � autor con el arreglo de _Lo de arriba abajo_, que alcanz� un �xito fabuloso. Ten�amos adem�s unos auxiliares as�duos en Doncel y Valladares, que escribian � destajo para la actriz m�s preciosa y simp�tica que en muchos a�os se ha presentado en las tablas: la Juanita Perez, quien con Guzman en _No m�s muchachos_ y en _El pilluelo de Par�s_, habia hecho las delicias del p�blico desde muy ni�a. La Juana Perez era de tan peque�a como proporcionada personalidad; con una cabeza jugosa, rica en cabellos, de contornos pur�simos, de facciones menudas y m�viles y ojos viv�simos; su voz y su sonrisa eran encantadoras, y se sostenia por un prodigio de equilibrio en dos pi�s de inconcebible peque�ez, sirvi�ndose de dos tan flexibles como diminutas manos. Cantaba muy decorosa y se�orilmente unas canciones picarescas que rebosaban malicia; y vestida de muchacho hacia reir hasta � los mascarones dorados de la embocadura, y hubiera sido capaz de hacer condenarse � la m�s austera comunidad de cartujos. La Juana Perez, cuya gracia infantil prolong� en ella el juvenil atractivo hasta la edad madura, no pas� jam�s en las tablas de los diez y siete a�os; y fu�, mi�ntras las pis�, el encanto y la desesperacion del sexo feo de aquel tiempo, que la vi� pasar ante sus ojos como la _f�e aux miettes_ del cuento de Charles Nodier. Auxili�ronnos poderosamente el primer a�o las dos espl�ndidas figuras de las hermanas Baus, Teresa y Joaquina; madre esta �ltima de nuestro primer dram�tico moderno Tamayo y Baus, y heredera y continuadora de la buena tradicion del teatro antiguo de Mayquez y Carretero. Pero ni la tenacidad atrevida de Lomb�a, ni el talisman de la gracia de la Juana Perez, ni nuestra avanzada de buenas mozas como las Baus, y la retaguardia de buenas actrices como la B�rbara, la Teodora y la Sampelayo, nos bastaban para contrarestar la insolente fortuna de Julian Romea, la justa y creciente boga de Matilde, que hechizaba � los espectadores, y la infatigable fecundidad de Ventura de la Vega, que les daba cada quince dias, convertido en juguete valioso � en ingenios�sima comedia, un miserable engendro franc�s; en cuyo arreglo desperdiciaba cien veces m�s talento del que hubiera necesitado para crear diez piezas originales. Julian y Matilde contaban sus quincenas por triunfos, y � los de _La rueda de la fortuna_, de Rub�, al _Mu�rete y ver�s_ y � las trescientas obras de Breton, y � _Otra casa con dos puertas_, de Ventura, no ten�amos nosotros que oponer m�s que las repeticiones del _D. Alfonso el Casto_, _Simon Bocanegra_ y _D.� Menc�a_, y las m�gias de Hartzenbusch, con los arreglos de dramas de espect�culo que se elaboraba Lomb�a, asociado � Tirado y Coll, � impelidos los tres por el fecund�simo Olona. Mi _Rey D. Pedro_, mi _Sancho Garc�a_, mi _Excomulgado_, mi _Mejor razon la espada_, mi _Rey loco_ y mi _Alcalde Ronquillo_, contribuyeron � nuestro sost�n, gracias al concienzudo estudio, � la inusitada perfeccion de detalles y � la perp�tua atencion con que me los representaban C�rlos Latorre y B�rbara Lamadrid; quienes encari�ados con el muchacho desatalentado que para ellos los escribia, consider�ndole como � un hijo mal criado � quien se le mima por sus mismas calaveradas y � quien se adora por las pesadumbres que nos da, me sufrian mis exigencias, se amoldaban � mis caprichos y se doblegaban � mi voluntad, de modo, que en la representacion de mis obras no parecian los mismos que en las de los dem�s, y los dem�s se quejaban de ellos, y con razon; pero no habia culpa en nadie. C�rlos Latorre habia conocido � mi padre, � quien debi� atenciones extra�as � aquella _ominosa d�cada_; C�rlos Latorre, de estatura y fuerzas colosales, me sentaba � veces en sus rodillas como � sus propios hijos, y me preguntaba c�mo yo habia imaginado tal � cual escena que para �l acababa yo de escribir: �l me contradecia con su experiencia y me revelaba los secretos de su personalidad en la escena, y daba forma pr�ctica y pl�stica � la informe poes�a de mis fant�sticas concepciones: estudi�bamos ambos, �l en m� y yo en �l los papeles, en los cuales identific�bamos los dos distintos talentos, con los cuales nos habia dotado � ambos la naturaleza, y... no necesito decir m�s para que se comprenda c�mo hacia C�rlos mis obras, como un padre las de su hijo; yo era todo para el actor, y el actor era todo para m�. Con B�rbara Lamadrid, mujer y mujer honest�sima � intachable, mi papel era m�s dif�cil, mi amistad y mi intimidad necesitaban otras formas; pero, actriz adherida � C�rlos, compa�era obligada en la escena de aquella figura colosal, _dama_ imprescindible de aquel _galan_ en mis dramas, necesitaba el mismo estudio, la misma inoculacion de mis ideas innovadoras y revolucionarias en el teatro, y yo la trataba como � una hermana menor, � quien unas veces se la acaricia y otras se la ri�e; yo la decia sin reparo cuanto se me ocurria; la hacia repetir diez veces una misma cosa, no la dejaba pasar la m�s m�nima negligencia, la ensayaba sus papeles como � una chiquilla de primer a�o de Conservatorio; y � veces se enojaba conmigo como si verdaderamente lo fuese, hasta llorar como una chiquilla, y � veces me obedecia resignada como � un loco � quien se obedece por compasion; pero convencida al fin de mi sinceridad, del respeto que su talento me inspiraba, y de la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el �xito de mis obras, hacia en ellas lo que en _Sancho Garc�a_, lo que es lamentable que no pueda quedar estereotipado para ser comprendido por los que no lo ven. �Desventura inmensa del actor cuyo trabajo se pierde con el ruido de su voz y desaparece tr�s del telon! En la escena con Hissem y el jud�o revel� la fascinacion que la supersticion ejercia en el alma enamorada de la mujer; tradujo tan vigorosamente el poder de una pasion tard�a en una mujer adulta, que traspas� al p�blico la fascinacion del personaje, suprema prueba del talento de una actriz. En las escenas sexta y s�tima del acto tercero se hizo escuchar con una atencion que sofocaba al espectador, que no queria ni respirar. B�rbara tenia mucho miedo al mon�logo: en el segundo entreacto me habia suplicado que se le aligerara, y C�rlos y yo no hab�amos querido: B�rbara acometi� su mon�logo desesperada, conducida por delante por el inteligente apuntador, y acosada por su izquierda por m� que estaba dentro de la embocadura, en el palco bajo del proscenio. C�rlos y yo la hab�amos dicho que si no arrancaba tres aplausos nutridos en el mon�logo, la declarar�amos in�til para nuestras obras; y comenz� con un temblor casi convulsivo, y lleg� en el m�s profundo silencio hasta el verso vig�simo cuarto; pero en los cuatro siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la mujer, y al decir �Hijo mio... �ay de m�! me acuerdo tarde,� hizo una transicion tan magistral, bajando una octava entera despues de un grito desgarrador, que el p�blico estall� en un aplauso que extremeci� el coliseo. Creci�se con �l la actriz; entr� en la fiebre de la inspiracion; hizo lo imposible de relatar; y cuando exclam� concluyendo, con el acento profundo y las c�ncavas inflexiones del de la m�s criminal desesperacion, �para uno de los dos guarda esa copa, de la callada eternidad la llave!� qued� B�rbara inm�vil, tr�mula, inconsciente de lo que habia hecho, ajena y sin corresponder con la m�s m�nima inclinacion de cabeza � los aplausos fren�ticos, que tuvo que interrumpir C�rlos Latorre present�ndose � continuar la representacion, sacando � B�rbara de su absorcion con el ��Madre mia!� de su salida. As� hacian C�rlos y B�rbara _Sancho Garc�a_. A�n vive: preg�ntenselo mis lectores � B�rbara, y que diga ella cu�ntos malos ratos la d� con el ensayo y cu�ntas noches insomnes la hice pasar con el estudio de mis papeles; cu�ntas l�grimas la hice derramar y cu�ntas veces la hice detestar su suerte de actriz; pero que diga tambien si tuvo nunca amigo m�s leal ni aplausos y ovaciones como las de mi _Sancho Garc�a_. Hoy siento orgullo con tal recuerdo, y me congratulo de poderla dar este testimonio de mi gratitud treinta y ocho a�os despues de aquella representacion. Lomb�a, por su parte, lo invent� y lo intent� todo en aquellos cuatro a�os para sostener nuestro teatro de la Cruz enfrente del afortunado del Pr�ncipe. A su iniciativa se debi� que Basili, Salas, Ojeda y Azcona echaran los fundamentos de la Zarzuela con la escena de _La pendencia_ y _El sacristan de San Lorenzo_, y otras parodias de _Norma_, _Luc�a_ y _Lucrecia_, en las cuales despunt� Calta�azor, y concluy� por presentar _La l�mpara maravillosa_, baile maravillosamente decorado por Aranda y Avrial, ejecutado por la familia Bartholomin, cuya primera pareja, Bartholomin-Montplaisir, fu� reforzada con un cuerpo de baile de andaluzas y aragonesas; de cuyos cuerpos se han perdido los moldes, y de cuyas modeladuras no quiero acordarme, por no quitar tres meses de sue�o � los que no las vieron con aquellos vestidos, que no eran m�s que un pretesto para salir en cueros. En el verano del 40 � del 41, �ntes de que estas hur�es hicieran un infierno del teatro de la Cruz, reclam� Lomb�a de m� una comedia de espect�culo, en ausencia de C�rlos Latorre, que veraneaba por las provincias. Los actores s�rios y j�venes se habian ido con C�rlos, y el trabajo c�mico de Lomb�a, no acomod�ndose con el mio patibulario, no sabia yo c�mo salir de aquel compromiso ineludible, segun mi contrato con la empresa. Apur�bame Lomb�a, y devan�bame yo los sesos tr�s del argumento por �l pedido, sin que �l aflojara un punto en su demanda y sin que yo me atreviera � decirle que no �ramos el uno para el otro. Acos�bale � �l tal vez la secreta comezon de abordar el drama en ausencia de C�rlos, y pes�bame � m� tener que escribir para otro que no fuera aquel �nico modelo del galan cl�sico del drama rom�ntico; costaba mucho � mi lealtad lo que tal vez podia parecer una traicion � C�rlos Latorre, y �Dios me perdone mi mal juicio! pero tengo para m� que Lomb�a tenia la mala intencion de hac�rmela cometer. Impacient�base Lomb�a y desesper�bame yo de no dar con un asunto � prop�sito, lo que ya le parecia, vista mi anterior fecundidad, no querer escribir para �l, cuando una tarde, obligado � trabajar un caballo que yo tenia entablado hacia ya muchos dias, salia yo en �l por la calle del Ba�o para bajar al Prado por la Carrera de San Jer�nimo. Era el caballo regalo de un mi pariente, Protasio Zorrilla, y andaluz, de la ganader�a de Mazpule, negro, de grande alzada, muy ancho de encuentros, muy engallado y rico de cabos, y llev�bale yo con mucho cuidado, mi�ntras por el empedrado marchaba, por temor de que se me alborotase. Cabeceaba y braceaba el animal content�simo de respirar el aire libre, cuando, al doblar la esquina, o� exclamar � uno de tres chulos que se pararon � contemplar mi cabalgadura: �Pues mi� t� que es idea dejar � un animal tan hermoso andar sin ginete.� La verdad era que siendo yo tan peque�o, no pasaban mis pi�s del vientre del caballo; y visto de frente, no se veia mi persona detr�s de su engallada cabeza y de sus ondosas y abundantes crines. Por mas que fuera poco halag�e�a para mi amor propio la chusca observacion de aquellos manolos, el de montar tan hermosa bestia me hizo dar en la vanidad de lucirla sobre la escena, y ocurr�rseme la idea de escribir para ello mi comedia _El caballo del rey D. Sancho_. Rumi� el asunto durante mi paseo, registr� la historia del Padre Mariana de vuelta � mi casa, y fu�me � las nueve � proponer � Lomb�a el argumento de mi comedia, advirti�ndole que debia de concluir en un torneo, en cuyo palenque debia �l de presentarse armado de punta en blanco, ginete sobre mi andaluz caparazonado y enfrontalado. Acept� la idea de la comedia, pl�gole la del torneo final y halag�le la de ser en �l ginete y vencedor. Puse manos � mi obra aquella misma noche, y d�la completa en veinte y dos dias. El se�or duque de Osuna, hermano y antecesor del actual, � quien me present� y cuya benevolencia me gan� el conde de las Navas, puso � mi disposicion su armer�a, de la cual tom� cuantos arneses y armas necesit� para el torneo de mi drama, cuya �ltima decoracion del palenque tr�s de la tienda real mont� Aranda con un lujo y una novedad inusitadas. Pas�se de papeles mi drama; ensay�se cuidadosamente y conforme � un guion, que los directores de escena hacen hoy muy mal en no hacer, y lleg� el momento de ense�ar su papel � mi caballo. Met�le yo mismo una ma�ana por la puerta de la plaza del Angel, desde la cual subian los carros de decoraciones y trastos por una suave y s�lida rampa hasta el escenario: subi� tranquilo el animal por aquella, pero al pisar aqu�l, comenz� � encapotarse y � bufar receloso, y al dar luz � la bater�a del proscenio, no hubo modo de sujetarle y m�nos de encubertarle con el caparazon de acero. Lomb�a anunci� que ni el Sursum-Corda le haria montar jam�s tan rebelde bestia, y est�bamos � punto de desistir de la representacion, cuando el buen doctor Avil�s nos ofreci� un caballo isabelino, de tan soberbia estampa como extraordinaria docilidad, que aguant� la armadura de guerra, la bater�a de luces y en sus lomos � Lomb�a, que no era, sea dicho en paz, un muy gallardo ginete. La primera representacion de este drama fu� tal vez la m�s perfecta que tuvo lugar en aquel teatro: Lomb�a se creci� hasta lo increible: � hizo, como director de escena, el prodigio de presentar trescientos comparsas tan bien ensayados y unidos, que se hicieron aplaudir en un palenque de inesperado efecto; y B�rbara Lamadrid, para quien fueron los honores de la noche, llev� � cabo su papel con una l�gica, una dignidad tales, que al perdonar al pueblo desde la hoguera y � su hijo en el final, oy� en la sala los m�s justos y nutridos aplausos que habian atronado la del teatro de la Cruz. Pero aquel drama no pudo quedar de repertorio; hubo que devolver las armaduras al se�or duque de Osuna y el caballo al doctor Avil�s, y... ni mereci� los honores de la cr�tica, ni ningun empresario se ha vuelto � acordar de �l, ni yo, que de �l me acuerdo en este art�culo, recuerdo ya lo que en �l pasa. En cambio, al fin de aquel mismo a�o se escribi� otro que todo el mundo conoce, que no hay aficionado que no haya hecho con gusto y aplauso, de cuyo or�gen se han propalado las m�s absurdas suposiciones, que me ha valido tanta fama como al mismo _D. Juan Tenorio_, y en cuya representacion no han dado jam�s pi� con bola m�s que los tres actores que, bajo mi direccion, lo estrenaron: Latorre, Pizarroso y Lumbreras; hablo de _El pu�al del godo_, del cual me voy � ocupar en el siguiente n�mero. XII. EL PU�AL DEL GODO. I. Acababa de estrenarse Sancho Garc�a y espiraba el tercero dia de Diciembre de 1842. Trabajaba yo aprovechando la luz que comenzaba � cambiarse en crep�sculo, cuando un avisador del teatro me trajo un billete de Lomb�a, en el cual me suplicaba que no dejara de ir � la representacion de aquella noche, porque deseaba tener conmigo una entrevista de diez minutos. Ya Lomb�a, � imitacion de Romea, tenia una antec�mara en la cual se reunian sus autores favoritos y sus amigos �ntimos, como los de Julian en el saloncito del teatro del Pr�ncipe. De aquel venian algunos que escribian para ambos teatros, y que como Hartzenbusch y Garc�a Gutierrez no formaban pandillaje; porque su talento, formalidad y reputacion, les habian ya colocado muy encima de todo mezquino esp�ritu de partido. Yo no iba nunca al saloncito del Pr�ncipe � iba poco � la antec�mara de Lomb�a, pero asistia cont�nuamente � mi palco de proscenio para estudiar mis actores, y bajaba en los entreactos � saludar � C�rlos Latorre y � la B�rbara, las noches que trabajaban. Aquella era de Lomb�a; en el primer entreacto me aboqu� con �l en su cuarto y trabamos inmediatamente conversacion, presentes Hartzenbusch, Tom�s Rub�, Isidoro Gil y no recuerdo qui�nes m�s. H� aqu� en res�men nuestro di�logo: _Lomb�a._--La empresa espera de V. un se�alado servicio. _Yo._--Debo servirla segun mi contrato y segun mis fuerzas. _Lomb�a._--Sabe V. que es costumbre que las funciones de Noche-Buena sean beneficio de la compa��a, reparti�ndose sus productos � prorrata entre todos sus actores y empleados segun su clase. Aguc� yo el oido sintiendo abrir una trampa en la que se trataba de hacerme caer, y continu� Lomb�a dici�ndome: Sabe V. que C�rlos Latorre no toma nunca parte en las funciones de Navidad, so pretesto de que en el g�nero c�mico de estas alegres representaciones no cabe el suyo tr�gico; de modo que cobra y se pasea desde Navidad � Reyes. Queremos que comparta este a�o con nosotros el trabajo de tales dias, y no hay m�s que un medio con el cual se avenga, y es, que se le escriba una pieza nueva, y la empresa ha pensado en V. _Yo._--Estamos � 13, y por breve que sea el trabajo... _Lomb�a._--Deberia estar concluido el 17; copiado y repartido, el 18; estudiado, el 19 y el 20; ensayado el 21 y 22, y representado el 24. _Yo._--Imposible: me faltan tres escenas y copiar el tercer acto de la segunda obra, que debo entregar � ustedes �ntes de a�o nuevo; si la interrumpo no la concluyo; no puedo, pues, ocuparme de nada m�s hasta el 17, y ya no es tiempo. _Lomb�a._--No quiere V. servir � la empresa por no contrariar � su amigo.--(Lomb�a partia siempre del principio de que yo era mejor amigo de C�rlos que suyo.) _Yo._--Mi obligacion es primero que mi amistad. _Lomb�a._--Su excusa de V. nos prueba lo contrario. _Yo._--Voy � hacer � V. una propuesta que le asegure de mi buena f�. Concluir� mi trabajo el 16: en su noche volver� aqu�; y si para ent�nces el Sr. Hartzenbusch se ocupa de encontrarme un argumento para un drama en un acto, yo me comprometo � escribirlo el 17 y presentarlo el 18. _Lomb�a._--Propuesta evasiva: con decir que el argumento que � V. se le d� no es de su gusto.... _Yo._--El Sr. Hartzenbusch sabe el respeto en que le tengo, y todos Vds. saben que sigo sus consejos y acepto sus correcciones como de mi superior y maestro. He buscado al Sr. Hartzenbusch en dos situaciones dif�ciles de mi vida; sabe todos los secretos de mi casa, es en ella como mi hermano mayor, y lo que �l me diga que haga, eso har� yo, como mejor hacerlo sepa. _Lomb�a._--Se conoce que ha estudiado V. con los jesuitas: sus palabras de V. son tan suaves como escurridizas. Si no quiere V. no hablemos m�s. _Yo._--Mi �ltima proposicion. Traiga V. aqu� el 16 por la noche un ejemplar de la historia del P. Mariana; le abriremos por tres partes, desde la �poca de los godos hasta la de Felipe IV: leeremos tres hojas de cada corte en sus hojas hecho; y si en las nueve que leamos tropezamos con algo que nos d� luz para un asunto dram�tico, lo amasaremos entre todos, yo lo escribir� como Dios me d� � entender, y el jesuita Mariana abonar� la f� del disc�pulo de los jesuitas del Seminario de Nobles. _Lomb�a._--Propuesta aceptada. _Yo._--Pues hasta el 16 � las siete. En tal dia y en tal hora, concluido mi trabajo, volv� � presentarme en el teatro de la Cruz, donde Hartzenbusch, Rub� y algunos otros de quienes no me acuerdo, me esperaban con Lomb�a, que tenia sobre la mesa una _Historia de Espa�a_. Metimos tres tarjetas por tres p�ginas distintas, y en el primer corte tropezamos, en el cap�tulo XXIII del libro s�timo, estas palabras sobre el fin de la batalla de Guadalete y muerte del rey D. Rodrigo: �Verdad es que, como doscientos a�os adelante, en cierto templo de Portugal, en la ciudad de Viseo, se hall� una piedra con un letrero en latin, que vuelto en romance dice: AQUI REPOSA RODRIGO, ULTIMO REY DE LOS GODOS. Por donde se entiende que, salido de la batalla, huy� � las partes de Portugal.� Al llegar aqu�, dije yo: �Basta: un embrion de drama se presenta � mi imaginacion. �Con qu� actores y con qu� actrices cuento? Necesito � C�rlos, � B�rbara y � lo m�nos dos actores m�s.� Y mi�ntras esto decia, me rodaban por el cerebro las im�genes de Pelayo, don Rodrigo, Florinda y el conde D. Julian.--Lomb�a dijo: �Imposible disponer de B�rbara.�--�Pues Teodora, repuse yo.�--�Tampoco; la cuesta mucho estudiar, replic� Lomb�a.�--�Pues Juanita Perez, ni la Boldun, no me sirven para mi idea, repuse.�--�Pues comp�ngase usted como pueda, exclam� por fin Lomb�a: tiene V. � C�rlos, � Pizarroso y � Lumbreras: _los tres de V._ Van � levantar el telon y no quiero faltar � mi salida. �En qu� quedamos? �Es V. hombre de sostener su palabra?� Pic�me el amor propio el tonillo provocativo de Lomb�a, y sin reflexionar, tom� mi sombrero y dije saliendo tras �l de su cuarto: �Ma�ana � estas horas quedan Vds. citados para leer aqu� un drama en un acto.--Buenas noches. --�Apostado? me grit� Lomb�a dirigi�ndose � los bastidores. --Apostado: me dar�n Vds. de cenar en casa de Pr�spero; respond� yo ech�ndome fuera de ellos por la puerta de la plaza del Angel. Poco trecho mediaba de all� � mi casa, n�m. 5 de la de Matute: poco tiempo tuve para amasar mi plan, pero tampoco tenia minuto que perder. Me encerr� en mi despacho: ped� una taza de caf� bien fuerte, d� �rden de no interrumpirme hasta que yo llamara, y empec� � escribir en un cuadernillo de papel la acotacion de mi drama. �Caba�a, noche, rel�mpagos y truenos lejanos.--Escena primera.� Yo no sabia � qui�n iba � presentar ni lo que iba � pasar en ella: pero puesto que iba � desarrollarse en una caba�a, debia por �lguien estar habitada: ocurri�me un eremita, � quien bautic� con el nombre de Romano por no perder tiempo en buscarle otro; y como lo m�s natural era que un ermita�o se encomendase � Dios en aquella tormenta que habia yo desencadenado en torno suyo, mi monje Romano se puso � encomendarse � Dios, mi�ntras yo me encomendaba � todas las nueve musas para que me inspiraran el modo de dar un paso adelante. Pens� que si el monje y yo no nos encomend�bamos bien � nuestros dioses respectivos, corria el riesgo de meterme, empezando mal, en un pantano de banalidades del que no pudieran sacarme ni todos los godos que huyeron de Guadalete, ni todos los moros que � sus m�rgenes les derrotaron. Llevaba ya el monje rezando treinta y seis versos, y era preciso que dijera algo que preparara la aparicion de otro personaje; que era claro que si andaba por el monte � aquellas horas y con aquel temporal, debia de poner en cuidado al que abria la escena en la caba�a. Decid�me por fin � atajar la palabra � mi monje romano y escrib�: Escena segunda. _Sale Theudia_: y sali� Theudia; mas como no sabia yo a�n qui�n era aquel Theudia, le saqu� embozado, y me pregunt� � m� mismo: �Qui�n ser� este Sr. Theudia, � quien tampoco podia tener embozado mucho tiempo en una capa, que no me d� cuenta de si usaban � no los godos? era preciso empero desembozarle, y �l se encarg� de decirme qui�n era: un caballero; por lo cual, y por su nombre, y por su traje, tenia necesariamente que ser un godo; quien trab�ndose de palabras con aquel monje que en la choza estaba, me fu� dando con los pormenores que en ellas daba, la forma del plan que me bullia informe en el cerebro; de modo que andando entre Theudia, el ermita�o y yo � ciegas y � tientas con unos cuantos recuerdos hist�ricos y unas cuantas ficciones legendarias de mi fantas�a, cuando al fin de aquella larga escena segunda escrib� yo: Escena tercera. _El ermita�o_, _Theudia_, _Don Rodrigo_, ya comenzaba � ver un poco m�s claro en la trama embrollada de mi improvisado trabajo, y el cielo se me abri� en cuanto me v� con C�rlos Latorre en las tablas; porque mi�ntras �l estuviera en ellas, era lo mismo que si en sus cien brazos me tuviera � m� el gigante Briareo; porque estaba ya acostumbrado � ver � C�rlos sacarme con bien de los atolladeros en que hasta all� me habia metido, y � �l conmigo le habia arrastrado mi juvenil � inconsiderada osad�a. En cuanto me hall�, pues, con C�rlos, fiado en �l, me desembarac� del monje como mejor me ocurri�, y me engolf� en los endecas�labos: cuando yo los escribia para C�rlos Latorre en mis dramas, ya no veia yo en mi escena al personaje que para �l creaba, sin� � �l que lo habia de representar, con aquella figura tan gallarda y correctamente delineada, con aquella accion y aquellos movimientos, y aquella gesticulacion tan teatrales, tan art�sticos, tan pl�sticos, nunca distraido, jam�s descuidado; dominando la escena, dando movimiento, vida y accion � los dem�s actores que le secundaban: as� que al entrar yo en los endecas�labos de la escena cuarta, me despach� � mi gusto haciendo decir � D. Rodrigo cuanto se me ocurri�, sin curarme del cansancio que iba � procurar � un actor, que por fuerte que fuese era ya un hombre de m�s de sesenta a�os con un papel que sostenia solo todo mi drama; mas la inspiracion habia ya desplegado todas sus alas, y no vacil� en a�adirle el fatigos�simo mon�logo de la escena V para preparar la salida del conde D. Julian. Aqu� me amaneci�: tom� chocolate y le� lo escrito; pareci�me largo y asombr�me de tal longitud, pero no habia tiempo de corregir; presentia que me iba � cansar, y temiendo no concluir para las siete, acomet� la escena del conde con D. Rodrigo, que me cost� m�s que todo lo llevado � cabo, y me falt� la luz del dia cuando escribia: Escucha, pues, �oh rey Rodrigo � cu�nto llega mi rencor contigo! No me habia acostado, no habia comido, no podia m�s y se acercaba la hora de la lectura. Me lav�, tom� otra taza de caf� con leche, enroll� mi manuscrito y me person� con �l en el teatro de la Cruz. Ley�se; asombr�me yo y asombr�ronse los que me escucharon; abraz�me Hartzenbusch, y frot�base ya Lomb�a las manos pensando en que la funcion de Navidad trabajaria C�rlos, cuando �ste dijo con la mayor tranquilidad: �Se�ores, yo no tengo conciencia para poner esto en escena en cuatro dias; esta obra es de la m�s dif�cil representacion, y yo me comprometo � hacer de ella un �xito para la empresa, si se me da tiempo para ponerla con el esmero que requiere; mi�ntras que si la hacemos el 24 vamos de seguro � tirar por la ventana el dinero de la empresa y la obra es la reputacion del Sr. Zorrilla. Convinieron todos en la exactitud de lo alegado por Latorre; masc� Lomb�a de trav�s el puro que en la boca tenia y... se dej� _El pu�al del godo_ para despues de las fiestas; y tampoco aquel a�o trabaj� en ellas C�rlos Latorre. As� se escribi� _El pu�al del godo_. �C�mo lo puso en escena aquel irreemplazable tr�gico? La representacion para el pr�ximo lunes. XIII. EL PU�AL DEL GODO. II. Durante las fiestas de Navidad ocup�se C�rlos Latorre del estudio de aquel repentino aborto de mi irreflexivo ingenio, que habia yo escrito y leido en veinticuatro horas y bautizado con el t�tulo de _El pu�al del godo_: y durante aquellos quince dias, habia yo tenido tiempo para reflexionar sobre lo que habia hecho. Debo yo � Dios una cualidad por la cual le estoy profundamente agradecido; pero por la cual es probable que no sea nunca respetado en mi patria: la de no dejarme alucinar por los aplausos, y no creer por ellos que mis obras son el non plus ultra de la perfeccion: como yo s� mejor que nadie c�mo y por qu� las he escrito, no tengo vanidad en ellas; y no solamente veo sus grandes defectos, sin� que tampoco me ofende su cr�tica, por m�s que muchas veces me las haya acerba, personal y agresivamente flagelado. Desde que el 17 por la noche le� en el teatro de la Cruz lo que en aquel dia y la noche anterior habia escrito, habia yo comprendido que aquel _Pu�al del godo_, forjado en el breve tiempo y del modo que llevo dicho, escribi�ndolo �ntes de pensarlo, cre�ndolo y d�ndole forma segun escribi�ndolo iba, y fi�ndome al escribirlo en que era C�rlos quien lo debia de representar en cuatro dias, adolecia de grav�simos defectos, que hacian dificil�sima su representacion. Yo habia escrito sin juicio, sin correccion y sin poder pararme � leer lo que escribia, por miedo de perder los minutos que para concluir � tiempo mi trabajo podian faltarme; por consiguiente, mis personajes no decian en las cuatro primeras escenas lo que debian para hacer comprender la accion � los espectadores, sin� lo que yo me iba diciendo � m� mismo para comprender mi pensamiento, que no se trababa y desarrollaba en mi imaginacion, sino ya en el papel por los puntos de mi pluma; la cual no podia volverse � borrar una redondilla, sin perder sus cuatro versos y los cuatro minutos empleados en escribirlos, no en pensarlos, porque para pensar no tenia ni se me habia concedido tiempo. As� en la escena IV endecas�laba, parece que Theudia y D. Rodrigo se quieren desquitar de lo que no han hablado desde la desastrosa jornada del Guadalete. Fiado yo en C�rlos Latorre, que contaba de una manera cuyos pormenores concienzudamente estudiados en voz, posiciones, accion y fisonom�a avasallaban la atencion del auditorio constante y crecientemente, puse en boca de D. Rodrigo aquella fant�stica historia del monje; figur�ndome conforme la iba escribiendo c�mo me la iba � poner en accion aquel amigo gigante, que en sus brazos me levant� y � quien debo la poca reputacion que como autor dram�tico he obtenido. Y en verdad que, con sinceridad revel�ndoselo hoy al p�blico despues de treinta y ocho a�os, hasta que hice decir � la vision del bosque en la narracion de D. Rodrigo, que �l, � quien deshonr� tu incontinencia, vendr� de cr�men y verg�enza lleno con tu mismo pu�al � hender tu seno, maldito si sabia yo a�n en lo que habia de parar todo aquello, que no era todav�a m�s que la exposicion. Hasta que brot� del di�logo aquel bienaventurado pu�al, mi mal perje�ado trabajo no tenia ni accion, ni final, ni t�tulo: desde all� el drama lo es, y camin� desde all� resueltamente � la escena VI, que es lo �nico que en �l tiene un valor real y un inter�s verdadero. Cuando nos reunimos por primera vez en el gabinete oct�gono de su casa de la plaza de Santa Ana C�rlos y yo, para tratar del reparto y ensayo de mi drameja, me dijo C�rlos: �La espontaneidad con que ha escrito usted _esto_, la exuberancia de versificacion en sus escenas acumulada, hacen dif�cil su representacion. Yo no quiero que corrija V. ni suprima una sola palabra; quitaria V. � su obra su originalidad; quiero hacerla tal como est�; pero quiero que mis actores, conmigo, aseguren el �xito de su estreno con el mismo lujo de pormenores de que V. la ha colmado, y con tanto exceso de estudio para representarla cuanto � V. le ha faltado para escribirla. Esc�cheme V., y vamos � ver si yo he comprendido bien su pensamiento.� Latorre y yo ten�amos siempre esta conferencia preliminar, en la cual expon�amos m�tuamente nuestra manera de ver la accion de la obra que �bamos � poner en escena: yo le decia c�mo la habia yo concebido, y �l me decia c�mo pensaba desarrollarla. Sigui�, pues, C�rlos dici�ndome: �D. Rodrigo es en _El pu�al del godo_ un rey acosado por dos grandes pasiones: la supersticion del godo de su edad tosca, y la profunda melancol�a que en su corazon ha engendrado el vencimiento. La concentracion en s� mismo y la distraccion perp�tua en que sus pensamientos le tienen absorbido son las se�ales externas del car�cter de esta figura. �No es eso? --Exactamente. --El conde D. Julian es un mal hombre: por m�s que la ofensa que ha recibido le da derechos para mucho, �l va tras de una venganza insaciable, en la cual no ha dudado envolver � toda la nacion de su ofensor. La aspereza violenta, la ira traidora de la hiena, y la marcha obl�cua del lobo, son los caract�res exteriores de esta figura, que se mueve en el cuadro inquieta, torva y siniestra, como amenaza viviente. �No es as�? --Exactamente. --Theudia es... su Sancho Montero y su Blas de usted en _Sancho Garc�a_ y _El Zapatero y el Rey_: � Lumbreras le viene como pintado el papel de Theudia, y daremos el del conde � Pizarroso. Y se envi� � estos actores su respectivo papel. Lumbreras era ent�nces un mozo de buena estatura, de franca fisonom�a, de varoniles maneras, bien proporcionado de piernas y brazos, y de fresca y bien timbrada voz; pero era algo tartamudo, aunque no se apercibia en escena este defecto, que vencia el estudio y el cuidado. Lumbreras tenia el g�rmen de un buen actor s�rio; habia estrenado con justo aplauso el papel del moro Hissem en _Sancho Garc�a_; y en la escuela y compa��a de Latorre le secundaba dignamente bajo su direccion. Pizarroso era un actor de angulosas formas, de voz �spera y _garrasposa_, pero de buena estatura y fisonom�a, de f�cil comprension, de buena voluntad para el estudio, muy cuidadoso en el vestir, y secuaz ciego y adorador id�latra de C�rlos Latorre, entre cuyas manos era materia d�ctil como actor �til y aceptable. Con estos elementos y diez dias de estudio, ensayamos otros diez _El pu�al del godo_ y levantamos el telon sobre el interior sombr�o de una fant�stica caba�a, pintada por Aranda para mi drama en miniatura, en una noche en que la pol�tica traia un poco inquietos los �nimos, y la atm�sfera tan cerrada en nubes como aquella en incertidumbres; una noche, en suma, muy mala para dar nada nuevo � un p�blico que no sabia lo que queria ni lo que recelaba, dispuesto � descargar su inquietud sobre el primero que se la excitara, anheloso por distraerse, pero inseguro de hallar quien le distrajera. Ante este p�blico se levant� el telon del teatro de la Cruz sobre la caba�a de mi monje Romano, quien empez� aquella larga plegaria, de la cual no habia querido C�rlos que suprimiera un verso. Nunca he tenido yo m�s miedo: tenia cari�o � mi tan mal forjado _Pu�al_, y temia que mi triunfo de veinticuatro horas se convirtiera en veinticuatro minutos en vergonzosa derrota. Present�se Lumbreras, y se present� bien: franco, sencillo y respetuoso con el monje, pidi�le de cenar con mucha naturalidad, comi� como s�brio que dijo ser, observ� al ermita�o como hombre que est� sobre s�, pero con la tranquila serenidad de un valiente, y llev� en fin � cabo la escena, d�ndola la flexibilidad, el movimiento y el lujo de pormenores de que C�rlos habia previsto la necesidad. El p�blico la oy� en el m�s desanimador silencio. Sali� al fin C�rlos, cabizbajo, distraido, sombr�o y brusco, llenando la escena del misterio del car�cter del personaje que representaba, y � los primeros versos se capt� la atencion de los espectadores, y al sentarse empujando � Theudia y dici�ndole: �Haceos, buen hombre, atr�s...