The Project Gutenberg EBook of Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 2 de 3), by Alain-Ren� Lesage This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 2 de 3) Novela Author: Alain-Ren� Lesage Translator: P. Isla Release Date: July 30, 2016 [EBook #52682] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK GIL BLAS DE SANTILLANA, VOL 2 *** Produced by Josep Cols Canals, Carlos Col�n and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries) Notas del Transcriptor: Texto en letras it�licas se denota con _l�neas_ y texto enegrecido se denota con =signos de igual=. Errores obvios de imprenta han sido corregidos. P�ginas en blanco han sido eliminadas Le Sage HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA TOMO II MCMXXII Papel expresamente fabricado por LA PAPELERA ESPA�OLA. LE SAGE Historia de Gil Blas de Santillana NOVELA TOMO II Traducci�n del P. Isla [Ilustraci�n] MADRID, 1922 Talleres "Calpe", Larra, 6 y 8.--MADRID GIL BLAS DE SANTILLANA LIBRO CUARTO CAPITULO PRIMERO No pudiendo Gil Blas acomodarse a las costumbres de los comediantes, se sale de casa de Arsenia y halla mejor conveniencia. Un tantico de honor y de religi�n que conservaba todav�a en medio de tan estragadas costumbres me oblig�, no s�lo a dejar a Arsenia, sino a romper toda comunicaci�n con Laura, a quien, sin embargo, no pod�a menos de amar, aun conociendo que me hac�a mil infidelidades. �Dichoso aquel que sabe aprovecharse de ciertos momentos en que la raz�n viene a turbar los il�citos embelesos que la tienen obcecada! Amaneci�, pues, una ma�ana, muy dichosa para m�, en la cual hice mi hatillo, y sin contar con Arsenia, que si se va a decir verdad casi nada me deb�a de mi salario, ni despedirme de mi querida Laura, sal� de aquella casa en que s�lo se respiraba libertinaje. Premi�me inmediatamente el Cielo esta buena obra, pues encontrando al mayordomo de mi difunto amo don Mat�as, le salud�, y �l, conoci�ndome al instante, me pregunt� a qui�n serv�a. Respond�le que hab�a estado un mes en casa de Arsenia, cuyas costumbres desenvueltas no me cuadraban, y que en aquel mismo punto, voluntariamente, acababa de dejarla por salvar mi inocencia. El mayordomo, como si de suyo fuera hombre escrupuloso, aprob� mi delicadeza y me dijo que, pues yo era un mozo tan honrado, quer�a �l mismo buscarme una buena conveniencia. Cumpli� puntualmente su palabra, y en aquel mismo d�a me acomod� con don Vicente de Guzm�n, de cuyo mayordomo �l era grande amigo. No pod�a entrar en mejor casa, y as�, nunca me arrepent� de haber estado en ella. Era don Vicente un caballero ya anciano y muy rico, que hab�a muchos a�os viv�a feliz, sin pleitos y sin mujer, porque los m�dicos le hab�an privado de la suya queri�ndola curar de una tos que veros�milmente la dejar�a vivir m�s largo tiempo si no hubiera tomado sus remedios. No pens� jam�s en volverse a casar, dedic�ndose enteramente a la educaci�n de Aurora, su hija �nica, que entraba entonces en los veintis�is y era una se�orita completa. Juntaba a su hermosura poco com�n un entendimiento despejado y grande instrucci�n. Su padre era hombre de poco talento, pero ten�a el de saber gobernar su casa. S�lo le hallaba yo un defecto, que a los viejos se les debe perdonar: gustaba mucho de hablar, sobre todo de guerras y batallas. Si por una desgracia se tocaba esta tecla en su presencia, luego sonaba en su boca la trompeta heroica, y se ten�an por muy afortunados los oyentes si se contentaba con embocarles la relaci�n de tres batallas y dos sitios. Como hab�a militado las dos terceras partes de su vida, era su memoria un manantial inagotable de funciones y haza�as militares, que no siempre se o�an con el gusto con que �l las relataba. A esto se a�ad�a que era muy prolijo, sobre ser un poco tartamudo, con lo cual sus relaciones se hac�an en extremo desagradables. En lo dem�s, no era f�cil encontrar un se�or de mejor car�cter. Siempre de igual humor, nada testarudo ni caprichoso, cosa verdaderamente rara en un hombre de su clase. Aunque gobernaba su hacienda con juicio y econom�a, se trataba muy decentemente. Compon�ase su familia de varios criados y de tres criadas, que serv�an a Aurora. Conoc� desde luego que el mayordomo de don Mat�as me hab�a colocado en una buena casa, y solamente pens� en el modo de conservarme en ella. Apliqu�me a conocer bien el terreno y a estudiar el genio e inclinaci�n de todos, arregl� despu�s mi conducta por este conocimiento, y en poco tiempo logr� tener en mi favor al amo y a todos mis compa�eros. Hab�ase pasado casi un mes desde mi entrada en casa de don Vicente cuando se me figur� que su hija me distingu�a entre los dem�s criados. Siempre que me miraba me parec�a observar en sus ojos cierto agrado que no advert�a en ella cuando miraba a los otros. A no haber tratado yo con elegantes y comediantes, nunca me hubiera pasado por la imaginaci�n que Aurora pensase en m�; pero me hab�an abierto los ojos aquellos se�ores m�os, en cuya escuela no siempre estaban en el mejor predicamento aun las damas de la m�s alta esfera. �Si hemos de dar cr�dito a algunos histriones--me dec�a yo a m� mismo--, tal vez suelen venir a las se�oras m�s distinguidas ciertas fantas�as de las cuales saben ellos aprovecharse. �Qu� s� yo si mi ama tendr� de estos caprichos? Pero no--a�ad�a inmediatamente--, no puedo persuadirme de tal cosa; no es esta se�orita una de aquellas Mesalinas que, olvidadas de la noble altivez que les infunde su nacimiento, se rinden a la indecencia de humillarse hasta el polvo y se deshonran a s� mismas sin rubor. Ser� quiz� una de aquellas virtuosas, pero tiernas y amorosas doncellas, que, sin traspasar los l�mites que la virtud prescribe a su ternura, no hacen escr�pulo de inspirar ni de sentir ellas mismas una pasi�n delicada que las entretiene sin peligro.� Este era el juicio que yo formaba de mi ama, sin saber precisamente a qu� atenerme. Mientras tanto, siempre que me ve�a no dejaba de sonre�rse y alegrarse, de manera que, sin pasar por necio, pod�a cualquiera creer tan bellas apariencias, y por lo mismo no hall� medio de impedir que me sedujesen. Consent�, pues, en que Aurora estaba muy prendada de mi m�rito, y comenc� a considerarme como uno de aquellos criados afortunados a quienes el amor hace dulc�sima la servidumbre. Para mostrarme en cierto modo menos indigno del bien que parec�a querer proporcionarme la fortuna, empec� a cuidar del aseo de mi persona m�s de lo que hab�a cuidado hasta all�. Gastaba todo mi dinero en comprar ropa blanca, aguas de olor y pomadas. Lo primero que hac�a por la ma�ana, luego que me levantaba de la cama, era lavarme, perfumarme bien y vestirme con todo el aseo posible, para no presentarme con desali�o a mi ama en caso de que me llamase. Con este cuidado de componerme, y con otros medios que empleaba para agradar, me lisonjeaba de que no tardar�a mucho en declararse mi ventura. Entre las criadas de Aurora hab�a una que se llamaba la Ortiz. Era una vieja que hac�a m�s de veinte a�os que serv�a en casa de don Vicente. Hab�a criado a su hija y conservaba todav�a el t�tulo de due�a, aunque ya no ejerc�a aquel penoso empleo. Por el contrario, en lugar de vigilar las acciones de Aurora, como lo hac�a en otro tiempo, entonces s�lo atend�a a ocultarlas, con lo cual gozaba toda la confianza de su ama. Una noche, habiendo buscado la due�a ocasi�n de hablarme sin que nadie pudiese o�rnos, me dijo en voz baja que si yo era prudente y callado bajase al jard�n a media noche, donde sabr�a cosas que no me disgustar�an. Respond�le, apret�ndole la mano, que sin falta alguna bajar�a, y prontamente nos separamos para no ser sorprendidos. Ya no dud� entonces de ser yo el objeto del cari�o de Aurora. �Oh, y qu� largo se me hizo el tiempo hasta la cena, sin embargo de que siempre se cenaba temprano, y desde la cena hasta que mi amo se recogi�! Parec�ame que aquella noche todo se hac�a en casa con extraordinaria lentitud. Y para aumento de mi fastidio, cuando don Vicente se retir� a su cuarto, en vez de pensar en dormirse, se puso a repetirme sus campa�as de Portugal, con que tanto me hab�a machacado. Pero lo que jam�s hab�a hecho, y lo que precisamente guard� para regalarme aquella noche, fu� irme nombrando uno por uno todos los oficiales que se hab�an hallado en ellas, refiri�ndome al mismo tiempo las haza�as de cada cual. No puedo ponderar cu�nto padec� en estarle oyendo hasta que concluy�. Al fin acab� de hablar y se meti� en la cama. Retir�me inmediatamente al cuarto donde estaba la m�a y del que se bajaba por una escalera secreta al jard�n. Unt�me de pomada todo el cuerpo, p�seme una camisola limpia bien perfumada y nada omit� de cuanto me pareci� que pod�a contribuir a fomentar el capricho que me hab�a figurado en mi ama, con lo que fu� al sitio de la cita. No encontr� en �l a la Ortiz y juzgu� que, cansada de esperarme, se hab�a vuelto a su cuarto, lo que me hizo perder todas mis esperanzas. Ech� la culpa a don Vicente, y cuando estaba dando al diablo sus campa�as, di� el reloj, cont� las horas y vi que no eran mas que las diez. Tuve por cierto que el reloj andaba mal, creyendo imposible que no fuese ya por lo menos la una de la noche; pero estaba tan enga�ado, que un cuarto de hora despu�s volv� a contar las diez de otro reloj. ��Bravo!--dije entonces entre m�--. Todav�a faltan dos horas enteras de poste o de centinela. �No culpar�n mi tardanza! Pero �qu� har� hasta las doce? Pase�monos en este jard�n y pensemos en el papel que debo hacer, que es para m� harto nuevo. No estoy acostumbrado a las bizarr�as de las damas de distinci�n; solamente s� lo que se practica con las comediantas y mujercillas. Se presenta uno a ellas con familiaridad y franqueza y les dice su atrevido pensamiento sin reparo; pero con las se�oras se observa otro ceremonial. Es menester, a lo que me parece, que el gal�n sea cort�s, complaciente, tierno y moderado, pero sin ser t�mido. No ha de querer precipitar atropelladamente su fortuna; para lograrla debe esperar el momento favorable.� As� discurr�a yo y as� me propon�a proceder con Aurora. Figur�bame que dentro de poco tendr�a la dicha de verme a los pies de aquella amable persona y decirle mil cosas amorosas. Con este fin, tra�a a la memoria los pasajes de las comedias que me pareci� pod�an servirme y darme gran lucimiento en nuestra conversaci�n a solas. Lisonje�bame de que los aplicar�a con oportunidad, y esperaba que, a ejemplo de algunos comediantes que yo conoc�a, pasar�a por hombre de entendimiento, aunque no tuviese m�s que memoria. Mientras me ocupaba en estos pensamientos, los cuales divert�an mi impaciencia con m�s gusto que las relaciones militares de mi amo, o� dar las once. ��Bueno!--dije entonces--. �Ya no me faltan mas que sesenta minutos que esperar! �Arm�monos de paciencia!� Cobr� �nimo y volv�me a recrear con las alegres fantas�as de mi imaginaci�n, parte pase�ndome y parte sent�ndome en un delicioso cenador formado en el extremo del jard�n. Lleg� en fin la hora de m� tan deseada; es decir, las doce. Pocos instantes despu�s se dej� ver la Ortiz, tan puntual como yo, pero menos impaciente. �Se�or Gil Blas--me dijo al acercarse--, �cu�nto ha que est� usted aqu�?� �Dos horas�, le respond�. �En verdad--a�adi� ella ri�ndose--que es usted muy cumplido, y da gusto darle citas para estas horas. Es cierto--prosigui� ya en tono serio--que eso y mucho m�s merece la dicha que le voy a anunciar. Mi ama quiere hablar a solas con usted y me ha mandado que le introduzca en su cuarto, en donde le espera. No tengo otra cosa que decirle; lo dem�s es un secreto que usted no debe saber sino de su propia boca. S�game a donde le conduzca.� Y dicho esto, me cogi� de la mano, y ella misma me introdujo misteriosamente en el aposento del ama por una puerta falsa de que ten�a la llave. CAPITULO II C�mo recibi� Aurora a Gil Blas, y la conversaci�n que con �l tuvo. Hall� a Aurora vestida de trapillo, lo que no me disgust�. Salud�la con el mayor respeto y con la mejor gracia que me fu� posible. Recibi�me con semblante risue�o; h�zome sentar junto a s�, repugn�ndolo yo, y lo que m�s me agrad� fu� que mand� a su embajadora se retirase a su cuarto y nos dejase solos. Despu�s de este preludio, volvi�ndose hacia m�, me dijo: �Gil Blas, ya habr�s advertido que te miro con buenos ojos y te distingo entre todos los criados de mi padre; cuando esto no fuese bastante para hacerte conocer la particularidad con que te estimo, juzgo que no te dejar� dudarlo este paso que ahora doy.� No le di tiempo para que dijese m�s. Pareci�me que, como hombre discreto, deb�a respetar su pudor y no darle lugar a mayor explicaci�n. Levant�me enajenado, y arroj�ndome a sus pies como un h�roe de teatro que se arrodilla ante su princesa, exclam� en tono declamatorio: ��Ah, se�ora! �Me habr� enga�ado? �Se dirigen a m� vuestras palabras? �Ser� posible que Gil Blas, juguete hasta aqu� de la fortuna y el desecho de toda la naturaleza, sea tan venturoso que haya podido inspiraros afectos?...� ��Baja un poco la voz--me dijo sonri�ndose mi ama--, por no despertar a las criadas que duermen en el cuarto vecino! Lev�ntate, vuelve a sentarte y esc�chame hasta que acabe, sin interrumpirme. S�, Gil Blas--prosigui�, volviendo a su afable serenidad--, es cierto que te estimo, y en prueba de ello voy a fiarte un secreto, del cual pende el sosiego de mi vida. Sabe que amo a un caballerito mozo, gal�n, airoso y de ilustre nacimiento, llamado don Luis Pacheco. Le veo algunas veces en el paseo y en la comedia, pero nunca le he hablado. Ignoro su car�cter y tambi�n cu�les son sus prendas, si buenas o malas. Esto quisiera saberlo puntualmente, para lo cual necesito de un hombre sagaz y sincero que, inform�ndose bien de sus costumbres, sepa darme una cuenta fiel de ellas. He puesto los ojos en ti con preferencia a los dem�s criados, persuadida de que nada arriesgo en darte este encargo. Espero que le desempe�ar�s con tanto sigilo y cautela que nunca tendr� motivo para arrepentirme de haberte escogido por depositario de mi m�s �ntima confianza.� Call� mi se�orita para o�r mi respuesta. Al principio me turb� alg�n tanto, conociendo mi necio enga�o; pero volviendo prontamente en m� y venciendo la verg�enza que causa siempre la temeridad cuando sale con desgracia, supe mostrarle un celo tan vivo y un ardor tan grande en todo lo que fuese servirla y complacerla, que si no alcanz� para desimpresionarla del mal concepto que pudo haberle hecho formar mi atrevida presunci�n, bastar�a por lo menos para que conociese que yo sab�a enmendar muy bien una necedad. Ped�le no m�s que dos d�as de tiempo para poderle dar raz�n puntual de don Luis, los que me concedi�; y llamando ella misma a la Ortiz, �sta me volvi� a conducir al jard�n, dici�ndome con cierto aire burl�n al despedirse: ��Buenas noches! No te volver� a encargar otra vez que no dejes de acudir temprano al sitio de la cita, porque ya est� vista tu puntualidad.� Volv�me a mi cuarto, no sin alg�n pesar de ver frustrado mi pensamiento. Con todo eso, tuve bastante juicio para consolarme y conocer que me ten�a m�s cuenta ser el confidente que el amante de mi ama. Ofreci�seme tambi�n que esto pod�a hacerme hombre, pues los medianeros de amor eran regularmente bien recompensados por su trabajo, reflexiones que me divirtieron y consolaron, y fu�me a acostar con firme resoluci�n de obedecer y servir a mi ama en cuanto exigiese de m�. Levant�me al d�a siguiente y sal� de casa a desempe�ar mi encargo. No era dif�cil saber d�nde viv�a un caballero tan conocido como don Luis. Tom� al instante informes de �l en la vecindad; pero los sujetos a quienes me dirig� no pudieron satisfacer del todo mi curiosidad. Esto me oblig� a hacer nuevas averiguaciones el d�a siguiente, y fu� m�s afortunado que el anterior. Encontr� casualmente en la calle a un mozo a quien yo conoc�a, detuv�monos a hablar, y en aquel punto se lleg� a �l uno de sus amigos y le dijo que le hab�an despedido de casa de don Jos� Pacheco, padre de don Luis, por haberle acusado de que se hab�a bebido un barril de vino. No perd� una ocasi�n tan oportuna para saber cuanto deseaba, lo que consegu� a fuerza de preguntas; de manera que volv� a casa muy contento porque ya pod�a cumplir la palabra que hab�a dado a mi se�orita, con quien hab�a quedado de acuerdo que volver�a a verla en el mismo sitio y de la misma manera que la noche antecedente. No estuve en �sta tan inquieto como la primera; lejos de impacientarme con las prolijas relaciones de mi amo, yo mismo le saqu� la conversaci�n de sus combates. Esper� a que fuese media noche con la mayor tranquilidad del mundo, y no me mov� hasta que cont� bien las doce de todos los relojes que se pod�an o�r desde casa. Entonces baj� con mucho sosiego al jard�n, sin pensar en perfumes ni en pomadas, pues hasta en esto me correg�. Encontr� ya a la fiel due�a en el sitio mismo, y la taimada me dijo con algo de socarroner�a: �En verdad, Gil Blas, que hoy ha rebajado mucho tu puntualidad.� No le respond� palabra, fingiendo que no la o�a, y ella me condujo al cuarto donde Aurora me estaba esperando. Pregunt�me luego que me vi� si me hab�a informado bien acerca de don Luis y si hab�a averiguado muchas cosas. �S�, se�ora--le respond�--, tengo con qu� satisfacer vuestra curiosidad. En primer lugar os dir� que muy en breve marcha a Salamanca a concluir sus estudios. Seg�n lo que me han dicho, es un se�orito lleno de honor y probidad; y en cuanto al valor, no le puede faltar, pues es caballero y castellano. Fuera de eso, es un mozo entendido y de bellos modales; pero lo que quiz� os dar� poco gusto, y que, sin embargo, no puedo menos de deciros, es que vive algo demasiado a la moda de los se�oritos modernos: quiero decir que es un grand�simo libertino. �Creer� usted que, siendo tan joven como es, ha tenido ya amistad con dos comediantas?� ��Qu� es lo que me dices?--exclam� Aurora--. �Dios m�o y qu� costumbres! Pero d�me, Gil Blas, �est�s cierto de que tiene una vida tan licenciosa?� ��C�mo si estoy cierto?--le respond�--. No hay cosa m�s segura. Todo me lo ha contado un criado de su casa que fu� despedido de ella esta ma�ana, y ya se sabe que los criados son muy veraces siempre que se trata de publicar los defectos de sus amos. Fuera de eso, el tal don Luis es muy amigo de don Alejo Seguier, de don Antonio Centelles y de don Fernando de Gamboa, prueba constante de su disoluci�n.� ��Basta, Gil Blas!--dijo suspirando mi pobre se�orita--. En fuerza de tu informe comienzo desde ahora a combatir mi indigno amor. Aunque hab�a echado ya profundas ra�ces en mi coraz�n, no desconf�o de arrancarle de �l. Vete--prosigui�---, y admite en premio de tu trabajo esta corta demostraci�n de mi agradecimiento.� Al decir esto, me puso en la mano un bolsillo, que ciertamente no estaba vac�o, a�adiendo: �S�lo te encargo que guardes bien el secreto que he confiado a tu silencio.� Asegur�le que en este particular pod�a vivir sin el menor recelo, porque yo era el Harp�crates de los criados confidentes. Dicho esto, me retir�, impacient�simo por saber lo que conten�a el bolsillo. Abr�le y hall� en �l veinte doblones. Luego se me ofreci� que sin duda habr�a sido Aurora m�s liberal conmigo si yo le hubiera dado otra noticia m�s agradable, cuando pagaba con tanta generosidad una que le hab�a causado tanto disgusto. Me pes� de no haber imitado a los escribanos y alguaciles, que disfrazan a veces la verdad, y me enfad� mucho contra mi tonter�a por haber sofocado en su nacimiento un amor que con el tiempo pod�a producirme grand�simas utilidades, si yo no hubiera hecho un necio alarde de ser sincero; pero al fin me consol� con los veinte doblones, que me recompensaban ventajosamente de lo que hab�a gastado tan sin venir al caso en pomadas y perfumes. CAPITULO III De la gran mutaci�n que sobrevino en casa de don Vicente y de la extra�a determinaci�n que el amor hizo tomar a la bella Aurora. Poco despu�s de esta aventura se sinti� malo don Vicente. Sobre ser de una edad bastante avanzada, los s�ntomas de la enfermedad eran tan violentos, que desde luego se temieron funestas resultas. Llam�se a los dos m�s famosos m�dicos de Madrid; uno era el doctor Andr�s y el otro el doctor Oquendo. Pulsaron atentamente al doliente, y despu�s de una exacta observaci�n, convinieron entrambos en que los humores estaban en una preternatural fermentaci�n y movimiento. En solo esto fueron de un parecer y estuvieron discordes en todo lo dem�s. El uno quer�a que se purgara al enfermo aquel mismo d�a y el otro opinaba que la purga se dilatase. El doctor Andr�s dec�a que, por lo mismo que los humores estaban en una violenta agitaci�n de flujo y reflujo, se los hab�a de expeler aunque crudos con purgantes, antes que se fijasen en alguna parte noble y principal. Oquendo opinaba, por el contrario, que, estando todav�a incoctos y crudos los humores, se deb�a esperar a que madurasen antes de recurrir a los purgantes. �Pero ese m�todo--replicaba el otro--es directamente opuesto a lo que nos ense�a el pr�ncipe de la Medicina. Hip�crates advierte que se debe purgar al principio de la enfermedad y desde los primeros d�as de la m�s ardiente calentura, diciendo en t�rminos expresos que se ha de acudir prontamente con la purga cuando los humores est�n en _orgasmo_, es decir, en su mayor agitaci�n.� ��Oh! �En eso est� vuestra equivocaci�n!--repuso Oquendo--. Hip�crates no entiende por la voz _orgasmo_ la agitaci�n violenta, sino m�s bien la madurez de los humores.� Acalor�ronse nuestros doctores en esta disputa. El uno recit� el texto griego y cit� todos los autores que le explicaban como �l. El otro se fiaba en la traducci�n latina, empe��ndose con mayor calor y tomando el asunto en tono m�s alto. �A cu�l de los dos se hab�a de creer? Don Vicente no era hombre que pudiese resolver aquella cuesti�n; pero hall�ndose precisado a elegir una de las dos opiniones, adopt� la del que hab�a echado al otro mundo m�s enfermos; quiero decir la del m�s viejo. Viendo esto el doctor Andr�s, que era el m�s mozo, se retir�, pero no sin decir primero cuatro pullas bien picantes al m�s anciano sobre su _orgasmo_. Y he aqu� que qued� triunfante Oquendo. Y como segu�a los mismos principios que el doctor Sangredo, hizo sangrar copiosamente al enfermo, esperando para purgarle a que los humores estuviesen cocidos; pero la muerte, que temi� quiz� que una purga tan sabiamente diferida no le quitase la presa que ya ten�a agarrada, impidi� la cocci�n y se llev� a mi pobre amo. Tal fu� el fin del se�or don Vicente, que perdi� la vida porque su m�dico no sab�a el griego. Despu�s de haber hecho Aurora las exequias correspondientes a un hombre de su distinguido nacimiento, entr� en la administraci�n de todo lo que tocaba a la casa. Due�a ya de su voluntad, despidi� algunos criados, remuner�ndolos en proporci�n de su lealtad y m�ritos. Hecho esto, se retir� a una quinta que ten�a a las m�rgenes del Tajo, entre Saced�n y Buend�a. Yo fu� uno de los que permanecieron con ella y la siguieron a la aldea. No s�lo eso, sino que tambi�n tuve la fortuna de que necesitase de m�. No obstante el fiel informe que yo le hab�a dado de don Luis, todav�a le amaba, o, por mejor decir, no pudiendo con todos sus esfuerzos vencer la violencia del amor, se hab�a dejado llevar de su impulso. Como ya no necesitase tomar precauciones para hablarme a solas, me dijo un d�a suspirando: �Gil Blas, yo no puedo olvidar a don Luis; por m�s que hago para desecharle del pensamiento, se me representa siempre, no ya como t� me le pintaste, encenagado en los vicios, sino como yo quisiera que fuese, tierno, amoroso y constante.� Enterneci�se al decir estas palabras y no pudo reprimir algunas l�grimas. Tambi�n a m� me falt� poco para llorar; tanto fu� lo que me conmovi� su llanto. Ni pod�a hacerle mejor la corte que mostr�ndome afligido de su pena. �Veo, amigo Gil Blas--continu�, enjug�ndose sus hermosos ojos--, veo tu buen coraz�n y estoy muy satisfecha de tu celo, que prometo recompensar bien. Nunca m�s que ahora me ha sido necesario tu auxilio. Voy a descubrirte el pensamiento que ocupa en este instante mi atenci�n; sin duda te parecer� extravagante y caprichoso. Has de saber que quiero ir cuanto antes a Salamanca, donde he pensado disfrazarme de caballero, bajo el nombre de don F�lix, y hacer conocimiento con Pacheco, de modo que llegue a ganar su amistad y confianza. Hablar�le frecuentemente de do�a Aurora de Guzm�n, suponi�ndome primo suyo, y como es natural que desee conocerla, aqu� es donde yo le aguardo. Nosotros tendremos en Salamanca dos posadas; en una har� el papel de don F�lix y en la otra el de do�a Aurora; y dej�ndome ver de don Luis, unas veces vestida de hombre y otras de mujer, espero traerle al fin que me he propuesto. Confieso--a�adi� ella misma--que es muy extra�o mi proyecto, pero la pasi�n que me arrastra y la inocente intenci�n con que camino acaban de cegarme sobre el paso a que me quiero arriesgar.� Yo era del mismo parecer que Aurora en cuanto a la extravagancia del designio, que cre�a muy insensato. Sin embargo, aunque le ten�a por tan contrario a la raz�n, me guard� muy bien de hacer el pedagogo; antes s�, comenc� a dorar la p�ldora, y me esforc� a querer persuadirla que, en vez de ser una idea disparatada, era una delicada invenci�n de ingenio que no pod�a traer consecuencia. No me acuerdo yo cu�nto dije para convencerla de esto, pero cedi� a mis persuasiones, porque a los amantes siempre les agrada que se celebren y aplaudan sus m�s locos desvar�os. En fin, convinimos los dos en que esta temeraria empresa la deb�amos mirar como una especie de comedia burlesca inventada para divertirnos, en la cual s�lo hab�a de pensar cada uno en representar bien su papel. Escogimos los actores entre las gentes de casa y repartimos a cada cual el suyo. Todos le admitieron sin quejarse ni hacer esguinces, porque no �ramos comediantes de profesi�n. A la se�ora Ortiz se lo encomend� el de t�a de do�a Aurora, se�al�ndosele un criado y una doncella, y hab�a de llamarse do�a Jimena de Guzm�n. A m� me tocaba el de ayuda de c�mara de do�a Aurora, que hab�a de disfrazarse de caballero; y una de las criadas, disfrazada de paje, le hab�a de servir separadamente. Arreglados as� los papeles, nos restitu�mos a Madrid, donde supimos se hallaba todav�a don Luis, pero disponiendo su viaje a Salamanca. Dimos orden para que se hiciesen cuanto antes los vestidos que hab�amos menester, a fin de usar de ellos en tiempo y lugar, y hechos que fueron, se doblaron y metieron en diferentes ba�les, y dejando al mayordomo el cuidado de la casa, march� do�a Aurora en un coche de colleras, tomando el camino del reino de Le�n, acompa�ada de todos los que entr�bamos en la comedia. Ibamos atravesando por Castilla la Vieja, cuando se rompi� el eje del coche entre Avila y Villaflor, a trescientos o cuatrocientos pasos de una quinta que se dejaba ver al pie de una monta�a. Ve�amonos muy apurados, porque se acercaba la noche; pero un aldeano que acert� a pasar por all� nos sac� de aquel conflicto. Inform�nos de que aquella quinta era de una tal do�a Elvira, viuda de don Pedro Pinares, y fu� tanto el bien que dijo de aquella se�ora, que mi ama se determin� a enviarme a suplicarle de su parte se sirviese recogernos en su casa por aquella noche. No desminti� do�a Elvira el informe del aldeano; bien es verdad que yo desempe�� mi comisi�n de tal modo, que la hubiera inclinado a recibirnos en su quinta aun cuando no hubiera sido la se�ora m�s agasajadora del mundo. Me recibi� con mucha afabilidad y respondi� a mi s�plica en los t�rminos que yo deseaba. Pasamos todos a la quinta, tirando las mulas el coche con el mayor tiento que se pudo. Encontramos a la puerta a la viuda de don Pedro, que sali� cortesanamente al encuentro de mi ama. Paso en silencio los rec�procos cumplimientos que ambas se hicieron; s�lo dir� que do�a Elvira era una se�ora ya de edad avanzada, pero a quien ninguna mujer del mundo exced�a en desempe�ar noblemente las obligaciones de la hospitalidad. Condujo a do�a Aurora a un magn�fico cuarto, donde, dej�ndola en libertad para que descansase, fu� a dar disposiciones hasta sobre las cosas m�s menudas tocante a nosotros. Hecho esto, luego que estuvo dispuesta la cena mand� se sirviese en el cuarto de Aurora, donde las dos se sentaron a la mesa. No era la viuda de don Pedro una de aquellas personas que no saben obsequiar en un convite, manteni�ndose en �l con un aire enfadosamente grave, silencioso y pensativo; antes bien, era de genio jovial y sab�a mantener siempre grata la conversaci�n. Explic�base noblemente con frases escogidas y adecuadas. Yo admiraba su talento y el modo fino y delicado con que expresaba sus pensamientos, lo que me ten�a embelesado; y no menos encantada se manifestaba Aurora. Se cobraron las dos una estrecha amistad y quedaron de acuerdo en mantenerla correspondi�ndose por cartas. Nuestro coche no pod�a estar compuesto hasta el d�a siguiente y era muy natural que no pudi�semos salir hasta muy tarde, por lo que nos detuvimos todo aquel d�a en la misma quinta. A nosotros se nos sirvi� tambi�n una cena muy abundante, y as� dormimos todos tan bien como hab�amos cenado. Al d�a siguiente descubri� mi ama nuevo fondo y nuevas gracias en la conversaci�n de do�a Elvira. Comieron las dos en una sala en que hab�a muchas pinturas, entre las cuales sobresal�a una cuyas figuras estaban pintadas con la mayor propiedad y que ofrec�a a la vista un asunto verdaderamente tr�gico. Era un caballero muerto, tendido en tierra, ba�ado en su misma sangre, cuyo semblante parec�a que, aun despu�s de muerto, estaba amenazando. Cerca de �l se dejaba ver, tendido tambi�n, el cad�ver de una dama joven, aunque en diferente actitud, atravesado el pecho con una espada, y aun cuando se representaba exhalando el �ltimo aliento, ten�a clavados los ojos en un joven que expresaba tener un mortal dolor de perderla. El pincel hab�a representado en aquel lienzo otra figura que no llamaba menos la atenci�n. Era un anciano de grave, hermoso y venerable aspecto, que, conmovido vivamente de los funestos objetos que se le presentaban a la vista, no se manifestaba menos afligido que el joven. Podr�ase decir que aquellas im�genes sangrientas excitaban en el mozo y en el anciano iguales movimientos, pero causando en los dos diferentes impresiones. El viejo, pose�do de una profunda tristeza, parec�a estar abatido enteramente de ella; mas en el mozo se echaba de ver el furor mezclado con la aflicci�n. Todos estos afectos estaban tan vivamente expresados, que no nos cans�bamos de ver y admirar aquel cuadro. Pregunt� mi ama qu� suceso o qu� historia representaba aquella pintura. �Se�ora--le respondi� do�a Elvira--, es una pintura fiel de las desgracias de mi familia.� Esta respuesta pic� tanto la curiosidad de Aurora, y manifest� un deseo tan vehemente de saber m�s, que la viuda de don Pedro no pudo dispensarse de prometerle la satisfacci�n que deseaba. Esta promesa fu� hecha a presencia de la Ortiz, de sus dos compa�eras y m�a; todos cuatro nos detuvimos en la sala despu�s de la comida. Mi ama quiso que nos retir�semos; pero do�a Elvira, que conoci� nuestra gana de o�r la explicaci�n de aquel cuadro, tuvo la benignidad de decirnos que nos qued�semos, a�adiendo que la historia que iba a referir no era de aquellas que ped�an secreto. Un poco despu�s principi� su relaci�n en los t�rminos siguientes: CAPITULO IV El casamiento por venganza. NOVELA �Rogerio, rey de Sicilia, tuvo un hermano y una hermana. El hermano, que se llamaba Manfredo, se rebel� contra �l y encendi� en el reino una guerra no menos sangrienta que peligrosa; pero tuvo la desgracia de perder dos batallas y de caer en manos del rey, quien se content� con privarle de la libertad en castigo de su rebeli�n, clemencia que s�lo produjo el efecto de ser tenido por b�rbaro en el concepto de algunos vasallos suyos, persuadidos de que no hab�a perdonado la vida a su hermano sino para ejercer en �l una venganza lenta e inhumana. Todos los dem�s, con mayor fundamento, atribu�an a sola su hermana Matilde el duro trato que a Manfredo se le daba en la prisi�n. Con efecto, esta princesa siempre hab�a aborrecido a aquel desgraciado pr�ncipe y no ces� de perseguirle mientras �l vivi�. Muri� Matilde poco despu�s de Manfredo y su temprana muerte se tuvo como un justo castigo de su desapiadado coraz�n. �Dej� dos hijos Manfredo, ambos de tierna edad. Vacil� por alg�n tiempo Rogerio sobre si les har�a quitar la vida, temiendo que en edad m�s avanzada no les ocurriese la idea de vengar el cruel trato que se hab�a dado a su padre, resucitando un partido que todav�a se sent�a con fuerzas para causar peligrosas turbaciones en el Estado. Comunic� su pensamiento al senador Leoncio Sifredo, su primer ministro, quien, para disuadirle de aquel intento, se encarg� de la educaci�n del pr�ncipe Enrique, que era el primog�nito, y aconsej� al rey que confiase la del m�s joven, por nombre don Pedro, al condestable de Sicilia. Persuadido Rogerio de que estos dos fieles ministros educar�an a sus sobrinos con toda la sumisi�n que a �l se le deb�a, los entreg� a su lealtad y cuidado, tomando para s� el de su sobrina Constanza. Era �sta de la edad de Enrique e hija �nica de la princesa Matilde. P�sole maestros que la ense�asen y criadas que la sirviesen, sin perdonar nada para su educaci�n. �Ten�a Sifredo una quinta, distante dos leguas cortas de Palermo, en un sitio llamado Belmonte. En ella se dedic� este ministro a dar a Enrique una ense�anza por la que mereciese con el tiempo ocupar el real trono de Sicilia. Descubri� desde luego en aquel pr�ncipe prendas tan amables, que se aficion� a �l como si no tuviera otros hijos, aunque era padre de dos ni�as. La mayor, que se llamaba do�a Blanca, contaba un a�o menos que el pr�ncipe y estaba dotada de singular hermosura; la menor, por nombre Porcia, cuyo nacimiento hab�a costado la vida a su madre, se hallaba a�n en la cuna. Enamor�ronse uno de otro, Blanca y Enrique, luego que fueron capaces de amar; pero no ten�an libertad de hablarse a solas. Sin embargo, no dejaba el pr�ncipe de lograr tal cual vez alguna ocasi�n para ello. Aprovech� tan bien aquellos preciosos momentos, que pudo persuadir a la hija de Sifredo a que le permitiese poner por obra un designio que estaba meditando. Sucedi� oportunamente en aquel tiempo que Leoncio, de orden del rey, se vi� precisado a hacer un viaje a una de las provincias m�s remotas de la isla, y durante su ausencia mand� Enrique hacer una abertura en el tabique de su cuarto, que estaba pared por medio del de do�a Blanca. Cerr�la con un bastidor y tablas de madera, tan ajustadas a la abertura y pintadas del mismo color del tabique, que no se distingu�a de �l ni era f�cil se conociese el artificio. Un h�bil arquitecto, a quien el pr�ncipe hab�a confiado su proyecto, ejecut� esta obra, con tanta diligencia como secreto. �Por esta puerta se introduc�a algunas veces el enamorado Enrique en el cuarto de do�a Blanca, pero sin abusar jam�s de aquella licencia. Si Blanca tuvo la imprudencia de permitir una entrada secreta en su estancia, fu�, no obstante, confiada en las palabras que �l le hab�a dado de que nunca pretender�a de ella sino los favores m�s inocentes. Hall�la una noche extraordinariamente inquieta y sobresaltada. Era el caso el haber sabido que Rogerio estaba gravemente enfermo y que hab�a despachado una estrecha orden a Sifredo de que pasase a la corte prontamente para otorgar ante �l su testamento, como gran canciller del reino. Figur�base ver a Enrique ya en el trono y tem�a perderle cuando se viese en aquella elevaci�n; este temor le causaba mucha inquietud. Ten�a ba�ados de l�grimas los ojos cuando entr� en su cuarto Enrique. �Se�ora--le dijo--, �qu� novedad es �sta? �Cu�l es el motivo de esa profunda tristeza?� �Se�or--respondi� ella--, no puedo ocultaros mi sobresalto. El rey vuestro t�o dejar� presto de vivir y vos ocupar�is su lugar. Cuando considero lo que va a alejaros de m� vuestra nueva grandeza, confieso que me aflijo. Un monarca mira las cosas con ojos muy diversos que un amante, y aquello mismo que era todo su embeleso cuando reconoc�a un poder superior al suyo, apenas le hace m�s que una ligera impresi�n en la elevaci�n del trono. Sea presentimiento, sea raz�n, siento en mi pecho movimientos que me agitan y que no alcanza a calmar toda la confianza a que me alienta vuestra bondad. No desconf�o de vuestro amor; desconf�o solamente de mi ventura.� �Adorable Blanca--replic� el pr�ncipe--, obl�ganme tus temores y ellos justifican mi pasi�n a tus atractivos; pero el exceso a que llevas tus desconfianzas ofende mi amor y--si me atrevo a decirlo--la estimaci�n que me debes. �No, no! No pienses que mi suerte pueda separarse de la tuya; cree m�s bien que t� sola ser�s siempre mi alegr�a y mi felicidad. Destierra, pues, de ti ese vano temor. �Es posible que quieras turbar con �l estos felic�simos momentos?� ��Ah, se�or--replic� la hija de Leoncio--, luego que vuestros vasallos os vean coronado, os pedir�n por reina una princesa que descienda de una larga serie de reyes, cuyo brillante himeneo a�ada nuevos Estados a los vuestros, y tal vez, �ay!, vos corresponder�is a sus esperanzas aun a pesar de vuestras m�s firmes promesas!� ��Y por qu�--repuso Enrique, no sin alguna alteraci�n--, por qu� te anticipas a figurarte una idea triste de lo venidero? Si el Cielo dispusiera del rey mi t�o, juro que te dar� la mano en Palermo a presencia de toda mi corte. As� lo prometo, poniendo por testigo todo lo m�s sagrado que se conoce entre nosotros.� �Aquiet�se la hija de Sifredo con las protestas de Enrique, y lo restante de la conversaci�n se redujo a hablar de la enfermedad del rey, manifestando Enrique en este caso la bondad y nobleza de su coraz�n. Mostr�se muy afligido del estado en que se hallaba el monarca su t�o, pudiendo m�s en �l la fuerza de la sangre que el atractivo de la corona. Pero aun no sab�a Blanca todas las desdichas que la amenazaban. Habi�ndola visto el condestable de Sicilia a tiempo que ella sal�a del cuarto de su padre, un d�a que �l hab�a venido a la quinta de Belmonte a negocios importantes, qued� ciegamente prendado de ella. Pidi�sela a Sifredo al d�a siguiente y �ste se la concedi�; mas, sobreviniendo al mismo tiempo la enfermedad de Rogerio, se suspendi� el casamiento, del que do�a Blanca no hab�a sido sabedora. �Una ma�ana, al acabar Enrique de vestirse, qued� singularmente sorprendido de ver entrar en su cuarto a Leoncio, seguido de do�a Blanca. �Se�or--le dijo aquel ministro---, vengo a daros una noticia que sin duda os afligir�, pero acompa�ada de un consuelo que podr� mitigar en parte vuestro dolor. Acaba de morir el rey vuestro t�o, y por su muerte qued�is heredero de la corona. La Sicilia es ya vuestra. Los grandes del reino est�n aguardando en Palermo vuestras �rdenes. Yo, se�or, vengo encargado de ellos a recibirlas de vuestra boca, y en compa��a de mi hija Blanca, para rendiros los dos el primero y m�s sincero homenaje que os deben todos vuestros vasallos.� Al pr�ncipe no le cogi� de nuevo esta noticia, por estar ya informado dos meses antes de la grave enfermedad que padec�a el rey, que poco a poco iba acabando con �l. Sin embargo, qued� suspenso alg�n tiempo; pero rompiendo despu�s el silencio y volvi�ndose a Leoncio, le dijo estas palabras: �Prudente Sifredo, te miro y te mirar� siempre como a padre y me alegrar� de gobernarme por tus consejos; t� ser�s rey de Sicilia m�s que yo.� Dicho esto, se lleg� a una mesa, donde hab�a una escriban�a, tom� un pliego de papel y ech� en �l su firma en blanco. ��Qu� hac�is, se�or?�, le interrumpi� Sifredo. �Mostraros mi amor y mi gratitud�, respondi� Enrique; y en seguida present� a Blanca aquel papel y firma, dici�ndole: �Recibid, se�ora, esta prenda de mi fe y del dominio que os doy sobre mi voluntad.� Tom�la Blanca, cubri�ndose su hermosa cara de un honest�simo rubor, y respondi� al pr�ncipe: �Recibo con respeto la gracia de mi rey, pero estoy sujeta a un padre y espero que no llevar�is a mal ponga en sus manos vuestro papel, para que use de �l como le aconsejare su prudencia.� �Entreg� efectivamente a su padre el papel con la firma en blanco de Enrique. Conoci� entonces Sifredo lo que hasta aquel punto no hab�a descubierto su penetraci�n. Comprendi� toda la intenci�n del pr�ncipe y le contest� diciendo: �Espero que vuestra majestad no tendr� motivo para arrepentirse de la confianza que se sirve hacer de m�, y est� bien seguro de que jam�s abusar� de ella.� �Amado Leoncio--interrumpi� Enrique--, no temas que pueda llegar semejante caso; sea el que fuere el uso que hicieres de mi papel, no dudes que siempre lo aprobar�. Ahora vuelve a Palermo, disp�n todo lo necesario para mi coronaci�n y di a mis vasallos que voy prontamente a recibir el juramento de su fidelidad y a darles las mayores seguridades de mi amor.� Obedeci� el ministro las �rdenes de su nuevo amo y march� a Palermo, llevando consigo a do�a Blanca. �Pocas horas despu�s parti� tambi�n de Belmonte el mismo Enrique, pensando m�s en su amor que en el elevado puesto a que iba a ascender. �Luego que se dej� ver en la ciudad, resonaron en el aire mil aclamaciones de alegr�a, y entre ellas entr� Enrique en palacio, donde hall� ya hechos todos los preparativos para su coronaci�n. Encontr� en �l a la princesa Constanza, vestida de riguroso luto, mostr�ndose traspasada de dolor por la muerte de Rogerio. Hici�ronse los dos sobre este asunto rec�procos cumplidos, y ambos los desempe�aron con discreci�n, aunque con algo m�s de frialdad por parte de Enrique que por la de Constanza, la cual, no obstante los disturbios de la familia, nunca hab�a querido mal a este pr�ncipe. Ocup� el rey el trono y la princesa se sent� a su lado, en una silla puesta un poco m�s abajo. Los magnates del reino se sentaron donde a cada uno, seg�n su clase o empleo, le correspond�a. Empez� la ceremonia, y Leoncio, que como gran canciller del reino era depositario del testamento del difunto rey, di� principio a ella, ley�ndolo en alta voz. Conten�a en substancia que, hall�ndose el rey sin hijos, nombraba por sucesor en la corona al hijo primog�nito de Manfredo, con la precisa condici�n de casarse con la princesa Constanza, y que si no quer�a darle la mano de esposo, quedase exclu�do de la corona de Sicilia y pasase �sta al infante don Pedro, su hermano menor, bajo la misma condici�n. �Qued� Enrique altamente sorprendido al o�r esta cl�usula. No se puede expresar la pena que le caus�, pero creci� hasta lo sumo cuando, acabada la lectura del testamento, vi� que Leoncio, hablando con todo el Consejo, dijo as�: �Se�ores, habiendo puesto en noticia de nuestro nuevo monarca la �ltima disposici�n del difunto rey, este generoso pr�ncipe consiente en honrar con su real mano a su prima la princesa Constanza.� Interrumpi� el rey al canciller, dici�ndole conturbado: ��Acordaos, Leoncio, del papel que Blanca!...� �Se�or--respondi� Sifredo, interrumpi�ndole con precipitaci�n, sin darle tiempo a que se explicase m�s--, ese papel es �ste que presento al Consejo. En �l reconocer�n los grandes del reino el augusto sello de vuestra majestad, la estimaci�n que hace de la princesa y su ciega deferencia a las �ltimas disposiciones del difunto rey su t�o.� Acabadas de decir estas palabras, comenz� a leer el papel en los t�rminos en que �l mismo le hab�a llenado. En �l promet�a el nuevo monarca a sus pueblos, en la forma m�s aut�ntica, casarse con la princesa Constanza, conform�ndose con las intenciones de Rogerio. Resonaron en la sala los aplausos de todos los circunstantes, diciendo: ��Viva el magn�nimo rey Enrique!� Como era notoria a todos la aversi�n que este pr�ncipe hab�a tenido siempre a la princesa, tem�an, no sin raz�n, que, indignado de la condici�n del testamento, excitase movimientos en el reino y se encendiese en �l una guerra civil que le desolase; pero asegurados los grandes y el pueblo con la lectura del papel que acababan de o�r, esta seguridad di� motivo a las aclamaciones universales, que despedazaban secretamente el coraz�n del nuevo rey. �Constanza, que por su propia gloria, y guiada de un afecto de cari�o, ten�a en todo esto m�s inter�s que otro alguno, se aprovech� de aquella ocasi�n para asegurarle de su eterno reconocimiento. Por m�s que el pr�ncipe quiso disimular su turbaci�n, era tanta la que le agitaba cuando recibi� el cumplido de la princesa, que ni aun acert� a responderle con la cortesana atenci�n que exig�a de �l. Rindi�se al fin a la violencia que �l se hac�a, y lleg�ndose al o�do a Sifredo, que por raz�n de su empleo estaba bastante cerca de su persona, le dijo en voz baja: ��Qu� es esto, Leoncio? El papel que tu hija puso en tus manos no fu� para que usases de �l de esa manera.� �Vos falt�is... �Acordaos, se�or, de vuestra gloria!--le respondi� Sifredo con entereza--. Si no dais la mano a Constanza y no cumpl�s la voluntad del rey vuestro t�o, perdi�se para vos el reino de Sicilia.� Apenas dijo esto, se separ� del rey, para no darle lugar a que replicase. Qued� Enrique sumamente confuso, no pudiendo resolverse a abandonar a Blanca ni a dejar de partir con ella la majestad y gloria del trono. Estando dudoso largo rato sobre el partido que hab�a de tomar, se determin� al cabo, pareci�ndole haber encontrado arbitrio para conservar a la hija de Sifredo sin verse precisado a la renuncia del trono. Aparent� quererse sujetar a la voluntad de Rogerio, lisonje�ndose de que, mientras solicitaba la dispensa de Roma para casarse con su prima, granjear�a a su favor con gracias a los grandes del reino y afianzar�a su poder de manera que ninguno le pudiese obligar a cumplir la condici�n del testamento. �Abrazado este designio, se soseg� un poco, y volvi�ndose a Constanza le confirm� lo que el gran canciller le hab�a dicho en p�blico; pero en el mismo punto en que hac�a traici�n a su propio coraz�n, ofreciendo su fe a la princesa, entr� Blanca en la sala del Consejo, adonde iba de orden de su padre a cumplimentar a la princesa, y llegaron a sus o�dos las palabras que Enrique le dec�a. Fuera de eso, no creyendo Leoncio que pudiese ya dudar de su desgraciada suerte, le dijo, present�ndola a Constanza: �Rinde, hija m�a, tu fidelidad y respeto a la reina tu se�ora, dese�ndole todas las prosperidades de un floreciente reinado y de un feliz himeneo.� Golpe terrible que atraves� el coraz�n de la desgraciada Blanca. En vano se esforz� a disimular su pesar. Demud�sele el semblante, encendi�ndosele de repente y pasando en un momento de incendio a palidez, con un temblor o estremecimiento general de todo su cuerpo. Sin embargo, no entr� en sospecha alguna la princesa, pues atribuy� el desorden de sus palabras a la natural cortedad de una doncella criada lejos del trato de la Corte y poco acostumbrada a ella. No sucedi� lo mismo con el rey, quien perdi� toda su compostura y majestad a vista de Blanca, y sali� fuera de s� mismo, leyendo en sus ojos la pena que le atormentaba. No dud� que, creyendo las apariencias, ya en su coraz�n le tuviese por un traidor. No habr�a sido tan grande su inquietud si hubiera podido hablarle; pero �c�mo era esto posible a vista de toda la Sicilia, que ten�a puestos los ojos en �l? Por otra parte, el cruel Sifredo cerr� la puerta a esta esperanza. Estuvo viendo este ministro todo lo que pasaba en el coraz�n de los dos amantes, y queriendo precaver las calamidades que pod�a causar al Estado la violencia de su amor, hizo con arte salir de la concurrencia a su hija y tom� con ella el camino de Belmonte, bien resuelto, por muchas razones, a casarla cuanto antes. �Luego que llegaron a aquel sitio, le hizo saber todo el horror de su suerte. Declar�le que la hab�a prometido al condestable. ��Santo Cielo--exclam� transportada de un dolor que no bast� a contener la presencia de su padre--, y qu� crueles suplicios ten�as guardados para la desgraciada Blanca!� Fu� tan violento su arrebato, que todas las potencias de su alma quedaron suspensas. Helado su cuerpo, fr�o y p�lido, cay� desmayada en los brazos de su padre. Conmovi�ronse las entra�as de �ste vi�ndola en aquel estado. Sin embargo, aunque sinti� vivamente lo que padec�a su hija, se mantuvo firme en su primera determinaci�n. Volvi� Blanca en s�, m�s por la fuerza de su mismo dolor que por el agua con que la roci� su padre. Abri� sus desmayados ojos, y viendo la prisa que se daba a socorrerla, �Se�or--le dijo con voz casi apagada--, me averg�enzo de que hay�is visto mi flaqueza; pero la muerte, que no puede tardar ya en poner fin a mis tormentos, os librar� presto de una hija desdichada que sin vuestro consentimiento se atrevi� a disponer de su coraz�n.� �No, amada Blanca--respondi� Leoncio--, no morir�s; antes bien, espero que tu virtud volver� presto a ejercer sobre ti su poder. La pretensi�n del condestable te da honor, pues bien sabes que es el primer hombre del Estado...� �Estimo su persona y su gran m�rito--interrumpi� Blanca--; pero, se�or, el rey me hab�a hecho esperar...� �Hija--dijo Sifredo interrumpi�ndola--, s� todo lo que me puedes decir en este asunto. No ignoro el afecto con que miras a ese pr�ncipe, y ciertamente que en otras circunstancias, lejos de desaprobarlo, yo mismo procurar�a con todo empe�o asegurarte la mano de Enrique, si el inter�s de su gloria y el del Estado no le pusieran en precisi�n de d�rsela a Constanza. Con esta �nica e indispensable condici�n le declar� por sucesor suyo el difunto rey. �Quieres t� que prefiera tu persona a la corona de Sicilia? Cr�eme, hija, te acompa�o vivamente en el dolor que te aflige. Con todo eso, supuesto que no podemos luchar contra el destino, haz un esfuerzo generoso. Tu misma gloria se interesa en que hagas ver a todo el reino que no fuiste capaz de consentir en una esperanza a�rea; fuera de que tu pasi�n al rey pod�a dar motivo a rumores poco favorables a tu decoro; y para evitarlos, el �nico medio es que te cases con el condestable. En fin, Blanca, ya no es tiempo de deliberar; el rey te deja por un trono y da su mano a Constanza. Al condestable le tengo dada mi palabra; desemp��ala t�, te ruego, y si para resolverte fuere necesario que me valga de mi autoridad, te lo mando.� �Dichas estas palabras, la dej�, d�ndole lugar para que reflexionase sobre lo que acababa de decirle. Esperaba que, despu�s de haber pesado bien las razones de que se hab�a valido para sostener su virtud contra la inclinaci�n de su coraz�n, se determinar�a por s� misma a dar la mano al condestable. No se enga�� en esto; pero �cu�nto cost� a la infeliz Blanca tan dolorosa resoluci�n! Hall�base en el estado m�s digno de l�stima: el sentimiento de ver que hab�an pasado a ser evidencias sus presentimientos sobre la deslealtad de Enrique, y la precisi�n, no cas�ndose con �l, de entregarse a un hombre a quien no le era posible amar, causaban en su pecho unos impulsos de aflicci�n tan violentos que cada instante era un nuevo tormento para ella. �Si es cierta mi desgracia--exclamaba--, �c�mo es posible que yo resista a ella sin costarme la vida? �Despiadada suerte! �A qu� fin me lisonjeabas con las m�s dulces esperanzas si hab�as de arrojarme en un abismo de males? �Y t�, p�rfido amante, t� te entregas a otra cuando me prometes una fidelidad eterna! �Has podido tan pronto olvidarte de la fe que me juraste? �Permita el Cielo, en castigo de tu cruel enga�o, que el lecho conyugal, que vas a manchar con un perjurio, se convierta en teatro de crueles remordimientos en vez de los l�citos placeres que esperas; que las caricias de Constanza derramen un veneno en tu fementido pecho y que tu himeneo sea tan funesto como el m�o! �S�, traidor! �S�, falso! �Ser� esposa del condestable, a quien no amo, para vengarme de m� misma y para castigarme de haber elegido tan mal el objeto de mi loca pasi�n! �Ya que la religi�n no me permite darme la muerte, quiero que los d�as que me quedan de vida sean una cadena de pesares y molestias! �Si conservas todav�a alg�n amor hacia m�, ser� vengarme tambi�n de ti el arrojarme a tu vista en los brazos de otro; pero si me has olvidado enteramente, podr� a lo menos gloriarse la Sicilia de haber producido una mujer que supo castigar en s� misma la demasiada ligereza con que dispuso de su coraz�n!