� yo respir� en mi palco, porque v� que todo el mundo queria ya ver lo que iba � pasar. C�rlos no tenia par para estas escenas: no dej� enfriar la atencion un solo instante; y cuando, s�lo ya con Theudia, entr� en los endecas�labos, se le escuchaba con religioso silencio, y sofoc�banse por no toser los � quienes traia resfriados aquella h�meda frialdad del Enero de 43. C�rlos revel� t�nto miedo, t�nta esperanza, t�nta supersticion, tal lucha interior de pasiones oyendo las noticias de Theudia, que entr� en la narracion de su cuento tan vaga y tan fant�sticamente, que al concluirle diciendo �Dijo: y por entre la niebla arrebatado huy� el fantasma y me dej� aterrado,� estall� un general aplauso: era que el p�blico expresaba as� el placer de que C�rlos le hubiera dejado respirar: Lumbreras pic� y despert� el amor propio, y el valor del rey vencido con una intencion tan bien marcada; C�rlos olfate� y oy� el aura militar del campamento y el clarin que extremecia � los corceles con una accion tan dram�tica y levantada, y con una amplitud de aliento tan vigorosa, que la sala estall� en aquel �bravo, Latorre! que era s�lo para �l y que �l s�lo sabia arrancar. La partida estaba ganada: y preparada de este modo la salida del conde D. Julian, r�pido, perfectamente � tiempo y entre el fulgor de un rel�mpago, se present� por el fondo Pizarroso, torvo, sombr�o, hosco � insolente, envuelto en una parda y corta anguarina, con una larga y estrecha caperuza amarilla, que le cortaba la espalda de arriba � abajo. Fu�se directamente � la lumbre, que estaba � la derecha, y picando con intachable precision el di�logo de entrada, C�rlos con supersticiosa desconfianza y Pizarroso con agresivo mal humor, lleg� �ste al r�stico banquillo que junto � la lumbre estaba, y diciendo D. Julian. �Tiene algo que cenar? D. Rodrigo. Nada. D. Julian. Pues basta; la cuestion por mi parte ha dado fondo, eng�nchase la borla de su capucha en un clavo del banquillo, vu�lcase �ste y da fondo Pizarroso, sent�ndose � plomo sobre el tablado. Aqu� hubiera acabado hoy el drama; pero h� aqu� el p�blico y los actores de aquel tiempo viejo: el p�blico ahog� en un �chist! general la natural hilaridad que iba � romper; C�rlos, en lugar de decir: �desatento ven�s donde os alojan,� dijo en voz muy clara y con un altanero desenfado: �desatentado entrais donde os alojan,� y aprovechando Pizarroso aquel dudoso instante, incorpor�se enderezando el banquillo, asent�le sobre sus pi�s con un furioso golpe, y sent�se tranquilamente, como si lo sucedido estuviera acotado en su papel. C�rlos, en una posicion de supremo desden y de suprema dignidad, se qued� contempl�ndole de trav�s y en silencio, hasta que el p�blico rompi� en un aplauso universal; y continu� la escena en una suprema lucha de los actores por la honra del autor. La conclusion fu� tan r�pida y precisamente ejecutada por el hachazo de Lumbreras, y aconterada por C�rlos con la octava final con tal sentimiento y br�o, que el aplauso final se prolong� muchos minutos. _El pu�al del godo_ obtuvo el �xito que se oblig� � darle C�rlos Latorre, si se nos concedia tiempo para ponerle en escena como �l habia concebido que debia ponerse. As� se hacian y as� se escuchaban las obras dram�ticas desde 1832 � 1843. XIV. INTERRUPCION. Sr. Director de _Los Lunes de El Imparcial_: Mi querido amigo: Siento mucho no poder enviar � V. original de mis _Recuerdos del tiempo viejo_ para el n�mero de ma�ana: pero la primavera que Dios prematuramente nos ha enviado esta semana � los que en Madrid vivimos, ha hecho fermentar en mi viejo corazon el esp�ritu vagabundo y holgazan de todo buen espa�ol en la estacion primaveral. Confieso � V., y sin que tal confesion me pese � me ruborice, que no he hecho m�s en toda la transcurrida semana que pasear al sol mi pellejo, que con el frio comenzaba ya � apergaminarse, conversar con dos amigos tan viejos como yo, del tiempo que no volver�, y vagar por las calles de Madrid como un gorrion nuevo recien escapado del nido, que no piensa en volver � �l mi�ntras luzca el sol sobre el horizonte. En esta ociosa vagancia me ha cogido el s�bado, mi querido Munilla, sin haber escrito ni acordarme de escribir una palabra del art�culo de ma�ana: as� que, mi _Pu�al del godo_ pendiente se est� como qued� en nuestro n�mero del 1.� de Marzo, y no lo volver� � coger hasta el del lunes 15: y para bien sea; porque un pu�al en manos de un viejo loco, puede acarrear � cualquiera un susto, si no un disgusto. Yo quisiera sincerar mi falta dando � V. alguna razon que de ella con V. me disculpara: pero, la verdad es que no la tengo: si le escribiera � V. en verso, ya inventaria yo alguna mentira, por excusa; pero escribiendo en prosa, debo decir la verdad como hombre honrado. El lunes, satisfecho de haber publicado y cobrado mi art�culo, me sal� al sol � expaciar el �nimo y � descansar del trabajo hecho. Los martes son malos dias para empezar negocio ni labor alguna: el mi�rcoles me volv� � salir al sol para prepararme � oir por la noche en el Ateneo al Sr. Moreno Nieto; � quien voy yo siempre � escuchar con tanto asombro como respeto, porque sabe tantas cosas que yo no s�, y las dice de una manera tan de mi gusto, que le escucho arrobado, y me pesa siempre de que concluya de exponer aquellos sus tan bien hilados discursos, tan l�gicamente hilvanados en tan primorosas frases. El jueves continu� pase�ndome al sol, para rumiar lo oido al Sr. Moreno Nieto; y � las siete y media (costumbre mia de los jueves) me sent� � la mesa de la condesa de Guaqu�, quien siendo hija de mi condisc�pulo el duque de Villahermosa, es al mismo tiempo hermana del �ngel rubio encargado por Dios de abrir las puertas de la aurora y de derramar la luz y la alegr�a sobre la tierra. Recibe conmigo � su mesa los jueves esta gentil�sima se�ora al prodigio de memoria, de erudicion y de precocidad, el j�ven Menendez Pelayo, al infatigable Grilo, que nos recita sus versos, los mios y los de todos los poetas que conoce; � Pepe Esperanza, quien me hace concebir la de escuchar el celeste concierto del Paraiso, cuando �l pone las manos en el piano, y otros renombrados ingenios y conocid�simos personajes, de quienes no cito � V. los nombres, porque no le parezca que trato de darme m�s importancia de la escasa que mis versos me han adquirido, m�s por el ajeno favor que por su m�rito propio. Puede V. comprender que no tendria perdon de Dios, si empleara los viernes en otra cosa que en saborear los recuerdos en prosa y verso del salon de aquella condesa C�rmen, con la cual no tienen flor comparable ninguno de los C�rmenes escalonados en el valle de los Avellanos de la morisca Granada. Del viernes ya pens� emplear la noche en escribir mi art�culo; pero fatalmente para V., los viernes ha dado en reunir en su casa la se�ora de Malpica � algunos amigos suyos, entre los cuales me cuenta; y �ay, se�or Director de _Los Lunes de El Imparcial_! recibe esta se�ora con tal cari�o y con tan buen gusto en una tan elegante morada, y van � casa de esta se�ora dos ni�as morenas, que cantan como dos �ngeles, dos rubias que tocan como dos serafines, y otras dos de tez api�onada y cabello casta�o que tocan y cantan como dos Santas Cecilias... en fin, de aquella casa se sale con pesar � las cuatro de la ma�ana; y el s�bado hay que pasarlo en so�ar con aquellas tres parejas de muchachas, que le dejan � uno en los oidos para veinticuatro horas el eco de todas las harpas de Sion, y de los gorjeos de todos los ruise�ores de los bosques de la Alhambra. La tarde del s�bado, cuando ya iba disip�ndose la especie de embriaguez en que envuelven el esp�ritu de los poetas, aunque seamos viejos, el recuerdo de t�nta poes�a, t�nta m�sica y t�ntos serafines con forma humana... ella bajando y yo subiendo, tropec� en la calle de la Montera con la marquesa de D. H., que es la m�s mona de todas las marquesas de los reinos unidos y desunidos de Europa; una malague�a que tiene una mata de rayos de sol por cabellos, un pu�ado de azucenas por cara, dos pedazos de cielo por ojos y dos ramilletes de jazmines por manos; y que me di� just�simas quejas, y que la d� merecid�simas satisfacciones, y que me ofreci� el perdon suyo y el de su esposo, y que la promet� enmienda, y que me fu� � mi casa entre la niebla del crep�sculo, mareado y andando � tientas con el recuerdo de sus palabras y la im�gen de su hermosura. Envi� � mi familia al teatro de Apolo, y dejando el estreno de la comedia _Angel_ por oir � Blasco, me dirig� al Ateneo. Pero Blasco es m�s vagabundo que yo, y � las diez nos dijo el secretario que Blasco no daba su lectura aquella noche. Un poco despechado de aquel chasco que con su ausencia me pegaba Blasco, ech� h�cia el teatro de Apolo, desesperanzado de acabar la semana tan po�tica y armoniosamente como la habia pasado, puesto que daban una comedia en prosa para m� desconocida: _Lo positivo_. A m�s de la mitad iba ya la representacion del acto segundo, cuando ocup� yo mi butaca de primera fila; ignoraba el argumento y d�bame apenas cuenta de lo que en la escena sucedia, cuando la Hijosa, que en ella estaba sola, dej� un peri�dico en que habia leido y tom� una carta que tenia delante por leer. Despleg� poco � poco el papel de aquella carta y comenz� su lectura con una indiferencia que cambi� en atencion, y que fu� pasando de �sta al inter�s, y de �ste al sentimiento, y luego � la ternura, y v� con mis gemelos que las l�grimas brotaban de los ojos de la actriz, y sent� las mias anublarme los cristales � cuyo trav�s la contemplaba, y o� por fin estallar un aplauso universal, y solt� mis anteojos para aplaudir su final de acto, cuya ejecucion hacia mucho tiempo que no habia yo visto par. En el tercero despleg� Pepita Hijosa un lujo de pormenores, un estudio de detalles tan minucioso, un cuadro tan acabado de c�mica coqueter�a, manifest� tal seguridad y franqueza, tal posesion de la escena, que envidi� la fortuna del Sr. Tamayo � Est�vanez, � como quiera llamarse el acad�mico autor de aquella comedia, en la cual se me revelaban � un mismo tiempo el m�s pr�ctico de nuestros autores, y una actriz incomparable para el estudio de sus papeles. Puede un gran poeta desarrollar en ricos versos � en castiza prosa, un gran pensamiento, y dar cima � una gran creacion; pero el mejor poeta no puede hacer m�s que escribir sus palabras; y si el actor no da � cada una de las de su papel una intencion, una inflexion, un movimiento y una vitalidad competentes, de la palabra no resulta m�s que un sonido sin vibracion, que excita seca, p�lida y fria la idea en ella expresada. En lo que yo v� de _Lo Positivo_, el poeta ha confeccionado sus palabras y sus escenas como maestro, pero la Hijosa da � su palabra el movimiento, el relieve y la vida del sentimiento del arte. Yo no conocia, amigo Munilla, � esta actriz que ha hecho su reputacion durante mis treinta a�os de ausencia de Espa�a, y como todav�a su acento me resuena dentro del t�mpano, su figura y su juego esc�nico me bailan a�n en las pupilas, y el recuerdo de la actriz me turba la memoria, no tengo ni tiempo ni �nimo para escribir el art�culo de ma�ana. Comp�ngase Vd., pues, como pueda; que yo voy � probar si durmiendo doce horas seguidas, puedo desembarazarme de la deliciosa pesadilla que me producen en vigilia las encantadoras im�genes de las nueve bienhechoras hadas, con quienes he tenido la fortuna de tropezar en la semana que acab� ayer. Si Dios me da otras cuatro como �sta, el premio grande de la loter�a en la quinta, y la gloria despues de la muerte... reclame usted, se�or Munilla, reclame usted ante todos tribunales humanos y en el divino, porque no habr� justicia ni en la tierra ni en el cielo. Suyo afect�simo... * * * * * Los redactores de _El Imparcial_ no quisieron dejar pasar el n�mero de aquel lunes sin art�culo mio, y sustituy�ndole con mi anterior ep�stola, le completaron con la siguiente nota y los subsiguientes versos: todo lo cual dejo yo en este lugar interrumpiendo mis recuerdos como ellos lo intercalaron en los _Lunes_ de su peri�dico. * * * * * Mal satisfechos con esta carta del Sr. Zorrilla, corrimos � su casa, pero no le hallamos en ella. Registramos osados su pupitre, y encontrando en �l el borrador de las siguientes octavas, las publicamos � continuacion de su carta, en lugar del art�culo que hoy no contaba darnos. Dios te ha dado, Valenciana, la beldad de las hur�es; en tu faz, cuando sonries se abre el cielo y se ve � Dios; quien al darte en carne humana modelada tu hermosura, dijo: �ah� va esa criatura, y como esa no hago dos.� Y eres �nica por eso: Yo cre� que era mi Rosa la primera y m�s hermosa en el �mbito espa�ol; pero � t�, prez y embeleso, luz y gloria de Valencia, te cre� la Omnipotencia sola y sin par, como el sol. En tus ojos nace el dia, que ajimeces son del cielo por los cuales manda al suelo de Valencia Dios la luz. Ha supuesto Andaluc�a que era V�nus sevillana... no lo creas, Valenciana; err� vano el andaluz. Al matar el cristianismo � la V�nus de Cith�res, se asi� � t� Cupido, y eres quien le lleva de s� en p�s; si hizo � aquella el paganismo de la espuma de los mares, de capullos de azahares y de luz te hizo � t� Dios. T� eres V�nus, Valenciana; tu hermosura es m�s perfecta que la hel�nica, romana, bizantina y oriental: t� eres la obra m�s correcta de las manos de aquel n�men que es la cifra y el res�men de lo bello y lo ideal. Y contigo, almo trasunto de aquel g�rmen de hermosura, de sin par modeladura en su inmensa creacion, no tiene el m�s leve punto de adhesion comparativa criatura alguna viva en belleza y perfeccion. No cre� naturaleza ningun tipo de hermosura que no fuera � tu belleza algun rasgo � demandar; te pidi� el cisne blancura, el armi�o tu limpieza, el halcon tu gentileza y el ant�lope tu andar. Tienes ojos de paloma y hebras de sol por pesta�as; Dios te ha puesto en las entra�as los efluvios del rosal: y respiras los aromas que desprende en las monta�as de sus troncos y sus gomas el calor primaveral. Tu cabeza toca airosa tu abundante cabellera, como al cedro y la palmera su ramaje secular: de las hondas de tus rizos la espiral es m�s graciosa que los arcos movedizos de las ondas de la mar. Tu cintura, m�s esbelta que los v�stagos del mimbre, hace el paso que se cimbre de tu andar de garza real; y tu leve falda suelta flota en torno de tu talle, cual la niebla que en el valle alza el sol matutinal. M�s sutilmente no liba colibr� de cien colores en el c�liz de las flores el roc�o que en �l ve; m�s ingr�vida no estriba la ligera mariposa en las hojas de una rosa, que al andar pisa tu pi�. De tus labios la sonrisa como un alba se desprende que por la atm�sfera extiende viva luz y �ura vital, y tu aliento es una brisa que del cielo baja al suelo por tus labios, que del cielo son las puertas de coral. Son m�s dulces tus palabras que la miel de las abejas; el olor que tr�s t� dejas aventaja al del clavel: y tu amor, con el que labras mi ventura, reasume la dulzura y el perfume de la flor y de la miel. T� eres V�nus, Valenciana: tus dos labios carmes�es al abrir cuando sonries se abre el cielo y se ve � Dios; quien al darte en carne humana modelada tu hermosura, dijo: �ah� va esa criatura: mas como esa no har� dos.� XV. EL PU�AL DEL GODO. III. Gan�me esta obrita m�s favor con el vulgo � h�zose pronto m�s popular y famosa que cuantas escritas llevaba, por la circunstancia de que, no necesit�ndose dama para su representacion, la pusieron en escena todos los aficionados en liceos, casinos y dem�s sociedades m�s � m�nos literarias que por ent�nces comenzaron � surgir; y perm�tame el lector que con vanidad le recuerde que s� de cierto que miles de personas, que han sido y son hoy conocidos personajes, han hecho el papel de alguno de los cuatro de mi _Pu�al del godo_: y no h� muchas noches dieron una dedada de miel � mi amor propio mi paisano Nu�ez de Arce, Sell�s y otros que valen y son hoy m�s de lo que yo anta�o valia y era, revel�ndome alegremente que habian de estudiantes representado � Theudia y � D. Rodrigo, y el primero a�adi� que a�n sabia de memoria toda mi r�pidamente abortada composicion; lo cual, sea dicho en paz y en gracia de Dios, me congratula con aquel peque�o aborto de mi ingenio y casi me enorgullece de haberlo escrito. Y la ocasion me viene como de molde, para exponer aqu� mi opinion sobre las representaciones de los aficionados, en los m�s � m�nos caseros teatros de sociedades m�s � m�nos p�blicas � privadas. Cuando invitado un conocido autor � la representacion de una de sus obras en uno de estos teatros, le dicen durante � despues de ella: _�Cu�nto habr� V. sufrido vi�ndose as� ejecutado!_ ni los que tal le dicen son justos, ni �l lo fuera pensando tal. Yo por mi parte no s�lo asisto sin pena � estas ejecuciones, sin� que es la sola ocasion en que escucho mis versos sin hast�o. Los aficionados suelen ser muchachos de quienes a�n no se sabe el porvenir, que estudian sus papeles con afan, los representan con entusiasmo, y se encari�an con el autor; de quien se acuerdan cont�nuamente y con quien contraen esa amistad leal, noble y desinteresada, que se basa en la fruicion espiritual de la lectura y del estudio de una obra que nos procura aplausos y favor, siquiera sea de amigos. Tal vez un muchacho � quien el porvenir guarda una faja de general � un sillon presidencial de un Parlamento � en una Academia, representa delante de la ni�a que ha de ser su mujer, � de la mujer que ha de ser su gloria � su condenacion. Tal vez alguno, con la representacion del papel de Theudia � del conde D. Julian, ha conseguido el amor de su Florinda, y uno y otro han bendecido y conservado por ello toda su vida una amistad por �l ignorada al viejo autor del _Pu�al del godo_. En estos teatros y en estos actores de aficion todo es disculpable, en atencion � la buena f� con que todo se hace: en ellos suelen presentarse individuos que f�cilmente llegarian � buenos actores, si en serlo pusiesen empe�o � de serlo se vieran en la necesidad. Yo soy tal vez el viejo que tiene m�s amigos j�venes: soy el poeta que goza de m�s popularidad entre la juventud escolar de Espa�a: y no por mi ciencia, de la cual dan mis escritos bien pobre y escasa muestra, sin� por las octavas de D. Rodrigo y el di�logo de �ste con D. Julian, de los cuales hay apenas estudiante que no tenga en su memoria algunos de sus versos � algunas hojas par�sitas de los mios entre las de sus libros de asignatura. Los actores de provincia son tambien dignos de la indulgencia de los autores; porque la variedad diaria que en sus representaciones exige un p�blico escaso que nunca var�a, no les da tiempo de estudiar ni de ensayar convenientemente las obras; pero basta de esto, que es tratado aparte de mis recuerdos viejos: ya volver� sobre ello cuando llegue el turno � mis impresiones del tiempo actual; y tornemos y demos fin � las de _El pu�al del godo_ con una an�cdota poco conocida. Habia en M�jico cuando vivia yo en aquel paraiso, que debi� ser para m� y no quiso Dios que fuera limbo del olvido un Casino espa�ol, pr�digamente sostenido, en cuyos salones se daban algunas espl�ndidas fiestas; una de ellas, la imprescindible, se verificaba el dia onom�stico de la Reina Isabel, � quien, como � la persona que ent�nces representaba la patria, envi�bamos un saludo los expatriados de Espa�a. Era yo el encargado de hacer una lectura en aquellas noches, que concluia siempre con el viva � Espa�a, al cual contestaban los mejicanos y espa�oles en aquellos salones reunidos. Un a�o, queriendo el Casino hacerme un obsequio por lo que parecia trabajo y era en un espa�ol obligacion de buen ciudadano, dispuso que en una de estas fiestas se representase mi _Pu�al del godo_ y se me ofreciese una corona. Coloc�ronme, para honrarme, en un grande y magn�fico sillon, en el cual resaltaba m�s mi ex�gua personalidad, � la derecha de la orquesta y de cara al p�blico: ejecut�se mi pobre drama lo mejor que se pudo y mejor de lo que se esperaba; di�ronme mi corona, aplaudi�ronme mucho, y despues de una exquisita cena aconterada con muchos br�ndis, meti�ronme, tras de muchos abrazos y pl�cemes, en mi coche y... buenas noches. Al dia siguiente un peri�dico mejicano, no muy afecto � los espa�oles pero redactado por gente ingenios�sima, daba cuenta de la fiesta, la representacion, mi coronacion y la cena final en los t�rminos m�s halag�e�os para la riqueza, la esplendidez y el patriotismo de los s�cios del Casino; pero concluia con este cuentecillo: �Sin que salgamos garantes de la verdad del hecho, se cuenta que entre el poeta Zorrilla y un amigo nuestro y suyo, que no habia asistido � la funcion del Casino y que se acerc� � saludarle al bajar aquel del coche � la puerta de su casa, se cruz� el siguiente di�logo, que result� improvisada redondilla: �El amigo. �Qu� tal lo hicieron los godos? El poeta. �Hombre!... lo han hecho tan mal, que buscaba yo el pu�al para matarlos � todos.� En cuyo cuentecillo qued�bamos mal todos los espa�oles de M�jico: los del Casino por haber hecho mal mi drama, y yo por hacerlo peor con ellos en semejante ep�grama. Ni es mio, ni en aquella ocasion pudiera hab�rseme ocurrido; pero me le ha recordado la �ltima representacion que he visto en Madrid de mi pobre _Pu�al del godo_. XVI. LOS DOS VIREYES. _Suum cuique._ Este drama est� ya olvidado del p�blico de Madrid, y apenas si se representa alguna vez en provincias, afortunadamente para mi honra. De �l se ocup� la cr�tica muy somera aunque muy �griamente, y tuvo razon: es la m�s miserable rapsodia representada en el teatro moderno; y si andando el tiempo algun curioso bibli�mano � algun cr�tico investigador tropezaran con ella en algun juicio retrospectivo, seguramente exclamarian con asombro: ��C�mo diablos fu� posible que aquel poeta escribiera esto!� Y no puedo negar que lo escrib�, y es lo peor que al afirmarlo no me averg�enzo de haberlo escrito; materialmente escrito, porque el argumento, la forma y las escenas en prosa, no son mios: est�n rastreramente cogidos y literalmente copiadas de una mala novelucha de un autor italiano engerto en franc�s, � quien todo Par�s literario y art�stico ha conocido, pero cuya reputacion no ha llegado � Espa�a: la novelucha se titulaba _El virey de N�poles_, y su autor se llamaba Pietro Angelo Fiorentino. �C�mo lleg� � mis manos esta novela? �Qui�n me puso en mientes transformarla en drama, copiando en �l servilmente los amanerados di�logos de su falso relato y sin curarme de corregir sus errores hist�ricos, ni de dar � mis personajes otro car�cter m�s acusado y dram�tico, m�s verdadero y m�s espa�ol? Es una historia que debia de quedar para contada despues de mi muerte; pero que se me antoja contar en vida, porque nada hay en ella que no abone mi lealtad de amigo y mi buena f� de hombre honrado; porque no quiero que piense ninguno de los que en mi tiempo viven que temo abordar en mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ninguna cuestion personal sobre el pasado que no vieron, y porque no quiero cargar para el porvenir con culpas que no fueron mias. En cuanto � mi reputacion literaria, confieso que no me trae con mucho cuidado; porque s�lo la posteridad depura y acrisola lo que vale la fama adquirida en vida por un autor de loca fortuna � de gran favor entre los profesores de bombo; y tengo yo para m�, aunque pese � los pocos amigos que me quedan, que m�s me va � honrar despues de mi muerte, la sinceridad con que reconozco la escasa valia y los defectos de mis obras, que el haberlas escrito; y digo sinceridad, por no atreverme � decir modestia; virtud que creo que no existe ya en Espa�a y que es un capital que... quien lo pone lo pierde: sabiendo lo cual, aunque lo tuviera no lo pondria yo. No quiero, sin embargo, que mis amigos renieguen de m�, tomando mi sinceridad por hipocres�a; y voy � decirles de paso, y �un � peligro de que en vez de hip�crita me crean vanaglorioso, que tengo cierta conciencia de m� mismo, teniendo por bien hecho y por valioso algo de lo por m� hecho: mi _Cristo de la Vega_, mi _Capitan Montoya_ y mi _Margarita la tornera_, son tres leyendas muy imitadas, pero no corregidas �un por otro poeta mejor narrador, � m�s legendario y tradicional; y Dios y el tiempo nuevo me perdonen mi pretension de creer que me dan derecho � tenerme por legendario buen narrador. Por poeta dram�tico no me tuve jam�s, y s�lo puedo presentar sin verg�enza los dos primeros actos de _Traidor, inconfeso y m�rtir_ y la segunda mitad del tercero y primera del cuarto de _El Zapatero y el Rey_; lo cual no es t�nto que sirva para bravear, ni tan poco que me humille y me cierre las puertas del teatro; y en cuanto � mis poes�as l�ricas... �ay de m�! no son m�s que hojarasca; y en ellas hay muchas hojillas verdes y algunas florecillas frescas, pero cuando el tiempo seque tal hojarasca, poca sombra dar� � mi fama el follaje que deje su soplo en las pobres ramas del laurel de mi gloria. Volvamos � la historia de mis Dos vireyes. Habia en 1838 y 39 una tienda de gorras en la Puerta del Sol, cuya due�a, honrad�sima mujer, tenia un hermano menor que de ella dependia y que era taqu�grafo de las C�rtes. Alto, desgarbado, de pesados movimientos, modales vulgares y saltones ojos, era en su exterior el tipo de la honradez, y en sus caracter�sticas manifestaciones la expresion de la buena f�. No recuerdo c�mo, ni por qui�n, tropez� y comenz� � juntarse conmigo; pero ello es que par� en ser mi inseparable sombra, y que no pasaba dia que no pasara conmigo y en mi casa las horas que su ocupacion de taqu�grafo le dejaba libres. Alababa todo lo que yo hacia, celebraba todas mis escentricidades de poeta y mis ni�er�as de muchacho; y como si en mi cronista se hubiese constituido, propalaba y encomiaba por donde quiera mis hechos y mis dichos, clasific�ndolos todos entre los m�s chistosos y originales del mundo; lo cual contribuia m�s que � mi buena fama � procurarle � �l la de mi �nico amigo, confidente �nico de los secretos del muchacho que iba haci�ndose popular. Llevaba yo por ent�nces, como he llevado siempre, una vida aislada, que me ha obligado � llevar el trabajo necesario � mi subsistencia y mi poca simpat�a por las banalidades que forman base de la vida social de Madrid. Las visitas in�tiles, las relaciones superficiales y los convites sin cari�o, han sido cosas que no he aceptado jam�s en mis costumbres: y he preferido siempre para mis alegr�as y expansiones el interior modesto de mi pobre hogar, al suntuoso salon y la op�para mesa del opulento y millonario anfitrion. Mi idea fija era hacer famoso el nombre de mi padre, para que �ste, volvi�ndome � abrir sus brazos, me volviera � recibir para morir juntos en nuestra casa solariega de Castilla; �nica ambicion mia y �nico bien que Dios no ha querido concederme. Bajo esta idea hu� siempre de la sociedad pol�tica y rechac� el favor y la proteccion de los gobiernos, � quienes no pudo ligarme nunca compromiso alguno personal; mi padre era realista, tuvo que irse con el infante D. C�rlos Mar�a Isidro � las Provincias Vascongadas y que emigrar � Francia un mes �ntes del convenio de Vergara; y puse mi empe�o en probarle, que la fama que yo habia dado � su apellido, la debia s�lo al trabajo y al favor del pueblo, no � haber vendido mi pluma � un partido contrario � sus opiniones; y sin cuya revolucion no hubiera yo, sin embargo, tenido una prensa en que publicar los versos que me hicieron popular. Pas�bame, pues, la vida en mi casa dado � mi as�duo trabajo, del cual descansaba y me distraia en el tiro de pistola y en el circo de la plaza del Rey; mis dos �nicos vicios, porque en vicio les constituia mi diaria presencia en el tiro y en el circo, donde constantemente me acompa�aba _X_ el taqu�grafo, tosco eslabon humano que con la humana sociedad me encadenaba. _X_ no tiraba; juzgaba de los tiros, convenia las apuestas, aplaudia los triunfos, y tomaba parte muy principal en los almuerzos en que las ganancias se invertian. Mr. Arnaud, el propietario del tiro, tenia para su establecimiento el reclamo de nuestra fama, y en el actor Monreal, en D. Juan Valleras y en m�, tres seguros mantenedores de las apuestas que �l con extranjeros generalmente entablaba, y que el bueno de _X_ con �l organizaba y llevaba � cabo; almorzando siempre, como �rbitro y adl�tere mio, con los vencidos y los vencedores. No puedo resistir al deseo de consagrar aqu� cuatro renglones al recuerdo de aquellos viejos compa�eros de mis juveniles aficiones. Monreal era un actor inimitable en lo que ent�nces se llamaba papeles de traidor: era un segundo sin primero y un tirador de pistola de primera fuerza; pero habia que fiarle en las apuestas los primeros tiros; porque era tan orgulloso, que el primero perdido le hacia perder la serenidad � impulsos del amor propio que le devoraba. Juanito Valleras era un gaditano de 24 a�os, fino y esbelto como un galgo ingl�s, caballeroso y leal hasta el recorte de las u�as, andaluz hasta la m�dula de los huesos, y tan incapaz de hacer una villan�a como de soltar una gracia agresiva ni de mal tono. Era el primer tirador de ent�nces; tiraba por vanidad, y daba siempre la mitad del valor de cada tiro al franc�s Arnaud, porque no se convalachara con ningun tirador paisano suyo para desigualar la carga � las ventajas de las apuestas. Con Valleras y conmigo llevaba Arnaud el 50 por 100 de cuanto en ellas se atravesaba; y el tiro de apuesta de Valleras eran nueve balas colgadas � nueve distintas alturas, que debian casarse con las de nueve tiros sin interrupcion; y rara vez le faltaba una por casar. De su hidalgu�a es prueba irrechazable el hecho siguiente: El franc�s Arnaud andaba siempre � caza de ingleses con quienes empe�arnos en apuestas de tiro, y di� una vez con unos que nos invitaron al del encargado de negocios de Dinamarca, que le tenia precioso en su jardin de la casa de la calle del Barquillo, residencia de su embajada. Los ingleses lo eran de pura raza, y nos recibieron como gentes de la mejor sociedad, pr�via la m�s irrecusable presentacion. Tiraban con unas magn�ficas pistolas belgas, tres pulgadas m�s largas que las nuestras: fi�ronse � la suerte todas las condiciones, y toc� � cada cual el derecho de usar de sus propias armas. Durante los preliminares, Monreal y _X_ fijaron su atencion en un ingl�s viejo, que sentado � la cabeza del tiro tenia un groom de pi� � su espalda y un gran saco � sus pi�s: era sin duda un maniaco apostador.--��Ojo al saco!� dijo por lo bajo _X_;--y una mirada furtiva de Mr. Arnaud nos prob� � Valleras y � m� que el franc�s habia tramado aquella conjuracion contra el saco del ingl�s. Toc� � los de Albion tirar los primeros; pusieron por primer blanco un huevo � treinta pasos: tir� el primer ingl�s, � hizo blanco: tir� el segundo con igual acierto; y hecho lo mismo por el tercero, nos toc� nuestro turno � los espa�oles. Valleras permaneci� impasible, apoyada la mano derecha en el pilar de la barandilla, para tener la mu�eca libre de sangre y el pulso tranquilo; pero invitado por uno de los ingleses � hacer su tiro, dijo tranquilamente: �Mis compa�eros y yo no hacemos ese tiro.� Mr. Arnaud se mordi� los labios, yo sent� palidecer mis mejillas, y los ingleses echaron sobre nosotros una mirada de compasion acompa�ada de una sonrisa, en la cual su esmerada educacion no lleg� � marcar el desprecio. Valleras, sacando un pu�ado de monedas de � ochenta reales isabelinas y recientemente acu�adas, mand� al criado poner una en el blanco apoyada en el tapon de corcho tendido. Tom� su pistola, y pas�ndosela � Monreal para el primer tiro, dijo � los ingleses: �Nuestro tiro no pasa nunca de este tama�o.� El blanco se veia mal, porque no era blanco sin� amarillo, y � treinta pasos s�lo lo veia un ojo de tirador; tir� Monreal y quit� la moneda; puso el criado otra, y Valleras me pas� la pistola con que �l tiraba; puse yo mi alma en mi dedo �ndice, � hice blanco; Valleras dijo: �Yo no tiro eso: cuelgue V. mis nueve balas.� Valleras hizo su tiro; los ingleses saludaron respetuosamente, y el del saco se le entreg� al groom, que desapareci� con �l. La apuesta par� en un refresco y en un pu�ado de monedas que Valleras y los ingleses dieron � Mr. Arnaud; y cuando � la ma�ana siguiente, al volvernos � reunir en el tiro de �ste, arg�ia � Valleras por no haberse dejado ganar los primeros tiros para engrosar las puestas, Valleras contest� con su desenfado andaluz: �Mr. Arnaud, si V. habia pensado que nuestro blanco fuese el saco del ingl�s, hizo V. mal en pensar en nosotros para sostener tal apuesta.� Valleras muri� dos a�os despues, de una afeccion pulmonar; Monreal se meti� una noche la bala de su �ltimo tiro en el cerebro... y yo abandon� el tiro, cuando mis compa�eros abandonaron el mundo. Al montar Ignacio Boix su librer�a en la calle de Carretas, dando � este ramo de comercio una forma y un impulso hasta ent�nces inusitado en Espa�a, _X_ se ingiri� en su casa como administrador, ya con ciertas pretensiones literarias, como amigo y conjunto inseparable mio: Boix acept� la literatura de _X_ bajo su palabra: di�se �ste � escribir algunos art�culos en _El Pensamiento_, semanario que Boix fund�: gan�se _X_ la confianza de �ste como habia ganado la mia, y Boix le comision� para ir � establecer en Cuba y M�jico dos sucursales de su casa de Madrid. H� aqu� el talento y la historia de las median�as que saben no desperdiciar la sombra de la m�s peque�a hoja que puede d�rsela: _X_ empez� por adherirse � la peque��sima sombra que mi peque��sima persona comenzaba � proyectar: cobij�se despues � la sombra de mi casa: recogi� como reliquias todos los borradores de mis manuscritos y todos los m�s �ntimos pormenores de mi vida; y, al cabo de dos a�os, sali� para Cuba, agente de la primera casa de librer�a, con mejor porvenir que yo, y con el manuscrito in�dito de mi leyenda de _El capitan Montoya_, de la cual hizo cuatro ediciones en la Habana y M�jico, acompa��ndola de una biograf�a del autor _su grande amigo_, cuyo nombre iba con el suyo en la primera p�gina, viva representacion de mi personalidad: segundo yo en aquellos pa�ses, que no pensaba yo ent�nces visitar despues de �l, ni _X_ pensaba que yo en ellos habia de hallar m�s tarde la huella de sus pasos. Volvi� � Madrid en 1842, tr�jome grandes noticias de mi gran fama por aquellos pa�ses y del �xito fabuloso de mi _Capitan Montoya_; pero ni � �l le ocurri� darme, ni � m� ped�rsela, cuenta de lo que sus cuatro ediciones habian producido. Entre amigos... Entre tanto habia yo tenido un poco de fortuna en el teatro con mi _Cada cual con su razon_ y las dos partes de _El Zapatero y el Rey_, y _X_ me habia dado � leer aquella novelilla de Pietro Angelo Fiorentino, que habia traducido y publicado _all�_ en compa��a de mi _Capitan Montoya_ y bajo las mismas bases de lucro para Pietro Angelo que para m�. Celebr�me mi bienandanza teatral: y anudando naturalmente su antigua intimidad conmigo, sigui� acompa��ndome � los ensayos en el escenario y � mi mujer en mi palco en las representaciones... y un dia me pregunt� que qu� me parecia _su_ novela de _El virey de N�poles_... y otro dia que si se podria hacer de ella un drama... y una noche que si yo querria transformar en drama su novela, y por fin que si, escribi�ndola en verso y prosa, querria yo aprovechar los di�logos de la novela, y poni�ndolos � nombre suyo, ponerle � �l al par del mio como autor dram�tico: _cosa_ que � �l le daria una grande importancia con su principal Boix, etc., etc. �Por qu� no habia yo de ayudar � hacerse hombre � un tan buen amigo? Me habia acompa�ado dos � tres a�os cinco � seis horas diarias, y dia y noche en las �pocas de enfermedades y pesadumbres: habia empezado su carrera de escritor poniendo en las nubes mis versos y en boca de todos la prosa de mi vida... emprend� la transformacion de la novela _El Virey de N�poles_ en el drama _Los dos vireyes_; pero por m�s empe�o que puse en semejante trabajo, le conclu� convencido de que habia salido como no podia m�nos de salir una obra malamente confeccionada, muy desigualmente escrita y de �xito dudos�simo. Llam� � _X_ y le dije que en mi cualidad de buen amigo y de hombre leal, mi conciencia me obligaba � advertirle que _Los dos vireyes_ era un tiro que iba � salir para �l por la culata; y que al silbarme el p�blico por primera vez, no faltaria � quien le ocurriera que escribiendo solo me habia hecho aplaudir, y que la asociacion con _X_ me habia atraido la primera silba; y en fin, que aquel seguro mal �xito, en vez de procurarle reputacion y de abrirle la escena, le iba � desacreditar y � cerr�rsela para siempre. Pareci� _X_ convencido de mis razones: y como la temporada c�mica iba ya muy avanzada, la obra estaba prometida y yo obligado � dar la tercera del a�o, segun mi contrato, determinamos presentarla bajo mi solo nombre, y que corriera yo solo el riesgo de un desaire casi seguro del p�blico y de una justa rechifla de la cr�tica por semejante rapsodia. Entregu� mi obra � Lomb�a: recomend�sela � C�rlos, poni�ndole en los pormenores de su historia: prometi�me C�rlos, con el paternal cari�o que me tenia, ponerla en escena con t�nto m�s esmero cuanto m�nos probabilidades de �xito presentaba: y pretestando yo no poder esquivar por m�s tiempo el compromiso de ir � pasar la Semana Santa con el duque de Rivas, part� � Sevilla, huyendo de la primera representacion de aquellos _Dos vireyes_, con cuyo azaroso porvenir dej� cargados � Mate y C�rlos Latorre, dici�ndome al meterme en la diligencia: �ojos que no ven, corazon que no siente.� �Y qu� recuerdo tan fresco, tan juvenil, tan po�tico, es el de aquel viaje y el de la estancia en la casa y con la familia de aquel tan gran poeta y tan grande amigo como fu� mio, aquel � quien yo llamaba mi �ngel, � quien la posteridad llama duque de Rivas, y cuya memoria vive a�n por la amistad en mi corazon, y en Espa�a por el _Don Alvaro_, que est� todav�a en pi� sobre la escena en que hace cuarenta a�os que apareci�! Desde que Juanito Donoso y Nicomedes Pastor Diaz primero y Villalta despues, me habian dado trabajo en sus peri�dicos, no habia yo dejado pasar una semana sin publicar una � dos composiciones por lo m�nos: en tres a�os habia de ellas coleccionado ocho tomos mi primer editor Delgado. Desde que Garc�a Gutierrez me habia abierto la escena, asoci�ndome � �l en el _Juan D�ndolo_, habia yo presentado seis dramas, ben�volamente acogidos por el p�blico, que tuvo sin duda en cuenta al aplaud�rmelos mi poca edad y mi constante trabajo: tenia yo mucha priesa de meter ruido que llegara � los oidos de mi padre, emigrado en Francia, y no me remuerde la conciencia de haber desperdiciado aquel tiempo viejo. Era la primera vez que cogia yo un mes y un pu�ado de onzas para mi solaz. Mi miedo al �xito de mis _Dos vireyes_, pedia � Dios alas para huir de Madrid: y el editor D. Manuel Delgado, que era el �nico que sabia lo que yo valia en dinero, que me gru�� siempre, pero no me neg� jam�s el que le ped�, me di� el susodicho pu�ado de onzas, para sustituir con un asiento en la diligencia las alas que Dios no ha concedido � ningun poeta al lado de los hom�platos. Di�me Lomb�a una docena m�s de aquellas graves y amarillas monedas que por atrasos de mi sueldo me era en deber, y otra docena Boix por adelanto y seguridad de mi primer tomo de leyendas: dej� las dos docenas � mi familia; y con el primer pu�ado en el bolsillo, me acomod� en la berlina, que despues hemos llamado _coup�_, de la diligencia que � las tres de una ma�ana de marzo arrancaba para Sevilla, de la calle de Alcal�. Llevaba por compa�eros � D. Juan J�stiz, noble mozo habanero, de tan mala salud como buena educacion, y tan sobrado de rentas como falto de humor para gastarlas; � quien acompa�aba Lorenzo Allo, otro habanero de tan buen humor y tan buena salud como poco amigo de guardar su dinero, con quien habia trabado yo amistad en el tiro de Mr. Arnaud y en el gimnasio del conde de Villalobos. Era este Lorenzo Allo el mejor amigo y el m�s agradable compa�ero del mundo: tan enjuto como r�cio, era nervioso hasta tener tr�mulas las manos, � pesar de lo cual tomaba caf� cuatro veces al dia; y usando en anteojos de oro unos cristales de muy bajo n�mero, alternaba con los primeros tiradores; sin que me haya podido yo dar cuenta de c�mo veia el blanco, ni de c�mo sujetaba � inmovilizaba sus nervios para hacer fin�simos tiros. Ten�ame una sincera amistad y sabia de memoria muchos versos mios: d�bame tan buenos consejos como malos ejemplos; y tan diestro boxeador como mediano humanista, estaba siempre dispuesto � saltar un ojo de un pu�etazo � quien no le concediera sin discusion que era yo el primer poeta de ambos mundos. Cuidaba de m� en el gimnasio como si fuera yo de cristal, y de mi honra como si fuera la suya, � hijo yo de su mismo padre. J�stiz y yo le hicimos administrador de ambos durante el viaje y le entregamos nuestros dineros: aquel para no tener el trabajo de pensar en ellos, y yo para ahorrarme el de contarlos: negocio que era por ent�nces no poco peliagudo en Espa�a, con los ocho cuartos y medio de sus reales, los ciento setenta de sus duros, los trescientos veinte reales de sus onzas, las tres onzas y _dos duros_ de sus mil reales, etc.; de modo que la m�s m�nima cuenta tenia siempre m�s picos que una custodia. La noche estaba fria, lejano el amanecer, y los tres viajeros de la berlina que hab�amos acudido con tiempo por no habernos acostado, est�bamos en nuestros puestos desde que empezaron los mozos � cargar el carruaje, durmiendo tranquilamente bien embozados en nuestras capas. La empresa era nueva, y en competencia con la antigua: el conductor ocup� el pescante y al dar las tres en el Buen Suceso, di� una voz y tendi� su fusta � los caballos, que nos arrebataron entre el ruido de sus herrados cascos y de sus agujereados cascabeles. La nueva empresa habia montado � la francesa sus tiros, sustituyendo al antiguo rosario de mulas, enfrenadas s�lo las dos del tronco y las seis restantes encomendadas � un muchacho ginete en el mingo delantero, un tiro de seis buenos caballos todos embridados; dos en la lanza y cuatro en balancin. Aquellas nuevas diligencias, carruajes de s�lo berlina y rotonda, eran unas especies de sillas de posta; y eran � las antiguas galeras y diligencias lo que hoy son � aquellas sillas de posta las locomotoras y trenes de los ferro-carriles; pero aquel ruido de los cascabeles, aquel perp�tuo vocer�o con que � sus caballos animaban los mayorales, aquellos zagales dicharacheros que enganchaban y recogian los tiros en las remudas, aquellos venteros y maestros de postas, aquellas hoster�as en donde se hacian los altos y las comidas, conservaban el car�cter jaranero y alegre de nuestra patria y la tierra por donde viaj�bamos los espa�oles; y se veia el pa�s, y se bromeaba con las paisanas; y sea dicho en paz, no tenia tantas ventajas para los intereses materiales, pero tenia m�s poes�a que el actual nuestro modo de viajar del tiempo viejo. Los caballos daban cierto decoro de caballeros � los viajantes; y no todo el mundo podia permitirse el lujo de viajar en berlina de una silla-correo, que corria por el centro de la calzada, pasando al vulgo de los viandantes; la m�quina lo arrastra todo, y los caballos arrastraban la flor de lo arrastrado, y bien lo decia el refran: �de las vidas arrastradas... la del coche.� El en cuyo _coup�_ �bamos Allo, J�stiz y yo par� en Oca�a para almorzar. Sin que Allo y yo hubi�ramos bajado los cristiles, ni hablado con los viajeros del segundo compartimento en las postas pasadas, por respeto al descanso de J�stiz, que iba convaleciente de larga enfermedad, con fuentes abiertas en los brazos y encomendado � nuestra amistad por su cari�osa familia. Pero al apearme en Oca�a, unos brazos poderosos me arrebataron del estribo, y al depositarme en tierra me decia la voz vigorosa del individuo � quien aquellos fornidos brazos correspondian:--��Aqu� t�, Pepe?�--Era Paco Elipe, diputado bullicioso, poeta un poco exc�ntrico, pero no despreciable, hacendado manchego y amigo leal, de quien ya apenas hace nadie memoria; pero de la de quien voy � traer algunos recuerdos � estos mios de aquel viejo tiempo.--�Qui�n es tan descort�s ni tan ingrato que no se pare � dar un apreton de manos al viejo amigo, � quien encuentra por acaso en el viaje de la vida? �Y qu� son estos recuerdos m�s que un viaje de vuelta por el casi borrado rastro del florido camino de mi juventud? Paco Elipe fu� s�cio del Liceo y escribi� de todo, en verso y en prosa; y empezando por un drama en compa��a de Romero Larra�aga, titulado _La Vieja del Candilejo_, cuyo plan est� no m�s preparado y versificado limpia y galanamente: escribi� otros m�s, y tuvo sus �xitos y sus aplausos y su reputacion no inmerecidos y fu� uno de los que, con quienes empez�bamos � hombrear, arrim� el hombro para empujar el carro del progreso de aquella �poca. Recto y tenaz, y de vigoros�simo car�cter, hacia y decia las cosas de muy original y personal�sima manera. Un dia cerraba con lacre una carta, y ech�ndose por descuido una gota de �l encendida en un dedo, en lugar de sacud�rsela dijo, conservando el dedo inm�vil: ��Bruto Paco; para que no seas torpe otra vez!� Y dej� apagarse el lacre en la carne. Una noche sorteamos en el Liceo varios argumentos para una improvisacion, entre varios poetas, y toc�le � Elipe el de la _Noche-Buena_. El tiempo dado para el trabajo de la improvisacion era el de una hora, al fin de la cual comenzaba la lectura de las composiciones en la tribuna; lleg� su turno � Elipe, y en medio de muchas redondillas facil�simas, en que describia todo el tumulto que traen consigo los panderos, zambombas y el jaleo de aquella noche de la Misa de Gallo, solt� con la mayor formalidad la semiblasfemia de esta cuarteta: Y aunque la ilacion se quiebre, lo que no apruebo y resisto es el mal gusto de Cristo de nacer en un pesebre. Y continu� su descripcion de la _Noche-Buena_ con tanta imperturbabilidad suya como estupefaccion del auditorio. Fu� el amigo m�s consecuente de Jos� Fernandez de la Vega, el fundador del Liceo, mal recompensado por todos los � quienes hizo hombres con el establecimiento de tan �nica y brillante sociedad. El Gobierno no supo dar � Vega m�s que el Gobierno de una provincia de tercer �rden; y Paco Elipe fu� el m�s fiel amigo de aquel � quien tantos faltaron. Pero de Paco Elipe har� m�s larga y justa mencion m�s adelante, porque espero en Dios que me dar� tiempo de hacerle una visita en su palacio solariego de Manzanares: y ocasion de hallar en �l materia para m�s curioso relato. Con este mi tercer compa�ero de viaje almorc� en Oca�a, en un parador nuevo, en una mesa muy limpia y enflorada, servida por dos buenas mozas de diez y ocho y veinte a�os, de trigue�a tez, boca sensual y risue�a, grandes, negros y retozones ojos, mo�o de picaporte con zorongo de largos cabos, y robustez muy mal disimulada en sus ce�idos corpi�os, y sus estrechos y cortos guarda-pieses. El conductor nos present� � los postres un libro en blanco, en cuyas hojas rogaba la empresa � los viajeros que anotasen las faltas de servicio para corregirlas. Elipe y yo acusamos en ellas, y en unas quintillas, al posadero de hacer servir su mesa por aquellas dos muchachas, que embelesaban � los viandantes para que no comiesen m�s que ojeadas y sonrisas, productoras para ellas de dobles propinas y de vanas esperanzas para los comensales; y ped�amos � la empresa que, � suprimiese aquellas dos muchachas, � que cambiando las horas de salida de sus carruajes, dispusiera que los viajeros no almorzaran, sin� que cenaran y pernoctaran en aquel parador de Oca�a. * * * * * El 1.� de Abril � las siete de la ma�ana nos apeamos de la diligencia en Sevilla, caf� del Turco, calle de la Sierpe. Salia yo � ver la tierra por primera vez; y como el p�jaro que deja por primera vez el nido apenas emplumado, y goza de la luz, la vida y la libertad, desempolvando sus plumas entre el fresco c�sped y las primeras margaritas, y se ba�a en el brillante aj�far y las l�quidas perlas de las gotas de agua que desparrama el Guadalquivir en sus siempre verdes orillas, me sal� por la Puerta del Arenal � ver el puente, y el rio, y la Torre del Oro, y � respirar aquel ambiente perfumado de azahar, y � ba�arme en aquella luz, reflejo dorado de la del Paraiso; � pasar, en fin, una ma�ana de muchacho que hace novillos. Y fu� aquel uno de los pocos dias que en mi vida cuento como felices, y cuya dicha tuvo fin y colmo en mi nocturna presentacion en casa del egregio poeta, del cari�oso amigo, del entretenid�simo conversador, y del nunca olvidado autor del _Moro exp�sito_ y del _Don Alvaro_. El recuerdo de la amistad, de la casa y de la familia del duque de Rivas es una isla de arribada en el revuelto mar de mi existencia, un oasis frondoso en el arenal desierto de mis est�riles aspiraciones, una tienda de reposo en el pedregal por donde ha hecho peregrinar mi inutilidad viviente, mi improductiva � improvisora poes�a. La casa del duque en Sevilla es en mis recuerdos un nido de ruise�ores, donde fu� � albergarse una noche de primavera una golondrina desanidada. XVII. �Gran tierra es Andaluc�a! La gente all� alegre toma la vida ef�mera � broma, y hace bien, por vida mia. Quien � Sevilla no vi� no vi� nunca maravilla; ni quiso irse de Sevilla nadie que en Sevilla entr�. ��Ver N�poles y morir!� dicen los napolitanos. Y dicen los sevillanos: ��Ver Sevilla, y � vivir!� Esto digo yo de Sevilla en _La leyenda de los Tenorios_, y esto hice cuando fu� � aquella ciudad sin m�s objeto que � ver � Sevilla y � vivir. No existian a�n en Espa�a las academias y los profesores de _bombo_, ni _La Correspondencia_ anunciaba la salida de Madrid de don Fulanito y do�a Menganita, ni nos habian hecho cardenales, trat�ndonos de _Eminencias_, � los que por algo comenz�bamos � distinguirnos los que a�n no se distinguian por su profesion de _bombistas_; ni hab�anse a�n establecido las sociedades y comisiones de aplausos m�tuos que anuncien, calific�ndolo de acontecimiento, la partida, la llegada � el resfriado de cualquier median�a � nulidad, � quien cuatro amigos, si no ella misma, dan importancia mi�ntras se lee el n�mero en que se da � se la da bombo: as� que pude yo pasearme por Sevilla con Allo y J�stiz sin riesgo de hacerme enemigos todos los liceos, ateneos y teatros caseros, cuyas invitaciones rehusara, y cuya sancion necesita hoy todo hombre notable para pasar por donde pasa, como moneda resellada, en cada provincia. Algunos curiosos iban � ver c�mo era el autor de _El Zapatero y el Rey_ cuando entraba � salia en el caf� del Turco, donde se hospedaba; y el tal autor salia � entraba en su alojamiento, y gozaba de aquel sol y aspiraba aquel aroma de azahar que llena los paseos y las alamedas, y visitaba aquellos viejos y moriscos edificios, por y entre los cuales anduvo el rey, tan popular como mal juzgado todav�a, de su drama _El Zapatero y el Rey_. Hacia, en fin, la vida que en Sevilla se hacia: la del p�jaro, como dije en mi n�mero anterior; picotear los capullos de las rosas y de los azahares, cantar y esponjarse � la sombra y entre las hojas de los naranjos y las magnolias, y vagar de barrio en barrio, como los p�jaros de rama en rama, hasta la hora de acogerse al nido de los ruise�ores, que era la casa del duque de Rivas. En ella duraban algunas caseras costumbres de nuestras nobles familias de los siglos del Renacimiento. La del duque se reunia en las primeras horas de la noche en torno de una gran mesa; donde, presididas por la duquesa, trabajaban sus hijas en alguna labor, y leian � dibujaban sus hijos, � escuchaban todos al duque, que les leia � recitaba algunos de sus caracter�sticos romances, � algunas de las consejas por �l recientemente desenterradas de bajo alguna piedra mal segura del rincon de una callejuela de Sevilla. El duque leia sus versos con un entusiasmo, un tono y una gesticulacion esencialmente suyos y completamente originales; y acompa�aban su voz el murmullo del aire en las hojas y del agua en las fuentes del jardin, sobre el cual se abrian los dos balcones de aquella estancia. El cari�oso respeto y la cordial � infantil admiracion de su numerosa familia para con el padre y el poeta, era la cualidad caracter�stica, el fondo t�pico de aquel cuadro de interior, en cuya atm�sfera se respiraba la m�s sincera alegr�a y la m�s tranquila felicidad. Aquellas cabezas juveniles de las muchachas, en cuyos ojuelos retozones chispeaba la curiosidad reprimida y en cuyos labios retozaba la maliciosa sonrisa; las inteligentes fisonom�as de los muchachos, Enrique reflexivo y Alvaro bullicioso; aquellos �lbums, grabados y caballetes abiertos siempre, � siempre cargados de algun trabajo no concluido; aquellos retratos de los hijos, pintados por el padre; aquel piano siempre abierto, y aquellos tres salones seguidos, en donde siempre habia murmullo de m�sica � de poes�a, y cuyo silencio era el s�n del agua y los �rboles del jardin, daban � aquella casa un car�cter especial, �nico y t�pico, que me hizo calificarla de nido de ruise�ores, y cuya paz fu� yo � interrumpir con el desordenado turbion de versos de mi leyenda de _La cabeza de plata_, de la cual iba escribiendo el �ltimo cap�tulo durante aquel viaje. Habia en aquella leyenda (que el fin se public� bajo el t�tulo del _Talisman_, y de la cual ya nadie probablemente se acuerda), un enamorad�simo Genaro, � quien vuelve loco la cabeza de una hermosa Valentina, cortada por un b�rbaro y celoso tutor, cuya historia no sabia yo � punto fijo c�mo concluir, pero que entusiasm� � la duquesa, complaci� al duque por lo que me queria, y encant� � las muchachas por lo rom�ntica y apasionada. Pasemos pronto por tan gratos como personales recuerdos: la muerte nos quit� de delante aquel �dolo � quien ador�bamos, gloria de Espa�a, cuyos versos hemos aplaudido no ha muchos meses en el teatro en su _Don Alvaro_; y no quiero que su recuerdo parezca en estos mios como motivo de alabanza propia, ni como afan de propio engrandecimiento � la sombra suya, ni como halag�e�a adulacion � los hijos vivos del amigo muerto; de cuya viva estimacion vivo seguro, por los puros recuerdos de aquellos dichosos dias y de aquellas deliciosas noches. Oblig�bame � pasar � C�diz un asunto de familia; y libr�ndome � fuerza de voluntad del encanto con que en Sevilla me retenia la sociedad del duque, me embarqu� con mis compa�eros en un vapor que descendia el Guadalquivir. No habia yo visto el mar; y para no verle pros�icamente desde una playa, me ech� � lomos de aquella serpiente de plata, que deshace las m�viles escamas de sus dulces ondas en las amargas profundidades del que rodea y arrulla aquel canastillo de plata, que se llama C�diz. Ni de esta ciudad ni de la de Sevilla dir� una palabra m�s; porque ni hay ya nada que de ambas en prosa y verso no se haya dicho, ni estos recuerdos son memorias hist�ricas, ni relacion de impresiones de viaje, que obligan � seguir l�gica y consiguientemente una narracion; sin� la consignacion de mis ideas en un papel, segun en mi imaginacion desordenadamente se van presentando. Est� ya convenido que el autor del _Zapatero y el Rey_ y de _Margarita la Tornera_ es un poeta... bueno � malo, grande � peque�o: pero �c�mo fu� poeta? �Cu�les fueron los g�rmenes de su inspiracion? �Qu� influencia han tenido en sus escritos las vicisitudes de su vida? �Qu� hay en la suya �ntima, puesto que no la tiene p�blica no habiendo sido nunca m�s que poeta? Esto es lo que �l solo puede decir, y esto es lo que exponen estos sus Recuerdos del tiempo viejo, tan desprovistos de inter�s como de �rden, por ser personales y desligados de toda adherencia con la pol�tica, el progreso, la vida, y en una palabra, de la generacion en que ha vivido, como una planta par�sita sin raices que � su tierra la sujetaran. Poseia en C�diz una persona de mi familia una de las pocas huertas, que reverdecen en el escaso terreno de su puerta de tierra. Ni la due�a de aquella posesion conocia su finca, ni jam�s habia estado muy clara la historia de ella; hab�asela cedido un pariente suyo en cambio de unos terrenos en Ultramar; y tasada sin duda en m�s de lo que valia, no redituaba lo que de su capitalizacion podia esperarse. Habia habido en ella en otro tiempo un establecimiento industrial, cuyo abandonado edificio � in�tiles utensilios habian ido vendi�ndose cuando la ocasion se habia presentado. Ten�ala ent�nces en arriendo un signor Dom�nico Maggiorotti, genov�s � livorn�s, de una honradez sin tacha, el cual daba cuentas cuando se le pedian, descontando siempre algo por gastos hechos en recomposiciones absolutamente necesarias, como reconstruccion de tapias y renovacion de puertas. De vez en cuando habia hablado de calderas viejas y de �tiles ya in�tiles de hierro, que all� arrinconados existian, cuya venta le habian propuesto y para cuya enajenacion pedia permiso; di�sele siempre la propietaria, y el livorn�s tuvo siempre � su disposicion el precio de lo vendido. Las cuentas del a�o anterior estaban con �l todav�a pendientes, y por el mes de Febrero del que corria habia pedido permiso para vender la piedra de una especie de estanques � secaderos de cera; que cerer�a aseguraba que habia sido el arruinado establecimiento industrial de la finca. De la aclaracion de estos hechos y del cobro de la renta del �ltimo a�o iba yo encargado, con legal poder y �mplias facultades de su propietaria. Fu�me una tarde con Allo � la huerta del Maggiorotti, quien, segun costumbre de su pa�s, se llamaba abreviadamente M�nico, y � quien entre las gentes vulgares con quienes trataba, llamaban unos el se�or M�nico y otros el tio M�nico; no alcanzando la abreviatura del nombre italiano. Dimos en la huerta, y topamos en ella con el signor M�nico Maggiorotti; que era efectivamente mayor en a�os y en estatura que Allo y yo juntos, y uno de los mayores hombres con quienes yo he tropezado en mi vida. Tenia, segun nos dijo, setenta y dos a�os, y segun vimos cerca de seis pi�s de alto, con una cabellera y unas patillas como la nieve, unas cejas crecid�simas, bajo las cuales relampagueaban dos ojazos de un azul pardo y de una admirable limpidez; una tez curtida como si hubiese pasado mucho tiempo expuesto � los aires del mar; una boca grande de perp�tua sonrisa y guarnecida a�n de su completa dentadura, y unos hombros, unos brazos y unas manos fornidos, musculares y encallecidas, como de quien debia de haber pasado largos a�os en rudo y continuado ejercicio.--Salud�le yo afablemente; d�jele qui�n era, y exhib�le mis credenciales; tendi�me �l su diestra llevando la zurda al sombrero, y mi�ntras por poco no me desmonta las catorce coyunturas de mi mano entre las de la suya, me dijo con una voz como de contramaestre hecho � mandar la maniobra entre la tempestad:--�Ma�ana � las diez le llevar� � usted � su casa ocho mil reales, y los seis mil trescientos restantes, el dia 30, � la misma hora: porque no habi�ndome usted avisado de su venida, no le tengo juntos los catorce mil trescientos del total de su cuenta.� Ocurri�seme decirle que � m�, como el m�s j�ven, correspondia ir � su casa; y contest�me, frunciendo m�s el entrecejo, y mir�ndome como quien necesita seis como yo para almorzar:--�Si tiene V. empe�o de ir � mi casa, vaya; pero yo no hago ningun trato en mi casa, sin� en los _Monta�eses_ que tengo en frente de ella, y ante un jarro de manzanilla, como tal vez no es costumbre entre los se�oritos de Madrid, y yo pago siempre.� Acept�, tom� en mi cartera las se�as de la casa y desped�monos hasta las diez de la ma�ana siguiente. Allo y yo convinimos en que aquel viejo tenia trazas de haber sido tallado sobre el modelo del Laoconte, y de ser un hombre tan formal como poco hecho � sufrir cosquillas. --Parece que no tiene muchas ganas de recibirte en su casa--me dijo Allo. --Y no s� por qu� las tengo yo de meter en ella las narices,--le dije yo; y nos fuimos � buscar � J�stiz, para ir � la �pera. Al dia siguiente, exacto como un suizo, me present� � las diez en casa del signor M�nico, que la tenia en una calleja cerca de la muralla y en frente de una tienda de monta�eses; � la cual se entraba por un patinillo cercado de un emparrado, bajo cuyos v�stagos se veian cinco � seis mesillas, con sus correspondientes bancos, �stos y aquellas clavados, que no asentados en el suelo. La casa del signor M�nico Maggiorotti tenia su parte habitable en el piso principal, que, sostenido sobre dos postes, gravitaba entero sobre ellos y las paredes maestras de un gran portalon, todo lleno en derredor de bien apilados sacos de lana, en la cual comerciaba su propietario. Enclavada en la pared de la izquierda, pendiente, estrecha y de un solo tramo, una escalera de madera con su pasamano remataba en una puerta de maciza encina, �nico paso al piso superior; y en vez de postigo en ella abierto, se abria en la pared derecha un ventanillo, que dominaba el portalon, y desde cuyo ventanillo, un hombre armado de una escopeta de dos tiros � de un par de pistolas, podia defender la subida y la entrada de una docena de asaltantes, que caerian infaliblemente uno tras otro �ntes de que ninguno lograse forzar la puerta. Mil suposiciones, � cual m�s absurdas, forj� mi imaginacion de poeta y mi juvenil inesperiencia sobre las riquezas, la avaricia y el misterio de la vida del signor M�nico � la vista de aquellos sacos de lana, que representaban un buen par de sacos de duros, y de aquella colocacion de postigo y escalera, que delataban muy calculadas precauciones. Y todos estos supuestos me los hice yo como autor acostumbrado � preparar la escena de mis dramas, y como mani�tico tirador que no veia por donde quiera m�s que escenarios � tiros de pistola; mi�ntras el corpulento signor M�nico venia � presentarme su mano de Tit�n, abandonando un saco de lana sobre el cual dormitaba � echaba cuentas � mi llegada. Salud�monos, y atajando tiempo y cumplidos, el viejo italiano, con su vigoroso acento, pero en un tono cari�oso y dulc�simo, aunque imperativo, pronunci�, llam�ndola, el m�s bello nombre de mujer que habia yo oido nunca. --_�Stella!_--dijo, y � su voz asom� al ventanillo una cabeza rubia, que respondi� con una voz de indefinible dulzura: �Eccomi, nonno.�--�Troverai un sacco con un p� di danaro sulla tavola: portalo colla vesta:�--repuso Maggiorotti, y, unos momentos despues abri�se la puerta y descendi�, con el saco y la chaqueta por �l pedidos, la m�s deliciosa y po�tica criatura. Era una muchacha diez y ochena, blanca como una perla, rubia como un querubin y ligera como una corza. Traia el cabello recogido en dos trenzas sobre los hombros, con dos ligeros rizos flotantes sobre las sienes, un corpi�o de terciopelo negro abrochado hasta el cuello con botones de plata, y un delantal blanco encima de una falda gris; por bajo cuyos ribetes se la veia bajar sobre dos piececitos inconcebibles, metidos dentro de dos escarpines de charol con hebillitas de plata. _Stella_ la habia llamado su abuelo, y � m� me pareci�, en efecto, la estrella de la ma�ana. Not� el viejo la impresion que en m� hacia la presencia de aquella criatura, y dici�ndola: �son qui alla bottega col signore,� la despidi�. Salud�nos ella, y, al desaparecer en lo alto de la escalera, me sac� maese M�nico de su portalon, dici�ndome: �es mi nieta;� segu�le yo, sospechando si podia ser un �ngel � quien aquel viejo demonio debia de haber arrancado las alas, y nos metimos uno tras otro en el patio de la tienda de los monta�eses. Va � ser m�s f�cil de comprender para mis lectores que para m� de relatar, la escena de mis cuentas con el signor M�nico Maggiorotti; porque la forma y consecuencias de tal escena son tan comunes y vulgares, como extra�o y fant�stico su fondo. El hecho en res�men, por m�s empacho que confesarlo me cueste, fu� que el signor M�nico, bebedor consuetudinario, enterr� en el fondo de un jarro de manzanilla la razon de un muchacho, para quien era exceso lo que para aquel costumbre; la manera visible con que se efectu� este entierro, fu� la de ingerir una � una en el est�mago las aceitunas de un plato, y otra � otra las ca�as en que M�nico vaciaba el contenido del jarro; cuya vulgar operacion vieron sin curiosidad ni extra�eza los propietarios del local que detr�s del mostrador estaban; pero su fondo, es decir, la intencion del signor M�nico y el pensamiento mio, es lo de todos �un ignorado, y lo que voy en breves palabras � revelar; si acierto con las frases � prop�sito para escribir tan vulgar como fant�stica situacion. Comenz� el corpulento administrador por enterarme, entre las dos primeras aceitunas y las dos primeras y a�n inofensivas ca�as, de las partidas de cargo y data de su cuenta, y de la que � favor de mi poderdante resultaba; vaci� en seguida el saquillo que le habia entregado su nieta, y apil� con la destreza y rapidez del m�s ducho banquero de cabecera, primero las monedas de oro, despues los pesos, y en fin, las pesetas, que componian la suma que me correspondia: cuatro mil reales en onzas y cuatro mil en plata; hizo rollos primero del oro, despues de los duros y de las pesetas; h�zome guardar los primeros en los bolsillos del pecho de mi levita y en los del chaleco; meti�me los de las pesetas en los del pantalon, y haciendo un lio de los de los duros en mi pa�uelo, lo coloc� dentro de la comba que mi brazo izquierdo trazaba sobre la mesa, � introduci�ndome la cuenta en el bolsillo del rel�j y guardando �l mi recibo en su cartera y �sta en el inmenso bolsillo de su chaqueton de pana, dijo: �ahora emprend�mosla con el manzanilla.� Pero todo esto que �l hizo y que yo le dej� hacer, lo hizo �l con la calma, el aplomo y la prevision de quien sabia lo que iba � suceder, no queriendo que sucediera nada que fuera en perjuicio de su honradez de buen administrador y de pagador exacto. Beb�amos y habl�bamos del estado de la huerta, de lo que yo hacia en Madrid, y de lo que pensaba hacer en adelante; de lo que �l habia hecho en G�nova y en algunas otras partes del mundo por tierra y mar. De mi manera de vivir debi� comprender �l muy poco, por ser para �l los versos despreciable capital y mezquino g�nero de comercio; y de lo que �l habia hecho no comprendia yo tampoco mucho; porque adem�s de que me lo contaba por terceras partes, en dialecto genov�s, en italiano y en espa�ol, formulaba su narracion con tales circunloquios y digresiones, que tan pronto llevaba mi atencion por el mar, en un buque que iba y volvia � no recuerdo qu� puntos de Am�rica; como por entre los fardos, las cuentas y las disputas de una casa de tr�fico en un puerto del Mediterr�neo; ya me hablaba de los granaderos de N�poles y de una campa�a de Italia, ya de un barco pirata y de encuentros con los contrabandistas de la monta�a; ya de una casa tranquila y pintoresca de la campi�a de Livorno, cuyo interior tenian hecho un cielo una hija y tres nietas como pintadas por Rafael: ya de una especie de g�nio siniestro de su familia que habia enterrado vivas � todas aquellas mujeres... y yo le escuchaba mir�ndole, � trav�s del manzanilla sin duda, ya soldado, ya pirata, contrabandista, comerciante, padre, marido y abuelo de aquellos s�res, que, tan hermosos como desventurados, pasaban todos por delante de m�, y salud�ndome bajo la forma de aquella _Stella_, que acababa de aparecer y desaparec�rseme en el portalon de la extra�a casa de maese M�nico Maggiorotti. Esta era mi idea fija, y la �nica clara que en el turbio cristal de mi mente se dibujaba; en cuanto el m�s m�nimo intervalo de aspiracion � reposo del viejo M�nico me lo permitia, intercalaba yo mi eterna pregunta--�_�y Stella?_�--� la cual oponia �l tenazmente su eterna respuesta--�mi nieta: mi �ltima nieta�--y continuaba bebiendo y hablando, y yo contemplando su enorme boca, ya jurando en genov�s, ya dilat�ndose en hom�ricas carcajadas; y sent�ame fascinado por aquellos dos ojos que brillaban inquietos y chispeantes bajo el toldo blanco de sus nunca recortadas cejas. A veces enjugaba una l�grima con un pa�uelo de algodon, que sacaba y metia r�pida y facil�simamente de un bolsillo, en el cual cabria con comodidad una pieza entera de doce pa�uelos; y � veces dando un formidable pu�etazo sobre la desvencijada mesa, hacia saltar en ella el jarro, las ca�as y mis rollos de duros envueltos y anudados en mi pa�uelo de batista, sobre el cual ponia �l su mano como �nico objeto de que habia que cuidar, diciendo �mi scusi... ma...� y miraba al cielo cerrando el pu�o. Yo, asegurando tambien por instinto mi dinero, aprovechaba aquel respiro para dirigirle mi eterna pregunta--�_�y Stella?_�--y �l exclam� al fin levant�ndose y apabull�ndose de trav�s su sombrero hasta las orejas:--��Dio santo! �Stella... Stella!--�Sventurata! �Condamnata � morte comme tutte le altre!� Habia yo llegado � aquel per�odo en que el mundo baila y gira en torno del mal bebedor, y al levantarse el signor M�nico, quise tambien ponerme derecho; pero al levantarme comprend� que mis pi�s no podian c�modamente con mi cabeza. Di�me el brazo maese M�nico; meti�me el pa�uelo de duros en el bolsillo izquierdo de atr�s de mi levita; y arrollando este bolsillo en el faldon correspondiente, me lo coloc� bajo el brazo izquierdo, y dici�ndome en su galimat�as:--�Niente, niente: en diez minutos se pasa todo: tenga firme el brazo, ed avanti sempre: questo vino non � che fummo.� Me sac� � la calle, me acompa�� no s� hasta d�nde; y yo, sintiendo reirse y danzar al rededor mio la gente, la muralla, los �rboles, las fuentes y las casas, llegu� � la mia, y d� conmigo y con mi dinero en brazos de J�stiz, que casi lloraba, y de Allo que reia como si �l fuera el borracho. Yo, con una lengua que me pesaba seis arrobas, acert� � decir--�ah� traigo ocho mil reales... acu�stenme... y d�jenme dormir�--me dej� desnudar, y ni v� cu�ndo me dejaban solo, ni sent� c�mo me cerraban puertas y ventanas; y en la lobreguez de aquel vergonzoso y forzado sue�o de mi primera embriaguez, no surgi� luminosa, ni siquiera por un instante, la pura y po�tica im�gen de aquella Stella fotografiada en mis pupilas y en mi cerebro, desde que apareci� en el �ltimo pelda�o de la empinada escalera del portalon de maese M�nico.--�T�nto rebaja y embrutece tan innoble vicio al hombre inspirado por la m�s espiritual y fant�stica poes�a! No recuerdo si despert� � me despertaron: pero anochecia cuando abr� los ojos, y me hall� entre el melanc�lico J�stiz y el siempre alegre Allo: interrog�banme ellos y respond�ales yo: pero, ni me atrevia, ni podia explicarles lo que todav�a no se acusaba bien definido en mi confusa memoria; excepto la de Stella, que, como la de los Magos, fu� lo primero que brot� claro del caos espirituoso que a�n envolvia mis enmara�ados recuerdos. Allo, hombre de sentido pr�ctico, concluy� por declarar que lo que sacaba en limpio de mi inconexo relato era, que el viejo italiano, fiel � las costumbres del pa�s, habia hecho beber m�s de lo que podia al que no la tenia de beber en ayunas; pero que no habia motivo alguno de queja, ni acusacion en �l de torcido intento, puesto que los ocho mil reales estaban completos y su cuenta exacta y sin tacha. Que aceitunas y manzanilla era una nutricion andaluza insuficiente, aunque excesiva para un castellano viejo; y que lo m�s acertado y perentorio era sentarnos � la mesa, y que yo echara un buen lastre en mi est�mago, deslabazado por un vino chacharero y poco arropado, como la gente ligera de ropa de la caliente Andaluc�a. Sent�monos, pues, � la ya preparada mesa, que alegr� Allo con su conversacion un poco verde, que escuch� J�stiz con su atildada compostura, y las _dos hijas de la casa_, sin darse por entendidas de lo hablado, en atencion � una noble botella de Sillery que destapon� y las sirvi� Allo en s�n de pr�xima despedida; pues segun anunci�, deb�amos embarcarnos para M�laga � la siguiente noche. Y no s� por qu� � tal anuncio se me oprimi� el corazon. Com� poco, bebieron Allo y las muchachas, y � instancias del impaciente J�stiz, que no queria perder la salida de Salvatori en _Los Puritanos_, ocupamos nuestras lunetas (hoy butacas) en el teatro. Una de las mayores desventuras con que castiga Dios � un hombre es la de crearle poeta; es peor que si le creara bizco: todo lo ve de trav�s, y en cambio de los imaginarios goces con que embelesa su esp�ritu, le estrav�a en el mundo real y le condena � vivir fuera de su �poca y extra�o generalmente � sus contempor�neos. _Los Puritanos_ son para m� la m�s deliciosa partitura de la escuela italiana; no tienen una nota de desperdicio, y yo he sabido de memoria m�sica y letra, � pesar de que el libreto del conde Peppoli es indigno de aquella sentida inspiracion de Vincenzo Bellini. Pues bien; yo escuch� aquella noche _Los Puritanos_ como quien oye llover: no me d� cuenta de nada de lo que en escena pasaba; y desde que el primer coro cant�: La luna, il sol, _le stelle_ le tenebre, il folgor dan laude al Creator in lor' favelle, yo no pens� ni me fij� en m�s que en el recuerdo de la p�lida nieta de M�nico Maggiorotti, como si fuera la tiple que por la escena se movia: al llamarla el bajo _l'angelica sua Elvira_ cre� que se equivocaba, y al oir al tenor juzgarla _tremante ed spirante_, los ojos se me arrasaron en l�grimas. �Qu� desventura la de nacer poeta! �Qu� tenia yo con la nieta de maese M�nico? �Sentia por ella desgraciadamente una de esas pasiones que nacen, crecen, se desarrollan y hacen feliz � infeliz � un hombre en cinco minutos? Nada m�nos que eso: era una impresion po�tica, un misterioso castillo en el aire, forjado sobre la vulgar�sima historia de un tratante en lanas italiano que tenia una nieta que se llamaba Stella; era que acababa yo de compaginar el asunto italiano de mis _Dos vireyes_, cuyo �xito me tenia inquieto, y aquella inquietud, unida al recuerdo de lo que en aquel drama pasa � la enamorada Anunciata, me hacia esperar de Stella una heroina de un cuento, fin de la historia de la representacion de mi drama; era, en fin, la curiosidad, el sue�o, el delirio de un poeta, que no ha visto nunca la vida tal como es, ni las personas vivas sin� como personajes: era una muchacha rubia, vista � trav�s de una copa de manzanilla, vino chacharero y poco arropado, como decia Lorenzo Allo. Antes de acostarnos, acordaron �ste y J�stiz nuestra partida para M�laga: declar�les yo mi resolucion de quedarme: tenia que cobrar el 30 los 6,000 reales de mi cr�dito con maese M�nico. Allo se ech� � reir: J�stiz me mir� tristemente. Allo me dijo: el italiano es hombre formal; lo mismo te pagar� el 30 que el 10, que estaremos de vuelta. --No, repuse; quiero concluir mi _Cabeza de plata_. --Otra cabeza rubia es la que ha barajado el seso de la tuya. --Idos: me quedo. --Pues nos iremos: qu�date; pero volveremos por t�, y _velis nolis_, aunque haya que romper alguna cabeza, t� volver�s � Madrid conmigo--dijo Allo--y nos acostamos. Allo y J�stiz partieron � M�laga � la noche siguiente: en la ma�ana del otro dia cambi� yo de alojamiento: me ofendia la sonrisa perp�tua de aquellas dos muchachas morenas y alegres que me habian visto volver de trav�s, abrazado con el pa�uelo de duros de M�nico: me disgustaban los ojos negros, los rizos negros y las formas redondas de aquellas dos andaluzas: yo so�aba rubio, veia rubio, adoraba lo blanco, lo esbelto y lo ligero; lo robusto, lo redondo, me parecia materia bruta: lo blanco, flexible y delicado, esp�ritu y corazon; lo andaluz, carne y prosa; lo italiano arte y poes�a. Me instal� en el hotel del Correo, donde no habia m�s hu�sped que un ingl�s, y cuyo camarero era italiano. P�seme � concluir mi _Cabeza de plata_, para pod�rsela leer completa � la duquesa de Rivas, que habia quedado curiosa da saber su conclusion, que ignoraba yo todav�a � mi paso por Sevilla. Ped� al camarero noticias de Maggiorotti una noche. --E un ogro, me respondi�; non riceve nessun italiano in casa sua. --�Conocette Stella?