� �En esta dolorosa situaci�n pas� la noche que precedi� a su matrimonio con el condestable aquella infeliz v�ctima del amor y del deber. El d�a siguiente, hallando Sifredo pronta y dispuesta a su hija a obedecerle en lo que deseaba, se di� prisa a no malograr tan favorable coyuntura. Hizo ir aquel mismo d�a al condestable a Belmonte y se celebr� de secreto el matrimonio en la capilla de aquella quinta. �Oh y qu� d�a aquel para Blanca! No le bastaba renunciar a una corona, perder un amante amado y entregarse a un objeto aborrecido, sino que era menester hacerse la mayor violencia y disimular su angustia delante de un marido naturalmente celoso y que le profesaba un vehement�simo cari�o. Lleno de j�bilo el esposo porque era ya suya, no se apartaba un momento de su lado y ni aun le dejaba el triste consuelo de llorar a solas sus desgracias. Lleg� la noche, y con ella la hora en que a la hija de Leoncio se le aument� la pena. Pero �qu� fu� de ella cuando, habi�ndola desnudado sus criadas, la dejaron sola con el condestable! Pregunt�le �ste respetuosamente cu�l era el motivo de aquel decaimiento en que parec�a que estaba. Turb� esta pregunta a Blanca, quien fingi� que se sent�a indispuesta. Al pronto qued� el esposo enga�ado, pero permaneci� poco en su error. Como verdaderamente le ten�a inquieto el estado en que la ve�a, y la instaba a que se acostase, estas instancias, que ella interpret� mal, ofrecieron a su imaginaci�n la idea m�s amarga y cruel; tanto, que, no siendo ya due�a de poderse reprimir, di� libre curso a sus suspiros y a sus l�grimas. �Oh, qu� espect�culo para un hombre que pensaba haber llegado al colmo de sus deseos! Entonces ya no puso duda en que en la aflicci�n de su esposa se ocultaba alguna cosa de mal ag�ero para su amor. Con todo eso, aunque este conocimiento le puso en t�rminos casi tan deplorables como los de Blanca, pudo tanto consigo que supo disimular sus recelos. Repiti� las instancias para que se acostase, d�ndole palabra de que la dejar�a reposar quietamente todo lo que hubiese menester, y aun se ofreci� a llamar a sus criadas si juzgaba que su asistencia le pod�a servir de alg�n alivio. Respondi� Blanca, serenada con esta promesa, que solamente necesitaba dormir para reparar el desfallecimiento que sent�a. Fingi� creerla el condestable. Acost�ronse los dos y pasaron una noche muy diferente de la que conceden el amor y el himeneo a dos amantes apasionados. �Mientras la hija de Sifredo se entregaba a su dolor, andaba el condestable considerando dentro de s� qu� cosa pod�a ser la que llenaba de amargura su matrimonio. Persuad�ase que ten�a alg�n competidor; pero cuando le quer�a descubrir, se enredaban y confund�an sus ideas, y sab�a solamente que �l era el hombre m�s infeliz del mundo. Hab�a pasado con este desasosiego las dos terceras partes de la noche, cuando lleg� a sus o�dos un ruido confuso. Qued� sumamente sorprendido, sintiendo ciertos pasos lentos en su mismo cuarto. T�volo por ilusi�n, acord�ndose de que �l por s� hab�a cerrado la puerta luego que se retiraron las criadas de Blanca. Descorri�, no obstante, la cortina de la cama, para informarse por sus propios ojos de la causa que pod�a haber ocasionado aquel ruido; pero habi�ndose apagado la luz que hab�a quedado encendida en la chimenea, s�lo pudo o�r una voz d�bil y tenue que llamaba repetidamente a Blanca. Encendi�ronse entonces sus celosas sospechas, convirti�ndose en furor. Sobresaltado su honor, le oblig� a levantarse, y consider�ndose obligado a precaver una afrenta o a tomar venganza de ella, ech� mano a la espada, y con ella desnuda acudi� furioso hacia donde cre�a o�r la voz. Siente otra espada desnuda que hace resistencia a la suya; avanza, y advierte que el otro se retira. Sigue al que se defiende, y de repente cesa la defensa y sucede al ruido el m�s profundo silencio. Busca a tientas por todos los rincones del cuarto al que parec�a huir, y no le encuentra. P�rase, escucha, y ya nada oye. �Qu� encanto es �ste? Ac�rcase a la puerta que a su parecer hab�a favorecido la fuga del secreto enemigo de su honra, tienta el cerrojo y h�llala cerrada como la hab�a dejado. No pudiendo comprender cosa alguna de tan extra�o suceso, llama a los criados que estaban m�s cercanos, y como para eso abri� la puerta, cerrando el paso de ella, se mantuvo con cautela para que no se escapase el que buscaba. �A sus repetidas voces acuden algunos criados, todos con luces. Toma �l mismo una y vuelve a examinar todos los rincones del cuarto, siempre con la espada desnuda. A ninguno halla y no descubre ni aun el menor indicio de que nadie haya entrado en �l, no encontr�ndose puerta secreta ni abertura por donde pudiera introducirse. Sin embargo, no le era posible cegarse ni alucinarse sobre tantos incidentes que le persuad�an de su desgracia. Esto despert� en su fantas�a gran confusi�n de pensamientos. Recurrir a Blanca para el desenga�o parec�a recurso in�til, igualmente que arriesgado, pues le importaba tanto ocultar la verdad que no se pod�a esperar de ella la m�s leve explicaci�n. Adopt�, pues, el partido de ir a desahogar su coraz�n con Leoncio, despu�s de haber mandado a los criados se fuesen, dici�ndoles que cre�a haber o�do alg�n ruido en el cuarto, pero que se hab�a equivocado. Encontr� a su suegro, que sal�a de su cuarto, habi�ndole despertado el rumor que hab�a o�do, y le cont� menudamente todo lo que le hab�a pasado, con muestras de extra�a agitaci�n y de un profundo dolor. �Sorprendi�se Sifredo al o�r el suceso y no dud� ni un solo momento de su verdad, por m�s que las apariencias la representasen poco natural, pareci�ndole desde luego que todo era posible en la ciega pasi�n del rey, pensamiento que le afligi� vivamente. Pero lejos de fomentar las celosas sospechas de su yerno, le represent� en tono de seguridad que aquella voz que se imaginaba haber o�do y aquella espada que se figuraba haberse opuesto a la suya no pod�an ser sino fantas�as de una imaginaci�n enga�ada por los celos; que no era posible que ninguno tuviese aliento para entrar en el cuarto de su hija; que la tristeza que hab�a advertido en ella pod�a ser efecto natural de alguna indisposici�n; que el honor nada ten�a que ver con las alteraciones de la salud; que la mudanza de estado en una doncella acostumbrada a vivir en la soledad y que se ve�a repentinamente entregada a un hombre, sin haber tenido tiempo para conocerle ni amarle, pod�a muy bien ser la causa de aquellos suspiros, de aquella aflicci�n y de aquel amargo llanto; que el amor en el coraz�n de las doncellas de sangre noble s�lo se encend�a con el tiempo y con los obsequios, y que as�, le aconsejaba calmase sus recelos y aumentase su amor y sus finezas, para ir disponiendo poco a poco a Blanca a mostrarse m�s cari�osa, y que le rogaba, en fin, volviese hacia ella, persuadido de que su desconfianza y turbaci�n ofend�an su virtud. �Nada respondi� el condestable a las razones de su suegro, o porque en efecto comenz� a creer que pudo haberle enga�ado la confusi�n en que estaba su esp�ritu, o porque le pareci� m�s conveniente disimular que intentar en vano convencer al anciano de un acontecimiento tan desnudo de verosimilitud. Restituy�se al cuarto de su mujer, se volvi� a la cama y procur� lograr alg�n descanso de sus penosas inquietudes a beneficio del sue�o. Por lo que toca a Blanca, no estaba m�s tranquila que �l, porque hab�a o�do claramente todo lo que oy� su esposo y no pod�a atribuir a ilusi�n un lance de cuyo secreto y motivos estaba tan enterada. Estaba admirada de que Enrique hubiese pensado en introducirse en su cuarto despu�s de haber dado tan solemnemente su palabra a la princesa Constanza, y en vez de darse el parabi�n de este paso y de que le causase alguna alegr�a, lo conceptu� como un nuevo ultraje, que encendi� en c�lera su pecho. �Mientras la hija de Sifredo, preocupada contra el joven rey, le juzgaba por el m�s p�rfido de los hombres, el desgraciado monarca, m�s prendado que nunca de su amada Blanca, deseaba hablarle, para desenga�arla contra las apariencias que le condenaban. Hubiera venido mucho m�s presto a Belmonte para este efecto a hab�rselo permitido los cuidados y ocupaciones del gobierno o si antes de aquella noche hubiera podido evadirse de la corte. Conoc�a bien todas las entradas de un sitio donde se hab�a criado y ning�n obst�culo ten�a para hallar modo de introducirse en la quinta, habi�ndose quedado con la llave de una entrada secreta que comunicaba a los jardines. Por �stos lleg� a su antiguo cuarto y desde �l se introdujo en el de Blanca. F�cil es de imaginar cu�nta ser�a la admiraci�n de este pr�ncipe cuando tropez� all� con un hombre y con una espada que sal�a al encuentro de la suya. Falt� poco para que no se descubriese, haciendo castigar en aquel mismo instante al temerario que ten�a atrevimiento de levantar su mano sacr�lega contra su propio rey; pero la consideraci�n que deb�a a la hija de Leoncio suspendi� su resentimiento; se retir� por donde hab�a entrado y, m�s turbado que antes, volvi� a tomar el camino de Palermo. Lleg� a la ciudad poco antes que despuntase el d�a y se encerr� en su cuarto, tan agitado que no le fu� posible lograr ning�n descanso, y no pens� mas que en volver a Belmonte. La seguridad de su vida, su mismo honor, y sobre todo su amor, le excitaban a que procurase saber sin dilaci�n todas las circunstancias de tan cruel acontecimiento. �Apenas se levant�, di� orden de que se previniese el tren de caza, y, con pretexto de querer divertirse en ella, se fu� al bosque de Belmonte, con sus monteros y algunos cortesanos. Caz� por disimulo alg�n tiempo, y cuando vi� que toda su comitiva corr�a tras de los perros, �l se separ� y march� solo a la quinta de Leoncio. Estaba seguro de no perderse, porque ten�a muy conocidas todas las sendas del bosque; y no permiti�ndole su impaciencia atender a la fatiga de su caballo, en breve tiempo corri� todo el espacio que le separaba del objeto de su amor. Caminaba discurriendo alg�n pretexto plausible que le proporcionase ver en secreto a la hija de Sifredo, cuando, al atravesar un sendero que iba a dar a una de las puertas del parque, vi� no lejos de s� a dos mujeres que estaban sentadas en conversaci�n a la sombra de un �rbol. No dud� que eran algunas personas de la quinta, y esta vista le caus� alg�n sobresalto; pero su agitaci�n lleg� a lo sumo cuando, volviendo aquellas mujeres la cabeza al ruido que hac�a el caballo, reconoci� que su adorada Blanca era una de ellas. Hab�a salido de la quinta llevando consigo a Nise, criada de su mayor confianza, para llorar con libertad su desdicha en aquel sitio retirado. �Luego que Enrique la conoci�, fu� volando hacia ella, precipit�se, por decirlo as�, del caballo, arroj�se a sus pies, y descubriendo en sus ojos todas las se�ales de la m�s viva aflicci�n, le dijo enternecido: �Suspende, bella Blanca, los �mpetus de tu dolor. Las apariencias confieso que me hacen parecer culpable a tus ojos; mas cuando est�s enterada del designio que he formado con respecto a ti, puede ser que lo que miras como delito te parezca una prueba de mi inocencia y del exceso de mi amor.� Estas palabras, que en el concepto de Enrique le parec�an capaces de mitigar la pena de Blanca, s�lo sirvieron para exacerbarla m�s. Quiso responderle, pero los sollozos ahogaron su voz. Asombrado el pr�ncipe de verla tan turbada, prosigui� dici�ndole: �Pues qu�, se�ora, �es posible que no pueda yo calmar el desasosiego que os agita? �Por qu� desgracia he perdido vuestra confianza, yo que expongo mi corona y hasta mi vida por conservarme s�lo para vos?� Entonces la hija de Leoncio, haciendo el mayor esfuerzo sobre s� misma para explicarse, le respondi�: �Se�or, ya llegan tarde vuestras promesas; no hay ya poder en el mundo para que en adelante sea una misma la suerte de los dos.� ��Ay, Blanca!--interrumpi� el rey precipitadamente--. �Qu� palabras tan crueles han proferido tus labios! �Qui�n ser� capaz en el mundo de hacerme perder tu amor? �Qui�n ser� tan osado que tenga aliento para oponerse al furor de un rey, que reducir�a a cenizas toda la Sicilia antes que sufrir que ninguno os robe a sus esperanzas?� ��In�til ser�, se�or, todo vuestro poder--respondi� con desmayada voz la hija de Sifredo--para allanar el invencible obst�culo que nos separa! Sabed que ya soy mujer del condestable.� ��Mujer del condestable!�, exclam� el rey dando algunos pasos atr�s, y no pudo decir m�s: tan sorprendido qued� de aquel impensado golpe. Falt�ronle las fuerzas y cay� desmayado al pie de un �rbol que estaba all� cerca. Qued� p�lido, tr�mulo y tan enajenado que s�lo ten�a libres los ojos para fijarlos en Blanca, de un modo tan tierno que desde luego la dejaba comprender cu�nto le hab�a afligido el infortunio que le anunciaba. Blanca, por su parte, le miraba tambi�n, con semblante tal que manifestaba ser muy parecidos los afectos de su coraz�n a los que tanto agitaban el de Enrique. Mir�banse los dos desventurados amantes con un silencio en que se dejaba traslucir cierta especie de horror. Por �ltimo, el pr�ncipe, volviendo alg�n tanto de su trastorno por un esfuerzo de valor, tom� de nuevo la palabra y dijo a Blanca, suspirando: ��Qu� hab�is hecho, se�ora? �Vuestra credulidad me ha perdido a m� y os ha perdido a vos!� �Resinti�se Blanca de que el rey, a su parecer, la culpase, cuando ella viv�a persuadida de que ten�a de su parte las m�s poderosas razones para estar quejosa de �l, y le dijo: �Qu�, se�or, �pretend�is por ventura a�adir el disimulo a la infidelidad? �Quer�ais que desmintiese a mis ojos y a mis o�dos y que a pesar de su testimonio os tuviese por inocente? No, se�or; confieso que no me siento con valor para hacer esta violencia a mi raz�n.� �Sin embargo--dijo el rey--, esos testigos de que tanto os fi�is os han enga�ado ciertamente. Han conspirado contra vos y os han hecho traici�n. �Tan verdad es que yo estoy inocente y que siempre os he sido fiel, como lo es que vos sois esposa del condestable!� �Pues qu�, se�or--repuso Blanca--, �negar�is que yo misma os o� confirmar a Constanza el don de vuestra mano y de vuestro coraz�n? �No asegurasteis a los grandes del reino que os conformar�ais con la voluntad del rey difunto y a la princesa que recibir�a de vuestros nuevos vasallos los homenajes que se deb�an a una reina y esposa del pr�ncipe Enrique? �Mis ojos estaban fascinados? �Confesad, confesad m�s bien, infiel, que no cre�steis deb�a contrapesar el coraz�n de Blanca el inter�s de una corona, y sin abatiros a fingir lo que no sent�s, ni quiz� hab�is sentido jam�s, decid que os pareci� asegurar mejor el trono de Sicilia con Constanza que con la hija de Leoncio! Al cabo, se�or, ten�is raz�n: igualmente desmerec�a yo ocupar un trono tan soberano como poseer el coraz�n de un pr�ncipe como vos. Era demasiada mi temeridad en aspirar a la posesi�n de uno y otro; pero vos tampoco deb�ais mantenerme en este error. No ignor�is los sobresaltos que me ha costado perderos, lo que siempre tuve por infalible para m�. �A qu� fin asegurarme lo contrario? �A qu� fin tanto empe�o en desvanecer mis temores? Entonces me hubiera quejado de mi suerte y no de vos y hubiera sido siempre vuestro mi coraz�n, ya que no pod�a serlo una mano que ning�n otro pudiera jam�s haber logrado de m�. Ya no es tiempo de disculparos. Soy esposa del condestable, y por no exponerme a las consecuencias de una conversaci�n que mi gloria no me permite alargar sin padecer mucho el rubor, dadme licencia, se�or, para cortarla y para que deje a un pr�ncipe a quien ya no me es l�cito escuchar.� �Dicho esto, se alej� de Enrique con toda la celeridad que le permit�a el estado en que se encontraba. ��Aguardaos, se�ora!--clamaba Enrique--. �No desesper�is a un pr�ncipe resuelto a dar en tierra con el trono que le ech�is en cara haber preferido a vos, antes que corresponder a lo que esperan de �l sus nuevos vasallos!� �Ya es in�til ese sacrificio--respondi� Blanca--. Debierais haber impedido que diese la mano al condestable antes de abandonaros a tan generosos impulsos; y puesto que ya no soy libre, me importa poco que Sicilia quede reducida a pavesas ni que deis vuestra mano a quien quisiereis. Si tuve la flaqueza de dejar sorprender mi coraz�n, tendr� a lo menos valor para sofocar sus movimientos y que vea el rey de Silicia que la esposa del condestable ya no es ni puede ser amante del pr�ncipe Enrique.� Al decir estas palabras, se hall� a la puerta del parque, entr�se en �l con precipitaci�n, acompa�ada de Nise, cerr� la puerta con �mpetu y dej� al rey traspasado de dolor. No pod�a menos de sentir �l la profunda herida que hab�a abierto en su coraz�n la noticia del matrimonio de Blanca. ��Injusta Blanca! �Blanca cruel!--exclamaba--. �Es posible que as� hubieses perdido la memoria de nuestras rec�procas promesas? A pesar de mis juramentos y los tuyos, estamos ya separados. �Conque no fu� mas que una ilusi�n la idea que yo me hab�a formado de ser alg�n d�a el �nico due�o tuyo? �Ah, cruel y qu� caro me cuesta el haber llegado a conseguir que mi amor fuese de ti correspondido!� �Represent�sele entonces a la imaginaci�n con la mayor viveza la fortuna de su rival, acompa�ada de todos los horrores de los celos; y esta pasi�n se apoder� tan fuertemente de �l por algunos momentos, que le falt� poco para sacrificar a su resentimiento al condestable y aun al mismo Sifredo. Pero poco despu�s entr� la raz�n a calmar los �mpetus de su c�lera. Con todo eso, cuando consideraba imposible el desimpresionar a Blanca del concepto en que estaba de su infidelidad, se desesperaba. Lisonje�base de que cambiar�a aquel concepto si hallaba arbitrio para hablarla a solas. Animado con este pensamiento, se persuadi� de que era menester alejar de su compa��a al condestable, y resolvi� hacerle prender como a reo sospechoso en las circunstancias en que se hallaba el Estado. En este supuesto, di� la orden competente al capit�n de sus guardias, el cual parti� a Belmonte, se apoder� de su persona a la entrada de la noche y llev�le consigo al castillo de Palermo. �Constern�se el palacio de Belmonte con este acontecimiento. Sifredo parti� al punto a responder al rey de la inocencia de su yerno y a representarle las funestas consecuencias de semejante prisi�n. Previendo bien el rey este paso que su ministro dar�a, y deseando lograr un rato de libre conversaci�n con Blanca antes de dar libertad al condestable, hab�a mandado expresamente que no se dejase entrar a nadie en su cuarto aquella noche. Pero Sifredo, a pesar de esta prohibici�n, logr� introducirse en la estancia del rey. �Se�or--le dijo luego que se vi� en su presencia--, si es permitido a un respetuoso y fiel vasallo quejarse de su soberano, vengo a quejarme de vos a vos mismo. �Qu� delito ha cometido mi yerno? �Ha considerado vuestra majestad la eterna afrenta de que cubre a mi familia y las resultas de una prisi�n que puede alejar de su servicio a las personas que ocupan los primeros puestos del Estado?� �Tengo avisos ciertos--respondi� el rey--de que el condestable mantiene inteligencias criminales con el infante don Pedro.� ��El condestable inteligencias criminales!--interrumpi� sorprendido Leoncio--. �Ah, se�or! �No lo crea vuestra majestad! Sin duda, han abusado de vuestro magn�nimo coraz�n. La traici�n nunca tuvo entrada en la familia de Sifredo; b�stale al condestable ser yerno m�o para hallarse en este punto al abrigo de toda sospecha. El est� inocente; otros motivos secretos son los que os han inducido a prenderle.� �Puesto que me hablas con tanta claridad--repuso el rey--, quiero corresponderte con la misma. T� te quejas de que yo haya mandado arrestar al condestable. �Ah! �Y no podr� yo tambi�n quejarme de tu crueldad? �T�, b�rbaro Sifredo, t� eres el que me has arrebatado inhumanamente mi reposo, poni�ndome en situaci�n, con tus cuidados oficiosos, de que envidie la suerte de los hombres m�s infelices! �No, no te lisonjees de que yo adopte tus ideas! �Vanamente est� resuelto mi matrimonio con Constanza!...� ��Qu�, se�or!--interrumpi� estremeci�ndose Leoncio--. �C�mo ser� posible que no os cas�is con la princesa, despu�s de haberla lisonjeado con esta esperanza a vista de todo el reino?� �Si es que enga�o su esperanza--repuso el monarca--, �chate a ti solo la culpa. �Por qu� me pusiste t� mismo en precisi�n de ofrecer lo que no pod�a cumplir? �Qui�n te oblig� a escribir el nombre de Constanza en un papel que se hab�a hecho para tu hija? Sab�as muy bien mi intenci�n. �Qui�n te di� autoridad para tiranizar el coraz�n de Blanca, oblig�ndola a casarse con un hombre a quien no amaba? �Y qui�n te la di� sobre el m�o para disponer de �l en favor de una princesa a quien miro con horror? �Te has olvidado ya de que es hija de aquella cruel Matilde, que, atropellando todos los derechos de la sangre y de la humanidad, hizo expirar a mi padre entre los hierros del m�s duro cautiverio? �Y a �sta quer�as t� que yo diese mi mano? �No, Sifredo, no aguardes de m� este paso! �Antes de ver encendidas las teas de tan horrible himeneo, ver�s arder toda la Sicilia y anegados de sangre sus campos!� ��Qu� es lo que escucho!--exclam� Leoncio--. �Qu� terribles amenazas, qu� funestos anuncios me hac�is! �Pero en vano me sobresalto!--continu�, mudando de tono--. �No, se�or, nada de esto temo! Es demasiado el amor que profes�is a vuestros vasallos para acarrearles tan triste suerte. No ser� capaz un ciego amor de avasallar vuestra raz�n. Echar�ais un eterno borr�n a vuestras virtudes si os dejarais llevar de las flaquezas propias de hombres vulgares. Si yo di mi hija al condestable fu�, se�or, �nicamente por granjear para vuestro servicio a un hombre valeroso que, con la fuerza de su brazo y del ej�rcito que tiene a su disposici�n, apoyase vuestros intereses contra las pretensiones del pr�ncipe don Pedro. Pareci�me que uni�ndole a mi familia con lazos tan estrechos...� ��Ah, que esos lazos--interrumpi� Enrique--, esos funestos lazos son los que a m� me han perdido! �Cruel amigo! �Qu� te hab�a hecho yo para que descargases sobre m� tan duro e intolerable golpe? Hab�ate encargado que manejases mis intereses; pero �cu�ndo te di facultad para que esto fuese a costa de mi coraz�n? �Por qu� no dejaste que yo mismo defendiese mis derechos? �Par�cete que no tendr�a valor ni fuerzas para hacerme obedecer de todos los vasallos que osasen oponerse a mi voluntad? Si el condestable fuese uno de ellos, sabr�a yo muy bien castigarle. Ya s� que los reyes no han de ser tiranos y que su primera obligaci�n es la de mirar por la felicidad de sus pueblos; pero �han de ser esclavos de �stos los mismos soberanos, y esto desde el momento en que el Cielo los elige para gobernarlos? �Pierden por ventura el derecho que la misma naturaleza concedi� a todos los hombres de ser due�os de sus afectos? �Ah, Leoncio, si los reyes han de perder aquella preciosa libertad que gozan los dem�s hombres, ah� te abandono una corona que t� me aseguraste a costa de mi sosiego!� �Se�or--replic� el ministro--, no puede ignorar vuestra majestad que el rey su t�o sujet� la sucesi�n al trono a la preciosa condici�n del matrimonio con la princesa Constanza.� ��Y qui�n di� autoridad al rey mi t�o--repuso acalorado Enrique--para establecer tan violenta como injusta disposici�n? �Hab�a recibido acaso �l tan indigna ley de su hermano el rey don Carlos cuando entr� a sucederle? �Y por ventura deb�as t� tener la flaqueza de someterte a una condici�n tan inicua? Cierto que para un gran canciller est�s poco enterado de nuestros usos. En una palabra, cuando promet� mi mano a Constanza fu� involuntaria mi promesa, que nunca tuve intenci�n de cumplir. Si don Pedro funda su esperanza de ascender al trono en mi constante resoluci�n de no efectuar aquella palabra, no mezclemos a los pueblos en una contienda que har�a derramar mucha sangre. La espada, entre nosotros solos, puede terminar la disputa y decidir cu�l de los dos ser� el m�s digno de reinar.� �No se atrevi� Leoncio a apurarle m�s, y se content� con pedir de rodillas la libertad de su yerno, la que consigui�, dici�ndole el rey: �Anda y restit�yete a Belmonte, que presto ir� all� el condestable.� Retir�se el ministro, y march� a su quinta, persuadido de que su yerno vendr�a luego a ella; pero enga��se, porque Enrique quer�a ver a Blanca aquella noche, y con este fin dilat� hasta el d�a siguiente la libertad de su esposo. �Mientras tanto, entregado �ste a sus tristes pensamientos, hac�a dentro de s� crueles reflexiones. La prisi�n le hab�a abierto los ojos y h�chole conocer cu�l era la verdadera causa de su desgracia. Entregado enteramente a la violencia de los celos, y olvidado de la lealtad que hasta all� le hab�a hecho tan recomendable, s�lo respiraba venganza. Persuadido de que el rey no malograr�a la ocasi�n y no dejar�a de ir aquella noche a visitar a do�a Blanca, para sorprenderlos a entrambos, suplic� al gobernador del castillo de Palermo le dejase salir de la prisi�n por algunas horas, d�ndole palabra de honor de que antes de amanecer se restituir�a a ella. El gobernador, que era todo suyo, tuvo poca dificultad en darle este gusto, y m�s habiendo sabido ya que Sifredo hab�a alcanzado del rey su libertad; y adem�s de eso le di� un caballo para ir a Belmonte. Parti� prontamente, lleg� al sitio, at� �l caballo a un �rbol, entr� en el parque por una puerta peque�a cuya llave ten�a, y tuvo la fortuna de introducirse en la quinta sin ser sentido de nadie. Lleg� hasta el cuarto de su mujer y se escondi� tras un biombo que hab�a en la antesala. Pensaba observar desde all� todo lo que pudiese suceder y entrar de repente en la estancia de su esposa al menor ruido que oyese. Vi� salir a Nise, que acababa de dejar a su ama y se retiraba a un cuarto inmediato, donde ella dorm�a. �La hija de Sifredo, que f�cilmente hab�a penetrado el verdadero motivo del arresto de su marido, tuvo por cierto que aquella noche no volver�a �ste a Belmonte, aunque su padre le hab�a dicho haberle el rey asegurado que le seguir�a presto. Igualmente se presumi� que el rey aprovechar�a aquella ocasi�n para verla y hablarla con libertad. Con este pensamiento le estaba esperando para afearle una acci�n que para ella pod�a tener terribles consecuencias. Con efecto, poco tiempo despu�s que Nise se hab�a retirado se abri� la falsa puerta y apareci� el rey, quien, arroj�ndose a los pies de Blanca, le dijo: ��No me conden�is hasta haberme o�do! Si mand� arrestar al condestable, considerad que ya no me restaba otro medio para justificarme. Si es delincuente este artificio, la culpa es de vos sola. �Por qu� os negasteis a o�rme esta ma�ana? Tardar� poco en verse libre vuestro esposo, y entonces, �ay de m�!, ya no tendr� recurso para hablaros. O�dme, pues, por �ltima vez. Si vuestro padre ocasiona mi desventurada suerte, al menos concededme el triste consuelo de participaros que yo no me he atra�do este infortunio por mi infidelidad. Si ratifiqu� a Constanza la promesa de mi mano fu� porque en las circunstancias en que me puso Sifredo no pod�a hacer otra cosa. Erame preciso enga�ar a la princesa por vuestro inter�s y por el m�o, para aseguraros la corona y la mano de vuestro amante. Ten�a esperanza de conseguirlo y hab�a tomado mis medidas para romper aquella obligaci�n; pero vos destruisteis mi plan, y disponiendo con demasiada facilidad de vuestra persona, preparasteis un eterno dolor a dos corazones que un entra�able amor hubiera hecho perpetuamente felices.� �Di� fin a este breve razonamiento con se�ales tan visibles de una verdadera desesperaci�n, que Blanca se enterneci�, y ya no le qued� la menor duda de la inocencia de Enrique. Alegr�se un poco al principio, pero un momento despu�s fu� en ella m�s vivo el dolor de su desgracia. ��Ah, se�or!�--dijo--. Despu�s de lo que ha dispuesto de nosotros la suerte, me causa nueva pena el saber que est�is inocente. �Qu� es lo que he hecho, desdichada de m�? �Enga��me mi resentimiento! Juzgu� que me hab�ais abandonado y, arrebatada de despecho, recib� la mano del condestable, que mi padre me present�. �Ah, infeliz! �Yo fu� la delincuente y yo misma fabriqu� nuestra desgracia! �Conque cuando estaba tan quejosa de vos, acus�ndoos en mi coraz�n de que me hab�ais enga�ado, era yo, imprudente y liger�sima amante, la que romp�a los lazos que hab�a jurado hacer indisolubles! �Vengaos ahora, se�or, pues os toca hacerlo! �Aborreced a la ingrata Blanca! �Olvidad!...� ��Y os parece que lo podr� hacer, se�ora?--interrumpi� Enrique tristemente--. �Qu�! �Ser� posible arrancar de mi coraz�n una pasi�n que ni aun vuestra injusticia podr� sofocar?� �Con todo eso, se�or--dijo suspirando la hija de Sifredo--, es menester que os esforc�is para conseguirlo.� �Y vos, se�ora--replic� el rey--, �ser�is capaz de hacer ese esfuerzo?� �No me prometo lograrlo--respondi� Blanca--, pero nada omitir� para ello; lo intentar� cuanto pueda.� ��Ah, cruel!--exclam� el rey--. �F�cilmente olvidar�is a Enrique, puesto que ten�is tal pensamiento!� �Y vos, se�or, �qu� es lo que pens�is?--repuso Blanca con entereza--. �Os lisonje�is de que os tolere continuar en obsequiarme? �No teng�is tal esperanza! Si no quiso el Cielo que naciese para reina, tampoco me form� para que diese o�dos a ning�n amor que no sea leg�timo. Mi esposo es, igualmente que vos, de la nobil�sima Casa de Anjou, y aun cuando lo que debo s�lo a �l no fuera un obst�culo invencible a vuestros amorosos servicios, mi honor jam�s podr�a permitirlos. Suplico, pues, a vuestra majestad que se retire y que haga �nimo de no volverme a ver.� ��Oh qu� tiran�a!--exclam� el rey--. �Es posible, Blanca, que me trat�is con tanto rigor? �Conque no basta para atormentarme el que yo os vea esposa del condestable, sino que quer�is adem�s privarme de vuestra vista, �nico consuelo que me queda!� ��Huid cuanto antes, se�or!--respondi� la hija de Sifredo derramando algunas l�grimas--. �La vista de lo que se ha amado tiernamente deja de ser un bien luego que se pierde la esperanza de poseerlo! �Adi�s, se�or; retiraos de mi presencia! Deb�is este esfuerzo a vuestra gloria y a mi reputaci�n. Tambi�n os lo pido por mi reposo, porque al fin, aunque mi virtud no se altera con los movimientos de mi coraz�n, la memoria de vuestra ternura me presenta combates tan terribles que me cuesta extraordinarios esfuerzos resistirlos.� �Pronunci� estas �ltimas palabras con tanta energ�a, que, sin advertirlo, dej� caer al suelo un candelero que estaba en una mesa detr�s de ella. Apag�se la buj�a, c�gela Blanca a tientas, abre la puerta de la antesala, y para encenderla va al gabinete de Nise, que aun no se hab�a acostado. Vuelve con luz, y apenas la vi� el rey la inst� de nuevo para que le permitiese continuar en sus obsequios. A la voz del monarca entr� repentinamente el condestable, con la espada en la mano, en el cuarto de su esposa, casi al mismo tiempo que ella; se llega a Enrique, lleno del resentimiento que su furor le inspiraba, y le dice; ��Ya es demasiado, tirano! �No me tengas por tan vil ni tan cobarde que pueda sufrir la afrenta que haces a mi honor!� ��Ah, traidor!--respondi� el rey desenvainando la espada para defenderse--. �Piensas por ventura ejecutar tu intento impunemente?� Dicho esto, principian un combate, sobremanera fogoso para que durase mucho. Temiendo el condestable que Sifredo y sus criados acudiesen demasiado pronto a los gritos que daba do�a Blanca y le estorbasen su venganza, peleaba ya sin juicio, sin conocimiento y sin cautela. Fuera de s� de furor, �l mismo se meti� por la espada de su enemigo, atraves�ndose de parte a parte hasta la guarnici�n. Cay� en tierra, y vi�ndole el rey derribado, se detuvo. �Al ver la hija de Leoncio a su esposo en tan lastimoso estado, se arroj� al suelo para socorrerle, a pesar de la repugnancia con que le miraba. El infeliz esposo, lleno de resentimiento contra ella, no se enterneci� ni aun a vista de aquel testimonio que le daba de su dolor y de su compasi�n. La muerte, que ten�a tan cercana, no bast� para apagar en �l el incendio de los celos. En aquellos �ltimos momentos s�lo se acord� de la fortuna de su competidor; idea tan ingrata y espantosa que, alentando su esp�ritu y dando un moment�neo vigor a las pocas fuerzas que le quedaban, le hizo alzar la espada, que aun ten�a en la mano, y la sepult� toda ella en el seno de su mujer, dici�ndole: ��Muere, esposa infiel, ya que los sagrados v�nculos del matrimonio no bastaron para que me conservases aquella fe que me juraste al pie de los altares! �Y t�, Enrique--prosigui� con voz desmayada--, no te glor�es ya de tu destino, puesto que no te aprovechar�s de mi desgracia! �Con esto muero contento!� Dijo estas palabras y expir�, pero con un semblante que, aun entre las sombras de la muerte, dejaba ver un no s� qu� de altivo y de terrible. El de Blanca ofrec�a a la vista un espect�culo bien diverso. Hab�a ca�do mortalmente herida sobre el moribundo cuerpo de su esposo, y la sangre de esta inocente v�ctima se confund�a con la de su homicida, cuya ejecuci�n fu� tan pronta e impensada que no di� lugar al rey para precaver su efecto. �Prorrumpi� este pr�ncipe malaventurado en un lastimoso grito cuando vi� caer a Blanca; y m�s herido que ella del golpe que le quitaba la vida, acudi� a prestarle el mismo auxilio que ella misma hab�a querido prestar a su marido y del cual hab�a sido tan mal recompensada; pero Blanca le dijo con voz desfallecida: ��Se�or, vuestra diligencia es in�til! �Soy la v�ctima que estaba pidiendo la suerte inexorable! �Quiera el Cielo que ella aplaque su c�lera y asegure la felicidad de vuestro reino!� Al acabar estas palabras, Leoncio, que hab�a acudido al eco de sus lamentosos ayes, entr� en el cuarto, y at�nito de ver los objetos que se presentaban a sus ojos, qued� inm�vil. Blanca, que no le hab�a visto, prosiguiendo su discurso con el rey, ��Adi�s, se�or!--le dijo--. �Conservad afectuosamente mi memoria, pues mi amor y mis desgracias os obligan a ello! Desterrad de vuestro pecho toda sombra de resentimiento contra mi amado padre. Respetad sus canas, compadeceos de su pena y haced justicia a su celo. Sobre todo, manifestad a todo el mundo mi inocencia; esto es lo que m�s principalmente os encargo. �Adi�s, amado Enrique!... �Yo me muero!... �Recibid mi postrer aliento!� �A estas palabras, expir�. Qued�se suspenso el rey, guardando por alg�n tiempo un profundo silencio. Rompi�le en fin, diciendo a Sifredo: ��Mira, Leoncio, la obra de tus manos! �Cont�mplala bien y considera en este tr�gico suceso el fruto de tu oficioso celo por mi servicio!� Nada respondi� el anciano: tan penetrado estaba de dolor. Pero �a qu� fin empe�arme en querer referir lo que no cabe en ninguna explicaci�n? Basta decir que uno y otro prorrumpieron en las m�s tiernas quejas luego que la vehemencia del dolor abri� camino al desahogo de los afectos interiores. �El rey conserv� toda su vida la m�s dulce memoria de su amante, sin poderse jam�s resolver a dar la mano a Constanza. El infante se colig� con ella para hacer que se cumpliese lo dispuesto por Rogerio en su testamento, pero se vieron precisados a ceder al pr�ncipe Enrique, quien triunf� al cabo de todos sus enemigos. A Sifredo le desprendi� del mando, y aun de su misma patria, el insoportable tedio que le causaba el tropel de tantas desgracias. Abandon� la Sicilia, y pas�ndose a Espa�a con Porcia, la �nica hija que le hab�a quedado, compr� esta quinta. En ella sobrevivi� quince a�os a la muerte de Blanca. Tuvo el consuelo de casar a Porcia, antes de morir, con don Jer�nimo de Silva, y yo soy el �nico fruto de este matrimonio. Esta es--prosigui� la viuda de don Pedro de Pinares--la historia de mi familia y una fiel relaci�n de las desgracias que representa ese cuadro, que mi abuelo Leoncio hizo pintar para que quedase a la posteridad un monumento de este funesto suceso.� CAPITULO V De lo que hizo do�a Aurora de Guzm�n luego que lleg� a Salamanca. Despu�s de haber la Ortiz, sus compa�eras y yo o�do esta historia, nos salimos de la sala, donde dejamos solas a do�a Aurora y do�a Elvira. Pasaron las dos lo restante del d�a en varias diversiones, sin fastidiarse una de otra, y cuando partimos al d�a siguiente, fu� tan dolorosa su separaci�n como pudiera serlo la de dos �ntimas amigas acostumbradas toda la vida a la m�s dulce y tierna compa��a. Llegamos, en fin, a Salamanca sin que nos sucediese el menor contratiempo. Alquilamos luego una casa enteramente amueblada, y la due�a Ortiz, seg�n lo que hab�amos tratado, se comenz� a llamar do�a Jimena de Guzm�n. Como hab�a sido due�a tanto tiempo, no pod�a menos de hacer bien su papel. Sali� una ma�ana con Aurora, una doncella y un paje y se encaminaron a una posada de caballeros, donde supieron que ordinariamente se alojaba Pacheco. Pregunt� la Ortiz si hab�a alg�n cuarto desocupado, y habi�ndole respondido que s�, le ense�aron uno decentemente puesto. Tom�lo de su cuenta, y aun adelant� un mes de alquiler, expresando que era para un sobrino suyo que iba de Toledo a estudiar a Salamanca y al que esperaba aquel d�a. Despu�s que la due�a y mi ama dejaron ajustado aquel alojamiento se trasladaron al suyo, y la bella Aurora, sin perder tiempo, se visti� de caballero. Para cubrir sus cabellos negros se puso una peluca rubia, y ti��ndose del mismo color las cejas, se disfraz� de suerte que parec�a un se�orito distinguido. Era garboso y desembarazado, y a no ser la cara, que era demasiadamente linda para hombre, ninguna otra cosa hac�a sospechoso su disfraz. Imit�le en el mismo la criada que le hab�a de servir de paje, y todos nos persuadimos que tambi�n �sta representar�a bien su papel, as� porque no era de las m�s hermosas como por tener cierto airecillo descarado muy a prop�sito para el personaje que le tocaba hacer. Despu�s de comer, hall�ndose las dos actrices en estado de presentarse en su teatro, esto es, en la posada de caballeros, ellas y yo marchamos all�. Met�monos en un coche y llevamos los ba�les y la ropa que era menester. La posadera, llamada Bernarda Ram�rez, nos recibi� con el mayor agasajo y nos condujo a nuestro cuarto, donde comenzamos a trabar conversaci�n con ella. Convinimos en la comida que nos hab�a de dar y en lo que hab�amos de pagarle cada mes. Pregunt�mosle despu�s si ten�a muchos hu�spedes. �Por ahora--respondi�--no tengo ninguno. Nunca me faltar�an si quisiera recibir a todo g�nero de gentes, pero mi genio no lo lleva y en mi casa s�lo admito personas de distinci�n. Esta misma noche espero a uno que viene de Madrid a concluir sus estudios. Ll�mase don Luis Pacheco, caballero de veinte a�os lo m�s, que acaso conocer�n ustedes o habr�n o�do hablar de �l.� �No--respondi� Aurora--. No ignoro que es de una familia ilustre, pero no s� sus cualidades, y habiendo de vivir en su compa��a en una misma casa tendr�a particular gusto de saber qu� hombre es.� �Se�or--repuso la hu�speda mirando al fingido caballero--, es un caballerito de linda cara, ni m�s ni menos que la vuestra, y desde luego aseguro que ambos os avendr�is bien. �Vive diez, que podr� jactarme de tener en mi casa los dos se�oritos m�s galanes y airosos de toda Espa�a!� �Seg�n eso--replic� mi ama--, ese tal caballerito habr� tenido en Salamanca mil galanteos.� ��Oh! En cuanto a eso--respondi� la vieja--, debo confesar que es un enamorado de profesi�n. Basta que se deje ver para llevarse de calle a cualquier mujer. Entre otras rob� el coraz�n de una joven y bella como ella sola, hija de un anciano doctor en leyes; y en cuanto a su cari�o hacia don Luis, es aquello que se llama locura. Su nombre es do�a Isabel.� �Pero d�game--le replic� Aurora con prontitud--, �y don Luis la corresponde igualmente?� �Que la amaba antes que volviese a Madrid--respondi� la Ram�rez--, no tiene duda; pero si ahora la quiere o no la quiere, eso es lo que yo no s�, porque el tal caballerito en este punto es poco de fiar. Corre de mujer en mujer como lo hacen com�nmente todos los de su edad y de su clase.� Apenas acababa la viuda de decir estas palabras cuando se oy� en el patio ruido de caballos. Asom�monos a la ventana y vimos dos hombres que se apeaban, que eran el mismo don Luis Pacheco, que llegaba de Madrid con su criado. Dej�nos la vieja para ir a recibirlos y prepar�se mi ama, no sin alguna conmoci�n, a representar su personaje de don F�lix. Poco despu�s vimos entrar en nuestro cuarto a don Luis, con botas y espuelas, en traje de camino. �Acabo de saber--dijo saludando a do�a Aurora--que un caballero toledano est� alojado en esta posada, y espero me permitir� le manifieste el gusto que tengo de lograr bajo un mismo techo tan buena compa��a.� Mientras respond�a mi ama a este cumplimiento, me pareci� que Pacheco estaba suspenso de ver a un caballero tan amable. Con efecto, no se pudo contener sin decirle que jam�s hab�a visto hombre tan gal�n ni tan bien plantado. Despu�s de varios discursos, acompa�ados de mil rec�procos y cortesanos cumplimientos, se retir� don Luis al cuarto que se le hab�a destinado. Mientras se hac�a quitar las botas y se mudaba de ropa, un paje que le buscaba para entregarle una carta encontr� por casualidad a do�a Aurora en la escalera, y teni�ndola por don Luis, a quien no conoc�a, �Caballero--le dijo--, aunque no conozco al se�or don Luis Pacheco, me parece no debo preguntar a usted si lo es, y estoy persuadido de que no me enga�o, seg�n las se�as que me han dado.� �No, amigo--respondi� mi ama con gran serenidad--, ciertamente que no te enga�as y sabes cumplir con puntualidad los encargos que te dan; has adivinado muy bien que soy don Luis Pacheco. Dame esa carta y vete, que ya cuidar� de enviar la respuesta.� March�se el paje, y cerr�ndose Aurora en su cuarto con su criada y conmigo abri� la carta y nos ley� lo que sigue: �Acabo de saber vuestra llegada a Salamanca. Alegr�me tanto esta noticia, que tem� perder el juicio. �Am�is todav�a a vuestra Isabel? Aseguradle cuanto antes de que no os hab�is mudado. Morir� de contento si le dais el consuelo de haberle sido fiel.� �En verdad que el papel es apasionado--dijo Aurora--y muestra un alma del todo enamorada. Esta dama es una competidora que no debe despreciarse; antes bien, juzgo que debo hacer todo lo posible para desprenderla de don Luis, haciendo cuanto me sea dable para que �l no la vuelva a ver. La empresa es algo ardua, lo confieso, mas no desconf�o de salir con ella.� Par�se a pensar sobre este punto, y un momento despu�s a�adi�: �Yo me obligo a ver enemistados a los dos en menos de veinticuatro horas.� Con efecto, habiendo Pacheco descansado un poco en su cuarto, volvi� a buscarnos al nuestro y renov� la conversaci�n con Aurora antes de cenar. �Caballero--le dijo en tono de zumba--, creo que los maridos y los amantes no han de celebrar mucho vuestra venida a Salamanca y que les ha de causar harta inquietud; yo, por lo menos, ya comienzo a temer mucho por mis damas.� �Oiga usted--le respondi� mi ama en el mismo tono--, su temor no est� mal fundado. Don F�lix de Mendoza es un poco temible; as� os lo prevengo. Ya he estado otra vez en esta ciudad y s� por experiencia que en ella no son insensibles las mujeres.� ��Qu� prueba tiene usted de ello?�, interrumpi� don Luis con presteza. �Una demostrativa--replic� la hija de don Vicente--. Habr� un mes que transit� por esta ciudad, y, habi�ndome detenido en ella no m�s que ocho d�as, en este breve tiempo--os lo digo en toda confianza--se apasion� ciegamente de m� la hija de un anciano doctor en leyes.� Conoc� que se hab�a turbado don Luis al o�r estas palabras. ��Y se podr� saber, sin pasar por indiscreto--replic�--, el nombre de esa se�ora?� ��Qu� llama usted sin pasar por indiscreto?--repuso el fingido D. F�lix--. �Pues qu� motivo puede haber para hacer de esto un misterio? �Por ventura me ten�is por m�s callado que lo son en este punto los de mi edad? �No me hag�is esa injusticia! Adem�s de que, hablando entre los dos, el objeto tampoco es digno de tan escrupuloso miramiento, porque al fin s�lo es una pobre particular, y los hombres de distinci�n no se emplean seriamente en estas gentes de poca posici�n, y aun creen que les hacen mucho honor en quitarles el cr�dito. Dir�os, pues, sin reparo, que la hija del tal doctor se llama Isabel.� �Y el tal doctor--interrumpi�, impaciente ya, Pacheco--, �se llama acaso el se�or Marcos de la Llana?� ��Justamente!--respondi� mi ama--. Lea usted este papel que acaba de enviarme; por �l ver� si me quiere bien la tal ni�a.� Pas� los ojos don Luis por el billete, y conociendo la letra se qued� confuso. ��Qu� veo!--prosigui� entonces Aurora con admiraci�n--. �Parece que se os muda el color! Creo, �Dios me lo perdone!, que tom�is inter�s por esa dama. �Oh y cu�nto me pesa de haber hablado con tanta franqueza!� �Antes bien, os doy gracias por ello--replic� don Luis en un tono mezclado de c�lera y despecho--. �Ah, p�rfida! �Ah, inconstante! �Oh, don F�lix, y qu� favor os merezco! �Me hab�is sacado de un error en que quiz� hubiera estado largo tiempo! Cre�a que me amaba. �Qu� digo amaba? �Me parec�a que me adoraba Isabel! Yo miraba con alg�n aprecio a esta muchacha, pero ahora veo que es una mujer digna de mi mayor desprecio.� �Apruebo vuestro noble modo de pensar--dijo Aurora, manifestando tambi�n por su parte mucha indignaci�n--. �La hija de un doctor en leyes debiera tenerse por muy dichosa en que la quisiese un caballerito de tanto m�rito como vos! No puedo disculpar su veleidad, y, lejos de aceptar el sacrificio que me hace de vos, quiero castigarla, despreciando sus favores.� �Por lo que a m� toca--dijo Pacheco--, juro no volverla a ver en toda mi vida, y �sta ser� mi �nica venganza.� �Ten�is sobrada raz�n--respondi� el fingido Mendoza--. Pero, con todo, para que conozca mejor el menosprecio con que la tratamos, ser�a yo de parecer que los dos le escribi�ramos separadamente un papel en que la insult�semos a nuestra satisfacci�n. Yo los cerrar� y se los enviar� en respuesta a su carta; mas antes de llegar a este extremo ser� bien que lo consult�is con vuestro coraz�n, no sea que alg�n d�a os arrepint�is de haber roto la amistad con Isabel.� ��No, no!--interrumpi� don Luis--. No pienso tener jam�s semejante flaqueza, y convengo desde luego en que, por mortificar a esa ingrata, se ponga inmediatamente por obra lo que hemos discurrido.� Sin perder tiempo fu� yo mismo a traerles papel y tinta, y uno y otro se pusieron a componer dos papeles muy gustosos para la hija del doctor Marcos de la Llana. Especialmente Pacheco no encontraba voces bastante fuertes que le contentasen para expresar sus sentimientos; y as�, hizo pedazos cinco o seis billetes por parecerle sus expresiones poco en�rgicas y poco duras. Al cabo compuso uno que le satisfizo, y a la verdad ten�a raz�n para quedar satisfecho, porque estaba concebido en estos t�rminos: �Aprende ya a conocerte, reina m�a, y no tengas la presunci�n de creer que yo te amo. Para esto era menester otro m�rito mayor que el tuyo. No veo en ti el menor atractivo que merezca mi atenci�n mas que por un momento. Solamente puedes aspirar a los inciensos que te tributar�n las hopalandas m�s miserables de la Universidad.� Escribi�, pues, esta agradable carta, y cuando Aurora acab� la suya, que no era menos ofensiva, las cerr� entrambas bajo una cubierta, y entreg�ndome el pliego, �Toma, Gil Blas--me dijo--, y haz que Isabel reciba este pliego esta noche. �Ya me entiendes!�, a�adi� gui��ndome un ojo, se�al cuyo significado entend� perfectamente. �S�, se�or--le respond�--, ser� usted servido como desea.� Responderle esto, hacerle una cortes�a y salir de casa todo fu� uno. Luego que me vi en la calle, me dije a m� mismo: ��Conque, se�or Gil Blas, parece que se hace prueba de vuestro talento y que represent�is en esta comedia el importante papel de criado confidente? �S�, se�or! �Pues, amigo m�o, es menester mostrar que tienes habilidad para desempe�ar un papel que pide tanta! El se�or don F�lix se content� con hacerte una se�a; fi�se de tu penetraci�n. �Comprendiste bien lo que aquella gui�ada quiso decir? S�, por cierto: qu�some dar a entender que entregase solamente el billete de don Luis.� No significaba otra cosa aquella gui�adura. No tuve en esto la menor duda. Conque, diciendo y haciendo, romp� el sobrescrito, saqu� de �l la carta de Pacheco y la llev� a casa del doctor Marcos, habi�ndome antes informado de d�nde viv�a. Encontr� a la puerta al mismo pajecito a quien hab�a visto en la posada de los caballeros. �Hermano--le dije--, �ser�is vos, por fortuna, el criado de la hija del se�or doctor Marcos de la Llana?� Respondi�me que s� en tono de mozo experto en estos lances, y yo le a�ad�: �Ten�is una fisonom�a tan honrada y una cara tan de amigo de servir al pr�jimo, que me atrevo a suplicaros entregu�is a vuestra ama ese papelito de cierto caballero conocido suyo.� ��Y qui�n es ese caballero?�, me pregunt� el pajecillo; y apenas le respond� que era don Luis Pacheco cuando, todo regocijado, me respondi�: ��Ah! Si el papel es de ese se�orito, s�gueme, pues tengo orden de mi ama de introducirte en su cuarto, que quiere hablarte.� Segu�le, en efecto, y llegu� a una sala, donde muy presto se dej� ver la se�ora. Qued� admirado de su hermosura; tanto, que me pareci� no haber visto facciones m�s lindas en mi vida. Ten�a un aire tan delicado y ani�ado, que parec�a ser de edad de quince a�os, sin embargo de que hab�a m�s de treinta que caminaba por s� misma sin necesidad de andadores. �Amigo--me pregunt� con cara risue�a--, �eres criado de don Luis Pacheco?� �S�, se�ora--le respond�--; tres semanas ha que entr� a servir a su merced.� Y diciendo esto le entregu� respetuosamente el fatal papel que se me hab�a encargado. Ley�le dos o tres veces, con semblante de dudar lo que sus mismos ojos ve�an. Con efecto, nada esperaba menos que semejante respuesta. Alzaba los ojos al cielo, mord�ase los labios y todos sus indeliberados movimientos hac�an patente lo que pasaba dentro de su coraz�n. Volvi�se despu�s hacia m� y me dijo: �Amigo m�o, �don Luis se ha vuelto loco desde que se ausent� de m�? No comprendo su modo de proceder. D�me, amigo, si lo sabes: �qu� motivo ha tenido para escribirme un papel tan cortesano, tan atento? �Qu� demonio le tiene pose�do? Si quiere romper conmigo, �no sabr�a hacerlo sin ultrajarme con una carta tan grosera?� �Se�ora--le respond� afectando un aire lleno de sinceridad--, es cierto que mi amo no ha tenido raz�n para eso; pero en cierta manera se vi� en t�rminos de no poder hacer otra cosa. Si me dais palabra de guardar el secreto, yo os descubrir� todo el misterio.� �Te ofrezco guardarlo--me respondi� ella prontamente--; no temas que te perjudique; y as�, expl�cate con toda libertad.� �Pues, se�ora--continu� yo--, he aqu� el caso en dos palabras. Un momento despu�s que mi amo recibi� vuestro papel, entr� en la posada una dama tapada con un manto de los m�s dobles; pregunt� por el se�or Pacheco; habl�le a solas, y de all� a alg�n tiempo, al fin de la conversaci�n, le o� decir estas precisas palabras: �Me jur�is que nunca la volver�is a ver, pero no me contento con esto; es menester que ahora mismo le escrib�is un billete, que yo misma quiero dictaros. Esto quiero absolutamente de vos.� Sujet�se don Luis a todo lo que deseaba aquella mujer, y entreg�ndome despu�s el billete, me dijo: �Toma este papel, averigua d�nde vive el doctor Marcos de la Llana y procura con ma�a que esta carta se entregue en propia mano a su hija Isabel.� De aqu� inferir�is, se�ora, que la tal carta es hechura de alguna enemiga vuestra y, por consiguiente, que mi amo poca o ninguna culpa ha tenido en esta maniobra.� ��Oh Cielos!--exclam� ella--. �Pues esto es todav�a m�s de lo que yo pensaba! �M�s me ofende su infidelidad que las indignas e injuriosas expresiones que se atrevi� a escribir su mano! �Ah, infiel! �Ha podido contraer otra amistad!� Pero, revisti�ndose de repente de altivez, a�adi� despechada: ��Aband�nese en buen hora libremente a su nuevo amor, que yo no pienso impedirlo! Decidle de mi parte que no necesitaba insultarme para obligarme a dejar libre el campo a mi competidora y que desprecio demasiado a un amante tan voltario para tener el menor deseo de atra�rmelo de nuevo.� Diciendo esto me despidi� y se retir� muy enojada contra don Luis. Yo sal� de casa del doctor Marcos de la Llana muy satisfecho de m� mismo, conociendo bien que si quer�a aprender el oficio de tercero me hallaba con suficientes talentos para salir maestro en poco tiempo. Volv�me a nuestra posada, donde encontr� cenando juntos a los se�ores Mendoza y Pacheco y en conversaci�n, con tanta confianza como si se hubieran conocido y tratado muchos a�os. Conoci� Aurora en mi alegre y risue�o semblante que no hab�a desempe�ado mal mi comisi�n. ��Conque ya est�s de vuelta, Gil Blas?--me dijo en tono festivo--. �Ea, danos cuenta de tu embajada!� Tuve, para responder, que recurrir a mi talento. Dije que hab�a entregado el pliego en mano propia a Isabel, la que, despu�s de haber le�do los dos dulc�simos y tiern�simos papeles, prorrumpi� en grandes carcajadas, como una loca, diciendo: ��Por vida m�a que los dos se�oritos escriben con bell�simo estilo! �No se puede negar que nadie es capaz de imitarlo!� �Eso--dijo mi ama--se llama sacar el caballo o salir del atolladero airosamente. �En verdad que la tal se�ora m�a es una chula de prueba y muy diestra!� �Desconozco enteramente en esta ocasi�n a do�a Isabel--interrumpi� don Luis--; la ten�a en muy distinto concepto.� �Yo tambi�n--replic� Aurora--hab�a formado otro juicio de ella. Es preciso confesar que hay mujeres que saben hacer toda clase de papeles. A una de �stas am� yo, y en verdad que se burl� de m� largo tiempo. Gil Blas lo puede decir; parec�a la mujer m�s juiciosa y m�s honesta que hab�a en todo el mundo.� �As� es--respond� yo introduci�ndome en la conversaci�n--; era capaz de enga�ar al m�s astuto, y aun a m� mismo me hubiera enga�ado.� Dieron grandes carcajadas el fingido Mendoza y el verdadero Pacheco cuando me oyeron hablar de esta suerte; y lejos de desaprobar el que yo me tomase la libertad de mezclarme en su conversaci�n, me dirig�an a menudo la palabra para divertirse con mis respuestas. Proseguimos nuestros razonamientos sobre el arte de fingir, que en supremo grado poseen las mujeres, y el resultado de nuestros discursos fu� que Isabel qued� legal y judicialmente declarada por una chula de profesi�n. Don Luis protest� de nuevo que jam�s la volver�a a ver y, a ejemplo suyo, don F�lix jur� que siempre la mirar�a con el m�s alto desprecio. Acabadas estas protestas, estrecharon m�s su amistad, prometiendo que ninguna cosa tendr�an reservada uno para otro; antes bien, que todas se las comunicar�an rec�procamente. Sobremesa se detuvieron un rato, diciendo cosas gracios�simas, y despu�s se separaron para irse a dormir cada cual a su cuarto. Yo acompa�� a Aurora hasta el suyo, donde di fiel y verdadera cuenta de la conversaci�n que hab�a tenido con la hija del doctor, sin omitir la circunstancia m�s menuda. Falt� poco para que me abrazase de pura alegr�a. �Querido Gil Blas--me dijo--, tu ingenio y habilidad me tienen encantada. Cuando nos arrastra una pasi�n en que es preciso recurrir a invenciones y estratagemas, es gran fortuna tener un criado tan advertido y tan ingenioso como t�, que tomas verdadero inter�s en nuestros asuntos. �Animo, pues, amigo m�o! �Nos hemos sacudido de una mujer que pod�a hacernos mal tercio! No me descontenta el principio, pero como los lances de amor est�n sujetos a varias revoluciones, soy de parecer que cuanto antes acometamos nuestra ideada empresa y que desde ma�ana empiece a representar su papel Aurora de Guzm�n.� Aprob� el pensamiento y, dejando al se�or don F�lix con su paje, me retir� al cuarto donde ten�a mi cama. CAPITULO VI De qu� ardides se vali� Aurora para que la amase don Luis Pacheco. El primer cuidado de los dos buenos amigos fu� reunirse al d�a siguiente, y comenzaron con abrazos, que Aurora se vi� precisada a dar y recibir para hacer bien el personaje de don F�lix. Fueron juntos a pasearse por la ciudad, acompa��ndolos yo con Chilindr�n, criado de don Luis. Par�monos a la puerta de la Universidad a leer varios carteles de libros que acababan de fijar a la puerta. Hab�a tambi�n leyendo otras muchas personas, y entre ellas se me hizo reparable un hombrecillo que hac�a cr�tica de las obras que se anunciaban. Observ� que le estaban oyendo otros con singular atenci�n y me persuad� tambi�n de que �l cre�a merecer que le escuchasen. Parec�a vano y hombre de tono decisivo, como lo suelen ser la mayor parte de las personas chiquitas. �Esa nueva traducci�n de Horacio que anuncia ese cartel con letras gordas--dec�a a los circunstantes--es una obra en prosa compuesta por un autor viejo del colegio, libro muy estimado de los escolares, que han agotado de �l ya cuatro ediciones, sin que ning�n inteligente haya comprado siquiera un ejemplar.� No era m�s favorable la cr�tica que hac�a de los dem�s libros. Todos los motejaba sin caridad; probablemente ser�a alg�n autor. Yo de buena gana le hubiera estado oyendo hasta que acabase de hablar, pero me fu� preciso seguir a don Luis y a don F�lix, que, fastidiados de aquel hombrecillo y no import�ndoles poco ni mucho los libros que criticaba, prosiguieron su camino, alej�ndose de �l y de la Universidad. Llegamos a la posada a la hora de comer. Sent�se mi ama a la mesa con Pacheco, y diestramente hizo que la conversaci�n recayese sobre su familia. �Mi padre--dijo--es un segundo de la casa de Mendoza, establecida en Toledo; mi madre es hermana carnal de do�a Jimena de Guzm�n, que hace pocos d�as vino a Salamanca en seguimiento de cierto negocio de importancia, trayendo consigo a su sobrina do�a Aurora, hija �nica de don Vicente de Guzm�n, a quien quiz� habr� usted conocido.� �No--respondi� don Luis--, pero he o�do hablar mucho de �l, igualmente que de Aurora, vuestra prima. Decidme si puedo creer todo lo que dicen de esta se�orita; me han asegurado que es sin igual en hermosura y entendimiento.� �En cuanto a entendimiento--respondi� don F�lix--, es cierto que no le falta, y tambi�n lo es que ha procurado cultivarlo; pero en cuanto a hermosura no creo que sea tanta como ponderan, cuando oigo decir que ella y yo nos parecemos mucho.� �Siendo eso as�--replic� prontamente don Luis--, queda muy acreditada su fama. Vuestras facciones son regulares; vuestra tez, muy delicada, y as�, no puede menos de ser linda vuestra prima. Yo tendr�a mucho gusto en verla y hablar con ella.� �Desde luego me ofrezco a satisfacer vuestra curiosidad--repuso el fingido Mendoza--; hoy mismo, despu�s de comer, iremos los dos a casa de mi t�a.� Mud� entonces de conversaci�n mi ama y empezaron los dos a hablar de cosas indiferentes. Por la tarde, mientras se dispon�an para ir a casa de do�a Jimena, me anticip� yo a prevenir a la due�a que se preparase para recibir esta visita. Hecha esta diligencia, me restitu� prontamente a la posada para acompa�ar a don F�lix, quien, finalmente, condujo al se�or don Luis a casa de su t�a. Apenas entraron en ella cuando se encontraron con do�a Jimena, que les hizo se�a de que metiesen poco ruido, dici�ndoles en voz baja: ��Paso, pasito! No despierten ustedes a mi sobrina, que desde ayer ac� ha estado padeciendo una furiosa jaqueca, la cual ha poco tiempo que la dej�, y habr� un cuarto de hora que la pobre ni�a se retir� a descansar un poco.� �Siento mucho esa indisposici�n--dijo Mendoza aparentando sentimiento--, porque esperaba tener el gusto de que vi�semos a mi prima, pues quer�a hacer este obsequio a mi amigo Pacheco.� �No es eso tan urgente--respondi� la Ortiz sonri�ndose--; pueden ustedes dejarlo para ma�ana.� Detuvi�ronse un rato los dos caballeritos con la vieja, y despu�s de una breve conversaci�n se retiraron. Cond�jonos don Luis a casa de un amigo suyo, llamado don Gabriel de Pedrosa, donde pasamos lo restante del d�a; cenamos con �l, y dos horas despu�s de media noche volvimos a la posada. Habr�amos andado como la mitad del camino cuando tropezamos con dos hombres que estaban tendidos en medio de la calle. Cre�amos que ser�an algunos infelices reci�n asesinados y nos paramos a socorrerlos, en caso de llegar a tiempo nuestro socorro. Mientras nos est�bamos informando del estado en que se hallaban, cuanto lo pod�a permitir la obscuridad de la noche, he aqu� que llega una ronda. El cabo nos tuvo por asesinos y di� orden a sus gentes de que nos cercasen; pero mud� de opini�n, haciendo mejor juicio, luego que nos oy� hablar, y mucho m�s cuando, a la luz de una linterna sorda, descubri� las nobles facciones de Mendoza y de Pacheco.. Mand� a los alguaciles que examinasen y reconociesen aquellos dos hombres que nosotros cre�amos asesinados, y hallaron ser un licenciado gordo y su criado, atestados enteramente de vino y perfectamente borrachos. �Se�ores--exclam� un ministril--, conozco muy bien a este gran bebedor; es el se�or licenciado Guiomar, rector de nuestra Universidad. Aqu� donde ustedes le ven es un grande hombre, un talento extraordinario. No hay fil�sofo a quien no confunda en un argumento; tiene una facundia sin igual. �L�stima es que sea tan inclinado al vino, a pleitos y a mujeres! Ahora vendr� de cenar con su Isabelilla, en donde, por desgracia, �l y el que le gu�a se habr�n emborrachado, y ambos han ca�do en el arroyo. Antes que el buen licenciado fuese rector le suced�a esto con bastante frecuencia. Los honores, como ustedes ven, no siempre mudan las costumbres.� Nosotros dejamos a los dos borrachos en manos de la ronda, que cuid� de llevarlos a casa, y nos fuimos a la nuestra, donde cada uno trat� de irse a dormir. Don F�lix y don Luis se levantaron al d�a siguiente a eso del mediod�a, y vueltos a reunir, su primera conversaci�n fu� de do�a Aurora de Guzm�n. �Gil Blas--me dijo mi ama--, v� a casa de mi t�a do�a Jimena y preg�ntale de mi parte si el se�or Pacheco y yo podemos ir hoy a ver a mi prima.� Part� al punto a desempe�ar mi comisi�n, o, por mejor decir, a quedar de acuerdo con la due�a sobre el modo con que nos hab�amos de gobernar, y despu�s que tomamos nuestras medidas puntuales volv� con la respuesta al fingido Mendoza y le dije: �Vuestra prima Aurora est� muy buena; ella misma me ha encargado os asegure que vuestra visita le ser� del mayor agrado, y do�a Jimena me encomend� afirmase al se�or Pacheco que siempre ser� muy bien recibido en su casa por vuestra recomendaci�n.� Conoc� que estas �ltimas palabras hab�an gustado mucho a don Luis. Tambi�n lo conoci� mi ama, y desde luego arguy� de ello un dichoso presagio. Poco antes de comer vino a la posada el criado de do�a Jimena y dijo a don F�lix: �Se�or, un hombre de Toledo fu� a preguntar por su merced en casa de su se�ora t�a y dej� en ella este billete.� Abri�le el fingido Mendoza y ley� en �l estas cl�usulas, en voz que las pudiesen o�r todos: �Si quer�is saber de vuestro padre, con otras noticias de consecuencia que os importan mucho, le�do �ste venid prontamente al mes�n del _Caballo Negro_, cerca de la Universidad.� �Tengo grandes deseos de saber cuanto antes estas noticias que tanto me interesan para no satisfacer mi curiosidad al momento. �Hasta luego, Pacheco!--continu�--. Si no volviere dentro de dos horas, pod�is ir vos solo a casa de mi t�a, adonde concurrir� yo tambi�n despu�s de comer. Ya sab�is el recado que os di� Gil Blas de parte de do�a Jimena; en virtud de �l pod�is con franqueza hacer esta visita.� Diciendo esto, sali� de casa, mand�ndome le siguiese. Ya se deja discurrir que en vez de tomar el camino del mes�n del _Caballo Negro_ nos fuimos derechitos a casa de la Ortiz y nos dispusimos al enredo. Quit�se Aurora sus postizos cabellos rubios, lav�se y restreg�se muy bien las cejas, visti�se de mujer y qued� como naturalmente era: una trigue�a hermosa. Puede decirse que el disfraz la transformaba de manera que do�a Aurora y don F�lix parec�an dos personas diferentes; y aun en traje de mujer parec�a m�s alta que vestida de hombre; bien es verdad que los grandes tacones aumentaban la estatura. Luego que a su hermosura a�adi� los dem�s auxilios que el arte pod�a prestarle, esper� a don Luis, con una agitaci�n mezclada de recelo y de esperanza. Unas veces confiaba en su talento y en su hermosura y otras tem�a que le saliese mal aquella tentativa. La Ortiz se dispuso por su parte lo mejor que pudo para ayudar a su ama. Por lo que hace a m�, como no conven�a que Pacheco me viese en aquella casa, y como--a semejanza de aquellos actores que s�lo aparecen en el teatro cuando est� para concluirse la comedia--no deb�a parecer en ella hasta el fin de la visita, sal� as� que acab� de comer. En fin, todo estaba ya prevenido cuando lleg� don Luis. Recibi�le do�a Jimena con el mayor agrado y tuvo con Aurora una conversaci�n que dur� de dos a tres horas. Al cabo de ellas entr� yo en la sala donde estaban, y dirigi�ndome a don Luis, le dije: �Caballero, mi amo don F�lix suplica a usted se sirva perdonarle si hoy no puede venir, porque est� con tres hombres de Toledo de quienes no puede desembarazarse.� ��Ah libertinillo!--exclam� do�a Jimena--. �Sin duda estar� de jarana!� �No, se�ora--repliqu� yo prontamente--; est� en realidad con aquellos hombres, tratando de negocios muy serios. Es cierto que le ha causado grand�simo disgusto el no poder venir aqu�, y me ha encargado dec�roslo, igualmente que a do�a Aurora.� ��Oh! �Yo no admito sus disculpas!--repuso mi ama chance�ndose--. Sabiendo que he estado indispuesta, deb�a mostrar m�s atenci�n con las personas que le son tan allegadas. �En castigo de esta falta no quiero verle en dos semanas!� ��Ah, se�ora--dijo entonces don Luis--, no tom�is tan cruel resoluci�n! S�brale a don F�lix por castigo el no haberos visto hoy.� Despu�s de haberse chanceado alg�n tiempo sobre el mismo asunto, se retir� Pacheco. La bella Aurora mud� inmediatamente de traje y volvi�se a poner su vestido de caballero. Traslad�se a la posada lo m�s breve que le fu� posible, y apenas entr� dijo a don Luis: �Perdonadme, amigo, si no pude ir a buscaros a casa de mi t�a. Hall�me con unas gentes tan pesadas que no pude, por m�s que hice, desenredarme de ellas. Lo �nico que me consuela es que, a lo menos, hab�is tenido lugar para satisfacer vuestra curiosidad y vuestros deseos. Y bien, �qu� os ha parecido mi prima? Dec�dmelo ingenuamente.� ��Qu� me ha de parecer?--respondi� Pacheco--. �Me ha hechizado! Ten�is raz�n en decir que los dos sois muy parecidos. �En mi vida he visto facciones m�s semejantes! �El mismo aire de cara, los mismos ojos, la misma boca y hasta el mismo eco de voz! No hay mas diferencia entre los dos sino que vuestra prima es algo m�s alta; es trigue�a, y vos rubio; sois festivo, y ella seria. Eso �nicamente os diferencia uno de otro. En cuanto a entendimiento--continu�--, no cabe m�s. �En una palabra: es una dama de m�rito extremado!� Pronunci� Pacheco tan fuera de s� estas �ltimas palabras, que don F�lix le dijo sonri�ndose: �P�same, amigo, de haberos proporcionado este conocimiento con do�a Jimena, y si quer�is creerme, no volv�is m�s a su casa; os lo aconsejo por vuestra quietud. Do�a Aurora de Guzm�n podr�a insensiblemente quitaros el sosiego e inspiraros una pasi�n.� ��No necesito volverla a ver--interrumpi� don Luis--para estar ya ciegamente prendado de ella! El mal, si lo hay, est� hecho.� �Tanto peor para vos--replic� el fingido Mendoza--, porque vos no sois hombre de contentaros con una sola, y mi prima no es do�a Isabel. Os hablo claro, como amigo; no es mujer capaz de sufrir amante alguno que no vaya por el camino real.� �_�Por el camino real?_--repiti� don Luis--. �Y puede irse por otro hacia una se�orita de su calidad? �Es agraviarme el creerme capaz de mirarla con ojos profanos! �Conocedme mejor, mi querido Mendoza! �Ah! �Yo me tendr�a por el m�s dichoso de todos los hombres si aprobara mi solicitud y quisiera unir su suerte con la m�a!� ��Oh don Luis!--repuso don F�lix--. Supuesto que pens�is de ese modo, desde este instante me tendr� de su parte vuestro amor y desde luego os ofrezco mis buenos oficios con Aurora. Ma�ana mismo dar� principio a ellos, procurando ganar a mi t�a, que tiene mucho ascendiente sobre mi prima.� Pacheco di� mil gracias al caballero que le hac�a una oferta tan apreciable, y mi ama y yo vimos con gusto que no pod�a dirigirse mejor nuestra estratagema. El d�a siguiente a�adimos algunos grados m�s al amor de don Luis con otra invenci�n. Pas� Aurora a su cuarto despu�s de suponer que hab�a ido a hablar con do�a Jimena como para interesarla en su favor, y le dijo as�: �Habl� a mi t�a, y no me cost� poco reducirla a que favoreciese vuestros deseos. Hall�la fuertemente preocupada contra vos. Yo no s� qui�n le hab�a metido en la cabeza que erais un libertino; lo cierto es que alguno le ha dado una idea poco favorable de vuestras costumbres. Por fortuna, tom� vuestro partido con tal tes�n, que logr� por �ltimo desimpresionarla del todo. No obstante--prosigui� Aurora--, a mayor abundamiento, quiero que los dos solos tengamos una conferencia con mi t�a, para asegurarnos m�s de su favor y de su apoyo.� Manifest� Pacheco una grande impaciencia por hablar cuanto antes con do�a Jimena, y don F�lix procur� que lograse esta satisfacci�n la ma�ana del d�a siguiente, bastante temprano. Cond�jole �l mismo a la se�ora Ortiz, y los tres tuvieron una conversaci�n, en la cual di� muy bien don Luis a conocer el mucho terreno que el amor hab�a ganado en su coraz�n en tan breve tiempo. Fingi�se la sagaz Jimena muy pagada de la tierna afici�n que mostraba a su sobrina y le ofreci� hacer cuanto estuviese de su parte para persuadirla a que le diese su mano. Arroj�se Pacheco a los pies de tan buena t�a y le rindi� mil gracias. A este tiempo pregunt� don F�lix si su prima se hab�a levantado. �No--respondi� la due�a--; todav�a est� durmiendo, y por ahora no se la podr� ver; pero vuelvan ustedes esta tarde y le hablar�n cuanto quieran.� Respuesta que, como se puede creer, acrecent� en gran manera la alegr�a de don Luis, a quien se le hizo eterno el resto de aquella ma�ana. Restituy�se, pues, a su posada, en compa��a del fingido Mendoza, quien ten�a la mayor complacencia en observar todos sus movimientos y en descubrir en ellos todas las se�ales de un amor verdadero. Toda la conversaci�n fu� acerca de Aurora. Acabada la comida, dijo don F�lix a Pacheco: �Ahora mismo me ha ocurrido un pensamiento. Me parece que podr� ser muy del caso el que yo me adelante un poco a casa de mi t�a para hablar a solas a mi prima y averiguar, si puedo, el estado de su coraz�n en orden a vuestra persona.� Aprob� don Luis esta idea; dej� salir primero a su amigo y �l le sigui� una hora despu�s. Mi ama supo aprovechar el tiempo, de manera que cuando lleg� su amante ya estaba vestida de mujer. Despu�s de haber saludado a do�a Aurora y a su t�a, dijo don Luis: �Yo cre� encontrar aqu� a don F�lix.� �Est� escribiendo en mi gabinete--respondi� do�a Jimena--y presto saldr�.� Qued� satisfecho don Luis con esta respuesta y empez� a entablar conversaci�n con las dos. Sin embargo, a pesar de la presencia del objeto amado, not� que las horas pasaban sin que Mendoza saliese, y no pudo ya don Luis disimular m�s su extra�eza. Aurora mud� de repente de tono, ech�se a re�r y dijo: ��Es posible, se�or don Luis, que no hay�is a�n sospechado la inocente burla que os estamos haciendo? Pues qu�, �unos cabellos rubios, pero postizos, y dos cejas te�idas me desfiguran tanto que os hay�is dejado enga�ar hasta ese punto? Desenga�aos, caballero--prosigui� volviendo a su natural seriedad--; acabad de conocer que don F�lix de Mendoza y do�a Aurora de Guzm�n son una misma persona.� No se content� con sacarle de su error, sino que le confes� tambi�n la flaqueza de su pasi�n y todos los pasos que esta misma le hab�a sugerido para reducirle al estado en que le ve�a. No qued� el tierno amante menos encantado que sorprendido de lo que o�a y ve�a. Ech�se a los pies de mi ama y, lleno de gozo, le dijo: ��Ah, bella Aurora! �Puedo creer con efecto que yo soy el hombre dichoso que ha merecido a tu bondad tan finas demostraciones? �Qu� puedo hacer para agradecerlas? �Un amor eterno no ser�a suficiente para pagarlas!� A estas palabras se siguieron otras mil halag�e�as expresiones, despu�s de lo cual los dos amantes hablaron de las medidas que deb�an tomar para llegar al cumplimiento de sus deseos. Resolvi�se que todos parti�semos inmediatamente a Madrid, donde se desenlazar�a nuestra comedia por medio de un casamiento. As� se ejecut�, y al cabo de quince d�as se cas� don Luis con mi ama, celebr�ndose la boda con ostentaci�n y un sinn�mero de diversiones. CAPITULO VII Muda Gil Blas de acomodo, pasando a servir a don Gonzalo Pacheco. Tres semanas despu�s de este casamiento, queriendo mi ama recompensar mis buenos servicios, me regal� cien doblones, y me dijo: �Gil Blas, yo no te despido de mi casa; puedes mantenerte en ella todo el tiempo que quisieres; pero s�bete que don Gonzalo Pacheco, t�o de mi marido, desea mucho seas su ayuda de c�mara. Le he hablado tan bien de ti, que me ha pedido te persuada a que vayas a servirle. Es un se�or ya de d�as, pero de bell�simo genio, y estoy cierta de que te ir� muy bien con �l.� Di mil gracias a Aurora por sus favores, y como ya no necesitaba de m�, acept� con tanto m�s gusto el partido que me proporcionaba cuanto que yo no sal�a de entre la familia. Fu�, pues, una ma�ana, de parte de la reci�n casada, a casa del se�or don Gonzalo, que todav�a estaba en la cama, aunque era cerca de mediod�a. Entr� en su cuarto y le hall� tomando un caldo que acababa de traerle un paje. Ten�a el buen viejo los bigotes envueltos en unos papelillos, ojos hundidos y casi amortiguados, un rostro descarnado y macilento. Era de aquellos solterones que, habiendo sido muy libertinos en la mocedad, no son m�s contenidos en la vejez. Recibi�me con agrado y me dijo que si le quer�a servir con el mismo celo con que hab�a servido a su sobrina pod�a contar con que me har�a feliz. Ofrec�le emplear igual esmero en cumplir con mi obligaci�n en su casa que en la de su sobrina, y desde aquel momento me recibi� en su servidumbre. Heme aqu�, pues, con un nuevo amo, el cual sabe Dios qu� hombre era. Cuando se levant� cre� estar viendo la resurrecci�n de L�zaro. Fig�rese el lector un cuerpo alto y tan seco que si se le viese en cueros ser�a a prop�sito para aprender la osteolog�a; las piernas eran tan chupadas que, aun despu�s de tres o cuatro pares de medias que se puso, me parec�an delgad�simas. Adem�s de eso, esta momia viviente era asm�tica, acompa�ando con una tos cada palabra. Luego tom� chocolate, y mandando despu�s que le trajesen papel y tinta, escribi� un billete, que cerr� y entreg� al paje que le hab�a servido el caldo, para que le llevase a su destino. Apenas parti� �ste cuando, volvi�ndose a m�, me dijo: �Amigo Gil Blas, de aqu� en adelante pienso que seas t� confidente de mis encargos, particularmente los respectivos a do�a Eufrasia, que es una joven a quien amo y de quien soy tiernamente correspondido.� ��Santo Dios!--dije prontamente para mi capote--. �Y c�mo podr�n los mozos dejar de creer que los aman, cuando este viejo chocho est� persuadido de que le idolatran?� �Hoy mismo--prosigui� �l--ir�s conmigo a casa de esta se�ora, porque casi todas las noches ceno con ella. Te quedar�s admirado de ver su modestia y compostura. Muy lejos de imitar a aquellas loquillas que se pagan de la juventud y se prendan de las apariencias, es ya de un entendimiento claro y de un juicio maduro; no busca en los hombres sino el buen modo de pensar y prefiere a la belleza del rostro una persona que sepa amar.� No limit� a s�lo esto el elogio de su dama, sino que se empe�� en persuadirme de que era un compendio de todas las perfecciones; pero encontr� con un oyente dif�cil en dejarse convencer sobre este punto. Despu�s de haber cursado en la escuela de las comediantas y sido testigo ocular de todas sus maniobras, nunca cre� que los viejos fuesen muy afortunados en amor. Sin embargo, fing�--por complacerle �nicamente--que le cre�a; y aun hice m�s, pues no s�lo alab� la discreci�n y el buen gusto de do�a Eufrasia, sino que me adelant� a decir que ella tampoco podr�a encontrar otro sujeto m�s amable. El buen hombre no conoci� que yo le lisonjeaba; antes por el contrario tom� por verdadera mi alabanza. Tanta verdad es que nada se arriesga en adular a los grandes, pues admiten con gusto aun las lisonjas m�s desmedidas. Despu�s de esta conversaci�n, comenz� el viejo a arrancarse con unas pinzas algunos pelos blancos de la barba; se lav� los ojos, que estaban llenos de lega�as; lo mismo hizo con los o�dos, manos y cara; y conclu�das sus abluciones, se ti�� de negro el bigote, las cejas y el pelo, gastando en el tocador m�s tiempo que emplea una viuda vieja empe�ada en desmentir el estrago de los a�os. No bien hab�a acabado de vestirse, cuando entr� en su cuarto el conde de Azumar, amigo suyo y tan viejo como �l, pero muy diferente en todo lo dem�s. Este tra�a sus venerables canas descubiertas, se apoyaba en un bast�n y, en vez de querer parecer joven, mostraba hacer alarde de su ancianidad. �Amigo Pacheco--dijo luego que entr�--, vengo a comer contigo.� ��Bien venido, conde!�, le respondi� mi amo. Y al mismo tiempo se abrazaron y pusieron a hablar mientras se hac�a hora de sentarse a la mesa. Al principio fu� la conversaci�n sobre una corrida de toros que pocos d�as antes se hab�a celebrado, y hablaron de los picadores que hab�an mostrado mayor destreza y valor. Sobre esto, el viejo conde, a manera de aquel otro N�stor, a quien todas las cosas presentes le serv�an de ocasi�n para alabar las pasadas, dijo suspirando: ��Ya no se hallan hoy los hombres que se ve�an en otros tiempos! Ni los toros ni los torneos se hacen con aquella magnificencia con que se hac�an en nuestra mocedad.� Yo me re�a interiormente de la rid�cula preocupaci�n del se�or conde de Azumar, el cual no se content� con aplicarla �nicamente a los toros y a los torneos, pues cuando se sirvi� la fruta en la mesa dijo, mirando unos excelentes melocotones que se hab�an puesto en ella: �En mi tiempo eran mucho mayores los melocotones de lo que son ahora. �La Naturaleza se debilita cada d�a!� ��Seg�n eso--dije yo entonces para m� sonri�ndome--, los melocotones en tiempo de Ad�n deb�an ser de enorme tama�o!� Det�vose el conde de Azumar con don Gonzalo hasta cerca de la noche. Luego que �ste se desembaraz� de �l, sali� de casa, dici�ndome le acompa�ase, y fuimos derechos a la de Eufrasia, distante como cien pasos de la nuestra. Encontr�mosla en un cuarto alhajado con primor. Estaba vestida con gusto, y mostraba un aspecto de tan florida juventud, que casi parec�a una ni�a, sin embargo de que ya llegaba por lo menos a los treinta. Pod�a pasar por linda, y desde luego admir� su talento. No era de aquellas cortesanas que brillan por su locuacidad, por su desembarazo y por su desenvoltura. Tanto en sus acciones como en sus palabras, sobresal�an en ella el juicio, la modestia y la penetraci�n. Sin afectar ingenio, se echaba de ver en todo lo que dec�a. Consider�la yo con no poca admiraci�n y dije: ��Oh Cielos! �Es posible que pueda ser disoluta una mujer al parecer tan modesta?� Y es que viv�a yo persuadido de que necesariamente hab�a de ser desenvuelta toda dama cortesana. Admir�bame aquel aparente recato, sin hacerme cargo de que las tales ninfas saben acomodarse a todos los genios, conform�ndose al car�cter de los ricos y se�ores que caen en sus manos. Si gustan unos de viveza y atolondramiento, con �stos ser�n intr�pidas y casi locas; si agrada a otros el sosiego y compostura, siempre las encontrar�n con un exterior tranquilo, honesto y virtuoso. Verdaderos camaleones, mudan de color seg�n el genio y el humor de las personas que las visitan. No era don Gonzalo del gusto de aquellos caballeros que se pagan de hermosuras desenvueltas; antes se le hac�an insufribles, y para que le agradase una mujer era menester que tuviese cierto aire de modestia. As�, Eufrasia, gobern�ndose por esta idea, hac�a ver que hab�a m�s comediantas que las que representan en los teatros. Dej� a mi amo con su ninfa y pas� a una sala, donde me encontr� con una ama de gobierno, vieja, que yo hab�a conocido cuando era criada de una comedianta. Ella tambi�n me conoci� inmediatamente y representamos una escena de reconocimiento digna de una comedia. ��Aqu� est�s, amigo Gil Blas?--me dijo llena de alegr�a,--. �Seg�n eso, has salido de casa de Arsenia, como yo de la de Constanza?� �As� es--respond� yo--; mucho tiempo ha que la dej�, y despu�s entr� a servir a una se�ora de distinci�n, porque la vida de la gente de teatro no me acomodaba. Yo mismo me desped�, sin dignarme decir a Arsenia ni una palabra.� �Hiciste muy bien--me respondi� la vieja, que se llamaba Beatriz--, y poco m�s o menos lo hice con Constanza. Una ma�ana le di mi cuenta, luego que me levant�; ella me la recibi� sin decirme nada, y de esta manera nos despedimos; como dicen, a la francesa.� �Mucho celebro--repuse yo--que t� y yo nos hallemos en casa m�s honor�fica. Do�a Eufrasia me parece se�ora de distinci�n y la creo de muy buen car�cter.� �No te enga�as en eso--respondi� Beatriz--. Mi ama es una mujer bien nacida, como lo manifiestan sus modales; y por lo que toca al genio, ser� dif�cil hallar otra m�s sosegada ni m�s apacible. No es de aquellas amas altivas y dif�ciles de contentar, que nada les gusta, que en todo encuentran qu� decir, gritan sin cesar, mortifican a todos los criados y es un infierno el servirlas. Hasta ahora no la he o�do re�ir siquiera una vez: tan amiga es de la paz. Cuando hago alguna cosa que no le gusta, me lo reprende sin enfado y sin prorrumpir en aquellos dicterios de que tanto usan las mujeres soberbias.� �Tambi�n mi amo--repliqu� yo--es un se�or muy afable; se familiariza conmigo y me trata como a un igual m�s bien que como a un criado. En una palabra, es el caballero mejor del mundo; en cuanto a esto, vos y yo estamos mejor que cuando est�bamos con las comediantas.� ��Mil veces mejor!--repuso Beatriz--. Yo llevo ahora una vida muy retirada, siendo as� que la de entonces era tan bulliciosa. En nuestra casa no entra m�s hombre que el se�or don Gonzalo; y en mi soledad tampoco ver� yo a otro que a ti, de lo que me alegro mucho. Tiempo ha que te miraba con buenos ojos, y m�s de una vez tuve envidia a Laura porque eras tan amigo suyo. Pero, en fin, no desconf�o de ser tan dichosa como ella, pues aunque no tenga su juventud ni su hermosura, en recompensa, detesto la volubilidad, cuya prenda ning�n hombre puede remunerar suficientemente; en punto a fidelidad, soy una tortolilla.� Como la buena Beatriz era una de las muchas que se ven obligadas a brindar con sus favores, porque sin eso ninguno los pretender�a, no tuve la menor tentaci�n de aprovecharme de su generosidad; pero tampoco me pareci� conveniente hablar de manera que pudiera recelar que la despreciaba; antes bien, tuve la advertencia de hablarle en t�rminos que no perdiese la esperanza de reducirme a corresponderla. Yo me imaginaba haber conquistado a una criada vieja, pero tambi�n me enga�� miserablemente en esta ocasi�n. Galante�bame ella no s�lo por mi linda cara, sino para granjearme a favor de los intereses de su ama, a quien ten�a tanto amor que ning�n medio perdonaba cuando se trataba de complacerla y servirla. Reconoc� mi error la ma�ana siguiente, en que fu� a entregar a do�a Eufrasia un billete amoroso de mi amo. Recibi�me con agrado y me dijo mil cosas cari�osas, y la criada di� tambi�n su pincelada en mi elogio. Una admiraba mi fisonom�a; otra hallaba en m� cierto aire de moderaci�n y de prudencia. Al o�r a las dos, mi amo pose�a un tesoro en mi persona. En una palabra, me alabaron tanto que desconfi� de sus elogios. Desde luego penetr� el fin de ellos, pero los o�a con una aparente simplicidad, con cuyo artificio enga�� a aquellas bribonas, que al cabo se quitaron la mascarilla. �Escucha, Gil Blas--me dijo do�a Eufrasia--: en ti consiste hacer tu fortuna. Procedamos todos de acuerdo, amigo m�o. Don Gonzalo es viejo; su salud, muy delicada; una calenturilla, ayudada de un buen m�dico, basta para echarle a la sepultura. Aprovech�monos bien de los pocos momentos que le restan y gobern�monos de modo que me deje a m� la mejor parte de sus bienes. A ti te tocar� una buena porci�n; as� te lo prometo, y puedes contar con mi palabra como con una escritura otorgada ante todos los escribanos de Madrid.� �Se�ora--le respond�--, disponga usted a su arbitrio de este su fiel servidor; solamente le suplico me diga lo que debo hacer, y lo dem�s d�jelo por mi cuenta, que espero se dar� por bien servida.� �Pues, ahora bien--repuso ella--, lo que has de hacer es observar cuidadosa y diligentemente a tu amo y darme raz�n puntual de todos sus pasos. Cuando hables con �l, procura con arte introducir la conversaci�n sobre las mujeres, y toma de aqu� ocasi�n para, con destreza y ma�a, decirle mucho bien de m�. Tu mayor estudio ha de ser el tenerle siempre ocupado de su Eufrasia, en cuanto te sea posible. Esp�a con sagacidad si alg�n pariente suyo le hace la corte con la mira a su herencia y av�same sin perder un instante, que yo los echar� a pique. No te pido m�s. Tengo muy conocidos los diferentes genios de la parentela de tu amo; s� el modo de hacerlos rid�culos a los ojos de �ste, y ya he desconceptuado en su �nimo a sus primos y sobrinos.� Por esta instrucci�n, y por otras que a�adi� Eufrasia, conoc� que era una de aquellas mujeres que s�lo se dedican a complacer a viejos generosos. Pocos d�as antes hab�a obligado a don Gonzalo a vender una posesi�n, cuyo precio le regal�. Todos los d�as le chupaba algo, y adem�s de eso esperaba que no la olvidar�a en su testamento. Mostr�me muy deseoso de hacer todo lo que me ped�a; mas, por no disimular nada, confieso que cuando volv�a a casa iba muy dudoso sobre si contribuir�a a enga�ar a mi amo o a apartarle de su querida. Este �ltimo partido me parec�a m�s honrado que el otro, y me sent�a m�s inclinado a cumplir con mi obligaci�n que a faltar a ella. Consideraba por otra parte que, en suma, nada de positivo me hab�a ofrecido Eufrasia, y quiz� por esto, m�s que por otro motivo, no pudo corromper mi fidelidad. Resolv�, pues, servir con celo a don Gonzalo, persuadido de que si lograba arrancarle del lado de su �dolo ser�a mejor recompensado por una acci�n buena que por las malas que yo pudiera hacer. Para conseguir mejor el fin que me hab�a propuesto, fing� dedicarme enteramente a servir a do�a Eufrasia. H�cele creer que continuamente estaba hablando de ella a mi amo, y sobre este supuesto, le embocaba mil patra�as, que la pobre cre�a como otros tantos evangelios; artificio con el cual me intern� tanto en su confianza, que me contaba por el m�s ciegamente empe�ado en promover sus intereses. A mayor abundamiento, aparent� tambi�n estar enamorado de Beatriz, la cual estaba tan ufana de la conquista de un mozo que no se le daba un pito de que la enga�ase, con tal que la enga�ase bien. Cuando mi amo y yo est�bamos con nuestras dos reinas, represent�bamos dos cuadros diferentes, pero ambos por el mismo estilo. Don Gonzalo, seco y amarillo, como ya le he retratado, parec�a un moribundo en la agon�a cuando miraba a su Filis con ojos l�nguidos y amorosos. Mi Nise, siempre que yo la miraba apasionado remedaba los melindres y acciones de una ni�a, poniendo en movimiento todos los registros de una truhana vieja y bien amaestrada. Conoc�ase que hab�a cursado estas escuelas por lo menos unos buenos cuarenta a�os. Hab�ase refinado en servicio de una de aquellas hero�nas del partido que saben el secreto de hacerse amar hasta la vejez y mueren cargadas de los despojos de dos o tres generaciones. No me bastaba ya el ir con mi amo todos los d�as a casa de Eufrasia; muchas veces iba solo, particularmente de d�a; y a cualquiera hora que fuese, nunca encontraba en ella a hombre, ni menos a mujer alguna, que me diese malas sospechas o modo de descubrir en Eufrasia el menor indicio de infidelidad. Esto me causaba no poca admiraci�n, porque no acertaba a comprender c�mo pudiese ser tan escrupulosamente fiel a don Gonzalo una mujer joven y hermosa. Pero en esta admiraci�n no hab�a juicio alguno temerario, pues la bella Eufrasia, como pronto veremos, para hacer m�s tolerable el tiempo que tardaba en heredar a don Gonzalo, se hab�a provisto de un amante m�s proporcionado a sus a�os. Cierta ma�ana, muy temprano, fu� a entregar un billete a la tal ni�a de parte de mi amo, seg�n la costumbre diaria. H�zome entrar en su cuarto y divis� en �l los pies de un hombre que estaba escondido detr�s de un tapiz. No di la m�s m�nima se�al de que le ve�a, y as� que desempe�� mi encargo me sal�, sin dar a entender que hubiese notado cosa alguna; pero aunque no deb�a sorprenderme este objeto, y m�s cuando en nada me perjudicaba a m�, no dej�, con todo, de inquietarme mucho. ��Ah, malvada!--dec�a yo con enfado--. �Ah, traidora Eufrasia! �No te contentas con enga�ar a un buen viejo, haci�ndole creer que le amas, sino que te entregas a otro amante para hacer m�s abominable tu villana traici�n!� Pero, bien mirado, era yo muy necio en discurrir de esta suerte. Antes deb�a re�rme de aquella aventura y mirarla como una compensaci�n del fastidio y de los malos ratos que Eufrasia sufr�a con el trato de mi amo. A lo menos hubiera hecho mejor en no hablar palabra que en valerme de esta ocasi�n para acreditarme de buen criado. Pero en vez de moderar mi celo, abrac� con mayor calor los intereses de don Gonzalo y le hice puntual relaci�n de lo que hab�a visto, a�adiendo que do�a Eufrasia hab�a solicitado corromper mi fidelidad, y en prueba de ello no le ocult� nada de lo que me hab�a dicho, de manera que estuvo en su mano el conocimiento del verdadero car�cter de su enamorada. H�zome mil preguntas, como dudando de lo que dec�a; pero mis respuestas fueron tales que le quitaron la satisfacci�n de poder dudarlo. Qued� at�nito y asombrado de lo que hab�a o�do, y sin que le sirviese en este lance su ordinaria serenidad, se asom� a su semblante un repentino �mpetu de c�lera, que pod�a parecer presagio de que Eufrasia pagar�a su infidelidad. ��Basta, Gil Blas!--me dijo--. Estoy sumamente agradecido al celo y amor que me muestras; me agrada infinito tu honrada lealtad. Ahora mismo voy a casa de Eufrasia a llenarla de reconvenciones y a romper para siempre la amistad con esta ingrata.� Diciendo esto, sali� efectivamente, y se fu� en derechura a su casa, no queriendo que le acompa�ase yo, por librarme de la mala figura que hab�a de hacer si me hallaba presente a la averiguaci�n de aquellos hechos. Mientras tanto, qued� esperando con la mayor impaciencia que volviese mi amo. No dudaba que, a vista de tan poderosos motivos para quejarse de su ninfa, volver�a desviado de sus atractivos, o cuando menos resuelto a una eterna separaci�n. Con este alegre pensamiento me daba a m� mismo el parabi�n de mi obra; me representaba el placer que tendr�an los herederos leg�timos de don Gonzalo cuando supiesen que su pariente ya no era juguete de una pasi�n tan contraria a sus intereses; me figuraba que todos se me confesar�an obligados, y, en fin, que iba yo a distinguirme de los dem�s criados, m�s dispuestos por lo com�n a mantener a sus amos en sus des�rdenes que a retirarlos de ellos. Apreciaba yo el honor y me lisonjeaba de que me tendr�an por el corifeo de todos los sirvientes; pero una idea tan halag�e�a se desvaneci� pocas horas despu�s, porque volvi� mi amo y me dijo: �Amigo Gil Blas, acabo de tener una conversaci�n muy acalorada con Eufrasia. Llam�la ingrata, aleve; llen�la de improperios; pero �sabes lo que me respondi�? Que hac�a mal en dar cr�dito a criados. Sostiene con empe�o que me has hecho una relaci�n falsa. Si he de creerla, t� no eres m�s que un impostor, un criado vendido a mis sobrinos, por cuyo amor no perdonar�as medio alguno para ponerme mal con ella. Yo mismo la vi derramar algunas l�grimas, y l�grimas verdaderas. Me ha jurado por cuanto hay de m�s sagrado que ni te hab�a hecho la m�s m�nima proposici�n ni ve a ning�n hombre. Lo mismo me asegur� Beatriz, que me parece mujer honrada e incapaz de mentir; de modo que, contra mi propia voluntad, se desvaneci� todo mi enojo.� ��Pues qu�, se�or--interrump� yo con sentimiento--, dud�is de mi sinceridad, desconfi�is de...?� �No, hijo m�o--repuso �l--. Te hago justicia; no creo que est�s de acuerdo con mis sobrinos; estoy persuadido de que s�lo por buen celo te interesas en todo lo que me toca, y te lo agradezco. Pero muchas veces enga�an las apariencias. Puede suceder que realmente no hubieses visto lo que te pareci� ver, y en tal caso considera lo mucho que habr� ofendido a Eufrasia tu acusaci�n. Mas sea lo que fuere, yo no puedo menos de amarla. As� lo quiere mi estrella; y aun me ha sido indispensable hacerle el sacrificio que exige de mi amor; este sacrificio es despedirte. Si�ntolo mucho, mi pobre Gil Blas--continu�--, y te aseguro que no he consentido en ello sin aflicci�n; mas no puedo pasar por otro punto; compad�cete de mi debilidad. Lo que te debe consolar es que no saldr�s sin recompensa; fuera de que ya he pensado colocarte con una se�ora amiga m�a, en cuya casa lo pasar�s perfectamente.� Qued� mortificad�simo al ver que mi celo hab�a redundado en mi perjuicio. Maldije mil veces a Eufrasia y lament� la flaqueza de don Gonzalo en haberse dejado dominar de ella. No dejaba tampoco de conocer el buen viejo que en despedirme de su casa s�lo por complacer a su dama no hac�a la acci�n m�s honrosa. Para cohonestar su poco esp�ritu y al mismo tiempo hacerme tragar mejor la p�ldora, me regal� cincuenta ducados, y �l mismo me condujo el d�a siguiente a casa de la marquesa de Chaves. D�jole en mi presencia que era yo un mozo de buenas prendas y que �l me quer�a mucho, pero que por ciertos respetos de familia se ve�a precisado a su pesar a quedarse sin m�, y le suplicaba con el mayor encarecimiento me admitiese de criado. Desde aquel punto me recibi� la marquesa, y yo me vi de repente con nueva ama y en nueva casa. CAPITULO VIII Car�cter de la marquesa de Chaves, y personas que ordinariamente la visitaban. Era la marquesa de Chaves una viuda de treinta y cinco a�os, bella, alta y bien proporcionada. No ten�a hijos y gozaba de diez mil ducados de renta. Nunca vi mujer m�s seria ni que menos hablase. Con todo eso, era celebrada en Madrid y generalmente tenida por la se�ora de mayor talento. Lo que quiz� contribu�a m�s que todo a esta universal reputaci�n era la concurrencia a su casa de los primeros personajes de la corte, as� en nobleza como en literatura; problema que yo no me atrever� a decidir. S�lo dir� que bastaba o�r su nombre para conceptuar que el que all� concurr�a era de un gran talento, y que su casa la llamaban por excelencia el _tribunal de las obras ingeniosas_. Con efecto, todos los d�as se le�an en ella, ya poemas dram�ticos, ya poes�as l�ricas, pero siempre sobre asuntos serios. Neg�base la entrada a toda composici�n jocosa. La mejor comedia o la novela m�s ingeniosa y m�s alegre no se miraba sino como una pueril y ligera producci�n que no merec�a alabanza alguna. Por el contrario, la m�s m�nima obra seria, una oda, un soneto, una �gloga, pasaban all� por el �ltimo esfuerzo del ingenio humano. Pero suced�a tal vez que el p�blico no se conformaba con la decisi�n del _tribunal_; antes bien, censuraba sin reparo las obras que hab�an sido en �l muy aplaudidas. La marquesa me hizo maestresala de su casa. Era incumbencia de mi empleo arreglar el cuarto de mi nueva ama para recibir las gentes, disponiendo almohadones para las damas, sillas para los caballeros y cada cosa en su respectivo sitio, qued�ndome despu�s en la antesala para anunciar e introducir a los que llegaban. El primer d�a, conforme yo los iba introduciendo, el ayo de pajes, que casualmente se hallaba entonces conmigo en la antesala, me los pintaba graciosamente. Llam�base Andr�s de Molina el tal ayo, y aunque era naturalmente a�reo y burl�n, no le faltaba entendimiento. El primero que se present� fu� un obispo. Anunci� su venida, y despu�s que hubo entrado, me dijo el maestro de pajes: �Ese prelado es de un car�cter bastante gracioso. Tiene alg�n valimiento en la Corte, mas no tanto como quiere persuadir. Ofr�cese a servir a todos y a ninguno sirve. Encontr�le un d�a en la antec�mara del rey un caballero, que le salud�. Det�vole el obispo, h�zole mil cumplimientos, le cogi� la mano, apret�sela, y le dijo: �Soy todo de vuestra se�or�a. No me niegue el favor de acreditarle mi amistad, pues no morir� contento si no logro alguna ocasi�n de servirle.� Correspondi�le el caballero con expresiones de reconocimiento, y apenas se hab�an separado cuando el obispo, volvi�ndose a uno de los que iban a su lado, le dijo: �Quiero conocer a este hombre y no me acuerdo qui�n es; s�lo tengo una idea confusa de haberle visto en alguna parte.� Poco despu�s del obispo se dej� ver un se�orito, hijo de cierto grande, a quien hice entrar inmediatamente en el cuarto de mi ama. As� que entr�, me dijo el se�or Molina: �Este se�orito es tambi�n un ente raro. Va a una casa sin otro fin que el de tratar con el due�o de ella de negocios de importancia; est� en conversaci�n con �l una o dos horas y se marcha sin haber hablado siquiera una palabra sobre el asunto a que hab�a ido.� A este tiempo, viendo el ayo de los pajes llegar a dos se�oras, a�adi�: �Ve aqu� a do�a Angela de Pe�afiel y a do�a Margarita de Montalv�n. Estas dos se�oras en nada se parecen una a otra; do�a Margarita presume de fil�sofa, se las tiene tiesas con los mayores doctores de Salamanca y ninguno la ha visto ceder jam�s a sus argumentos; do�a Angela, por el contrario, aunque es verdaderamente instru�da, nunca hace de doctora. Sus pensamientos son finos; sus discursos, s�lidos, y sus expresiones, delicadas, nobles y naturales.� �Este segundo car�cter--le respond� yo--es un car�cter muy amable; pero el otro me parece que cae muy mal en el bello sexo.� ��Qu� dice usted _muy mal en el bello sexo_?--replic� Molina prontamente--. Es tan fastidioso aun en los hombres, que a muchos hace rid�culos. Tambi�n nuestra ama la marquesa adolece un poco de este achaque filos�fico. Yo no s� sobre qu� se tratar� hoy en nuestra academia, pero se disputar� mucho.� Al acabar estas palabras, vimos entrar un hombre seco, muy grave, cejijunto y fruncido. No le perdon� mi caritativo instructor. �Este es--me dijo--uno de aquellos entes serios que quieren pasar por hombres de gran talento a favor de su silencio o de algunas sentencias de S�neca y que, examinados de cerca, no son m�s que unos pobres mentecatos.� Tras de �ste entr� un caballerito de bastante buena presencia, pero con aire de hombre pagado de s� mismo. Pregunt� a Molina qui�n era, y me respondi�: �Es un poeta dram�tico, el cual ha compuesto cien mil versos en su vida, que no le han valido cuatro cuartos; pero, en recompensa, con s�lo seis renglones en prosa acaba de formarse una buena renta.� Iba a decirle que me explicase en qu� hab�a consistido el haber logrado a tan poca costa aquella fortuna, cuando o� un gran rumor en la escalera. ��Bravo!--exclam� el maestro de pajes--. �Aqu� tenemos al licenciado Campanario, que se deja o�r mucho antes que se le vea! Comienza a hablar en voz alta desde la puerta de la calle y no lo deja hasta que vuelve a salir por ella.� Con efecto, resonaba en toda la casa la voz del licenciado Campanario, que al fin se present� en la antesala con un bachiller amigo suyo, y no ces� de hablar mientras dur� su visita. �Este licenciado--dije a Molina--parece hombre de ingenio.� �S� lo es--me respondi�--. Tiene ocurrencias muy chistosas; se explica con gracia y agudeza; es muy divertida su conversaci�n; pero adem�s de ser un hablador molest�simo, repite siempre sus dichos y cuentos. En suma, para no estimar las cosas m�s de lo que valen, estoy persuadido de que su mayor m�rito consiste en aquel aire c�mico y festivo con que sazona lo que dice; y as�, no creo que le har�a mucho honor una colecci�n de sus agudezas y sus gracias.� Fueron entrando despu�s otras personas, de todas las cuales me hizo Molina muy graciosas descripciones, sin olvidar la pintura de la marquesa, que fu� de mi gusto. �Esta--me dijo--tiene un talento regular, en medio de su filosof�a. Su car�cter no es impertinente y da poco que hacer a los que la sirven. Entre las personas distinguidas es de las m�s racionales que conozco. No se le advierte pasi�n alguna; ni el juego ni los galanteos le gustan; s�lo le agrada la conversaci�n, y, en una palabra, su vida ser�a intolerable para la mayor parte de las damas.� Este elogio del maestro de pajes me hizo formar un concepto ventajoso de mi ama. Sin embargo, pocos d�as despu�s no pudo menos de sospechar que no era tan enemiga del amor, y el fundamento de mi sospecha fu� el siguiente. Estando una ma�ana en el tocador, se present� en la antesala un hombrecillo como de cuarenta a�os, pero de mal�sima figura, m�s mugriento que el autor Pedro de Moya, y, a mayor abundamiento, muy corcovado. D�jome que deseaba hablar a la marquesa, y pregunt�ndole yo de parte de qui�n, ��De la m�a!--me respondi� arrogante--. Diga usted a la se�ora que soy aquel caballero del cual estuvo hablando ayer con do�a Ana de Velasco.� Apenas se lo dije a mi ama cuando, toda enajenada de alegr�a, me mand� le hiciese entrar. No s�lo le recibi� con extra�as demostraciones de aprecio, sino que mand� salir a todas las criadas, de modo que el corcovadillo, m�s afortunado que una persona de provecho, se qued� a solas con ella. Las criadas y yo nos re�mos un poco de esta visita tan graciosa, que dur� una hora, al cabo de la cual mi ama le despidi� con mil cortesanas expresiones, que demostraban bien lo contenta que quedaba de �l. En efecto, lo qued� tanto, que por la noche me llam� aparte y me dijo: �Gil Blas, cuando venga el corcovado, hazle entrar en mi gabinete lo m�s secretamente que puedas.� Cuyo encargo confieso que me di� mucho en qu� sospechar. Sin embargo, obedeciendo la orden de la marquesa, luego que se dej� ver aquel hombrecillo, que fu� a la ma�ana siguiente, le introduje por una escalera excusada hasta el gabinete de la se�ora. Caritativamente hice lo mismo por dos o tres veces, de lo cual infer� o que la marquesa ten�a estrafalarias inclinaciones o que el corcovadillo le serv�a de tercero. Pose�do yo de esta idea me dec�a: �Si mi ama se ha enamorado de un buen mozo, se lo perdono; pero si se ha prendado de semejante macaco, no puedo verdaderamente disculpar un gusto tan depravado.� �Pero cu�n mal pensaba yo de aquella se�ora! Aquel macaco se empleaba en la magia, y como se ponderaba su ciencia a la marquesa, que cre�a gustosa en los prestigios de los saltimbanquis, ten�a conversaciones a solas con �l. Hac�a ver los objetos en un vaso, ense�aba a dar vueltas al cedazo y revelaba por dinero todos los misterios de la c�bala, o bien--para hablar con m�s exactitud--era un brib�n que subsist�a a expensas de las personas demasiado cr�dulas y se dec�a que a ello contribu�an muchas se�oras de distinci�n. CAPITULO IX Por qu� incidente Gil Blas sali� de casa de la marquesa de Chaves y cu�l fu� su paradero. Seis meses hab�a que yo serv�a a la marquesa de Chaves, y me hallaba muy contento con mi conveniencia; pero mi destino no me permiti� mantenerme m�s tiempo en su casa ni menos quedarme por entonces en Madrid. El motivo fu� el lance que voy a contar. Entre las criadas de la marquesa hab�a una, llamada Porcia, que, sobre ser joven y hermosa, era de un car�cter tan bueno que me capt� la voluntad, sin saber que me ser�a necesario disputar su coraz�n. El secretario de la marquesa, hombre soberbio y celoso, estaba enamorado de mi �dolo, y apenas advirti� mi amor cuando, sin procurar informarse si Porcia me correspond�a, resolvi� que nos midi�semos la espada, y me cit� una ma�ana para un paraje retirado. Como era un hombrecillo que apenas me llegaba a los hombros, me pareci� enemigo poco temible, y lleno de confianza acud� al sitio se�alado. Lisonje�bame yo de una completa victoria y de adquirir por ella nuevo m�rito con Porcia; pero el resultado humill� mucho mi presunci�n. El secretarillo, que hab�a aprendido dos o tres a�os la esgrima, me desarm� como a un ni�o, y poni�ndome al pecho la punta de la espada, me dijo: ��Prep�rate para morir, o dame palabra sobre tu honor de que hoy mismo saldr�s de casa de la marquesa de Chaves, sin pensar m�s en Porcia.� Promet�selo as� y lo cumpl� sin repugnancia. Corr�ame de presentarme delante de los criados de la casa despu�s de haber sido tan ignominiosamente vencido, y mucho m�s de presentarme ante la hermosa Elena, inocente ocasi�n de nuestro desaf�o. No volv�, pues, a casa sino para recoger mi ropa y dinero, y el mismo d�a me encamin� a Toledo, con la bolsa bastante provista y cargado con toda mi ropa puesta en un l�o. Aunque por ning�n caso me hab�a obligado a salir de Madrid, juzgu� me convendr�a mucho alejarme de aquella villa, a lo menos por algunos a�os, y as�, tom� la determinaci�n de dar una vuelta por Espa�a, deteni�ndome en las ciudades y pueblos el tiempo que me pareciese. �Con el dinero que tengo--me dec�a--, gast�ndolo con discreci�n, tendr� para correr gran parte del reino; y cuando se haya acabado, me pondr� de nuevo a servir, pues un mozo como yo hallar� acomodos sobrantes cuando le venga en voluntad buscarlos, y no tendr� mas que escoger.� Como ten�a particulares deseos de ver a Toledo, llegu� all� al cabo de tres d�as, y fu� a tomar posada en un buen mes�n, en donde me tuvieron por un caballero de importancia, con el auxilio de mi vestido de aventuras amorosas, que no dej� de ponerme; y con el aire que tom� de elegante, pod�a f�cilmente introducirme con las buenas mozas que viv�an en la vecindad; pero habiendo sabido que era necesario comenzar en su casa por hacer un gran gasto, fu� forzoso contener mis deseos. Hall�ndome siempre con gusto de viajar, despu�s de haber visto todo lo que hab�a de curioso en Toledo, sal� de all� un d�a al amanecer y tom� el camino de Cuenca, con �nimo de pasar al reino de Arag�n. Al segundo d�a de jornada me met� en una venta que encontr� en el camino, y cuando empezaba a refrescarme, entr� una partida de cuadrilleros de la Santa Hermandad. Estos se�ores pidieron vino, y mientras estaban bebiendo, les o� hacer menci�n de las se�as de un joven a quien llevaban orden de prender. �El caballero--dec�a uno de ellos--no tiene mas que veintitr�s a�os, el pelo largo y negro, bella estatura, nariz aguile�a, y monta un caballo casta�o.� Est�velos yo escuchando sin mostrar atenci�n a lo que dec�an, y en realidad me importaba poco el saberlo. Dej�los en la venta y prosegu� mi camino; pero no hab�a andado a�n medio cuarto de legua cuando encontr� a un mocito muy gal�n que iba en un caballo casta�o. ��Vive diez--dije para m�--, que o yo me enga�o mucho, o �ste es el sujeto a quien buscan los cuadrilleros! Tiene el pelo largo y negro y la nariz aguile�a. Seguramente �l es a quien quieren atrapar y he de hacerle un buen servicio. Se�or--le dije--, perm�tame usted que le pregunte si le ha sucedido alg�n pesado lance de honor.� El joven, sin responderme, fij� los ojos en m� y mostr�se admirado de mi pregunta. Asegur�le que �sta no nac�a de pura curiosidad, y qued� bien convencido de ello luego que le cont� todo lo que hab�a o�do a los ministros en la venta. �Generoso desconocido--me respondi�--, no puedo ocultaros que tengo motivo para creer ser efectivamente yo a quien busca esa gente, y, por lo mismo, voy a tomar otro camino para no caer en sus manos.� �Yo ser�a de parecer--repuse entonces--que busc�semos por aqu� un sitio retirado, donde usted estuviese seguro y ambos a cubierto de una gran tempestad que veo nos est� amenazando.� Al decir esto, descubrimos una calle de �rboles bastante frondosos, y habi�ndonos metido en ella, nos condujo al pie de una monta�a, donde encontramos una ermita. Era �sta una grande y profunda gruta que el tiempo hab�a socavado en la falda de aquel monte, y delante de ella se registraba como un corral que hab�a fabricado el arte, cuyas paredes se compon�an de una especie de argamasa formada de pedrezuelas, rodeado todo, para mayor defensa, de un g�nero de foso cubierto de verdes c�spedes. Los contornos de la gruta estaban sembrados de flores olorosas que llenaban de suav�sima fragancia el ambiente inmediato, y cerca de la misma gruta se descubr�a una hendedura en el monte, de cuyo centro brotaba un manantial de agua que corr�a a dilatarse por una prader�a. A la entrada de esta cueva solitaria hab�a un buen ermita�o, que parec�a un hombre consumido por la vejez. Apoy�base en un b�culo, y en la otra mano llevaba un gran rosario de cuentas gordas y de veinte dieces por lo menos. Su cabeza estaba como sepultada en un capuz de lana parda con unas largas orejeras, y su barba, m�s blanca que la nieve, le bajaba hasta la cintura. Acerc�monos a �l y yo le dije: �Padre m�o, �nos da licencia para que le pidamos nos refugie contra la tempestad que viene sobre nosotros?� �Venid, hijos m�os--respondi� el anacoreta despu�s de haberme mirado con atenci�n--; mi pobre gruta est� a vuestra disposici�n y podr�is estar en ella todo el tiempo que quisiereis. El caballo--a�adi�--le pod�is meter en aquel corral--se�al�ndolo con la mano--, donde creo que estar� bien acomodado.� Metimos en �l el caballo, y nosotros nos refugiamos en la gruta, acompa��ndonos siempre el venerable viejo. Apenas entramos en ella cuando cay� una copiosa lluvia mezclada de rel�mpagos y espantosos truenos. El ermita�o se hinc� de rodillas delante de una estampa de San Pacomio, que estaba pegada a la pared, y nosotros hicimos lo mismo a ejemplo suyo. Ces� la tempestad y cesaron tambi�n nuestras oraciones. Levant�monos; pero como todav�a segu�a lloviendo y la noche se acercaba, nos dijo el ermita�o: �Yo, hijos m�os, no os aconsejar� que os pong�is en camino con este temporal, y m�s estando tan cerca la noche, a no obligaros a ello alg�n negocio grave y urgente.� Respond�mosle que ninguna cosa nos imped�a el detenernos sino el justo temor de incomodarle, y que, a no ser �ste, antes le suplicar�amos nos permitiese pasar all� la noche. �La incomodidad ser� para vosotros--respondi� cortesanamente el anacoreta--; tendr�is mala cama y peor cena, porque s�lo puedo ofreceros la de un pobre ermita�o.� En esto, nos hizo sentar a una desdichada y r�stica mesilla, donde nos sirvi� unas cebollas con algunos mendrugos y un jarro de agua. �Esta--dijo--es mi comida y cena ordinarias; pero hoy es raz�n hacer alg�n exceso en obsequio de unos hu�spedes tan honrados.� Dijo, y march� luego a traer un pedazo de queso y dos pu�ados de avellanas, que ech� sobre la mesa. Mi compa�ero, que no ten�a mucho apetito, hizo poco gasto de aquellos manjares. Observ�lo el ermita�o y dijo: �Veo que est�is acostumbrados a mesas m�s regaladas que la m�a, o, por mejor decir, que la sensualidad ha estragado en vos el gusto natural. Yo tambi�n he vivido en el mundo. Entonces no eran bastante buenos para m� los manjares m�s delicados ni los guisados m�s exquisitos; pero la soledad y el hambre han restitu�do la pureza al paladar. Ahora s�lo me gustan las ra�ces, la leche, las frutas y, en una palabra, todo aquello que serv�a de alimento a nuestros primeros padres.