--le pregunt�. --�Chi! �Stella? �Una vecchia brutta? --�Va via, grand' imbecile!--le dije despidi�ndole furioso.--�Una vecchia brutta Stella!... il Sole. March�se el pobre hombre sin comprenderme... y qued�me yo tan asombrado como �l de lo dicho. �Qui�n era Stella? �Qu� tenia para m�? Que Dios me habia hecho nacer poeta y que habia dicho de ella maese M�nico: �Sventurata! �condamnata � morte comme tutte! Y todos nacemos condenados � muerte; sin� que los poetas vivimos como son�mbulos, y corriendo siempre tras de fantasmas. El ingl�s, �nico hu�sped del Hotel del Correo cuando yo tom� en �l aposento, era el compa�ero m�s � prop�sito para m� en aquella ocasion. Taciturno gastr�nomo, recorria todos los pa�ses del mundo para estudiar la cocina nacional de cada uno. Comia, callaba, digeria y dormia: escribia yo, pues, sin ruido, visitas ni estorbos, y descansaba s�lo algunas horas de la noche. La luna en creciente tendia sobre la antigua Gades el rico manto de su luz de plata, y vagaba yo por sus limpias calles y sus ya arboladas plazas, � la luz melanc�lica del astro po�tico de la noche, como lo que he sido siempre, como una sombra de otro mundo y un habitante de otra region perdido sobre la tierra. Vagabundo nocturno de profesion, conozco todos los ruidos, las sombras y las luces nocturnas: s� cu�ntas formas toma la sombra de los �rboles y de las casas, segun la luna las traza, las prolonga � las recoge, desde que sale hasta que se pone. S� los infinitos �ngulos y tri�ngulos que trazan los hierros de los faroles, los brazos de las cruces y las siluetas de las chimeneas; conozco todos los cuadros de luz que estampan sobre el oscuro y h�medo empedrado los balcones alumbrados de las casas en que se vela � se baila, de las puertas que se abren para despedir � los contertulios � la luz de buj�a, farol � linterna; todos los huecos de sombra de los postigos abiertos y cerrados con precaucion y � oscuras para recibir � despedir � los amantes; todos los rumores de las pisadas que se acercan � se alejan con resolucion � con miedo, de las del ad�ltero escurridizo ante la hora de la vuelta del marido; del jugador ganancioso y del hijo de familia retrasado; del ratero y de la buscona, del centinela y del m�dico; mis leyendas est�n llenas de esas noches, y yo tengo ciertas pretensiones de ser un poeta nocturno, rico de nocturna y pormenorizada observacion; todas mis comedias y dramas comienzan de noche y de noche se han concluido; y en aquellas de C�diz concluian mis nocturnos paseos en una plazuela sobre la muralla derruida, por encima de cuyas desencajadas piedras metia el mar los hirvientes y desgarrados pedazos de encaje de la espuma de sus encrespadas olas; � trav�s de cuyo rumor temeroso y del salino vapor en que el aire convertia la ola que en los pe�ascos se estrellaba, adoraba yo � Dios y aspiraba la poes�a que ha extendido sobre los mares para el poeta creyente. El mar es para m� el grande espejo en que se pinta la faz de Dios, y mil veces he deseado tener por tumba su inmenso y m�vil panteon de l�quido cristal. Dos veces he naufragado, y el mar me ha devuelto vivo � la tierra. �Qu� mausoleo m�s magn�fico que el mar! A quien naufraga y muere en alta mar, le da Dios la muerte m�s dulce y sin agon�a; una impresion rapid�sima de inmersion en un ba�o, un zumbido de oidos semejante � una lejana m�sica, un resplandor fosf�rico que deslumbra las pupilas... y el alma sale del cuerpo y entra en la eternidad. �Buenas noches! Aquel cuerpo y aquel alma se ahorran todo lo doloroso y lo rid�culo de que la sociedad rodea al que se muere; el pesar verdadero de los que le aman, la hip�crita comedia del dolor de los que le heredan, los falsos consuelos de los que est�n deseando que espire pronto, ofendidos de su superioridad � envidiosos de su gloria; el entierro oficial, si es un personaje � una celebridad; el olvido inmediato tras de las ceremonias, y la profanacion, en fin, de su tumba por la posteridad, encomendada por Dios de castigar al orgulloso que olvida que le dijo al crearle: _Pulvis es et in pulverem reverteris_. Yo adoro el mar, y cuando el frio, la soledad, la reflexion y la necesidad de continuar mi trabajo me arrancaban de aquel boquete de murallon roto, por donde yo miraba el de C�diz en aquellas noches, me volvia � mi hospedaje del Correo, pasando por el callejon en que se alzaba sombr�a y casi aislada la casa de maese M�nico Maggiorotti. En su esquina del Mediod�a veia siempre iluminado por dentro el postigo de una ventana. �Qui�n velaba all�? �Hacia all� las pros�icas cuentas de sus sacos de lana � de cuartos maese M�nico, � mecian all� � la luz de una lamparilla los sue�os de la esperanza, el esp�ritu virginal de la hermosa nieta del misterioso italiano? Todas las noches volvia � mi alojamiento sin haberlo averiguado, y volvia � trabajar en mi _Cabeza de plata_, bail�ndome perp�tuamente delante de los ojos la rubia de Stella; y el recuerdo de su po�tica im�gen bajaba y subia perp�tuamente por la escalera del portalon, empotrada en mi cerebro, mi�ntras con ella distraido avanzaba lentamente en mi trabajo y esperaba impaciente el dia 30. El veinte y ocho recib� una carta de C�rlos Latorre, en la cual me decia: �Se levant� el telon sobre el primer acto de _Los dos vireyes_ con entrada llena. Mate llev� con aplomo sus escenas en verso, y el p�blico las escuch� con agrado: oy� sin repugnancia las en prosa, gracias al cuidado que pusieron todos los actores, y concluy� Azcona caracterizando con mucha inteligencia su final, que se aplaudi�: no me lo esperaba, y comenc� � respirar.� �Al empezar el acto segundo, el viento habia cambiado y el mar hacia oleaje. Durante el entreacto, un criado inc�gnito habia repartido al p�blico, y no al buen tun, tun, sin� entre la gente de letras de las lunetas (hoy butacas), quince � veinte ejemplares de la novela _El virey de N�poles_, de Pietro Angelo Fiorentino; los cuales tenian una nota con l�piz que decia �los di�logos que Zorrilla ha copiado en su drama van marcados al m�rgen.� Los posesores de aquellos librillos se los mostraban y pasaban riendo � los curiosos que se los pedian: los palcos, las galer�as y el pueblo pedian silencio: los actores no comprendian tal inquietud en las lunetas, pero no se desconcertaron. Concluyeron al fin las nueve escenas en prosa; qued� Mate s�lo en escena, y el p�blico respet� su respetable personalidad; � hiriendo sus oidos las octavillas italianas, comenz� � hacer silencio; y Mate le aprovech� para dec�rselas tan vigorosa � intencionadamente, que al concluirlas arranc� el primer aplauso de la noche. La cancion de Basili hizo un efecto inesperado; y Mate se llev� la sala con la redondilla: con un cordel � la gola y un crucifijo en la mano, cantar har� � ese villano su postrera barcarola, y con un segundo aplauso prepar� mi salida. Excuso ponderar � V. lo que hicimos ambos en el resto del acto: cumplimos con los deberes de la amistad.� �En el entreacto segundo nos enteramos de la villan�a de _X_, que era quien indudablemente habia enviado al teatro los ejemplares de la novela; yo me apresur� � dar la clave del ataque traidor de que era V. objeto; y la empresa y los actores resolvimos defender el final del drama con todo el empe�o de que hombres y mujeres fu�ramos capaces; pero _los amigos_ de fuera trabajaban en contra con los librejos; la escena en prosa y los endecas�labos pasaron apenas dif�cilmente; y ya temia yo una cat�strofe para el final, cuando nos salv� lo que tem�amos que nos perdiera: el virey encerrado en el balconcillo despues de la escena VI, en la cual logr� arrancar un aplauso y hacerme escuchar. Mate estuvo impagable en aquella desairada posicion; rebosando orgullo, rencor y sed de venganza, hizo aborrecible el personaje que representaba, y al volv�rsele las tornas, las galer�as y la ignominia ahogaron � las lunetas, y dimos el nombre del autor, y hoy damos tranquilamente la cuarta representacion. Duerma V. tranquilo, y perm�tame V. que le prevenga para el porvenir con aquellas palabras de Fabiani en �_La familia del boticario: Buenos amigos tienes, Benito;_� y cuente V. con este que le querr� siempre.� No me sent� tan mal como me asombr� la incomprensible partida mulata de _X_, porque me revelaba m�s estupidez que malas entra�as; puesto que, mero traductor de la novela de que me habia hecho _sacar_ el drama, quien tenia derecho en res�men � aparear su nombre con el mio no era �l, sin� Pietro Angelo Fiorentino--� quien yo habia robado por darle gusto. Tal es la historia de mi miserable rapsodia _Los dos vireyes_, y tal la de su primera representacion; de la cual no he hablado jam�s � _X_, ni �l ha podido nunca apercibirse de que yo le estimaba en lo que valia: sobre mis hombros no pudo, empero, volver � poner los pi�s. As� vivimos en estos tiempos y en esta sociedad, en que las median�as se atreven � todo, y � todo tal vez alcanzan, m�nos � enga�ar � la posteridad. El 30 � las diez trepaba yo, que no subia por la empinada escalera del portalon de maese M�nico; pues no hall�ndole en �l, quise ver si podia forzar el paso al, segun fama, impenetrable _sancta sanctorum_ de su misterioso hogar. Sub� r�pida y llam� ruidosamente � la puerta en que la insegura escalera finalizaba, y al tiempo que por el ventanillo acechador asomaba una curiosa cabeza de mujer, me franqueaba la entrada el mismo maese M�nico, por la barreada puerta, ante m� abierta de par en par. El genov�s, en chaleco, pantalon y babuchas, me recibi� con algo encapotado ce�o y melanc�lica sonrisa; en los cuales mi extraviada preocupacion y mi fant�stico esp�ritu se empe�aban en ver algo misterioso y siniestro: quise yo motivar mi presencia, pero �l ataj� mis escusas diciendo: --�Son las diez, y es la hora. �Trae V. el recibo? --S�, se�or. --Pues los seis mil est�n contados: y conduci�ndome � trav�s de una antesala y un comedor, tan limpia como modestamente amueblados, � una especie de despacho, me mostr� sobre la parte alta y plana de su pupitre los trescientos duros en pilas de � veinte y cinco. Mostr�le mi recibo firmado y comenc� � hacer rollos de � cincuenta, en los ocho pedazos en que cort� un peri�dico que me alarg�. Callaba yo haciendo, no muy diestramente, mis rollos, y callaba �l esperando distraido � que yo concluyera de hacerlos; tal vez se reia en su interior de m� por la poca costumbre de manejar dineros que mi poca destreza le revelaba; pero mi indiscrecion de muchacho sin mundo y mi irresistible curiosidad me hicieron al fin prorumpir en la pregunta que hacia diez dias tenia en mis labios:--�y _Stella_? Sent� la mirada de M�nico sobre mi faz, y la busqu� con la mia, resuelto � todo: entre las blancas pesta�as de sus hundidos ojos percib� dos l�grimas, que no dej� rodar por sus curtidas mejillas, enjug�ndolas �ntes con el reverso de su mano. --�Stella?--dijo, como si su voz fuera en su respuesta el eco de mi pregunta.--�Quiere V. verla? --Si V. me lo permite... --�Por qu� no? Acabe V. de recoger su dinero; no he podido procurarle � V. oro, porque... Interrumpi�se sin acabar de darme su razon; conclu� yo de liar mi sexto rollo, y mi�ntras ataba los seis en mi pa�uelo, complet� n�ciamente mi pensamiento, formul�ndole en esta menguada frase: --Stella es una preciosa criatura, cuya vista regocija los ojos, cuya voz arrulla los oidos. --�Desventurada!--exclam� el viejo;--��� la pi� sventurata creatura del mondo! �Non pu� essere sposa, ne madre, ne padrona di s� stessa!�--Y abriendo ante m� una puerta, me mostr� en un gabinete cari�osamente lleno de cuanto puede necesitar la coqueter�a mujeril, y en un lecho, que no exhalaba m�s que virginales emanaciones, ni excitaba m�s que castas ideas, la p�lida Stella, cuya cabeza, doblada sobre las almohadas, tenia los ojos abiertos y fijos en espantosa inmovilidad. Sin poderme contener, exclam�:--�Muerta!--Y M�nico, poni�ndome bruscamente la mano en la boca, me dijo al oido:--�silencio: oye, est� en catalepsia!--y cogi�ndome por el brazo, sac�me del aposento. Iba yo estupefacto � pronunciar un vulgar _mi scusi_; pero el infortunado maese M�nico me le ataj� con otro, que en su boca y en su situacion result� sublime de abnegacion y sentimiento, y sigui� dici�ndome: --Es la �ltima de tres hermanas; un infame, castigado por Dios con esa enfermedad, se cas� con mi hija: sus dos mayores han muerto � los 21 a�os; ella de pesadumbre; �l... � manos de la venganza; yo les he enterrado � todos; no me queda m�s que Stella: si me sobrevive... �qu� vida tan horrible la espera! Si se me muere... �qu� soledad!... _�Misero me!_ Yo habia escrito ya muchas comedias, pero no tenia a�n aplomo en el teatro del mundo. Mudo � inm�vil, no sabia ni consolarle ni despedirme. La vieja que se habia asomado al ventanillo, present�ndose en la antesala, dirigi� � maese M�nico algunas palabras, que no comprend�: �ste me abri� la puerta de la escalera, y yo descend� por ella abrazado con mi dinero, y me sal� de aquella casa, m�s �brio con la emocion y el desencanto que la primera vez con el manzanilla. Llegu� al Hotel del Correo y hall� una carta que me habia traido de Madrid el del dia anterior; mi mujer se habia roto un brazo al salir � oscuras del teatro del Pr�ncipe; Julian Romea habia cuidado de ella en los primeros instantes, la habia conducido � casa con el doctor Codorni�, y me suplicaban ambos que regresara inmediatamente � Madrid. H� aqu� la historia de mis _Dos vireyes_ y de la primera salida del Quijote de los poetas, � hacer por el mundo real la vida fant�stica de los p�jaros y de los locos. �Qu� logr� en ella el hombre? Dos pesadumbres, dos desenga�os y la verg�enza de una embriaguez; tres espinas en el corazon; pero qued� en la imaginacion del poeta legendario este tan delicioso como triste recuerdo del tiempo viejo: la im�gen de Stella. XVIII. CUATRO PALABRAS SOBRE MI �DON JUAN TENORIO�. Corria la temporada c�mica del 43 al 44: C�rlos Latorre habia trabajado en Barcelona, y Lomb�a solo sostenido el teatro de la Cruz con su compa��a, para la cual habia yo escrito aquel a�o tres obras dram�ticas: _El Molino de Guadalajara_, drama estramb�tico y fatalista, en el cual Lomb�a hizo un tartamudo de mi cosecha: papel erizado de dificultades in�tiles, que �l super� con una paciencia y un estudio que no sabr� yo nunca ponderar ni agradecer, y cuyo tercer acto hicieron �l, la Juana Perez, Azcona y Lumbreras de una manera inimitable; que fu� lo que hizo el �xito de aquella mi extravagante elucubracion, forjada con tan heterog�neos elementos. La Juanita, disfrazada de sobrino del molinero, cantando la cancion de Iradier para dormir � Azcona, arranc� aplausos hasta de las bambalinas; pero repito que el �xito de esta obra se debi� al esmero con que los actores la representaron, y al gasto con que la empresa la decor�; pagando adem�s las palomas, los versos y las flores que sus amigos, y no el p�blico, me arrojaron la primera noche. Lomb�a no se descuidaba, y era preciso que las obras que yo para �l escribia no tuvieran �xito inferior � las de Latorre. _La mejor razon la espada_, refundicion � rapsodia de _Las travesuras de Pantoja_, fu� otro de mis triunfos de aquel a�o; pero no hay para qu� alabarme por �l, puesto que lo que en aquella obra vale algo es de Moreto, y no mio. En Febrero del 44 volvi� C�rlos Latorre � Madrid, y necesitaba una obra nueva: correspond�ame de derecho apront�rsela, pero yo no tenia nada pensado y urgia el tiempo: el teatro debia cerrarse en Abril. No recuerdo qui�n me indic� el pensamiento de una refundicion del _Burlador de Sevilla_, � si yo mismo, animado por el poco trabajo que me habia costado la de _Las travesuras de Pantoja_, d� en esta idea registrando la coleccion de las comedias de Moreto; el hecho es que, sin m�s datos ni m�s estudio que _El burlador de Sevilla_, de aquel ingenioso fraile y su mala refundicion de Sol�s, que era la que hasta ent�nces se habia representado bajo el t�tulo de _No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague_ � _El convidado de piedra_, me obligu� yo � escribir en veinte dias un _Don Juan_ de mi confeccion. Tan ignorante como atrevido, la emprend� yo con aquel magn�fico argumento, sin conocer ni _Le festin de Pierre_, de Moli�re, ni el precioso libreto del abate Da Ponte, ni nada, en fin, de lo que en Alemania, Francia � Italia habia escrito sobre la inmensa idea del libertinaje sacr�lego personificado en un hombre: Don Juan. Sin darme, pues, cuenta del arrojo � que me iba � lanzar ni de la empresa que iba � acometer; sin conocimiento alguno del mundo ni del corazon humano; sin estudios sociales ni literarios para tratar tan vasto como peregrino argumento; fiado s�lo en mi intuicion de poeta y en mi facultad de versificar, empec� mi _Don Juan_ en una noche de insomnio, por la escena de los ovillejos del segundo acto entre D. Juan y la criada de do�a Ana de Pantoja. Ya por aqu� entraba yo en la senda de amaneramiento y mal gusto de que adolece mucha parte de mi obra; porque el ovillejo, � s�ptima real, es la m�s forzada y falsa metrificacion que conozco: pero afortunadamente para m�, el p�blico, incurriendo despues en mi mismo mal gusto y amaneramiento, se ha pagado de esta escena y de estos ovillejos, como yo cuando los hice � oscuras y de memoria en una hora de insomnio. Escrib�los � la ma�ana siguiente para que no se me olvidaran y engarzarlos donde me cupieran; y preparando el cuaderno que iba � contener mi _Don Juan_, puse en su primera hoja la acotacion de la primera escena, poco m�s � m�nos como habia hecho en _El pu�al del godo_, sin saber � punto fijo lo que iba � pasar ni entre qui�nes iba � desarrollarse la exposicion. Mi plan en globo, era conservar la mujer burlada de Moreto, y hacer novicia � la hija del Comendador, � quien mi D. Juan debia sacar del convento, para que hubiese escalamiento, profanacion, sacrilegio y todas las dem�s puntadas de semejante zurcido. Mi primer cuidado fu� el m�s inocente, el m�s vulgar, el m�s necesario � un autor novel: el de presentar � mi protagonista, � quien puse enmascarado y escribiendo, en una hoster�a y en una noche de Carnaval; es decir, en el lugar y el tiempo que creia peores un colegial que todav�a no habia visto el mundo m�s que por un agujero; y para calificar � mi personaje, lo m�s pronto posible, como temiendo que se me escapara, se me ocurri� aquella hoy famosa redondilla: ��Cu�l gritan esos malditos! pero mal rayo me parta si en acabando mi carta no pagan caros sus gritos.� La verdad sea dicha en paz y en gracia de Dios; pero al escribir esta cuarteta, m�s era yo quien la decia que mi personaje D. Juan; porque yo todav�a no sabia qu� hacer con �l, ni lo qu� ni � qui�n escribia: as� que comenc� � hacer hablar � los otros dos personajes que habia colocado en escena, s�lo porque l�gicamente lo requeria la situacion: el due�o de la hoster�a, y el criado del que en ella habia yo metido � escribir. La prueba m�s palpable de que hablaba yo en ella y no D. Juan, es que los personajes que en escena esperaban, m�s � m� que � �l, eran Ciutti, el criado italiano que J�stiz, Allo y yo hab�amos tenido en el caf� del Turco de Sevilla, y Gir�lamo Buttarelli, el hostelero que me habia hospedado el a�o 42 en la calle del C�rmen, cuya casa iban � derribar, y cuya visita habia yo recibido el dia anterior. Ciutti era un pillete, muy listo, que todo se lo encontraba hecho, � quien nunca se encontraba en su sitio al primer llamamiento, y � quien otro camarero iba inmediatamente � buscar fuera del caf� � una de dos casas de la vecindad, en una de las cuales se vendia vino m�s � m�nos adulterado, y en otra carne m�s � m�nos fresca. Ciutti, � quien hizo c�lebre mi drama, logr� fortuna, segun me han dicho, y se volvi� � Italia. Buttarelli era el m�s honrado hostelero de la villa del Oso: su padre Benedetto vino � Espa�a en los �ltimos a�os del reinado de C�rlos III, y se estableci� en aquella hoy derribada casa de la calle del C�rmen, cuya hoster�a llevaba el nombre de la V�rgen de esta advocacion, y en donde yo conoc� ya viejo � su hijo Gir�lamo, el hostelero de mi _Don Juan_. Era c�lebre por unas chuletas esparrilladas, las m�s grandes, jugosas y baratas que en Madrid se han comido, y tenia vanidad Buttarelli en la inconcebible prontitud con que las servia. Tenian las tales chuletas no pocos aficionados; y con ellas y con unos _tortellini_ napolitanos se sostenia el establecimiento. Viv� yo seis meses alojado en el piso segundo de su hoster�a, tratado � cuerpo de rey por un duro diario, y all� tuve por comensales � Nicomedes Pastor Diaz y � su hermano Felipe, � Garc�a Gutierrez, � Eugenio Moreno Lopez y � otros muchos � quienes gustaban los _tortellini_ y las chuletas de Buttarelli. Este buen viejo, desanidado de su vieja casa, muri� tan pobre como honrado y desconocido, y de �l no queda m�s que el recuerdo que yo me complazco en consagrarle en estos mios de aquel tiempo viejo. Por lo dicho se comprende f�cilmente que no podia salir buena una obra tan mal pensada; pero no quiero decir aqu� lo que de ella pienso, porque tengo determinado decirlo en un libro que se titula _Don Juan Tenorio ante la conciencia de su autor_, publicado � fines de un mes de Octubre, para que el p�blico tenga presente mi opinion al asistir en Noviembre � sus obligadas representaciones; en nuestro pa�s nadie se acuerda en el mes de Octubre de lo dicho en el mes de Mayo. Har� sin embargo brev�simas observaciones sobre mis m�s pasaderos descuidos, para probar tan s�lo la ligereza imprevisora y la falta de reflexion con que mi obra est� escrita. Pero �ntes de todo voy � responder � algunas objeciones � que da lugar la severidad de mis juicios. No hablo con la cr�tica racional, sin� con la malevolencia, la envidia y la necedad, que no dejar�n de decir: 1.� Que insulto al p�blico criticando y dando por mediana una obra que aplaude hace treinta y seis a�os.--No. 2.� Que soy ingrato y mal espa�ol, despreciando la reputacion fabulosa que por mi _Don Juan_ me ha acordado.--Tampoco. 3.� Que de lo que con mi cr�tica trato, es de perjudicar � mis editores y � las empresas, porque no me dan parte de los productos de mis obras.--Mucho m�nos. A lo primero, respondo que mi _Don Juan_, tal como est�, tiene condiciones para merecer el favor de que goza; pero al cabo de treinta a�os es natural que un autor reconozca los defectos de una obra, lo cual no implica ni sombra de pensamiento injurioso para el p�blico que la aplaude, reconociendo como �l sus defectos: es decir la parte inteligente del p�blico, porque el vulgo no es nunca juez competente ni aceptable ni aceptado en materias literarias. A lo segundo, que el no ser vanidoso, no es ser ingrato, y el aceptar con modestia lo que me corresponda solamente de gloria por lo bueno de mi obra, no es despreciar mi popularidad, sin� aceptarla con justa medida en lo que vale. Y aqu� me ocurre una observacion, y es, que si un vanidoso hubiera en mi lugar escrito mi _Don Juan Tenorio_ y alcanzado el �xito colosal que yo con el mio, hubiera sido probablemente necesario echarle de Espa�a � encerrarle en un manicomio; porque hubiera querido ser ministro de Hacienda, gobernador de Cuba y tener est�tuas en vida. Y � lo tercero, que en lugar de intentar accion alguna retroactiva contra mis editores, poseedores legales de la propiedad de mi _Don Juan_ en �poca en que a�n no existia la ley de propiedad literaria, en vez de dirigirme contra ellos, al ver que Dios alargaba mi vida m�s de lo que yo esperaba, me dirig� francamente al Gobierno, dici�ndole: �Mi _Don Juan_ produce un pu�ado de miles de duros anuales � sus editores, y mantengo con �l en la primera quincena de Noviembre � todas las compa��as de verso en Espa�a; pero como tu ley no tiene efecto retroactivo, no por el m�rito de mi obra, sin� por lo que � los dem�s produce, no me dejes morir en el hospital � en el manicomio.� El Gobierno, teniendo por razonable mi demanda, me di� pan y con �l me he contentado. Pero reclamo el derecho de ver y reconocer los defectos de mi obra; Revilla y otros cr�ticos juiciosos los han indicado ya, con la opinion de que deben corregirse y de que su autor est�, no s�lo en el derecho, sin� en la obligacion de refundirla. Mi obra tiene una excelencia que la har� durar largo tiempo sobre la escena, un g�nio tutelar en cuyas alas se elevar� sobre los dem�s Tenorios; la creacion de mi do�a In�s cristiana: los dem�s Don Juanes son obras paganas; sus mujeres son hijas de V�nus y de Baco y hermanas de Priapo; mi do�a In�s es la hija de Eva �ntes de salir del Para�so; las paganas van desnudas, coronadas de flores y �brias de lujuria, y mi do�a In�s, flor y emblema del amor casto, viste un h�bito y lleva al pecho la cruz de una Orden de caballer�a. Quien no tiene car�cter, quien tiene defectos enormes, quien mancha mi obra es D. Juan; quien la sostiene, quien la aquilata, la ilumina y la da relieve es do�a In�s; yo tengo orgullo en ser el creador de do�a In�s y pena por no haber sabido crear � D. Juan. El pueblo aplaude � �ste y le rie sus gracias, como su familia aplaudiria las de un calavera mal criado; pero aplaude � do�a In�s, porque ve tras ella un destello de la doble luz que Dios ha encendido en el alma del poeta: la inteligencia y la f�. D. Juan desatina siempre, do�a In�s encauza siempre las escenas que �l desborda. Desde la primera escena, ya no sabe D. Juan lo que se dice; sus primeras palabras son: Ciutti... este pliego ir� dentro del orario en que reza do�a In�s � sus manos � parar. �Hombre, no! en el orario en que rezar�, cuando usted se lo regale; pero no en el que no reza a�n, porque a�n no se lo ha dado Vd. As� est� mi D. Juan en toda la primera parte de mi drama, y son en ella tan inconcebibles como imperdonables sus equivocaciones hasta en las horas. El primer acto comienza � las ocho; pasa todo: prenden � D. Juan y � D. Luis; cuentan c�mo se han arreglado para salir de su prision: preparan don Juan y Ciutti la traicion contra D. Luis, y concluye el acto segundo diciendo D. Juan: A las nueve en el convento, � las diez en esta calle. Rel�j en mano, y habia uno en la embocadura del teatro en que se estren�, son las nueve y tres cuartos; dando de barato que en el entreacto haya podido pasar lo que pasa. Estas horas de doscientos minutos son exclusivamente propias del rel�j de mi D. Juan. En el tercer acto se oye el toque de �nimas; yo tengo en mis dramas una debilidad por el toque de �nimas; olvido siempre que en aquellas �pocas se contaba el tiempo por las horas can�nicas; y cuando necesito marcar la hora en la escena, oigo siempre campanas, pero no s� d�nde, y pregunto qu� hora es � las �nimas del purgatorio. La unidad de tiempo est� _maravillosamente_ observada en los cuatro actos de la primera parte de mi _D. Juan_, y tiene dos circunstancias especial�simas; la primera es milagrosa, que la accion pasa en mucho m�nos tiempo del que absoluta y materialmente necesita; la segunda, que ni mis personajes ni el p�blico saben nunca qu� hora es. En el final, D. Juan trae � los talones toda la sociedad representada en el novio de la mujer por enga�o desflorada, en el padre de la hija robada y en la justicia humana, que corren gritando justicia y venganza tr�s el seductor, el robador y el sacr�lego: en aquella situacion est� el drama; por el amor de do�a In�s, va � matar � su padre y � D. Luis, y tiene preparada su fuga y el rapto en un buque de que habla Ciutti; pues bien, en esta situacion altamente dram�tica, aquel enamorado que por su pasion ha atropellado y est� dispuesto � atropellar cuanto hay respetable y sagrado en el mundo, cuando �l sabe muy bien que no van � poder permanecer all� cinco minutos, no se le ocurre hablar � su amada m�s que de lo bien que se est� all� donde se huelen las flores, se oye la cancion del pescador y los gorjeos de los ruise�ores, en aquellas d�cimas tan famosas como fuera de lugar: do�a In�s las encarrila desarrollando � tiempo su amor po�tico y su bien delineado car�cter, en las redondillas mejores que han salido de mi pluma. De la desatinada ocurrencia mia de colocar en tan dram�tica situacion tan floridas d�cimas, resulta que no ha habido ni hay actor que haya acertado ni pueda acertar � decirlas bien. El p�blico, que se las sabe de memoria, le espera en ellas como el de un circo � un clown que va � dar el doble salto mortal: si el actor, verdadero y concienzudo artista, las quiere dar la suavidad, la ternura, la flexibilidad y el cari�o que sus suaves, cari�osas y rebuscadas palabras exigen... �ay de m�! como aquellas d�cimas no fueron por m� escritas acendr�ndolas en el crisol del sentimiento, sin� exhal�ndolas en un delirio de mi fantas�a, resulta su expresion falsa y descolorida por culpa �nicamente mia; que me entretuve en meter � la paloma y � la gacela, y � las estrellas y � los azahares en aquel duo de arrullos de t�rtolas, en lugar de probar en unos versos ardientes, vigorosos y apasionados la verdad de aquel amor profundo, �nico, que celeste � sat�nico, salva � condena; obligando � Dios � hacer aquellas famosas maravillas que constituyen la segunda parte de mi _D. Juan_. Si el actor, pasando sobre su conciencia y haciendo caso omiso de la del autor y de su deber de imponerse al vulgo, por dar gusto � �ste y arrancar un aplauso, las declama � gritos y sombrerazos como se hace hoy por nuestros m�s roncos y aplaudidos actores... el aplauso estalla, es verdad; pero �� qui�n pertenece? Al actor, no; porque al exponerse � arrojar por la boca los pulmones arroja con ellos al sentido comun por encima de la bater�a del proscenio, en cambio del aplauso de los enga�ados espectadores: al poeta, tampoco; porque aquellas palmadas resultan poco m�nos que bofetadas para �l, � quien jam�s pudo ocurr�rsele que tuvieran que ahullarse y berrearse unas d�cimas tan artificiosas y tan mal traidas, pero forjadas con los m�s po�ticos pensamientos y expresadas con las m�s suaves, arm�nicas y cari�osas palabras. �Qu� quiero yo decir con esto? �Que los actores no saben representar mi _D. Juan Tenorio_? No: quiero decir que _en mala situacion no hay actor bueno_; que obra mia es aquella situacion mala; y que yo, que no transijo con mi conciencia al juzgar mis obras, no transijo con los actores que transigen con la suya en las mias. �Intento yo, como se ha supuesto, al decir la verdad sobre mi _D. Juan_, y al hablar con tal ingenuidad de m� mismo, desacreditar mi obra y conspirar contra su representacion y �xito anuales, por el in�til y villano placer de perjudicar � mis editores y � los empresarios y actores, porque la propiedad de mi obra no me pertenece? Est�pida � mal�vola suposicion. _D. Juan Tenorio_, que produce miles de duros y seis dias de diversion anual en toda Espa�a y las Am�ricas espa�olas, no me produce � m� un solo real; pero, me produce m�s que � ningun actor, empresario, librero � especulador: porque la aparicion anual de mi _D. Juan_ sobre la escena, constituye � su autor su f�nix que renace todos los a�os. _D. Juan_ no me deja ni envejecer ni morir: _D. Juan_ me centuplica anualmente la popularidad y el cari�o que por �l me tiene el pueblo espa�ol: por �l soy el poeta m�s conocido hasta en los pueblos m�s peque�os de Espa�a y por �l solo no puedo ya en ella morir en la miseria ni en el olvido: mi drama _D. Juan Tenorio_ es al mismo tiempo mi t�tulo de nobleza y mi patente de pobre de solemnidad: cuando ya no pueda absolutamente trabajar y tenga que pedir limosna, mi _D. Juan_ har� de m� un Belisario de la poes�a: y podr� sin deshonra decir � la puerta de los teatros: �dad vuestro �bolo al autor de _D. Juan Tenorio_,� porque no pasar� delante de m� un espa�ol que no nos conozca � � m� � � �l. �C�mo, pues, he de anhelar yo desprestigiar, ni desterrar del teatro � mi venturoso desvergonzado _Don Juan_, que es el s�r de mi s�r y la �nica esperanza de mi porvenir? Pero �qu� intereses ataca, qu� amor propio ofende el modesto conocimiento de s� mismo que el autor del tal _D. Juan_ manifiesta al juzgar su obra, cuando ha tenido treinta y tres a�os para estudiarla? �cuando, _velis nolis_, le han hecho presenciar ochenta veces su representacion, durante la cual, � no haber sido de piedra como su est�tua del Comendador, tiene forzosamente que haberla visto y h�chose cargo de c�mo pasa lo que en ella sucede? �Seria posible, aunque para m� inconcebible seria, que se ofendiera la cr�tica de que yo, � mis sesenta y cuatro a�os, al ajustar cuentas con mi conciencia, dijera de mi _D. Juan_ lo que ella � por consideracion al autor � por no atreverse � ir contra la corriente de la opinion, no ha dicho en los mismos treinta y tres a�os? Es imposible; la cr�tica tiene que ser hidalga y leal en Espa�a, como lo es su pueblo, y no puede tornarse nunca en injusta, corrigiendo s�lo al autor, no concedi�ndole ni permiti�ndole nada, ni �un reconocer y corregir sus defectos, sin corregir el mal gusto, cuando estrav�a los juicios del p�blico y el arte de los actores, ocasionando los escesos y faltas de las empresas: todo lo cual constituye lo que se llama el teatro: que no es s�lo la palabra escrita del poeta. Dej�moslo aqu�. Con todo lo dicho y lo que por decir me queda, no he pretendido m�s que alegar el derecho y la obligacion que tengo de ser modesto confesando mis defectos y errores, para que ni mis contempor�neos que me aplauden, ni la posteridad si de m� se acuerda, tengan motivo dado por m� en que apoyarse, para creer que yo vivo hinchado y esponjado como el pavon y sue�o conmigo mismo cuando duermo, por la vanidad de ser quien soy, y de haber hecho y escrito lo que he escrito y hecho. Y si hay alguno que me envidia el ser autor del _Don Juan_, �ojal� pudiera yo traspas�rselo para que gozara en mi lugar las consecuencias de haberlo escrito! La veracidad de mi opinion sobre esta obra la expres� muy claramente y de todo corazon en las �ltimas redondillas de las que le� en un beneficio que con �l me di� Ducazcal en el teatro Espa�ol el a�o pasado, que inserto aqu� para concluir, y por creer que aqu� tienen su leg�timo puesto y lugar. En los a�os que han corrido desde que yo le escrib�, mi�ntras que yo envejec� mi _Don Juan_ no ha envejecido: Y fama tal por �l gozo que se cree, � lo que parece, porque _Don Juan_ no envejece, que yo he de ser siempre mozo: Y hoy el bravo Ducazcal os anuncia en su cartel que he de hacer aqu� un papel, que tengo que hacer ya mal. Yo no soy ya lo que fu�: y viendo cu�n poco soy, dejo � los que m�s son hoy pasar delante de m�; Pues por Dios, que por m�s brava que sea mi condicion, la fiebre rinde al leon, la gota la piedra cava. A�n latir mis brios siento: pero es ya vana porf�a, no puedo ya la voz mia pedirle otra vez al viento: Y � quien me lo quiere oir, digo a�os h� por do quier, que pierdo el s�r de mi s�r y que me siento morir; Pero nadie me hace caso por m�s que hablo � voz en grito, porque este _Don Juan_ maldito por do quier me sale al paso; Y ni me deja vivir en el rincon de mi hogar, ni deja un a�o pasar sin dar de m� qu� decir. Yo me apoco dia � dia, y este bocon andaluz, � quien yo saqu� � la luz sin saber lo que me hacia, me viste con su oropel y � luz me saca consigo; por m�s que � voces le digo que ir no puedo � par con �l. Mas t�nto favor os debo por �l, que en verdad me obliga � que algo esta noche os diga de este insolente mancebo. Oid... es una leyenda muy dif�cil de contar, porque tiene algo � la par de rid�cula y de horrenda: una historia �ntima mia. Yo era en Espa�a querido y mimado y aplaudido... y me hu� de Espa�a un dia. Vivia � ciegas y err�: y una noche andando � oscuras tropec� en dos sepulturas, y de Dios desesper�. Emigr�: me d� � la mar; y esperando en el olvido una muerte hallar sin ruido, en Am�rica fu� � dar. No llevando all� negocio ni esperanza � qu� atender, al tiempo dej� correr en la oscuridad y el �cio. Once a�os anduve all� vagando por los desiertos, cont�ndome con los muertos y sin dar razon de m�. Los indios semi-salvajes me veian con asombro ir con mi arcabuz al hombro por tan agrestes parajes; y yo en saber me gozaba que nadie que me veia all�, qui�n era sabia el que por all� vagaba; y esper� que de aquel modo de m� y de mi poes�a como yo se olvidaria � la fin el mundo todo. Mi nombre, pues, con intento de dejar perder, y en suma sin papel, tinta, ni pluma, ni libros ya en mi aposento, bebia en mi soledad de mis pesares las heces: mas tenia que ir � veces del desierto � la ciudad. Vivo el cuerpo, el alma inerte, � caballo y solo, iba como una fantasma viva, sin buscar ni huir la muerte. Y hago aqu� esta narracion porque sirva lo que digo � mis hechos de castigo, y � modo de confesion. Sobre m� � un anochecer un nublado se deshizo, y entre el agua y el granizo me dej� una hacienda ver. Ech� � escape y me acog� de la casa entre la gente, como franca lo consiente la hospitalidad all�. Celebr�base una fiesta: que en aquel pa�s no hay dia que en hacienda � rancher�a no tengan una dispuesta; y son fiestas extremadas all� por su mismo exceso, de las hembras embeleso, de los hombres emboscadas. Y � no ser de mi leyenda por no cortar la ilacion, hiciera aqu� descripcion de una fiesta en una hacienda, donde nadie tiene empacho de usar � gusto de todo; porque son fiestas � modo de las bodas de Camacho. All� acuden sin convite buhoneros, comerciantes y cirqueros ambulantes; sin que � nadie se le quite de entrar en corro el derecho, de gastar de los abastos, ni de colocar sus trastos donde quiera que halle trecho. Jam�s se apaga el hogar, jam�s el servicio cesa; siempre est� puesta la mesa para comer y jugar. Por salas y corredores se oye el son � todas horas de carcajadas sonoras, de onzas y de tenedores. Todo es peleas de gallos, toros, lazos, herraderos, manganas y coleaderos y carreras de caballos; Y al fin de un dia de broma que nada en Europa iguala, todo el mundo entra en la sala y sitio en el baile toma. Entr� � hice lo que todos: y cuando cre� que al sue�o se iban � dar, d� yo al due�o gracias por sus buenos modos: mas mi caballo al pedir, asi�ndome por la mano, me dijo el buen campirano soltando el trapo � reir: ��Y � qui�n hay que se le antoje dejar ahora tal jolgorio? Vamos, venga ust� � la troje y ver� el _Don Juan Tenorio_.