� Mientras el anacoreta estaba hablando, el caballerito se qued� como enajenado en una profunda cavilaci�n. Not�lo el viejo y le dijo: �Hijo m�o, vos ten�is atravesado el coraz�n con alguna espina que os punza mucho. �No podr� saber el motivo de la grave aflicci�n que os atormenta? Desahogad conmigo vuestro pecho. No me mueve a este deseo la curiosidad; la caridad es la �nica causa que a ello me anima. H�llome en edad en que puedo daros alg�n buen consejo, y vos me parec�is estar en una situaci�n que necesita bien de �l.� �S�, padre m�o--respondi� el caballerito, arrancando del pecho un doloroso suspiro--, es muy cierto que tengo gran necesidad de consejo, y pues vos me ofrec�is el vuestro con piedad tan generosa, quiero seguirle. Estoy muy persuadido de que nada arriesgo en descubrirme a un hombre como vos.� �No, hijo--replic� el ermita�o--, no ten�is que temer; soy hombre a quien se le puede confiar cualquiera cosa, sea la que fuere.� Entonces el caballero habl� de esta manera. CAPITULO X Historia de don Alfonso y de la bella Serafina. �Nada, padre m�o, os ocultar�, como ni tampoco a este caballero que me escucha. Har�ale gran agravio en desconfiar de �l a vista de la generosa acci�n que us� conmigo. Voy, pues, a contaros mis desgracias. �Nac� en Madrid y mi origen fu� el que voy a referir. Un oficial de la guardia alemana, llamado el bar�n de Steinbach, entrando una noche en su casa se hall�, al pie de la escalera, con un envoltorio de lienzo. Levant�le, llev�le al cuarto de su mujer, desenvolvi�le y encontraron un ni�o reci�n nacido envuelto en pa�ales muy aseados y finos, y un billete que dec�a ser hijo de padres distinguidos, que a su tiempo se dar�an a conocer, y que el ni�o estaba ya bautizado con el nombre de Alfonso. Este desgraciado ni�o soy yo y esto es todo cuanto s�. V�ctima del honor o de la infidelidad, ignoro si mi madre me expuso �nicamente para ocultar algunos vergonzosos amores o si, seducida por un amanto perjuro, se vi� en la cruel necesidad de abandonarme. �Como quiera que sea, al bar�n y a su mujer les enterneci� mucho mi desgracia, y como no ten�an sucesi�n resolvieron criarme como si fuera hijo suyo, conserv�ndome el nombre de don Alfonso. Al paso que crec�a yo en edad crec�a el amor en ellos hacia m�. Hac�anme mil caricias en pago de mis apacibles modales y por mi docilidad. Todos sus pensamientos eran de darme la mejor educaci�n. Busc�ronme maestros de todas materias. Lejos de esperar con impaciencia a que se descubriesen mis padres, parec�a, por el contrario, que deseaban no se manifestasen jam�s. Luego que el bar�n me vi� capaz de poder seguir la milicia, me aplic� a servir al rey. Consigui�me una bandera y mand� hacerme un peque�o equipaje. Para animarme a buscar ocasi�n de adquirir gloria y darme a conocer, me hizo presente que la carrera del honor estaba abierta a todo el mundo y que en la guerra podr�a hacer mi nombre tanto m�s glorioso cuanto s�lo ser�a deudor a mi valor y a mi espada de la gloria que adquiriese. Al mismo tiempo me revel� el secreto de mi nacimiento, que hasta all� me hab�a callado. Como en todo Madrid pasaba por hijo suyo, y yo mismo efectivamente me ten�a por tal, confieso que me turb� no poco esta confianza. No pod�a pensar en ello sin llenarme de rubor. Por lo mismo que mis nobles pensamientos y mis honrados impulsos me aseguraban de un distinguido nacimiento, era mayor el dolor de verme desamparado de aquellos a quienes le hab�a debido. �Pas� a servir en los Pa�ses Bajos, donde se hizo la paz poco despu�s que llegu� al ej�rcito. Hall�ndose Espa�a sin enemigos, me restitu� a Madrid, y el bar�n y su mujer me recibieron con nuevas demostraciones de cari�o. Eran pasados dos meses desde mi regreso, cuando una ma�ana entr� en mi cuarto un pajecillo y me entreg� en las manos un billete concebido poco m�s o menos en estos t�rminos: �No soy fea ni contrahecha, y, con todo eso, usted me ve todos los d�as a mi balc�n con grande indiferencia: frialdad muy ajena de un mozo tan gal�n. Estoy tan ofendida de este proceder, que por vengarme quisiera inspirar amor en ese coraz�n de hielo.� �As� que le� este billete me persuad�, sin la menor duda, de que era de una viudita llamada Leonor, que viv�a enfrente de mi casa y ten�a fama de ser alegre de cascos. Examin� sobre este punto al pajecillo, que por alg�n breve rato quiso hacer el callado; pero a costa de un ducado que le di, satisfizo mi curiosidad y se encarg� de llevar a su ama mi respuesta. Dec�ale en ella que conoc�a y confesaba mi delito, del cual estaba ya medio vengada, seg�n lo que yo sent�a en m�. �Con efecto, no dej� de hacerme impresi�n esta graciosa manera de granjear la voluntad. No sal� de casa en todo aquel d�a, asom�ndome frecuentemente al balc�n para observar a la se�ora, que tampoco se descuid� de dejarse ver al suyo. H�cele se�as, a las cuales correspondi�, y el d�a siguiente me envi� a decir por el mismo pajecito que si entre once y doce de aquella noche quer�a yo hallarme en nuestra calle, pod�amos hablarnos a la reja de un cuarto bajo. Aunque no estaba muy enamorado de una viuda tan viva, sin embargo, no dej� de responderle muy apasionadamente, y, a la verdad, esper� a que anocheciese con tanta impaciencia como si efectivamente la amara mucho. Luego que fu� de noche, sal� a pasearme al Prado, para entretener el tiempo hasta la hora de la cita; y apenas entr� en el paseo cuando, acerc�ndose a m� un hombre montado en un hermoso caballo, se ape� precipitadamente, y mir�ndome con ce�o, �Caballero--me dijo--, �no sois vos el hijo del bar�n de Steinbach?� �El mismo�, le respond�. ��Luego vos sois el citado--prosigui� �l--para dar esta noche conversaci�n a Leonor en su reja? He visto sus billetes y vuestras respuestas, que me mostr� el pajecillo. Os he venido siguiendo hasta aqu� desde que salisteis de casa, para advertiros que ten�is un competidor cuya vanidad se indigna de disputar el coraz�n de una dama con un hombre como vos. Me parece que no necesito deciros m�s, y pues nos hallamos en sitio retirado, decidan la disputa las espadas, a menos de que vos, por evitar el castigo que preparo a vuestra temeridad, me deis palabra de romper toda comunicaci�n con Leonor. Sacrificadme las esperanzas que ten�is, o en este mismo punto os quito la vida.� �Ese sacrificio--respond�--se hab�a de pedir y no exigirse. Lo hubiera podido conceder a vuestros ruegos, pero lo niego a vuestras amenazas.� �Pues ri�amos--dijo �l, atando el caballo a un �rbol--, porque es indecoroso a una persona de mi esfera bajarse a suplicar a un hombre de la vuestra, y aun la mayor parte de mis iguales, puestos en mi lugar, se vengar�an de vos de un modo menos honroso.� Ofendi�ronme mucho estas �ltimas palabras, y viendo que �l hab�a sacado la espada saqu� yo tambi�n la m�a. Re�imos con tanto empe�o, que dur� poco el combate. Sea que le cegase su demasiado ardor, o sea que yo fuese m�s diestro que �l, le di desde luego una estocada mortal que le hizo primero titubear y despu�s caer en tierra. Entonces no pens� mas que en ponerme en salvo, y montando en su propio caballo tom� el camino de Toledo. No volv� a casa del bar�n de Steinbach, pareci�ndome que la relaci�n de mi lance s�lo servir�a para afligirle; y cuando consideraba el peligro en que me hallaba, ve�a que no deb�a perder un momento en alejarme de Madrid. �Pose�do enteramente de amargu�simas reflexiones, anduve toda la noche y la ma�ana del d�a siguiente; pero a eso del mediod�a me vi precisado a detenerme, para que el caballo descansara y se mitigase el calor, que cada instante era m�s inaguantable. Det�veme, pues, en una aldea hasta puesto el Sol, y continu� luego mi camino, con �nimo de no apearme hasta estar en Toledo. Me hallaba ya dos leguas m�s all� de Illescas cuando, a eso de media noche, me cogi� en campo raso una furiosa tempestad, semejante a la que acaba de sobrecogernos. Llegu�me a las tapias de un jard�n que vi a pocos pasos de m�, y no hallando abrigo m�s c�modo me arrim� con mi caballo lo mejor que pude a una puerta peque�a de una estancia que estaba casi en un �ngulo de la misma cerca, sobre la cual hab�a un balc�n. Apoy�ndome en la puerta vi que no la hab�an cerrado, y discurr� que esto habr�a sido culpa de los criados. Me ape�, y no tanto por curiosidad como por resguardarme m�s del agua, que no dejaba de incomodarme mucho debajo del balc�n, me entr� en aquella habitaci�n baja, juntamente con el caballo, tir�ndole por la brida. �Durante la tempestad procur� reconocer aquel sitio, y aunque s�lo pod�a registrarle a favor de los rel�mpagos, juzgu� que era una quinta de alguna persona opulenta. Estaba aguardando por instantes que cesase la tempestad para seguir mi camino; pero habiendo visto a lo lejos una gran luz, mud� de parecer. Dej� resguardado el caballo en aquella pieza, cuidando de cerrar la puerta, y fu�me acercando hacia la luz, presumiendo que estaban todav�a levantados en la casa, para suplicarles me diesen abrigo por aquella noche. Despu�s de haber atravesado algunos corredores, me hall� en una sala cuya puerta estaba igualmente abierta. Entr� en ella, y viendo su suntuosidad a beneficio de una magn�fica ara�a con varias buj�as, ya no me qued� duda de que aquella casa de campo era de alg�n gran personaje. El pavimento era de m�rmol; el friso, pintado y dorado con arte; la cornisa, primorosamente trabajada, y el techo me pareci� obra de los m�s diestros pintores; pero lo que m�s me llev� la atenci�n fu� una multitud de bustos de h�roes espa�oles, puestos sobre bell�simos pedestales de m�rmol jaspeado, que adornaban las paredes del sal�n. Tuve bastante tiempo para enterarme de todas estas cosas, porque habiendo aplicado de cuando en cuando el o�do para ver si sent�a rumor no llegu� a percibir ninguno ni a ver persona alguna. �A un lado del sal�n hab�a una puerta entornada; la entreabr� y not� una cruj�a de cuartos, en el �ltimo de los cuales hab�a luz. Consult� conmigo mismo lo que deb�a hacer: si volverme por donde hab�a venido o animarme a penetrar hasta aquel cuarto. La prudencia dictaba que el partido m�s acertado era el de retirarme; pero pudo m�s en m� la curiosidad que la prudencia, o, por mejor decir, fu� m�s poderosa la fuerza del destino que me arrastraba. Llev�, pues, mi empe�o adelante, y atravesando todas las piezas llegu� a la �ltima, donde ard�a, sobre una mesa de m�rmol, una buj�a puesta en un candelero de plata sobredorada. Desde luego conoc� que era un cuarto de verano, alhajado con singular gusto y riqueza; pero volviendo presto los ojos hacia una cama cuyas cortinas estaban entreabiertas a causa del calor, vi un objeto que me rob� toda la atenci�n. Era una joven que, a pesar del estruendo pavoroso de los truenos, dorm�a profundamente. Acerqu�me a ella con el mayor silencio, y a favor de la luz de la buj�a descubr� una tez tan delicada y un rostro tan hermoso, que verdaderamente me encantaron. Al verla, toda mi m�quina se conmovi�; me sent� enteramente enajenado. Pero por m�s agitado que me tuviesen mis impulsos, el concepto que hice de la nobleza de su sangre me impidi� formar ning�n pensamiento temerario, pudiendo m�s el respeto que la pasi�n. Mientras estaba yo embelesado en contemplarla se despert�. �F�cil es de imaginar cu�nto la sobresaltar�a el ver a un hombre desconocido, a media noche, en su cuarto y al pie de su misma cama. Toda asustada y estremecida di� un gran grito. Hice cuanto pude para aquietarla; hinqu� una rodilla en tierra y, lleno de respeto, le dije: �No tem�is, se�ora, que yo no he entrado aqu� con �nimo de ofenderos.� Iba a proseguir, pero ella, atemorizada, no tuvo siquiera libertad para escucharme. Comenz� a llamar a grandes voces a sus criadas, y como ninguna le respondiese, cogi� a toda prisa una bata ligera, que estaba al pie de la cama, cubri�se con ella, salt� acelerada al suelo, agarr� la buj�a y atraves� corriendo toda la cruj�a de cuartos, llamando sin cesar a sus doncellas y a una hermana suya menor, que viv�a en la misma quinta bajo su custodia. Por momentos estaba yo temiendo ver sobre m� toda la familia y que, sin merecerlo ni o�rme, me tratasen mal; pero quiso mi fortuna que, por m�s gritos que di�, nadie pareci�, sino un criado viejo, que de poco le hubiera servido si algo tuviera que temer. No obstante, con la presencia del buen viejo, alent�ndose alg�n tanto, me pregunt� con altivez qui�n era yo, por d�nde y a qu� fin hab�a tenido atrevimiento para meterme en su casa. Comenc� a justificarme; pero apenas le dije que hab�a entrado por la puerta del cuarto del jard�n, que hab�a hallado abierta, cuando exclam� al instante diciendo: ��Justo Cielo y qu� sospechas me vienen ahora al pensamiento!� En esto va con la luz a registrar todos los cuartos de la quinta, y no encuentra a ninguna de sus criadas ni a su hermana; antes s� ve que �stas se hab�an llevado cada una sus ropas. Pareci�ndole que se hab�an verificado sobradamente sus sospechas, se volvi� a donde yo hab�a quedado, y articulando mal las palabras con la c�lera, ��Infame!--me dijo--. �No a�adas la mentira a la traici�n! No te ha tra�do a esta quinta la casualidad ni has entrado en ella por el motivo que finges. T� eres de la comitiva de don Fernando de Leiva y c�mplice en su delito. �Pero no esperes huir de mi venganza, pues tengo a�n bastante gente en casa que te prenda!� �Se�ora--le dije--, no me confund�is, os ruego, con vuestros enemigos. Ni conozco a don Fernando de Leiva ni s� todav�a qui�n sois vos. Yo soy un desgraciado a quien cierto lance de honor ha obligado a ausentarse de Madrid, y os juro por cuanto hay de m�s sagrado que, a no haberme precisado a ello la tempestad, no hubiera entrado en vuestra quinta. Dignaos, se�ora, formar mejor concepto de m�. En vez de suponerme c�mplice en ese delito que tanto os ofende, vivid persuadida de que estoy pront�simo a vengaros.� Estas �ltimas palabras, que pronunci� con ardor y viveza, la tranquilizaron; de modo que desde aquel punto mostr� no mirarme ya como a enemigo. Ces� en el mismo momento su enojo, pero entr� a ocupar su lugar el m�s acerbo dolor. Comenz� a llorar amargamente, y sus l�grimas me enternecieron de manera que no me sent� menos afligido que ella, aun cuando ignoraba la causa de su pena. No me content� con acompa�arla en el llanto, sino que, deseoso de vengar su afrenta, me entr� una especie de furor. �Se�ora--exclam� entre lastimado y col�rico--, �qui�n ha tenido atrevimiento para ultrajaros? �Y qu� especie de ultraje ha sido el vuestro? �Hablad, se�ora, porque vuestras ofensas ya son m�as! �Quer�is que busque a don Fernando y que le atraviese de parte a parte el coraz�n? Nombradme todos aquellos que quer�is que os sacrifique. Mandad y ser�is obedecida. Cueste lo que costare vuestra venganza, este desconocido, a quien hab�is mirado como enemigo, se expondr�, por amor de vos, a cualquier riesgo.� �Qued�se suspensa aquella se�ora a vista de un arrebato tan inesperado, y enjugando sus l�grimas me dijo: �Perdonad, se�or, mi temeraria sospecha a la infeliz situaci�n en que me hallo. Vuestros generosos sentimientos han desenga�ado a la desgraciada Serafina, y me quitan adem�s hasta el natural rubor que me acusa el que un extra�o sea testigo de una afrenta hecha a mi noble sangre. S�, generoso desconocido, reconozco mi error y admito vuestras ofertas, pero no quiero la muerte de don Fernando.� �Bien est�, se�ora--repliqu�--; pero �en qu� dese�is que os sirva?� �Se�or--respondi� Serafina--, el motivo de mi pesar es el siguiente: don Fernando de Leiva se enamor� de mi hermana Julia, a quien vi� en Toledo, donde vivimos de ordinario. Pidi�sela a mi padre, que es el conde de Pol�n, quien se la neg� por antigua enemistad que hay entre las dos casas. Mi hermana, que apenas tiene quince a�os, se habr� dejado enga�ar de mis criadas, sin duda ganadas por don Fernando, y noticioso �ste de que las dos hermanas est�bamos en esta casa de campo, habr� aprovechado la ocasi�n para robar a la malaconsejada Julia. Yo s�lo quisiera saber en qu� parte la ha depositado, para que mi padre y mi hermano, que ha dos meses est�n en Madrid, tomen sus medidas. Supl�coos, pues, se�or, que os tom�is el trabajo de recorrer los contornos de Toledo y de averiguar, si fuese posible, a d�nde ha ido a parar aquella pobre muchacha, diligencia a que os quedar� tan obligada como agradecida toda mi familia.� �No ten�a presente aquella se�ora que el encargo que me daba no conven�a a un hombre a quien importaba tanto salir cuanto antes de los t�rminos y jurisdicci�n de Castilla. Pero �qu� mucho que no hiciese ella esta reflexi�n cuando ni yo mismo la hice? Sumamente gozoso de la fortuna de verme en ocasi�n de servir a una persona tan amable, admit� gustoso la comisi�n, ofreciendo desempe�arla con el mayor celo y diligencia. Con efecto, no esper� a que amaneciese para ir a cumplir lo prometido. Dej� al punto a Serafina, suplic�ndole me perdonase el susto que inocentemente le hab�a dado y asegur�ndole que presto sabr�a de m�. Sal�me, pues, por donde hab�a entrado en la quinta, pero con el �nimo tan ocupado siempre en aquella se�ora, que f�cilmente advert� estaba del todo prendado de ella, y nada me lo hizo conocer mejor que la inquietud e impaciencia con que me apresuraba a complacerla y las amorosas quimeras que yo mismo me forjaba en la imaginaci�n. Parec�ame que Serafina, aun en medio de su sentimiento, hab�a echado bien de ver los primeros fuegos de mi amor y que no le hab�a quiz� desagradado. Lisonje�bame de que si lograba averiguar lo que tanto deseaba ser�a m�a toda la gloria.� Al llegar aqu�, cort� don Alfonso el hilo de su historia y dijo al ermita�o: �Perdonadme, padre, si pose�do de mi pasi�n me detengo en menudencias que tal vez os fastidiar�n.� �No, hijo--respondi� el anacoreta--, de ning�n modo me cansan; antes bien, deseo saber hasta d�nde lleg� el amor que te inspir� do�a Serafina, para arreglar mis consejos con mayor conocimiento.� �Encendida la fantas�a con tan lisonjeras im�genes--prosigui� el caballerito--, busqu� in�tilmente por espacio de dos d�as al robador de Julia, y, frustradas todas las diligencias, no pude descubrir el menor rastro de �l. Desconsolad�simo de ver inutilizados mis pasos y desvelos, volv� a presencia de Serafina, a quien discurr�a hallar en el estado m�s inquieto y desgraciado del mundo; pero la encontr� m�s tranquila de lo que yo pensaba. D�jome que hab�a sido m�s venturosa que yo, pues ya sab�a d�nde se hallaba su hermana; que hab�a recibido una carta de don Fernando, en que le dec�a que, despu�s de haberse casado de secreto con Julia, la hab�a depositado en un convento de Toledo. �Envi� su carta a mi padre--prosigui� Serafina--, no sin esperanza de que la cosa acabe bien y que un solemne matrimonio sea el iris de paz que d� fin a la inveterada discordia de las dos casas.� �Luego que me inform� del paradero de su hermana, me habl� del trabajo que me hab�a ocasionado, y, sobre todo--a�adi� ella misma--, los peligros a que os expuso mi imprudencia en seguir a un robador, sin acordarme de que me hab�ais confiado que andabais fugitivo por cierto lance de honor, de lo cual me pidi� mil perdones en los t�rminos m�s atentos. Conociendo que estaba falto de reposo, me condujo a la sala, donde los dos nos sentamos. Estaba vestida con una bata de tafet�n blanco con listas negras, y cubr�a su cabeza un sombrerillo de los mismos colores que la bata, guarnecido con un airoso plumaje negro, lo que me hizo juzgar que pod�a ser viuda, aunque, por otra parte, parec�a de tan pocos a�os que no sab�a yo qu� discurrir. �Si era grande mi deseo de saber qui�n ella era, no era menos viva su curiosidad de saber lo mismo de m�. Pregunt�me mi nombre y apellido, no dudando--dijo--, a vista de mi noble aire, y a�n m�s de la generosa piedad que me hab�a hecho abrazar con tanto empe�o sus intereses, la nobleza de mi nacimiento. Dej�me perplejo la pregunta; encendi�seme el rostro, me turb�, y confieso que, teniendo menos rubor en mentir que en decir la verdad, respond� que era hijo del bar�n de Steinbach, oficial de la guardia alemana. �Decidme tambi�n--replic� la dama--por qu� hab�is salido de Madrid, pues desde luego os puedo ofrecer todo el valimiento y los buenos oficios de mi padre y de mi hermano don Gaspar. Esto es lo menos que puede hacer mi agradecimiento con un caballero que por servirme despreci� su propia vida�. Ninguna dificultad tuve en referirle por menor todas las circunstancias de nuestro desaf�o. Ella misma ech� toda la culpa al caballero que me hab�a injuriado, y me volvi� a ofrecer que interesar�a a su familia en mi favor. �Habiendo yo satisfecho su curiosidad, me anim� a suplicarle contentase la m�a, y le pregunt� si era o no libre. �Tres a�os ha--respondi�--que mi padre me oblig� a casarme con don Diego de Lara, y quince meses que estoy viuda.� �Pues �qu� desgracia, se�ora--le pregunt�--, fu� la que tan presto os priv� de vuestro esposo?� �Voy, se�or, a responderos--repuso ella--y corresponder a la confianza a que me confieso deudora. Don Diego de Lara era un caballero muy bien apersonado. Am�bame ciegamente, y aunque empleaba cuanta diligencia puede emplear el m�s tierno amante para hacerse agradable al objeto amado, y aunque ten�a mil bellas cualidades, nunca pudo granjearse mi cari�o. El amor no siempre es efecto del anhelo ni del m�rito conocido. �Ah!--a�adi� ella suspirando--. �Muchas veces nos cautiva a la primera vista una persona que no conocemos! No me era posible amarle. M�s avergonzada que prendada de las continuas muestras de su amor, y forzada a corresponder a ellas sin inclinaci�n, si me acusaba a m� misma interiormente de ingratitud, tambi�n me contemplaba muy digna de compasi�n. Por desgracia de ambos, �l ten�a todav�a m�s delicadeza que amor. En mis acciones y palabras descubr�a claramente mis m�s ocultos pensamientos. Le�a cuanto pasaba en lo m�s �ntimo de mi alma; quej�base a cada paso de mi indiferencia, y le era tanto m�s sensible el no poder conquistar mi coraz�n cuanto m�s seguro estaba de que ning�n otro rival se lo disputaba, no contando yo apenas diez y seis a�os y habiendo sabido, antes de ofrecerme su mano, por mis criadas, todas parciales suyas, que ning�n hombre se le hab�a anticipado a llevarse mi atenci�n. �S�, Serafina--me dec�a muchas veces--, me alegrar�a mucho de que estuvieses encaprichada a favor de otro y de que �sta fuese la �nica causa de la frialdad con que me miras. Esperar�a entonces que tu virtud y mi constancia triunfar�an al cabo de esa tibieza; pero ya desespero de vencer un coraz�n que no se ha rendido a tantos y tan convincentes testimonios de mi extremado amor.� Cansada de o�rle repetir tantas veces la misma queja, le dije un d�a que, en vez de turbar su reposo y el m�o mostrando tanta delicadeza, har�a mejor en dejarlo todo en manos del tiempo. Con efecto, yo me hallaba entonces en una edad poco capaz de sentir los vivos impulsos de una pasi�n tan fogosa, y �ste era el prudente partido que don Diego debiera haber abrazado. Pero viendo que se hab�a pasado un a�o entero sin haber adelantado m�s que el primer d�a, perdi� la paciencia, o por mejor decir el juicio, y fingiendo que le llamaba a la corte no s� qu� negocio de importancia, march� a los Pa�ses Bajos a servir en calidad de voluntario, y encontr� lo que deseaba en los peligros en que se met�a; es decir, el fin de la vida y el de sus pesares.� �Conclu�da esta relaci�n, todo el resto de la conversaci�n que tuvimos Serafina y yo fu� acerca del singular car�cter de su marido. Interrumpi� nuestra conferencia un correo, que lleg� en aquel mismo punto, el cual puso en manos de Serafina una carta del conde de Pol�n. Pidi�me licencia para abrirla, y observ� que conforme la iba leyendo se iba poniendo p�lida y tr�mula. Luego que la acab� de leer, alz� los ojos al cielo, di� un gran suspiro y empez� a correr por su rostro un torrente de l�grimas. No siendo posible que yo viese con serenidad su pena, me turb�, y como si hubiera ya presentido el terrible golpe que iba a llevar, me cogi� un mortal terror que me hel� toda la sangre. �Se�ora--le dije con voz desfallecida--, �ser� l�cito saber de vos qu� funestas noticias os anuncia esa carta?� �Tomadla, se�or--me respondi� tristemente--, y leed vos mismo lo que mi padre me escribe. �Ay de m�, que su contenido os interesa demasiado!� �Estremec�me al o�r estas palabras; tom� temblando la carta y vi que dec�a lo siguiente: �Tu hermano don Gaspar tuvo ayer un desaf�o en el Prado. Recibi� en �l una estocada, de la cual ha muerto hoy, declarando al morir que el caballero que le mat� fu� el hijo del bar�n de Steinbach, oficial de la guardia alemana. Para mayor desgracia, el matador escap�, sin saberse d�nde se ha escondido; pero aunque lo est� en las entra�as de la Tierra, se har�n todas las diligencias posibles para hallarle. Hoy se despachan requisitorias a varias justicias, que no dejar�n de arrestarle como ponga los pies en alg�n lugar de su jurisdicci�n, y voy tambi�n a practicar otros medios oportunos para cerrarle todos los caminos.--_El conde de Pol�n._� �Figuraos el trastorno que la lectura de esta carta causar�a en mi �nimo. Qued� inm�vil algunos instantes, sin esp�ritu ni fuerza para hablar. En medio de aquel desmayo y desaliento, se me represent� con la mayor viveza todo lo que la muerte de don Gaspar ten�a de cruel para mi amor. Al momento caigo en una furiosa desesperaci�n. Arroj�me a los pies de Serafina, y present�ndole la espada desnuda, ��Se�ora--le dije--, excusad al conde de Pol�n la molesta fatiga de buscar a un hombre que podr�a burlar sus m�s activas diligencias! �Vengad vos misma a vuestro hermano! �Sacrificadle por vuestra bella mano su homicida! Qu�, �os deten�is? �Descargad el golpe, y sea fatal a su enemigo el mismo acero que a �l le quit� la vida!� �Se�or--respondi� Serafina, enternecida alg�n tanto de ver mi acci�n--, yo quer�a a don Gaspar, y aunque vos le matasteis como caballero y �l mismo fu� a buscar su desgracia, al fin soy su hermana y no puedo menos de tomar su partido. S�, don Alfonso, ya soy enemiga vuestra y har� contra vos todo lo que la sangre y el cari�o pueden pretender de m�, pero no abusar� de vuestra adversa fortuna. En vano ha dispuesto entregaros en manos de mi venganza, pues si el honor me arma contra vos, �l mismo me prohibe vengarme ruinmente. Las leyes de la hospitalidad deben ser inalterables; seg�n ellas, no puedo corresponder con un vil asesinato al generoso servicio que me hab�is hecho. �Huid, escapad y burlad, si pudiereis, nuestras m�s vivas pesquisas; poneos a cubierto del rigor de las leyes y libraos del inminente peligro que os amenaza!� �Pues qu�, se�ora--le repliqu�--, estando en vuestra mano la venganza, �la dej�is a la severidad de las leyes, que pueden quedar desairadas? �Ah, se�ora, atravesad vos misma con esta espada el pecho de un malvado que verdaderamente no merece le perdon�is! �No, se�ora, no us�is de un proceder tan noble y tan generoso con un hombre como yo! �Sab�is qui�n soy? Aunque todo Madrid me tiene por hijo del bar�n de Steinbach, no soy mas que un desgraciado a quien ha criado en su casa por caridad. Yo mismo ignoro a qui�nes debo el ser.� ��No importa eso!--interrumpi� Serafina precipitadamente, como si le hubieran causado nueva pena mis �ltimas palabras--. Aunque fuerais vos el hombre m�s vil del mundo, har�a siempre lo que me dicta mi honor.� ��Bien est�, se�ora!--repliqu�--. Ya que la muerte de un hermano no ha bastado a persuadiros que derram�is mi sangre, voy a cometer otro delito, haci�ndoos una ofensa, que tengo por cierto no me la perdonar�is. Sabed, se�ora, que os adoro; que desde el mismo punto en que vi vuestra hermosura qued� hechizado y que, a pesar de la obscuridad de mi nacimiento, no perd�a la esperanza de poseeros. Estaba tan ciegamente enamorado, o, por mejor decir, llegaba a un punto mi vanidad, que me lisonjeaba de que alg�n d�a descubrir�a el Cielo mi origen y que �ste ser�a tal que sin verg�enza podr�a manifestaros mi nombre. Despu�s de una declaraci�n que tanto os ultraja, �ser� posible que todav�a no os resolv�is a castigarme?� �Esa temeraria declaraci�n--replic� la dama--, en otro tiempo sin duda me ofender�a; pero la perdono a la turbaci�n en que os veo, fuera de que ni la situaci�n en que yo misma me hallo me permite dar o�dos a las expresiones que profer�s. Vuelvo a deciros, don Alfonso--a�adi� derramando algunas l�grimas--, que part�is luego de aqu� y os alej�is de una casa que est�is llenando de dolor; cada instante que os deten�is aumenta mis penas.� �Ya no resisto, se�ora--repliqu� levant�ndome--. Voy a alejarme de vos, pero no pens�is que, cuidadoso de conservar una vida que os es odiosa, vaya a buscar un asilo para defenderla. �No, no; yo mismo quiero voluntariamente sacrificarme a vuestro dolor! Parto a Toledo, donde esperar� con impaciencia la suerte que vos me prepar�is, y, entreg�ndome a vuestras persecuciones, anticipar� yo mismo de este modo el fin de todas mis desdichas.� �Retir�me al decir esto. Di�ronme mi caballo y part� en derechura a Toledo, donde me detuve de intento ocho d�as, con tan poco cuidado de ocultarme, que verdaderamente no s� c�mo no me prendieron; porque no puedo creer que el conde de Pol�n, tan empe�ado en tomarme todos los caminos, se olvidase de cerrarme el de Toledo. En fin, ayer sal� de aquel pueblo, donde se me hac�a intolerable mi propia libertad, y sin fijarme ni aun proponerme destino ninguno determinado, llegu� a esta ermita, con tanta serenidad como pudiera un hombre que nada tuviese que temer. Estos son, padre m�o, los cuidados que me ocupan al presente, y ru�goos que me ayud�is con vuestros consejos.� CAPITULO XI Qui�n era el viejo ermita�o y c�mo conoci� Gil Blas que se hallaba entre amigos. Luego que don Alfonso acab� la triste relaci�n de sus infortunios, le dijo el ermita�o: �Hijo m�o, mucha imprudencia fu� el haberos detenido tanto en Toledo. Yo miro con muy diferentes ojos que vos todo lo que me hab�is contado, y vuestro amor a Serafina me parece una verdadera locura. Creedme a m�: no os cegu�is. Es menester olvidar a esa joven, pues no est� destinada para vos. Ceded voluntariamente a los grandes estorbos que os desv�an de ella y entregaos a vuestra estrella, la cual, seg�n todas las se�ales, os promete muy distintas aventuras. Sin duda encontrar�is alguna bella joven que har� en vos la misma impresi�n, sin que hay�is quitado la vida a ninguno de sus hermanos.� Iba a decirle muchas cosas para exhortarle a la paciencia, cuando vimos entrar en la ermita a otro ermita�o, cargado con unas alforjas bien llenas. Ven�a de Cuenca, donde hab�a recogido una limosna muy copiosa. Parec�a m�s mozo que su compa�ero; su barba era roja, espesa y bien poblada. �Bien venido, hermano Antonio--le dijo el viejo anacoreta--. �Qu� noticias nos traes de la ciudad?� ��Bien malas!--respondi� el hermano barbirrojo--. Ese papel os las dir�.� Y entreg�le un billete cerrado en forma de carta. Tom�le el viejo, y despu�s de haberle le�do con toda la atenci�n que merec�a su contenido, exclam�: ��Loado sea Dios! �Pues se ha descubierto ya la mecha, tomemos otro modo de vivir! Mudemos de estilo--prosigui�, dirigiendo la palabra al joven caballero--. En m� ten�is un hombre con quien juegan como con vos los caprichos de la fortuna. De Cuenca, que dista una legua de aqu�, me escriben que han informado mal de m� a la justicia, cuyos ministros deben venir ma�ana a prenderme en esta ermita; pero no encontrar�n la liebre en la cama. No es la primera vez que me veo en este apuro, y, gracias a Dios, casi siempre he sabido librarme con honra y desembarazo. Voy a presentarme en otra nueva figura, porque hab�is de saber que, tal cual me veis, no soy ermita�o ni viejo.� Diciendo y haciendo, se desnud� del saco grosero que le llegaba hasta los pies y dej�se ver con una jaquetilla o capotillo de sarga negra con mangas perdidas. Quit�se el capuz, desat� un sutil cord�n que sosten�a su gran barba postiza y ofreci� a los ojos de los circunstantes un mozo de veintiocho a treinta a�os. El hermano Antonio, a su imitaci�n, hizo lo mismo; quit�se el h�bito y la barba erem�tica y sac� de un arca vieja y carcomida una ra�da sotanilla, con que se cubri� lo mejor que pudo. Pero �qui�n podr� concebir lo admirado y at�nito que me qued� cuando en el viejo ermita�o reconoc� al se�or don Rafael y en el hermano Antonio a mi fidel�simo criado Ambrosio de Lamela? ��Vive diez--exclam� al punto sin poderme contener--, que estoy en tierra amiga!� �As� es, se�or Gil Blas--dijo riendo don Rafael--. Sin saber c�mo ni cu�ndo te has encontrado con dos grandes y antiguos amigos tuyos. Confieso que tienes alg�n motivo para estar quejoso de nosotros, pero �pelitos a la mar! Olvidemos lo pasado y demos gracias a Dios de que nos ha vuelto a juntar. Ambrosio y yo os ofrecemos nuestros servicios, que no son para despreciados. Nosotros a ninguno hacemos mal, a ninguno apaleamos, a ninguno asesinamos y solamente queremos vivir a costa ajena. Agr�gate a nosotros dos y tendr�s una vida andante, pero alegre. No la hay m�s divertida, como se tenga un poco de prudencia. No es esto decir que, a pesar de ella, el encadenamiento de las causas segundas no sea tal a veces que nos acarree muy pesadas aventuras; pero en cambio hallamos las buenas mejores y ya estamos acostumbrados a la inconstancia de los tiempos y a las vicisitudes de la fortuna. Se�or caballero--prosigui� el fingido ermita�o volvi�ndose a don Alfonso--, la misma proposici�n os hacemos a vos, que me parece no deb�is despreciar en el estado en que presumo os hall�is, porque, adem�s de la precisi�n de andar siempre fugitivo y escondido, tengo para m� que no est�is muy sobrado de dinero.� �As� es--dijo don Alfonso--, y eso es lo que aumenta mi pesadumbre.� ��Ea, pues--repuso don Rafael--, buen �nimo! No nos separaremos los cuatro; �ste es el mejor partido que pod�is tomar. Nada os faltar� en nuestra compa��a y nosotros sabremos inutilizar todas las pesquisas y requisitorias de vuestros enemigos. Hemos recorrido toda Espa�a y sabemos todos sus rincones, bosques, matorrales, sierras quebradas, cuevas y escondrijos, abrigos segur�simos contra las brutalidades de la justicia.� Agradeci�les don Alfonso su buena voluntad, y hall�ndose efectivamente sin dinero y sin recurso determin� ir en su compa��a, y tambi�n yo tom� igual partido, por no dejar a aquel joven, a quien hab�a cobrado ya grande inclinaci�n. Convinimos, pues, todos cuatro en andar juntos y no separarnos. Trat�se entonces sobre si marchar�amos en aquel mismo punto o nos detendr�amos primero a dar un tiento a una bota llena de exquisito vino que el d�a anterior hab�a tra�do de Cuenca el hermano Antonio; pero don Rafael, como m�s experimentado, fu� de parecer que ante todas cosas se deb�a pensar en ponernos a salvo, y que as�, era de sentir que camin�semos toda la noche para llegar a un bosque muy espeso que hab�a entre Villar del Saz y Almod�var, donde har�amos alto y, libres de toda zozobra, descansar�amos el d�a siguiente. Abraz�se este parecer, y los dos ermita�os acomodaron su ropa y dem�s provisiones en dos envoltorios, y equilibrando el peso lo mejor que pudieron los cargaron en el caballo de don Alfonso. Anduvimos toda la noche, y cuando est�bamos ya muy rendidos del cansancio, al despuntar el d�a descubrimos el bosque adonde se encaminaban nuestros pasos. La vista del puerto alegra y da vigor a los marineros fatigados de una larga navegaci�n; cobramos �nimo y llegamos por fin al fin de nuestra carrera antes de salir el Sol. Penetramos hasta lo interior del bosque, donde, haciendo alto en un delicioso sitio, nos echamos sobre la verde hierba de un espacioso prado rodeado de corpulentas encinas, cuyas frondosas ramas, entreteji�ndose unas con otras, negaban la entrada a los rayos del Sol. Descargamos el caballo, quit�mosle la brida y ech�mosle a pacer por el prado. Sent�monos, sacamos de las alforjas del hermano Antonio algunos zoquetes de pan, muchos pedazos de carne asada, y como unos perros hambrientos nos abalanzamos a ellos, compitiendo unos con otros en la presteza y en la gana de comer. Con todo eso, oblig�bamos al hambre a que aguardase un poco, por los frecuentes abrazos que d�bamos a la bota, que en movimiento poco menos que continuo estaba casi siempre en el aire, pasando de unas manos a otras. Acabado el almuerzo, dijo don Rafael a don Alfonso: �Caballero, a vista de la confianza que usted me ha hecho, justo ser� tambi�n que yo cuente la historia de mi vida con la misma sinceridad.� �Gran gusto me dar�is en eso�, respondi� el joven. �Y a m�, grand�simo--a�ad� yo--, porque tengo ansia de saber vuestras aventuras, que no dudo ser�n dignas de o�rse.� ��Y como que lo son!--replic� don Rafael--. Lo han sido tanto, que pienso alg�n d�a escribirlas. Con esta obra hago �nimo de divertir mi vejez, porque en el d�a todav�a soy mozo y quiero a�adir materiales para aumentar el volumen. Pero ahora estamos fatigados; recuper�monos con algunas horas de sue�o. Mientras dormimos los tres, Ambrosio velar� y har� centinela para evitar toda sorpresa, que despu�s dormir� �l y nosotros estaremos de escucha, pues aunque pienso que aqu� nos hallamos con toda seguridad, nunca sobra la precauci�n.� Dicho esto, se tendi� a la larga sobre la hierba; don Alfonso hizo lo mismo; yo imit� a los dos y Lamela comenz� a hacernos la guardia. El pobre don Alfonso, en vez de dormir, no hizo mas que pensar en sus desgracias. Por lo que toca a don Rafael, se qued� dormido inmediatamente; pero despert� dentro de una hora, y vi�ndonos dispuestos a o�rle dijo a Lamela: �Amigo Ambrosio, ahora puedes t� ir a descansar.� ��No, no!--respondi� Lamela--. Ninguna gana tengo de dormir; y aunque s� ya todos los sucesos de vuestra vida, son tan instructivos para las personas de nuestra profesi�n, que tendr� especial gusto en o�rlos contar otra vez.� As�, pues, comenz� don Rafael la historia de su vida en los t�rminos siguientes: LIBRO QUINTO CAPITULO PRIMERO Historia de don Rafael. �Soy hijo de una comedianta de Madrid, famosa por su habilidad, pero mucho m�s por sus c�lebres aventuras. Llam�base Lucinda. En cuanto a mi padre, no puedo sin temeridad asegurar qui�n fuese. Pod�a muy bien decir qui�n era el sujeto de distinci�n que cortejaba a mi madre al tiempo que yo nac�; pero esta �poca no es prueba convincente de que yo le debiese el ser. Las personas de la clase de mi madre son, por lo com�n, tan poco de fiar en este punto, que cuando se muestran m�s inclinadas a un se�or le tienen ya prevenido alg�n substituto por su dinero. �No hay cosa como no hacer aprecio de lo que digan malas lenguas. Mi madre, en vez de darme a criar donde ninguno me conociese, sin hacer misterio alguno me cog�a de la mano y me llevaba al teatro muy francamente, no d�ndosele un pito de lo mucho que se hablaba de ella ni de las falsas risitas que causaba s�lo el verme. En fin, yo era su �dolo y la diversi�n de cuantos ven�an a casa, los cuales no se cansaban de hacerme mil fiestas. No parec�a sino que en todos ellos hablaba la sangre a favor m�o. �Dej�ronme pasar los doce primeros a�os de mi vida en todo g�nero de fr�volos pasatiempos. Apenas me ense�aron a leer y escribir, y mucho menos la doctrina cristiana. Solamente aprend� a cantar, bailar y tocar un poco la guitarra. A esto se reduc�a todo mi saber cuando el marqu�s de Legan�s me pidi� para que estuviese en compa��a de un hijo suyo �nico, poco m�s o menos de mi edad. Consinti� en ello Lucinda con mucho gusto, y entonces fu� el tiempo en que comenc� a ocuparme en alguna cosa seria. El tal caballerito estaba tan adelantado como yo, y, fuera de eso, no parec�a haber nacido para las ciencias. Apenas conoc�a una letra del abecedario, sin embargo que hac�a quince meses que ten�a para esto un preceptor. Los dem�s maestros sacaban el mismo partido de sus lecciones, de modo que a todos les ten�a apurada la paciencia. Es verdad que a ninguno le era l�cito castigarle; antes bien, a todos les estaba mandado expresamente le ense�asen sin mortificarle, orden que, unida a la mala disposici�n del se�orito para el estudio, hac�a in�til la ense�anza que se le daba. �Pero al maestro de leer le ocurri� un bello medio para meter miedo al disc�pulo sin contravenir a la orden de su padre. Este medio fu� azotarme a m� siempre que aqu�l lo merec�a. No me gust� el tal arbitrio, y as�, me escap� y fu� a quejarme a mi madre de una cosa tan injusta; pero ella, aunque me quer�a mucho, tuvo valor para resistir a mis l�grimas, y considerando lo decoroso y ventajoso que era para su hijo el estar en casa de un marqu�s, me volvi� a ella inmediatamente; y h�teme aqu� otra vez en poder del preceptor. Como �ste hab�a observado que su invenci�n hab�a producido buen efecto, prosigui� azot�ndome en lugar de hacerlo al se�orito, y para que el castigo hiciese m�s impresi�n en �l me sacud�a de firme, de modo que estaba seguro de pagar diariamente por el joven Legan�s, pudiendo yo decir con toda verdad que ninguna letra del alfabeto aprendi� el hijo del marqu�s que no me costase a m� cien azotes. Echen ustedes la cuenta del n�mero a que ascender�an �stos. �No eran solamente los azotes lo que ten�a que aguantar en aquella casa. Como toda la gente de ella me conoc�a, los criados inferiores, hasta los mismos maritornes, me echaban en cara a cada paso mi nacimiento. Esto lleg� a aburrirme tanto que un d�a hu�, despu�s de haber tenido ma�a para robar al preceptor todo el dinero que ten�a, el cual pod�a ser como unos ciento y cincuenta ducados. Tal fu� la venganza que tom� de las injustas y crueles zurras con que su merced me hab�a favorecido, y creo que no pod�a tomar otra que le fuera m�s sensible. Este juego de manos lo supe hacer con tanto primor y sutileza, que, aunque fu� mi primer ensayo, dej� burladas cuantas pesquisas se hicieron en dos d�as para saber qui�n hab�a sido el raterillo. Sal� de Madrid y llegu� a Toledo sin que ninguno fuese en mi seguimiento. �Entraba entonces en mis quince a�os. �Gran gusto es hallarse un hombre en aquella edad con dinero, sin sujeci�n a nadie y due�o de s� mismo! Hice presto conocimiento con dos mozuelos, que me hicieron listo y ayudaron a comer mis cien ducados. Junt�me tambi�n con ciertos caballeros de la garra, los cuales cultivaron tan felizmente mis buenas disposiciones naturales, que en poco tiempo llegu� a ser uno de los m�s ricos caballeros de su orden. �Al cabo de cinco a�os se me puso en la cabeza el viajar y ver tierras. Dej� a mis cofrades, y queriendo dar principio a mis caravanas por Extremadura, me dirig� a Alc�ntara; pero antes de entrar en el pueblo hall� una bell�sima ocasi�n de ejercitar mis talentos y no la dej� escapar. Como caminaba a pie y cargado con mi mochila, que no pesaba poco, me sentaba a ratos a descansar a la sombra de los �rboles que estaban a orillas del camino. Una de estas veces me encontr� con dos mozos, ambos hijos de gente de forma, los cuales estaban en alegre conversaci�n, al fresco, en un verde prado. Salud�los con mucha cortes�a, lo que me pareci� no haberles desagradado, y con esto entablamos luego conversaci�n. El de m�s edad no llegaba a quince a�os, y ambos eran muy sencillos. �Se�or caminante--me dijo el m�s joven--, nosotros somos hijos de dos ricos ciudadanos de Plasencia; nos entr� un gran deseo de ver el reino de Portugal, y para contentarlo cada uno hurt� cien doblones a su padre. Caminamos a pie para que nos dure m�s el dinero y podamos as� ver m�s provincias. �Qu� le parece a usted?� �Si yo tuviera tanta plata--les respond�--, �Dios sabe a d�nde ir�a a dar conmigo! Recorrer�a con �l las cuatro partes del mundo. �Ad�nde vamos a parar! �Doscientos doblones! Es una suma de que nunca se ver� el fin. Si lo ten�is a bien, hijos m�os--a�ad�--, yo os acompa�ar� hasta la villa de Almohar�n, adonde voy a recibir la herencia de un t�o m�o, que muri� despu�s de haber vivido all� el espacio de veinte a�os.� Respondi�ronme los dos mozos que tendr�an el mayor gusto en ir en mi compa��a. Con esto, despu�s de haber descansado un poco todos tres, marchamos todos juntos a Alc�ntara, donde entramos mucho antes de anochecer. �Aloj�monos todos en un mes�n, pedimos un cuarto y nos dieron uno donde hab�a un armario que se cerraba con llave. Dijimos que se nos dispusiese de cenar, y mientras, propuse a mis compa�eritos si gustaban que sali�semos a dar una vuelta por el pueblo. Agrad�les mucho la proposici�n. Guardamos nuestros hatillos en el armario, cerr�moslo y uno de los dos j�venes guard� la llave en la faltriquera. Salimos del mes�n, fuimos a ver algunas iglesias, y estando en la principal, fing� de pronto que me hab�a ocurrido un negocio de importancia, y as�, dije: �Queridos, ahora me acuerdo de que un amigo de Toledo me encarg� dijese de su parte dos palabras a un mercader que vive cerca de esta iglesia; esperadme aqu�, que voy y vuelvo en un momento.� Diciendo esto, me apart� de ellos. Vuelvo a la posada, voime derecho al armario, quebranto la cerradura, registro sus mochilas y encuentro sus doblones. �Pobres ni�os! Rob�selos todos, sin dejarles siquiera uno para pagar el piso de la posada. Hecho esto, sal� prontamente del pueblo y tom� el camino de M�rida, sin darme cuidado de lo que dir�an ni har�an las inocentes criaturas. �P�some este lance en estado de poder caminar con m�s comodidad. Aunque ten�a pocos a�os, me sent�a capaz de portarme con juicio, y puedo decir que estaba suficientemente adelantado para aquella edad. Determin� comprar una mula, como lo hice efectivamente en el primer lugar donde la encontr�. Convert� la mochila en una maleta y empec� a hacerme algo m�s el hombre de importancia. A la tercera jornada encontr� en el camino a un hombre que iba cantando v�speras a grandes voces. Desde luego conoc� que era alg�n sochantre. ��Animo--le dije--, se�or bachiller, y vaya usted adelante, que lo canta de pasmo.� �Caballero--me respondi�--, soy cantor de una iglesia y quiero ejercitar la voz.� �De esta manera entramos en conversaci�n, y no tard� en conocer que me hallaba con un hombre muy divertido y agudo. Tendr�a como de veinticuatro a veinticinco a�os, y como �l iba a pie y yo a caballo, de prop�sito refrenaba la mula para ir a su paso, por el gusto de o�rle. Hablamos, entre otras cosas, de Toledo. �Tengo bien conocida aquella ciudad--me dijo el cantor--; he estado en ella muchos a�os y tengo all� algunos amigos.� ��Y en qu� calle viv�a usted?�, le interrump�. �En la calle Nueva--respondi�--, donde viv�a con don Vicente de Buenagarra y don Mat�as del Cordel y otros dos o tres honrados caballeros. Habit�bamos y com�amos juntos y lo pas�bamos alegremente.� Sorprend�me al o�rle estas palabras, porque los sujetos que citaba eran los mismos _caballeros de la garra_ que en Toledo me hab�an recibido en su nobil�sima orden. �Se�or cantor--exclam� entonces--, esos ilustr�simos se�ores son muy conocidos m�os, porque vivimos juntos en la misma calle Nueva.� ��Ya os entiendo!--me respondi� sonri�ndose--. Eso es decir que entrasteis en la orden tres a�os despu�s que yo sal� de ella.� �Dej� la compa��a de aquellos caballeros--prosegu�--porque se me puso en la cabeza el viajar y ver mundo. Pienso andar toda Espa�a, y sin duda valdr� m�s cuando tenga m�s experiencia.� ��Acertado pensamiento!--dijo el cantor--. Para perfeccionar el ingenio y los talentos no hay mejor escuela que la de viajar. Por la misma raz�n dej� yo a Toledo, aunque nada me faltaba en aquella ciudad. �Gracias a Dios, que me ha dado a conocer a un caballero de mi orden cuando menos lo pensaba! Un�monos los dos, caminemos juntos, hagamos una liga ofensiva y defensiva contra el bolsillo del pr�jimo y aprovechemos todas las ocasiones que se ofrezcan de mostrar nuestra habilidad.� �D�jome esto con tanta franqueza y gracia, que desde luego acept� la proposici�n. En el mismo punto granje� toda mi confianza, y yo la suya. Abr�monos rec�procamente el pecho; cont�me su historia y yo le dije mis aventuras. Confi�me que ven�a de Portalegre, de donde le hab�a hecho salir cierto lance malogrado por un contratiempo, oblig�ndole a ponerse en salvo precipitadamente bajo el traje de sopista en que le ve�a. Luego que me inform� de todos sus asuntos, determinamos dirigirnos a M�rida, a probar fortuna y ver si pod�amos dar all� un golpe maestro, y despu�s marchar a otra parte. Desde aquel instante se hicieron comunes nuestros bienes. Es verdad que Morales--as� se llamaba mi nuevo compa�ero--no se hallaba en muy brillante situaci�n. Todo su haber consist�a en cinco o seis ducados y en alguna ropa que llevaba en la mochila; pero si yo estaba mucho mejor que �l en dinero, en recompensa, �l estaba mucho m�s adelantado que yo en el arte de enga�ar a los hombres. Mont�bamos los dos alternativamente en la mula, y de esta manera llegamos en fin a M�rida. �Ape�monos en un mes�n del arrabal. Morales se puso otro vestido que sac� de su mochila, y fuimos a andar por la ciudad para descubrir terreno y ver si se nos presentaba alg�n buen lance. Consider�bamos muy atentamente cuantos objetos se ofrec�an a nuestra vista. Nos parec�amos, como hubiera dicho Homero, a dos milanos que desde lo m�s alto de las nubes tienen fijos los ojos en la tierra, acechando todos los rincones por ver si atisban algunos polluelos para lanzarse sobre ellos. Est�bamos, en fin, esperando a que la casualidad nos trajese a la mano alguna ocasi�n de ejercitar nuestra habilidad, cuando vimos en la calle un caballero, bastante canoso, el cual, firme con la espada en la mano, se defend�a contra tres que le llevaban a mal traer. Choc�me infinito la desigualdad del combate, y como soy naturalmente espadach�n, acud� corriendo con mi espada a ponerme al lado del caballero, cuyo ejemplo imit� Morales, y en breve tiempo pusimos en vergonzosa fuga a los tres enemigos que tan villanamente le hab�an acometido. �Di�nos el anciano un mill�n de gracias. Respond�mosle cort�smente que hab�amos celebrado en extremo la dichosa casualidad que tan oportunamente nos hab�a proporcionado aquella ocasi�n de servirle, y le suplicamos nos confiase el motivo que hab�an tenido aquellos hombres para querer asesinarle. �Se�ores--nos respondi�--, estoy muy agradecido a vuestra generosa acci�n y no puedo negarme a satisfacer vuestra curiosidad. Yo me llamo Jer�nimo Miajadas; soy vecino de esta ciudad, donde vivo de mi hacienda. Uno de los tres asesinos de que ustedes me han librado est� enamorado de mi hija y me la pidi� por medio de otro sujeto, y porque no le di mi consentimiento vino a vengarse de m� con espada en mano.� ��Y se podr� saber--le repliqu� yo--por qu� raz�n neg� usted su hija al tal caballero?� �V�isela a decir a usted--me respondi�--. Ten�a yo un hermano, comerciante en esta ciudad, llamado Agust�n, que hace dos meses estaba en Calatrava, alojado en casa de Juan V�lez de la Membrilla, su corresponsal. Eran los dos �ntimos amigos; pidi�le Juan V�lez mi �nica hija, Florentina, para su hijo, con el fin de estrechar m�s y m�s la uni�n e intereses de las dos familias. Prometi�sela mi hermano, no dudando, por el cari�o que nos ten�amos los dos, que yo ratificar�a su promesa. As� lo hice, porque apenas volvi� Agust�n a M�rida y me propuso esta boda, cuando consent� en ella por darle gusto y no desairar su palabra. Envi� el retrato de Florentina a Calatrava; pero el pobre no pudo ver el fin de su negociaci�n porque se lo llev� Dios tres semanas ha. Poco antes de morir me pidi� encarecidamente que no casase a mi hija con otro que con el hijo de su corresponsal. Ofrec�selo as�, y �ste es el motivo por que se la negu� al caballero que acaba de acometerme, aunque era un partido muy ventajoso para mi casa. Yo soy esclavo de mi palabra; por instantes estoy esperando al hijo de Juan V�lez de la Membrilla para que sea yerno m�o, aunque jam�s le he visto a �l ni a su padre. Perdonen ustedes si les he cansado con relaci�n tan prolija, lo que no hubiera hecho a no haber querido ustedes mismos saberla.� �Escuch�le con la mayor atenci�n, y adoptando el extra�o pensamiento que de repente me ocurri�, afect� quedar del todo asombrado. Alc� los ojos al cielo, y volvi�ndome hacia el buen viejo le dije en tono pat�tico: ��Es posible, se�or Jer�nimo Miajadas, que al momento de entrar yo en M�rida haya tenido la fortuna de salvar la vida a mi venerado suegro?� Estas palabras causaron en el viejo grande admiraci�n, y no fu� menor la que produjeron en Morales, el cual, en el modo de mirarme, me di� a entender que yo le parec�a un gran tunante. ��Qu� es lo que me dices?--respondi� lleno de gozo el aturdido viejo--. �Es posible que t� seas el hijo del corresponsal de mi hermano?� ��S�, se�or!�, le respond� con desembarazo; y abraz�ndole estrechamente prosegu� dici�ndole: ��S�, se�or, yo soy el dichoso mortal para quien est� destinada la amable Florentina! Pero antes de manifestaros el gozo que me causa la honra de enlazarme con vuestra ilustre familia, dadme licencia para que desahogue el sentimiento que renueva en m� la dulce memoria del se�or Agust�n, vuestro hermano; ser�a yo el hombre m�s ingrato del mundo si no llorase amargamente la muerte de aquel a quien siempre me confesar� deudor de la mayor felicidad de mi vida.� Dicho esto, volv� a dar un abrazo al buen Jer�nimo, saqu� el pa�uelo e hice como que me enjugaba las l�grimas. Morales, que desde luego conoci� lo mucho que nos pod�a valer aquel embuste, quiso tambi�n ayudarme por su parte. Fingi�se criado m�o y comenz� a dar muestras de mayor sentimiento que el que yo hab�a mostrado por la muerte del se�or Agust�n, diciendo muy lastimado: ��Ah, se�or Jer�nimo, y qu� p�rdida ha hecho usted perdiendo a su querido hermano! �Era un hombre muy de bien; el f�nix de los comerciantes; un mercader desinteresado; un mercader de buena fe; un mercader de aquellos que no se ven hoy!� �Trat�bamos con un hombre tan sencillo como cr�dulo, que, lejos de sospechar que le enga��bamos, �l mismo nos ayudaba a llevar adelante nuestro enredo. �Y bien--me pregunt�--, �y por qu� no viniste derechamente a apearte a mi casa? �A qu� fin irte a meter en un mes�n? Entre nosotros ya est�n de m�s los cumplimientos.� �Se�or--respondi� Morales, tomando la palabra por m�--, mi amo es algo ceremonioso; tiene ese defecto, y me disculpar� que yo se lo afee; fuera de que en cierta manera es disculpable en no haberse atrevido a presentarse en vuestra casa en el traje en que le veis. Nos han robado en el camino, y los ladrones nos dejaron despojados de toda la ropa.� �Dice la verdad este mozo, se�or de Miajadas--le interrump� yo--; �se es el motivo por que no me fu� en derechura a vuestra casa. Ten�a verg�enza de presentarme en tan pobre equipaje ante una se�orita a quien jam�s hab�a visto, y para hacerlo con la decencia que era raz�n estaba esperando la vuelta de un criado que he despachado a Calatrava.� ��No admito la excusa!