� Y � m� que lo habia escrito en la troje me metia; y all� al paso me salia mi audaz andaluz precito. Mas �ay de m�, cu�l sali�! Lo hacia un indio Otom� en jerga que el diablo urdi�; tal fu� mi _Don Juan_ all�, que ni yo le conoc� ni � conocer me d� yo. Tal es la gloria mortal, y � quien Dios se la confiere si librarse de ella quiere se la torna Dios en mal. A m� no me la torn�, porque por mi buena suerte, del olvido y de la muerte do quier _Don Juan_ me salv�. �Dios no quiso all� de m�! y de mi patria el olvido temiendo, como habia ido, � mi patria me volv�. �Feliz malogrado afan! al volver de tierra extra�a, me hall� que habia en Espa�a vivido por m� _Don Juan_. Comprend� en su plenitud de Dios la suma clemencia: _Don Juan_ habia en mi ausencia borrado mi ingratitud. M�nstruo sin par de fortuna, mi�ntras yo de Espa�a huia, en Espa�a me ponia en los cuernos de la luna. Y ni fuerza ni razon han podido derribar tal �dolo del altar que le ha alzado la opinion. Pero hablemos con franqueza hoy que todo coadyuva para que aqu� se me suba � m� el humo � la cabeza: Desvergonzado galan siempre atropella por todo y de atajarle no hay modo, �qu� tiene, pues, mi _Don Juan_? Del fondo de un monasterio donde le encontr� empolvado, yo le plant� remozado en mitad de un cementerio: Y obra de un chico atrevido que atusaba apenas bozo, os parece tan buen mozo porque est� tan bien vestido. Pero sus hechos est�n en pugna con la razon: para tal reputacion �qu� tiene, pues, mi _Don Juan_? Un secreto con que gana la prez entre los don Juanes: el freno de sus desmanes: que Do�a In�s es cristiana. Tiene que es de nuestra tierra el tipo tradicional; tiene todo el bien y el mal que el g�nio espa�ol encierra. Que hijo de la tradicion, es imp�o y es creyente, es baladron y es valiente, y tiene buen corazon. Tiene que es diestro y es zurdo, que no cree en Dios y le invoca, que lleva el alma en la boca, y que es l�gico y absurdo. Con defectos tan notorios vivir� aqu� diez mil soles; pues todos los espa�oles nos la echamos de Tenorios. Y si en el pueblo le hall� y en espa�ol le escrib� y su autor el pueblo fu�... �Por qu� me aplaud�s � m�? Dej�moslo aqu� hasta que veamos � mi D. Juan ante la conciencia de su autor, que tambien veremos � los actores ante mi _Don Juan_. XIX. (PAR�NTESIS.) I. Mi campa�a teatral habia durado cuatro a�os: del 40 al 45. Fiel � mi bandera, no me habia yo pasado jam�s al enemigo, combatiendo siempre en primera fila; y en aquellos cuatro a�os, porque en la temporada del 41 al 42 no escrib� nada por lo que adelante dir�, habia yo dado � la empresa Lomb�a veinte y dos obras esc�nicas, desde _Cada cual con su razon_ hasta _D. Juan Tenorio_[2]. Ninguna de ellas habia sido silbada, ni retirada del cartel sin cinco representaciones; y habian quedado del repertorio de Latorre, con �xito completo, _El Zapatero y el Rey_, _Sancho Garc�a_, _El rey loco_, _El pu�al del godo_, _El alcalde Ronquillo_ y el _D. Juan_: Lomb�a repetia en el suyo el _Cada cual con su razon_ y _La mejor razon la espada_. La empresa del teatro del Pr�ncipe no me habia visto jam�s en el saloncito de Julian Romea, ni para sus afortunados actores habia yo en los cuatro a�os escrito un s�lo verso; siendo el �nico escritor que sigui� constante la inconstante suerte de la empresa de la Cruz, y escribiendo exclusivamente para Lomb�a y Latorre. [2] _Cada cual con su razon_; _Lealtad de una mujer_; primera y segunda parte de _El Zapatero y el Rey_; _El eco del torrente_; _Los dos vireyes_; _El molino de Guadalajara_; _Un a�o y un dia_; _Apoteosis de Calderon_; _Sancho Garc�a_; _El caballo del rey D. Sancho_; _La mejor razon la espada_; _El pu�al del godo_; _La oliva y el laurel_; _Sofronia_; _La Creacion y el Diluvio_; _El rey loco_; _La reina y los favoritos_; _La copa de marfil_; _El alcalde Ronquillo_; _D. Juan Tenorio_. �Por qu�? Lo dir� m�s adelante al recordar c�mo, por qu� y para qui�n escrib� el _Traidor, inconfeso y m�rtir_; �ntes y por hoy tengo necesidad de decir algo de las vicisitudes por que habian pasado los teatros de verso, durante los cinco a�os de la revolucion literaria, de la cual fu� ent�nces hijo mimado y hoy todav�a viviente recordador. Porque estos mis desordenados Recuerdos del tiempo viejo son una madeja de quebradizos y rotos hilos, de cuyos cabos voy tirando al azar segun los voy devanando en el desigual ovillo de mis art�culos de _El Imparcial_; y en �ste veo que es preciso que d� � mis lectores, si tengo algunos, un cabo conductor y alguna luz que les guie por el laber�ntico relato de mis entradas y salidas por las puertas y escenarios de los teatros de la Cruz y del Pr�ncipe. Mis Recuerdos no son, desventuradamente para m�, una obra de cronol�gica ilacion, de continuidad l�gica y progresiva de bien enlazados sucesos, y de uniforme estilo, como las curiosas Memorias de un setenton, del Sr. de Mesonero Romanos; � quien aprovecho esta ocasion para dar gracias por el cari�oso recuerdo que en ellas hace de m�, y para rendirle el homenaje debido al m�s f�cil de nuestros prosistas, al m�s ameno y castizo de nuestros narradores, al m�s cort�s de nuestros cr�ticos, y al m�s exacto pintor de nuestras costumbres. Mis Recuerdos no pueden, ni intentan competir con sus Memorias; y cuando hoy se reducen � libro con una m�s ordenada forma, a�n no pueden parangonarse con aquellas; elegante y �ltima, pero genuina produccion del vigoroso ingenio del Curioso parlante, en cuya curiosa personalidad prolonga Dios la luz de la inteligencia para gloria y contentamiento de la presente generacion. Hecha esta salvedad y cumplido este deber, vuelvo la vista atr�s y retrocedo cuatro a�os, para entrar por preparado camino en el quinto y �ltimo de mis recuerdos teatrales. La temporada c�mica del 38 al 39, por no s� qu� circunstancias fortuitas � premeditadas, iba � pasar sin que hubiese compa��a en los teatros de Madrid. Lomb�a, asociado con Luna, Pedro Lopez, las Lamadrid y otros se presentaron en �poca avanzada, con las m�s sinceras protestas de modestia, � llenar como mejor pudiesen aquel vac�o. Estim�selo el p�blico, y qued� constituida en compa��a aquella sociedad, para la temporada del 39 al 40. _La redoma encantada_ fu� para ella la gallina de los huevos de oro, y en aquel a�o c�mico present� yo mis tres primeras comedias, segun van marcadas en la nota correspondiente � este p�rrafo. Con la cooperacion del infatigable Breton, de Garc�a Gutierrez, Olona, y otros autores, el a�o fu� un negocio, y � la temporada siguiente (la de 40 al 41) vino � tomar parte en �l Julian Romea con Matilde y su compa��a. Romea, Salas y Lomb�a tomaron ambos teatros, y habiendo yo comprometido mi palabra con C�rlos Latorre de escribir para �l la segunda parte del Rey D. Pedro, cuya primera habia estrenado Luna, pero no habiendo querido Romea escriturar � Latorre, prefer� no escribir para el teatro � faltar � la palabra empe�ada � �ste. No dur� mucho la union de Julian con Lomb�a; y como por aquel tiempo transformara en teatro su circo Colmenares, que del de la plaza del Rey era propietario, Lomb�a, que habia tomado el viejo coliseo de la Cruz patrocinado por el banquero Fagoaga, director del Banco, estren� el del Circo en el verano con C�rlos Latorre, mi�ntras se hacia de nuevo el de la Cruz. La empresa Colmenares, que era adinerada y emprendedora, hizo competencia � los dos teatros y � las dos compa��as del Pr�ncipe y de la Cruz, primero con grandes pantomimas y despues con �pera y baile: del 42 al 43. Lomb�a, que disponia de no escasos fondos y que era hombre de no cortos alcances, se volvi� � unir con Romea contra el enemigo comun; y conservando independientes sus dos compa��as de verso, fueron coempresarios para dos nuevas de baile y de �pera, que alternaron en sus dos teatros. La Lema (que cas� despues con Ventura de la Vega), La Tossi (mujer luego de Lorenzo Milans) y la Vill� ganaron all� con justicia la reputacion de primeras cantantes; y Salas en _Chiara di Rossemberg_ se hizo el primer caricato espa�ol; sosteniendo el baile la pareja Bartholomin, con su padre de director, Aranda de pintor, otra pareja italiana y un par de docenas de coristas aragonesas y valencianas, que se las tuvieron ten con ten � la Petit y � la Guy-Sthefan y � las andaluzas del circo. II. Del 43 al 44, Lomb�a solo, sin Romea, pero con Matilde, Guzman, Latorre, Sobrado, Pizarroso, Azcona, las Lamadrid y la Sampelayo, sostuvo la competencia contra las compa��as del Circo con la mejor de verso que tal vez se ha reunido, y una de �pera de _primo cartello_ (hasta el 45) con Moriani, Guasco y otros c�lebres cantantes. En estos dos a�os se pusieron en escena en la Cruz _La l�mpara maravillosa_, fant�stica y maravillosamente decorada por Aranda, _El triunfo de la Cruz_ y _La Encantadora_, y en el Pr�ncipe _La S�lfide_ y _Hernan-Cort�s_, varios dramas de Hartzenbusch y Garc�a Gutierrez, el _Don Alfonso el Casto_ y la _Do�a Menc�a_, el _Alfonso Munio_ y _El Pr�ncipe de Viana_, de Gertrudis Avellaneda, y muchas comedias de Breton, que dieron prez al arte esc�nico y dinero � la administracion. El Circo, al fin, amparado por Narvaez, Salamanca y otros personajes de valia, se llev� la atencion con la competencia de la Fuoco y la Guy, � quienes se presentaban gigantescos ramos de flores conducidos en brazos de servidores con librea, en azafates y jarrones de plata y porcelana de china, y hasta en un carro que apenas cabia por la calle del centro de las butacas. Yo no s� lo que el arte gan� con aquel frenes� y aquellos delirios; pero el p�blico se hart� de gritar por uno � otro partido, y de divertirse con las exc�ntricas locuras de ambos; y se vieron en la escena de los tres teatros las m�s costosas decoraciones, los m�s lujosos trajes, las m�s cortas y transparentes enaguas, y las bailarinas m�s correctamente empernadas y de m�s ricas formas de los cuatro reinos de Andaluc�a y de la antigua coronilla de Aragon. Por fin perdimos nosotros los de la Cruz, que estuvimos � pique de ser crucificados. En Diciembre del 45 Lomb�a tuvo que prescindir de C�rlos Latorre, que se fu� � Granada, y yo � mi casa � contentarme con saber que en Granada se aplaudia � C�rlos; sin el cual abri� Lomb�a el teatro del Instituto, con Calta�azor, las hermanas Flores, la P�mias, la Carrasco, la Concha Ruiz, Lumbreras, etc. En esta temporada, y �ntes de abandonar la Cruz, se hicieron las zarzuelas _El Sacristan de San Lorenzo_, _La Venganza de Alifonso_ y _La pradera del Canal_, parodias de la _Lucia_ y la _Lucrecia_, escritas por Azcona, el m�s inteligente y entendido de nuestros actores de ent�nces, excepto Pedro Mate: cuadros de costumbres concienzudamente estudiados y con maravillosa exactitud copiados del natural. En Junio del 46 fu� yo � Francia, de donde regres� en Enero el 47, por el fallecimiento de mi madre: � mi vuelta hall� instalada en el Instituto la compa��a andaluza de Calvo y Dardalla, donde estos dos actores representaban de una manera tan incomparable como encantadora _Los celos del tio Macaco_ y _La flor de la canela_. Pepe Calvo, padre de Rafael, hacia un tio Macaco tan indescriptible y caracter�stico, un gitano tan picaresco y atruhanado, tan anguloso, descaderado y zancudo, que no le produjeron m�s espirrabao ni Triana en Sevilla, ni el Perchel en M�laga. Del 48 al 49. El Ayuntamiento se encarg� del teatro y se fund� el Espa�ol, con una compa��a completa compuesta de Romea, Valero, Arjona, Matilde, B�rbara, Teodora y Osorio, etc. Catalina no acept� su puesto en ella por razones personales, y Carceller con un asociado tom� para Catalina el viejo teatro de Variedades, con la Manuela Ramos, la Juana Samaniego, Juan Catalina, Cort�s el buen gracioso, Manuel Gimenez y otros. Al fin de temporada contrataron � Salas, Adela Latorre, al tenor Gonzalez, etc., con quienes pasaron al teatro de los Basilios, mi�ntras que Harpa, propietario de Variedades, remodernaba su sala y escenario, dej�ndolos como estaban a�n el a�o pasado de 79. Y aqu� acaban mis recuerdos de los teatros que conoc� �ntes de mi expatriacion, y salvas algunas inexactitudes de fechas, y alguna confusion de ajuste de actores, esta es la historia de los teatros de Madrid desde el 40 al 49: tan ligeramente apuntada como lo permite el ligero esp�ritu de estos recuerdos � vuela pluma, y tan en confuso cuadro como se conservan amontonados en mi turbia memoria todos aquellos empresarios tan activos y batalladores, todos aquellos actores tan bien vestidos y todas aquellas bailarinas tan bien desnudas. P�lidas, dispersas y m�viles siluetas, recuerdos desperdigados de la memoria del muchacho, que a�n bailan en sue�os una diab�lica danza Macabra por el ya frio, desierto y nebuloso campo de la imaginacion del viejo poeta. III. Y aqu� abre mi memoria un oasis fresco, umbroso y apacible en el �rido y enmara�ado desierto de mis recuerdos; en �l se levanta y por �l corre, y su abrasada atm�sfera templa y or�a una brisa vital, salubre y perfumada que envia mi corazon amante � mi descarriada fantas�a. �Por qu� no he de sentarme � reposar un punto � la sombra de este oasis? �Por qu� no he de aspirar esta brisa � la luz del �nico rayo de esperanza que ilumina la l�brega y tempestuosa atm�sfera de mis recuerdos, y el turbio y est�ril arenal de mi in�til existencia? �Qu� son estos mis Recuerdos del tiempo viejo m�s que las aspiraciones �ntimas de mi alma, los suspiros de mi corazon y los latidos de mi conciencia? Surja, pues, de las aguas azules del pintoresco lago de la poes�a el vapor puro de los suspiros del alma; rev�lese el hombre en la faz del poeta, y v�ase el corazon de aquel � trav�s de las cuerdas de la lira de �ste. Por aquel tiempo vino � Madrid mi pobre madre, � quien yo no habia visto y de quien nada habia sabido desde aquella desventurada noche en que abandon� mi paterno hogar. Dos figuras bell�simas, dos im�genes tan queridas como nunca olvidadas, resaltan en este cuadro de mis recuerdos: la de mi madre y la de Paco Luis de Vallejo, corregidor de Lerma en 1835, � quien dediqu� mi _D. Juan Tenorio_ en 1844. Volvamos un instante la vista al mes de Julio de 1835 para posarla despues en el de 1844. A la llegada � Madrid de la Reina Mar�a Cristina, era mi padre superintendente general de polic�a del reino: el duque de San C�rlos y Arjona, que para traerle hasta tan importante puesto le habian hecho pasar por la Chanciller�a de Valladolid, la Audiencia de Sevilla y la Sala de Alcaldes de casa y corte, se le habian propuesto � Fernando VII como un partidario fiel de la causa realista, como un �ntegro magistrado y un hombre de car�cter en�rgico, � prop�sito para limpiar � Madrid de los ladrones y vagos que pululaban en 1827 por las mal empedradas calles y peor alumbrados callejones de la villa y corte de ent�nces, de la cual dan tan exacta idea las Memorias de Mesonero Romanos. Al instalarse mi padre en la superintendencia, en la casa de la calle del Pr�ncipe que hoy habita el duque de Santo�a, tenia ya montada una polic�a, que acab� en cuarenta dias con todos los ladrones, de la manera que tal vez dir� en algun art�culo posterior. B�stame, por hoy, indicar el principio tan b�rbaro como exacto de que su justicia partia, y era este: �Los s�res humanos, que faltos de educacion moral y religiosa, y viviendo en guerra con la sociedad, creen que el robo es una profesion, y el asesinato necesario para cometer y encubrir el robo, no tienen m�s que un miedo: el de la muerte.� En consecuencia de cuyo principio, y conociendo el modo lento y embrollado con que la justicia ha solido caminar siempre en Espa�a, anunci� que �los ladrones quedaban sujetos � una comision militar, asesorada por un alcalde de casa y corte y un escribano del cr�men;� instal�se la tal comision; y ladron cogido, ladron ahorcado. B�rbaro era tal vez el principio, pero necesario y eficaz fu� el procedimiento; los �nicos tres a�os que Madrid ha estado completamente libre de ladrones _de profesion_, fueron los de 28, 29 y 30. Otro dia hablaremos de esto: no manchemos hoy con tan repugnantes memorias la pur�sima de mi madre y la alegre y caballeresca del apuesto _gar�on_ corregidor de Lerma, Paco Vallejo. Mi padre fu� el primer dignatario de la situacion realista depuesto por la influencia liberal de la Reina Cristina: cay� como los vencidos que capitulan, y sali� con armas y bagajes: las condiciones de su destitucion no fueron m�s que la de salir de Madrid y sitios reales en el t�rmino de ocho dias. Fu�, pues, � refugiarse � un pueblecillo de la provincia de B�rgos, en donde un hermano de mi madre era cabeza de una numerosa familia, y � cuyo otro hermano, capellan de aquel pueblo, habia nombrado can�nigo de la colegiata de Lerma el duque del Infantado, patrono de aquella iglesia y heredero del duque de Lerma, su fundador. El c�lera del 34, que introdujo la muerte y la division en la familia, nos oblig� � abandonar aquel pueblecillo tan peque�o, oculto y desconocido, que su nombre no se halla en los mapas; y mi�ntras yo pasaba las temporadas del curso escolar en las Universidades de Toledo y Valladolid, mis padres vivian en un tranquilo destierro en casa de mi tio el can�nigo de Lerma. All� fu� de corregidor mi inolvidable Vallejo. Su llegada fu� un acontecimiento para el partido que iba � gobernar, y un justo motivo de sobresalto para mi padre; quien no habiendo aprobado el levantamiento carlista, en cuyo �xito no creia, habia rechazado las sugestiones de los amigos y de los agentes del levantamiento, resuelto � no mezclarse en �l por voluntad propia; pero hombre importante y conocido de la pasada situacion, no podia m�nos de ser sospechoso al nuevo gobierno, y se di� tal vez por perdido al ver llegar � Lerma un corregidor modelado en un molde tan distinto del en que �l habia concebido que debian vaciarse los corregidores. Paco Vallejo era un mozo de veintisiete a�os, que vestia con elegancia, que marchaba con soltura, que fumaba ricos habanos que de Madrid le remitian, que bebia Jerez, y, �cosa inconcebible para mi padre! que se present� � tomar posesion de su corregimiento con el uniforme de nacional de caballer�a de Madrid, con el chac� en la cabeza, el baston en la derecha y el sable � la cintura. Paco Vallejo era uno de los calaveras de buen tono de aquella edad de calaveras, que volvieron del rev�s � Espa�a como un sastre la manga de una levita, � la cual hay que poner forros nuevos: un Don Juan de la clase media, que podia presentarse y bravear en el salon m�s aristocr�tico: un abogado j�ven lleno de audacia y de talento, tan agudo de ingenio como seductor de modales, � quien era preciso tener un par de a�os en un corregimiento para hacerle llegar � una toga en la audiencia de la Habana: y � quien mi padre y yo tuvimos la fortuna de que nos enviara � Lerma D. Cl�udio Anton de Luzuriaga. Cuando Vallejo lleg� � Lerma, acababa yo de volver, concluido el curso de la Universidad de Valladolid. Dimos uno con otro, �l bajando y yo subiendo la calle Mayor; llam� yo su atencion por mi traje y porte m�s cortesano del de la gente del pa�s: encar�se conmigo, plant�mele yo delante cedi�ndole la derecha, pero sin bajar mis ojos � su investigadora mirada, y pregunt�me:--�Qui�n es V., caballerito, que no tiene trazas de ser de esta tierra? Declin� yo mi nombre y el de mi padre, y esper�, sombrero en mano, � que tomara mi filiacion en unos instantes de silencio y bajo el poder de una escrutadora mirada, ante la cual no cre� conveniente bajar la mia. --Est� bien--me dijo, concluido su ex�men--tendr� mucho gusto en conocer al padre de tal hijo. �D�nde le ha educado � V. su se�or padre? --En el Real Seminario de nobles de Madrid--respond�. --�Hola! �es V. disc�pulo de los jesuitas? --S�, se�or; pero no les hago mucho honor, porque he sido siempre muy desaplicado. --No habr� sido en la c�tedra de la lengua castellana. --Ni en la de otras. --�Conoce V. muchas lenguas extranjeras? --Tengo rudimentos de tres y rompo en ellas la conversacion. --Espero tener ocasion de hablar con V. en alguna; tal vez en las tres. --Estoy � la disposicion de us�a. --Y mi corregimiento � la de su se�or padre: hag�selo V. presente de mi parte. Sigui� su camino el corregidor, y apret� yo el paso h�cia mi casa para advertir � mi padre de que creia que acababa de cometer una torpeza, que podia muy bien habernos puesto en mal con el miliciano corregidor. Frunci� mi padre el entrecejo escuchando mi narracion, pero no despleg� sus labios, y �ntes de anochecer fu� � visitar � Vallejo, dejando � mi madre y � su hermano el can�nigo en angustiosa incertidumbre; era para ellos evidente que yo habia traido � mi padre la �rden de presentarse inmediatamente ante aquella extra�a autoridad. Al volver mi padre de su visita, respondi� � la interrogadora mirada de mi madre con estas palabras:--�Es un hombre atent�simo y no temo doblez en �l; pero no puedo comprender sus intenciones. Yo no puedo visitar � V.; me ha dicho al despedirme; pero env�eme V. � su hijo: no s� comer solo, soy algo hablador y me ha parecido que su hijo de V. no tiene pelos en la lengua.--�Dios ponga tiento en ella! exclam� mi padre volvi�ndose � m�. Ma�ana ir�s al alojamiento de ese botarate, y sereis dos: si te invita � comer, acepta; pero no bebas. Habla poco, si puedes, y escucha bien lo que te diga, porque probablemente te lo dir� para que me lo repitas.� Maldita la gracia que me hizo la posicion en que el nuevo corregidor me colocaba entre �l y mi padre: pero despues de una noche no muy tranquila para ninguno de los tres que compon�amos la familia, � las cuatro en punto de la tarde pasaba yo un poco receloso los umbrales de la casa en que se alojaba D. Francisco Luis de Vallejo, � quien desde aquella tarde consagr� un cari�o fraternal y un agradecimiento que no se extinguir� sin� con la vida. Llegu� hasta el aposento del corregidor sin tropezar con portero ni alguacil, pues habian ya pasado las horas del despacho; y como, aunque no las llevaba todas conmigo, no queria yo que miedo ni empacho en m� conociera, d� resueltamente dos golpes en la puerta con los nudillos, y al �adelante� con que desde dentro me autorizaban � penetrar en aquel _sancta sanctorum_ de la justicia lerme�a, me present� con tanta resolucion aparente como desconfianza real ante la primera autoridad del partido. Leia Vallejo, tendido en un sillon de cuero, un libro encuadernado en vetusto y amarillento pergamino; los pi�s tenia con botas y espuelas puestos en dos sillas y el codo izquierdo en la esquina de una mesa de pi�s salom�nicos, que sobre su tablero sustentaban por el momento, y en vez de legajos de papel sellado, un gran plato de nueces frescas, muy pulcramente peladas, y un pichel de aquella agradable bebida compuesta de limonada y vino que se llamaba sangr�a en aquel tiempo viejo, y con la cual templaba el corregidor el ardiente efecto del oleoso fruto del nogal. Solt� el libro y levant�se para recibirme; � h�zolo con tan atractivos modales y con tan afectuosas palabras, que al cabo de media hora, uno en frente de otro, d�bamos cuenta de la �ltima nuez y de la gota postrera de sangr�a, en medio de la m�s alegre conversacion de estudiantes y de la m�s franca y espont�nea amistad de muchachos. Esta r�pida � inconcebible union de dos tan distintos individuos, la habia operado en pocos minutos el libro que Vallejo leia: las coplas del marqu�s de Santillana y de Jorge Manrique, manuscritas y encuadernadas en la edicion g�tica de Sevilla de las trescientas de Juan de Mena. Si en lugar de escribir estos recuerdos en las columnas de un peri�dico los escribiese en las p�ginas de un libro, llenarian algunas los pormenores de esta escena. Paco Vallejo era original�simo en sus opiniones, exc�ntrico en sus ideas, y tan picante como ameno en su conversacion. Venia de la corte impregnado en el esp�ritu de todos los g�rmenes pol�ticos, econ�micos, art�sticos y literarios de la revolucion. Era un �ndice vivo de cuantos libros y peri�dicos iban publicados en aquella primera, modesta y recelosa libertad de imprenta; sabia de memoria las principales escenas del _Edipo_, de Martinez de la Rosa; del _Mac�as_, de Larra; de la _Marcela_, de Breton, y los chistes, de Ventura, y los _Cantos_ de Espronceda, que acababa Ochoa de publicar en _El Artista_, y podia decir al dedillo la historia de todas las cantantes, desde la Albini, la Cesari y la Lorenzani, y de todas las bailarinas, desde la Sichero y la Volet; recit�me veinte canciones italianas, para m� desconocidas, y encant�me con la de Zanotti, que lleva por estribillo aquel famoso _�oh giuramenti predda de' venti!_ Rec�tele yo mi _Due�a de la negra toca_ y mi _Canto de Elvira_, con los versos � una Catalina, la moza m�s garrida que por ent�nces vivia en Lerma; pidi�me y d�le noticias y narr�le lo que de las muchachas de la comarca se susurraba; d�jome y d�jele, cont�le y cont�me tantos versos tan ingeniosos como subidos de color, y tantas historias tan gratas de recordar como imposibles de repetir; y cuando la due�a de la casa se decidi� � avisarnos que la sopa estaba en la mesa, as� nos acord�bamos, como por los cerros de Ubeda, ni �l de que era corregidor, ni yo de que era el hijo de mi padre. Aquellas tan frescas como excitantes nueces nos habian hecho acabar con el pichel de sangr�a; y aunque el vinillo �grio de Lerma, segun decia mi tio el can�nigo, no era bueno m�s que para echar lavativas � galgos, nos habia abierto tanto el apetito como alegrado el corazon y calentado la cabeza--borrando los diez a�os de diferencia que entre mis diez y siete y los veintisiete del corregidor mediaban. Comimos como dos condisc�pulos que � hallarse juntos volvieran tras diez a�os de separacion, y �ramos � los postres tan amigos y tan iguales como si de veras condisc�pulos hubi�ramos sido desde la escuela de primeras letras. Y as� llegamos � las nueve de la noche, y o� yo con asombro, y casi con espanto, las campanas de la Colegiata, que tocaban � las Animas: era la primera vez que tal hora me cogia fuera de la casa de mi padre, era la en que se rezaba el rosario en ella, y era yo el encargado de guiarle. Conoci� Vallejo que algo me angustiaba; pregunt�me qu�, y revel�selo yo: ent�nces, tomando una de las dos luces que habian alumbrado nuestro festin, y volviendo � llevarme al aposento en donde le hall�, escribi� una carta de media p�gina � mi padre; llam� al alguacil de renda y le mand� que � mi casa me acompa�ara; di�me por despedida lo escrito cerrado en un sobre, y d�jome al oido: �d� � tu padre que queme ese papel en cuanto le lea, y que no deje de enviar � su hijo de cuando en cuando � comer con el corregidor.� Entr� yo en mi casa con los carrillos muy encendidos y los ojos muy alegres: aguard�bame ya impaciente mi familia, y recibi�me mi padre con el ce�o un poco fruncido y en un silencio muy poco � prop�sito para infundirme �nimo; pero yo, sin decir palabra ni darle tiempo de pronunciar una, p�sele en las manos la carta de Vallejo, con lo cual oblig�ndole � fijar su atencion en la misiva, logr� que la apartara del portador. Ley� mi padre y qued�se un punto suspenso, contemplando lo escrito como si no lo comprendiera; y aprovechando la posicion en que, inclinado h�cia adelante, tenia la carta y la cabeza cerca de la luz, d�jele al oido como Vallejo me lo habia dicho: �Que queme V. ese papel en cuanto le lea.� Quit� mi padre sus ojos del papel para fijarlos en los mios, y pregunt�me: ��Te lo ha leido �l � t�?� No, contest� con la firmeza de quien decia verdad; y en silencio mi padre quem� el papel, quedando de �l no m�s que el pico, por el cual entre su pulgar y su �ndice lo tuvo mi�ntras ardi�. Tir� despues del cordon de la campanilla y mand� que sirvieran la cena: �T� habr�s comido muy tarde, me dijo: nosotros hemos rezado ya el rosario, y tendr�s ganas de acostarte: toma tu luz, y te dejaremos en tu cuarto;� y mi�ntras todos bajaban al comedor, que estaba en el entresuelo, me dijo mi padre al dejarme en mi dormitorio, que tenia su puerta en el arranque de la escalera: �Ma�ana ir�s � decir � Vallejo lo que me has visto hacer con su carta y le dar�s las gracias,� y a�adiendo entre dientes y como quien habla consigo mismo: ��si tuviera la cabeza tan sana como el corazon..!� me cerr� la puerta y me acost� tan satisfecho de haber salido tan bien librado como curioso de saber lo que decia aquella carta, que tan bien me habia escudado del justo mal humor de mi padre. Vallejo tenia suficiente juicio para no fiar al chico lo que corriera riesgo de su insensata locuacidad: el corregidor fu� con el padre un caballero de la tabla redonda y un muchacho desatalentado con el hijo futuro autor del _Tenorio_, y �nico s�r con quien el noble calavera madrile�o, � quien debia aquel drama ser dedicado, podia tener afinidad en aquel pa�s. El corregidor liberal, el apuesto y caballeroso garzon, arriesg� su favor y su empleo por amparar al magistrado en desgracia y fu� el primero que augur� al hijo un porvenir tan brillante como in�til para uno y otro. Ocho a�os despues, supe por mi madre que la carta de Vallejo, que de su parte llev� yo � mi padre, decia: �Traigo �rden de vigilar � V. y de no dejarle respirar, pero puede V. dormir tranquilo mi�ntras yo sea corregidor de Lerma; y cuando tenga V. que _emprender algun viaje_, av�semelo V. con tiempo para que pueda usted partir sin despedirse de m�, mi�ntras est� yo de expedicion por mi �nsula Barataria; pero no deje usted de enviarme al chico; que tendr� siempre tan buen lugar en mi mesa, como creo que le tiene en el porvenir que abre en Espa�a � las letras la revolucion que se desarrolla.� �Oh, bueno y leal Paco Vallejo! Pocos meses despues tenias que consolar � mi pobre madre y desvanecer las sospechas del receloso y severo juez, que tal vez creyeron por un momento que podias tener parte con tus consejos en el cr�men con que el hijo se abri� las puertas del porvenir famoso que t� le habias predicho, y que s�lo vali� al padre, � la madre y al hijo pesadumbres y desenga�os. Mi madre, harta de vivir escondida en un pueblucho de una sierra, en donde nieva desde Noviembre hasta Febrero, y en el cual, incomunicada y sin noticias del mundo, habia vivido cinco a�os sin saber lo que en el mundo pasaba, vino por fin � llamar � las puertas de la casa del hijo ingrato, cuyo amor filial creia extinguido por la vanidad de unos triunfos que no la habian producido m�s que ruido y coronas de papel dorado. Un viejo eclesi�stico, que la habia servido de protector, se present� al hijo con la desconfianza de un cat�lico que tuviera necesidad del amparo de un hereje; que era, y es a�n lo que se cree en algunos pueblos de Castilla de los que usamos perilla y bigote; pero no bien el anciano sacerdote comenz� � tantear los sentimientos del hijo, cuando �ste se ech� en sus brazos deshecho en l�grimas, clamando ansioso por abrazar � su infeliz madre; traj�mosla � nuestra casa, y una nueva luz, una nueva vida y una nueva inspiracion entraron en ella. Habia yo vivido poqu�simo tiempo con mi madre; � los ocho a�os me habia metido mi padre en un colegio de Sevilla; � los diez me puso en el de nobles de Madrid, y s�lo dos veranos, durante las vacaciones del 34 y 35, hab�amos vivido bajo el mismo techo, pero entre el miedo y los pesares del destierro y en la escasez de expansiva confianza de los que se conocen mal y no se aprecian bien; resultado inevitable de la educacion fuera de la familia: se pierde uno para �sta tanto cuanto se gana para la sociedad; yo me gan� para el mundo y me perd� para mi familia, no nos tratamos y no nos conocimos. Vino, pues, mi madre � mi casa, y yo no sabia ser su hijo; la trataba como � hija mia. Yo la mimaba, yo la peinaba, yo la dormia; sentia que no fuese una ni�a de tres a�os, para poderla tener todo el dia sobre mis rodillas y velarla de noche el sue�o, colocada en mis brazos su cabeza. A la luz de sus ojos, al calor de su cari�o, al influjo de su presencia, produje yo en tres meses los tres tomos de mis _Cantos del Trovador_; y un libro del P. Nierenberg, en que ella leia, me sugiri� la idea de mi _Margarita la tornera_; y en aquel D. Juan que tan mal estudia en la Universidad, Sinti�ndose el alma seca de hablar de legislacion y con la mala intencion de quemar la biblioteca, y que vuelve por fin despechado y pobre � aquella casita solitaria, hay algo de mi historia y de la de mi casa; y en aquel altar enflorado, y en aquella despedida de la monjita en el altar arrinconado del cl�ustro, y en aquella narracion rebosando f� sincera, inspiracion juvenil, frescura de selva v�rgen, y aroma de rosas de Mayo y poes�a nacional y cristiana, est� encerrado el esp�ritu religioso de mi devota madre; est� derramada � manos llenas la esencia del amor filial, la poes�a del corazon amante del hijo que escribi� aquellos versos ante la sonrisa de la madre adorada... y por eso es _Margarita la tornera_ la �nica produccion que me ha conquistado el derecho de llamarme poeta legendario, y creo que el poeta que la escribi� no merece ser olvidado en su patria; y cuando veo que la fama eleva en sus alas � otros poetas contempor�neos, no tengo envidia de sus merecidos triunfos ni de las justas alabanzas de sus modernas obras, y me digo � m� mismo callandito, sin orgullo, modestamente, pero con conciencia de m� mismo: �yo tambien soy poeta; yo tambien he escrito mi _Margarita la tornera_.