--repuso el viejo--. Ese accidente no debi� detenerte para servirte de mi casa, y desde aqu� mismo quiero que vayas a ser due�o de ella.� �Diciendo esto, �l mismo me cogi� de la mano para guiarme, y por el camino fuimos hablando del robo; y dije que todo ello me importaba un bledo y que s�lo hab�a sentido me quitasen el retrato de mi amada se�orita Florentina. Respondi�me el se�or Jer�nimo, sonri�ndose, que presto me consolar�a de esta p�rdida, porque el original val�a m�s que la copia. Con efecto, luego que llegamos a su casa hizo llamar a la hija, que s�lo contaba diez y seis a�os y pod�a pasar por una persona perfecta. �Aqu� ten�is--me dijo--a la persona que os prometi� su t�o, mi difunto hermano.� ��Ah, se�or!--exclam� yo entonces en aire de apasionado--. �No hay necesidad de decirme que es la amable se�orita Florentina! �Sus hechiceras facciones est�n grabadas en mi memoria y mucho m�s en mi amante coraz�n! Si el retrato que perd�, y era s�lo un bosquejo de sus m�s que humanas perfecciones, supo encender mil hogueras en mi enamorado pecho, �figuraos lo que ahora pasar� dentro de m� teniendo a la vista el original!� �Se�or--me dijo Florentina--, son demasiado lisonjeras vuestras expresiones y no soy tan vana que crea merecerlas.� ��No hagas caso de lo que dice mi hija--le interrumpi� su padre--y v� adelante con esos bellos cumplimientos!� Diciendo esto, me dej� solo con su hija, y asiendo de la mano a Morales, se fu� a otro cuarto con �l y le dijo: ��Conque al fin os robaron toda vuestra ropa? Y con ella es cosa muy natural que tambi�n se llevasen todo vuestro dinero, que es por donde siempre empiezan.� �S�, se�or--respondi� mi camarada--. Asalt�nos una cuadrilla de bandoleros junto a Castilblancov y no nos dej� mas que el vestido que traemos a cuestas; pero estamos esperando por momentos letras de cambio para equiparnos con la decencia que es raz�n.� �Entre tanto que vienen esas letras--replic� el anciano sacando un bolsillo y alarg�ndoselo--, ah� van esos cien doblones, de que podr�is disponer.� ��Jes�s, se�or!--replic� Morales--. Perd�neme su merced, que yo no lo puedo recibir, porque estoy cierto que me rega�ar� mi amo y quiz� me despedir�. �Santo Dios! �Todav�a no le conoce usted bien! Es delicad�simo en esta materia. Nunca fu� de aquellos hijos de familia que est�n prontos a tomar de todas manos; no le gusta, a pesar de sus pocos a�os, contraer deudas, y antes pedir� limosna que tomar prestado ni un solo maraved�.� ��Tanto mejor!--dijo el buen hombre--. �Ahora le estimo mucho m�s! Yo no puedo llevar con paciencia que los hijos de gente honrada contraigan deudas; eso se deja para los caballeros, los cuales est�n ya en antigua posesi�n de contraerlas. Por tanto, yo no quiero estrechar a tu amo, y si le desazona el que le ofrezcan dinero, no se hable m�s del asunto.� Diciendo esto, quiso volver a meter en la faltriquera el bolsillo; pero deteni�ndole el brazo mi compa�ero, le dijo: �Tenga usted, se�or, que ahora mismo me ocurre un pensamiento. Es cierto que mi amo tiene una grand�sima repugnancia a tomar dinero ajeno, pero no desconf�o de hacerle admitir vuestros cien doblones; todo quiere ma�a. Una cosa es pedir dinero prestado a los extra�os y otra es recibirle cuando voluntariamente se lo ofrece uno de la familia y sabe muy bien pedir dinero a su padre cuando lo ha menester. Es un mozo que, como usted ve, sabe distinguir de personas, y hoy considera a su merced como a su segundo padre.� �Con estas y otras semejantes razones se di� por convencido el buen viejo, alarg� el bolsillo a Morales y volvi� a donde est�bamos su hija y yo, haci�ndonos cumplimientos, con lo que interrumpi� nuestra conversaci�n. Inform� a su hija de lo muy obligado que me estaba, y sobre esto se desahog� en expresiones que me hicieron no dudar de su gran reconocimiento. No malogr� tan favorable ocasi�n y le dije que la mayor prueba de agradecimiento que pod�a darme era el acelerar mi uni�n con su hija. Rindi�se con el mayor agrado a mi impaciencia y me empe�� su palabra de que, a m�s tardar, dentro de tres d�as ser�a esposo de Florentina; y aun a�adi� que, en lugar de los seis mil ducados que hab�a ofrecido por su dote, dar�a diez mil, para manifestarme lo agradecido que estaba al servicio que le hab�a hecho. �Est�bamos Morales y yo bien regalados en casa del buen Jer�nimo Miajadas, viviendo alegr�simos con la pr�xima esperanza de embolsarnos no menos que diez mil ducados y con �nimo resuelto de retirarnos prontamente de M�rida con ellos. Turbaba, sin embargo, alg�n tanto esta alegr�a el recelo de que dentro de aquellos tres d�as pod�a parecer el verdadero hijo de Juan V�lez de la Membrilla y dar en tierra con nuestra so�ada felicidad. El resultado acredit� que no era mal fundado nuestro temor. �Lleg� al d�a siguiente a casa del padre de Florentina una especie de aldeano que tra�a una maleta. No me hallaba yo en casa a la saz�n, pero estaba en ella Morales. �Se�or--dijo el hombre al buen viejo--, soy criado del caballero de Calatrava que ha de ser vuestro yerno; quiero decir, del se�or Pedro de la Membrilla. Acabamos ahora de llegar los dos, y �l estar� aqu� dentro de un momento; yo me he adelantado para avis�rselo a su merced.� Apenas acab� de decir esto, cuando lleg� su amo, lo que sorprendi� mucho al viejo y turb� algo a Morales. �Este se�or novio, que era un mozo airoso y de los m�s bien formados, dirigi� la palabra al padre de Florentina; pero el buen se�or no le dej� acabar su salutaci�n. Antes, volvi�ndose a mi compa�ero, le dijo: �Y bien, �qu� quiere decir esto?� Entonces Morales, a quien ninguna persona del mundo aventajaba en descaro, tomando un aire desembarazado, respondi� prontamente al viejo: �Se�or, esto quiere decir que esos dos hombres son de la cuadrilla de los ladrones que nos robaron en el camino real. Con�zcolos a entrambos bien, pero particularmente al que tiene atrevimiento para fingirse hijo del se�or Juan V�lez de la Membrilla.� El viejo crey� sin dudar a Morales, y persuadido de que los dos forasteros eran unos bribones, les dijo: �Se�ores, ustedes ya llegan muy tarde, porque hay quien se ha anticipado; el se�or Pedro de la Membrilla est� hospedado en mi casa desde ayer.� ��Mire usted lo que dice!--le replic� el mozo de Calatrava--. �Sepa que le enga�an y que tiene en su casa a un impostor! Mi padre, el se�or Juan V�lez de la Membrilla, no tiene m�s hijo que yo.� ��A otro perro con ese hueso!--respondi� el viejo--. �Yo s� muy bien qui�n eres t�! �No conoces este mozo--se�alando a Morales--, a cuyo amo robaste en el camino de Calatrava?� ��C�mo robar!--repuso Pedro--. �A no estar en vuestra casa, le cortar�a las orejas a ese desvergonzado, que tiene la insolencia de tratarme de ladr�n! �Agrad�zcalo a vuestra presencia, cuyo respeto reprime mi justa ira! Se�or--continu� �l--, vuelvo a deciros que os enga�an; yo soy el mozo a quien el se�or Agust�n, su hermano, prometi� la hija de usted. �Quiere que le ense�e todas las cartas que �l escribi� a mi padre cuando se trataba este matrimonio? �Creer� usted al retrato de Florentina, que me envi� �l poco antes de su muerte?� �No--replic� el viejo--; el retrato no me har� m�s fuerza que las cartas. Estoy bien enterado del modo con que cay� en tus manos; y el consejo m�s caritativo que te puedo dar es que cuanto antes salgas de M�rida, para librarte del castigo que merecen tus semejantes.� ��Eso es ya demasiado!--interrumpi� el ultrajado mozo--. �No aguantar� jam�s que me roben impunemente mi nombre, ni mucho menos que me hagan pasar por salteador de caminos! Conozco a varios sujetos de esta ciudad; voy a buscarlos, y volver� con ellos a confundir la impostura que tan preocupado os tiene contra m�.� Dicho esto, se retir� con su criado, y Morales qued� triunfante. Esta misma aventura impeli� a Jer�nimo de Miajadas a determinar que se efectuase la boda con la mayor brevedad, a cuyo fin sali� a hacer las diligencias. �Aunque mi compa�ero estaba muy alegre viendo al padre de Florentina tan favorable a nuestro intento, con todo, no las ten�a todas consigo. Tem�a las consecuencias de los pasos que juzgaba, con raz�n, no dejar�a el se�or Pedro de dar, y me esperaba con impaciencia para informarme de todo lo que pasaba. Encontr�le sumamente pensativo, y le dije: ��Qu� tienes, amigo? Par�ceme que tu imaginaci�n est� ocupada en grandes cosas.� ��Y como que lo est�!--me respondi�; y al mismo tiempo me refiri� todo lo que hab�a pasado, a�adiendo al fin--: Mira ahora si ten�a fundamento para estar pensativo. Tu temeridad nos ha metido en estos atolladeros. No puedo negar que la empresa era famosa y te hubiera colmado de gloria como saliera bien; pero, seg�n todas las se�ales, tendr� mal fin, y soy de parecer que antes que se descubra el enredo pongamos los pies en polvorosa, content�ndonos con la pluma que hemos arrancado del ala de este buen pavo.� �Se�or Morales--le repliqu�--, no hay que apresurarnos; usted cede f�cilmente a las dificultades y hace muy poco honor a don Mat�as del Cordel y a los dem�s caballeros de la orden con quienes ha vivido en Toledo. Quien aprendi� en la escuela de tan insignes maestros no debe entrar en cuidado con tanta facilidad. Yo, que quiero seguir las huellas de estos h�roes y acreditar que soy digno disc�pulo de su escuela, hago frente a ese obst�culo que tanto te espanta y me obligo a desvanecerle.� �Si lo consigues--repuso mi camarada--, desde luego declarar� que superas a todos los barones ilustres de Plutarco.� �Al acabar de hablar Morales entr� Jer�nimo de Miajadas y me dijo: �Acabo de disponerlo todo para tu boda; esta noche ser�s ya yerno m�o. Tu criado te habr� contado lo sucedido. �Qu� me dices de la infamia de aquel brib�n que me quer�a embocar que era hijo del corresponsal de mi hermano?� Estaba Morales cuidadoso de saber c�mo saldr�a yo de este aprieto, y no qued� poco sorprendido de o�rme cuando, mirando tristemente a Miajadas, le respond� con la mayor sinceridad: �Se�or, de m� depender�a manteneros en vuestro error y aprovecharme de �l. Pero conozco que no he nacido para sostener una mentira, y as�, quiero hablaros con toda verdad. Confieso que no soy hijo de Juan V�lez de la Membrilla.� ��Qu� es lo que oigo!--interrumpi� precipitadamente el viejo entre col�rico y sorprendido--. Pues qu�, �no sois vos el mozo a quien mi hermano?...� �Sosi�guese usted, se�or--le interrump� yo tambi�n--, y ya que empec� una narraci�n fiel y sincera, s�rvase o�rme con paciencia hasta concluirla. Ocho d�as ha que amo ciegamente a vuestra hija y su amor es el que me ha detenido en M�rida. Ayer, despu�s que acud� a vuestra defensa, pensaba ped�rosla por esposa, pero me tapasteis la boca con decirme que estaba ya prometida a otro. Al mismo tiempo, me dijisteis que al morir vuestro hermano os hab�a encargado eficazmente que la casaseis con Pedro de la Membrilla, que as� se lo ofrecisteis y que, en fin, erais esclavo de vuestra palabra. Consternado de o�ros, y reducido mi amor a la desesperaci�n, me inspir� la estratagema de que me he valido. Os dir�, sin embargo, que mil veces me he avergonzado en mi interior de esta cautela; pero me persuad� de que vos mismo me la perdonar�ais luego que llegaseis a saber que soy un pr�ncipe italiano que viajo _inc�gnito_. Mi padre es soberano de ciertos valles que est�n entre los suizos, el Milan�s y la Saboya. Y aun me imaginaba que os sorprender�a agradablemente cuando os revelase mi nacimiento, y desde entonces me recreaba en pensar el gozo que causar�a a Florentina el saber, despu�s de haberme desposado con ella, el fino y discreto chasco que le hab�a dado. �El Cielo no quiere--prosegu�, mudando de tono--que yo tenga tanto placer! Pareci� el verdadero Pedro de la Membrilla; debo restituirle su nombre, cu�steme lo que me costare. Vuestra promesa os obliga a recibirle por yerno. Lo siento, sin poder quejarme, pues deb�is preferirle a m�, sin reparar en mi alta clase ni en la cruel situaci�n a que vais a reducirme. No quiero representaros que vuestro hermano no era mas que t�o de Florentina y que vos sois su padre, que parece m�s puesto en raz�n corresponder a la obligaci�n que me ten�is que hacer punto en cumplir otra, la cual a la verdad os liga muy levemente.� ��Qu� duda tiene eso?--exclam� el buen Jer�nimo de Miajadas--. �Es una cosa muy clara! Y as�, estoy muy lejos de vacilar entre vos y Pedro de la Membrilla. Si viviera mi hermano Agust�n, �l mismo desaprobar�a que prefiriese el tal Pedro a un hombre que me salv� la vida y que, adem�s de eso, es un pr�ncipe que quiere honrar mi familia con tan no merecida como nunca imaginada alianza. �Ser�a preciso que yo fuese enemigo de mi fortuna o hubiese perdido el juicio para que os negase mi hija y no solicitase todo lo posible la m�s pronta ejecuci�n de este matrimonio!� �Con todo eso, se�or--repliqu� yo--, no quisiera que usted partiese con precipitaci�n. No haga nada sin deliberarlo con madurez; atienda s�lo a sus intereses y sin respeto a la nobleza de mi sangre...� ��Os burl�is de m�!--interrumpi� Miajadas--. �Debo vacilar un momento? �No, pr�ncipe m�o, y os ruego que desde esta misma noche os dign�is honrar con vuestra mano a la dichosa Florentina!� ��Enhorabuena!--le respond�--. Id vos mismo a darle esta noticia y a informarla de su venturosa suerte.� �Mientras el buen hombre iba a dar parte a su hija de la conquista que hab�a hecho su hermosura, no menos que de un gran pr�ncipe, Morales, que hab�a estado oyendo toda la conversaci�n, se arrodill� de repente delante de m� y me dijo: ��Se�or pr�ncipe italiano, hijo del soberano de los valles que est�n entre los suizos, el Milan�s y la Saboya! �Perm�tame vuestra alteza que me arroje a sus pies para darle prueba de mi alegr�a y de mi pasmosa admiraci�n! �A fe de brib�n que eres un prodigio! Ten�ame yo por el mayor hombre del mundo; pero, hablando francamente, arr�o bandera a vista de tu pabell�n, sin embargo de que tienes menos experiencia que yo.� �Seg�n eso--le respond�--, �ya no tienes miedo?� ��Cierto que no!--replic� �l--. No temo ya al se�or Pedro. �Que venga ahora su merced cuando quisiere!� Y h�tenos aqu� a Morales y a m� m�s firmes en nuestros estribos. Comenzamos a discurrir sobre el camino que hab�amos de tomar as� que recibi�semos la dote, con la cual cont�bamos con m�s seguridad que si la tuvi�ramos ya en el bolsillo. Sin embargo, todav�a no la hab�amos pillado, y el fin de la aventura no correspondi� muy bien a nuestra confianza. �Poco tiempo despu�s vimos venir al mocito de Calatrava. Acompa��banle dos vecinos y un alguacil, tan respetable por sus bigotes y su tez amulatada como por su empleo. Estaba con nosotros el padre de Florentina. �Se�or Miajadas--le dijo el tal mozo--, aqu� os traigo a estos tres hombres de bien, que me conocen y pueden decir qui�n soy.� �S� por cierto--dijo el alguacil--; y declaro ante quien convenga c�mo yo te conozco muy bien; te llamas Pedro y eres hijo �nico de Juan V�lez de la Membrilla. �Cualquiera que se atreva a decir lo contrario es un solemn�simo embustero!� �Se�or alguacil--dijo entonces el buen Jer�nimo Miajadas--, yo le creo a usted; para m� es tan sagrado vuestro testimonio como el de los se�ores mercaderes que vienen en vuestra compa��a. Estoy del todo convencido de que este caballerito que los ha conducido a mi casa es hijo del corresponsal de mi difunto hermano. Pero �qu� me importa? He mudado de dictamen y ya no pienso darle mi hija.� ��Oh, eso es otra cosa!--dijo el alguacil--. Yo s�lo he venido a vuestra casa para aseguraros que conoc�a a este hombre. Por lo que toca a vuestra hija, vos sois su padre y ninguno os puede obligar a casarla contra vuestra voluntad!� �Tampoco pretendo yo--interrumpi� Pedro--forzar la voluntad del se�or Miajadas, que puede disponer de su hija como tenga por conveniente; pero desear�a saber por qu� raz�n ha variado de parecer. �Tiene alg�n motivo para quejarse de m�? �Ah, ya que pierdo la dulce esperanza de ser su yerno, quisiera tener el consuelo de saber que no la perd� por culpa m�a!� �No tengo la menor queja de vos--respondi� el viejo--; antes bien, os confesar� que siento verme obligado a faltar a mi palabra y os pido mil perdones. Vos sois tan generoso, que me persuado no llevar�is a mal que yo haya preferido a vos un pretendiente a quien debo la vida. Este es el caballero que veis aqu�. Este se�or--prosigui�, se�al�ndome--es el que me salv� de un gran peligro, y para mayor disculpa m�a debo a�adir que es un pr�ncipe italiano que, a pesar de la desigualdad de nuestra clase, se digna enlazar con Florentina, de la cual est� enamorado.� �Al o�r esto, Pedro se qued� mudo y confuso, y los dos mercaderes, abriendo tanto ojo, quedaron como absortos; pero el alguacil, como acostumbrado a mirar las cosas por el mal lado, sospech� que detr�s de aquella extraordinaria aventura se ocultaba alg�n enredo que le pod�a valer algunos cuartos. Empez� a mirarme con la m�s escrupulosa atenci�n, y como mis facciones, que nunca hab�a visto, ayudaban poco a su buena voluntad, se volvi� a examinar a mi camarada con igual curiosidad. Por desgracia de mi alteza, conoci� a Morales, y acord�ndose de haberle visto en la c�rcel de Ciudad Real, ��Ah! �Ah!--exclam� sin poderse contener--. �He aqu� uno de nuestros parroquianos! �Me acuerdo de este caballero y os le doy por uno de los mayores bribones que calienta el sol de Espa�a en todos sus reinos y se�or�os!� ��Poco a poco, se�or alguacil--dijo Jer�nimo Miajadas--, que ese pobre mozo, de quien hac�is tan mal retrato, es un criado del se�or pr�ncipe!� ��Sea en buen hora!--respondi�--. �Eso me basta para saber lo que debo creer! �Por el criado saco yo lo que ser� el amo! �No me queda la menor duda de que estos dos se�ores son dos p�caros de marca que se han unido para burlarse de vos! Soy muy pr�ctico en conocer esta casta de p�jaros, y para haceros ver que son dos lindas ganz�as, en el mismo punto voy a llevarlos a la c�rcel. �Quiero que se aboquen con el se�or corregidor para que tengan con �l una conversaci�n reservada y sepan de la boca de su se�or�a que todav�a se usan por ac� penques y rebenques!� ��Alto ah�, se�or ministro!--replic� el viejo--. �No hay que llevar tan adelante el negocio! Los del h�bito de usted no tienen reparo en mortificar a una persona honrada. �No podr� ser este criado un brib�n sin que el amo lo sea? �Es por ventura cosa nueva ver bribones al servicio de los pr�ncipes?� ��Usted se chancea con sus pr�ncipes!--repuso el alguacil--. Este mozo, vuelvo a decir, es un tunante, y as�, desde ahora les intimo a los dos que se den _presos al rey_. Si rehusan ir voluntariamente a la c�rcel, veinte hombres tengo a la puerta que los llevar�n por fuerza. �Vamos, pr�ncipe m�o--me dijo en seguida--; vamos andando!� �Al o�r estas palabras qued� todo fuera de m�, y lo mismo sucedi� a Morales; y nuestra turbaci�n nos hizo sospechosos a Jer�nimo Miajadas, o, por mejor decir, nos perdi� enteramente en su concepto. Bien se persuadi� de que hab�amos querido enga�arle, y con todo eso tom� en esta ocasi�n el partido que debe tomar una persona delicada. �Se�or ministro--dijo al alguacil--, vuestras sospechas pueden ser falsas y tambi�n verdaderas; pero sean lo que fueren, no apuremos m�s la materia. Os suplico que no impid�is que estos caballeros salgan y se retiren a donde mejor les pareciere. Es una gracia que os pido para cumplir con la obligaci�n que les debo.� �La m�a--interrumpi� el alguacil--ser�a llevarlos a la c�rcel sin atenci�n a vuestros ruegos. Sin embargo, por respeto vuestro, quiero dispensarme ahora del cumplimiento de mi deber, con la condici�n de que en este mismo momento han de salir de la ciudad. �Porque si ma�ana los veo en ella, les aseguro por quien soy que han de ver lo que les pasa!� �Cuando Morales y yo o�mos decir que est�bamos libres, volvimos a respirar. Quisimos hablar con resoluci�n y sostener que �ramos hombres de honor; pero el alguacil, con una mirada de soslayo, nos impuso silencio. No s� por qu� esta gente tiene ascendiente sobre nosotros. V�monos, pues, precisados a ceder Florentina y la dote a Pedro de la Membrilla, que veros�milmente pas� a ser yerno de Jer�nimo de Miajadas. �Retir�me con mi camarada y tomamos el camino de Trujillo, con el consuelo de haber a lo menos ganado cien doblones en esta aventura. Una hora antes de anochecer pas�bamos por una aldea, con �nimo de ir a hacer noche m�s adelante, y vimos en ella un mes�n de bastante buena apariencia para aquel lugar. Estaban el mesonero y la mesonera sentados a la puerta, en un poyo. El mesonero, hombre alto, seco y ya entrado en d�as, estaba rascando una guitarra para divertir a su mujer, que mostraba o�rle con gusto. Viendo el mesonero que pas�bamos de largo, ��Se�ores--nos grit�--, aconsejo a ustedes que hagan alto en este lugar! Hay tres leguas mortales a la primera posada, y cr�anme que no lo pasar�n tan bien como aqu�. �Entren ustedes en mi casa, que ser�n bien tratados y por poco dinero!� Dej�monos persuadir. Acerc�monos m�s al mesonero y a la mesonera, salud�moslos, y habi�ndonos sentado junto a ellos, nos pusimos todos cuatro a hablar de cosas indiferentes. El mesonero dec�a que era cuadrillero de la Santa Hermandad, y la mesonera ten�a pinta de ser una buena pieza que sab�a vender bien sus agujetas. �Interrumpi� nuestra conversaci�n la llegada de doce o quince hombres, montados unos en caballos y otros en mulas, seguidos de como unos treinta machos de carga. ��Oh cu�ntos hu�spedes!--exclam� el mesonero--. �D�nde podr� yo alojar a tanta gente?� En un instante se vi� la aldea llena de hombres y de caballer�as. Hab�a, por fortuna, una espaciosa granja cerca del mes�n, en la que se acomodaron los machos y cargas, y las mulas y caballos se repartieron en varias caballerizas del mes�n y del lugar. Los hombres pensaron menos en d�nde hab�an de dormir que en mandar disponer una buena cena, la que se ocuparon en hacer el mesonero, la mesonera y una criada, dando fin de todas las aves del corral. Con esto, y un guisado de conejo y de gato y una abundante sopa de coles, hecha con carnero, hubo para toda la comitiva. �Morales y yo mir�bamos a aquellos caballeros, los cuales tambi�n nos miraban a nosotros de cuando en cuando. En fin, trabamos conversaci�n y les dijimos que si lo ten�an a bien cenar�amos en compa��a; y habi�ndonos respondido que tendr�an en ello particular gusto, nos sentamos todos juntos a la mesa. Entre ellos hab�a uno que parec�a mandaba a los dem�s, y aunque �stos le trataban con bastante familiaridad, sin embargo, se conoc�a que le miraban con alg�n respeto. Lo cierto es que ocupaba siempre el lugar m�s distinguido, que hablaba alto, que algunas veces contradec�a a los otros sin reparo y que, lejos de hacer lo mismo con �l, m�s bien parec�a que todos se adher�an a su dictamen. La conversaci�n recay� casualmente sobre Andaluc�a, y como Morales comenzase a alabar mucho a Sevilla, el hombre de quien voy hablando le dijo: �Caballero, usted hace el elogio de la ciudad donde yo nac�, o a lo menos muy cerca de ella, porque mi madre me di� a luz en el arrabal de Mairena.� �En el mismo me pari� la m�a--respondi� Morales--, y no es posible que yo deje de conocer a los parientes de usted, conociendo desde el alcalde hasta la �ltima persona del arrabal. �Qui�n fu� su se�or padre?� �Un honrado escribano--respondi� el caballero--llamado Mart�n Morales.� ��Mart�n Morales!--exclam� mi compa�ero, no menos alegre que sorprendido--. �A fe m�a que la aventura es bien extra�a! Seg�n eso, sois mi hermano mayor, Manuel Morales.� �Justamente--respondi� el otro--, y, por consiguiente, t� eres mi hermanico Luis, a quien dej� en la cuna cuando sal� de la casa paterna.� �Ese es mi nombre�, replic� mi camarada; y dicho esto, se levantaron los dos de la mesa y se dieron mil abrazos. Volvi�ndose despu�s el se�or Manuel a todos los que est�bamos presentes, dijo: �Se�ores, este suceso tiene algo de maravilloso. La casualidad dispone que encuentre y reconozca a un hermano a quien ha por lo menos m�s de veinte a�os que no he visto; dadme licencia para que os lo presente.� Entonces todos los caballeros, que por cortes�a estaban en pie, saludaron al hermano menor de Morales y le dieron repetidos abrazos. Despu�s de esto, nos volvimos a la mesa, la que no dejamos en toda la noche. Los dos hermanos se sentaron uno junto a otro y estuvieron hablando en voz baja de las cosas de su familia, mientras los dem�s convidados beb�amos y nos alegr�bamos. �Tuvo Luis una larga conversaci�n con su hermano Manuel, y conclu�da, me llam� aparte y me dijo: �Todos estos caballeros son criados del conde de Monta�os, a quien el rey acaba de nombrar virrey de Mallorca. Conducen el equipaje de su amo a Alicante, donde deben embarcarse. Mi hermano, que es el mayordomo de Su Excelencia, me ha propuesto llevarme consigo, y a vista de la repugnancia que le mostr� de dejar tu compa��a, me dijo que si t� quieres venir con nosotros te facilitar� un buen empleo. Caro amigo--continu� �l--, te aconsejo que no desprecies este partido. Vamos juntos a Mallorca; si all� lo pasamos bien, nos quedaremos, y si no nos tuviere cuenta nos volveremos a Espa�a.� �Admit� con gusto la propuesta; incorpor�monos el joven Morales y yo con la familia del conde y partimos del mes�n antes del amanecer del d�a siguiente. Pus�monos en camino para Alicante, yendo a largas jornadas. Luego que llegamos, compr� una guitarra y me mand� hacer un vestido decente antes de embarcarme. Ya no pensaba yo sino en la isla de Mallorca, y lo mismo suced�a a mi camarada Morales. Parec�a que ambos hab�amos renunciado para siempre a la vida bribona. Es preciso decir la verdad: uno y otro quer�amos acreditarnos de hombres de bien entre aquellos caballeros, y este respeto nos conten�a. En fin, nos embarcamos alegremente, lisonje�ndonos con la esperanza de llegar presto a Mallorca; pero no bien hab�amos salido del golfo de Alicante, cuando nos cogi� una furiosa borrasca. �Qu� ocasi�n tan buena era �sta para hacer ahora una bell�sima descripci�n de la tempestad, pint�ndoos el aire todo inflamado, la viva luz de los rel�mpagos, el estampido de los truenos, la r�pida ca�da de los rayos, el silbido de los vientos y la hinchaz�n de las olas, etc.! Pero dejando a un lado todas las flores ret�ricas, os dir� sencillamente que fu� tan recia la tormenta, que nos oblig� a ancorar en la punta de la Cabrera, que es una isla desierta, defendida con un fort�n, cuya guarnici�n consist�a entonces en cinco o seis soldados y un oficial, que nos recibi� con mucho agasajo. �Como nos ve�amos precisados a detenernos all� muchos d�as para componer nuestro velamen, procuramos pasar el tiempo en diferentes diversiones para evitar el fastidio. Siguiendo cada uno su inclinaci�n, unos jugaban a los naipes; otros, a la pelota, etc.; yo me iba a pasear por la isla con otros compa�eros amantes del paseo. Salt�bamos de pe�asco en pe�asco, porque el terreno es desigual y tan pedregoso que apenas se descubr�a en �l un palmo de tierra. Un d�a que considerando aquellos lugares �ridos y secos est�bamos admirando los caprichos de la Naturaleza, que es fecunda o est�ril donde le da la gana, sentimos todos de repente un olor muy grato que nos dej� sorprendidos. Lo quedamos mucho m�s cuando volvi�ndonos hacia el Oriente, de donde ven�a aquella fragancia, vimos un campo todo cubierto de madreselva, m�s hermosa y odor�fera que la de Andaluc�a. Acerc�monos gustosos a aquellos bell�simos arbustos, que perfumaban el aire circunvecino, y hallamos que cercaban la entrada de una caverna muy profunda. Era �sta ancha y poco sombr�a; bajamos a ella por una escalera o caracol de piedra adornado de flores que primorosamente guarnec�an sus lados. Cuando estuvimos abajo, vimos serpentear, sobre un suelo de arena m�s roja que el oro, varios arroyuelos, formados de las gotas que destilaban continuamente los pe�ascos y se perd�an en la misma arena. Pareci�nos tan clara y cristalina el agua, que nos di� gana de beberla, y la hallamos tan fresca y delgada, que resolvimos volver a este lugar al d�a siguiente, llevando con nosotros algunas botellas de vino, persuadidos de que lo beber�amos all� con gusto. �Dejamos con sentimiento un sitio tan delicioso, y cuando nos restitu�mos al fuerte ponderamos a nuestros camaradas la noticia de tan feliz descubrimiento; pero el comandante del fuerte nos dijo que nos advert�a en amistad que por ning�n caso volvi�semos a la cueva de que tan enamorados hab�amos quedado. ��Y eso por qu�?--le pregunt� yo--. �Hay por ventura algo que temer?� �Y mucho--me respondi�--. Los corsarios de Argel y de Tr�poli vienen algunas veces a esta isla y hacen aguada en ese paraje, y uno de estos d�as sorprendieron en �l a dos soldados y los llevaron esclavos.� Por m�s seriedad con que nos lo dec�a el oficial, no le quisimos creer. Parec�anos que se zumbaba, y al d�a siguiente volv� yo a la caverna con tres caballeros de la comitiva, y de intento no quisimos llevar armas de fuego, para mostrar que no ten�amos el m�s m�nimo temor. Morales no quiso venir con nosotros y se qued� jugando con su hermano y otros del castillo. �Bajamos al hondo de la cueva como el d�a anterior y pusimos a refrescar las botellas de vino en uno de los arroyuelos. A lo mejor que est�bamos bebiendo, tocando la guitarra y divirti�ndonos con mucha algazara y alegr�a, vimos a la boca de la caverna muchos hombres con bigotes, turbantes y vestidos a la turca. Juzgamos al pronto que eran algunos del nav�o, que juntamente con el comandante se hab�an disfrazado para chasquearnos. Cre�dos de esto nos echamos a re�r y dejamos bajar hasta diez de ellos sin pensar en defendernos; pero presto quedamos tristemente desenga�ados viendo ser un pirata que ven�a con su gente a esclavizarnos. ��Rend�os, perros--nos dijo en lengua castellana--, o aqu� morir�is todos!� Al mismo tiempo nos pusieron al pecho las carabinas los que con �l ven�an y que a la menor resistencia las hubieran disparado. Preferimos la esclavitud a la muerte y entregamos las espadas al pirata. Nos hizo cargar de cadenas, nos llevaron a su buque, que no estaba muy distante, levaron anclas, hici�ronse a la vela y singlaron hacia Argel. �De este modo fuimos justamente castigados del poco aprecio que hicimos del aviso del comandante del fuerte. La primera cosa que hizo el corsario fu� registrarnos y quitarnos cuanto dinero llev�bamos. �Gran golpe de mano para �l! Los doscientos doblones del mercader de Plasencia, los ciento que Jer�nimo Miajadas hab�a dado a Morales, y que por desgracia llevaba yo conmigo, todo lo arreba�� sin misericordia. Los bolsillos de mis camaradas tampoco estaban mal provistos. En suma, el pirata hizo una buena pesca, de lo que estaba muy contento; y el grand�simo bergante, no bast�ndole haberse apoderado de todo nuestro dinero, comenz� a insultarnos con bufonadas, que no eran mucho menos sensibles que la dura necesidad de aguantarlas. Despu�s de mil impertinentes truhanadas, y para mofarse de nosotros de otro modo, mand� traer las botellas que hab�amos puesto a refrescar y comenz� a vaciarlas todas, ayud�ndole sus gentes y repitiendo a nuestra salud muchos brindis por irrisi�n. �Durante este tiempo mis camaradas mostraban un semblante que daba a entender lo que interiormente pasaba en ellos. Se les hac�a tanto m�s doloroso el cautiverio cuanto m�s alegre era la idea de ir a la isla de Mallorca. Por lo que a m� toca, tuve valor para tomar desde luego mi determinaci�n, y menos apesadumbrado que los otros, no s�lo trab� conversaci�n con nuestro capit�n mofador, sino que le ayud� yo mismo a llevar adelante la zumba, cosa que le cay� muy en gracia. �Oye, mozo--me dijo--, me gusta tu buen humor y tu genio; y si bien se considera, en vez de gemir y suspirar, lo mejor es armarse de paciencia y acomodarse con el tiempo. T�canos una buena tocata--a�adi�, viendo que yo llevaba una guitarra--; veamos a lo que llega tu habilidad.� Mand� que me desatasen los brazos, y al punto comenc� a tocar, de tal modo que merec� sus aplausos; bien es verdad que yo no manejaba mal este instrumento. Tambi�n me hizo cantar, y no qued� menos satisfecho de mi voz; todos los turcos que hab�a en el bajel mostraron con gestos de admiraci�n el placer con que me hab�an o�do, por lo que conoc� que en materia de m�sica no carec�an de gusto. El pirata se arrim� a m� y me dijo al o�do que ser�a un esclavo afortunado y que pod�a estar cierto de que mis talentos me proporcionar�an un destino que har�a muy llevadera la esclavitud. �Estas palabras me consolaron algo; pero, por m�s halag�e�as que fuesen, no dejaba de inquietarme el empleo que el pirata me hab�a pronosticado y tem�a que no fuese de mi aceptaci�n. Al llegar al puerto de Argel vimos una multitud de personas que hab�a acudido para vernos, y sin que a�n hubi�semos saltado en tierra hicieron resonar el aire con mil gritos de alegr�a y alborozo. Acompa�aba a �stos un confuso rumor de trompetas, flautas moriscas y otros instrumentos del uso de aquella gente y que causaban un estruendo desentonado m�s que una m�sica apacible. Aquella extraordinaria algazara nac�a de la falsa noticia que se hab�a esparcido por la ciudad de que el renegado Mahometo--que as� se llamaba nuestro pirata--hab�a muerto peleando con una gruesa embarcaci�n genovesa, y todos sus parientes y amigos, informados de su regreso, acud�an a darle muestras de su regocijo. �Luego que desembarcamos, a m� y a mis compa�eros nos llevaron al palacio del baj� Solim�n, donde un escribano cristiano nos examin� a cada uno en particular, pregunt�ndonos el nombre, edad, patria, religi�n y habilidad. Entonces Mahometo, mostr�ndome al baj�, le ponder� mi voz y mi destreza en tocar la guitarra. No hubo menester m�s Solim�n para determinarse a tomarme a su servicio, y desde aquel punto qued� reservado para su serrallo, adonde me condujeron para instalarme en el empleo que me estaba destinado. Los dem�s cautivos fueron llevados a la plaza mayor y vendidos seg�n costumbre. Verific�se lo que Mahometo me hab�a pronosticado en el bajel, porque, ciertamente, fu� muy afortunado. No me entregaron a las guardias de las mazmorras ni me destinaron a trabajar en las obras p�blicas; antes bien, mand� Solim�n, por aprecio particular, que me agregasen en cierto sitio privado a cinco o seis esclavos de distinci�n, cuyo rescate se esperaba presto y a quienes no se empleaba sino en trabajos ligeros, y se me encarg� el cuidado de regar en los jardines las flores y los naranjos. No pod�a tener yo una ocupaci�n m�s suave, y por eso di gracias a mi estrella, presintiendo, sin saber por qu�, que no ser�a desgraciado al servicio de Solim�n. �Este baj�--porque es necesario que haga su retrato--era un hombre de cuarenta a�os, bien plantado, muy atento, y aun muy gal�n para turco. Ten�a por favorita una cachemiriana que por su talento y hermosura se hab�a hecho due�a de �l. Idolatraba en ella y no pasaba d�a en que no la festejase con alguna diversi�n nueva; unas veces era un concierto de voces y de instrumentos; otras, una comedia a la turca, es decir, unos dramas en los cuales no se ten�a m�s respeto al pudor y al decoro que a las reglas de Arist�teles. La favorita, que se llamaba Farrukhnaz, era apasionad�sima a semejantes espect�culos, y aun algunas veces mandaba a sus criadas representar piezas �rabes en presencia del baj�. Ella misma sol�a tambi�n hacer su papel, y lo ejecutaba con tal viveza y tanta gracia, que hechizaba a todos los espectadores. Un d�a en que yo asist� a una de estas funciones mezclado entre los m�sicos me mand� Solim�n que en un intermedio cantase y tocase solo la guitarra. H�celo as�, y tuve la fortuna de darle tanto gusto, que no s�lo me aplaudi� con palmadas, sino de viva voz, y la favorita, a lo que me pareci�, me mir� con ojos favorables. �El d�a siguiente por la ma�ana, estando yo regando los naranjos en los jardines, pas� junto a m� un eunuco que, sin detenerse ni hablar palabra, dej� caer a mis pies un billete. Recog�le prontamente, con una turbaci�n mezclada de alegr�a y de temor; ech�me a la larga en el suelo, por que no me viesen desde las ventanas del serrallo, y ocult�ndome detr�s de los naranjos le abr� presuroso. Hall� dentro de �l un precios�simo brillante y escritas en buen castellano estas palabras: �Joven cristiano, da mil gracias al Cielo por tu esclavitud. El amor y la fortuna la har�n feliz; el amor, si te muestras sensible a los atractivos de una persona hermosa; y la fortuna, si tienes valor para arrostrar todo g�nero de peligros.� �No dud� ni un solo momento que el billete era de la sultana favorita; el brillante y el estilo me lo persuad�an. Adem�s de que nunca fu� cobarde, la vanidad de verme favorecido de la dama de un gran pr�ncipe, y sobre todo la esperanza de conseguir de ella cuatro veces m�s dinero del que me era menester para mi rescate, me determinaron a tentar esta nueva aventura, a costa de cualquier riesgo. Prosegu�, pues, en mi ocupaci�n, pensando siempre en el modo que podr�a tener para introducirme en el cuarto de Farrukhnaz, o, por mejor decir, en los arbitrios que ella discurrir�a para abrirme este camino, pareci�ndome, y con fundamento, que no se contentar�a con lo hecho y que ella misma se adelantar�a a librarme de este cuidado. Con efecto, no me enga��; de all� a una hora volvi� a pasar junto a m� el mismo eunuco de antes y me dijo: �Cristiano, �has hecho tus reflexiones? �Tendr�s valor para seguirme?� Respond�le que s�. �Pues bien--a�adi� �l--, el Cielo te guarde. Ma�ana por la ma�ana te volver� a ver; est� dispuesto para dejarte conducir.� Y dicho esto, se retir�. Efectivamente, al d�a siguiente, a cosa de las ocho de la ma�ana, se dej� ver y me hizo se�al de que le siguiese. Obedec�, y me condujo a una sala donde hab�a un gran rollo de lienzo pintado, que acababan de traer �l y otro eunuco para llevarlo a la c�mara de la sultana y hab�a de servir para la decoraci�n de una comedia �rabe que ella ten�a dispuesta para divertir al baj�. �Los dos eunucos, vi�ndome dispuesto a hacer todo lo que quisiesen, no perdieron tiempo. Desarrollaron el tel�n, hici�ronme tender a la larga en medio de �l y lo arrollaron otra vez, volvi�ndome y revolvi�ndome dentro del mismo con peligro de sofocarme. Cogi�ronlo cada uno de un extremo, y de esta manera me introdujeron sin riesgo en el cuarto donde dorm�a la bella cachemiriana. Estaba sola con una esclava vieja enteramente dedicada a darle gusto. Desenvolvieron ambas el tel�n, y Farrukhnaz, luego que me vi�, mostr� una alegr�a que manifestaba bien el car�cter de las mujeres de su pa�s. En medio de mi natural intrepidez, confieso que, cuando me vi de repente transportado al cuarto secreto de las mujeres, sent� cierto terror. Conoci�lo muy bien la favorita, y para disiparlo me dijo: �No temas, cristiano, porque Solim�n acaba de marchar a su casa de recreo, donde se detendr� todo el d�a, y nosotros hablaremos aqu� libremente.� �Anim�ronme estas palabras y me hicieron cobrar un esp�ritu y seguridad que acrecent� el contento de mi patrona. �Esclavo--me dijo--, tu persona me ha agradado y quiero hacerte m�s suave el rigor de la esclavitud. Te considero muy digno de la inclinaci�n que te he tomado. Aunque te veo en el traje de esclavo, descubro en tus modales un aire noble y gal�n que me obliga a creer no eres persona com�n. H�blame con toda confianza y d�me qui�n eres. S� muy bien que los esclavos bien nacidos ocultan su condici�n para que les cueste menos el rescate, pero conmigo no debes gastar ese disimulo, y aun me ofender�a mucho semejante precauci�n, pues que te prometo tu libertad. S�, pues, sincero, y confi�same que no te criaste en pobres pa�ales.� �Con efecto, se�ora--le respond�--, corresponder�a ruinmente a vuestra generosa bondad si usara con vos de artificio. Ya que ten�is empe�o en que os descubra qui�n soy, voy a obedeceros. Soy hijo de un grande de Espa�a.� Quiz� dec�a en esto la verdad; por lo menos la sultana as� lo crey�, y d�ndose a s� misma el parabi�n de haber puesto los ojos en un hombre ilustre, me asegur� que har�a todo lo posible para que los dos nos vi�semos a solas con frecuencia. Tuvimos una larga conversaci�n. En mi vida he tratado con mujer de mayor talento y atractivo. Sab�a muchas lenguas, y sobre todo la castellana, que hablaba medianamente. Cuando le pareci� que era tiempo de separarnos, me hizo meter en un gran cest�n de juncos, cubierto con un repostero de seda trabajado por su misma mano, y llamando a los mismos eunucos que me hab�an introducido les entreg� aquella carga, como un regalo que ella enviaba al baj�, lo que es tan sagrado entre los que hacen la guardia al cuarto de las mujeres que ninguno tiene la osad�a de mirarlo. �Hallamos Farrukhnaz y yo otros varios arbitrios para hablarnos, y la amable sultana poco a poco me fu� inspirando tanto amor hacia ella como ella me lo ten�a a m�. Dos meses estuvieron ocultas nuestras amorosas visitas, sin embargo de ser cosa muy dif�cil que en un serrallo se escapen por largo tiempo a los ojos de tantos Argos; pero un contratiempo desconcert� nuestras medidas y mud� enteramente de aspecto mi fortuna. Un d�a en que entr� en el cuarto de la sultana metido dentro de un drag�n artificial que se hab�a hecho para un espect�culo, cuando estaba yo hablando con ella, cre�do de que Solim�n se hallaba a�n fuera, entr� �ste tan de repente en el cuarto de su favorita, que la esclava no tuvo tiempo de avisarnos, y mucho menos yo para ocultarme, y as�, fu� el primero que se ofreci� a los ojos del baj�. �Mostr�se sumamente admirado de verme en aquel sitio; y sucediendo en un momento la ira a la admiraci�n, arrojaban fuego sus ojos, despidiendo llamas de indignaci�n y furor. Consider� entonces que era llegada la �ltima hora de mi vida y me imaginaba ya en medio de los m�s crueles tormentos. Por lo que toca a Farrukhnaz, conoc� que tambi�n estaba sobresaltada; pero en vez de confesar su delito y pedir perd�n de �l, dijo a Solim�n: �Se�or, supl�coos no me conden�is antes de o�rme. Confieso que todas las apariencias me condenan y me representan infiel y traidora a vos, y, por consiguiente, merecedora de los m�s horrorosos castigos. Yo misma hice venir a mi cuarto a este cautivo, y para introducirle en �l me val� de los mismos artificios que pudiera usar si estuviera ciegamente enamorada de su persona. Sin embargo de eso, a pesar de todas estas exterioridades, pongo por testigo al gran Profeta de que no os he sido desleal. Quise hablar con este esclavo cristiano para persuadirle a que dejase su secta y abrazase la de los verdaderos creyentes. Al principio, encontr� en �l la resistencia que aguardaba; mas al fin he desvanecido sus preocupaciones, y en este punto me estaba dando palabra de que se har� mahometano.� �Confieso que era obligaci�n m�a desmentir a la favorita, sin respeto alguno al peligro en que me hallaba; pero turbada la raz�n en aquel lance y acobardado el esp�ritu a vista del riesgo que corr�a mi vida y la de una dama a quien amaba, me qued� confuso y cortado. No tuve valor para articular una palabra; y persuadido Solim�n por mi silencio de que era verdad cuanto hab�a dicho la sultana, depuso su ira y le dijo: �Quiero creer que no me has ofendido y que el celo de hacer una cosa que fuese grata al Profeta te movi� a arriesgarte a una acci�n tan delicada. Por eso te disculpo tu imprudencia, con tal que el esclavo tome el turbante en este mismo punto.� Inmediatamente hizo venir a su presencia un morabito. Visti�ronme a la turca, y yo les dej� hacer cuanto quisieron sin la menor resistencia, o, por mejor decir, ni yo mismo sab�a lo que me hac�an en aquella turbaci�n de todas mis potencias. �Cu�ntos cristianos hubieran sido tan cobardes como yo en esta ocasi�n! �Conclu�da la ceremonia, sal� del serrallo, con el nombre de Sidy Haly, a tomar posesi�n de un empleo de poca monta a que Solim�n me destin�. No volv� a ver a la sultana, pero uno de sus eunucos vino a buscarme cierto d�a y de su parte me entreg� una porci�n de piedras preciosas, estimadas en dos mil _sultaninos de oro_, y juntamente un billete, en que me aseguraba que jam�s olvidar�a la generosa complacencia con que me hab�a hecho mahometano por salvarle la vida. Con efecto, adem�s de los regalos que hab�a recibido de la bella Farrukhnaz, consegu� por su mediaci�n otro empleo de m�s importancia que el primero, de manera que en menos de seis a siete a�os me hall� el renegado m�s rico de todo Argel. �Ya habr�n conocido ustedes que si yo concurr�a a las oraciones que hac�an los musulmanes en sus mezquitas y practicaba las dem�s ceremonias de su ley, era todo una mera ficci�n. Por lo dem�s, estaba firmemente resuelto a volver a entrar en el seno de la Iglesia, para lo que pensaba retirarme alg�n d�a a Espa�a o Italia con las riquezas que hubiese juntado. Mientras tanto, viv�a muy alegremente. Estaba alojado en una hermosa casa, ten�a jardines magn�ficos, multitud de esclavos y un serrallo bien abastecido de mujeres bonitas. Aunque el uso del vino est� prohibido en aquella tierra a los mahometanos, sin embargo, pocos moros dejan de beberlo secretamente. Yo, por lo menos, lo beb�a sin escr�pulo, como lo hacen todos los renegados. �Acu�rdome que me acompa�aban com�nmente en mis borracheras un par de camaradas, con quienes muchas veces pasaba toda la noche con las botellas sobre la mesa. Uno era jud�o y el otro �rabe. Ten�alos por hombres de bien, y en esta confianza viv�a con ellos sin reserva. Convid�los una noche a cenar, y aquel d�a se me hab�a muerto un perro que yo quer�a mucho. Lavamos el cuerpo y lo enterramos con todas las ceremonias que acostumbran los musulmanes en el funeral de sus difuntos. No lo hicimos, ciertamente, por burlarnos de la religi�n de Mahoma, sino s�lo por divertirnos y satisfacer el capricho que tuve, estando medio tomado de vino, de celebrar las exequias de mi amado animalillo. �Sin embargo, falt� poco para que esta inconsiderada acci�n me perdiese enteramente. El d�a siguiente se present� en mi casa un hombre, que me dijo: �Se�or Sidy Haly, vengo a buscar a usted para cierto asunto de importancia. El se�or cad� tiene precisi�n de hablarle; s�rvase tomar el trabajo de llegarse a su casa inmediatamente.� �Decidme, os suplico--le pregunt�--, qu� es lo que me quiere.� �El mismo os lo dir�--respondi� el moro--; todo lo que puedo deciros es que un mercader que ayer cen� con usted le ha dado parte de no s� qu� imp�a o irreligiosa acci�n que se ejecut� en vuestra casa con motivo de enterrar un perro. Yo os notifico de oficio que comparezc�is hoy mismo ante el juez, con apercibimiento de que no cumpli�ndose as� se proceder� criminalmente contra vuestra persona.� Dijo, y sin aguardar respuesta me volvi� la espalda, dej�ndome at�nito con su apercibimiento. No ten�a el �rabe la m�s m�nima raz�n para estar quejoso de m� ni yo pod�a comprender por qu� me hab�a jugado una pieza tan ruin. Sin embargo, la cosa era muy digna de atenci�n. Yo ten�a bien conocido al cad� por hombre severo en la apariencia, pero en el fondo poco escrupuloso y muy avaro. Met� en el bolsillo doscientos _sultaninos de oro_ y fu� derecho a presentarme a �l. H�zome entrar en su despacho y luego me dijo en tono col�rico y furioso: ��Sois un imp�o, un sacr�lego, un hombre abominable! �Hab�is dado sepultura a un perro como si fuera un musulm�n! �Qu� sacrilegio! �Qu� profanaci�n! �Es �ste el respeto que profes�is a las m�s venerables ceremonias de nuestra santa ley? �Os hicisteis mahometano �nicamente para burlaros de las ceremonias m�s sagradas de nuestro Alcor�n?� �Se�or cad�--le respond�--, el �rabe que vino a haceros una relaci�n tan alterada o tan malignamente desfigurada, aquel amigo traidor fu� c�mplice en mi delito, si por tal se debe reputar haber dado sepultura a un dom�stico fiel, a un inocente animal que ten�a mil bellas cualidades. Amaba tanto a las personas de m�rito y distinci�n, que hasta en su muerte quiso dejarles testimonios irrefragables de su estimaci�n y afecto. En su testamento, en el que me nombr� por �nico albacea, reparti� entre ellas sus bienes, legando a unas veinte escudos, a otras treinta, etc.; y es tanta verdad lo que digo, que tampoco se olvid� de vos, pues me dej� muy encargado que os entregase los doscientos _sultaninos de oro_ que hallar�is en este bolsillo.� Y dicho esto, le alargu� el que llevaba prevenido. Perdi� el cad� toda su gravedad cuando me oy� decir esto, sin poder contener la risa, y como est�bamos solos, tom� francamente el bolsillo y me despidi�, diciendo: ��Id en paz, Sidy Haly! �Hicisteis cuerdamente en haber enterrado con pompa y con honor a un perro que hac�a tanto aprecio de los sujetos de m�rito!� �Sal� por este medio de aquel pantano; y si el lance no me hizo m�s cuerdo, a lo menos me ense�� a ser m�s circunspecto. No volv� a tratar con el �rabe ni con el jud�o, y escog� para mi camarada de botellas a un caballero de Liorna, que era esclavo m�o, llamado Azarini. No era yo como aquellos renegados que tratan a los cautivos cristianos peor que a los mismos turcos. Los m�os no se impacientaban aunque se les retardase el rescate. Trat�balos con tanta benignidad, que muchas veces me dec�an les costaba m�s suspiros el miedo de pasar a servir a otro amo que el deseo de conseguir la libertad, sin embargo de ser �sta tan dulce y tan apetecible a todos los que gimen en cautiverio. �Volvieron un d�a los jabeques de Solim�n cargados de presa, y en ella cien esclavos de uno y otro sexo, apresados todos en las costas de Espa�a. Reserv� Solim�n para s� un cort�simo n�mero y los dem�s fueron puestos a la venta. Fu� a la plaza donde �sta se celebraba y compr� una muchacha espa�ola de diez a doce a�os. Lloraba la pobrecita amargamente y se desesperaba. Admirado yo de verla afligirse as� en tan tierna edad, me llegu� a ella, y le dije en lengua castellana que no se apesadumbrase tanto, asegur�ndole que hab�a ca�do en manos de un amo que, aunque llevaba turbante, era de coraz�n humano. La joven, pose�da enteramente de su dolor, ni siquiera atend�a a mis palabras. Gem�a, suspiraba y se deshac�a en l�grimas inconsolables, prorrumpiendo de cuando en cuando en esta exclamaci�n: ��Ay, madre m�a, y por qu� me habr�n separado de ti! �Todo lo llevar�a en paciencia como estuvi�ramos juntas!� Mientras dec�a estas palabras, ten�a puestos los ojos en una mujer de cuarenta y cinco a cincuenta a�os, distante pocos pasos, la cual, muy modesta, silenciosa y con los ojos bajos, estaba esperando a que alguno la comprase. Pregunt�le si era su madre aquella mujer a quien miraba. �S�, se�or--me respondi� con tierno sentimiento--. �Por amor de Dios, haga su merced que jam�s me separen de ella!� �Bien est�, hija m�a--le dije--. Si para tu consuelo no deseas mas que el estar juntas las dos, presto quedar�s contenta y consolada.� Al mismo tiempo me acerqu� a la madre para comprarla; pero no bien la mir� con un poco de cuidado, cuando reconoc� en ella, con la conmoci�n que pod�is imaginar, todas las facciones y dem�s se�ales de Lucinda. ��Cielos!--exclam� dentro de m� mismo--. �Qu� es lo que veo? �Esta es mi madre; no puedo dudarlo!� Pero ella, o ya fuese porque el vivo dolor del estado en que se hallaba no le dejaba ver otra cosa mas que enemigos en todos los objetos que se le presentaban, o ya fuese porque el traje mahometano me hac�a parecer otro, o bien que en el espacio de doce a�os que no me hab�a visto me hubiese desfigurado, el hecho es que realmente ella no me conoci�. En fin, yo la compr� y me la llev� a mi casa. �No quise dilatarle el gusto de que me conociese. �Se�ora--le dije--, �es posible que no os acord�is de haber visto nunca esta cara? Pues qu�, �unos bigotes y un turbante me desfiguran de suerte que os impidan conocer a vuestro hijo Rafael�? Volvi� en s� al o�r estas palabras; mir�me, remir�me, reconoci�me, y arroj�ndose a m� con los brazos abiertos nos estrechamos tiernamente. Con igual ternura abrac� despu�s a su querida hija, la cual estaba tan ignorante de que ten�a un hermano como yo ajeno de tener una hermana. �Confesad--dije entonces a mi madre--que en todas vuestras comedias no hab�is tenido un encuentro y reconocimiento tan positivo como �ste.� �Hijo--me respondi� suspirando--, grand�sima alegr�a he tenido en volverte a ver; pero esta alegr�a est� mezclada con un amargu�simo pesar. �Dios m�o! �En qu� estado he tenido la desgracia de encontrarte! Mi esclavitud me ser�a mil veces menos sensible que ese traje odioso...� �A fe, madre--le respond� sonri�ndome--, que me admiro de vuestra delicadeza; por cierto que no es muy propia de una comedianta. A la verdad, se�ora, que sois muy otra de la que erais si este mi disfraz os ha dado tanto enojo. En lugar de enojaros contra mi turbante, miradme como a un c�mico que representa el papel de un turco en el teatro. Aunque renegado, soy tan musulm�n como lo era en Espa�a, y en la realidad permanezco siempre en mi religi�n. Cuando sep�is todas las aventuras que me han acontecido en este pa�s me disculpar�is. El amor fu� la causa de mi delito. Sacrifiqu� a esta deidad. En esto me parezco algo a vos; fuera de que hay a�n otra raz�n que debe templar vuestro dolor de verme en la situaci�n en que me veis. Tem�ais experimentar en Argel una dura esclavitud y hab�is hallado en vuestro amo un hijo tierno, respetuoso y bastante rico para que viv�is con regalo y con quietud en esta ciudad hasta que se nos proporcione ocasi�n oportuna para que todos podamos seguramente volver a Espa�a. Reconoced ahora la verdad de aquel proverbio que dice: _No hay mal que por bien no venga_.� �Hijo m�o--me dijo Lucinda--, una vez que est�s resuelto a restituirte a tu patria y abjurar el mahometismo, quedo consolada. Entonces ir� con nosotros tu hermana Beatriz y tendr� el gusto de volverla a ver sana y salva en Castilla.� �S�, se�ora--le respond�--, espero que le tendr�is, pues lo m�s presto que sea posible iremos todos tres a juntarnos en Espa�a con el resto de nuestra familia, no dudando yo que habr�is dejado en ella algunas otras prendas de vuestra fecundidad.� �No, hijo--repuso mi madre--, no he tenido m�s hijos que a vosotros dos; y has de saber que Beatriz es fruto de un matrimonio de los m�s leg�timos.� �Pero, se�ora--repliqu�--, �qu� raz�n tuvisteis para conceder a mi hermanita esa preeminencia que me negasteis a m�? �Y c�mo os hab�is resuelto a casaros? Acu�rdome haberos o�do decir mil veces en mi ni�ez que nunca perdonar�ais a una mujer joven y linda el sujetarse a un marido.� �_�Otros tiempos, otras costumbres!_--respondi� ella--. Si los hombres m�s firmes en sus prop�sitos est�n m�s sujetos a mudar, �qu� raz�n habr� para pretender que las mujeres sean invariables en los suyos? Voy a contarte--continu�--la historia de mi vida desde que saliste de Madrid.