� Pero, �qu� diablos importan todos estos recuerdos �ntimos y personales � los lectores de _El Imparcial_? Mi pobre madre, que tenia mucho miedo � mi padre, se fu� de mi casa... y muri� sin que yo la volviera � ver; mi _Margarita la tornera_, inspirada por la presencia de mi madre, es el sudario en que puedo envolver mi memoria p�stuma para que se conserve m�s tiempo sobre la tierra; puede servirme de confesion � la hora de mi muerte, si la Providencia me hace morir inconfeso, �y qui�n sabe si podr� abonarme ante el tribunal de Dios, cuando mi alma sea por �l llamada � juicio! Paco Vallejo volvi� de la Habana, y yo le dediqu� mi _D. Juan Tenorio_, para que su nombre viviera con el mio unos cuantos dias m�s despues de nuestra muerte; que es lo m�nos que en nombre mio y de mi padre debo � la memoria del amigo leal y del caballeroso amparador. Volvamos ahora al teatro, para el cual habia dejado de escribir de los de Madrid en ausencia de C�rlos Latorre; y veamos c�mo y por qu� fu� mi _Traidor, inconfeso y m�rtir_, el �nico drama que yo escrib� para Julian Romea, y el �nico que estoy satisfecho de haber escrito. XX. DE C�MO SE ESCRIBI� Y SE REPRESENT� _Traidor, inconfeso y m�rtir._ Siete a�os de as�duo trabajo habian atraido sobre m� la atencion del p�blico; llevaba ya escritas veinte obras dram�ticas, m�s � m�nos aplaudidas, pero ninguna rechazada, y tres � cuatro que eran ya de repertorio en todos los teatros de Espa�a; ocho tomos de versos, que habian merecido el honor de la reimpresion, y los tres de los _Cantos del Trovador_, publicados por Ignacio Boix, habian hecho mi nombre popular, y mi exhibicion cont�nua como lector en los salones del palacio de Villahermosa, donde se instal� primero y resucit� despues el _Liceo_, habian puesto en evidencia mi ex�gua personalidad. Pero � pesar de que del teatro y del _Liceo_ habian salido todos mis compa�eros � diputados, gobernadores, ministros plenipotenciarios, y los m�s modestos � bibliotecarios, cuando m�nos, yo me habia quedado _poeta � secas_, esquivo � la sociedad, extra�o � la pol�tica y sin influencia con los gobiernos. El �ltimo a�o de la brillante y ef�mera existencia del _Liceo_, su Junta directiva, agradecida, segun dijo, � lo que con mi constante trabajo habia contribuido al lucimiento de sus sesiones y � los disgustos que me habian ocasionado sus juegos florales, en los que yo habia sido juez, presidente, y yo no recuerdo que m�s, acord� que se diese una funcion en obsequio mio, y se represent� por los s�cios mi _Cada cual con su razon_, y se me coloc� en preferente sitio en un gran sillon, en el cual se notaba m�s mi peque�ez, y se me ofrecieron una magn�fica corona y un rico �lbum, cuya primera hoja habia escrito y firmado S. M. la Reina do�a Isabel II; y cargado de papeles y de flores, y ensordecido por los aplausos, me volv� � mi piso tercero de la plazuela de Matute, agradecido y contento, pero no desvanecido por el humo aromado y embriagador de la gloria mundana, y volv� al dia siguiente � ser el poeta del dia anterior, y � vivir al dia con el producto de mis leyendas. �Por qu�? �Habia algo en mi vida por lo cual se me mostraran esquivos los gobiernos y la sociedad de aquel _tiempo viejo_? No: yo era quien, esquivo � la sociedad y � los gobernantes, me encastill� en mi hogar dom�stico � vivir con los legendarios personajes de mi fant�stica poes�a: yo era el poeta del tiempo viejo; y fiado solamente en el pueblo, y esperando mi recompensa de un solo hombre, desde�� todo lo que de aquel hombre no viniera; y la fortuna loca llam� mil veces � las puertas de mi casa; y yo la cerr� mis puertas y mis ventanas, dej�ndola pasar como si no la oyese y derramar sobre otros las venturas que para m� destinadas traia. Ya hablaremos tal vez m�s de esto en el �ltimo cap�tulo de estos RECUERDOS. El exceso del trabajo, la profunda y perp�tua inquietud que me roia el corazon, y las malas aguas que el municipio hacia beber por aquellos tiempos � los habitantes de Madrid, me procuraban todos los veranos una debilidad de est�mago y una inflamacion de las v�sceras abdominales, que el bueno del Dr. Codorn�u, m�dico del regente Espartero, queria curarme � fuerza de sanguijuelas, c�usticos y dem�s excesos de la ciencia, que est� hace siglos empe�ada en atacar al enfermo para librarle de la enfermedad. Entre la mia y mi m�dico el Dr. Codorn�u, que me queria como � sus propios hijos, me tenian en cama hacia ya cuarenta dias, al fin de los cuales vino una noche � verme Julian Romea. En ocasion de los juegos florales del _Liceo_, y en otra que � nadie importa, le habia yo probado mi amistad, y no podia Julian dudar de ella. Pero era una extra�a amistad la mia con Julian: no iba jam�s � su teatro del Pr�ncipe m�s que para aplaudirle � �l y � su mujer; pero jam�s subia � su cuarto ni al de Matilde, ni habia nunca escrito un verso para ellos. C�rlos Latorre andaba por las provincias, y yo escribia libros, pero no comedias. Y el teatro de Julian habia encadenado � la fortuna en su vest�bulo, y la fama hacia resonar perp�tuamente su bocina desde el balcon del saloncillo en el cual tenia Romea su corte y su cuarto de vestir, y todos los poetas iban � quemar incienso en aquella sucursal del Parnaso y en aquel peristilo del templo de la gloria. Yo he sido siempre tenaz en mis opiniones, porque siempre son �stas hijas leg�timas de mis convicciones, y las mias y las de Julian estaban en completa contradiccion en el teatro. Que yo era su amigo, no podia dudarlo un hombre por quien no habia vacilado en arriesgar mi reputacion y mi pellejo; que admiraba al actor no podia tampoco dudarlo el que por m� se veia constantemente aplaudido; pero ni el amigo ni el actor venian al poeta m�s que en la ocasion extrema; y Julian vino � verme _in extremis_, porque despues de cuarenta dias de cama, un poeta tan d�bil y tan chiquito como yo, debia de hallarse casi _in art�culo mortis_. Hall�me efectivamente Julian reducido � lo que de m� habian dejado las sanguijuelas de Codorn�u envuelto en los trapos de sus cataplasmas; pero con el ojo siempre avizor y el esp�ritu vivo dentro de la fr�gil carne--es decir, de la piel y los huesos, porque mi escasa carne se la habian ya comido las sanguijuelas y la calentura.--Abraz�me Romea y enter�se cari�osamente de mi situacion; distrajo la melanc�lica influencia de la enfermedad y del aislamiento con el relato de la cr�nica no muy edificativa de bastidores; ponder�me la boga de su amigo el Dr. Larios, quien segun �l, hacia maravillas, y dej�ndome alegre y esperanzado, se despidi� hasta el dia siguiente. A las once de la ma�ana de este volvi� con el Dr. Larios, quien me desenterr� de entre la infinidad de trapos en que Codorn�u me tenia sepultado; meti�ronme entre �l y Julian en un ba�o, y � los dos dias, limpio y renovado, me llevaron en un coche al Pardo; donde con el cambio de aguas y de temperatura, las emanaciones salubres del arbolado y la proximidad del oto�o, reto�� en m� la salud y la fuerza; y un dia me dijo Romea, trayendo � la realidad mi pasado y mi porvenir: ��Por qu� no me escribes un drama? Matilde y yo lo har�amos con el alma.�--�Pensar� en ello, le respond�; y si en estos dias de convalecencia doy con un argumento � prop�sito para t�, te lo consultar� y har� lo que sepa. Pero... --Pero �qu�?--me pregunt� receloso Julian. --Nada--repuse;--ya hablaremos.--No me atrev� � darle m�s explicaciones sobre aquel �pero� que se me habia escapado. Convalec� y caz�, y me repuse, y volv� � Madrid. Mi editor Delgado habia ya muerto: Boix, sin ideas ni rumbo fijo en el comercio de libros, no me habia hecho trato alguno en que poder fiar, y Julian habia dado � mi mujer, prohibi�ndola que me lo dijera, seis mil reales que habian subvenido � los gastos de mi enfermedad. Era forzoso trabajar: el editor Gullon se me habia ofrecido en lugar del difunto Delgado, y no podia rehusar � Romea una obra que �l y un nuevo editor me pedian � un tiempo. Pens� en un argumento, en el cual sin salirme de mi terror�fico romanticismo, pudiera colocar un personaje caracter�stico adecuado � la escuela exclusiva y al g�nero personal de representacion de Romea; y habi�ndome procurado Salustiano Ol�zaga la causa original de _El pastelero de Madrigal_, amas�, amold� y emprend� mi _Traidor, inconfeso y m�rtir_. Tenia yo desde que era estudiante un inmenso cari�o � este personaje tradicional, y siempre habia pensado hacer de �l una leyenda; pero el _Ni Rey ni Roque_ de Escosura habia puesto una insuperable valla ante mi pensamiento. Al ocurr�rseme hacer del Rey Don Sebastian y del pastelero de Madrigal uno s�lo, conceb� que aquel personaje legendario podia transformarse en otro altamente dram�tico y profundamente misterioso. Estudi� su historia y su tradicion, dorm� y so�� con la accion y sus personajes, y cuando la v� clara en mi imaginacion comenc� � tenderla sobre el papel: y aquella es mi �nica obra dram�tica pensada, coordinada y _hecha_, segun las reglas del arte: sus dos primeros actos est�n _confeccionados_ maestramente, y tengo para m� que por ellos tengo derecho � que mi nombre figure entre los de los dram�ticos de mi siglo. Mi�ntras yo viva no faltar� quien me alabe; pero tampoco quien acuse mejor los defectos y la incompletez de sus obras. V�yase lo uno por lo otro; y sea dicho en paz de los que no reconocen en las suyas los defectos de que carecen las mias. En cuanto tuve escritos mis dos primeros actos, los copi� y los cos�, seguro de no tener que variar nada en ellos para concluir el drama: llam� � Julian y se los le�; escuch�melos atentamente, asombr�le su forma, enamor�se del car�cter del protagonista, que para �l destinaba; expliqu�le c�mo pensaba desarrollar el tercer acto, y promet�selo concluido para la semana siguiente. Entregu�le los dos primeros para que mandara sacar los papeles, y d�jome al partir, llev�ndoselos en el bolsillo: --Creo, Pepe, que es lo mejor que has hecho. --Yo tambien lo creo--le respond�--pero... --Pero �qu�? --Nada, nada--le dije--sin atreverme todav�a � revelarle mi pensamiento. Mir�me un momento sin comprenderme, llev�se los dos actos, desconfiando por el �pero� de que yo concluyera la obra, y yo la emprend� con el tercer acto, del cual no levant� mano hasta darle fin. Volv� � llamarle, y torn� Julian � mi despacho; le�le la conclusion, pag�se mucho de su papel, y pagu�me yo no poco de que fuera tan de su gusto mi trabajo: entregu�sele grandemente satisfecho de lo escrito, y dispus�se �l � llev�rselo con gran contentamiento y muy lisonjeras esperanzas; pero... det�vele yo, concluyendo nuestra entrevista con este di�logo: _Yo._--�Vas convencido de que he hecho en conciencia todo lo que he podido? _Julian._--Completamente; y puedes t� quedarlo de que en la representacion haremos cuanto podamos: y si de mi empe�o s�lo dependiera el �xito... _Yo._--Perdona que te ataje; pero el �xito de este drama no ser� grande. _Julian._--�Por qu�? _Yo._--Porque t� y yo, como actor y poeta, no somos el uno para el otro. No te amostaces. �Crees, � no, que yo soy tu amigo? _Julian._--Aunque no tuviera m�s pruebas de tu amistad que esta obra que ya est� en mi poder, no podria racionalmente dudarlo. _Yo._--Pues bien, por ser tan tu amigo, te debo la verdad. Creo que no has de salir airoso del papel de Don Sebastian. Romea era orgulloso y tenia en su talento disculpa suficiente para serlo: al oir estas palabras, �un de su mejor amigo, frunci� el entrecejo y encapot� con �l su mirada.--Escucha,--segu� yo dici�ndole, sin darme por entendido de su gesto ni de su cambiado color--escucha: t� crees que la verdad de la naturaleza cabe seca, real y desnuda en el campo del arte, m�s claro, en la escena: yo creo que en la escena no cabe m�s que la verdad art�stica. Desde el momento en que hay que convenir en que la luz de la bater�a es la del sol; en que la decoracion es el palacio � la prision del rey Don Sebastian; en que el jubon, el traje y hasta la camisa del actor son los del personaje que representa, no puede haber en medio de todas estas verdades convencionales del arte y dentro del vestido de la creacion po�tica, un hombre real, una verdad positiva de la naturaleza, sin� otra verdad convencional y art�stica; un personaje dram�tico, detr�s y dentro del cual desaparezca la fisonom�a, el nombre, el recuerdo, la personalidad, en fin, del actor. --�Y qu�?--me dijo desabrida y desde�osamente Julian. --Que t� eres el actor inimitable de la verdad de la naturaleza: que t� has creado la comedia de levita, que se ha dado en llamar de costumbres: que puedes presentarte, y te presentas � veces en escena, conforme te apeas del caballo de vuelta del Prado, sin m�s que quitarte el polvo y sin polvos ni colorete en el rostro: pero en estas escenas copiadas de nuestra vida de hoy, dialogadas por personajes que son � veces copias de personas conocidas, que entre nosotros andan, que con nosotros viven y hablan, t� que con ellos vives y que eres de ellos conocido, no estorbas y no pareces intruso. T� eres Julian Romea y puedes serlo en la comedia actual: pero el drama es un cuadro, es un paisaje, cuyas veladuras, que son el tiempo y la distancia, se entonan de una manera ideal y po�tica, en cuyo campo jura y se tira � los ojos la verdad de la naturaleza, la realidad de una personalidad: yo necesito un personaje para el papel de mi rey D. Sebastian. --Y le tendr�s, Pepe, le tendr�s:--esclam� Julian.--�Qu� diablos de autores! A vosotros os toca escribir y � nosotros representar. --Eso, eso quiero; que representes, no que te presentes. --�Pepe, Pepe! _Suum cuique._ Porque t� alucinas � tus oyentes cuando lees tus versos, y porque yo mismo te he dado � leer los mios en el _Liceo_, para que me los luzcas, no creas que sabes mejor que yo lo que es la escena, sobre la cual estoy desde que me despunt� la barba. --Y est�s en ella con derechos de rey: porque eres uno de los de nuestra escena: pero... --D�jate de peros, y f�ate en m�--y parti� Julian con el fin de mi drama en la mano: y se ensay� con cuidado, y los actores se encari�aron con sus papeles, y � los pocos dias, � las ocho de la noche de un viernes, para el beneficio de la incomparable Matilde, se alz� el telon sobre la primera escena de mi _Traidor, inconfeso y m�rtir_. Ni la cr�tica hostil de eruditos apasionados, ni la mordacidad atrevida de median�as envidiosas, me han negado que esta obra me da derecho � tenerme por autor dram�tico, y el tiempo y la opinion p�blica han sancionado esta pretenciosa vanidad mia. La exposicion de este drama est� _confeccionada_ con todas las reglas del arte, y la presentacion del protagonista preparada con intencionada habilidad. El papel de Aurora estaba confiado � Matilde; yo, seguro de que Julian iba � dejar p�lida la figura del rey D. Sebastian, de que no iba � pasar de Espinosa el pastelero, de que iba � seguir su fatal sistema de presentar en el drama la verdad de la naturaleza en lugar de la del arte, y de que iba, en fin, � representar un rey D. Sebastian de levita; y como encari�ado y casi fanatizado yo con mi personaje fant�stico, habia, prescindiendo � sabiendas de la verdad de la historia por la poes�a de la tradicion, hecho del pastelero de Madrigal y del rey portugu�s una sola personalidad po�tica, necesitaba que la exuberancia del arte diese relieve � las medias tintas de la verdad de la naturaleza, que la luz de la poes�a esclareciera y relevara la sombra que la maciza figura de la verdad iba � proyectar en el paisaje fant�stico de la ficcion: y pens� en Matilde, la actriz m�s po�tica, sentimental y apasionada que hemos conocido en nuestro moderno teatro Espa�ol. Yo tenia, y espero que se haya comprendido por lo que llevo dicho, mi razon de no escribir para Julian; pero debia satisfaccion � Matilde por no haber escrito para ella, que era la gloria, el sost�n y la fortuna del teatro del Pr�ncipe y de los autores que para �l escribian. Matilde era la gracia, el sentimiento y la poes�a personificadas sobre la escena; su voz de contralto, un poco _parda_, no vibraba con el sonido agudo, seco y met�lico del tiple estridente, ni con el cortante y forzado _sfogatto_ del soprano, sin� con el suave, duradero y pastoso s�n de la cuerda estirada que vuelve � su natural tension, exhalando la nota natural de la armon�a en su vibracion encerrada. El arco del violin de Paganini, al pasar por sus cuerdas para dar el tono � la orquesta, despertaba la atencion del auditorio con un atractivo magn�tico que parecia que hacia estremecer y ondular las llamas de las candilejas: y la voz de Matilde tenia esta afinidad con el violin de Paganini: al romper � hablar se apoderaba de la atencion del p�blico, heria las fibras del corazon al mismo tiempo que el aparato auditivo, y el p�blico era esclavo de su voz, y la seguia por y hasta donde ella queria llevarle, con una pureza de pronunciacion que hacia percibir cada s�laba con valor propio, y la diferencia entre la _c_ y la _z_, y la doble _s_ final y primera de dos palabras unidas que en _s_ concluyeran y empezaran. Matilde no se habia dejado seducir ni contaminar con el exagerado y revolucionario lirismo de la lectura y recitacion salmodiada, que Espronceda y yo dimos � nuestros versos, no; Matilde recitaba sencilla, clara y naturalmente, saliendo de su boca los per�odos y estrofas como esculpidas en l�minas invisibles de sonoro cristal, y los versos y las palabras como perlas arrojadas en un plato de oro. Matilde hizo y dijo la escena XI del acto primero con la flexibilidad, el primor de pormenores y el raudal de gracia y de sentimiento de que apenas habr�n podido dar idea � mis lectores mis antecedentes frases; y al retirarse acompa�ada de un aplauso general, dej� completa la exposicion, prevenido al p�blico en favor de la obra y enflorada con una guirnalda de poes�a la puerta del fondo, por la cual iba � presentarse el misterioso protagonista. Por ella sali� � escena Julian, perfectamente vestido, pintado y con su papel concienzudamente estudiado: pero sali� Julian; present� y no represent� su personaje. Si yo hubiera podido evocar y resucitar al verdadero juez Santillana, hubi�rase vuelto � apoderar de aquel verdadero Espinosa, confundi�ndole con el que �l hizo ahorcar; pero para el p�blico tenia algo de la sombra; le faltaba voz, movimiento, fisonom�a, relieve, poes�a. Julian hizo sus escenas del primer acto con el capitan y con el alcalde con una exactitud, con un aplomo, con una verdad intachables para los palcos de proscenio y las dos primeras filas de butacas: la sala no pudo apreciar su perfecto trabajo esc�nico; y al caer el telon, no se oyeron mas que algunas palmadas sin consecuencia. Qued� en el p�blico el recuerdo de Matilde y la curiosidad que habia excitado la exposicion. En el segundo acto, un nuevo actor vino en refuerzo de Matilde: Barroso. Era �ste un mozo sevillano, de los que vinieron � inocular en la corte la s�via andaluza de los Pachechos, los Saavedras y los Perez Hernandez con Bermudez de Castro, Tassara, Sartorius y otros buenos ingenios, cuyos hechos y escritos contribuyeron honrosamente al progreso literario y pol�tico de aquella �poca. Antonio Barroso era poeta; pero habi�ndose presentado en el teatro privado del Liceo con Ventura, Marrac�, el marqu�s de Palomares y dem�s s�cios de la seccion de declamacion, concluy� por consagrar al teatro su talento nada vulgar, � consecuencia de los aplausos all� obtenidos y de la buena acogida que de Romea obtuvo. A Barroso habia yo, pues, confiado el ingrato y dif�cil papel del Alcalde Santillana; tan ganoso yo al d�rsele de probarle mi amistad y la estima en que le tenia, como �l de abordar, estudiar y probarse en un car�cter que podia colocarle en muy buen punto de partida para su carrera dram�tica, y muy alto en la consideracion del p�blico si acertaba � desempe�arle con �xito. Era Barroso un mancebo de buena estatura, cence�o y nervioso, de cabeza peque�a y rubia, pero de aguile�o perfil y l�mpidos ojos y correctamente colocada sobre los hombros. Suelto de modales, como hombre bien educado, de buena memoria y comprension perspicaz como sevillano y confiado en el porvenir por esa esperanza inconsciente que hace atrevido � todo talento meridional, Barroso estudi�, prepar� y visti� su papel con tal esmero, que se identific� con el personaje que representaba. Con su toga y su golilla, sus vuelillos de encaje y su junco con cabos de plata, encuadr� tan po�ticamente su figura severa y su car�cter odioso en contraposicion del sencillo y virginal del de la Matilde, que desde su primera escena resalt� como sombra negra � infernal de aquella blanca y celeste aparicion, entre cuyas dos figuras iba � pasar desde la hoster�a al pat�bulo aquel otro vago, misterioso y casi indeciso fantasma del perp�tuamente acusado y jam�s reconocido soberano pastelero de Madrigal. Barroso en la escena VI secund� y sirvi� de apoyo � Julian con la atencion perp�tua de su maestra ejecucion; desarroll� tan � tiempo y alternativamente su doble car�cter de juez y de reo con el marqu�s de Tavira y con Espinosa, que preparada magistralmente la escena XI endecas�laba, pudo desplegar en ella Matilde toda la ternura de su corazon, toda la poes�a de su amor rec�ndito, y toda la grandeza de su incondicional abnegacion; en un juego esc�nico tan infantil como apasionado, con un acento de cast�sima ingenuidad, con una declamacion tan impregnada de sentimiento y unas inflexiones de voz tan mel�dicas, tan suaves y tan variadas, que encant�, enterneci�, fascin� y exalt� al p�blico, arranc�ndome � m� las l�grimas: � m�, poeta entusiasta y satisfecho, que escuchaba por primera vez mis versos de su boca, como si estuviera oyendo arrullar � una paloma enamorada de un ruise�or. El arte de Matilde reverber� con tal intensidad, rebos� tan profusamente sobre la verdad de Romea, que envuelta y arrebatada en la poes�a de Aurora, concluy� la escena en universal aplauso. En el acto tercero, Barroso tom� creces tan imprevistas ante la seguridad de su �xito y la esperanza de su porvenir, que comenz� desde la primera � dominar la escena con su atencion nunca distraida, su figura siempre en cuadro, su exactitud en las entradas, su creciente juego esc�nico segun sus pasiones; la supersticion, el miedo y la ira se iban desarrollando y apoder�ndose de su esp�ritu. La escena s�tima entre Aurora y Santillana no tiene descripcion; el recuerdo de una ribera donde yo cogia yerbezuelas y conchas, del rugiente mar que sus ondas sin cesar mecia, de un monasterio triste y solitario fundado al pi� de un monte, y vagamente la memoria de un templo, con su coro enverjado, sus techos con pinturas, su altar lleno de flores, su sagrario iluminado con mecheros de oro; el recuerdo tambien, porque la daban miedo aquellas inm�viles figuras de m�rmol que tendidas reposaban encima de sus anchas sepulturas, es preciso hab�rsele visto y oido hacer y decir � Matilde; la creciente angustia del juez ante el tremendo exclarecedor relato de la ing�nua y enamorada doncella... es preciso hab�rsela visto representar � Barroso en la noche del estreno; pero la escena novena volvi�, no � enfriar, pero s� � descolorar la representacion. Lo misterioso de la historia, lo terror�fico de la situacion, la calma her�ica del rey m�rtir, la indecisa concentracion de las pasiones del juez, la inconsciencia de la realidad de la hija y de la amante, dieron por un momento � la verdad el dominio sobre la poes�a y parti� en silencio al pat�bulo el inc�gnito � innominado protagonista. Qued� el teatro y el p�blico en el silencio de la espectacion, y yo, en la duda del �xito y m�s convencido que nunca de que la verdad de la naturaleza no es la verdad del arte. Esta volvi� � surgir en la escena al recobrar Aurora sus sentidos. Matilde, con la mirada extraviada, los movimientos inciertos, la voz perdida a�n en la cavidad de la garganta, sin que el aliento pudiera a�n extraerla de los pulmones, pregunt�: �Qu� sucede? �ay de m�! los pensamientos no acierto � combinar en mi cabeza. �Y Gabriel? y empez� � buscar � Gabriel y � sentir por la ventana el rumor de la plaza, y vi� y escuch�, pero no concibi� lo que oia ni lo que miraba, pero se lo hizo comprender al espectador y le estremeci�. �All� va! �A d�nde se le llevan sin ella? �qu� palos son aquellos? �qu� le ponen al cuello? �es una soga! Una nube sangrienta la ofusca la mente. �Un sacerdote! y comprendiendo de repente, grita vuelta � Santillana: pero vos, �miserable! que sois hombre, gritad conmigo... y el juez vencido invoca el nombre del rey; pero el grito, el aullido, el estertor, todo junto, que constituy� la exclamacion de Matilde _�ay! �es ya tarde!_ no son para escritos. Lo m�s � tiempo, lo mejor, que ha hecho y ha dicho Florencio en su vida es el decir � Santillana: Tomad: sepamos la verdad postrera, y obligarle � tomar y abrir el relicario que encerraba el secreto del rey Don Sebastian. Lo mejor que hizo Matilde en _Traidor, inconfeso y m�rtir_, fu� el final. Al reconocer el retrato de su madre y al rechazar � su padre... estuvo sublime de dolor y de ira: �Tu hija!--�Esto tan s�lo me faltaba! T�, para que su muerte te perdone, me llamas hija tuya... mas te enga�as, nada hay en m� que tu maldad abone, para t� solo hay �dio en mis entra�as. Aqu� acababa el drama: el mal gusto del tiempo me arrastr� � prolongar con veintiseis versos m�s tan repugnante escena: s�lo Matilde pudo hacerla pasar. El telon cay� en un momento de silencio, que se cambi� en un espont�neo y general aplauso. El autor y los actores fuimos llamados al proscenio: Julian sonre�a, Matilde no podia respirar, Barroso estaba convulso como si fuese � sufrir un ataque de nervios... de m� no s� lo que era... Pero �gust� el drama? Sus siguientes representaciones dieron el mismo resultado cada noche: Romea le retir� � los pocos dias del cartel, y no se volvi� � hacer m�s en el teatro del Pr�ncipe. Andando el tiempo, Catalina, separ�ndose de Julian, form� compa��a y ajust� � Matilde; y habi�ndose llevado con ella la mayor parte del repertorio de Julian, Catalina hizo su presentacion con mi _Traidor, inconfeso y m�rtir_. �Qu� �xito el del pastelero! Mi drama se hizo en todas las provincias, y en todas las Am�ricas, y a�n es hoy de repertorio en todos los teatros, m�nos en los de Madrid; y he visto actores muy medianos y sin pretensiones y hasta de teatros caseros que siempre se han hecho aplaudir en el papel del rey D. Sebastian. Yo estoy muy pagado de ser autor de esta obra mia, y Matilde la ha dado � conocer en todos los pa�ses en que se habla la lengua castellana, gracias � Catalina. �Bendita Matilde! Desde la noche de su estreno data el cari�o fraternal y la gratitud, que la tengo y la tendr� siempre. _Post scriptum._--�Pobre Barroso! V�ctima de la medicacion � grandes d�sis, muri� de repente una tarde en el teatro, saturado de yodo y otras drogas de este jaez. En un ensayo exhal� repentinamente un profund�simo gemido: di� luego un gran grito y dijo: ��me muero!� y una repentina par�lisis comenz� � apoderarse de su cuerpo, comenzando por los pi�s. No hubo tiempo m�s que para conducirle � la habitacion y cama del portero, donde recibi� la Extrema-Uncion, y espir� contando _c�mo se moria_: ya se me ha muerto el brazo derecho, exclamaba: ya se me muere el corazon... lo �ltimo que pareci� vivo en �l fueron los ojos, cuyos p�rpados no quisieron cerrarse. Desde la representacion del _Traidor inconfeso y m�rtir_, dej� de escribir para el teatro. XXI. Aqu� debian tener fin estos Recuerdos mios. Lo que va � seguir, no deberia tal vez ser publicado hasta despues de mi muerte; pertenece, m�s que � mis Recuerdos del tiempo viejo, � mis memorias p�stumas: es exclusiva y personalmente mio, es historia �ntima de mi corazon: va acaso � ser enojoso para mis lectores de _El Imparcial_, y no va seguramente � interesar m�s que � dos docenas de viejos como yo, que � aquellos tiempos hayan como yo sobrevivido: y no va por fin � despertar en ellos m�s que un sentimiento ficticio, ef�mero, _art�stico_, si se me permite esta calificacion, como el que nos inspira la accion de un drama sentimental mi�ntras � la representacion asistimos. Lo que va � seguir es una p�gina de la leyenda de mi alma: soy yo en ella el protagonista; �y soy yo tan poca cosa para hablar t�nto de m� mismo! Una razon me abona sin embargo: hace cuarenta y tres a�os que se habla de m� en Espa�a: qui�nes me celebran y qui�nes me critican; algunos me calumnian, muchos me envidian y pocos saben lo que de m� dicen, y pocos dejan de juzgarme sin pasion, porque ya nadie me conoce � trav�s de t�nto como se ha supuesto y se ha dicho del vagabundo autor de _D. Juan Tenorio_. Los meridionales, y m�s que ningunos los espa�oles (y m�s entre estos los andaluces), tenemos la cualidad y la pretension de ser narradores y narradores chistosos: no podemos repetir una historia, un cuento, un sucedido, un dato cualquiera, sin a�adirle algo de nuestra cosecha; as� que, al salir de la boca del quinto narrador, ya no conoce la historia � el suceso narrado, ni el que la invent� ni al que le sucedi�; y como cada cual sostiene las a�adiduras y variaciones por �l intercaladas en el relato, � impugna � contradice las de los dem�s, todo copo de nieve llega � ser una bola, todo grano de arena un monte, toda historia una novela y todo cuento una mentira; por lo cual, no creo yo nunca nada del mal que se dice, ni de lo malo que se cree de las mujeres ni de los hombres notables: al contrario, comienzo siempre � simpatizar con toda mujer de quien se habla mal y con todo hombre conocido � quien se critica; porque estoy convencido de que t�nto m�s de bueno deben de tener, cuanto m�s de malo les aplica y atribuye la maledicencia. De la mujer especialmente tengo yo mis ideas particulares. Hay sobre la mujer mil pareceres; all� va el mio aunque parezca raro: yo am� toda mi vida � las mujeres; entend�monos bien y hablemos claro: m�s que por torpe g�rmen de placeres me es el amor de las mujeres caro, porque ellas son, por m�s que digan otros, much�simo mejores que nosotros. Se ha hecho moda hablar de ellas con desprecio; yo de hablar de ellas bien tengo man�a; al que habla de ellas mal tengo por necio, falto de corazon y cortes�a. No objeto para m� de menosprecio son, sin� manantial de poes�a: no obr� conmigo mal jam�s ninguna, y debo m�s de un bien � m�s de una. Desde la v�rgen que en los cl�ustros ora hasta la vil, imp�dica ramera que, enfangada en el vicio, � cada hora � s� se infama y � su raza entera, toda mujer que deshonrada llora, toda la que en dolor se desespera, de su duelo � su infamia, no os asombre, la ocasion � el or�gen es un hombre. Y apuntada de paso esta opinion mia con respecto � las mujeres, sigo adelante con las que respecto � m� mismo voy aduciendo: y no creo que voy muy descarriado al creerme con derecho � decir algo de m� mismo, despues de haber oido y tolerado sin chistar por espacio de cuarenta y tres a�os, cuanto amigos y enemigos, chismosos y desocupados y vulgo, en fin, que nunca sabe donde tocan las campanas que oye, han dicho y escrito de m�; de m�, pobre insensato que nunca supe contentar � nadie, ni acert� con nadie � quedar bien, y � quien Dios acord� lo �nico bueno que de nada en Espa�a sirve: la modestia de reconocerse y la humildad de no aspirar � nada; no crey�ndome para nada con aptitud, por haberme pasado la juventud concentrado en m� mismo, aspirando s�lo � conseguir un ideal que s�lo dentro de m� mismo albergaba mi esperanza, y en la soledad de mi alma �nicamente crec�a, como una palma est�ril sin compa�era, condenada � secarse sin fruto en el desierto de mi in�til existencia. Voy, pues, � alargar con unos cap�tulos m�s estos Recuerdos, y � decir de m� mismo y de mi casa lo que yo s�lo s�; porque por mucho que de m� sepan, por observacion y por induccion, los curiosos, los cr�ticos, los murmuradores y los entremetidos, s�lo los necios podr�n disputarme el derecho de saber mejor que yo lo que por muchos a�os he guardado entre pecho y espalda, y la idea que mi pensamiento en palabras jam�s ha formulado. Pero vayamos ya adelante con mi historia, echando � un lado digresiones y zarandajas. Era jefe pol�tico de Madrid el Sr. D. Antonio Benavides, y secretario Pepe Rojas, pariente mio por parte de mi primera mujer. Hacia ya muchos meses que mi infeliz madre habitaba en casa de una vieja prima de mi padre, viuda, bien acomodada, que habia vivido largos a�os en una ciudad de Francia, que por ent�nces vivia sola en Madrid, porque se habia extra�ado de la �nica hija que de su �nico matrimonio habia tenido, porque aquella hija habia contraido uno de esos que se llaman de amor con un hombre tan honrado y laborioso como falto de bienes de fortuna. Aquella tia segunda mia, que habia hecho cierto papel en el tiempo de Fernando VII, y la vida del gran mundo en la buena sociedad de su tiempo, no habia perdonado jam�s � su hija, que vivia en Toledo en donde yo la conoc�, tan honrada como pobre y tan contenta con su mala suerte cuanto serlo la permitia el largo abandono y el tenaz olvido de su madre orgullosa � descorazonada. Parece que en mi familia los cabezas de ella han mantenido el principio de la autoridad paterna en toda la rigidez absoluta del derecho romano, y no han sabido nunca transigir con el tiempo, ni contemporizar con las circunstancias, ni perdonar la desobediencia, ni otorgar olvido al extrav�o juvenil, ni tener en cuenta la fuerza de la pasion, ni la ceguedad del error de sus hijos. Mi prima de Toledo tenia una hija preciosa � quien habia bautizado con el po�tico nombre de Esperanza: la chica era � los catorce a�os una preciosa criatura, cifra expresiva de la esperanza de su pobre madre; pero su abuela no alberg� nunca bajo su techo � su tan hermosa como inocente nieta... � ignoro lo que de �sta y de sus padres ha sido despues del fallecimiento de mi tia. Con ella vivia mi madre en provincia, cuando mi pariente Pepe Rojas me envi� con un guardia civil una carta anunci�ndome que el Excmo. Sr. Benavides, su jefe, deseaba que me avistara con �l en su gabinete, de nueve � diez de la noche, para un asunto que me concernia. Alarm� � la gente de mi casa aquella cita con puntas de �rden; pero como nunca me habia yo mezclado en la pol�tica, acud� sin inquietud al gabinete del jefe pol�tico, que era por otra parte lo m�s pol�tico y bien educado del mundo, muy deferente como muy ilustrado con la gente de letras, y especialmente ben�volo conmigo. La cuestion era tan sencilla y prevista en su fondo como inesperada y extra�a en su forma; mi padre, despues de seis a�os de emigracion, en vista de que casi todos los de su partido, acogi�ndose � las amnist�as, habian regresado � sus p�trios hogares, y de que S. M. la Reina D.� Isabel II reinaba tranquilamente en Espa�a, reconocida por todas las potencias de Europa, se convenci� de que su constante y leal adhesion � la causa del Pretendiente no le serviria m�s que para morir in�tilmente, sin provecho suyo ni ajeno, en tierra extranjera, y se decidi� � enviar al Gobierno una representacion solicitando el permiso de volver � Espa�a. Pero esta representacion se dirigia � S. M. la Reina, empezando con estas palabras: �Se�ora: puesto que V. M. reina ya de hecho, D. Jos� Zorrilla Caballero, alcalde de casa y corte, consejero, etc., etc.,� lo cual parecia significar que el que aquella representacion firmaba no reconocia Reina de derecho � D.