� H�zome despu�s la siguiente relaci�n, que jam�s olvidar�, y de la cual no quiero privaros, porque es curios�sima: �Har� cosa de trece a�os, si te acuerdas, que dejaste la casa del marquesito de Legan�s. En aquel tiempo, el duque de Medinaceli me dijo que deseaba cenar conmigo privadamente. Se�al�me el d�a, esper�le, vino y le gust�. Pidi�me el sacrificio de todos los competidores que pod�a tener, y se lo conced�, con la esperanza de que me lo pagar�a bien, y as� lo ejecut�. Al d�a siguiente me envi� varios regalos, a que siguieron otros muchos en lo sucesivo. Tem�a yo que no durar�a largo tiempo en mis prisiones un se�or de aquella elevaci�n; y lo tem�a con tanto mayor fundamento cuanto no ignoraba que se hab�a escapado de otras en que le hab�an aprisionado varias famosas beldades, cuyas dulces cadenas lo mismo hab�a sido probarlas que romperlas. Sin embargo, lejos de disgustarse, cada d�a parec�a m�s embelesado de mi condescendencia. En suma, tuve el arte de asegur�rmele y de impedir que su coraz�n, naturalmente voluble, se dejase arrastrar de su nativa propensi�n. �Tres meses hac�a que me amaba, y yo me lisonjeaba de que su cari�o ser�a durable, cuando cierto d�a una amiga m�a y yo concurrimos a una casa donde se hallaba la duquesa esposa del duque, y hab�amos ido a ella convidadas para o�r un concierto de m�sica de voces e instrumentos. Sent�monos casualmente un poco detr�s de la duquesa, la cual llev� muy a mal que yo me hubiese dejado ver en un sitio donde ella se hallaba. Envi�me a decir por una criada que me suplicaba me saliese de all� al instante. Respond� a la criada con mucha groser�a, de lo que, irritada la duquesa, se quej� a su esposo, el cual vino a m� y me dijo: �Lucinda, sal prontamente de aqu�. Cuando los grandes se�ores se inclinan a mozuelas como t�, no deben �stas olvidarse de lo que son. Si alguna vez os amamos a vosotras m�s que a nuestras mujeres, siempre las respetamos a �stas mucho m�s que a vosotras, y siempre que teng�is la insolencia de pretender igualaros con ellas ser�is tratadas con la indignidad que merec�is.� �Por fortuna que el duque me dijo todo esto en voz tan baja que ninguno pudo comprenderlo. Retir�me avergonzada y confusa, pero llorando de rabia por el desaire que hab�a recibido. Para mayor pesar m�o, los comediantes y comediantas aquella misma noche supieron, no s� c�mo, todo lo que me hab�a pasado. �No parece sino que hay alg�n diablillo acechador y ciza�ero que se divierte en descubrir a unos lo que sucede a otros! Hace, por ejemplo, un comediante en una francachela alguna extravagancia, acaba una comedianta de acomodarse con un mozuelo gal�n y adinerado: toda la compa��a inmediatamente sabe hasta la m�s rid�cula menudencia. As� supieron mis compa�eros cuanto me hab�a pasado en el concierto, y sabe Dios cu�nto se divirtieron a mi costa. Reina entre ellos un cierto esp�ritu de caridad que se descubre bien en semejantes ocasiones. Con todo eso yo no hice caso de sus habladur�as, y tard� poco en consolarme de la p�rdida del duque, que no volvi� a parecer por mi casa, y luego supe hab�a tomado amistad con una cantarina. �Mientras una comedianta tiene la fortuna de ser aplaudida, nunca le faltan amantes, y el amor de un gran se�or, aunque no dure m�s que tres d�as, siempre a�ade nuevos realces a su m�rito. Yo me vi sitiada de apasionados luego que se esparci� por Madrid la voz de que el duque me hab�a dejado. Los mismos competidores que yo le hab�a sacrificado, m�s enamorados de mis hechizos que antes, volvieron a porf�a a galantearme. Fuera de �stos, recib� los obsequiosos tributos de otros mil corazones. Nunca fu� tan de moda como entonces. Entre los que solicitaban mi favor, ninguno me pareci� m�s ansioso que un alem�n gordo, gentilhombre del duque de Osuna. Su figura no era muy apreciable, pero se mereci� mi atenci�n con mil doblones que hab�a juntado en casa de su amo y los prodig� por lograr la dicha de entrar en el n�mero de mis amantes favorecidos. Este buen se�or se llamaba Brutandorff. Mientras hizo el gasto fu� bien recibido; pero apenas se le apur� la bolsa hall� la puerta cerrada. Enfadado de este proceder m�o me fu� a buscar a la comedia, di�me sus quejas, y porque me re� de �l a sus hocicos, arrebatado de c�lera, me sacudi� un bofet�n a la tudesca. Di un gran grito, sal� al teatro, interrump� la comedia y, dirigi�ndome al duque, que estaba en su aposento con su esposa la duquesa, me quej� a �l en alta voz de los modales tudescos con que me hab�a tratado su gentilhombre. Mand� el duque seguir la comedia, diciendo que despu�s de ella oir�a a las partes. Acabada la representaci�n, me present� muy alterada al duque, exponiendo mi queja con vehemencia. El alem�n despach� su defensa en dos palabras, diciendo que en vez de arrepentirse de lo hecho era hombre para repetirlo. El duque de Osuna, o�das las partes y volvi�ndose al alem�n, sentenci� de esta manera: �Brutandorff, te despido de mi casa y te prohibo que te presentes m�s delante de m�, no porque has dado un bofet�n a una comedianta, sino porque has faltado al respeto debido a tus amos y turbado un espect�culo p�blico en presencia de los dos.� �Esta sentencia me atraves� el alma. Apoder�se de m� una ira rabiosa y un inexplicable furor al ver que no hab�an despedido al alem�n por la ofensa que me hab�a hecho. Cre�a yo que un oprobio como aqu�l, cometido contra una comedianta, deb�a castigarse como un delito de lesa majestad y contaba con que el tudesco padecer�a una pena aflictiva. Abri�me los ojos este vergonzos�simo suceso y me hizo conocer que el mundo sabe distinguir entre el comediante y los personajes que representa. Esto me disgust� del teatro, en t�rminos que desde aquel punto resolv� dejarlo e irme a vivir lejos de Madrid. Escog� para mi retiro la ciudad de Valencia, y part� de _inc�gnito_ a ella, llevando conmigo hasta el valor de veinte mil ducados en dinero y alhajas, caudal que me parec�a bastante para mantenerme con decencia el resto de mis d�as, pues mi �nimo era llevar una vida retirada. Tom� en aquella ciudad una casa peque�a y no recib� m�s familia que una criada y un paje, para quienes era tan desconocida como para todas las dem�s del vecindario. Fing� ser viuda de un empleado de la Real Casa y que hab�a escogido para mi retiro la ciudad de Valencia por haber o�do que su temple era uno de los m�s benignos y su terreno uno de los m�s deliciosos de Espa�a. Trataba con muy poca gente, y mi conducta era tan arreglada que a ninguno le pudo pasar por el pensamiento que yo hubiese sido c�mica. Sin embargo, y a pesar de mi cuidado en vivir escondida y retirada, puso los ojos en m� un hidalgo que viv�a en una quinta propia, cerca de Paterna. Era un caballero bastante bien dispuesto y como de treinta y cinco a cuarenta a�os, pero un noble muy adeudado, lo que no es m�s raro en el reino de Valencia que en otros muchos pa�ses. �Habiendo agradado mi persona a este hidalgo, quiso saber si en lo dem�s podr�a yo convenirle. A este fin despach� sus ocultos batidores para que averiguasen mis circunstancias, y por los informes que le dieron tuvo el gusto de saber que yo era viuda, de trato nada fastidioso y, adem�s de eso, bastante rica. Hizo juicio desde luego que yo era la que hab�a menester, y muy presto se dej� ver en mi casa una buena vieja, que me dijo de su parte que, prendado de mi honradez tanto como de mi hermosura, me ofrec�a su mano, y que ratificar�a esta oferta si merec�a la dicha de que quisiese ser su esposa. Ped� tres d�as de t�rmino para pensarlo y resolverme. Inform�me en este tiempo de las cualidades de aquel hidalgo, y por el mucho bien que me dijeron de �l, aunque sin disimularme el lastimoso estado de sus rentas, determin� gustosa casarme con �l, como lo hice dentro de muy pocos d�as. �Don Manuel de J�rica--�ste era el nombre de mi esposo--me condujo luego a su hacienda. La casa ten�a cierto aspecto de antig�edad, de lo que hac�a mucha vanidad el due�o. Dec�a que la hab�a hecho edificar uno de sus progenitores, y de la vejez de la f�brica deduc�a que la familia de J�rica era la m�s antigua de toda Espa�a. Pero el tiempo hab�a maltratado tanto aquel bello monumento de nobleza, que por que no viniese a tierra lo hab�an apuntalado. �Qu� dicha para don Manuel la de haberse casado conmigo! Gast�se en reparos la mitad de mi dinero, y lo restante en ponernos en estado de hacer gran figura en el pa�s; y h�teme aqu� en un nuevo mundo, por decirlo as�, y convertida de repente en se�ora de aldea y de hacienda. �Qu� transformaci�n! Era yo muy buena actriz para no saber representar y sostener el esplendor que correspond�a a mi nuevo estado. Revest�ame en todo de ciertos modales teatrales de nobleza, de majestad y desembarazo, que hac�an formar en la aldea un alto concepto de mi nacimiento. �Oh, cu�nto se hubieran divertido a costa m�a si hubiesen sabido la verdad del hecho! �Con cu�ntos sat�ricos motes me hubiera regalado la nobleza de los contornos y cu�nto hubieran rebajado los respetuosos obsequios que me tributaban las dem�s gentes! �Viv� por espacio de seis a�os feliz y gustosamente en compa��a de don Manuel, al cabo de los cuales se lo llev� Dios. Dej�me bastantes negocios que desenredar y por fruto de nuestro matrimonio a tu hermana Beatriz, que a la saz�n contaba cuatro a�os de edad cumplidos. Nuestra quinta, que era a lo que estaban reducidos nuestros bienes, se hallaba, por desgracia, empe�ada para seguridad de muchos acreedores, el principal de los cuales se llamaba Bernardo Astuto, nombre que le conven�a perfectamente. Ejerc�a en Valencia el oficio de procurador, que desempe�aba como hombre consumado en todas las trampas de los pleitos; y a mayor abundamiento, hab�a estudiado leyes para saber mejor hacer injusticias. �Oh qu� terrible acreedor! Una quinta entre las u�as de semejante procurador es lo mismo que una paloma en las garras de un milano. Por tanto, el se�or Astuto, apenas supo la muerte de mi marido puso sitio a mi pobre quinta. Infaliblemente la hubiera hecho volar con las minas que las supercher�as legales comenzaban a formar si mi fortuna o mi estrella no la hubiera salvado. Quiso �sta que de enemigo se convirtiese en esclavo m�o. Enamor�se de m� en una conversaci�n que tuvo conmigo con motivo de nuestro pleito. Confieso que de mi parte hice cuanto pude para inspirarle amor, oblig�ndome el deseo de salvar mi posesi�n a probar con �l todos aquellos artificios que me hab�an salido tan bien en tantas ocasiones. Verdad es que con toda mi destreza cre�a no poder enganchar al procurador, tan embebecido en su oficio que parec�a incapaz de admitir ninguna impresi�n amorosa. Con todo, aquel socarr�n, aquel marrajo, aquel empuerca-papel me miraba con mayor complacencia de la que yo pensaba. �Se�ora--me dijo un d�a--, yo no entiendo de enamorar; dedicado siempre a mi profesi�n, nunca he cuidado de aprender las reglas, los usos ni los diferentes modos de galantear. Sin embargo de eso, no ignoro lo esencial, y para ahorrar palabras s�lo dir� que si usted quiere casarse conmigo quemaremos al instante el proceso y alejar� a los dem�s acreedores que se han reunido conmigo para hacer vender su hacienda; usted ser� due�a del usufructo y su hija de la propiedad.� El inter�s de Beatriz y el m�o no me dejaron vacilar ni un solo punto. Acept� al instante la proposici�n. El procurador cumpli� su palabra: volvi� sus armas contra los otros acreedores y asegur�me en la posesi�n de mi quinta. Quiz� fu� �sta la primera vez que supo servir bien a la viuda y al hu�rfano. �Llegu�, pues, a verme procuradora, sin dejar por eso de ser se�ora de aldea, aunque este matrimonio me perdi� en el concepto de la nobleza valenciana. Las se�oras de la primera distinci�n me miraron como a una mujer que se hab�a envilecido y no quisieron visitarme m�s. Vime precisada a tratar solamente con las aldeanas o con se�oras de medio pelo. No dej� de causarme esto alguna pena, porque me hab�a acostumbrado por espacio de seis a�os a tratarme �nicamente con personas de car�cter. Verdad es que tard� poco en consolarme, porque tom� conocimiento con una escribana y dos procuradoras, cada una de un car�cter muy digno de risa. Yo me divert�a infinito de ver su ridiculez. Estas medio se�oras se ten�an por personas ilustres. Pensaba yo que solamente las comediantas eran las que no se conoc�an a s� mismas, mas veo que �sta es una flaqueza universal. Cada uno cree que es m�s que su vecino. En este particular, toco ahora que tan locas son las hidalgas de aldea como las damas de teatro. Para castigarlas, quisiera yo que se las obligase a conservar en sus casas los retratos de sus abuelos, y apuesto cualquiera cosa a que no los colocar�an en los sitios m�s visibles. �A los cuatro a�os de matrimonio cay� enfermo el se�or Astuto, y muri� sin haberme quedado hijos de �l. A�adi�ndose lo que �l me dej� a lo que yo pose�a, me hall� una viuda rica, y por tal me ten�an. En virtud de esta fama, comenz� a obsequiarme un caballero siciliano, llamado Colifichini, resuelto a ser mi amante para arruinarme o ser desde luego mi marido, dejando a mi arbitrio la elecci�n. Hab�a venido de Palermo para ver la Espa�a, y despu�s de haber satisfecho su curiosidad, estaba en Valencia esperando, seg�n dec�a, ocasi�n de embarcarse para restituirse a Sicilia. Ten�a veinticinco a�os; era, aunque peque�o de cuerpo, bien plantado, y, en fin, me agradaba su figura. Hall� modo de hablarme a solas, y--te confieso la verdad--desde la primera conversaci�n qued� loca perdida por �l. No qued� �l menos enamorado de m�, y creo--�Dios me lo perdone!--que en aquel mismo punto nos hubi�ramos casado si la muerte del procurador, que aun estaba muy reciente, me hubiera permitido hacer tan presto otra boda, porque desde que comenc� a tomar inclinaci�n a los matrimonios respetaba los est�mulos del mundo. �Convinimos, pues, en dilatar un poco nuestro casamiento por el bien parecer. Mientras tanto, Colifichini prosegu�a obsequi�ndome, y lejos de entibiarse en su amor se mostraba m�s vehemente cada d�a. El pobre mozo no estaba sobrado de dinero; conoc�lo y procur� que nunca le faltase. Adem�s de que mi edad era doble de la suya, me acordaba de haber hecho contribuir a los hombres en la flor de mis a�os y miraba lo que daba como una especie de restituci�n en descargo de mi conciencia. Estuvimos esperando con la mayor paciencia que nos fu� posible a que pasase el tiempo que prescribe a las viudas el ceremonial del respeto humano para pasar a otras nupcias. Apenas lleg�, cuando fuimos a la iglesia a unirnos con aquel estrecho lazo que s�lo puede desatar la muerte. Retir�monos despu�s a mi quinta, donde puedo decir que vivimos dos a�os, menos como esposos que como dos tiernos amantes. Pero, �ay, que no nos hab�amos unido para que nuestra dicha fuese duradera! Al cabo de esto breve tiempo, un dolor de costado me priv� de mi adorado Colifichini.� �Aqu� no pude menos de interrumpir a mi madre dici�ndole: �Pues qu�, se�ora, �tambi�n muri� vuestro tercer marido? Sin duda sois una plaza que s�lo puede tomarse a costa de la vida de sus conquistadores.� �Hijo m�o, �c�mo ha de ser!--me respondi� ella--. �Por ventura puedo yo alargar los d�as que el Cielo tiene contados? Si he perdido tres maridos, �c�mo lo he de remediar? A dos los llor� mucho; el que menos l�grimas me cost� fu� el procurador. Como me cas� con �l puramente por el inter�s, tard� poco en consolarme de su muerte. Pero volviendo a Colifichini, te dir� que algunos meses despu�s de muerto, deseando yo ver una casa de campo junto a Palermo, que me hab�a se�alado para mi viudedad en nuestro contrato matrimonial, y tomar posesi�n de ella personalmente, me embarqu� para Sicilia con mi hija Beatriz; pero en el viaje fuimos apresadas por los corsarios del baj� de Argel. Conduj�ronnos a esta ciudad, y por fortuna nuestra te encontraste en la plaza donde est�bamos puestas en venta. A no ser esto, hubi�ramos ca�do en manos de un amo despiadado, que nos hubiera maltratado y bajo cuya dura esclavitud quiz� habr�amos gemido toda la vida sin que t� hubieses o�do hablar nunca de nosotras.� �Tal fu�, se�ores, la relaci�n que mi madre me hizo. Coloqu�la despu�s en el mejor cuarto de mi casa, con la libertad de vivir como mejor le pareciese, cosa que fu� muy de su gusto. Hab�ase arraigado tanto en ella el h�bito de amar, en virtud de tan repetidos actos, que no le era posible estar sin un amante o sin un marido. Anduvo vagueando por alg�n tiempo, poniendo los ojos en algunos de mis esclavos, hasta que finalmente llam� toda su atenci�n Haly Pegel�n, renegado griego que frecuentaba mi casa. Inspir�le �ste un amor mucho m�s vivo que el que hab�a tenido a Colifichini, y era tan diestra en agradar a los hombres que hall� el secreto de encantar tambi�n a �ste. Aunque conoc� desde luego que obraban de acuerdo los dos, me di por desentendido de su trato, pensando s�lo en el modo de restituirme a Espa�a. Hab�ame dado licencia el baj� para armar una embarcaci�n, a fin de ir en corso a ejercitar la pirater�a. Ocup�bame enteramente el cuidado de este armamento, y ocho d�as antes que se acabase dije a Lucinda: �Madre, presto saldremos de Argel y dejaremos para siempre un lugar que tanto aborrec�is.� �Mud�sele el color al o�r estas palabras y guard� un profundo silencio. Sorprendi�me esto extra�amente y le dije admirado: ��Qu� es esto, se�ora? �Qu� novedad veo en vuestro semblante? Parece que os aflijo en vez de causaros alegr�a. Cre�a daros una noticia agradable particip�ndoos que todo lo tengo dispuesto para nuestro viaje. �No desear�ais acaso restituiros a Espa�a?� �No, hijo m�o--me respondi�--, confieso que ya no lo deseo. Tuve all� tantos disgustos, que he renunciado a ella para siempre.� ��Qu� es lo que oigo!--exclam� penetrado de dolor--. �Ah se�ora! �Decid m�s bien que el amor es quien os hace odiosa vuestra patria! �Santos Cielos y qu� mudanza! Cuando llegasteis a esta ciudad, todo cuanto se os pon�a delante os causaba horror; pero Haly Pegel�n os hace mirar las cosas con otros ojos.� �No lo niego--respondi� Lucinda--; es cierto que amo a este renegado y quiero que sea mi cuarto marido.� ��Qu� proyecto es el vuestro?--interrump� todo horrorizado--. �Vos casaros con un musulm�n! Sin duda hab�is olvidado que sois cristiana, o, por mejor decir, solamente lo hab�is sido hasta aqu� de puro nombre. �Ah madre m�a, y qu� de cosas estoy viendo ya! �Hab�is resuelto perderos para siempre porque vais a hacer por vuestro gusto lo que yo no hice sino por necesidad!� �Otras muchas cosas le dije para disuadirla de aquel intento, pero fu� predicar en desierto, porque se hab�a cerrado en ello. No contenta con dejarse arrastrar de su mala inclinaci�n, dej�ndome a m� por entregarse a un renegado, quiso llevarse consigo a Beatriz; pero a esto me opuse fuertemente. �Ah infeliz Lucinda!--le dije--. �Si nada es capaz de conteneros, a lo menos abandonaos sola al furor que os posee y no quer�is conducir a una inocente al precipicio en que os apresur�is a caer!� Lucinda se march� sin replicar, quiz� por alg�n vislumbre de luz que por entonces ray� en ella y le impidi� obstinarse en pedir su hija. As� lo cre�a yo, pero conoc�a muy mal a mi madre. Uno de mis esclavos me dijo dos d�as despu�s: �Se�or, mirad por vos. Un cautivo de Pegel�n acaba de confiarme un secreto que no debo ocultaros, para que no perd�is tiempo en aprovecharos de �l. Vuestra madre ha mudado de religi�n, y para vengarse de vos por haberle negado su hija est� determinada a dar parte al baj� de vuestra pr�xima fuga.� No tuve la menor duda de que Lucinda era capaz de hacer todo lo que mi esclavo me avisaba. Hab�ala yo estudiado mucho y estaba persuadido de que, a fuerza de representar papeles tr�gicos en el teatro, se hab�a familiarizado tanto con el crimen que muy bien me hubiera hecho quemar vivo, y no le conmover�a m�s mi muerte que si viese representada en una tragedia esta cat�strofe sangrienta. �Por tanto, no quise despreciar el aviso que me di� el esclavo. Apresur� cuanto pude las prevenciones del embarco y tom�, seg�n costumbre de los corsarios argelinos que van a corso, algunos turcos conmigo, pero solamente los que eran necesarios para no hacerme sospechoso, y sal� del puerto con todos mis esclavos y mi hermana Beatriz. Ya se persuadir�n ustedes de que no me olvidar�a de llevar al mismo tiempo todo el dinero y alhajas que hab�a en mi casa y pod�a importar hasta unos seis mil ducados. Luego que nos vimos en plena mar, lo primero que hicimos fu� asegurarnos de los turcos, a quienes encadenamos f�cilmente, por ser mucho mayor el n�mero de mis esclavos. Tuvimos un viento tan favorable que en poco tiempo arribamos a las costas de Italia; entramos en el puerto de Liorna con la mayor facilidad, y toda la ciudad, a lo que creo, acudi� a nuestro desembarco. Entre los que concurrieron a �l estaba por casualidad o por curiosidad el padre de mi esclavo Azarini. Miraba atentamente a todos mis cautivos conforme iban desembarcando; y aunque en cada uno de ellos deseaba ver las facciones de su hijo, ninguna esperanza ten�a de encontrarlas. Pero �qu� j�bilo, qu� abrazos se dieron padre e hijo despu�s de haberse reconocido! Luego que Azarini le inform� de qui�n era yo y del motivo que me llevaba a Liorna, me oblig� el buen viejo a que fuese a alojarme a su casa, juntamente con mi hermana Beatriz. Pasar� en silencio la menuda relaci�n de mil cosas que me fu� preciso practicar para volver a reconciliarme con el gremio de la Iglesia, y s�lo dir� que abjur� el mahometismo con mucha mayor fe que le hab�a abrazado. Purgu�me enteramente del humor mahometano, vend� mi bajel y di libertad a todos los esclavos. Por lo que toca a los turcos, se los asegur� en las c�rceles de Liorna para canjearlos a su tiempo por otros tantos cristianos. Los dos Azarinis, padre e hijo, usaron conmigo de todo g�nero de atenciones. El hijo se cas� con mi hermana Beatriz, partido que a la verdad no dejaba de ser ventajoso para �l, porque al cabo era hija de un caballero y heredera de la hacienda de J�rica, cuya administraci�n hab�a dejado mi madre a cargo de un rico labrador de Paterna cuando resolvi� pasar a Sicilia. �Despu�s de haberme detenido en Liorna alg�n tiempo, march� a Florencia, deseoso de ver aquella ciudad. Llev� conmigo algunas cartas de recomendaci�n que el viejo Azarini me di� para algunos amigos suyos en la corte del gran duque, a quienes me recomendaba como un caballero espa�ol pariente suyo. Yo a�ad� el don a mi nombre de bautismo, a imitaci�n de no pocos paisanos m�os plebeyos, que sin tenerlo y por honrarse se lo ponen a s� mismos en los pa�ses extranjeros. Hac�ame, pues, llamar con descaro don Rafael, y como hab�a tra�do de Argel lo que bastaba para sostener dignamente esta nobleza, me present� en la Corte con brillantez. Los caballeros a quienes me hab�a recomendado Azarini publicaban en todas partes que yo era un sujeto de distinci�n, y como no lo desment�an los modales caballerescos, que hab�a estudiado bien, era generalmente tenido por persona de importancia. �Supe introducirme muy presto con los primeros se�ores de la Corte, los cuales me presentaron al gran duque, y tuve la fortuna de caerle en gracia. Dediqu�me a hacerle la corte y a estudiarle el genio. O�a para esto con atenci�n lo que dec�an de �l los cortesanos m�s viejos y experimentados. Observ�, entre otras cosas, que le gustaban mucho los cuentos graciosos tra�dos con oportunidad y los dichos agudos. Esto me sirvi� de regla, y todas las ma�anas escrib�a en mi libro de memoria los cuentos que quer�a contarle durante el d�a. Sab�a tan gran n�mero de ellos, que parec�a tener un saco lleno, y aunque procur� gastarlos con econom�a, poco a poco se fu� apurando el caudal, de suerte que me hubiera visto precisado a repetirlos o a hacer ver que hab�a conclu�do mis apotegmas, si mi talento, fecundo en invenciones, no me hubiese socorrido con abundancia, de manera que yo mismo compuse cuentos galantes o c�micos que divirtieron mucho al gran duque, y, lo que sucede muchas veces a los ingeniosos y agudos de profesi�n, por la ma�ana apuntaba en mi libro de memoria las agudezas que hab�a de decir por la tarde, vendi�ndolas como ocurridas de repente. �Met�me tambi�n a poeta y consagr� mi musa a las alabanzas del pr�ncipe. Confieso de buena fe que mis versos no val�an mucho, y por eso nadie los critic�; pero aun cuando hubieran sido mejores, dudo que el duque los hubiera celebrado m�s; el hecho es que le agradaban infinito, lo que quiz� depender�a de los asuntos que yo eleg�a. Fuese por lo que quisiese, aquel pr�ncipe estaba tan pagado de m� que llegu� a causar celos a los cortesanos. Estos quisieron averiguar qui�n era yo, pero no lo consiguieron, y s�lo llegaron a descubrir que hab�a sido renegado. No dejaron de ponerlo en noticia del pr�ncipe, con esperanza de desbancarme; pero, lejos de salir con la suya, este chisme sirvi� �nicamente para que el gran duque me obligase un d�a a que le hiciese una fiel relaci�n de mi cautiverio en Argel. Obedec�le, y mis aventuras le divirtieron infinito. �Luego que la acab�, me dijo: �Don Rafael, yo te estimo mucho y quiero darte de ello una prueba tal que no te deje g�nero de duda. Voy a hacerte depositario de mis secretos, y para ponerte desde luego en posesi�n de confidente m�o, te digo que amo con pasi�n a la mujer de uno de mis ministros. Es la se�ora m�s linda de mi corte, pero al mismo tiempo la m�s virtuosa. Ocupada enteramente en el gobierno de su casa, y del todo entregada al amor de un marido que la idolatra, parece que ella sola ignora lo celebrada que es en Florencia su hermosura. Por aqu� conocer�s la dificultad de conquistar su coraz�n. En medio de eso, esta deidad, inaccesible a los amantes, alguna vez me ha o�do suspirar por ella; he hallado medios de hablarle a solas; conoce mis sentimientos interiores, mas no por eso me lisonjeo de haberle inspirado amor, no habi�ndome dado ning�n motivo para formarme una idea tan lisonjera. Sin embargo, no desconf�o de que llegue a serle grata mi constancia y la misteriosa conducta que observo. La pasi�n que abrigo en mi pecho a esta dama, ella sola la conoce. En vez de dejarme llevar de mi inclinaci�n sin reparo alguno, abusando del poder y autoridad de soberano, mi mayor cuidado es ocultar a todo el mundo el conocimiento de mi amor. Par�ceme deber esta atenci�n a Mascarini, que es el esposo de la que amo. El desinter�s y celo con que me sirve, sus servicios y su probidad me obligan a proceder con el mayor secreto y circunspecci�n. No quiero clavar un pu�al en el pecho de este marido infeliz declar�ndome amante de su mujer. Quisiera que ignorase siempre, si posible fuera, el fuego que me abrasa, porque estoy persuadido de que morir�a de pena si llegase a saber lo que ahora te conf�o. Por esto le oculto todos los pasos que doy y he pensado valerme de ti para que manifiestes a Lucrecia lo mucho que me hace padecer la violencia a que me condeno yo mismo; t� ser�s el que le declares mis amorosos afectos, no dudando que desempe�ar�s muy bien este delicado encargo. Traba conversaci�n con Mascarini, procura granjear su amistad, introd�cete en su casa y logra la libertad de hablar a su mujer. Esto es lo que espero de ti y lo que estoy seguro har�s con toda la destreza y discreci�n que pide un encargo tan delicado.� �Habiendo prometido al gran duque hacer todo lo posible para corresponder a su confianza y contribuir a la satisfacci�n de sus deseos, cumpl� presto mi palabra. Nada omit� para adquirir la amistad de Mascarini, lo que me cost� poco trabajo. Sumamente pagado de que solicitase su amistad un cortesano tan bienquisto del pr�ncipe, me ahorr� la mitad del camino. Franque�me su casa, tuve libre la entrada en el cuarto de su mujer, y me atrever� a decir que, en vista de mi cauto proceder, no tuvo la menor sospecha de la negociaci�n de que estaba encargado. Es verdad que como era poco celoso, aunque italiano, se fiaba en la virtud de su esposa, y, encerr�ndose en su despacho, me dejaba muchos ratos solo con Lucrecia. Dejando desde luego a un lado los rodeos, le habl� del amor del gran duque y le declar� que yo iba a su casa precisamente a tratar de este asunto. Pareci�me que no le ten�a grande inclinaci�n, pero al mismo tiempo conoc� que la vanidad le hac�a o�r con gusto su pretensi�n y se complac�a en o�rla sin querer corresponder a ella. Era verdaderamente mujer juiciosa y muy prudente, pero al fin era mujer, y advert� que su virtud iba insensiblemente rindi�ndose a la lisonjera idea de tener aprisionado a un soberano. En conclusi�n, el pr�ncipe pod�a con fundamento esperar que, sin renovar la violencia de Tarquino, ver�a a esta Lucrecia esclava de su amor. Sin embargo, un lance impensado desvaneci� sus esperanzas, como ahora oir�n ustedes. �Soy naturalmente atrevido con las mujeres, costumbre que contraje entre los turcos. Lucrecia era hermosa, y olvid�ndome de que con ella solamente deb�a hacer el papel de negociador, le habl� por m� en lugar de hablarle por el gran duque. Ofrec�le mis obsequios lo m�s cort�smente que pude, y en vez de ofenderse de mi osad�a y de responderme con enfado, me dijo sonri�ndose: �Confesad, don Rafael, que el gran duque ha tenido grande acierto en elegir un agente muy fiel y muy celoso, pues le serv�s con una lealtad que no hay palabras para encarecerla.� �Se�ora--le respond� en el mismo tono--, las cosas no se han de examina con tanto escr�pulo. Supl�coos que dejemos a un lado las reflexiones, que conozco no me favorecen mucho; yo solamente sigo lo que me dicta el coraz�n. Sobre todo, no creo ser el primer confidente de un pr�ncipe que en punto a galanteo ha sido traidor a su amo. Es cosa muy frecuente en los grandes se�ores hallar en sus Mercurios unos rivales peligrosos.� �Bien puede ser as�--replic� Lucrecia--; pero yo soy altiva y s�lo un pr�ncipe ser�a capaz de mover mi inclinaci�n. Arreglaos por este principio--prosigui� ella, volviendo a revestirse de su natural seriedad--y mudemos de conversaci�n. Quiero olvidar lo que me acab�is de decir, con la condici�n de que jam�s os suceda volver a tocar semejante asunto, pues de lo contrario podr�is arrepentiros.� �Aunque �ste era un _aviso al lector_ de que yo debiera haberme aprovechado, prosegu�, no obstante, en hablar de mi pasi�n a la mujer de Mascarini, y aun la importun� con m�s eficacia que antes a que correspondiese a mi cari�o, llevando a tal extremo mi temeridad que quise tomarme algunas libertades. Ofendida entonces la dama de mis expresiones y de mis modales musulmanes, se llen� de c�lera contra m�, amenaz�ndome de que no tardar�a el gran duque en saber mi insolencia y que le suplicar�a me castigase como merec�a. D�me yo tambi�n por ofendido de sus amenazas, y, convirti�ndose en odio mi amor, determin� tomar venganza del desprecio con que me hab�a tratado. Fu�me a ver con su marido, y, despu�s de haberle hecho jurar que no me descubrir�a, le inform� de la inteligencia que reinaba entre su mujer y el pr�ncipe, pint�ndola muy enamorada para dar m�s inter�s a la relaci�n. Lo primero que hizo el ministro, para precaver todo accidente, fu� encerrar sin m�s ceremonia en un cuarto reservado a su esposa, encargando a personas de toda confianza la custodiasen estrechamente. Mientras ella estaba cercada de vigilantes Argos que la observaban y no dejaban camino alguno por donde pudiesen llegar al gran duque noticias suyas, yo me present� a este pr�ncipe con rostro triste y le dije que no deb�a pensar m�s en Lucrecia, porque Mascarini sin duda hab�a descubierto todo nuestro enredo, puesto que hab�a comenzado a guardar a su mujer; que yo no sab�a por d�nde pudiese haber entrado en sospechas de m�, pues siempre hab�a yo usado del mayor disimulo y ma�a; que quiz� la misma Lucrecia habr�a informado de todo a su esposo y, de acuerdo con �l, se habr�a dejado encerrar para librarse de solicitaciones que pon�an en sobresalto su virtud. Mostr�se el pr�ncipe muy afligido de o�rme; entonces me compadeci� mucho su sentimiento, y m�s de una vez me pes� de lo que hab�a dicho, pero ya no ten�a remedio. Por otra parte, confieso que experimentaba un maligno placer cuando consideraba el estado a que hab�a reducido a una mujer orgullosa que hab�a despreciado mis suspiros. �Yo gozaba impunemente del placer de la venganza, cuando un d�a, estando en presencia del gran duque con cinco o seis se�ores de su corte, nos pregunt� a todos: ��Qu� castigo os parece merecer�a un hombre que hubiese abusado de la confianza de su pr�ncipe e intentado robarle su dama?� �Merecer�a--respondi� uno de los cortesanos--ser descuartizado vivo.� Otro opin� que deb�a ser apaleado hasta que expirase; el menos cruel de estos italianos, y el que se mostr� m�s favorable al delincuente, dijo que �l se contentar�a con hacerle arrojar de lo alto de una torre. �Y don Rafael--replic� entonces el gran duque--, �de qu� parecer es? Porque estoy persuadido de que los espa�oles no son menos severos que los italianos en semejantes ocasiones.� �Conoc� bien, como se puede discurrir, que Mascarini hab�a violado su juramento o que su mujer hab�a hallado medio de informar al gran duque de cuanto hab�a pasado entre los dos. En mi rostro se echaba de ver la turbaci�n que me agitaba; pero a pesar de ella respond� con entereza al gran duque: �Se�or, los espa�oles son m�s generosos. En igual lance, perdonar�an al confidente, y con este rasgo de bondad producir�an en su alma un eterno arrepentimiento de haberle sido traidor.� �Pues bien--me dijo el duque--: yo me contemplo capaz de esa generosidad y perdono al traidor, reconociendo que s�lo debo culparme a m� mismo por haberme fiado de un hombre a quien no conoc�a y de quien ten�a motivos de desconfiar en raz�n de lo que me hab�an contado de �l. Don Rafael--a�adi�--, la venganza que tomo de vos es que salg�is inmediatamente de todos mis Estados y no volv�is a poneros en mi presencia.� Retir�me en el mismo punto, menos afligido de mi desgracia que gozoso de haber escapado de este apuro a tan poca costa. Al d�a siguiente me embarqu� en un buque catal�n que sali� del puerto de Liorna para Barcelona.� Cuando lleg� don Rafael a este punto de su historia, no me pude contener en decirle: �Para un hombre tan advertido como sois, me parece fu� grande error no haber salido de Florencia as� que descubristeis a Mascarini el amor del pr�ncipe hacia Lucrecia. Deb�ais tener por cierto que tardar�a poco el gran duque en saber vuestra traici�n.� �Convengo en ello--respondi� el hijo de Lucinda--, y por lo mismo hab�a pensado huir cuanto antes, a pesar del juramento que me hizo el ministro de no exponerme al resentimiento del pr�ncipe. Llegu� a Barcelona--continu�--con lo que me hab�a quedado de las riquezas que traje de Argel, cuya mayor parte hab�a disipado en Florencia por ostentar que era un caballero espa�ol. No me detuve largo tiempo en Catalu�a. Reventaba por volverme cuanto antes a Madrid, encantado lugar de mi nacimiento, y satisfice mis ansiosos deseos lo m�s presto que me fu� posible. Luego que llegu� a la corte, me ape� por casualidad en una de las posadas de caballeros, en donde viv�a una dama llamada Camila, que, aunque hab�a salido ya de la menor edad, era una mujer muy salada; testigo, el se�or Gil Blas, que por aquel mismo tiempo, poco m�s o menos, la vi� en Valladolid. Aun era m�s discreta que hermosa, y ninguna aventurera tuvo mayor talento para traer la pesca a sus redes; pero no se parec�a a aquellas ninfas que se aprovechan del agradecimiento de sus galanes. Si acababa de despojar a alg�n mayordomo de un gran se�or, inmediatamente repart�a los despojos con el primer caballero mendicante que fuese de su gusto. �Apenas nos vimos los dos cuando nos amamos, y la conformidad de nuestras inclinaciones nos uni� tan estrechamente que presto pas� a hacer comunes nuestros bienes. A la verdad, no eran �stos muy considerables, y as�, los comimos en poco tiempo. Por nuestra desgracia, s�lo pens�bamos uno y otro en agradarnos, sin valemos de las disposiciones que ambos ten�amos para vivir a costa ajena. La miseria, en fin, despert� nuestro ingenio, que el placer ten�a aletargado. �Querido Rafael--me dijo un d�a Camila--, pongamos treguas a nuestro amor; dejemos de guardarnos una fidelidad que nos arruina. T� puedes embobar a alguna viuda rica y yo pescar a alg�n viejo poderoso. Si proseguimos si�ndonos fieles uno a otro, ve ah� dos fortunas perdidas.� �Hermosa Camila--respond� yo prontamente--, me ganas por la mano, pues iba a hacerte la misma propuesta; vengo en ello, reina m�a. S�, por cierto; para la mejor conservaci�n de nuestro amor es menester intentar conquistas �tiles. Nuestras infidelidades ser�n triunfos para entrambos.� �Ajustado este tratado, salimos a campa�a. Al principio, por m�s diligencias que hicimos, no pudimos encontrar lo que busc�bamos. A Camila solamente se le presentaban pisaverdes, es decir, amantes que no tienen un cuarto, y a m� s�lo se me ofrec�an aquellas mujeres que m�s quieren imponer contribuciones que pagarlas. Como el amor se negaba a socorrer nuestras necesidades, apelamos a enredos y bellaquer�as. Hicimos tantos y tantas, que el corregidor lleg� a saberlas, y este juez, en extremo severo, di� orden a un alguacil para que nos prendiese; pero �ste, que era tan bueno como taimado el corregidor, nos hizo espaldas para que sali�semos de Madrid, mediante una propineja que le dimos. Tomamos el camino de Valladolid e hicimos pie en aquella ciudad. Alquil� una casa, donde me aloj� con Camila, que por evitar el esc�ndalo pasaba por hermana m�a. Al principio nos contuvimos en ejercer nuestra habilidad, y comenzamos a tantear y conocer bien el terreno antes de acometer ninguna empresa. �Un d�a se lleg� a m� en la calle un hombre y, salud�ndome muy cort�smente, me dijo: �Se�or don Rafael, �no me conoce usted?� Respond�le que no. �Pues yo--me replic�--conozco a usted mucho, por haberle visto en la Corte de Toscana, donde serv�a yo en las guardias del gran duque. Pocos meses ha que dej� el servicio de aquel pr�ncipe, y me vine a Espa�a con un italiano de los m�s astutos. Estamos en Valladolid tres semanas ha y vivimos en compa��a de un castellano y de un gallego, mozos los dos seguramente muy honrados, y nos mantenemos todos con el trabajo de nuestras manos. Lo pasamos op�paramente y nos divertimos como unos pr�ncipes. Si usted quiere agregarse a nosotros, ser� muy bien recibido de mis compa�eros, porque siempre le he tenido a usted por un hombre muy de bien, naturalmente poco escrupuloso y caballero profeso en nuestra orden.� �La franqueza con que me habl� aquel brib�n me estimul� a responderle del mismo modo. �Ya que te has franqueado conmigo con tanta sinceridad--le respond�--, quiero hablarte con la misma. Es verdad que no soy novicio en vuestra profesi�n, y si la modestia me permitiera referirte mis proezas, ver�as que no me has hecho demasiada merced en tu ventajoso concepto. Pero dejando a un lado alabanzas propias, me contentar� con decirte, admitiendo la plaza que me ofreces en vuestra compa��a, que no perdonar� diligencia alguna para haceros conocer que no la desmerezco.� Apenas dije a aquel ambidextro que consent�a en aumentar el n�mero de sus camaradas, cuando me condujo a donde �stos estaban, y desde el mismo punto me di� a conocer a todos. All� fu� donde vi por primera vez al ilustre Ambrosio de Lamela. Examin�ronme aquellos se�ores sobre el arte de apropiarse sutilmente de lo ajeno. Quisieron saber si ten�a principios de la facultad, y descubr�les tantas tretas nuevas para ellos que se quedaron admirados; pero mucho m�s se pasmaron cuando, despreciando yo la sutileza de mis manos como una cosa muy ordinaria, les asegur� que en lo que yo me aventajaba era en golpes magistrales de hurtar que ped�an ingenio, y para persuadirlos que era verdad les cont� la aventura de Jer�nimo de Miajadas, y bast� la sencilla relaci�n de aquel suceso para que me reconociesen por un talento superior y todos a una me nombrasen por jefe suyo. Tard� poco en acreditar el acierto de su elecci�n en una multitud de briboner�as que hicimos, de todas las cuales fu� yo, por decirlo as�, la llave maestra. Cuando necesit�bamos alguna actriz para forjar mejor alg�n enredo, ech�bamos mano de Camila, que representaba con primor cuantos papeles se le encargaban. �Di�le por aquel tiempo a nuestro cofrade Ambrosio la tentaci�n de ir a su pa�s, y, con efecto, march� a Galicia, asegur�ndonos de su vuelta. Despu�s que satisfizo sus deseos, volvi� por Burgos, sin duda para dar alg�n golpe de maestro, en donde un mesonero conocido suyo le acomod� con el se�or Gil Blas de Santillana, de cuyos asuntos le inform� muy bien. Usted, se�or Gil Blas--prosigui�, dirigi�ndome la palabra--, se acordar�, sin duda, del modo con que le desvalijamos en la posada de caballeros de Valladolid. Tengo por cierto que desde luego sospech� usted que su criado Ambrosio hab�a sido el principal instrumento de aquel robo, y en verdad que le sobr� la raz�n para sospecharlo. Luego que lleg� a Valladolid, vino en busca nuestra, enter�nos de todo, y la gavilla se encarg� de lo dem�s; pero no sabr� usted las resultas de aquel pasaje y quiero informarle de ellas. Ambrosio y yo cargamos con la valija y, montados en vuestras mulas, tomamos el camino de Madrid, sin contar con Camila ni con los dem�s camaradas, los cuales se admirar�an tanto como vos de ver que no parec�amos al d�a siguiente. �A la segunda jornada mudamos de pensamiento: en vez de ir a Madrid, de donde no hab�a salido sin motivo, pasamos por Cebreros y continuamos nuestro camino hasta Toledo. Lo primero que hicimos en aquella ciudad fu� vestirnos muy decentemente, y luego, vendi�ndonos por dos hermanos gallegos que viajaban por curiosidad, en poco tiempo hicimos conocimiento con mucha gente de distinci�n. Estaba yo tan acostumbrado a los modales cortesanos y caballerescos que f�cilmente se enga�aron cuantos me vieron y trataron. A esto se a�ad�a que como en un pa�s desconocido la calidad de los forasteros regularmente se mide por el gasto que hacen y por el lucimiento con que se portan, ofusc�bamos a todos con magn�ficos festines que empezamos a dar a las damas. Entre las que yo visitaba encontr� con una que me gust�, pareci�ndome m�s linda y joven que Camila. Quise saber qui�n era, y me dijeron se llamaba Violante, mujer de un caballero que, cansado ya de sus caricias, galanteaba a una cortesana que se hab�a apoderado de su coraz�n. No necesit� saber m�s para determinarme a hacer a do�a Violante due�a soberana de todos mis pensamientos. �Tard� poco ella misma en conocer la adquisici�n que hab�a hecho. Comenc� a seguirla a todas partes y a hacer mil locuras para persuadirla de que no aspiraba yo a otra cosa que a consolarla de las infidelidades de su marido. Pens� un tanto sobre esto, y al cabo tuve el gusto de conocer que aprobaba mis intenciones. Recib�, en fin, un billete de ella en respuesta a muchos que yo le hab�a escrito por medio de una de aquellas viejas que en Espa�a e Italia son tan c�modas. Dec�ame la dama en el tal billete que su marido cenaba todas las noches en casa de su amiga y que hasta muy tarde no volv�a a la suya. Desde luego comprend� lo que me quer�a decir con esto. Aquella misma noche fu� a hablar por la reja con do�a Violante y tuve con ella una conversaci�n de las m�s tiernas. Antes de separamos quedamos de acuerdo en que todas las noches a la misma hora nos hablar�amos en el propio sitio, sin perjuicio de las dem�s galanter�as que nos fuese permitido practicar por el d�a. �Hasta entonces don Baltasar--que as� se llamaba el marido de Violante--pod�a darse por bien servido; pero siendo otros mis deseos, fu� una noche al sitio consabido con �nimo de decirle que ya no pod�a vivir si no lograba hablarle a solas en un lugar m�s conveniente al exceso de mi amor, fineza que aun no hab�a podido conseguir de ella. Apenas llegu� cerca de la reja, cuando vi venir por la calle a un hombre, el cual conoc� que me observaba. Con efecto, era el marido de do�a Violante, que aquella noche se retiraba a casa algo temprano, y viendo parado all� a un hombre, comenz� �l mismo a pasearse por la calle. Dud� alg�n tiempo lo que deb�a hacer; pero al fin me determin� a llegarme a don Baltasar, sin conocerle ni que �l me conociese a m�, y le dije: �Caballero, suplico a usted que por esta noche me deje libre la calle, que en otra ocasi�n le servir� yo a usted.� �Se�or--me respondi�--, la misma s�plica iba yo a hacerle a usted. Yo cortejo a una se�orita que vive a veinte pasos de aqu�, a la cual un hermano suyo hace guardar con la mayor vigilancia, por lo que quisiera ver desocupada del todo la calle.� �Espere usted--repliqu�--, que ahora me ocurre un modo para que ambos quedemos servidos sin incomodarnos, porque la dama que yo cortejo vive en esta casa--mostr�ndole la propia suya--. Usted puede divertirse en la otra mientras yo me divierto en �sta y hacernos espaldas los dos si alguno de nosotros fuere acometido.� �Convengo en ello--repuso �l--; voy a ocupar mi sitio, usted qu�dese en el suyo y socorr�monos mutuamente en caso de necesidad.� Diciendo esto, se apart� de m�, pero fu� para observarme mejor, lo que pod�a hacer sin riesgo, porque la noche estaba obscura. �Acerc�ndome entonces sin recelo a la reja de Violante, no tard� �sta en venir y comenzamos a hablar. No me olvid� de instar a mi reina para que me concediese una audiencia privada en sitio reservado. Resisti�se un poco a mis ruegos para hacer m�s apreciable el favor; pero despu�s, ech�ndome un papel que ya tra�a prevenido en el bolsillo, �Ah� va--me dijo--lo que dese�is, y ver�is bien despachadas vuestras s�plicas.� Al decir esto se retir�, por cuanto iba ya viniendo la hora en que acostumbraba a recogerse a casa su marido; pero �ste, que hab�a conocido muy bien ser su mujer el �dolo a quien yo sacrificaba, me sali� al encuentro y, con un fingido gozo, me pregunt�: �Y bien, caballero, �est� usted contento de su buena fortuna?� �Tengo motivos para estarlo--le respond�--; y a usted �c�mo le fu� con la suya? �Mostr�sele el amor risue�o y favorable?� ��Oh, no!--me respondi� con despecho--. �El maldito hermano de mi querida volvi� de su casa de campo un d�a antes de lo que hab�amos pensado, y este contratiempo ha aguado el contento con que yo me hab�a lisonjeado!� �Hic�monos don Baltasar y yo rec�procas protestas de amistad y nos citamos para vernos en la plaza Mayor la ma�ana siguiente. Despu�s que nos separamos, se fu� don Baltasar derecho a su casa, donde no mostr� a su mujer el menor indicio de las noticias que ten�a de ella, y al otro d�a acudi� a la plaza, seg�n lo acordado, y de all� a un momento llegu� yo. Salud�monos con vivas demostraciones de amistad, tan alevosas por su parte como sinceras por la m�a. H�zome el artificioso don Baltasar una falsa confianza de sus lances amorosos con la dama de quien me hab�a hablado la noche anterior. Cont�me una larga f�bula que hab�a forjado, todo con el siniestro fin de obligarme a corresponderle cont�ndole yo el modo con que hab�a hecho conocimiento con Violante. Ca� incautamente en el lazo y con la mayor franqueza del mundo le confes� todo lo que me hab�a sucedido; y no contento con esto, le ense�� el papel que hab�a recibido, y aun le le� tambi�n su contexto, que era el siguiente: �Ma�ana ir� a comer en casa de do�a In�s; ya sab�is d�nde vive. All� hablaremos a solas. No puedo negaros por m�s largo tiempo un favor que juzgo merec�is.� �Ese es un papel--dijo don Baltasar--que le promete a usted el merecido premio de sus amorosos suspiros. Doile a usted de antemano la enhorabuena de la dicha que le aguarda.� No dej� de parecer algo turbado mientras hablaba de esta manera, pero f�cilmente me deslumbr� ocultando a mis ojos su conmoci�n y enojo. Estaba tan embelesado en mis halag�e�as esperanzas, que no me paraba en observar a mi confidente, aunque �ste se vi� precisado a dejarme, sin duda por temor de que conociese su agitaci�n. Parti� luego a contar a su cu�ado esta aventura, e ignoro lo que pas� entre los dos; s�lo s� que don Baltasar vino a casa de do�a In�s a tiempo que yo estaba con Violante. Supimos que era �l el que llamaba y yo me escap� por una puerta falsa antes que entrase en la sala. Luego que desaparec�, se aquietaron las dos mujeres, que se hab�an asustado mucho con la repentina venida del marido. Recibi�ronle con tanta serenidad, que desde luego sospech� me hab�an escondido o hecho pasadizo. Lo que dijo a do�a In�s y a su mujer no os lo puedo contar, porque nunca lo he sabido. �Entre tanto, no acabando todav�a de conocer que don Baltasar se burlaba cruelmente de mi sinceridad, sal� de la casa ech�ndole mil maldiciones y me fu� derecho a la plaza, donde hab�a dicho a Lamela me aguardase. No le encontr�, porque el brib�n ten�a tambi�n su poco de trapillo, y con suerte m�s dichosa que la m�a. Mientras le esperaba, vi a mi falso confidente venir hacia m� con rostro muy alegre y mucho desembarazo. Luego que lleg� a m�, me pregunt� c�mo me hab�a ido con mi ninfa en casa de do�a In�s. �No s� qu� demonio--le respond�--, envidioso de mis gustos, me vino a echar un jarro de agua en todos ellos. Mientras estaba a solas con ella, instando y suplicando, llam� a la puerta su maldito marido, a quien lleve Barrab�s. Me fu� preciso pensar en el modo de retirarme prontamente, y as�, me march� por una puerta excusada, dando mil veces al diablo al grand�simo importuno que viene siempre a desbaratar mis designios.� �A la verdad, lo siento--repuso don Baltasar, alegr�simo en su interior de verme desazonado--. Ese es un marido molesto, que no merece se le d� cuartel.� ��Oh! �En cuanto a eso--repliqu� yo--, no dud�is que seguir� vuestro consejo! Os doy palabra de que esta misma noche se le dar� pasaporte para el otro barrio. Su mujer, al separamos, me dijo que fuese adelante con mi empe�o y no abandonase la empresa por tan poca cosa; que prosiguiese en acudir a su ventana a la hora acostumbrada, porque estaba resuelta a introducirme ella misma en su casa, pero que en todo caso no dejase de ir escoltado con dos o tres camaradas, para que en cualquier lance me hallase bien prevenido.� ��Oh qu� prudente es esa dama!--me respondi� �l--. Yo me ofrezco desde luego a acompa�aros.� ��Oh querido amigo--repliqu� yo, fuera de m� de puro gozo y ech�ndole los brazos al cuello--, y de cu�ntas finezas os soy deudor!� �Aun har� m�s por vos--repuso �l--. Yo conozco a un mozo que es un Alejandro; �ste nos acompa�ar�, y con tal escolta podr�is divertiros a vuestro gusto sin sobresalto ni contratiempo.� �No encontraba voces para explicar mi agradecimiento a los favores de aquel nuevo amigo; tan encantado me ten�a su celo. Acept�, en fin, el auxilio que me ofrec�a, y d�ndonos el santo para cerca de la puerta de Violante a la entrada de la noche, nos separamos. Don Baltasar fu� a buscar a su cu�ado, que era el Alejandro de quien me hab�a hablado, y yo me qued� paseando con Lamela, el cual, aunque no menos admirado que yo de la eficacia con que don Baltasar se interesaba en este asunto, cay� tambi�n en la red como yo hab�a ca�do, sin pasarle por el pensamiento la menor desconfianza de la sencillez de aquellas finezas. Confieso que una simplicidad tan garrafal no se pod�a perdonar a unos hombres como nosotros. Cuando me pareci� que era hora de presentarme a la ventana de Violante, Ambrosio y yo nos acercamos a ella, bien prevenidos de buenas armas. Hallamos en el mismo sitio al marido de la dama, acompa�ado de otro hombre que nos esperaba a pie firme. Lleg�se a m� don Baltasar y me dijo: �Este es el caballero de cuyo valor hablamos esta ma�ana. Entre usted en casa de esa se�ora y disfrute su dicha sin recelo ni inquietud.� �Acabados los rec�procos cumplimientos, llam� a la puerta de mi ninfa y vino a abrirla una especie de due�a. Entr� sin advertir lo que pasaba a mis espaldas y llegu� hasta una sala donde Violante me esperaba. Mientras la estaba saludando, los dos traidores, que me siguieron hasta dentro de la casa, hab�an entrado en ella tan atropelladamente, y cerrado tras de s� la puerta con tanta violencia, que el pobre Ambrosio se qued� en la calle. Descubri�ronse entonces, y ya pod�is imaginar el apuro en que yo me ver�a. Bien se deja conocer que fu� forzoso entonces llegar a las manos. Acometi�ronme los dos al mismo tiempo con las espadas desnudas, y yo les correspond�, d�ndoles tanto que hacer que se arrepintieron presto de no haber tomado medidas m�s seguras para la venganza. Pas� de parte a parte al marido, y el cu�ado, vi�ndole en aquel estado, tom� la puerta, que Violante y la due�a hab�an dejado abierta al escaparse mientras nosotros re��amos. Fu�le siguiendo hasta la calle, donde me reun� con Lamela, que, no habiendo podido sacar ni una sola palabra a las dos mujeres que hab�a visto ir huyendo, no sab�a precisamente a qu� atribuir el rumor que acababa de o�r. Volvimos a la posada, y, recogiendo lo mejor que ten�amos, montamos en nuestras mulas y salimos de la ciudad antes que amaneciese. �Conocimos muy bien que el lance pod�a tener malas resultas y que se har�an en Toledo pesquisas contra las cuales ser�a imprudencia no tomar todo g�nero de precauciones. Hicimos noche en Villarrubia, en un mes�n, en donde a poco rato entr� un mercader de Toledo que caminaba a Segorbe. Cenamos con �l y nos cont� el tr�gico suceso del marido de Violante, mostr�ndose tan ajeno de sospecharnos reos de �l que con libertad le hicimos toda suerte de preguntas. �Se�ores--nos dijo--, el caso lo supe esta ma�ana al ir a montar a caballo. Se hacen grandes diligencias para encontrar a Violante y me han asegurado que, siendo el corregidor pariente de don Baltasar, est� en �nimo de no perdonar medio alguno para descubrir los autores del homicidio. Esto es todo lo que s�.� �Aunque nada me espantaron las pesquisas del corregidor de Toledo, no obstante, tom� desde luego la determinaci�n de salir cuanto antes de Castilla la Nueva, haci�ndome cargo de que si encontraban a Violante confesar�a �sta cuanto hab�a pasado y dar�a tales se�as de mi persona que la justicia despachar�a r�pidamente varias gentes en mi seguimiento. Por todas estas consideraciones, resolvimos desviamos del camino real desde el d�a siguiente. Tuvimos la fortuna de que Lamela hab�a corrido las tres partes de Espa�a y ten�a bien conocidas todas las sendas extraviadas por donde pod�amos pasar con seguridad a Arag�n. En vez de irnos derechos a Cuenca, nos metimos en las monta�as que est�n antes de llegar a la ciudad, y por senderos muy practicados por mi conductor llegamos a una gruta que ten�a toda la apariencia de ermita. Con efecto, era la misma adonde ayer noche llegaron ustedes a pedirme los recogiese. �Mientras estaba yo examinando sus contornos, que me representaban un pa�s delicios�simo, me dijo mi compa�ero: �Seis a�os ha que pasando yo por aqu� me hosped� caritativamente en esta ermita un anciano y venerable ermita�o, que reparti� conmigo los escasos v�veres que ten�a. Era un santo var�n, y me dijo cosas tan santas y tan buenas que falt� poco para que yo dejase el mundo. Acaso vivir� todav�a y quiero ver si es as�.