� Isabel. El jefe pol�tico, por encargo del Consejo de ministros, me llamaba para que yo dijese si era la firma de mi padre la de aquel documento: y ante mi afirmativa respuesta, no dijo m�s aquella grave autoridad que estas palabras: �En ese caso...� y encogi�ndose de hombros, dobl� el papel en que me mostr� la firma. Despues de una breve conferencia, en la cual la discrecion del Sr. Benavides correspondi� con la reserva que � m� me convenia guardar en aquel caso por respeto � mi padre, me despidi� con muy corteses palabras, y yo me apresur� � ir � tranquilizar � mi mujer; en Espa�a no las tiene nadie consigo cuando tiene que hab�rselas con la autoridad. Yo fu� quien no pude tranquilizarme ni conciliar el sue�o en toda la noche. La forma en que venia la representacion de mi padre habia levantado en mi corazon una tempestad de inquietudes, en mi imaginacion un volcan de preocupaciones y una tupida niebla de dudas en el campo de mi esperanza. Tenia yo ent�nces f� en muchas cosas en que hoy ya no creo, y qued�bame a�n un amigo en cuyos consejos esperar podia, en cuyo amparo debia fiar y en cuyos brazos podia esconder mi cabeza para derramar mis l�grimas. Era este el docto � ilustre prelado D. Manuel Joaquin de Tarancon, recientemente preconizado obispo de C�rdoba, y que moraba ent�nces en la corte y en la calle de la Union por ser senador del reino. El Sr. Tarancon, condisc�pulo de mi padre, � quien �ste tenia en muy alta estima y que � m� me profesaba un cari�o paternal, habia sido mi catedr�tico y mi confesor. Habia gozado con los �xitos de mis obras, como si verdaderamente mi padre hubiera sido; me habia ilustrado con sus consejos, me habia corregido con sus observaciones, y tenia una sincera satisfaccion de haber llegado � ver poeta celebrado al estudiantuelo de quien habia cuidado en la universidad, y al chiquitin � quien habia visto romper � hablar en los brazos de su madre, en la intimidad y al calor del hogar paterno. A�n tengo en mis pupilas la im�gen venerable de aquel sabio, tan hombre de mundo como poco mundano, revestido de su morado h�bito episcopal, con su pectoral y su anillo de esmeraldas, que me contemplaba con los ojos arrasados en l�grimas, pasando por mis abundosos cabellos sus aristocr�ticas manos, y derramando con sus santas palabras la luz de la esperanza sobre las tenebrosas dudas de mi alma. �Dios tenga la suya en la mansion eterna de las de los justos! Entre mis recuerdos del tiempo viejo su memoria es el m�s precioso, y su figura es la m�s augusta � imponente que esculpida en la mia conservan mi gratitud y mi veneracion. Por �l supe pocos dias m�s tarde que el Gobierno habia enviado � mi padre autorizacion para volver al suelo p�trio, reconoci�ndole �ntes sus t�tulos y gerarqu�a, considerando sus a�os de emigracion como pasados al servicio de la Reina, y se�al�ndole veinte mil y pico de reales de jubilacion que le correspondian por su categor�a en la alta magistratura. Debia todo esto mi padre, no s�lo � la influencia de mi reputacion literaria, sin� � la eficaz proteccion con que le ayudaba un conocido personaje, que a�n vive y conserva su influencia en los negocios pol�ticos de nuestro pa�s; pero � quien yo nunca he tratado, de quien no s� si se ha ocupado jam�s de m�, ni si ha leido una letra mia, ni si personalmente me conoce. Un dia me dijo Tarancon: �Prepara en tu casa un aposento para tu padre, que vendr� la semana pr�xima.� Mi mujer se ocup� con miedo y alegr�a del mueblaje y decoracion del alojamiento de aquel tan esperado y temido hu�sped, y anduve yo ocho dias casi insomne y ayuno por su venida; y anduvo mi mujer inquieta y avizorada, como si la llegada de mi padre debiera ser la aparicion de la sombra de Bancuo en el drama de Shakespeare. Diez dias despues recib� un billete en que me decia el obispo Tarancon: �Ma�ana llega tu padre; pero no vayas t� � esperarle ni � recibirle; debe de ver y hablar � otra persona �ntes que � t�; yo le tendr� un dia en mi casa y te le llevar� � la tuya.� Y todo se hizo como Tarancon lo dispuso; y �l llev� � mi padre � su casa, y estuvo y habl� en ella con �l � solas veinticuatro horas; al cabo de las cuales entr� con el venerable prelado el ex-superintendente general de polic�a del Rey D. Fernando VII, en casa de su hijo, el autor de _Don Juan Tenorio_. Mi padre era el �ltimo eslabon entero de la rota cadena de la �poca realista, la cifra viviente, el recuerdo personificado del formulista absolutismo, el buen estudiante ergotista de las Universidades de sotana y manteo, el doctor en ambos derechos por el cl�ustro de la de Valladolid; convencido desde su ni�ez de que s�lo el estudio del derecho, la teolog�a y los c�nones podia producir hombres, y de que s�lo la toga y la golilla podian darles representacion, dignidad y posicion social. Yo era el primero y d�bil eslabon de la nueva �poca literaria, el atropellador desaforado de la tradicion y de las reglas cl�sicas, el fuego f�tuo, leve � inquieto, personificacion de la escuela del romanticismo revolucionario: mi padre, cansado pero no rendido, iba � perderse en la sombra de lo pasado, y yo sin medir la inmensidad desconocida en que iba � arrojarme, fiaba en mis nacientes alas para cruzar el espacio luminoso del porvenir. El padre y el hijo, el �ltimo y el primer eslabon de los dos pedazos de la rota cadena, se enlazaron en un abrazo, se fundieron al fuego del natural cari�o, y brillaron por un momento unidos y soldados, esmerilados y limpios por las l�grimas ardientes que vertian por sus ojos sus corazones prensados y exprimidos por un placer inexplicable. Yo no he tenido hermanos: mi padre me separ� de s� � los nueve a�os para meterme en un colegio, y hab�amos vivido juntos muy poco tiempo: �l no habia modificado su cari�o ni sus derechos paternales en la gradacion del trato de su hijo ni�o, adolescente, mancebo y al fin hombre; me encontraba ni�o como cuando de nueve a�os me separ� de s�; y viejo robusto y de elevada estatura, me levant� en sus brazos como si todav�a no hubiera pasado de aquellos nueve a�os � que su cari�o y sus recuerdos paternales se remontaban. Al volver � dejarme en el suelo, dijo mi padre contempl�ndome, no s� a�n con qu� sentimiento:--��Qu� chiquitin te has quedado!�--El obispo Tarancon, que enjugaba sus l�grimas sin rebozo, le dijo:--�Chiquitin es; pero se ha colocado � tal luz que ya te cobija con su sombra.�--No s� lo que pens� mi padre, que no respondi� � la halag�e�a alusion del prelado. Mi mujer le mostr� y condujo � su habitacion: el buen obispo de C�rdoba nos dej� en ella muy satisfecho, y qued�lo no poco mi padre de hallar en mi casa la paz dom�stica, y el tranquilo bienestar de la median�a � quien nada falta ni nada sobra. Hall� en su cuarto muchas coronas, cuyas fechas y dedicatorias ley� con mucha atencion, y sin atreverse en largo espacio � volverse � m�, para no dejarme ver la emocion que le causaban aquellos emblemas po�ticos de la ef�mera gloria de su hijo. As� comenz� la breve temporada de la vida de familia que con nosotros hizo. Comimos, sali� �l en carruaje � sus visitas y volvi� � las diez y media de la noche. A las once anunci� su necesidad de recogerse: le ayud� � desnudarse, le acost�... y no me da verg�enza consignarlo: cuando le tuve acostado, me sent� en su cama, le d� mil besos, le hice mil cari�os, le dije mil ni�er�as; le trat� como habria tratado � mi pobre madre, acarici�ndole y mim�ndole como cuando yo tenia seis a�os. Ri�se �l y enterneci�se, y d�jome en fin despidi�ndome:--�Eres un chiquillo y no tienes formalidad.� Le arregl� la ropa, le coloqu� la pantalla en la lamparilla, y d�ndole las buenas noches con el �ltimo beso... le dej� solo con sus pensamientos. No hab�amos hablado de nada: nada nos hab�amos dicho: ni una palabra del pasado, ni una alusion al porvenir, ni una observacion sobre lo presente. �Qu� pensaba de m� mi padre? Que me habia quedado chiquito y que no tenia formalidad: esto era lo �nico que su lengua habia dicho, pero su corazon habia tambien hablado por la emocion y las l�grimas delatoras de sus sentimientos de padre: su corazon habia respondido al llamamiento del mio, y el hijo estaba ya seguro de que tenia padre. Pero �qui�n iba � dominar ma�ana en su �nimo, el corazon � la cabeza? �Qui�n se iba � revelar definitivamente, el padre � el magistrado? Yo dorm� mal, y esta cuestion me tuvo insomne � inquieto toda la noche. A la ma�ana siguiente, despues del desayuno, entabl� � solas conmigo el di�logo, sobre palabra m�s � m�nos, de esta manera. --Necesito algo de algun ministro; �c�mo est�s t� con este Gobierno? --Yo estoy bien con todos. --Tengo una pretension en el negociado de Instruccion p�blica. --El director es D. Antonio Gil y Z�rate y el ministro Nicomedes Pastor Diaz. --Segun el pr�logo que puso � tu primer libro, si no le has hecho alguna botaratada, debe de ser muy tu amigo. --Es como si fuera mi hermano mayor: tan indulgente y tan cari�oso, que si hubiera cometido la torpeza � tenido la desgracia de jugarle alguna mala pasada, no se hubiera dado por entendido de ella � me la hubiera perdonado. Donoso Cort�s, D. Joaquin Francisco Pacheco y Pastor Diaz me han servido de padres en ausencia de V. --Buenos amigos tienes, si sabes conservarlos. �Cu�ndo podr� ver � Pastor Diaz? --Hoy mismo, � la una, en el ministerio. No ser� la primera vez que hable V. con �l. --�Te ha dicho?... --Todo: que le debe � V. tal vez la vida. --Es posible: su situacion era dificil�sima. Venia yo de comisario r�gio con la expedicion carlista que entr� en Segovia. Cre�amos encontrarte all� con �l. --Yo esparc� la voz de que me encerraba en el alc�zar, pero me volv� � Madrid. --Te hubi�ramos visto con gusto. --Yo no le hubiera tenido en ir � O�ate � hacer versos � C�rlos V y � San Luis Gonzaga. No hubieran tenido el �xito de los que he escrito en Madrid. --Es verdad: Nicomedes se vi� obligado � esconderse en un horno; yo lo supe y me aloj� en la casa en que estaba. En un momento en que soldados revoltosos podian haber dado con �l y cometer cualquier tropel�a, me sent� yo � la boca del horno y entabl� con �l conversacion � trav�s de la tapa que le cerraba y que �l sostenia por dentro. Le dije qui�n era y le pregunt� por t�. Cuando tocaron bota-silla, no abandon� aquella casa hasta que las tropas comenzaron � salir de la poblacion, y le dije el camino que �bamos � tomar para que echara por el opuesto. --As� me lo ha contado �l. --Me holgar� de conocerle, porque no pudimos vernos ent�nces. --Pues hoy se ver�n Vds. Sal� yo � la imprenta de Boix, donde tenia en prensa una leyenda, sali� mi padre � hacer ciertas compras, y � la una nos presentamos en el edificio de la calle de Torija, donde estaban por ent�nces las oficinas del ministerio de Fomento. A mi presentacion abri� el portero la mampara del despacho de Nicomedes, y anunci�ndome, me abri� paso. Hall�base all� accidentalmente Patricio de la Escosura, que acababa de ser nombrado jefe pol�tico de Madrid; solt� al verme el baston y el sombrero que en la mano tenia, y pas�ndome el brazo por la cintura, me hizo dar una vuelta de �l suspendido: no tuve yo m�s que el tiempo necesario para decirle al oido: �mi padre�, ni �l necesit� m�s para volverme � dejar en pi�, y dirigi�ndose � aquel que tras m� habia entrado, le dijo, tendi�ndole la mano: �A nuevos tiempos nuevas costumbres, Sr. Zorrilla: hoy son as� recibidos los poetas, y donde quiera que vaya V. con su hijo ver� lo mismo.� --Ya veo--respondi� mi padre--que mi hijo es el m�s afortunado tarambana de Madrid. Present�les yo unos � otros, mi padre � Nicomedes y Escosura � mi padre: record� �ste al de aquel don Jer�nimo de la Escosura, director de la f�brica de tabacos en su tiempo; y unos con otros corteses, y unos con otros cumplidos, despidi�se Patricio y quedamos mi padre y yo � solas con Pastor Diaz. Hablaron en secreto mi padre y �l: pidi� �ste � poco su carruaje y parti� con mi padre, previni�ndome que si me cansaba de esperar me fuera � mis quehaceres, que �l se encargaba de mi padre; y yo, despues de aguardar largo tiempo su vuelta en el despacho de Gil y Z�rate, volv� � mi casa, donde el carruaje de Pastor Diaz habia conducido � mi padre. --�Qu� tal?--le dije.--�Ha quedado V. contento de Nicomedes? --Jam�s fu� pretendiente mejor servido que yo. Dentro de cuatro dias puedo irme � cuidar de la hacienda de Torquemada, con todos mis negocios despachados en Madrid. --�Tan pronto piensa V. dejarnos? --No es Madrid ya para m�. Sus casas son muy estrechas: tenemos casi un palacio all�: hay adem�s que recepar y acodar las vi�as, que abonar las tierras y reponer las huertas, de todo lo cual no te has ocupado t�. --Yo al abandonar � V. renunci� � todos mis derechos: �por qu� no me envi� V. �rden y poderes legales? --Ol�zaga te los ofreci�, y levantar el secuestro. --Pero yo se lo hice � V. avisar: �por qu� no determin� V.? --Eres hijo �nico y heredero forzoso: todo el mundo te hubiera dado la razon. --Yo no he contado con nadie en el mundo m�s que con V.: todo lo que he hecho, por V. ha sido y no he pensado m�s que en V. Si yo me he hecho aplaudir y me he hecho querer, no ha sido mas que para esperar y preparar su vuelta de V.; no he tenido m�s ambicion que la de volver � los brazos y al cari�o de mi padre, y morir con �l en la tranquilidad del hogar paterno. --Has sido un tonto. Con la fama que has adquirido, con los amigos que tienes, hoy debias de ser cuando m�nos subsecretario de Pastor Diaz. --Usted era carlista y opt� por la emigracion: no cre� decoro del hijo no ser nada en el gobierno que no habia aceptado el padre; he rechazado todo cuanto se me ha ofrecido: todos los literatos est�n empleados m�nos yo: hoy puede V. haber visto que no es por falta de favor. --Por eso te he dicho que eras un tonto. --Pero si yo he hecho milagros por V... Me he hecho aplaudir por la milicia nacional en dramas absolutistas como los del rey Don Pedro y Don Sancho: he hecho leer y comprar mis poes�as religiosas � la generacion que degoll� los frailes, vendi� su conventos, y quit� las campanas de las iglesias: he dado un impulso casi reaccionario � la poes�a de mi tiempo; no he cantado m�s que la tradicion y el pasado: no he escrito una sola letra al progreso ni � los adelantos de la revolucion, no hay en mis libros ni una sola aspiracion al porvenir. Yo me he hecho as� famoso, yo, hijo de la revolucion, arrastrado por mi car�cter h�cia el progreso, porque no he tenido m�s ambicion, m�s objeto, m�s gloria que parecer hijo de mi padre y probar el respeto en que le tengo... --�Bah, bah! Quijotadas. --�Ay, padre! Cuando perdamos los espa�oles lo que tenemos de Quijotes, �en qu� vendremos � parar? --Lope de Vega y Calderon eran te�logos �ntes de poetas: Melendez Vald�s fu� como yo oidor de la Chanciller�a: todav�a es tiempo; eres muy j�ven: m�tete un a�o � estudiar, y con cuatro � cinco mil reales y los amigos que tienes, puedes doctorarte en Toledo; y siendo jurisconsulto puedes serlo todo. Yo me voy para Torquemada: all� debe de ir tu madre, y no quiero que se encuentre sola sin m� entre aquellos pardillos, maestros de gram�tica parda. Una nube negra que pas� por mi cerebro entristeci� mi alma, envolviendo en l�grimas mi pasado y en tinieblas mi porvenir. Aquella noche me fu� � casa de Tarancon y le dije: �he perdido todo lo hecho: mi padre, el �nico por quien todo lo hice, es el �nico que en nada lo estima.� Tarancon lo comprendi� todo: me abraz� y sobre su morada t�nica episcopal dej� correr las l�grimas m�s amargas que han abrasado mis p�rpados. Tarancon no era hombre de intentar consolar con palabras banales una pesadumbre que no podia tener moment�neo consuelo. --Yo me arreglar� con tu padre--me dijo despues de largo silencio.--T� emprende alguna obra de importancia que necesite estudios, atencion y tiempo. Ten�amos convenido en escribir juntos un libro de la V�rgen; esto halagaria mucho � tu padre y enloqueceria � tu madre de alegr�a; pero yo no tengo ya tiempo para meterme en tal trabajo. Me has hablado de Granada. Emprende tu poema morisco y empieza por ir � localizarte en la ciudad de Boabdil. Si no tienes dinero, cuenta con mi bolsillo; no est� muy lleno, pero entrar�s � la par con los pobres de mi di�cesis. Deja � tu padre irse � Torquemada, y... �� Granada t�! Fia en Dios y cuenta conmigo. Y mi padre se fu� � Castilla, y yo empec� � pensar en Granada. Pero, �qu� importa todo esto � los lectores de _El Imparcial_? Todas estas _memorias �ntimas_ figurarian tal vez muy bien en las mias _p�stumas_: vivo yo a�n, pueden ser tachadas de pretenciosa � insoportable vanidad: pero ya he tirado del primer hilo y voy � deshacer todo el ovillo. XXII. Burdeos es una gran ciudad, magn�fica, s�lida, monumental, con grandes puentes, bien arbolados paseos, soberbios templos; amplios mercados y suntuosos teatros; asiento del primer arzobispado de Francia, es, como si dij�ramos, el Toledo de allende los Pirineos; cuajado de Seminarios y de colegios, semillero de toda clase de plantas clericales m�s � m�nos par�sitas, m�s � m�nos productivas. Por el tiempo de que voy hablando hacian un principal papel en fiestas y procesiones los hermanos de la doctrina y _los ignorantins_, en uno de cuyos establecimientos hacia dos � tres a�os que se habia ventilado el ruidoso proceso del Fr�re Liotard, con el cual ya no me acuerdo lo que pas�. Como yo no era hombre de pol�tica ni de administracion, ni de ciencia, no me ocup� de m�s en Burdeos que de sus templos, como cristiano, y de sus teatros, como poeta. Encontraba poqu�sima gente por las calles, no mucha por los paseos y casi ninguna en el teatro, al cual sostenian solamente los transeuntes, los forasteros, y, sobre todo, los espa�oles, puesto que habia muchos all� emigrados � all� establecidos, y todos los que de Espa�a iban � veranear � Par�s se deten�an por costumbre en la capital de la Gironda. Hall�bame yo en Burdeos � todo mi gusto: era la primera vez que podia yo separar mi personalidad de mi malhadada reputacion y andar libre como cualquier ciudadano pac�fico, meti�ndome por todas partes � fisgarlo todo, sin llamar la atencion ni ser responsable de nada. As� v� yo � Burdeos, as� recog� varios asuntos de leyendas que no s� si llegar� � escribir, y as� averig�� la razon de las perp�tuas quiebras del teatro por falta de p�blico. Los bordeleses han tenido siempre (y con justicia) la pretension de que su ciudad es la primera de Francia, el peque�o Par�s, y han aspirado � ser tenidos por _sprits-forts_, libres pensadores y espadachines; y con respecto � esta �ltima cualidad, tiene una justa reputacion y un riqu�simo legendario la escuela de armas de Burdeos; pero las bordolesas son, por lo general, devotas. El clero franc�s sabe que las dos palancas con que se mueve el mundo son las mujeres y el dinero, y por ent�nces los confesores no absolvian � las confesadas cuyos maridos leian _El Constitucional_ y los peri�dicos liberales, tronando siempre contra la inmoralidad del teatro. Donde no van las mujeres no vamos los hombres; no iban las bordelesas al teatro, con que � pesar de la subvencion de que goza siempre _el grande_ de Burdeos, sus empresas se arruinaban � mitad de temporada todos los a�os. Adem�s, el gran teatro de aquella ciudad tiene lo que los franceses llaman _guignon_ y nosotros _mala sombra_. All� se rompi� por ent�nces una pierna Mademoiselle Angelin, una bailarina rubia de diez y siete a�os, que era ya una estrella luminosa en el cielo del arte de Terps�core. All� tuvo Borelly que matar � pu�aladas en presencia del p�blico � su tigre real de Bengala, porque �ste tenia ya entre sus dientes la pantorrilla izquierda del domador: quien al levantarse lanzando un ca�o de sangre de una arteria rota, tuvo tiempo, �ntes de perder el sentido, de decir � los espectadores � modo de satisfaccion: �Se�ores, ya habia gustado mi sangre, y � �l � yo.� Esto en el teatro. En los templos las fiestas son tan suntuosas como concurridas: pero � los cat�licos espa�oles se nos hacen al principio muy dif�ciles de aceptar aquella forma mundana y teatral y aquellos accidentes mercantiles con que los actos sublimes de nuestra religion se verifican. Yo escrib� mis primeras impresiones de Burdeos en una larga ep�stola � un condisc�pulo mio, cura carlista, de la cual recuerdo las siguientes l�neas, versos tan malos como verdades de � pu�o: En Francia hay religion, y f� y conventos, seminarios, colegios, catedrales, y todos los cristianos elementos de nuestra santa f� fundamentales: pero todo est� hecho � la francesa, todo sujeto � reglas comerciales; aqu� todo se tasa, mide y pesa, aqu� todo se hace por empresa: la gente para orar no se arrodilla mas que con una pierna en una silla; no se atiende al altar ni al sacerdote; las mujeres se plantan por delante con mucho faral�, mucho volante, abultado postizo y largo escote; y los hombres detr�s, misa durante, se distraen en mirarlas el cogote; y como nadie en equilibrio posa, y es perp�tuo el rumor y el desacato y la desatencion y el movimiento, es el pensar en Dios dif�cil cosa, mi�ntras pasa una vieja con un plato pidiendo en alta voz sin miramiento los cuartos que _la rinde_ cada silla en que apoya un cristiano su rodilla. * * * * * Atraviesa despues el presbiterio con balandr�n, sobre-pelliz y estola, y sus pasos al p�lpito dirige un pulcro capellan, de quien muy s�rio un monago gentil lleva la cola. Hace su adoracion, su texto elige, comenta el evangelio de aquel dia, y siempre encuentra medio en su homilia de echar un par de pullas al gobierno, * * * * * que el infierno est� abierto ante el siglo refractario, que Enrique quinto al fin subir� al trono, que hay peregrinacion � tal Santuario que se sale � tal hora y de tal parte, que lleva cada pueblo su estandarte, que el precio es un doblon por peregrino, incluso todo gasto del camino y adem�s un bonito escapulario; pero que en el doblon no entra el rosario, porque estos los fabrica por empresa, de encina negra y de eucaliptus blanco, una jud�a asociacion inglesa que los da � todos precios desde un franco. Todo lo cual se anuncia aqu� en la iglesia como puede anunciarse un electuario � sus botes azules de magnesia mister B�llon en L�ndres boticario. Ilustrados ya pues sus feligreses de lo que en sus negocios les importa y � sus espirituales intereses, con un responso en homilia corta el cura; y ya _pro domo_, � lo que creo, d� volviendo � apretar el _quibis quobis_ la vieja con su plato otro paseo. Larga el buen cura un _benedico vobis_, hace la cruz, se cala el solideo y respondiendo el pueblo _ora pro nobis_ se acaba la funcion y L�us Deo.... * * * * * con qu� como ver puedes por la muestra, la religion de Francia no es la nuestra. Dios es el mismo, porque Dios es uno; mas de adorarle el modo ligero asaz y asaz inoportuno, es en Francia franc�s como lo es todo; y � un espa�ol asombran si no irritan la irreverencia con que � Dios se trata, y el ver c�mo sus preces se recitan sobre un pi� y sobre un codo, como banda de grullas que dormitan en el invierno al sol sobre una pata; pasando en cuenta que se queda ayuno de lo que en Francia se le dice � Cristo, con una f� de bolsa que no acata al Se�or m�s que � medias por lo visto, y en un latin franc�s que cual ninguno la habla gentil de Ciceron maltrata: todo siempre fu� aqu� como hoy en dia doubl�, contrefa�on, bisuter�a. * * * * * Nunca as� � Dios se adorar� en Castilla; nuestra f� es m�s profunda y m�s sencilla. Tal fu� mi primera impresion hace treinta y cuatro a�os: poeta creyente, hall� de m�nos mucho fondo y de sobra mucha forma en la manifestacion religiosa del catolicismo franc�s en Burdeos, arzobispado primado de la nacion vecina: despues he pasado en Burdeos largas temporadas, y es la ciudad en donde m�s tranquilo y m�s � gusto he vivido. Me acostumbr� � leer � la puerta de la catedral el anuncio de la funcion, el nombre del orador que debia de llevar la palabra en el p�lpito, los del director y el organista que dirigian la parte instrumental, y los de las damas y los � las artistas que sostenian la parte de canto; el objeto piadoso � que la funcion se dedica bajo el patronato de tales � cuales damas, prelados � corporaciones, y el precio (generalmente de dos francos) por el cual se puede adquirir el derecho � ocupar una de las sillas, numeradas � no, que llenan el templo. �Y por qu� no? A nosotros nos choca esta asimilacion de las bas�licas � los teatros; pero es, al mio, un mal modo de ver las cosas: en Francia usa cada cual libremente del derecho de anuncios y propaganda; y puede que en los templos y fiestas religiosas francesas haya m�nos f�, m�nos devocion y m�nos fervor, pero hay m�s �rden que en las nuestras: nosotros entramos y salimos de las iglesias � codazos, empujones y pu�etazos; nos colocamos donde podemos, pisamos � las mujeres que se arrodillan y se sientan en el suelo, etc.; los franceses entran por una puerta y salen por otra, y ocupan tranquilamente los puestos que les corresponden, bajo la direccion de bedeles y pertigueros; que � nosotros nos parecen rid�culos, pero cuyos oficios y trajes est�n encarnados en sus costumbres. Los franceses han comprendido que la sociedad moderna es un hermoso lago cuyo fondo es cieno, y tienen cuidado de no revolver jam�s el agua, poblando su superficie de blancos y ligeros cisnes entre los cuales bogan sin remo miles de botecitos sin quilla, que hacen temblar y rielar el l�quido, pero que no levantan oleaje: siembran y plantan las orillas de jardines y de bosques, y van � sentarse � contemplar el espect�culo social � la sombra de los �rboles y entre el perfume de las macetas. Nosotros tenemos la maldita man�a de revolver el agua y de arrancar hasta la yerba al rededor del lago, y nos tenemos que estar al sol y al aire, siempre sedientos, contemplando el agua c�lida y turbia que hacemos dificil�sima de beber. H� aqu� mis impresiones de ayer y hoy en Burdeos. Esta ciudad, cuyo casco componen miles de edificios tan macizos y suntuosos, y calles m�s anchas y regulares que las de Roma antigua, atestada de recuerdos y monumentos hist�ricos, aireada por anchos paseos y frescos jardines, regada por dos soberbios rios, el Garona y la Dordo�a, salpicada de Colegios, Museos, Academias, Bibliotecas � Institutos, conteniendo veintidos clubs y c�rculos para todas las clases sociales, diez teatros y salas de recreo, un hip�dromo, nueve peri�dicos diarios y once l�gias mas�nicas; mitad cat�lica, militante y revolucionaria libre pensadora, la tengo yo comparada � una rica, nobil�sima y aristocr�tica viuda legitimista que sonr�e � la rep�blica, papista que no llora el perdido poder temporal de los Papas, que se ha retirado � vivir y � morir tranquila en sus opulentas posesiones, � cuidar de sus incomparables vi�edos y � gozar de sus rentas sin miseria y sin despilfarro, sin ruinosos vicios y sin pretenciosas virtudes, sin orgullo de la majestad de su noble raza, pero con la conciencia de la dignidad de su ilustracion y de su bien heredada opulencia. H� aqu� mi juicio sobre Burdeos, donde empec� mi poema, y de donde sal� para Par�s � estudiar mucho que no sabia, y � adquirir algo que me hacia falta para llevar � cabo mi incompleta _Granada_. XXIII. Par�s tiene dos fases: es el manicomio de los ingenios y el paraiso de los tontos. En el primero forjan sus grandes elucubraciones todos los grandes locos, que con sus inventos y con sus escritos impulsan h�cia el progreso el movimiento social europeo; y en el segundo pierden su tiempo, su salud y su dinero, en el turbion de marionetas, charlatanes, estafadores y mujeres perdidas, que pueblan aquel falso eden � la luz del gas y al son de las orquestas de Mussard y de Straus, todos los imb�ciles que de las cuatro partes del mundo acuden como mariposas � quemarse en aquel foco de luz infernal. De Par�s salen simult�neamente los g�rmenes de todo lo bueno y de todo lo malo, sobre todo para nosotros los espa�oles; que, sea dicho sin que nadie se ofenda, � aunque se amosque conmigo la mitad de la nacion, solemos tomar casi todo lo malo y poqu�simo de lo bueno. Llegu� yo � Par�s mi�ntras ocupaba el trono franc�s el rey ciudadano Luis Felipe de Orleans, de quien sabian trazar la caricatura todos los chicos de su capital bajo la forma de una pera, cuya r�gia representacion se veia por todas las paredes y siempre de un parecido maravilloso. No era todav�a el Par�s ensanchado, dorado y �mpliamente refundido por el imperio del tercer Napoleon; era todav�a su primer teatro la sala de la rue Lepelletier, y no estaba a�n cerrada la plaza del Carroussel por la calle de Rivoli: existian a�n al frente del Palais-Royal una espesa red de callejuelas, tan conocidas como mal afamadas, y � su espalda los dos famosos restaurants de Befour y de los tres hermanos Provenzales, y se alzaban todav�a g�rrulos y chillones, en los boulevares du Temple y de Beaumarchais, los cien teatrillos m�s divertidos del mundo, la Gait�, Follies-Dramatiques, Delassements-comiques, etc., etc. Asom� yo las narices los dos primeros meses al paraiso de los tontos y, sin dejarme fascinar ni embriagar por sus delicias de contrabando ni por sus hur�es sin corazon, me establec� � la puerta del manicomio, haciendo con el editor Baudry un trato poco lucrativo; por el cual fueron mis versos los primeros que de poeta espa�ol tuvieron lugar en su magn�fica coleccion. Por un pu�ado de luises y dos carros de libros, le d� el derecho de coleccionar todas las obras por m� hasta ent�nces escritas, por dos razones que me eran exclusivamente personales; la primera para que mi padre leyera mi nombre en el cat�logo de la coleccion de los primeros escritores de Europa; y la segunda porque la extensa venta, el gigantesco anuncio y el renombre universal que ya tenia la coleccion Baudry, me hicieran conocido como poeta fuera de mi patria. A pesar de que mi padre, encerrado en nuestro solar de Castilla, no habia vuelto � darme noticias suyas, esperaba yo que esta prueba honrosa de aprecio de la librer�a editorial francesa para su hijo, le convenceria, por fin, de que no era menester que me doctorara en Toledo y de que ya no habia razon de cerrarme la casa y los brazos paternos. En esta esperanza viv� en Par�s desde Julio a Noviembre, estudiando y trabajando en mi _Granada_ y dividiendo mi tiempo entre las bibliotecas y los teatros, esquivo como en Espa�a, � la sociedad banal de las visitas y la chismograf�a, y un poco en contacto con la sociedad del arte y de las letras. La redaccion de _La Revista de Ambos Mundos_ me acogi� con simp�ticos obsequios, y sus redactores Charles Mazzade, Paulino de Lymerac y Xavier Durrieux fueron mis amigos y comensales; y por mi influencia y la de Juan Donoso, que fu� despues nuestro embajador, empezaron � publicarse en aquella importante _Revista_ art�culos sobre Espa�a, en los cuales comenzaba � probarse � los franceses que el Africa no empieza en los Pirineos. Pitre Chevalier, director del _Museo de las Familias_, se empe�� en publicar en �l mi retrato y mi biograf�a, y lo hizo, como franc�s, sin atender � mis justas y modestas observaciones. Convirti� mis breves notas biogr�ficas en una fant�stica novelilla, y Mr. Pauquet, el primer dibujante de aquel tiempo, recibi� su �rden de retratarme embozado en mi capa espa�ola y mirando de perfil al cielo, como un D. Juan Jerezano que espera que se le aparezca su Dulcinea en el balcon para decirla: �por ah� te pudras�. No era posible que mi retrato indicara que era de un poeta espa�ol, si no tenia capa y si no buscaba con la vista la inspiracion del Esp�ritu Santo; y a�n le qued� agradecido � que no me pusiera una guitarra en la mano, de lo que creo que me libr� solo su afan de embozarme. En aquel retrato, correcta y francamente dibujado, y por aquella biograf�a, _bizarramente detallada_ � la parisienne, no me conoce la madre que me pari�; pero no por eso qued� m�nos agradecido el espa�ol � la buena intencion del franc�s. Tr�s estos necesarios precedentes, pasemos una r�pida ojeada por los �ltimos y sombr�os cuadros de estos mis tristes recuerdos del tiempo viejo. Entre los conocimientos que hice y renov� por ent�nces en Par�s entre Dumas padre, Jorge Sand (Mme. du Devant), Alfred de Musset y Teophile Gautier; entre embajadores, editores, escritores, emigrados, c�micos y bailarinas; entre Fernando de la Vera, la Rachel, la Rose Chery, Frederik Lemaitre, Giusseppe Multedo, Zariategui y otros emigrados liberales y carlistas, italianos y espa�oles, se me vino � los brazos uno de estos, el m�s honrado y divertido andaluz que la tierra de Mar�a Sant�sima y la tenacidad carlista echaron � Francia. Era este D. Fernando Freyre, pariente pr�ximo del general del mismo apellido, adherido no s� muy bien c�mo � la corte de Fernando VII, de quien elegia los caballos y para quien iba � buscar los toros; amigo de los ganaderos, amparador de los _diestros_, y el primer inspector de la escuela taur�maca sevillana, institucion de aquel Sr. Rey, que santa gloria haya. Fernando Freyre no habia sido nada importante ni influyente, ni en la corte hura�a y recelosa de las camarillas y apostas�as pol�ticas del difunto Rey, ni en la trashumante de D. C�rlos Mar�a Isidro de Borbon, segundo C�rlos V en O�ate; pero en ambas habia sido recibido y estimado por todos, incluso por mi padre, porque tenia uno de los mejores corazones y uno de los caract�res m�s alegres y m�s iguales del mundo. Realista por conviccion, no transigi� nunca con las modernas ideas liberales, ni quiso jam�s acogerse � amnist�a ni indulto alguno; pero jam�s odi�, ni esquiv� siquiera el saludo, � ningun liberal emigrado � viajero con quien en tierra extranjera se topara, siendo de todos los espa�oles sinceramente apreciado y noblemente acogido por los legitimistas franceses. Con apoyo de �stos, no temi� ni le avergonz� establecer un peque�o y privado dep�sito de vinos, pasas, caldos y frutos de Andaluc�a, que aquellos le compraban; y con los setenta � noventa duros que este oscuro comercio le producia, vivia modesta y honradamente en la mejor sociedad de la _legitimidad_ francesa y de la aristocracia espa�ola. Establecido ya de a�os en Par�s, y encargado por sus amparadores de toda clase de comisiones, era conocido en el comercio y conocia � Par�s, como un _commis-voyageur_ � quien comprar en la tienda � en el taller, puede producir legal y honrosamente un tanto por ciento m�s crecido de utilidad. Por uno de estos encargos dimos all� uno con otro, y por las horas buenas que le debo, me complazco en consagrarle cari�osamente estas l�neas en mis recuerdos. Era ya por ent�nces hombre de m�s de sesenta a�os; pero �gil, robusto y colorado, con sus patillas blancas de _boca-�-jacha_ y su sombrero sobre la oreja derecha, corria por las calles _recortando_ los coches y evit�ndolos apoy�ndose en la saliente lanza, como quien pone rehiletes de sobaquillo, porque todo lo hacia y lo hablaba � lo torero y lo macareno; y asombraba el verle cruzar los _boulevarts_ sin tropezar ni vacilar entre la multitud de carros, �mnibus y coches que de cont�nuo los obstruyen. Todo era en �l extra�o y original; en su negocio no tenia m�s que un empleado, y �ste tenia las m�s incompatibles cualidades: era polaco, jud�o, carlista, fiel y discreto; hablaba un castellano aprendido en Vizcaya, tan disparatado como el franc�s que hablaba Freyre, y entre los dos me decian desprop�sitos imposibles de reproducir. Yo llamaba tio � Freyre; y cuando mi familia me dej� solo en Par�s, me fu� � vivir al hotel de Italia, frente � la Opera-c�mica, en cuyo piso tercero habitaba Freyre un peque�o aposento, compuesto de sala, gabinete y alcoba, y atestado de botellas y cajas. Cuando mi trabajo as�duo y sus compromisos con sus anfitriones nos dejaban libres las noches, com�amos juntos, y las conclu�amos en el teatro, en algunos de los cuales tenia yo entradas libres, como escritor extranjero con editor en Francia. Lleg� as� Noviembre, y ya tenia yo apalabrados contratos para imprimir mi poema de Granada, y pag�banme ya no escasamente la prosa y los versos que para sus publicaciones de Am�rica me pedian, cuando se acord� Dios de m�, como dicen los cat�licos, envi�ndome una de esas desventuras que envenenan y enturbian para toda la vida el manantial amargo de la memoria. Ped�ame de Madrid mi primo P., cons�cio mio, con Rafael X, una cadena de rel�j igual � otra mia, que era una cinta hecha con mil peque��simos cilindros de oro engarzados y giratorios en una red de ejes, de tan prolijo trabajo, como maravillosa flexibilidad. Averigu� Freyre el domicilio del obrero que para el platero los trabajaba, y nos acostamos conviniendo en que � la ma�ana siguiente muy temprano ir�amos � comprar � � encargar la demandada cadena. Hab�anme regalado en Burdeos un _necessaire_ de �bano fileteado de marfil, que garantizado por una guadamacilada funda de cuero, llevaba yo � la mano y servia en nuestros viajes de escabel � mi mujer. Al levantarme al dia siguiente, h�ceme la barba segun costumbre con las navajas y ante el espejo de aquel _necessaire_, y llamando Freyre � mi puerta y d�ndome prisa, porque �l la tenia de acudir � sus negocios despues que al mio, vest�me apresuradamente y part� con �l; dejando las navajas sobre el velador y el espejo colgado en la escarpia, que para ello tenia puesta � mi altura en el marco de la vidriera. Fuimos hasta el final del Faubourg de San Dionisio; hallamos y compramos el objeto pedido, acompa�� � Freyre � tres � cuatro puntos que tenia que recorrer, y volvimos juntos al hotel de Italia. Pedimos al conserje nuestras llaves, pero la mia no estaba en el llavero; en vez de dejarla en �l al salir, me la habia llevado en el bolsillo. Al entrar en mi cuarto, exclam� Freyre: �Mal ag�ero, zobrino: aqu� han andado loz menguez en auzencia nueztra: mira:�--y me mostr� el espejo hendido trasversalmente de arriba � abajo.