� Dicho esto, se ape� de la mula el curioso Ambrosio, y entrando en la ermita, despu�s de haberse detenido en ella algunos momentos, sali�, dici�ndome: �Apeaos, don Rafael, y venid a ver un espect�culo muy tierno.� Ech� pie a tierra inmediatamente, y, atando nuestras mulas a un �rbol, segu� a Lamela hasta la gruta, donde entr�, y vi tendido en una vil tarima a un viejo anacoreta, p�lido y moribundo. Pend�a de su venerable rostro una blanca barba, tan poblada y larga que le llegaba hasta la cintura, y ten�a en sus manos juntas entrelazado un gran rosario. Al ruido que hicimos cuando nos acercamos a �l entreabri� los ojos, que la muerte hab�a comenzado ya a cerrar, y despu�s de habernos mirado un momento nos dijo: �Hermanos m�os, se�is quienes fuereis, aprovechaos del espect�culo que se ofrece a vuestra vista. Cuarenta a�os he vivido en el mundo y sesenta en esta soledad. �Ah y qu� largo me parece ahora el tiempo que dediqu� a mis deleites, y, al contrario, qu� corto el que he consagrado a la penitencia! �Ah! �Mucho temo que las austeridades del hermano Juan no hayan sido bastantes para expiar los pecados del licenciado don Juan de Sol�s.� �Apenas dijo estas palabras, cuando expir�, y los dos nos quedamos at�nitos a vista de su muerte. Tales objetos siempre hacen alguna impresi�n hasta en los mayores libertinos; pero dur� poco nuestra conmoci�n, porque olvidamos presto lo que acababa de decirnos. Comenzamos a hacer inventario de todo lo que hab�a en la ermita, en lo que no tardamos mucho tiempo, pues todos los muebles consist�an en lo que hab�is podido ver en ella. No s�lo la ten�a el hermano Juan mal amueblada, sino que hasta la despensa estaba mal provista. Todas las provisiones que hallamos se reduc�an a unas pocas avellanas y algunos mendrugos de pan casi petrificados, que a la cuenta no hab�an podido mascar las despobladas enc�as del santo var�n; digo despobladas porque observamos que se le hab�a ca�do la dentadura. Todo lo que conten�a esta morada solitaria y todo lo que ve�amos nos hac�a mirar a este buen anacoreta como a un santo. Una sola cosa nos llam� la atenci�n: hallamos un papel plegado en forma de carta, que el difunto hab�a dejado sobre la mesa, en el cual encargaba a quien le leyese que llevase su rosario y sus sandalias al obispo de Cuenca. No acabamos de entender con qu� intenci�n hab�a podido aquel nuevo padre del desierto desear que se hiciese a su obispo semejante regalo. Ol�anos esto a falta de humildad o a cierto hipo de ser tenido por santo. Pero �qui�n sabe si s�lo fu� un si es no es de tonter�a! Es punto que no me meter� a decidir. �Hablando de ello Lamela y yo, le ocurri� a aqu�l un extra�o pensamiento. �Qued�monos--me dijo--en esta ermita y disfrac�monos de ermita�os. Enterremos al hermano Juan. T� pasar�s por �l, y yo, con el nombre de hermano Antonio, ir� a pedir limosna por los lugares y aldeas del contorno. De esta manera, no s�lo estaremos a cubierto de las pesquisas del corregidor, que no creo pueda pensar en buscarnos aqu�, sino que espero lo pasaremos bien, en virtud de los conocimientos que tengo en la ciudad de Cuenca.� Aprob� este extra�o pensamiento, no ya por las razones que Ambrosio me alegaba, sino por un rasgo de extravagancia y como para representar un papel en una pieza de teatro. Abrimos, pues, una sepultura a treinta o cuarenta pasos de la gruta, y enterramos en ella modestamente al anacoreta, despu�s de haberle despojado de su h�bito, que consist�a en una t�nica ce�ida al cuerpo con una correa de cuero, y le cortamos tambi�n la barba, para hacerme con ella a m� una postiza; en fin, hechos los funerales, tomamos posesi�n de la ermita. �Pas�moslo muy mal el primer d�a, vi�ndonos precisados a mantenernos solamente de la triste provisi�n que nos hab�a dejado el difunto; pero el d�a siguiente, antes de amanecer, sali� Lamela a campa�a con las dos mulas, que vendi� en Cuenca, y por la noche volvi� cargado de v�veres y de otras cosillas que hab�a comprado. Trajo todo lo que era menester para disfrazarnos bien. Hizo para s� una t�nica o h�bito de pa�o pardo y una barbilla roja de crines, la que se supo acomodar con tal arte que parec�a natural. No hay en el mundo mozo m�s ma�oso que �l. Arregl� tambi�n la barba del hermano Juan, ajust�ndomela a la cara, y p�some en la cabeza un gran gorro de lana obscura, que contribu�a mucho para disimular el artificio. Se puede decir que nada faltaba para nuestro disfraz. Hall�monos los dos en este rid�culo equipaje, de manera que no pod�amos mirarnos sin re�rnos, vi�ndonos en un traje que ciertamente no nos conven�a. Con la t�nica del hermano Juan hered� tambi�n su rosario y sus sandalias, que no hice escr�pulo de apropiarme en vez de regal�rselas al obispo de Cuenca. �Hac�a tres d�as que est�bamos en la ermita, sin haber visto en todos ellos alma viviente; pero al cuarto entraron en la gruta dos aldeanos, que tra�an al difunto, creyendo que estuviese todav�a vivo, pan, queso y cebollas. Luego que los vi, me ech� en mi tarima, y me fu� f�cil alucinarlos, fuera de que ellos no pod�an distinguirme bien por la escasa luz de la ermita, y procur� imitar lo mejor que pude la voz del hermano Juan, cuyas �ltimas palabras hab�a o�do: de manera que los pobres hombres no tuvieron la menor sospecha de aquella supercher�a, y s� s�lo mostraron alguna admiraci�n de hallarse en la gruta con otro ermita�o. Pero advirti�ndolo, el socarr�n de Lamela les dijo con cierto aire hipocrit�n: �No os admir�is, hermanos, de verme a m� en esta soledad. Estaba yo en una ermita de Arag�n y la he dejado por venir a acompa�ar al venerable y discreto hermano Juan y asistirle en su extrema vejez, considerando la necesidad que tendr�a en ella de este alivio.� Los aldeanos prorrumpieron en infinitas alabanzas de Ambrosio, ensalzando hasta el cielo su heroica caridad y d�ndose a s� mismos mil parabienes por la dicha de tener dos hombres santos en su pa�s. �Hab�a comprado Lamela unas grandes alforjas, y cargado con ellas parti� por la primera vez a dar principio a la demanda en la ciudad de Cuenca, que s�lo dista una legua corta de la ermita. Como la Naturaleza le ha dotado de un exterior devoto y compungido, y adem�s de eso posee en supremo grado el arte de hacerlo valer, no dej� de mover el coraz�n de las personas caritativas a darle limosna, y as�, en poco tiempo llen� las alforjas de los dones de su liberalidad. �Amigo Ambrosio--le dije cuando volvi� a la ermita--, te doy el parabi�n del admirable talento que tienes para ablandar y enternecer las almas cristianas. �Vive diez, que parece has ejercitado por muchos a�os el oficio de demandante capuchino!� �Algo m�s he hecho--me respondi�--que hacer abundante cosecha, porque has de saber que he encontrado a cierta ninfa, llamada B�rbara, que fu� algo m�a en otro tiempo. La he hallado bien mudada, pues se ha dado, como nosotros, a la devoci�n. Vive con otras dos o tres beatas que edifican el mundo en p�blico y hacen una vida muy diferente en casa. Al principio no me conoci�; tanto, que me vi obligado a decirle: ��C�mo as�, se�ora B�rbara? �Es posible que ya desconozc�is a uno de vuestros antiguos amigos y vuestro humilde servidor Ambrosio?� ��Por vida m�a, amigo Lamela--respondi� B�rbara--, que jam�s pod�a so�ar el verte vestido con ese traje! �Por qu� diablos de aventuras has venido a parar en ermita�o?� �Eso es cosa larga--le respond�--, y ahora no puedo detenerme a cont�rosla; pero ma�ana a la noche volver� y satisfar� vuestra curiosidad. Tambi�n vendr� conmigo mi compa�ero, el hermano Juan.� ��Qu� hermano Juan?--replic� ella--. �Aquel viejo y buen ermita�o que vive en una ermita cerca de esta ciudad? �T� no sabes lo que te dices, pues se asegura que tiene m�s de cien a�os!� �Es verdad--le respond�--que en otro tiempo tuvo esa edad, pero de pocos d�as a esta parte se ha remozado tanto que no soy yo m�s mozo que �l.� �Pues bien--respondi� B�rbara--, siendo as�, que venga contigo. Sin duda que en eso se oculta alg�n misterio.� �No dejamos de ir al d�a siguiente, luego que fu� noche, a casa de aquellas santurronas, que para recibirnos mejor nos ten�an prevenida una gran cena. As� que entramos en su casa nos quitamos las barbas postizas y el h�bito erem�tico, y sin ceremonia nos presentamos a estas princesas tales cuales �ramos; y ellas, por no parecer menos francas que nosotros, nos mostraron de cu�nto son capaces las falsas devotas cuando arriman a un lado las gazmo�er�as de la aparente devoci�n. Pasamos casi toda la noche a la mesa y no nos retiramos a nuestra gruta hasta poco antes de amanecer. Repetimos presto la visita, o por mejor decir seguimos el mismo m�todo por espacio de tres meses, y gastamos con aquellas ninfas m�s de los dos tercios de nuestro caudal; pero cierto celoso lo ha descubierto todo, dando parte a la justicia, la cual deb�a hoy ir a la ermita a echarnos mano. Ayer, mientras Ambrosio hac�a su demanda en Cuenca, una de las beatas le entreg� un billete, dici�ndole: �Una amiga m�a me escribe esta carta, que iba a enviaros con un propio. Mu�stresela al hermano Juan y tomen sus medidas en inform�ndose de su contenido.� Este es, se�ores, aquel mismo billete que Lamela me entreg� ayer en vuestra presencia y el que nos oblig� a abandonar tan precipitadamente nuestra solitaria habitaci�n.� CAPITULO II De la conferencia que tuvieron don Rafael y sus oyentes y de la aventura que les sucedi� al querer salir del bosque. Luego que acab� don Rafael de contar su historia, que me pareci� algo larga, don Alfonso le dijo por cortes�a que verdaderamente le hab�a divertido mucho. Despu�s de este cumplido, tom� la palabra el se�or Lamela, y volvi�ndose al compa�ero de sus haza�as le dijo: �Don Rafael, el sol est� ya para ponerse y me parece del caso que tratemos del partido que hemos de tomar.� �Dices bien--respondi� su camarada--; es menester pensar a d�nde hemos de ir.� �Yo--continu� Lamela--soy de parecer que, sin perder tiempo, nos pongamos en camino y procuremos llegar esta noche a Requena, para entrar ma�ana en el reino de Valencia, donde pondremos en movimiento los registros de nuestra industria. Siento ac� dentro de mi coraz�n no s� qu� presagio de que daremos golpes magistrales.� Don Rafael, que sobre estos asuntos ten�a gran fe en sus pron�sticos infalibles, accedi� luego a su opini�n. Don Alfonso y yo, como nos hab�amos puesto en manos de aquellos dos hombres de bien, esperamos sin hablar palabra el resultado de aquella conferencia. Resolvi�se, pues, que tom�semos la vuelta de Requena, y nos dispusimos todos para ello. Hicimos una comida como la de la ma�ana y despu�s cargamos el caballo con la bota de vino y lo restante de las provisiones. Sobreviniendo la noche, de cuya lobreguez ten�amos necesidad para caminar seguros, quisimos salir del bosque; pero aun no hab�amos andado cien pasos cuando descubrimos por entre los �rboles una luz que nos di� mucho en que pensar. ��Qu� significa aquella luz?--pregunt� don Rafael--. �Ser�n acaso los corchetes de la justicia de Cuenca despachados en seguimiento nuestro, y que crey�ndonos en este bosque nos vendr�n a buscar en �l?� �No lo pienso--dijo Ambrosio--; antes bien, ser�n algunos pasajeros que, por haberles cogido la noche, se habr�n refugiado aqu� hasta que amanezca. Pero en todo caso, porque puedo enga�arme, quiero yo ir a reconocerlos; mientras tanto quedaos los tres en este sitio, que vuelvo en un momento.� Diciendo esto, se fu� acercando poco a poco a donde se dejaba ver la luz, que no estaba muy distante. Fu� desviando con mucho tiento las ramas y matorrales que le imped�an el paso, y al mismo tiempo mirando con toda la atenci�n que a su parecer merec�a el caso: vi�, sentados sobre la hierba y alrededor de una vela colocada sobre un montoncito de tierra, a cuatro hombres, que acababan de comer una empanada y de agotar una gran bota de vino. A pocos pasos de distancia descubri� a un hombre y a una mujer atados a dos �rboles, y algo m�s all� un coche de camino con mulas ricamente enjaezadas. Desde luego sospech� que los cuatro hombres que estaban sentados deb�an de ser ladrones, y por la conversaci�n que les oy� acab� de conocer que no hab�a sido temeraria su sospecha. Disputaban los cuatro salteadores sobre de qui�n hab�a de ser la dama que hab�a ca�do en sus manos y trataban de sortearla. Enterado plenamente, Lamela volvi� a donde est�bamos y nos inform� menudamente de todo lo que hab�a visto y o�do. �Se�ores--dijo entonces don Alfonso--, la mujer y el hombre que tienen atados a los �rboles los ladrones quiz� ser�n una se�ora y un caballero de distinci�n. �Y hemos de sufrir nosotros que sirvan de v�ctimas a la barbarie y a la brutalidad de unos malhechores? Creedme, se�ores, ech�monos sobre estos bandidos y mueran todos a nuestras manos.� �Consiento en ello--dijo D. Rafael--; yo estoy tan pronto a hacer una buena acci�n como una mala.� Ambrosio, por su parte, protest� que s�lo deseaba concurrir a una empresa tan loable, de la cual preve�a que ser�amos bien recompensados, seg�n su modo de pensar. �Y aun me atrevo a decir--a�adi�--que en esta ocasi�n el peligro no me amedrenta y que ning�n caballero andante se manifest� nunca m�s pronto al servicio de las damas.� Pero si se han de decir las cosas sin faltar a la verdad, el riesgo no era grande, porque habi�ndonos dicho Lamela que las armas de los ladrones estaban todas amontonadas en un sitio a diez o doce pasos de ellos, no nos fu� muy dif�cil ejecutar nuestra resoluci�n. Atamos, pues, a un �rbol el caballo y nos fuimos acercando con silencio y a paso lento a los ladrones. Acalorados �stos con el vino, hablaban todos, metiendo un ruido confuso que favorec�a mucho el golpe de la sorpresa. Apoder�monos de sus armas antes de que nos viesen, y dispar�ndolas sobre ellos a boca de jarro, todos cuatro quedaron tendidos sobre el suelo. Durante esta expedici�n se apag� la luz y nos quedamos en la obscuridad; sin embargo de esto, acudimos inmediatamente a desatar el hombre y la mujer, que estaban tan pose�dos de terror que no tuvieron aliento para darnos las gracias por el bien que acab�bamos de hacerles. Verdad es que ignoraban a�n si deb�an mirarnos como a bienhechores o como a nuevos bandidos, que los hab�an librado de los otros quiz� para tratarlos peor. Pero nosotros procuramos sosegarlos asegur�ndoles que los �bamos a conducir a una venta que, seg�n dec�a Ambrosio, no distaba mas que media legua de all�, donde podr�an tomar las precauciones necesarias para llegar con seguridad a donde se dirig�an. Despu�s de que los hubimos animado, los metimos en su coche y los sacamos fuera del bosque, tirando nosotros las mulas por el freno. Nuestros anacoretas fueron en seguida a visitar las faltriqueras de los vencidos; despu�s fuimos a desatar el caballo de don Alfonso, y nos apoderamos tambi�n de los que eran de los ladrones, que estaban atados a varios �rboles junto al campo de batalla. Montados en unos y llevados otros del diestro, seguimos al hermano Antonio, que hab�a montado en una mula del coche, haciendo de cochero para conducirlo a la venta, y tardamos dos horas en llegar a ella, aunque el se�or Lamela nos hab�a dicho que no estaba muy apartada del bosque. Llamamos a la puerta con fuertes golpes, porque toda la gente de la casa estaba ya acostada. Levant�ronse y visti�ronse de prisa el ventero y la ventera, que no mostraron el menor enfado de que los hubiesen despertado a lo mejor del sue�o cuando vieron una comitiva que promet�a hacer mucho m�s gasto en su casa del que efectivamente hizo. En un momento encendieron luces por toda la venta. Don Alfonso y el ilustre hijo de Lucinda dieron la mano a la se�ora y al caballero para ayudarlos a bajar del coche, sirvi�ndoles como de gentileshombres hasta el cuarto a donde los condujo el ventero. All� se hicieron mil rec�procos cumplimientos, y quedamos muy admirados cuando llegamos a saber que los personajes a quienes acab�bamos de libertar eran el conde de Pol�n y su hija Serafina. Pero �qui�n podr� describir el asombro de esta se�ora y de D. Alfonso cuando se conocieron? El conde no repar� en este pasaje, porque estaba distra�do en otras cosas. P�sose a contarnos menudamente el modo como les hab�an asaltado los ladrones y se hab�an apoderado de su hija y de �l despu�s de haber muerto al postill�n, a un paje y a un ayuda de c�mara. Acab� diciendo que nos estaba infinitamente agradecido, y que si quer�amos ir a Toledo, donde estar�a de vuelta dentro de un mes, nos dar�a pruebas que bastasen a hacernos conocer si era ingrato o reconocido. A la hija de aquel se�or no se le olvid� darnos tambi�n mil gracias por su dichosa libertad; y habiendo juzgado don Rafael y yo que gustar�a don Alfonso de que le facilit�semos el medio de hablar un rato a solas con aquella viuda joven, lo dispusimos prontamente entreteniendo al conde de Pol�n. �Serafina--le dijo don Alfonso en voz muy baja--, ya no me quejar� de la desgraciada suerte que me obliga a vivir como un hombre desterrado de la sociedad civil, habiendo tenido la fortuna de contribuir al importante servicio que se os ha hecho.� �Pues qu�--le respondi� ella suspirando--, �sois vos el que me hab�is salvado la vida y el honor? �Sois vos a quien mi padre y yo somos tan deudores? �Ah don Alfonso! �Por qu� fuisteis vos quien di� muerte a mi hermano!� No le dijo m�s; pero �l comprendi� bastante, por sus palabras y por el tono en que las dijo, que si amaba con extremo a Serafina no era menos amado de ella. LIBRO SEXTO CAPITULO PRIMERO De lo que hicieron Gil Blas y sus compa�eros despu�s que se separaron del conde de Pol�n; del importante proyecto que form� Ambrosio y c�mo se ejecut�. Despu�s de haber pasado el conde de Pol�n la mitad de la noche en darnos gracias y asegurarnos que pod�amos contar con su eterno agradecimiento, llam� al ventero, para consultar con �l de qu� modo llegar�a con seguridad a Turis, adonde ten�a �nimo de ir. Dejamos que tomase sobre esto sus medidas, y nosotros salimos de la venta, siguiendo el camino que Lamela quiso escoger. Al cabo de dos horas de marcha nos amaneci� ya cerca de Campillo. Llegamos prontamente a las monta�as que hay entre aquella villa y Requena, y all� pasamos el d�a en descansar y en contar nuestro caudal, que se hab�a aumentado mucho con el dinero que hab�amos cogido a los ladrones, en cuyas faltriqueras se encontraron m�s de trescientos doblones en diferentes monedas. Al entrar de la noche nos volvimos a poner en camino, y el d�a siguiente al amanecer entramos en el reino de Valencia. Retir�monos al primer bosque que encontramos, embosc�monos en �l y llegamos a un sitio por donde corr�a un arroyuelo de agua cristalina que iba lentamente a juntarse con las del Guadalaviar. La sombra con que nos convidaban los �rboles y la abundante hierba que el campo ofrec�a para los caballos nos hubieran determinado a hacer alto en aquel paraje, aun cuando no estuvi�ramos ya resueltos a descansar algunas horas en �l. Ape�monos, pues, y hac�amos �nimo de pasar all� aquel d�a alegremente; pero cuando fuimos a almorzar nos hallamos con poqu�simos v�veres. Empezaba a faltarnos el pan y nuestra bota se hab�a convertido en un cuerpo sin alma. �Se�ores--dijo entonces Ambrosio--, sin Ceres y sin Baco a ninguno agrada el sitio m�s delicioso. Soy de parecer que renovemos nuestras provisiones, y as�, marcho a este fin a Chelva, que es una linda villa, distante de aqu� solas dos leguas, y tardar� poco en tan corto viaje.� Dicho esto, carg� en el caballo la bota y las alforjas, mont�, y parti� del bosque a tan buen paso que nos prometimos ser�a muy pronta su vuelta; mas, sin embargo, no volvi� tan presto como lo esper�bamos. Era ya mucho m�s del mediod�a cuando vimos a nuestro proveedor, cuya tardanza comenzaba a damos cuidado. Enga�� alegremente nuestro sobresalto con las muchas cosas de que ven�a provisto. No s�lo tra�a la bota llena de exquisito vino y atestadas las alforjas de carnes asadas, sino que reparamos un gran fardo acomodado a las ancas del caballo, que se llev� nuestra atenci�n. Conoci�lo Ambrosio, y nos dijo sonri�ndose: �Apuesto yo a don Rafael y a todos los m�s diestros del mundo que no son capaces de adivinar por qu� ni para qu� he comprado todo este envoltorio de ropa.� Diciendo esto, lo desat� �l mismo para que vi�ramos por menor lo que encerraba. Mostr�nos un manteo negro y una sotana del mismo color, dos chupas y dos pares de calzones, un tintero de cuerno, con su salvadera y ca��n para meter las plumas, una mano de papel fino, un sello grande y un candado, juntamente con una barreta de lacre verde. ��Pardiez, se�or Ambrosio--exclam� zumb�ndose D. Rafael luego que vi� todas aquellas baratijas--, que hab�is empleado bien el dinero! �Qu� diablos piensas hacer de todos esos cachivaches?� �Un uso admirable--respondi� Lamela--. Todas estas cosas no me han costado sino diez doblones, y estoy persuadido de que nos han de valer m�s de quinientos. Contad seguramente con ellos. No soy hombre que me cargo de g�neros in�tiles. Y para haceros ver que no he comprado a tontas y a locas, voy a daros parte de un proyecto que he formado, un proyecto que sin disputa es de los m�s ingeniosos que puede concebir el entendimiento humano. Vais a o�rlo, y estoy seguro que quedar�is at�nitos al saberlo. �Estadme atentos! Despu�s de haber hecho mi provisi�n de pan, me entr� en una pasteler�a y mand� que me asasen seis perdices, otras tantas pollas e igual n�mero de gazapos. Mientras todo esto se estaba asando, entr� en la pasteler�a un hombre encendido en c�lera, quej�ndose agriamente de la injuria que le hab�a hecho un mercader del pueblo, y le dijo al pastelero: ��Por Santiago Ap�stol, que Samuel Sim�n es el mercader m�s ruin que hay en todo Chelva! Acaba de afrentarme p�blicamente en su tienda, pues no me ha querido fiar el grand�simo ladr�n seis varas de pa�o, sabiendo como sabe que soy un artesano que cumplo bien y que a ninguno he quedado jam�s a deber un cuarto. �No os admir�is de semejante bruto? El f�a sin reparo a los caballeros, cuando sabe por experiencia que de muchos de ellos no ha de cobrar ni un ochavo, y no quiere fiar a un vecino honrado que est� seguro de que le ha de pagar hasta el �ltimo maraved�. �Qu� man�a! �Maldito jud�o! �Ojal� le enga�en! �Puede ser que se me cumpla alg�n d�a este deseo y no faltar�n mercaderes que me acompa�en en �l.� Oyendo yo hablar de este modo a aquel pobre menestral, que dijo adem�s otras muchas cosas, de repente me asalt� el deseo de vengarle y de hacer una pesada burla al se�or Samuel Sim�n. �Amigo--pregunt� a aquel hombre--, �no me dir�is qu� car�cter tiene ese mercader?� �El peor que se puede discurrir--me respondi� con enfado--. Es un desenfrenado usurero, aunque en su exterior aparenta ser un hombre virtuoso; es un jud�o que se volvi� cat�lico, pero en el fondo de su alma es todav�a tan jud�o como Pilatos, porque se asegura haber abjurado por inter�s.� No perd� palabra de todo lo que me dijo el irritado menestral, y luego que sal� de la pasteler�a procur� informarme de la casa de Samuel Sim�n. Ense��mela un hombre. Par�me a ver su tienda, examin�la toda, y mi imaginaci�n, siempre pronta a favorecerme, me sugiere un enredo que abrazo con presteza, pareci�ndome digno del criado del se�or Gil Blas. Fu�me derecho a una roper�a y compr� los vestidos que veis; uno, para hacer el papel de comisario del Santo Oficio; otro, para representar el de secretario, y el tercero, para fingir el de alguacil. Ved ah�, se�ores, lo que hice y lo que fu� la causa de mi tardanza.� ��Ah querido Ambrosio--interrumpi� D. Rafael arrebatado de gozo--, y qu� admirable idea! �Qu� plan tan asombroso! �Envidio tu sutil�sima invenci�n! �Dar�a yo los mayores enredos de mi vida por que se me hubiese ofrecido �ste tan ingenioso! �S�, amigo Lamela--prosigui�--, penetro bien todo el fondo, todo el valor de tu delicado pensamiento, y no debes poner duda en que el �xito ser� dichoso! S�lo has menester dos buenos actores que no echen a perder una comedia tan bien imaginada; pero estos actores los tienes a mano. T� tienes un aspecto devoto y har�s muy bien de comisario del Santo Oficio; yo representar� el secretario y el se�or Gil Blas, si gusta, har� de alguacil. Ya est�n repartidos los papeles; ma�ana representaremos la comedia, y yo respondo del buen �xito, a menos que sobrevenga alguno de aquellos lances imprevistos que dan en tierra con los designios m�s bien combinados.� Por lo que a m� toca, s�lo comprend� en confuso el proyecto que D. Rafael alab� tanto; pero durante la cena me lo explicaron, y verdaderamente me pareci� ingenioso. Despu�s que hubimos despachado gran parte de la provisi�n y hecho a la bota copiosas sangr�as, nos tendimos sobre la hierba y tardamos poco en dormirnos. Pero no fu� largo nuestro sue�o, porque una hora despu�s le interrumpi� el despiadado Ambrosio gritando antes del d�a: �_�En pie! �En pie!_ �Los que traen entre manos grandes empresas que ejecutar no han de ser perezosos!� ��Maldito sea el se�or comisario--le dijo D. Rafael entre despierto y dormido--, y lo que su se�or�a ha madrugado! �En verdad que el judiazo de Samuel Sim�n dar� a todos los diablos tanta vigilancia!� �Convengo en ello--respondi� Lamela--, y os dir� de m�s a m�s--a�adi� ri�ndose--que esta noche so�� que yo le estaba arrancando pelos de la barba. �Y este sue�o, se�or secretario, no es de muy mal ag�ero para el desdichado Samuel?� Con estas y otras mil cuchufletas que se dijeron nos pusimos todos de muy buen humor. Almorzamos alegremente y luego nos dispusimos para representar cada uno su papel. Ambrosio se ech� a cuestas las hopalandas, de manera que ten�a toda la traza de un verdadero comisario. Don Rafael y yo nos vestimos de modo que parec�amos perfectamente un secretario y un alguacil. Empleamos bastante tiempo en disfrazarnos y en ensayar lo que hab�amos de hacer; tanto, que eran ya m�s de las dos de la tarde cuando salimos del bosque para encaminamos a Chelva. Es verdad que ninguna cosa nos apuraba; antes bien, era del caso no dejarnos ver en el lugar hasta algo entrada la noche. Por lo mismo, caminamos poco a poco, y aun tuvimos que detenernos casi a las puertas del pueblo, dando tiempo a que obscureciese enteramente. Cuando nos pareci� tiempo, dejamos los caballos en aquel sitio, a cargo de D. Alfonso, que se alegr� mucho de no tener que hacer otro papel. Don Rafael, Ambrosio y yo nos fuimos en derechura a la puerta de Samuel Sim�n. El mismo sali� a abrirla, y qued� extra�amente sorprendido de ver en su casa aquellas tres figuras; pero lo qued� mucho m�s luego que Lamela, que llevaba la palabra, le dijo en tono imperioso: �Se�or Samuel, de parte del Santo Oficio, cuyo indigno comisario soy, os ordeno que en este mismo momento me entregu�is la llave de vuestro despacho. Quiero ver si hallo en �l con que justificar las delaciones y acusaciones que se nos han presentado contra vos.� El mercader, a quien hab�an turbado estas palabras, retrocedi� dos pasos, y lejos de sospechar en nosotros alguna supercher�a, crey� de buena fe que alg�n enemigo oculto le hab�a delatado al Santo Oficio, o tambi�n es muy posible que, no reconoci�ndose �l mismo por muy buen cat�lico, temiese haber dado motivo para alguna secreta informaci�n. Sea lo que fuere, nunca vi hombre m�s confuso. Obedeci� sin resistencia y con todo el respeto que corresponde a un hombre que teme a la Inquisici�n. El mismo nos abri� su despacho, y al entrar le dijo Ambrosio: �Se�or Samuel, a lo menos recib�s con sumisi�n las �rdenes del Santo Oficio; pero--a�adi�--retiraos a otro cuarto y dejadme practicar libremente mi empleo.� Samuel no fu� menos obediente a esta segunda orden que lo hab�a sido a la primera; retir�se a su tienda, y nosotros tres entramos en su despacho, donde sin p�rdida de tiempo nos pusimos a buscar el dinero, que nos cost� poco trabajo y menos tiempo encontrar, porque estaba en un cofre abierto, donde hab�a m�s del que pod�amos llevar. Consist�a en gran n�mero de talegos puestos unos sobre otros y todo en moneda de plata. Nosotros hubi�ramos querido m�s que fuese en oro; pero no pudiendo ya ser esto, nos fu� forzoso hacer de la necesidad virtud. Llenamos bien los bolsillos, las faltriqueras, el hueco de los calzones y, en fin, todo aquello donde lo pod�amos encajar, de suerte que todos �bamos cargados con un peso exorbitante, sin que ninguno lo pudiese conocer, gracias a la destreza de Ambrosio y de don Rafael, que me hicieron ver con esto que no hay en el mundo cosa mejor que saber bien cada uno el arte que profesa. Salimos del cuarto despu�s de haber hecho nuestro negocio, y, por una raz�n que es f�cil de adivinar, el se�or comisario sac� su candado, que quiso echar por su misma mano a la puerta; plant�le el sello y luego dijo a Sim�n: �Maese Samuel, de parte del Tribunal os prohibo que llegu�is a este candado, ni tampoco a este sello, que deb�is respetar, pues que es el sello del Santo Oficio. Ma�ana volver� a esta misma hora a quitarlo y a daros �rdenes.� Hecho esto, mand� abrir la puerta de la calle, por la cual fuimos todos desfilando alegremente; y cuando hubimos andado como unos cincuenta pasos, comenzamos a caminar con tal ligereza que apenas toc�bamos con el pie en tierra, sin embargo de la pesada carga que llev�bamos. Salimos presto fuera de la villa, y, volviendo a montar en nuestros caballos, tomamos el camino de Segorbe, dando gracias por tan feliz suceso al dios Mercurio. CAPITULO II De la resoluci�n que tomaron don Alfonso y Gil Blas despu�s de esta aventura. Anduvimos toda la noche, seg�n nuestra loable costumbre, y al amanecer nos hallamos a la vista de una miserable aldea distante dos leguas de Segorbe. Como todos est�bamos cansados, nos desviamos con gusto del camino real para llegar hasta unos sauces que descubrimos al pie de una colina a cosa de unos mil o mil doscientos pasos de la aldea, en la cual no nos pareci� conveniente detenernos. Vimos que aquellos �rboles hac�an una apacible sombra y que les ba�aba el pie un arroyuelo. Agrad�nos lo delicioso del sitio, y resolviendo pasar en �l lo restante del d�a, nos apeamos, quitamos los frenos a los caballos para que pudiesen pacer, nos echamos sobre la verde hierba, y despu�s de haber reposado un poco acabamos de desocupar las alforjas y la bota. Luego que hubimos almorzado op�paramente, nos pusimos a contar el dinero que hab�amos robado a Samuel Sim�n, y hallamos que ascend�a a tres mil ducados, con cuya cantidad y el caudal que ya ten�amos pod�amos alabarnos de poseer un mediano capital. Viendo que se hab�an acabado nuestras provisiones y era menester pensar en hacer otras, Ambrosio y don Rafael, que ya se hab�an quitado los disfraces, dijeron que quer�an tomarse este trabajo, porque el suceso de Chelva les hab�a avivado el gusto de las aventuras y ten�an gana de ir a Segorbe a ver si se les presentaba alguna ocasi�n de emprender otra nueva haza�a. �Vosotros--dijo el hijo de Lucinda--no ten�is mas que esperarnos a la sombra de estos sauces, que pronto estaremos de vuelta.� �Se�or don Rafael--respond� yo sonri�ndome--, no sea que la ida de ustedes sea como la del humo; temo que si una vez se van tarde nos juntaremos.� �Esa sospecha--replic� Ambrosio--es muy ofensiva a nuestro honor y no merec�amos que nos hicieseis tan poca merced. Es verdad que en parte os disculpo de la desconfianza que ten�is de nosotros acord�ndoos de lo que hicimos en Valladolid y de creer que no har�amos m�s escr�pulo de abandonaros que a los compa�eros que dejamos en aquella ciudad. Sin embargo, os enga��is enormemente. Aquellos camaradas a quienes vendimos eran de un perverso car�cter y ya no pod�amos aguantar m�s su compa��a. Es menester hacer justicia a los de nuestra profesi�n, diciendo que no hay gremio alguno en la vida civil en que el inter�s d� menos motivo a la divisi�n; pero cuando no son conformes las inclinaciones, puede alterarse la uni�n, como en todos los dem�s gremios humanos. Por tanto, se�or Gil Blas, suplico a usted y al se�or don Alfonso que tengan m�s confianza en nosotros y que tranquilicen su esp�ritu tocante al deseo que don Rafael y yo tenemos de ir a Segorbe.� �Es muy f�cil--dijo entonces el hijo de Lucinda--librarlos de todo motivo de inquietud en este punto: basta para eso dejarlos due�os del caudal, que es la mejor fianza que tendr�n en sus manos de nuestra vuelta. Ya ve usted, se�or Gil Blas, que esto se llama ir derechos al punto de la dificultad. Ambos quedar�is as� resguardados, sin que Ambrosio ni yo tengamos sospechas de que os ausent�is con tan rica fianza. En vista de una prueba tan convincente de nuestra buena fe, �tendr�is todav�a dificultad en fiaros de nosotros?� �No por cierto--respond� yo--; y as�, pod�is ahora hacer todo lo que os pareciere.� Partieron inmediatamente con la bota y las alforjas, dej�ndome a la sombra de los sauces con don Alfonso, el cual me dijo luego que se fueron: �Se�or Gil Blas, quiero abriros enteramente mi pecho. Me estoy continuamente acusando de la condescendencia que tuve en venir hasta aqu� con esos bribones. No os puedo decir cu�ntos millares de veces me he arrepentido ya de ello. Ayer noche, mientras me qued� guardando los caballos, hice mil reflexiones que me despedazaban el coraz�n. Consider� que era muy ajeno de un joven que naci� con honra vivir con unos hombres tan viciosos como Rafael y Lamela; que si por desgracia--como muy f�cilmente puede suceder--llegase a ser tal alg�n d�a el resultado de una de estas maldades que cay�semos en manos de la justicia, sufrir� la verg�enza de verme castigado con ellos como ladr�n y quiz� con una muerte afrentosa. No puedo apartar ni un solo instante de mi imaginaci�n estas funestas ideas, y as�, os confieso que estoy resuelto a separarme para siempre de su compa��a, por no ser c�mplice en los delitos que cometan. Tengo por cierto--a�adi�--que no desaprobar�is este pensamiento.� �Cierto es que no--le respond�--. Aunque usted me vi� ayer hacer el papel de alguacil en la comedia de Samuel Sim�n, no por eso crea que semejantes piezas son de mi gusto. El Cielo me es testigo de que mientras estaba representando tan distinguido papel me dije a m� mismo: �A fe, amigo Gil Blas, que si la justicia viniera ahora a echarte la mano, sin duda merecer�as bien el salario que te tocase! As� que, se�or don Alfonso, no estoy m�s dispuesto que usted a continuar en tan mala compa��a, y de muy buena gana le acompa�ar�, si es que me lo permite, a cualquier parte que vaya. Cuando vuelvan estos se�ores les suplicaremos que se haga el repartimiento del dinero, y ma�ana muy temprano, o esta misma noche, nos despediremos de ellos para siempre.� Aprob� mi proposici�n el amante de la bella Serafina y me dijo: �Iremos a Valencia y nos embarcaremos para Italia, donde podremos entrar al servicio de la Rep�blica de Venecia. �No vale m�s seguir la carrera de las armas que continuar la vida vil y criminal que traemos? En aqu�lla podemos traer buen porte con el dinero que nos haya tocado. No deja de remorderme la conciencia el servirme de un bien tan mal adquirido; pero adem�s de que la necesidad me obliga a ello, protesto resarcir a Samuel Sim�n el da�o luego que tenga la menor fortuna en la guerra.� Asegur� a don Alfonso que yo ten�a la misma intenci�n, y quedamos de acuerdo en que el d�a siguiente al amanecer nos separar�amos de nuestros camaradas. No dimos lugar a la tentaci�n de aprovecharnos de su ausencia, esto es, huir al momento con el dinero: la confianza que hab�an hecho de nosotros dej�ndonos due�os de �l ni aun nos permiti� que nos pasase semejante ruindad por el pensamiento, aunque la burla que me hicieron en la posada de caballeros de Valladolid disculpase en cierto modo este robo. A la ca�da de la tarde volvieron de Segorbe Ambrosio y don Rafael. La primera cosa que nos dijeron fu� que hab�an hecho un viaje muy feliz y que dejaban echados los cimientos de una aventura que, seg�n todas las se�ales, ser�a sin comparaci�n de mucho m�s producto que la del d�a anterior. Comenz� a explicamos el plan el hijo de Lucinda, pero don Alfonso le ataj� dici�ndole cort�smente que �l estaba resuelto a separarse de la compa��a, y yo por mi parte les declar� hallarme en la misma resoluci�n. Por m�s que hicieron para movernos a que prosigui�semos acompa��ndolos en sus expediciones no les fu� posible conseguirlo. La ma�ana siguiente nos despedimos de ellos, despu�s de haber repartido por iguales partes el dinero, y los dos tomamos el camino de Valencia. CAPITULO III C�mo don Alfonso se halla en el colmo de su alegr�a y la aventura por la cual se vi� de repente Gil Blas en un estado dichoso. Caminamos felizmente hasta Bu�ol, donde, por desgracia, fu� preciso detenernos. Sinti�se malo don Alfonso. Di�le una calentura tan ardiente que le cre� en el mayor riesgo. Quiso la fortuna que no hubiese m�dico en el lugar y salimos a poca costa de aquel susto, pues s�lo nos cost� el miedo. Al tercer d�a se hall� el enfermo enteramente limpio de calentura, a lo que no contribuy� poco mi cuidadosa asistencia. Mostr�se muy agradecido a lo que hab�a hecho por �l, y como era rec�proca la inclinaci�n del uno al otro, nos juramos una eterna amistad. Proseguimos nuestro viaje, firmes siempre en la resoluci�n de embarcamos para Italia a la primera ocasi�n que se ofreciera as� que lleg�semos a Valencia; pero el Cielo, que nos preparaba una suerte feliz, dispuso las cosas de otro modo. Vimos a la puerta de una hermosa quinta que hab�a en el camino mucha gente aldeana de ambos sexos que bailaban formando corro. Acerc�monos a ver la fiesta, y D. Alfonso, que estaba muy ajeno de hallar el objeto que se le present�, se qued� sorprendido de ver entre los circunstantes al bar�n de Steinbach. Este, que tambi�n reconoci� a D. Alfonso, corri� luego hacia �l con los brazos abiertos, y todo arrebatado de gozo exclam�: ��Ah querido don Alfonso! �Vos aqu�! �Qu� agradable encuentro! �Cuando por todas partes os andan buscando, una feliz casualidad os ha puesto delante de mis ojos!� Ape�se al instante mi compa�ero y fu� precipitado a dar mil abrazos al bar�n, cuya alegr�a me pareci� excesiva. ��Ven, hijo m�o--le dijo el buen viejo--; presto sabr�s qui�n eres y mejorar�s mucho de fortuna!� Diciendo esto, le condujo a la habitaci�n, adonde yo tambi�n fu�, habi�ndome apeado y atado a un �rbol los caballos. El primero a quien encontramos fu� al due�o de la misma quinta, que mostraba ser de edad de cincuenta a�os y ten�a bell�simo aspecto. ��Se�or--le dijo el bar�n de Steinbach presentando a don Alfonso--, aqu� ten�is a vuestro hijo!� A estas palabras, don C�sar de Leiva, que as� se llamaba aquel caballero, ech� los brazos al cuello a don Alfonso y le dijo llorando de gozo: ��Reconoce, hijo m�o, al padre que te di� el ser! Si te he dejado ignorar tanto tiempo qui�n eres, cree que ha sido a costa de hacerme a m� mismo una cruel violencia. Mil veces he suspirado de pena, pero no pod�a proceder de otra manera. Cas�me con tu madre llevado s�lo de amor, porque su nacimiento era muy inferior al m�o; viv�a yo bajo la autoridad de un padre de genio duro, que me redujo a tener secreto un matrimonio contra�do sin su consentimiento. El bar�n de Steinbach era el �nico depositario de mi confianza, y de acuerdo conmigo se encarg� de criarte. En fin, ya no vive mi padre y puedo manifestar al mundo que t� eres mi �nico heredero. No es esto lo m�s--a�adi�--: pienso casarte con una se�ora cuya nobleza es igual a la m�a.� ��Se�or--le interrumpi� D. Alfonso--, no me hag�is pagar sobrado cara la dicha que me anunci�is! �No puedo saber que tengo el honor de ser hijo vuestro sin que esta noticia venga acompa�ada de otra que necesariamente me ha de hacer desgraciado? �Ah se�or, no quer�is ser m�s cruel conmigo que lo fu� vuestro padre con vos! Si �ste no aprob� vuestros amores, a lo menos tampoco os oblig� a recibir una esposa escogida por �l.� �Hijo m�o--respondi� D. C�sar--, ni yo pretendo tampoco tiranizar tus deseos; todo lo que exijo de tu sumisi�n es que tengas la condescendencia de ver a la que te tengo destinada, antes de resolverte a tomar otro partido. Aunque es hermosa y tu enlace con ella muy ventajoso para ti, no por eso te har� violencia para que la tomes por esposa. No est� lejos: h�llase actualmente en esta misma casa. Ven, y confesar�s que no hay un objeto m�s amable.� Diciendo esto, condujo a don Alfonso a un magn�fico cuarto, adonde los acompa�amos el bar�n de Steinbach y yo. Estaban en �l el conde de Pol�n con sus dos hijas, Serafina y Julia, con don Fernando de Leiva, su yerno, el cual era sobrino de don C�sar, y con otras muchas se�oras y caballeros. Don Fernando, que, seg�n se ha dicho, hab�a sacado a Julia de su casa, acababa de casarse con ella, y con motivo de la boda hab�an concurrido a aquella celebridad los aldeanos de los contornos. Luego que se dej� ver don Alfonso y que su padre le present� a toda la concurrencia, se levant� el conde de Pol�n y corri� exhalado a abrazarle, diciendo a gritos: ��Sea bien venido mi libertador! Don Alfonso--prosigui� el conde--, reconoce lo que puede la virtud en las almas generosas. Si t� quitaste la vida a mi hijo, tambi�n salvaste la m�a. Desde este mismo punto te hago el sacrificio de mi resentimiento y te declaro due�o de Serafina, cuyo honor libraste tambi�n. Este es el desempe�o de la obligaci�n en que me constituy� tu valor y tu generosidad.� El hijo de don C�sar correspondi� con las m�s vivas expresiones de agradecimiento al cumplido que le hac�a el conde de Pol�n, no siendo f�cil discernir cu�l de los dos afectos disputaba la preferencia en su agitado coraz�n, si el gozo de haber descubierto su distinguido nacimiento o la dicha tan cercana de lograr por esposa a Serafina. Con efecto, pocos d�as despu�s se celebr� el matrimonio, con el mayor regocijo y aplauso de los contrayentes y de toda la parentela. Como yo hab�a sido uno de los que acudieron a libertar al conde de Pol�n, �ste me conoci� y me dijo que mi fortuna corr�a de su cuenta. Yo le di muchas gracias por su generosidad y no quise separarme de D. Alfonso, el cual me hizo mayordomo de su casa, honr�ndome con toda su confianza. Luego que se cas�, no pudiendo olvidar el da�o que se hab�a hecho a Samuel Sim�n, me envi� a llevar a este comerciante todo el dinero que le hab�amos robado, esto es, a hacer una restituci�n, lo cual en un mayordomo se llama empezar el oficio por donde deb�a acabar. LIBRO S�PTIMO CAPITULO PRIMERO De los amores de Gil Blas y de la se�ora Lorenza S�fora. Fu�, pues, a Chelva, a llevar al buen Sim�n los tres mil ducados que le hab�amos robado. Confieso francamente que en el camino me dieron tentaciones de quedarme con ellos, para dar con tan buenos auspicios principio a mi mayordom�a, lo que pod�a hacer sin riesgo, bastando para ello viajar cinco o seis d�as y volverme como si hubiera cumplido con el encargo. Don Alfonso y su padre me ten�an en muy buen concepto para sospechar de mi fidelidad; todo me favorec�a. Sin embargo, resist� a la tentaci�n, y la venc� como hombre de honor, lo que no es poco loable en un mozo que se hab�a acompa�ado con grandes p�caros. Yo aseguro que muchos de los que s�lo tratan con hombres de bien son en este punto menos escrupulosos, y si no d�ganlo aquellos depositarios que sin peligro de perder su fama pueden apropiarse lo que se les ha confiado. Hecha la restituci�n, que no esperaba el mercader, volv� a la quinta de Leiva, en donde ya no estaba el conde de Pol�n, que con Julia y don Fernando hab�an marchado a Toledo. Hall� a mi nuevo amo m�s prendado que nunca de su Serafina; a �sta, cada d�a m�s enamorada de su esposo, y a don C�sar, content�simo de tener consigo a ambos. Dediqu�me a ganar la voluntad de este amoroso padre y lo consegu�. Me hicieron mayordomo de la casa. Todo lo gobernaba: recib�a el dinero de los arrendadores, corr�a con el gasto y ten�a una autoridad desp�tica sobre los criados; pero, lejos de imitar la conducta ordinaria de los de mi empleo, nunca abus� de mi poder. No desped�a a los que me disgustaban ni exig�a de los dem�s una ciega subordinaci�n. Si acud�an a don C�sar o a su hijo pidiendo alguna gracia, lejos de estorbarlo, hablaba en su favor. Por otra parte, la estimaci�n que continuamente me mostraban mis amos avivaba mi celo en servirlos, sin atender a otra cosa que a sus intereses. Administr� con manos muy limpias y fu� un mayordomo de los pocos que hay. Cuando estaba m�s contento con mi suerte, envidioso el amor de lo bien que me trataba la fortuna, quiso que a �l tambi�n tuviese que agradecerle, y para eso encendi� en el coraz�n de la se�ora Lorenza S�fora, criada primera de Serafina, una violenta inclinaci�n al se�or mayordomo. Si he de hablar con la fidelidad de historiador, mi enamorada hab�a cumplido los cincuenta, pero la frescura de su tez, su rostro agradable y dos hermosos ojos, que sab�a manejar con destreza, pod�an hacer pasar por afortunada mi conquista. La hubiera yo deseado de un poco m�s color, porque estaba muy descolorida, pero esto lo atribu� a la austeridad del celibato. Us� mucho tiempo del atractivo de sus miradas cari�osas; mas yo, en lugar de corresponder a ellas, aparentaba no conocer sus designios; me tuvo por novato en el amor y no le desagrad� mi cortedad. Juzg� era in�til el lenguaje de los ojos con un muchacho a quien cre�a menos instru�do de lo que estaba, y as�, en su primera conversaci�n se me declar� en t�rminos formales, a fin de que no lo dudase. Se manej� como mujer pr�ctica, hizo como que se turbaba, y despu�s de haberme dicho a su satisfacci�n cuanto quiso, se tap� la cara para persuadirme que se avergonzaba de haberme manifestado su flaqueza. Fu� preciso rendirme; mostr�me muy afecto a sus cari�os, no tanto por amor como por vanidad. Hice el apasionado y aun afect� quererla con tal ardor que se vi� precisada a re�irme; pero esto fu� con tanta blandura que cuando me encargaba procurase contenerme no parec�a disgustada de mi atrevimiento. Hubiera llegado a m�s el caso si S�fora no hubiera temido que hiciese mal juicio de su virtud concedi�ndome tan f�cil la victoria. De esta suerte nos separamos hasta otra conversaci�n, persuadida ella de que su aparente resistencia la har�a pasar en mi concepto por un modelo de recato, y yo con la dulce esperanza de ver bien pronto el fin de esta aventura. Tal era el feliz estado en que me hallaba, cuando un lacayo de don C�sar vino a aguar mi contento con una mala nueva. Era �ste uno de aquellos criados que se dedican a saber cuanto pasa en el interior de las casas. Como continuamente me hac�a la corte y todos los d�as me tra�a alguna noticia, me dijo una ma�ana que acababa de hacer un gracioso descubrimiento, que me comunicar�a en confianza, pero con la condici�n de guardar secreto, por ser cosa de la dama Lorenza S�fora, cuyo enojo tem�a. Fu� tanta la curiosidad en que me puso, que le ofrec� el mayor sigilo; procur� no manifestar que en ello ten�a el m�s leve inter�s, pregunt�ndole con frialdad qu� descubrimiento era aquel de que me hablaba con tanta reserva. �Es--me dijo--que la se�ora Lorenza introduce de oculto en su cuarto todas las noches al cirujano del lugar, que es un mozo bien plantado, y el bellaco se est� bien sosegado con ella. Doy de barato--prosigui� con tono socarr�n--que esta acci�n sea muy inocente; pero usted convendr� en que un mozo que entra misteriosamente en el cuarto de una soltera da motivo para que no se juzgue bien de su conducta.� Esta noticia me desazon� tanto como si estuviera enamorado de veras. Procur� ocultar mi inquietud y aun me esforc� hasta celebrar con risa una nueva que me atravesaba el alma; pero luego que estuve solo me desquit� echando mil bravatas, diciendo dos mil desatinos y me puse a discurrir el partido que podr�a tomar. Ya despreciaba a Lorenza y me propon�a abandonarla sin dignarme o�r sus descargos, y ya, creyendo era punto m�o escarmentar al cirujano, pensaba desafiarle. Prevaleci� esta �ltima determinaci�n. Escond�me al anochecer, y, en efecto, le vi entrar en el cuarto de mi due�a de un modo sospechoso. S�lo esto faltaba para encender mi ira, que acaso sin este incidente se hubiera mitigado. Sal� de la casa y me apost� junto al camino por donde el gal�n deb�a marcharse. Le esperaba a pie firme y cada momento avivaba otro tanto el deseo que ten�a de llegar con �l a las manos. En fin, dej�se ver mi enemigo; sal�le al encuentro con aire de mat�n; pero yo no s� c�mo diablos sucedi� que me hall� repentinamente sobrecogido de un terror p�nico como un h�roe de Homero, parado en medio de mi camino y tan turbado como Paris cuando se present� a combatir con Menelao. P�seme a mirar a mi hombre, que me pareci� robusto y vigoroso y su espada desmesuradamente larga. Todo ello hac�a en m� su efecto; pero fuese la negra honrilla u otra causa, aunque estaba viendo el peligro con unos ojos que lo hac�an todav�a mayor, a pesar de mi miedo, que me aguijoneaba para que me volviese, tuve aliento para desenvainar mi tizona e irme derecho al cirujano. Sorprendi�le mi acci�n. ��Qu� es esto, se�or Gil Blas?--exclam�--. �Qu� significan esas demostraciones de caballero andante? �Usted sin duda tiene gana de chancearse?� ��No, se�or barbero--le respond�--, no! �Es cosa muy seria! Quiero saber si es usted tan valiente como gal�n. �No crea usted que le hayan de dejar gozar tranquilamente las finezas de la dama que acaba de ver en casa!� ��Por San Cosme--repuso el cirujano dando una gran carcajada de risa--, que es buen chasco! �Las apariencias, vive diez, son harto enga�osas!� Por estas palabras presum� que ten�a tanta gana de quimera como yo, lo que me hizo ser m�s audaz. ��A otro perro con ese hueso!--le repliqu�--. �A otro con esa, amigo m�o! �Yo no soy hombre a quien satisface la simple negativa!� �Ya veo--prosigui�--que me ser� preciso hablar claro para evitar la desgracia que nos puede suceder a vos o a m�. Voy, pues, a revelaros un secreto, no obstante que los de nuestra profesi�n deben ser muy callados. Si la dama Lorenza me admite con cautela en su aposento es porque los criados no sepan su enfermedad. Todas las noches voy a curarle un c�ncer inveterado que tiene en la espalda. Vea usted el fundamento de las visitas que tanto le inquietan. Tranquil�cese de aqu� en adelante sobre este particular; pero si no est� satisfecho con esta declaraci�n y quiere absolutamente que ri�amos, d�galo y manos a la obra, pues no soy hombre que huir� el cuerpo.� Habiendo dicho estas palabras, sac� su montante, cuya vista me horroriz�, y se puso en defensa con un aire que nada bueno me anunciaba. ��Basta!--le dije, envainando mi espada--. Yo no soy tan b�rbaro que no ceda a la raz�n. Por lo que usted me ha dicho, veo que no es mi enemigo. �Abrac�monos!� Mis palabras le dieron a entender que yo no era tan temible como le parec� al principio; envain� con risa la espada, me abraz� y nos separamos los mayores amigos del mundo. Desde este momento, S�fora se presentaba a mi imaginaci�n como la cosa m�s desagradable. Evit� todas las ocasiones que me proporcionaba de hablarle a solas, y mi cuidado y estudio en huir de ella le hicieron conocer mi interior. Admirada de una mudanza tan grande, quiso saber la causa, y habiendo encontrado al fin el medio de hablarme a solas, me dijo: �Se�or mayordomo, d�game usted, si gusta, el por qu� evita hasta mis miradas y por qu� en lugar de buscar, como otras veces, proporci�n de hablarme, se extra�a tanto de m�. Es verdad que yo di los primeros pasos, pero usted me correspondi�. Acu�rdese, si no lo lleva a mal, de la conversaci�n que tuvimos solos; entonces era usted todo fuego y ahora no es mas que un hielo. �Qu� significa esta mudanza?� La pregunta era muy delicada para un hombre sincero, y, a la verdad, me qued� muy perplejo. No tengo presente lo que respond�; solamente me acuerdo que le disgust� infinito. S�fora parec�a un cordero por su semblante afable y modesto, pero cuando se encolerizaba era una tigre. ��Cre�a--me dijo ech�ndome una mirada llena de despecho y rabia--, cre�a honrar mucho a un hombrecillo como �l manifest�ndole un afecto que caballeros y personas muy nobles har�an gran vanidad de haber merecido! �Me est� muy bien empleado por haberme bajado indignamente hasta un miserable aventurero!� Si hubiera parado en esto, hubiera salido yo del paso a poca costa; pero su lengua furiosa me dijo mil apodos a cual peor. Bien conozco que deb� recibirlos a sangre fr�a y reflexionar que despreciando el triunfo de una virtud que yo hab�a tentado comet�a un delito que las mujeres no perdonan jam�s. Un hombre sensato, en mi lugar, se hubiera re�do de estas injurias; pero yo era tan vivo que no pod�a sufrirlas y perd� la paciencia. �Se�ora--le dije--, a nadie despreciemos: si esos caballeros de quienes usted habla le hubiesen visto las espaldas, aseguro que su curiosidad no hubiera pasado adelante.� Apenas hube disparado esta saeta, cuando la enfurecida due�a me peg� la m�s grande bofetada que jam�s ha dado mujer col�rica. Para no recibir otra y evitar la granizada de golpes que hubieran ca�do sobre m�, tom� la puerta con la mayor ligereza. Di mil gracias al Cielo de verme fuera de este mal paso, imaginando que nada ten�a que temer, pues la dama se hab�a vengado, y me parec�a que por su propia estimaci�n deb�a callar este lance. En efecto, pasaron quince d�as sin saber nada de ella, y principiaba a olvidarla, cuando supe que estaba mala. Confieso que tuve la flaqueza de afligirme. Me di� l�stima, imaginando que, no pudiendo esta desgraciada amante vencer un amor tan mal pagado, se habr�a rendido a su dolor. Me consideraba yo la principal causa de su enfermedad, y ya que no pod�a amarla, a lo menos la compadec�a. Pero �cu�nto me enga�aba! Su ternura, convertida en odio, no pensaba mas que en perderme. Estando una ma�ana con don Alfonso, not� que se hallaba triste y pensativo; pregunt�le con respeto qu� ten�a. �Tengo pesadumbre--me dijo--de ver a Serafina tan d�bil, ingrata e injusta. T� te admiras--a�adi�, observando mi suspensi�n--; pues cree que es muy cierto lo que te digo. No s� por qu� motivo te has hecho tan odioso a Lorenza su criada, que dice es infalible su muerte si no sales prontamente de casa. Como Serafina te ama, no debes dudar que habr� resistido a los impulsos de este aborrecimiento, con los cuales no puede condescender sin ser desagradecida e injusta; pero al fin es mujer, y ama con extremo a S�fora, que la ha criado. La quiere como si fuera su madre y creer�a ser causa de su muerte si no le daba gusto. Por lo que hace a m�, aunque quiero tanto a Serafina, no pienso del mismo modo y no consentir� te apartes de m� aunque pereciesen todas las due�as de Espa�a, pues te miro no como a un criado, sino como a hermano.