--Re�me yo de su supersticiosa observacion, y llam� al camarero; el cual respondi� � mis reclamaciones diciendo, que ni �l habia podido _hacer_ mi cuarto, ni nadie entrar en �l, porque yo no habia dejado la llave en la conserjer�a. ��Mal ag�ero, zobrino, mal ag�ero!� Seguia Freyre rezungando entre dientes, y yo, que no creo m�s que en Dios, le hice observar que al cerrar la puerta de golpe, la vibracion de las vidrieras produjo probablemente el choque y rotura del espejo; y que teniendo los due�os de los hoteles dobles llaves por mandato expreso de la polic�a, tal vez el no haber yo dejado la mia llam� la atencion, abrieron sin precauciones la puerta y ocasionaron el fracaso. Freyre trag� como pudo mi explicacion; y teniendo ambos el dia libre, nos fuimos � almorzar � la taberna inglesa de la calle de Richelieu, con la intencion de ir � las dos al hip�dromo del Arco de la Estrella. Almorzamos tranquilamente, y habiendo encontrado Freyre en el fondo de una botella de Chambertin, un raudal de andaluza verbosidad y un tesoro de alegr�a juvenil, sal�amos cruzando el patio como estudiantes que hacen novillos, cuando dimos de manos � boca con un sobrino del banquero A. B., que en el piso principal de aquella casa tenia su escritorio establecido. �Del cielo me caen Vds.--exclam� al vernos--y me ahorran un viaje. Hace dos dias que tenemos una carta de Espa�a para el Sr. Zorrilla, y � llev�rsela iba; por cierto que trae luto y la apostilla de urgente. Aqu� est�.� Y present�me la carta, que me hizo palidecer. Era de mi padre y revelaba en sus cuatro l�neas su extra�o car�cter, y lo m�s dolorosamente extra�o de nuestras relaciones. Decia: �Pepe, tu pobre madre ha fallecido hoy � las tres de la madrugada; t� ver�s si te conviene venir � consolar � tu afligido padre Jos�.� No puedo decir lo que sent� ni lo que hice en aquel momento. Aquella noche romp� mis contratos y retir� las palabras dadas � los editores franceses; y � la ma�ana siguiente, rompiendo con mi porvenir, emprend� mi vuelta � Espa�a y al paterno hogar, cuyas puertas me abria la muerte por la tumba del s�r m�s querido de mi corazon. Dej� � Freyre llorando en la estacion, y repitiendo lo que desde el dia anterior le habia oido rezungar muchas veces por lo bajo: �S�, dicen bien las gitanas de Triana: que el diablo ez quien invent� loz ezpejoz, y que anda ziempre entre el azogue � zuz criztalez.� Yo part� viendo � trav�s de mi espejo roto el rostro adorado del cad�ver de mi madre, cuyo �ltimo suspiro no me habia permitido recoger Dios. XXIV. Tenia mi padre gran fuerza de voluntad y absoluto dominio sobre s� mismo; pero no pudo dominar su emocion en el momento de volverme � ver en su casa y por tan doloroso motivo. Nos abrazamos llorando: �l fu� el primero que se repuso y volvi� � la pros�ica realidad de la vida.--�Vienes muy cansado:--me dijo--no agravemos el mal que no tiene ya remedio. Come y reposa: la naturaleza es un tirano irresistible: tenemos t�nto tiempo como razones para contristarnos; pero en este instante nuestro dolor est� endulzado por la alegr�a, y no podemos ni alegrarnos ni condolernos, sin asustarnos de nuestra alegr�a como de nuestra pena.� Y era verdad; los recuerdos alegres de la ni�ez que poblaban aquella casa, la satisfaccion de volver � respirar en aquellos aposentos, la vista de aquellos muebles tan conocidos, el servicio de aquellos antiguos criados tan leales, y la presencia, en fin, de mi padre, tan firme, tan erguido y tan vigoroso, que iba y venia dando � aquellos las �rdenes necesarias, me tenian en un estado de arrobamiento que me impedia darme cuenta de m� mismo; me sentia tan impulsado � llorar como � reir; y la im�gen de mi madre muerta se me ocultaba y casi desaparecia tras de mi padre vivo. Acompa��me �ste durante un ligero almuerzo que preparado me tenia; me habl� del estado en que habia hallado sus vi�as, de las mejoras que habia hecho en el cultivo de los vi�edos y de las que necesitaba la casa; ni una palabra de mi madre; ni la m�s leve alusion � mi vida pasada: ni la m�s m�nima esperanza para el porvenir. Yo volvia � casa de mi padre, no � la mia; as� lo habia yo entendido, y volvia resuelto � respetar todos los derechos y � acatar todas las disposiciones de mi padre, sin permitirme la m�s nimia observacion: puesto que al abandonar � mi familia en 1836, habia yo renunciado � todos mis derechos de hijo y de heredero, dando � mi padre el de hacer de su hacienda lo que m�s � cuenta le viniere, como si Dios le hubiera quitado por muerte natural el hijo que civilmente muri�, al fugarse del paterno hogar en brazos de su locura. Tal era mi respeto por mi padre, tales la justicia y las facultades omn�modas con que yo mismo le habia investido; y si le hubiera dado por ser jugador y vicioso, yo me hubiera empe�ado y vendido � Satan�s por pagar sus deudas � mantener sus concubinas. Yo no le pedia, al volver � mi casa, m�s que un poco de cari�o y el perdon de aquellos dramas y leyendas mias, por los cuales habia tirado por la ventana las Pandectas y las Novelas de Justiniano. Y fueron transcurriendo los dias, y fu�me �l llevando � ver las bodegas y los plant�os; y mostr�me deseos de adquirir unos solares de casas quemadas por los franceses, que lindaban con la nuestra por Mediod�a y Poniente, con lo cual se la a�adiria un amplio jardin cercado, logrando hacer de ella la mejor y m�s c�moda de muchas leguas � la redonda; y como me diese � entender que las dos cosas que le hacian desistir de la adquisicion de aquellos solares eran, la primera, que yo no querria venir � vivir all� nunca, y la segunda, que �l no estaria ya nunca sobrado de dineros; porque el laboreo de las fincas y algunos atrasos contraidos en sus seis a�os de emigracion absorberian todas sus rentas, ofrec�le yo la suma de que menester hubiese; asegur�ndole que mi �nica ambicion era la de vivir all� con �l y hacerle lo m�s agradable posible aquella mansion, con la cual habia so�ado siempre, y la cual me habia siempre imaginado como un oasis de reposo en el desierto de mi vida de trabajo y de abnegacion. No cre�, me dijo, que tal pensaras; pero si es como dices, voy � decirte lo que s� y pienso: ni los due�os de esos solares, ni nosotros, que queremos adquirirlos, sabemos bien, ellos lo que van � vender y nosotros lo que vamos � comprar. Escucha. Fu� yo uno de los jefes del batallon de estudiantes Palentinos que contra los franceses se levant� � fines de 1808. Una noche, sabiendo que avanzaba una division, nos emboscamos en el puente con aquella audacia inconsciente que nos hizo hacer lo que � pensarlo y comprenderlo no hubi�ramos hecho. Al amanecer apareci� una descubierta de coraceros, que con aquella confianza petulante que perdi� � los franceses de Napoleon en Espa�a, entr� sin precauciones en el largo y tortuoso puente de veintiseis ojos, que enlaza las dos riberas del rio y el camino real con esta villa. La vanguardia venia a�n muy l�jos, veiamos apenas el polvo que levantaba. Los coraceros y sus caballos nos sintieron debajo de ellos �ntes de haber podido vernos enfrente; y encabrit�ndose los caballos y empujando nosotros por los pi�s � los ginetes, calzados con grandes � inflexibles botas, los arrojamos al agua desequilibr�ndoles con el peso de sus cascos y sus corazas. Algunos de los �ltimos, que volvieron grupas, dieron la alarma � los de la vanguardia; pero cuando llegaron al puente, no hallaron m�s que algunos muertos y apercibieron en el agua algunos ahogados, cuyos cad�veres arrastraba la corriente. Los estudiantes montados en sus caballos y armados con sus carabinas, entr�bamos en el p�ramo sin temor de que nos siguiesen. Pero pegaron fuego � Torquemada; y ese terreno elevado que desde el balcon est�s viendo, cubre los escombros de cinco casas, cuyos cimientos y primer piso eran de piedra labrada, que nadie ha desenterrado. Hay adem�s cegados cinco pozos de los cinco corrales � cada casa anejos; y ent�nces todo castellano que huia al monte, echaba al pozo la poca plata y alhajas que poseia; no habr� ah� riquezas, pero s� plata y piedra para indemnizar el desembolso del comprador. No podia yo permanecer en Torquemada, y al cabo de un mes volv� � Madrid. Acababa de establecerse en la corte la sociedad editorial _La Publicidad_, de la cual era uno de los directores D. Joaquin Francisco Pacheco, quien ya he dicho que con Donoso Cort�s y Pastor Diaz habia sido mi primer amigo y amparador. Propuse la compra de la propiedad de mi _Granada_; y en dos mil duros por tomo, cerr� y firm� el contrato, debiendo presentar mi manuscrito por medios tomos y cobrar mil duros por cada mitad. Empec� � enviar dinero � mi padre, que con �l compr� los solares, pero no los toc�; intactos los hall� yo al verano siguiente, cuando invitado por �l fu� con mi mujer � hacerle compa��a. Mi padre ofreci� � �sta las llaves y el gobierno de la casa; yo me opuse dici�ndole que su ama de llaves y sus criados eran de su completa confianza, y que mi mujer y yo no �ramos m�s que unos hu�spedes por aquel verano. Pag�se mi padre y m�s su servidumbre de aquella confianza nuestra; comenc� yo � convertir el corral en jardin, y gozaba mi padre vi�ndome cavar y trasplantar frutales, y abrir arriates para las flores. No hice yo de aquel corralon de lugar un jardin de Falerina; pero al m�nos ve�ase desde los balcones algo muy diferente del muladar en que convierten sus corrales los labriegos descuidados de nuestra mal cuidada Castilla. Fuimos y volvimos dos veces de Torquemada � Madrid y de Madrid � Torquemada, y en la corte volv� � poner casa por consejo de Tarancon, � quien su cargo de senador volvi� � traer � Madrid. La sociedad de _La Publicidad_ se extendi� mucho y no pudo abarcar t�nto; llevaba yo presentado tomo y medio de mi poema, y hab�anme dado, por �rden de Pacheco, hasta setenta y dos mil reales; pero husmeando la liquidacion pr�xima, y no queriendo que mi manuscrito pasara � manos desconocidas, suspend� la entrega de original, con la intencion de rescatar la propiedad de mi manuscrito, por una transaccion ventajosa, cuando la liquidacion llegara. Extendia entre tanto sus negocios el editor Gullon; y habi�ndome pedido un libro de la V�rgen, consultado el caso con Tarancon, y fiado en sus consejos, ofrec� � Gullon el poema de Mar�a en seis meses y en treinta y dos mil reales; pero siendo Madrid el punto del Universo en que m�s tiempo se pierde y m�s holgazanes encuentra con quienes malgastarlo el hombre que lo necesita, tom� en el Pardo y en la Casa de Infantes un aposento, que empapel� y amuebl�, y retir�me � trabajar en aquella arbolada y jabalinesca soledad. Pas�bame all� las semanas enteras: los s�bados me enviaban mi mujer y mi primo los caballos, y venia � pasar � Madrid los domingos. Escrib�ame poco mi padre, porque tenia gota y mal pulso y cost�bale mucho el llevar la pluma; y escrib�ale yo tambien muy poco, porque estaba muy cansado de tener entre los dedos cont�nuamente la mia. Sabia �l de m� que trabajaba en un libro de la V�rgen; sabia yo de �l que la gota le tenia en descuido de la hacienda que habia en parte arrendado, y en el endiablado humor en que la podagra pone � quien la padece; y sabia de ambos el bueno de Tarancon, porque de ambos se ocupaba y � mi padre escribia, mi�ntras yo algunas veces le visitaba; y as� corri� el invierno de 48, preguntando yo � mi padre si necesitaba de m�, y contest�ndome �l que no valia su mal la pena de que yo interrumpiera mi trabajo. Conservaba yo roto, y as� de �l me servia, aquel malhadado espejo de mi _necessaire_ que se me rompi� en Par�s, y cuya rotura di� t�nto � Freyre que rezungar; pero habi�ndose desprendido uno de los dos trozos de su cristal por un costado, adherido s�lo al carton en que encuadrado estaba por su parte superior, hac�ase ya tan engorroso como arriesgado el servicio del tal espejo; y como conserv�bale yo roto por mero recuerdo del mal dia en que se rompi� y no por supersticioso empe�o, que Dios, en quien solamente � pu�o cerrado creo, me ha librado de creer en ag�eros ni supersticiones de ninguna especie, determin� al fin renovar el espejo, ya que el _necessaire_ era en verdad prenda que merecia tenerse completa. Vivia yo en las casas de Santa Catalina de la calle del Prado, y hall�base establecida una f�brica de espejos en donde hoy lo est� el Casino Cervantes; llev� mi mujer misma el carton en que el roto estaba encuadrado, y en �l la pusieron otro espejo de la exacta medida, prometi�ndosele para el lunes: pero no se lo llevaron hasta el martes. El azogado cristal nuevo encajaba perfectamente en el hueco para �l hecho en el fondo de la tapa del _necessaire_; coloqu�le en su lugar, p�sele encima la almohadilla que le garantizaba contra choques y movimientos, y cerrado el _necessaire_, forc� la tapa para hacer girar la llave: pero al forzarla, sent� crugir algo dentro; el espejo se habia vuelto � romper; yo habia dejado por debajo del cristal uno de los pasadores que por arriba le sujetaban. Resign�me � tenerlo roto y me volv� � mi escondite del Pardo, y volv� � emprenderla con el libro de la V�rgen. Era un martes. Mi familia no iba nunca � verme al Pardo; yo la pedia � ella me enviaba los caballos � un carruaje, pero nunca en dia de entre semana, sin� en s�bado � en domingo. El jueves habia yo concluido un cap�tulo; hacia un tiempo delicioso y sal� � hacer ejercicio �ntes de comer, en compa��a de un guarda que en tales casos me servia de cicerone. A mi vuelta hall� un coche en el patio de la casa y � mi mujer esper�ndome en mi aposento. Volvia yo contento de mi paseo, porque lo estaba de mi trabajo, y alegremente abrac� � mi mujer y � la persona de su familia que la acompa�aba. La mesa estaba puesta: sent�ame con apetito, y comenc� tranquilamente � dar cuenta solo de mi pitanza, de que los recien venidos rehusaron participar, y pas� distraido las primeras cucharadas de la caliente sopa: pero al notar de repente el silencio tan sombr�o como desusado de mi familia, asalt�me un siniestro presentimiento, y exclam� inquieto: ��Dios mio! �Qu� sucede, que ven�s tan tristes y tan pronto? --Nada, pero es preciso que vengas con nosotros. --�Por qu�? --Porque... ha llegado una carta de Torquemada...--y al decir esto, mi buena mujer rompi� � llorar sin poderse contener. No recuerdo si el del espejo roto fu� lo que excit� en mi mente la tremenda idea: ��Ha muerto mi padre!�--exclam� angustiado. --No, todav�a no--se arriesg� � decir mi mujer; pero como esto, por vulgar que sea, es lo primero que suele ocurrir � todo el mundo decir en casos semejantes... no me qued� ya duda de mi desventura, y otra idea m�s tremenda envolvi� mi esp�ritu en las tinieblas de otra duda que sumia mi alma en la m�s imp�a desesperacion. ��Mis padres mueren, me dije � m� mismo, sin llamarme en su �ltima hora! �Dios me deja sobre la tierra sin el �ltimo abrazo y sin la bendicion de mis padres!... �Qu� le he hecho yo � Dios? �Est�n malditos mis pobres versos?� Recog� los que llevaba escritos de la V�rgen y me volv� � Madrid y � casa de Tarancon, � quien ya no hall�: hacia dos dias que habia salido para su di�cesis. AP�NDICE A ESTE TOMO. Razon suficiente da el pr�logo de este libro de mi venida y permanencia actual en Barcelona: pero por torpe � ingrato deberia tenerme, si yo cerrara este libro sin dar � sus habitantes las gracias por el recibimiento que en su ciudad me han hecho, y el hospedaje que en ella me han dado. Atemor�zame y ap�came sin embargo el miedo de no acertar con palabras que espresen mi gratitud, y pes�rame en el alma que, con las que voy � escribir, pareciese que s�lo intento darme importancia, y prolongar el ruido que esta especie de resurreccion mia ha levantado en la capital de Catalu�a. A ella llegu� el 30 de Octubre, y su pueblo se aglomer� en el teatro para saludarme; pero con tan cordial cari�o, con tan franca espontaneidad, que no en mis oidos sin� en mi corazon resonaron los aplausos que, de pi� y vueltos al palco que ocupaba, me dirigieron los espectadores. �Qui�n era yo, qu� habia yo hecho para merecerlos de Barcelona? A�n puedo apenas comprenderlo; y las l�grimas, que como aquella noche anublaron mis ojos, vuelven � enturbiar mi vista ahora que, con infinito agradecimiento, en estas l�neas hago de aquella escena tal vez inoportuna conmemoracion. No espero que nadie de m� se mofe ni me averg�ence por mis l�grimas de gratitud, ni por consignar aqu� con la m�s sincera los obsequios de que fu� objeto y los nombres de los que me los prodigaron. El 1.� de Noviembre apareci� en Madrid, en el n�mero 1841 de _El Globo_, un tan curioso como oportuno y por m� no esperado art�culo, prohijado por la redaccion, puesto que aparece de fondo y sin firma, en el cual me considera como un muerto que sobrevive � su gloria y asiste � su apote�sis desde una butaca del salon de espect�culo; �Dios mio! si la redaccion de _El Globo_ me hubiera podido honrar con su compa��a en mi palco del teatro Principal de Barcelona el 30 de Octubre, hubiera comprendido lo poco que estimo mis obras, pero tambien la escitacion febril que me producia el placer de recibir aquella ovacion del p�blico de Barcelona. �Gracias � quien quiera que aquel original art�culo me escribi� en ocasion tan oportuna; gracias � la redaccion que lo acept� por suyo, y gracias (si le hay) � su tr�s ella escondido � invisible inspirador. El _Diario_ literario de avisos de Barcelona, copi� este art�culo de _El Globo_ en su n�mero del jueves 4; y en el del viernes 5 de _La Cr�nica de Catalu�a_ apareci� otro afectuos�simo de D. Teodoro Bar�, � quien seria imposible que yo expresara mi reconocimiento por tal escrito, en frases que � las suyas correspondieran. Bar� siente sin duda por m� algo que no se puede comparar m�s que con un amor de ni�o: con una sencillez infantil, y una fraternal familiaridad se ocupa de mi faz, de mi traje, de mis costumbres, hasta de mis intereses; recordando en su art�culo que c�mo y pago alquiler de casa, y que no es justo que se me reimpriman mis obras como si fueran propiedad de todos, impidi�ndome utilizar sus productos, para probarme la inmensa popularidad que me han adquirido. Bar� trata de m�, de mis obras, de mis acciones y hasta de mis sentimientos �ntimos y de mis pensamientos rec�nditos, con una discrecion, con una delicadeza, con un decoro y con un respeto, que no fueran mayores si �l fuera padre, hijo � hermano del viejo poeta, � quien honra con el art�culo en que le da tan cordial bienvenida. Yo ocupo, por lo visto, en el alma de Bar� un lugar entre sus creencias: ley� de ni�o mis versos, se familiariz� conmigo desde muy muchacho, aprendi� sin duda al mismo tiempo el Catecismo y mis _Cantos del Trovador_, el Padre nuestro y _El rel�_, la Historia de Espa�a y _Margarita la Tornera_, y ahora tiene de m� la misma idea que de los personajes hist�ricos y de las im�genes religiosas, que entran en nuestro esp�ritu con los primeros rudimentos de nuestra primera educacion. Y �qu� voy yo � responder � los art�culos de Bar�? �C�mo voy yo � corresponder � esta especie de veneracion innata que por m� siente? Con palabras es imposible: no las encuentro; con versos, ya no puedo, porque ya no los hago: con visitas, con cumplidos, con banalidades sociales, seria bajarme yo mismo cantando las peteneras del altar en que Bar� me tiene en su corazon colocado; tengo pues que callar, consagr�ndole en el mio una silenciosa gratitud. Alonso del Real, en los lunes de _La Gaceta de Catalu�a_, hoja literaria del 25 del mismo mes de Noviembre, me di� por un poeta sin rival, indiscutible, indeclinable, digno y capaz de vivir sin decadencia ni senectud los a�os matusal�nicos; la redaccion de _La Publicidad_, en su n�mero del 7, compuso su art�culo de fondo con mi biograf�a encomi�stica, y encuadr� mi retrato en su primera p�gina: y �c�mo voy � corresponder � tan ben�vola acogida? �Enviando � Alonso del Real y � los redactores de _La Publicidad_, y � los de _El Diluvio_, y del _Diari Catal�_ y de _La Ilustracion Catalana_, y _El Correo Catalan_, mis tarjetas ofreci�ndoles mi casa y d�ndoles las P�scuas y acompa��ndolas con un pavo?--Tengo, pues, que encomendarme � Dios y al tiempo, que me deparen una ocasion de probarles mi agradecimiento; y ellos tendr�n que darse por contentos y satisfechos con estas pocas y desali�adas frases. Pero hay algo m�s dif�cil a�n de recibir y de aceptar que los escritos enc�mios: estos, al cabo, se leen � solas, y los que los han escrito no ven la cara que al leerlos pone aquel en loor de quien los escribieron. El Presidente del Ateneo, D. Manuel Angelon, me prepar� una velada literaria: en ella hizo el Presidente de su seccion de literatura, Sr. Feliu y Codina, mi presentacion al Ateneo en un discurso florid�simo, durante el cual no sabia yo qu� continencia tomar. El poeta D. Enrique Freixas, me dedic� unos endecas�labos, de cuyas ideas soy yo el �nico que no puede hacer mencion: el j�ven Mata y Maneja, me prob� que habia tomado por un g�nero de poes�a mis extrav�os fant�sticos y mis delirios m�tricos, en uno tan intrincado que me pareci� mio; y por �ltimo, el Ateneo me regal� una magn�fica medalla de plata, que no pude colocar en ningun bolsillo por temor de que con su peso me lo desgarrara. La Sociedad �Romea� di� una funcion en obsequio mio, en el Teatro Catalan del mismo nombre y me ofreci� una corona. La Sociedad �Latorre� me dedic� otra, y otra la Sociedad �Cervantes;� y por fin, di�me la de �Romea� una segunda fiesta, poniendo en escena mi _Sancho Garc�a_; en cuya representacion pusieron los actores m�s esmero y dieron � la obra mia m�s relieve de los que acostumbran hoy los que por primeros se consideran; y me inund� el escenario de flores y de laureles. El Sr. D. Santiago Vilar, en una velada de despedida, me present� � los alumnos de su colegio, como modelo de yo no s� cu�ntas cosas: los ni�os pasaron la noche entera en recitar versos mios, lo que probaba que habian pasado un mes estudi�ndolos y pensando en m�; el Sr. Obispo de Avila me abraz� en p�blico por los que yo recit�; y no s� yo lo que pensar pudieron los espectadores que atestaban aquel salon de aquel abrazo episcopal, dado con cari�osa efusion al poeta m�s desatalentado del siglo. Present�ronme en un estuche una joya preciosa, primoroso ejemplar de cinceladura, en cuyo trabajo de argenter�a son estremados los artistas barceloneses; y despues de un refrigerio, necesario para reponer en los vasos linf�ticos la saliva gastada en tan prolongada lectura, salimos de aquella conmovedora fiesta de la ni�ez, presidida por un ilustre prelado, � deshora de la noche, como viciosos que � su casa vuelven ruidosamente de madrugada, calmando la inquietud de su desvelada familia � interrumpiendo el tranquilo sue�o de sus honrados vecinos[3]. [3] En la lectura de la sociedad �Latorre� deb� el honor de que me acompa�ara al c�lebre poeta dram�tico, sostenedor del teatro catalan, D. Federico Soler; quien bajo el seud�nimo de �Serafi Pitarra�, hace a�os que con prodigiosa fecundidad surte de obras originales la catalana escena. De �L, de sus obras y del teatro Romea, tendr� ocasion de ocuparme en mis art�culos de _El Imparcial_. A este mes entero de fiestas y regalos, no puede el viejo poeta corresponder m�s que apuntando r�pidamente en este ap�ndice lo sucedido. He protestado mil veces contra mis p�blicas exhibiciones; pero Barcelona como Valencia, � manera de muchachas locas enamoradas de un viejo, han pedido � gritos mi presentacion en los teatros: he alegado los sesenta y cuatro a�os que me apocan y enronquecen, y Barcelona me ha dicho: �que no; que yo no tengo edad y que canto como un ruise�or.� He tenido que acudir al Dr. Os�o para que me azoara la glotis, y Barcelona ha escuchado como sonora y argentinamente timbrada mi voz perdida, y ha aplaudido fren�tica, como si nunca los hubiera oido, mis versos tan viejos como yo. A esta idea preconcebida, � este partido tomado, � este cari�o maternal de Barcelona, �qu� puedo, qu� debo yo ofrecer en accion de gracias? Dejarme querer, y seguir trabajando en silencio, y en la duda afanosa de si la posteridad sancionar� los aplausos, la predileccion y el juicio con que Barcelona me acepta y me recibe en su seno. Me he limitado, pues, � escribir estas cuatro vulgares p�ginas; y como ya no hago versos dos a�os hace, y el molde en que los vaciaba est� ya enmohecido y agujereado, no he sabido m�s que hilvanar con unos que hice � Valencia, mi madre adoptiva, y otros que me ha inspirado mi gratitud � Barcelona, una estrafalaria poes�a, que aqu� publico como recuerdo de mi madre y homenaje � la Ciudad Condal. Carece completamente de m�rito literario, y la presento sin pretension alguna: es s�lo un ejemplo de lectura, en la cual colocados los alientos y dilatados sus per�odos para ser leida por m�, tal vez s�lo mi arte de alentar la hace escuchar sin fatiga, y tal vez s�lo en mi boca tiene armon�a su dislocada metrificacion. Creada en el corazon m�s que imaginada en el cerebro, espero que s�lo con el corazon me la acepten y me la juzguen Valencia y Barcelona. BARCELONA Y VALENCIA. LECTURA HECHA POR EL AUTOR EN BARCELONA. I. Barcelona y Valencia son dos hermanas; y reclinadas ambas del mar � orillas como dos garzas blancas, son dos sultanas que tremolan bandera de soberanas sobre ricas ciudades y alegres villas. Yo soy hu�sped en ambas bien recibido; y en las villas que de ambas son comarcanas, voy y vengo � mi antojo, paso � resido: y d� quier, campesinas � ciudadanas, � m�, poeta viejo de las Castillas, al par Barcelonesas y Valencianas, desde las pobres hu�rfanas � las pubillas, me reciben alegres y oyen ufanas mis romancejos godos y mis coplillas, que son mitad muz�rabes, mitad cristianas: y desde las m�s c�ndidas y m�s sencillas payesas � las damas m�s cortesanas, donde � cantar me paro, ni�as y ancianas, oyendo de mis cuentos las maravillas sonr�en al poeta y honran sus canas. As� que en Barcelona como en Valencia, d� quier que me preguntan �y t� �qui�n eres?� digo con ciertos humos de impertinencia: �Soy el viejo poeta de las mujeres.� Pero en conciencia, �Qu� soy de Barcelona? �Qu� de Valencia? II. Yo de los valencianos hijo adoptivo, considero � Valencia como � mi madre; mas cuando � Barcelona vengo, aqu� vivo como si aqu� tuviera casa mi padre. Aqu� y all� de raza ni de abolengo no, sin� de cari�o t�tulos tengo; all� y aqu� mis versos en castellano me dan fuero y derechos de ciudadano, porque � mi vieja musa mora-cristiana Catalu�a y Valencia ven como hermana. Mas no es mi vida en ambas muy regalona, pues aqu� y all� vivo como la ardilla en inquietud perp�tua: se me eslabona una con otra fiesta; de villa en villa, de teatro en teatro se me pregona; voy y vengo sin tiempo de tomar silla: por d� quiera me dicen: �_�parla! �enrahona!_� yo suelto de mis versos la taravilla, y d� quier mi presencia fiesta ocasiona: porque aqu� y all� paso por maravilla, porque escrib� el _Tenorio_, que es quien me abona lo mismo en Catalu�a que por Castilla; y aqu�, cuando en las calles ven mi persona, dicen los _noys_ que pasan:--�es en Surrilla,� lo mismo que si fuera de Barcelona. Mas mi conciencia �qu� cree de Barcelona? �qu� de Valencia? III. Faro de isla cercado de guardabrisas, camarin alfombrado de minutisas, ajimez festonado con ramos de oro, joyel que de cien reinas guarda el tesoro, sultana de pensiles cultivadora, latina, provenzala, cristiana y mora, Valencia es un compendio de los primores con que orn� al mundo la Omnipotencia, cuna de silfos, nido de amores, patria de bardos y trovadores, vergel poblado de ruise�ores, pomo de esencia, jarron de flores: eso, se�ores, eso es Valencia. Mas Barcelona es la muchacha alegre de la monta�a, sana, robusta y �gil: que, rica obrera, de un blason que mancilla servil no empa�a y un condal nobil�simo f�udo heredera, tiene al pi� de un pe�asco que la mar ba�a y de un aro de montes tr�s la barrera, un campo con mil torres para caba�a, por toldo y guardabrisa la cordillera, por taller la m�s rica ciudad de Espa�a, por mercado las plazas de Espa�a entera; y obrera que de estirpe noble blasona, da � la historia de Espa�a su prez guerrera, el floron m�s preciado de su corona, el cuartel m�s glorioso de su bandera. Artesana, que ci�e condal corona, en el taller sin penas trabaja y canta: con hilos y alfileres hace primores; en un pu�o de tierra cultiva y planta vi�edos y olivares que, en vez de flores, en sus bre�as y cerros, lomas y alcores diestra escalona, cuida y abona con cien labores: eso, se�ores, es Barcelona. IV. Valencia es la florida puerta del cielo, el balcon por donde abre la aurora el dia: Dios por �l de la Espa�a bendice el suelo y la salud, la gracia y el sol la envia. Valencia es un florido pensil modelo, mansion de los deleites y la alegr�a, � quien sirve de cerca, de espejo y velo, � sus plantas echada, la mar brav�a. Valencia est� debajo del para�so; y cuando Dios le priva de su presencia, por el balcon del alba, sin su permiso, los �ngeles se asoman � ver Valencia. Valencia es alkatifa de cien colores de Dios tendida para una audiencia, donde del cielo los moradores de Dios derraman en la presencia ramos de flores, pomos de esencia: eso, se�ores, eso es Valencia. Mas Barcelona..... Barcelona es la reina del mar Tyrreno, cuyas ondas azules cubre de lona; y � los hijos activos que da su seno la posesion del mundo dar ambiciona. Barcelona es un �guila de vuelo altivo, f�nix que, renaciendo de sus cenizas, torna jardin su suelo duro al cultivo y en palacios sus viejas casas pajizas. Barcelona, � quien nutre vital esceso, late con los volantes de sus talleres, se remonta en las alas de su progreso, brilla con la hermosura de sus mujeres: y cuando Dios se ausenta del para�so y duerme Barcelona de noche, al peso del trabajo rendida, sin su permiso baja un �ngel por todos � darla un beso. Porque del cielo los moradores, mi�ntras los mundos Dios inspecciona, al noble pueblo que en s� amontona turbas de pobres trabajadores, cuyo trabajo con Dios le abona, como � una v�rgen limpia de amores cuya alma el cuerpo casto abandona, del huerto Ed�nico con lauro y flores tejen los �ngeles una corona: y esa, se�ores, cae de sus manos en Barcelona. V. Valencia, m�s hermosa, m�s cortesana, es m�s j�ven, m�s libre, m�s Moslemina; Barcelona es m�s hosca, m�nos galana, m�s morena, m�s s�ria, m�s Bizantina: aqu�lla m�s coqueta, y �sta m�s llana. Valencia afecta � veces ser campesina, mas brav�a con humos de soberana: y es una rubia y gr�cil hur�-cristiana, que viste por capricho de tunecina. Valencia dice � todos que es hortelana, y es una neerlandesa p�lida ondina que duerme en una rica concha perlina; y del mar en la espuma blanca y liviana canta � la arrebolada luz matutina, vestida por capricho de valenciana. Barcelona es el cr�ter donde fermenta, con el hierro fundido y el tufo denso, el esp�ritu hermano de la tormenta que se pasea, de ellas sin tener cuenta, sobre el m�vil abismo del mar inmenso. Valencia es la Hada n�bil de la alegr�a que respira de rosa y �mbar esencia; la V�nus Afroditis del Mediod�a, de quien ver deja ignuda la gallard�a de un pudor algo moro la transparencia. Barcelona es Minerva ya desarmada; cuyo manto, que lame la mar brav�a salpicando de perlas su orla murada, lleva en lugar de armi�os y pedrer�a la greca de su vuelo y c�uda bordada con rieles y m�quinas de ferrov�a, con espolones, h�lices y anclas de Armada. Valencia, alm�a gr�cil y encantadora, trova, canta, recita, danza y se espresa en voz, accion y gracia tan seductora, que atrae, fascina, embriaga, turba, embelesa, magnetiza, avasalla, rinde, enamora, y en tierra con las almas da por sorpresa. Barcelona, valiente, ruda payesa con timbres y con fueros de gran se�ora, labra, teje, cultiva, destila, pesa, funde, lima, taladra, cincela y dora; y ejemplar solo de alta noble condesa con corazon de obrera trabajadora, con el trabajo nunca de latir cesa: y apresurada siempre tr�s �rdua empresa, hierve como encendida locomotora: cuando se mueve, asombra; cuando anda, pesa: respira fuego y humo cual los volcanes, y estremece la tierra, como si dentro de ella fuera la raza de los titanes queriendo de la tierra cambiar el centro. VI. Barcelona y Valencia son dos hermanas, pero una es blanca y rubia y otra morena: son por naturaleza dos soberanas; pero la una celeste, la otra terrena. Valencia es la vers�til hija del cielo, � quien Dios por herencia di� un para�so; Barcelona, hija de Eva, vive en anhelo de tornar por s� misma su est�ril suelo en el Ed�n que el cielo darla no quiso. VII. Yo idolatro � Valencia por su hermosura, su luz, su poes�a, la donosura de su gente, sus usos, trajes y ali�os; y de un amor primero con la f� pura, la doy de hijo y amante los dos cari�os. Pero amo � Barcelona por tiran�a de ley inevitable de mi destino: Dios conden� al trabajo la vida mia; morir sobre el trabajo tengo por sino. Barcelona trabaja... y � su existencia el trabajo da fuerza, pan y alegr�a: que me d� cuando espire tumba Valencia, pan Barcelona, mi�ntras mi inteligencia Dios alumbre y mis ojos la luz del dia. VIII. Olvidaba que entre ambas hay diferencia: no en la tierra, en el cielo; pero os aviso que es secreto que � solas fiarme quiso el buen �ngel que alumbra mi inteligencia. La diferencia es esta: pero es preciso que Valencia lo ignore; cuando en ausencia de Dios se quedan due�os del para�so y con la luz del alba, sin su permiso, los �ngeles se asoman � ver Valencia.... es porque � Barcelona Dios en persona baja en el sol, y absorto de complacencia se olvida de los �ngeles en Barcelona. _Esta obra es propiedad de su Autor, el que perseguir� ante la ley � quien la reimprima en todo � en parte sin su consentimiento._ End of Project Gutenberg's Recuerdos Del Tiempo Viejo, by Jos� Zorrilla *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO *** ***** This file should be named 53294-8.txt or 53294-8.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/5/3/2/9/53294/ Produced by Carlos Col�n, University of Toronto and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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