� Luego que acab� de hablar don Alfonso, le dije: �Se�or, yo he nacido para ser juguete de la fortuna. Pensaba que cesar�a de perseguirme en vuestra casa, en donde todo me promet�a una vida feliz y tranquila; pero al fin me es preciso dejarla, aunque con ella pierda mi mayor gusto.� ��No, no!--exclam� el generoso hijo de don C�sar--. �D�jame, yo convencer� a Serafina! �No se ha de decir que te hemos sacrificado al capricho de una due�a! �Demasiado la contemplamos en otras cosas!� �Pero, se�or--repliqu�--, irritar�is m�s a Serafina si la resist�s. M�s bien quiero retirarme que exponerme, permaneciendo en casa, a causar desaz�n entre dos esposos tan perfectos; si esta desgracia sucediese, jam�s hallar�a yo consuelo.� Don Alfonso me prohibi� tomar este partido, y le vi tan resuelto, que Lorenza no hubiera logrado su intento si yo no hubiese permanecido en mi prop�sito. Es verdad que, picado de la venganza de la due�a, tuve mis impulsos de cantar de plano y descubrirla; pero luego me compadec�a, considerando que si revelaba su flaqueza her�a mortalmente a una infeliz de cuya desgracia era yo la causa y a quien dos males irremediables echaban al hoyo. Juzgu�, pues, que en conciencia deb�a restablecer el sosiego en la casa sali�ndome de ella, pues que era un hombre que ocasionaba tanto da�o. H�celo as� al d�a siguiente antes de amanecer, sin despedirme de mis amos, temiendo que su cari�o estorbase mi partida, y s�lo dej� en mi cuarto una cuenta puntual de mi administraci�n. CAPITULO II De lo que le sucedi� a Gil Blas despu�s de dejar la casa de Leiva y de las felices consecuencias que tuvo el mal suceso de sus amores. Yo ten�a un buen caballo y llevaba en mi maleta doscientos doblones, procedentes la mayor parte de lo que me toc� de los bandoleros que matamos y de los mil ducados que robamos a Samuel Sim�n, porque don Alfonso hab�a restitu�do generosamente toda la cantidad, cedi�ndome la parte que me hab�a tocado. As�, mirando mi caudal por esta circunstancia como ya leg�timo, gozaba de �l sin escr�pulo de conciencia. En una edad como la que yo entonces ten�a se conf�a mucho en el propio m�rito, y fuera de esto, con mi dinero nada cre�a deb�a temer en adelante. Por otra parte, Toledo me ofrec�a un agradable asilo, y no dudaba que el conde de Pol�n tendr�a mucho gusto en recibir en su casa a uno de sus libertadores. Pero este recurso deb�a ser cuando todo corriese turbio, y antes de valerme de �l quise gastar parte de mi dinero en correr los reinos de Murcia y Granada, que deseaba ver con particularidad. Con este intento tom� el camino de Almansa, de donde, prosiguiendo mi viaje, fu� de pueblo en pueblo hasta la ciudad de Granada, sin que me sucediese contratiempo alguno. Parec�a que la fortuna, satisfecha ya de tantos chascos como me hab�a jugado, quer�a en fin dejarme en paz; pero esta traidora me preparaba otros muchos, como se ver� en adelante. Uno de los primeros sujetos que encontr� en las calles de Granada fu� el se�or don Fernando de Leiva, yerno, como don Alfonso, del conde de Pol�n. Ambos quedamos sorprendidos de vernos en Granada. ��Qu� es esto, Gil Blas?--me dijo--. �T� en Granada? �Qu� es lo que aqu� te trae?� �Se�or--le dije--, si usted se admira de verme en este pa�s, con mucha m�s raz�n se maravillar� cuando sepa la causa que me ha obligado a dejar la casa del se�or don C�sar y su hijo.� En seguida le cont� cuanto me hab�a pasado con S�fora, sin callarle nada. Caus�le gran risa el lance, y ya sosegado, me dijo seriamente: �Amigo, voy a tomar por mi cuenta este negocio. Escribir� a mi cu�ada...� ��No, no, se�or!--interrump�--. �Suplico a usted no haga tal cosa! No he salido de la casa de Leiva para volver a ella. Si usted gusta, puede emplear de otro modo el favor que le debo. Ruego a usted que si alguno de sus amigos necesita un secretario o un mayordomo me presente y recomiende, que doy a usted palabra de no desairar su informe.� �Con mucho gusto--respondi�--. Mi venida a Granada ha sido a visitar a una t�a m�a, ya anciana, que est� enferma, y todav�a pasar�n tres semanas antes que me vuelva a mi quinta de Lorque, en donde ha quedado Julia. En aquella casa vivo--prosigui�, se�al�ndome una suntuosa que estaba a cien pasos de nosotros--; venme a ver pasados algunos d�as, que quiz� te habr� ya buscado un acomodo.� Efectivamente, la primera vez que nos vimos me dijo: �El se�or arzobispo de Granada, mi pariente y amigo, que es un grande escritor, necesita de un hombre instru�do y de buena letra para poner en limpio sus obras. Ha compuesto, y todos los d�as compone, homil�as que predica con mucho aplauso. Como te contemplo a prop�sito para el caso, te he recomendado y me ha prometido admitirte. V� y pres�ntate de mi parte; por el modo con que te reciba conocer�s el buen informe que le he dado.� La conveniencia me pareci� tal como la pod�a desear, y as�, habi�ndome compuesto lo mejor que pude, fu� una ma�ana a presentarme a este prelado. Si yo hubiera de imitar a los autores de novelas, har�a aqu� una descripci�n pomposa del palacio arzobispal de Granada, me extender�a sobre la estructura del edificio, celebrar�a la riqueza de sus muebles, hablar�a de sus estatuas y pinturas y no dejar�a de contar al lector la menor de todas las historias que en ella se representan; pero me contentar� con decir que iguala en magnificencia al palacio de nuestros reyes. Vi en las antesalas una muchedumbre de eclesi�sticos y seglares, la mayor parte familiares de Su Ilustr�sima, limosneros, gentileshombres, escuderos o ayudas de c�mara. Los vestidos de los seglares eran costosos; tanto, que m�s parec�an de se�ores que de criados. Se mostraban altivos y hac�an el papel de hombres de importancia. Al ver su afectaci�n, no pude menos de re�rme y burlarme interiormente de ellos. ��Pardiez--me dec�a entre m�--, estas gentes tienen la fortuna de no sentir el yugo de la servidumbre, porque al fin, si lo sintieran, me parece que deb�an ostentar menos altaner�a!� Acerqu�me a un personaje grave y grueso que estaba a la puerta de la c�mara del arzobispo para abrirla y cerrarla cuando era necesario, y le pregunt� con mucha cortes�a si podr�a hablar a Su Ilustr�sima. �Esp�rese usted--me dijo secamente--, que Su Ilustr�sima va a salir a o�r misa y al paso le oir� a usted.� No respond� palabra. Arm�me de paciencia e hice por trabar conversaci�n con algunos de los sirvientes, pero aquellos se�ores no se dignaron contestarme, sino que se entretuvieron en examinarme de pies a cabeza, y despu�s, mir�ndose unos a otros, se sonrieron con orgullo de la libertad que hab�a tenido de mezclarme en su conversaci�n. Confieso que me qued� del todo corrido al verme tratado as� por unos criados. Todav�a no hab�a vuelto de mi confusi�n cuando se abri� la puerta del estudio y sali� el arzobispo. Inmediatamente guardaron todos un profundo silencio; dejaron sus modales insolentes y mostraron un semblante respetuoso delante de su amo. Tendr�a el prelado unos sesenta y nueve a�os y casi se semejaba a mi t�o Gil P�rez, el can�nigo; es decir, que era peque�o y grueso, y adem�s muy patiestevado, y tan calvo que s�lo ten�a un mech�n de pelo hacia el cogote, por lo cual llevaba embutida la cabeza en una papalina que le cubr�a las orejas. Con todo, not� en �l un aire de caballero, sin duda porque yo sab�a que lo era. La gente com�n miramos a los grandes con una cierta preocupaci�n, que por lo regular les presta un aspecto de se�or�o que la Naturaleza les ha negado. Luego que me vi�, el arzobispo se vino a m� y me pregunt� con mucha dulzura qu� era lo que se me ofrec�a. Le dije era el recomendado del se�or don Fernando de Leiva. ��Ah!--exclam�--. �Eres t� el que me ha alabado tanto? �Ya est�s recibido! �Me alegro de tan buen hallazgo! Qu�date desde luego en casa.� Dichas estas palabras, se apoy� sobre dos escuderos, y habiendo o�do a algunos eclesi�sticos que llegaron a hablarle, sali� de la sala. Apenas estaba fuera, cuando vinieron a saludarme los mismos que poco antes hab�an despreciado mi conversaci�n; me rodean, me agasajan y muestran la mayor alegr�a de verme comensal del arzobispo. Hab�an o�do lo que me hab�a dicho mi amo y deseaban con ansia saber qu� empleo deb�a tener cerca de Su Se�or�a Ilustr�sima; pero para vengarme del desprecio que me hab�an hecho, tuve la malicia de no satisfacer su curiosidad. No tard� mucho en volver Su Se�or�a Ilustr�sima, y me hizo entrar en su estudio para hablarme a solas. Yo pens� bien que su intenci�n era tantear mis talentos, por lo que me atrincher� y prepar� para medir todas mis palabras. Principi� haci�ndome algunas preguntas sobre las Humanidades. Tuve la fortuna de no responder mal y hacerle ver que conoc�a bastante los autores griegos y latinos. Examin�me despu�s de dial�ctica, y cabalmente aqu� era en donde yo le esperaba. Encontr�me bien cimentado en ella y me dijo con cierta admiraci�n: �Se conoce que has tenido buena educaci�n. Veamos ahora tu letra.� Saqu� de la faltriquera una muestra que hab�a llevado expresamente para este caso, la que no desagrad� a mi prelado. �Me alegro de que tengas tan buena forma--exclam�--, y todav�a m�s de que tengas tan buen entendimiento. Dar� las gracias a mi sobrino don Fernando porque me ha proporcionado un joven tan de provecho. �A la verdad, que me ha hecho un buen presente!� Interrumpi� nuestra conversaci�n la llegada de algunos caballeros granadinos que iban a comer con Su Ilustr�sima. Dej�los y me retir� a donde estaban los familiares, quienes me colmaron de cumplimientos y obsequios. Com� con ellos, y si mientras la comida procuraron observar mis acciones, yo no examin� menos las suyas. �Qu� modestia guardaban los eclesi�sticos! Todos me parecieron unos santos; tanto era el respeto que me hab�a infundido el palacio arzobispal. No me pas� por la imaginaci�n que aquello podr�a ser gazmo�er�a, como si fuera imposible que �sta se hallase en casa de los pr�ncipes de la Iglesia. Me toc� sentarme al lado de un antiguo ayuda de c�mara, llamado Melchor de la Ronda, quien ten�a cuidado de servirme buenos bocados. Viendo su atenci�n, procur� yo tenerla con �l, y mi pol�tica le agrad� mucho. �Se�or caballero--me dijo en voz baja luego que acabamos de comer--, quisiera hablar con usted a solas.� Y diciendo esto, me llev� a un sitio de palacio en donde nadie pod�a o�rnos y all� me tuvo este razonamiento: �Hijo m�o, desde el instante que te vi te cobr� inclinaci�n, de cuya verdad voy a darte una prueba confi�ndote un secreto que te ser� de gran utilidad. Est�s en una casa en donde se confunden los verdaderos virtuosos con los falsos. Para conocer este terreno necesitabas infinito tiempo, y voy a excusarte un estudio tan largo y desagradable pint�ndote los genios de unos y de otros, lo que podr� servirte de gobierno. No ser� malo--prosigui�--dar principio por Su Ilustr�sima. Es un prelado muy piadoso, ocupado continuamente en edificar al pueblo y en encaminarle a la virtud con admirables sermones morales, que �l mismo compone. Veinte a�os hace que dej� la corte para dedicarse enteramente a conducir su reba�o; es un sabio y un grande orador, que tiene puesto su conato en predicar, y el pueblo le oye con mucho gusto. Tal vez tendr� en esto su poco de vanidad; pero adem�s de que no toca a los hombres el penetrar los corazones, no pareciera bien que me pusiese yo a escudri�ar los defectos de una persona cuyo pan como. Si me fuera permitido reprender alguna cosa en mi amo, vituperar�a su severidad, porque castiga con demasiado rigor las flaquezas de los eclesi�sticos, cuando debiera mirarlas con piedad. Sobre todo, persigue sin misericordia a los que, fiados en su inocencia, piensan justificarse jur�dicamente desatendiendo su autoridad. Tiene tambi�n otro defecto, que es com�n a muchas personas grandes: aunque ama a sus criados, atiende poco a sus servicios; los dejar� envejecer en su casa sin pensar en proporcionarles alg�n acomodo. Si alguna vez los gratifica, es porque hay quien tiene la bondad de hablar por ellos, pues por lo que hace a Su Ilustr�sima, jam�s se acordar�a de hacerles el menor bien.� Esto me dijo de su amo el ayuda de c�mara, y sigui� d�ndome raz�n del car�cter de los eclesi�sticos con quienes hab�amos comido. Me los retrat� muy al contrario de lo que aparentaban; es verdad que no me dijo que eran gentes infames, pero s� bastante malos sacerdotes. No obstante, exceptu� a algunos cuya virtud alab� mucho. Con esta lecci�n aprend� el modo de portarme con estos se�ores, y aquella misma noche, en la cena, me revest� como ellos de un exterior compuesto. No es de admirar se hallen tantos hip�critas, cuando nada cuesta el serlo. CAPITULO III Llega Gil Blas a ser el privado del arzobispo de Granada y el conducto de sus gracias. Mientras la siesta, hab�a yo sacado de la posada mi maleta y caballo y vuelto despu�s a cenar a palacio, en donde me pusieron un cuarto decente con muy buena cama. El d�a siguiente me hizo llamar Su Ilustr�sima muy de ma�ana para darme a copiar una homil�a, encarg�ndome mucho lo hiciera con toda la exactitud posible. Ejecut�lo as�, sin omitir acento, punto ni coma, de lo que manifest� el prelado un gran placer mezclado de sorpresa. Luego que recorri� todas las hojas de mi copia, exclam� admirado: ��Eterno Dios! �Puede darse una cosa m�s correcta? Eres muy buen copiante por ser perfecto gram�tico. H�blame con satisfacci�n, amigo m�o: �has encontrado al escribir alguna cosa que te haya chocado? �Alg�n descuido en el estilo o alg�n t�rmino impropio? Es muy f�cil se me haya escapado algo de esto en el calor de la composici�n.� ��Oh, se�or--respond� modestamente--, no tengo tanta instrucci�n que pueda meterme a cr�tico! Y aun cuando la tuviera, estoy cierto de que las obras de Su Ilustr�sima no caer�an bajo mi censura.� Sonri�se con mi respuesta y nada me replic�, pero en medio de toda su piedad se trasluc�a que amaba con pasi�n sus escritos. Acab� de granjear su amistad con esta adulaci�n. Cada d�a me quer�a m�s; tanto, que don Fernando, que visitaba frecuentemente a mi amo, me asegur� hab�a de tal modo ganado su voluntad que pod�a dar por hecha mi fortuna. Mi amo mismo lo confirm� poco tiempo despu�s con la ocasi�n siguiente. Habiendo relatado con vehemencia una tarde en su estudio delante de m� una homil�a que hab�a de predicar en la catedral al otro d�a, no se content� con preguntarme en general qu� me hab�a parecido, sino que me oblig� a decirle los pasajes que m�s hab�an llamado mi atenci�n, y tuve la fortuna de citarle aquellos de que �l estaba m�s satisfecho y que eran sus favoritos; esto me hizo pasar en el concepto de Su Ilustr�sima por un conocedor delicado de las verdaderas bellezas de una obra. ��Eso es--exclam�--lo que se llama tener gusto y finura! �S�, querido, te aseguro que no es tu o�do oreja de asno!� En fin, qued� tan contento de m� que me dijo con mucha expresi�n: �Gil Blas, no tengas ya cuidado, que tu fortuna corre de mi cuenta, y te proporcionar� una que te sea agradable. Yo te estimo, y en prueba de ello quiero que seas mi confidente.� Al o�r estas palabras, me ech� a los pies de Su Ilustr�sima, penetrado de reconocimiento. Abrac� gustosamente sus piernas torcidas y cre�me ya un hombre que estaba en camino de llegar a ser rico. �S�, hijo m�o--prosigui� el arzobispo, cuyo discurso hab�a interrumpido mi acci�n--, quiero hacerte depositario de mis m�s ocultos pensamientos. Escucha atentamente lo que voy a decirte. Tengo gusto en predicar, y el Se�or bendice mis homil�as, porque mueven a los pecadores, les hacen volver en s� y recurrir a la penitencia. Tengo la satisfacci�n de ver a un avaro, atemorizado con las im�genes que presento a su codicia, abrir sus tesoros y distribuirlos con mano pr�diga; a un lascivo, huir de sus torpezas; a los ambiciosos, retirarse a las ermitas, y hacer constante y firme en sus obligaciones a una esposa a quien hac�a titubear un amante seductor. Estas conversiones, que son frecuentes, deber�an por s� solas excitarme al trabajo. Pero te confieso mi flaqueza: todav�a me mueve otro premio, premio de que la delicadeza de mi virtud me reprende in�tilmente; �ste es el aprecio que hace el p�blico de las obras bien acabadas. La gloria de pasar por un orador consumado tiene para m� muchos atractivos. Hoy pasan mis obras por en�rgicas y sublimes, pero no querr�a caer en las faltas de los buenos escritores que escriben muchos a�os, y s� conservar toda mi reputaci�n. En este supuesto, mi amado Gil Blas--continu� el prelado--, exijo una cosa de tu celo: cuando adviertas que mi pluma envejece, cuando notes que mi estilo declina, no dejes de avis�rmelo. En este punto no me f�o de m� mismo, porque el amor propio podr�a cegarme. Esta observaci�n necesita de un entendimiento imparcial, y as�, elijo el tuyo, que contemplo a prop�sito, y desde luego abrazar� tu dictamen.� �Se�or--le dije--, Su Ilustr�sima est� todav�a muy distante de ese tiempo, a Dios gracias; adem�s de que un ingenio como el de Su Ilustr�sima se conservar� m�s bien que los de otro temple, o para hablar con propiedad, Su Ilustr�sima ser� siempre el mismo. Yo miro a Su Ilustr�sima como un segundo cardenal Jim�nez, cuyo superior talento parec�a recibir nuevas fuerzas de los a�os en lugar de debilitarse con ellos.� ��D�jate de alabanzas, amigo m�o!--respondi� mi amo--. Yo s� que puedo declinar de un momento a otro; en la edad en que me hallo, ya se empiezan a sentir los achaques, y los males del cuerpo alteran el entendimiento. De nuevo te lo encargo, Gil Blas: no te detengas un momento en avisarme luego que adviertas que mi cabeza se debilita. No temas hablarme con franqueza y sinceridad, porque tu aviso ser� para m� una prueba del amor que me tienes. Por otra parte, va en ello tu inter�s, pues si, por desgracia tuya, supiese que se dec�a en la ciudad que mis sermones hab�an deca�do de su ordinaria elevaci�n y que pod�a ya dar de mano a mis tareas, perder�as no s�lo mi afecto, sino el acomodo que te tengo prometido. Te hablo con claridad: esto sacar�as de tu necio silencio.� Aqu� acab� la exhortaci�n de mi amo, para o�r mi respuesta, que se redujo a prometerle cuanto deseaba. Desde aquel punto, nada tuvo secreto para m� y vine a ser su privado. Todos los familiares envidiaban mi suerte, menos el prudente Melchor de la Ronda. Era de ver c�mo trataban los gentileshombres y escuderos al confidente de Su Ilustr�sima; no se afrentaban de humillarse por tenerme contento; sus bajezas me hac�an dudar que fuesen espa�oles. Aunque conoc�a que los guiaba el inter�s, y nunca me enga�aron sus lisonjas, no dej� por eso de servirlos. Mis buenos oficios movieron a Su Ilustr�sima a proporcionarles empleos. A uno le hizo dar una compa��a y le puso en estado de lucir en el ej�rcito; a otro envi� a M�jico con un grande destino, y no olvidando a mi amigo Melchor, logr� para �l una buena gratificaci�n. Esto me hizo conocer que si el prelado de su propio motivo no daba, a lo menos rara vez negaba lo que se le ped�a. Pero me parece que debo referir con m�s extensi�n lo que hice por un eclesi�stico. Un d�a nuestro mayordomo me present� un licenciado llamado Luis Garc�a, hombre todav�a mozo y de buena presencia, y me dijo: �Se�or Gil Blas, este honrado eclesi�stico es uno de mis mayores amigos. Ha sido capell�n de unas monjas, pero su virtud no ha podido librarse de malas lenguas. Le han desacreditado tanto con Su Ilustr�sima que le ha suspendido, y no quiere escuchar ninguna solicitud a favor suyo. Nos hemos valido de lo principal de Granada, pero nuestro amo es inflexible.� �Se�ores--les dije--, este negocio se ha gobernado mal y hubiera sido mejor no haber empe�ado a nadie; por hacerle bien al se�or licenciado, le han hecho mucho da�o. Yo conozco a Su Ilustr�sima y s� que las s�plicas y recomendaciones no hacen mas que agravar en su idea la culpa de un eclesi�stico. No ha mucho que le o� decir a �l mismo que a cuantas m�s personas empe�a en su favor un eclesi�stico que est� irregular, tanto m�s aumenta el esc�ndalo y tanto m�s severo es para con �l.� ��Malo es eso!--dijo el mayordomo--. Y mi amigo se ver�a muy apurado si no tuviera tan buena letra; pero, por fortuna, escribe primorosamente, y con esta habilidad se ingenia para mantenerse.� Tuve la curiosidad de ver si la letra que se me celebraba era mejor que la m�a. El licenciado me manifest� una muestra que tra�a prevenida, la cual me admir�, pues me parec�a una de las que dan los maestros de escuela. Mientras miraba tan bella forma de letra me ocurri� una idea, y ped� a Garc�a me dejase el papel, dici�ndole que acaso le ser�a �til; que no pod�a decirle m�s por entonces, pero que al otro d�a hablar�amos largamente. El licenciado, a quien el mayordomo hab�a, seg�n presumo, celebrado mi ingenio, se retir� tan satisfecho como si ya le hubiesen restitu�do a sus funciones. A la verdad, yo deseaba servirle, y desde aquel d�a trabaj� en ello del modo que voy a decir. Estando solo con el arzobispo, le ense�� la letra de Garc�a, que le gust� infinito, y aprovech�ndome entonces de la ocasi�n, le dije: �Se�or, una vez que Su Ilustr�sima no quiere imprimir sus homil�as, a lo menos desear�a yo que se escribiesen de esta letra.� El prelado me respondi�: �Aunque me agrada la tuya, te confieso que no me disgustar�a tener copiadas mis obras de esta mano.� �No se necesita m�s--prosegu�--que el consentimiento de Vuestra Ilustr�sima. El que tiene esta habilidad es un licenciado conocido m�o, y se alegrar� tanto m�s de servir a Su Ilustr�sima cuanto que por este medio podr� esperar de su bondad se sirva sacarle del miserable estado en que por desgracia se halla.� ��C�mo se llama este licenciado?�, me pregunt�. �Luis Garc�a--le dije--, y est� lleno de amargura por haber ca�do en la desgracia de Su Ilustr�sima.� �Ese Garc�a--interrumpi�--, si no me enga�o, ha sido capell�n de un convento de monjas y ha incurrido en las censuras eclesi�sticas. Todav�a me acuerdo de los memoriales que me han dado contra �l. Sus costumbres no son muy buenas.� �Se�or--dije--, no pretendo justificarle, pero s� que tiene enemigos y asegura que sus acusadores han tirado m�s a hacerle da�o que a decir la verdad.� �Bien puede ser--replic� el arzobispo--, porque en el mundo hay �nimos muy perversos; pero aun suponiendo que su conducta no haya sido siempre irreprensible, acaso se habr� arrepentido, y, sobre todo, a gran pecado gran misericordia. Tr�eme ese licenciado, a quien desde luego levanto las censuras.� He aqu� c�mo los hombres m�s r�gidos templan su severidad cuando media el inter�s propio. El arzobispo concedi� sin dificultad a la vana complacencia de ver sus obras bien escritas lo que hab�a negado a los m�s poderosos empe�os. Al instante di esta noticia al mayordomo, quien sin p�rdida de tiempo la particip� a su amigo Garc�a. Al d�a siguiente vino a darme las gracias correspondientes al favor conseguido. Le present� a mi amo, quien, content�ndose con una ligera reprensi�n, le di� algunas homil�as para que las pusiera en limpio. Garc�a lo desempe�� tan perfectamente que Su Ilustr�sima le restableci� en su ministerio y aun le di� el curato de Gabia, lugar grande inmediato a Granada, lo que prueba muy bien que los beneficios no siempre se confieren a la virtud. CAPITULO IV Dale un accidente de apoplej�a al arzobispo. Del lance cr�tico en que se halla Gil Blas y del modo con que sali� de �l. Mientras yo me ocupaba en servir de este modo a unos y a otros, don Fernando de Leiva se dispon�a para dejar a Granada. Visit� a este se�or antes de su partida para darle de nuevo gracias por el excelente acomodo que me hab�a proporcionado. Vi�ndome tan gustoso, me dijo: �Mi amado Gil Blas, me alegro mucho que est�s tan satisfecho de mi t�o el arzobispo.� �Estoy content�simo--le respond�--con este gran prelado, y debo estarlo porque, adem�s de ser un se�or muy amable, nunca podr� agradecer bastante los favores que le merezco. Pero todo esto necesitaba para consolarme de la separaci�n del se�or don C�sar y de su hijo.� �No creo que ellos la hayan sentido menos--dijo don Fernando--, pero puede ser que no os hay�is separado para siempre y que la fortuna vuelva a reuniros alg�n d�a.� Estas palabras me enternecieron de modo que no pude menos de suspirar. Entonces conoc� que mi amor a don Alfonso era tanto que hubiera dejado con gusto al arzobispo y cuanto pod�a esperar de su privanza por volverme a la casa de Leiva, siempre que se hubiera quitado el obst�culo que me hab�a alejado de ella, don Fernando advirti� mi ternura, y le agrad� tanto que me abraz�, diciendo que toda su familia se interesar�a siempre en mi bienestar. A los dos meses de haberse marchado este caballero, y cuando me ve�a yo m�s favorecido, tuvimos un gran susto en palacio. Acometi�le al arzobispo una apoplej�a, pero se acudi� con tan prontos y eficaces remedios que san� a muy pocos d�as, aunque qued� algo tocado de la cabeza. Al primer serm�n que compuso, bien lo ech� de ver; pero no hallando bastante perceptible la diferencia que hab�a entre �ste y los antecedentes para inferir que el orador empezaba a decaer, aguard� a que predicase otro para decidir. H�zolo y no fu� menester esperar m�s: el buen prelado unas veces se rozaba y repet�a; otras, se remontaba hasta las nubes o se abat�a hasta el suelo. En fin, su oraci�n fu� difusa: una arenga de catedr�tico cansado o un serm�n de misi�n sin concierto. No fu� yo solo quien lo not�, sino que casi todos los que le oyeron, como si les hubieran pagado para que lo examinasen, se dec�an al o�do: ��Este serm�n huele a apoplej�a!� ��Vamos, se�or censor y �rbitro de las homil�as--me dije a m� mismo--, prep�rese usted para hacer su oficio! Ya ve usted que Su Ilustr�sima declina; usted est� en obligaci�n de advert�rselo, no s�lo como depositario de sus confianzas, sino tambi�n por temor de que alguno de sus enemigos se os anticipe. Si llegara este caso, sabe usted muy bien sus consecuencias: ser�a usted borrado de su testamento, en el cual sin duda le tiene se�alado una manda mejor que la biblioteca del licenciado Cedillo.� A estas reflexiones segu�an otras enteramente contrarias, porque me parec�a muy expuesto dar un aviso tan desagradable, que yo juzgaba no recibir�a con gusto un autor encaprichado por sus obras. Luego, desechando esta idea, miraba como imposible que desaprobase mi libertad habi�ndomelo inculcado con tanto empe�o. A��dase a esto que yo pensaba dec�rselo con ma�a y hacerle tragar suavemente la p�ldora. En fin, persuadi�ndome que arriesgaba m�s en callar que en hablar, me determin� a romper el silencio. S�lo una cosa me inquietaba, y era no saber c�mo sacar la conversaci�n. Por fortuna, el orador mismo me sac� de este cuidado pregunt�ndome qu� se dec�a de �l en el p�blico y si hab�a gustado su �ltimo serm�n. Respond� que sus homil�as siempre admiraban, pero que, a mi parecer, la �ltima no hab�a movido tanto al auditorio como las antecedentes. �C�mo es eso, amigo?--respondi� sobresaltado--. �Habr� encontrado alg�n Aristarco?� �No, se�or ilustr�simo--le dije--, no son obras las de Su Ilustr�sima que haya quien se atreva a censurarlas; antes todos las celebran. Pero como Su Ilustr�sima me tiene mandado que le hable con franqueza y con sinceridad, me tomar� la licencia de decir que el �ltimo serm�n no me parece tener la solidez de los precedentes. �Piensa Su Ilustr�sima de otro modo?� A estas palabras mud� de color mi amo y con una sonrisa forzada me dijo: �Se�or Gil Blas, �conque esta composici�n no es del agrado de usted?� �No digo eso, se�or ilustr�simo--interrump� todo turbado--; es excelente, aunque un poco inferior a las otras obras de Su Ilustr�sima.� ��Ya entiendo!--replic�--. Te parece que voy bajando, �no es eso? �Acorta de razones! T� crees que ya es tiempo de que piense en retirarme.� �Jam�s--le contest�--hubiera yo hablado a Su Ilustr�sima con tanta claridad si expresamente no me lo hubiera mandado, y pues en esto no hago mas que obedecer a Su Ilustr�sima, le suplico rendidamente no lleve a mal mi atrevimiento.� ��No permita Dios--interrumpi� precipitadamente--, no permita Dios que os reprenda tal cosa! En eso ser�a yo muy injusto. No me desagrada el que me digas tu dictamen, sino que me desagrada tu dictamen mismo. Yo me enga�� extremadamente en haberme sometido a tu limitada capacidad.� Aunque estaba tan turbado, procur� buscar los medios de enmendar lo hecho; pero es imposible sosegar a un autor irritado, y m�s si est� acostumbrado a no escuchar sino alabanzas. �No hablemos m�s del asunto, hijo m�o--me dijo--. T� eres todav�a muy ni�o para distinguir lo verdadero de lo falso. Has de saber que en mi vida he compuesto mejor homil�a que la que tiene la desgracia de no merecer tu aprobaci�n. Gracias al Cielo, mi entendimiento nada ha perdido todav�a de su vigor. En adelante yo elegir� mejores confidentes; quiero otros m�s capaces de decidir que t�. �Anda--prosigui�, empuj�ndome para que saliera de su estudio--y d�le a mi tesorero que te entregue cien ducados y anda bendito de Dios con ellos! �Adi�s, se�or Gil Blas, me alegrar� logre usted todo g�nero de prosperidades con algo m�s de gusto!� CAPITULO V Partido que tom� Gil Blas despu�s que le despidi� el arzobispo; su casual encuentro con el licenciado Garc�a y c�mo le manifest� �ste su agradecimiento. Sal� del estudio maldiciendo el capricho o, por mejor decir, la flaqueza del arzobispo, y todav�a m�s irritado contra �l que afligido de haber perdido su favor. Y aun dud� por alg�n tiempo si ir�a a tomar mis cien ducados; pero despu�s de haberlo reflexionado bien, no quise tener la tonter�a de perderlos. Conoc� que esta gratificaci�n no me privar�a del derecho de poner en rid�culo a mi buen prelado, lo que me propon�a hacer siempre que se hablase en mi presencia de sus homil�as. Fu�, pues, a pedir al tesorero cien ducados, sin decirle una sola palabra de lo que acababa de pasar entre mi amo y yo. Despu�s me desped� para siempre de Melchor de la Ronda, quien me quer�a tanto que no pudo dejar de sentir mucho mi desgracia. Observ� que mientras le daba cuenta de lo sucedido su rostro manifestaba sentimiento. No obstante el respeto que deb�a al arzobispo, no pudo menos de vituperar su conducta; pero como en mi enojo jur� que el prelado me las hab�a de pagar y que a su costa hab�a yo de divertir a toda la ciudad, el prudente Melchor me dijo: �Cr�eme, amado Gil Blas, p�sate tu pena y calla. Los hombres plebeyos deben respetar siempre a las personas distinguidas, por m�s motivo que tengan para quejarse de ellas. Confieso que hay se�ores muy groseros que no merecen atenci�n alguna, pero al fin pueden hacer da�o y es preciso temerlos.� Agradec� al antiguo ayuda de c�mara su buen consejo y le promet� aprovecharme de �l. Despu�s de esto me dijo: �Si vas a Madrid, procura ver a Jos� Navarro, mi sobrino, que es jefe de la reposter�a del se�or don Baltasar de Z��iga, y me atrevo a decirte que es un mozo digno de tu amistad. Es franco, vivo, servicial y amigo de hacer bien sin inter�s. Yo quisiera que fuerais amigos.� Le respond� que no dejar�a de verle luego que llegase a Madrid, adonde pensaba volver. Sal� inmediatamente del palacio arzobispal, con �nimo de no poner m�s en �l los pies. Tal vez hubiera marchado al instante a Toledo si hubiese conservado mi caballo; pero le hab�a vendido en el tiempo de mi fortuna, creyendo que ya no le necesitar�a. Resolv� tomar un cuarto amueblado, formando mi plan de permanecer todav�a un mes en Granada y de irme en seguida a casa del conde de Pol�n. Como se acercaba la hora de comer, pregunt� a mi hu�speda si habr�a por all� cerca alguna hoster�a, y me respondi� que a dos pasos de su casa hab�a una excelente, en donde daban bien de comer y a la cual concurr�an muchas gentes de forma. Hice que me la ense�asen y fu� inmediatamente a ella. Entr� en una gran sala, bastante parecida a un refectorio. Hab�a sentadas a una mesa larga, cubierta con unos manteles sucios, unas diez o doce personas, que estaban en conversaci�n al mismo tiempo que iban despachando su pitanza. Traj�ronme la m�a, que en otra ocasi�n sin duda me habr�a hecho sentir la mesa que acababa de perder; pero como estaba entonces tan picado contra el arzobispo, la frugalidad de mi hoster�a me parec�a preferible a la abundancia de su palacio. Vituperaba la variedad y multitud de manjares que se sirven en semejantes mesas, y discurriendo como pudiera hacerlo siendo m�dico en Valladolid, dec�a: ��Desgraciados los que se hallan frecuentemente en mesas tan nocivas, en las que es preciso estar siempre sujetando el apetito para no cargar demasiado el est�mago! Por poco que se coma, �no se come siempre bastante?� Mi mal humor me hac�a alabar los aforismos que antes hab�a despreciado. Cuando iba rematando mi raci�n, sin temer pasar los l�mites de la templanza, entr� en la sala el licenciado Luis Garc�a, aquel capell�n de monjas que logr� el curato de Gabia del modo que dejo referido. Al instante que me vi� vino a saludarme precipitadamente, como un hombre arrebatado de alegr�a; me abraz� y me vi precisado a aguantar un nuevo y muy largo cumplimiento con que me di� gracias por el bien que le hab�a hecho, moli�ndome con demostraciones de reconocimiento. Sent�se a mi lado diciendo: ��Oh! �Vive Dios, mi amado bienhechor, que, pues he tenido la fortuna de encontraros, no nos hemos de despedir sin beber un trago! Pero como no vale nada el vino de esta posada, si usted gusta, en acabando de comer iremos a cierta parte en donde he de regalar a usted con una botella de vino m�s seco de Lucena y un exquisito moscatel de Fuencarral. Por esta vez es preciso correr un gallo; suplico a usted que no me niegue este gusto. �Que no tenga yo la fortuna de ver a usted a lo menos por algunos d�as en mi curato de Gabia! All� obsequiar�a a usted como a un Mecenas generoso, a quien debo las comodidades y la tranquilidad de la vida que gozo.� Mientras me hablaba le trajeron su raci�n. Empez� a comer, pero sin cesar de decirme de cuando en cuando alguna lisonja. En uno de estos intervalos, con motivo de haberme preguntado por su amigo el mayordomo, le manifest� sin misterio mi salida de la casa arzobispal y le cont� hasta las menores circunstancias de mi desgracia, lo que escuch� con mucha atenci�n. A vista de tanto como acababa de decirme, �qui�n no hubiera cre�do o�rle, lleno de un sentimiento producido por la gratitud, declamar contra el arzobispo? Pues no lo hizo as�; antes al contrario, baj� la cabeza, estuvo fr�o y pensativo hasta que acab� de comer, sin hablar m�s palabra, y despu�s, levant�ndose de la mesa aceleradamente, me salud� con frialdad y se fu�. Este ingrato, viendo que ya no pod�a yo serle �til, ni aun quiso tomarse la molestia de ocultarme su indiferencia. Me re� de su ingratitud, y mir�ndole con todo el desprecio que merec�a, le dije bien alto para que me oyese: ��Hola! �Hola! �Prudente capell�n de monjas, vaya usted a refrescar ese exquisito vino de Lucena con que me ha convidado!� CAPITULO VI Va Gil Blas a ver representar a los c�micos de Granada; de la admiraci�n que le caus� el ver a una actriz y de lo que le pas� con ella. Todav�a no hab�a salido Garc�a de la sala cuando entraron dos caballeros muy bien portados, que vinieron a sentarse junto a m�. Principiaron a hablar de los c�micos de la compa��a de Granada y de una comedia nueva que se representaba entonces. De su conversaci�n infer� que aquella pieza era muy aplaudida y di�me deseo de verla aquella misma tarde. Como casi siempre hab�a estado en el palacio, en donde estaba anatematizada esta clase de recreo, no hab�a visto comedia alguna desde que viv�a en Granada y toda mi diversi�n se hab�a reducido a las homil�as. Luego que fu� hora me march� al teatro, en donde hall� un gran concurso. O� alrededor de m� diferentes conversaciones sobre la pieza antes que se empezase y observ� que todos se met�an a dar su voto sobre ella, declar�ndose unos en pro, otros en contra. Dec�an a mi derecha: ��Se ha visto jam�s una obra mejor escrita?� Y a mi izquierda exclamaban: ��Qu� estilo tan miserable!� En verdad, se debe convenir en que si abundan los malos autores, abundan m�s los peores cr�ticos. Cuando pienso en los disgustos que los poetas dram�ticos tienen que sufrir, me admiro de que haya algunos tan atrevidos que hagan frente a la ignorancia del vulgo y a la censura peligrosa de los sabios superficiales, que corrompen algunas veces el juicio del p�blico. En fin, el gracioso se present� para dar principio a la escena; por todas partes son� un palmoteo general, lo que me di� a conocer que era uno de aquellos actores consentidos a quienes el vulgo todo se lo disimula. Efectivamente, este c�mico no dec�a palabra ni hac�a gesto que no le atrajesen aplausos; y como se le manifestaba demasiado el gusto con que se le ve�a, por eso abusaba de �l, pues not� que algunas veces se propasaba tanto sobre la escena que era necesaria toda la aceptaci�n con que se le o�a para que no perdiese su reputaci�n. Si en lugar de aplaudirle le hubieran silbado, frecuentemente se le hubiera hecho justicia. Palmotearon tambi�n del mismo modo a otros comediantes, pero particularmente a una actriz que hac�a el papel de graciosa. Mir�la con cuidado y me faltan t�rminos para expresar la sorpresa con que reconoc� en ella a Laura, a mi querida Laura, a quien supon�a todav�a en Madrid al lado de Arsenia. No pod�a dudar que fuese ella, porque su estatura, sus facciones y su metal de voz, todo me aseguraba que yo no me equivocaba. Sin embargo, como si desconfiara de mis ojos y de mis o�dos, pregunt� su nombre a un caballero que estaba a mi lado. �Pues �de qu� tierra viene usted?--me dijo--. Sin duda usted acaba de llegar, cuando no conoce a la hermosa Estela.� La semejanza era demasiado perfecta para que pudiese equivocarme y desde luego comprend� bien que Laura, al mudar de estado, hab�a tambi�n mudado de nombre; y deseoso de saber noticias de ella--porque el p�blico jam�s ignora las de los c�micos--me inform� del mismo sujeto si esta Estela ten�a alg�n cortejo de importancia. Respondi�me que un gran se�or portugu�s, llamado el marqu�s de Marialba, que dos meses hab�a se hallaba en Granada, era quien gastaba mucho con ella. M�s me hubiera dicho a no haber temido cansarle con mis preguntas. Pens� m�s en la noticia que este caballero acababa de darme que en la comedia; y si al salir alguno me hubiese preguntado el asunto de ella, no hubiera sabido qu� decirle. Todo el tiempo se me fu� en pensar en Laura y Estela y me determin� a visitarla en su casa al otro d�a. No dejaba de inquietarme el c�mo me recibir�a. Ten�a fundamento para pensar que no le diese gusto mi visita en el estado tan brillante en que se hallaba, y aun de presumir que una c�mica de tanto nombre fingiese no conocerme, por vengarse de un hombre del cual ten�a, ciertamente, motivos de estar sentida; pero nada de esto me desanim�. Despu�s de una cena ligera--pues en mi posada no se hac�an de otra clase--me retir� a mi cuarto, con mucha impaciencia de hallarme ya en el d�a siguiente. Dorm� poco y me levant� al amanecer; mas pareci�ndome que la dama de un gran se�or no se dejar�a ver tan de ma�ana, antes de ir a su casa gast� tres o cuatro horas en componerme, afeitarme, peinarme y perfumarme, porque quer�a presentarme a ella en tal aparato que no se avergonzase de verme. Sal� a cosa de las diez, pregunt� en la casa de comedias d�nde viv�a y pas� a la suya. Viv�a en un cuarto principal de una casa grande. Abri�me la puerta una criada, a quien le dije pasase recado de que un joven deseaba hablar a la se�ora Estela. Entr� con �l e inmediatamente o� que su ama grit�: ��Qui�n es ese joven? �Qu� me quiere? �Que entre!� Discurr� haber llegado en mala ocasi�n, pues estar�a su portugu�s con ella al tocador, y que para hacerle creer no era mujer que recib�a recados sospechosos alzaba tanto el grito. Dicho y hecho: estaba all� el marqu�s de Marialba, que pasaba con ella casi todas las ma�anas. Por tanto, esperaba yo un mal recibimiento, cuando aquella actriz original, vi�ndome entrar, se arroj� a m� con los brazos abiertos, exclamando como fuera de s�: ��Ay hermano m�o! �Eres t�?� Diciendo esto, me abraz� muchas veces, y volvi�ndose despu�s hacia el portugu�s, le dijo: �Se�or, perdonad si en vuestra presencia cedo a los impulsos de la sangre. Despu�s de tres a�os de ausencia, no puedo volver a ver a un hermano a quien amo tiernamente sin darle pruebas de mi afecto. D�me, pues, mi amado Gil Blas--continu�, dirigi�ndose a m�--, d�me algo de nuestra familia. �C�mo ha quedado?� Estas palabras me turbaron por el pronto; pero inmediatamente penetr� la intenci�n de Laura, y, apoyando su artificio, le respond� con un tono propio de la escena que ambos �bamos a representar: �Nuestros padres est�n buenos, gracias a Dios, querida hermana.� �T� te maravillar�s de verme c�mica en Granada--interrumpi�--; pero no me condenes sin o�rme. Bien sabes que hace tres a�os mi padre crey� establecerme ventajosamente cas�ndome con el capit�n don Antonio Coello, quien me llev� desde Asturias a Madrid, su patria. A los seis meses de estar en ella le sucedi� un lance de honor, ocasionado de su genio violento, y mat� a un caballero que me hab�a mostrado alguna atenci�n. Era el muerto de familia muy ilustre y de mucho valimiento. Mi marido, que ninguno ten�a, se salv� huyendo a Catalu�a, con todo cuanto encontr� en casa de dinero y piedras preciosas. Embarc�se en Barcelona, pas� a Italia, se alist� bajo las banderas de los venecianos y al fin perdi� la vida en la Morea, en una batalla contra los turcos. En este tiempo fu� confiscada una posesi�n que era el �nico bien que pose�amos, y vine a quedar reducida a unas asistencias escas�simas. �Y qu� partido pod�a tomar en situaci�n tan cr�tica? Una viuda joven y de honor se halla en mucho compromiso; yo carec�a de medios para restituirme a Asturias. �Y qu� har�a all�? El solo consuelo que hubiera recibido de mi familia hubiera sido compadecerse de mi desgracia. Por otra parte, yo hab�a recibido muy buena educaci�n para resolverme a abrazar una vida licenciosa. �Pues qu� arbitrio me quedaba? El de hacerme c�mica para conservar mi reputaci�n.� Al o�r a Laura finalizar as� su novela, fu� tal el impulso de risa que me di� que apenas pude reprimirme; pero al fin lo consegu� y le dije con mucha gravedad: �Hermana m�a, apruebo tu proceder y me alegro mucho de encontrarte en Granada tan honradamente establecida.� El marqu�s de Marialba, que no hab�a perdido una palabra de nuestra conversaci�n, tom� al pie de la letra todos los enredos que le di� la gana de ensartar a la viuda de don Antonio. Tambi�n se mezcl� en la conversaci�n, pregunt�ndome si ten�a alg�n empleo en Granada o en otra parte. Dud� un momento si mentir�a, pero me pareci� no hab�a necesidad de ello y le dije lo cierto, cont�ndole punto por punto c�mo hab�a entrado en casa del arzobispo y c�mo hab�a salido, lo que divirti� infinito al se�or portugu�s. Es verdad que, a pesar de lo que hab�a prometido a Melchor, me divert� un poco a costa del arzobispo. Lo m�s gracioso fu� que, imaginando Laura que �sta era una novela como la suya, daba unas carcajadas que hubiera excusado a haber sabido que era realidad. Despu�s de haber acabado mi relaci�n, que conclu� hablando del cuarto que hab�a tomado alquilado, avisaron para comer. Quise al momento retirarme para ir a comer a mi hoster�a, pero Laura me detuvo. ��En qu� piensas, hermano m�o?--me dijo--. Has de quedarte a comer conmigo. Tampoco consentir� est�s m�s tiempo en una posada. Mi intenci�n es que vivas y comas en mi casa, y as�, haz traer tu equipaje hoy mismo, que aqu� hay una cama para ti.� El se�or portugu�s, a quien tal vez no agradaba esta hospitalidad, dijo a Laura: �No, Estela; no tienes aqu� comodidad para recibir a nadie. Tu hermano--a�adi�--me parece un buen mozo, y con la recomendaci�n de ser cosa tan tuya me intereso por �l. Quiero tomarle a mi servicio; ser� a quien m�s quiera de mis secretarios y le har� depositario de mis confianzas. Que no deje ir de desde esta noche a dormir a casa y yo mandar� le pongan un cuarto. Le se�alo cuatrocientos ducados de sueldo, y si en adelante tengo motivo, como lo espero, para estar contento de �l, le pondr� en estado de consolarse de haber sido demasiado sincero con su arzobispo.� A las gracias que di por esto al marqu�s a�adi� Laura otras m�s expresivas. ��No hablemos m�s de ello!--interrumpi� el marqu�s--. �Es negocio conclu�do!� Al acabar estas palabras, se despidi� de su princesa de teatro y se march�. Laura me hizo pasar al momento a un cuarto retirado, en donde, vi�ndose sola conmigo, dijo: ��Hubiera reventado si hubiese contenido m�s tiempo la risa!� Y dej�ndose caer en un sill�n y apret�ndose los ijares empez� a re�r como una loca. Yo no pude menos de hacer lo mismo; y cuando nos hubimos cansado, me dijo: �Confiesa, Gil Blas, que acabamos de representar una graciosa comedia; pero yo no esperaba tuviese tan buen fin. Mi �nimo solamente era proporcionarte la mesa y cuarto en casa, y para ofrec�rtelo con decoro fing� que eras mi hermano. Me alegro que la casualidad te haya facilitado tan buen acomodo. El marqu�s de Marialba es un caballero muy generoso, que har� por ti a�n m�s de lo que ha prometido. Otra que yo--continu� ella--acaso no hubiera recibido con tan buen semblante a un hombre que deja sus amigos sin despedirse de ellos; pero soy de aquellas chicas de buena pasta que vuelven a ver siempre con agrado al picarillo a quien amaron.� Confes� de buena fe mi desatenci�n y le ped� me la perdonase, despu�s de lo cual me llev� a un comedor muy aseado. Nos sentamos a la mesa, y como ten�amos de testigos una doncella y un lacayo, nos tratamos de hermanos. Luego que acabamos de comer volvimos al mismo cuarto en donde hab�amos estado en conversaci�n, y all� mi incomparable Laura, entreg�ndose a su alegr�a natural, me pidi� cuenta de lo que me hab�a sucedido desde nuestra �ltima visita. H�cele de ello una fiel narraci�n, y cuando hube satisfecho su curiosidad, ella content� la m�a relat�ndome su historia en estos t�rminos. CAPITULO VII Historia de Laura. �Voy a contarte lo m�s compendiosamente que pueda por qu� casualidad abrac� la profesi�n c�mica. Despu�s que tan honradamente me dejaste, sucedieron grandes acontecimientos. Mi ama Arsenia, m�s de cansada que de disgustada del mundo, abjur� el teatro y me llev� consigo a una hermosa hacienda que acababa de comprar cerca de Zamora con monedas extranjeras. Bien presto hicimos conocimientos en esta ciudad, a la que �bamos con frecuencia y en donde nos deten�amos uno o dos d�as. �En uno de estos viajecillos, don F�lix Maldonado, hijo �nico del corregidor, me vi� casualmente y le ca� en gracia. Busc� ocasi�n de hablarme a solas, y, por no ocultarte nada, yo contribu� algo para hac�rsela hallar. Este caballero no ten�a veinte a�os; era hermoso como un sol; su persona, muy bien formada, y encantaba m�s todav�a con sus modales amables y generosos que con su cara. Me ofreci� con tan buena voluntad y tanta instancia un grueso brillante que llevaba en el dedo, que no pude menos de admitirle. Estaba muy gustosa y vana con un gal�n tan amable; pero �qu� mal hacen las mozuelas ordinarias en prendarse de los hijos de familia cuyos padres tienen autoridad! El corregidor, que era el m�s severo de los de su clase, advertido de nuestro trato, procur� evitar con presteza sus resultas. Me hizo prender por una cuadrilla de esbirros, que a pesar de mis gritos me llevaron al hospicio de la Caridad. �All�, sin m�s forma de proceso, la superiora me hizo despojar de mi anillo y vestidos y poner un largo saco de sarga ceniciento, ce�ido por la cintura con una ancha correa negra de cuero, de la que pend�a un rosario de cuentas gordas, que me llegaba hasta los talones. Despu�s me llevaron a una sala, en donde encontr� un fraile viejo, de no s� qu� Orden, que principi� a exhortarme a la penitencia, del mismo modo, poco m�s o menos, que la se�ora Leonarda te exhort� a ti a la paciencia en el s�tano. Me dijo deb�a estar muy agradecida a las personas que me mandaban encerrar all�, pues que me hac�an un gran beneficio sac�ndome de los lazos del demonio, en los cuales estaba infelizmente enredada. Te confieso francamente mi ingratitud: muy lejos de ser agradecida a los que me hab�an hecho este favor, les echaba mil maldiciones. �Ocho d�as pas� sin hallar consuelo, pero a los nueve--porque yo contaba hasta los minutos--mi suerte pareci� querer mudar de aspecto. Al atravesar un patio peque�o encontr� al mayordomo de la casa, que todo lo mandaba y hasta la superiora le obedec�a. No daba las cuentas de su administraci�n sino al corregidor, de quien �nicamente depend�a y que ten�a una entera confianza en �l. Fig�rate un hombre alto, p�lido, descarnado y de buena catadura, propia para modelo de una pintura del Buen Ladr�n. Parec�a que ni aun miraba a las hermanas. Cara tan hip�crita no la habr�s visto, aunque hayas estado en el palacio arzobispal. �Encontr�, pues--continu� ella--, al se�or Zendono, que me detuvo dici�ndome: ��Consu�late, hija m�a, estoy compadecido de tus desgracias!� Nada m�s me dijo y continu� su camino, dejando a mi arbitrio hacer los comentarios que quisiese sobre un texto tan lac�nico. Como yo le ten�a por un hombre de bien, me imaginaba f�cilmente que se hab�a tomado el trabajo de examinar la causa de mi encierro y que, no hall�ndome bastante culpable para merecer que se me tratara tan indignamente, quer�a empe�arse en mi favor con el corregidor. Pero conoc�a mal al vizca�no; sus intenciones eran otras. Hab�a proyectado en su mente hacer un viaje, del que me di� parte algunos d�as despu�s. �Amada Laura m�a--me dijo--, es tanto lo que siento tus trabajos, que he resuelto poner fin a ellos. No ignoro que esto es querer perderme, pero ya no soy m�o ni puedo vivir mas que para ti. La situaci�n en que te veo me atraviesa el alma, y as�, intento sacarte ma�ana de tu encierro y llevarte yo mismo a Madrid, sacrific�ndolo todo al placer de ser tu libertador.� Poco me falt� para morir de gozo al o�r a Zendono, el cual, juzgando por mis extremos que lo que yo m�s deseaba era escaparme, tuvo al d�a siguiente la osad�a de robarme a vista de todos, del modo que voy a contar. Dijo a la superiora que ten�a orden para llevarme a presencia del corregidor, que se hallaba en una casa de recreo a dos leguas de la ciudad, y me hizo con todo descaro subir con �l en una silla de posta, tirada por dos buenas mulas que hab�a comprado para el caso. No llev�bamos con nosotros mas que un criado, que conduc�a la silla y que era enteramente de la confianza del mayordomo. Comenzamos a caminar, no como yo cre�a, hacia Madrid, sino hacia las fronteras de Portugal, adonde llegamos en menos tiempo del que necesitaba el corregidor de Zamora para saber nuestra fuga y despachar en nuestro seguimiento sus galgos. Antes de entrar en Braganza, el vizca�no me hizo poner un vestido de hombre, que llevaba prevenido, y cont�ndome ya por suya me dijo en la hoster�a donde nos alojamos: �Bella Laura, no tomes a mal que te haya tra�do a Portugal. El corregidor de Zamora nos har� buscar en nuestra patria como a dos criminales a quienes la Espa�a no debe dar ning�n asilo; pero--a�adi� �l--podemos ponernos a cubierto de su resentimiento en este reino tan extra�o, aunque en el d�a est� sujeto al dominio espa�ol; a lo menos, estaremos aqu� m�s seguros que en nuestro pa�s. D�jate, pues, persuadir, �ngel m�o; sigue a un hombre que te adora. Vamos a vivir a Coimbra; all� pasaremos sin temor nuestros d�as en medio de unos pac�ficos placeres.� �Una propuesta tan eficaz me hizo ver que trataba con un caballero a quien no gustaba servir de conductor a las princesas por la gloria de la caballer�a. Comprend� que contaba mucho con mi agradecimiento y aun m�s con mi miseria. Sin embargo, aunque estos dos motivos me hablaban en su favor, me negu� resueltamente a lo que me propon�a. Es verdad que por mi parte ten�a dos razones poderosas para mostrarme tan reservada, pues no era de mi gusto ni le cre�a rico. Pero cuando, volviendo a estrecharme, ofreci� ante todas cosas casarse conmigo y me hizo ver palpablemente que su administraci�n le hab�a suministrado caudal para mucho tiempo, no lo oculto: comenc� a escucharle. Me deslumbr� el oro y la pedrer�a que me ense��, y entonces experiment� que el inter�s sabe hacer transformaciones tan bien como el amor. Mi vizca�no fu� poco a poco haci�ndose otro hombre a mis ojos: su cuerpo alto y seco se me represent� de una estatura fina y delicada; su palidez, una blancura hermosa, y hasta su aspecto hip�crita me mereci� un nombre favorable. Entonces acept� sin repugnancia su mano a presencia del Cielo, a quien tom� por testigo de nuestra uni�n. Despu�s de esto ya no tuvo que experimentar ninguna contradicci�n por mi parte, y, siguiendo nuestro camino, muy presto Coimbra recibi� dentro de sus muros a un nuevo matrimonio. �Mi marido me compr� muy buenos vestidos de mujer y me regal� muchos diamantes, entre los cuales conoc� el de don F�lix Maldonado. No necesit� m�s para adivinar de d�nde ven�an todas las piezas preciosas que yo hab�a visto, y para persuadirme de que no me hab�a casado con un r�gido observador del s�ptimo art�culo del Dec�logo; pero consider�ndome como la causa primera de sus juegos de manos, se los perdonaba. Una mujer disculpa hasta las malas acciones que hace cometer su hermosura, y a no ser esto, �qu� mal hombre me hubiera parecido! �Dos o tres meses pas� con �l bastante gustosa, porque me hac�a mil cari�os y parec�a amarme tiernamente. Sin embargo, las pruebas de amistad que me daba no eran mas que falsas apariencias. El brib�n me enga�aba y me preparaba el trato que toda soltera seducida por un hombre infame debe esperar de �l. Un d�a, a mi vuelta de misa, no encontr� en la casa mas que las paredes. Los muebles y hasta mis ropas hab�an desaparecido. Zendono y su fiel criado hab�an tomado tan bien sus medidas que en menos de una hora se hab�a ejecutado completamente el despojo de mi casa, de modo que con el solo vestido que llevaba puesto y la sortija de don F�lix, que por fortuna ten�a en el dedo, me vi como otra Ariadna abandonada de un ingrato. Pero te aseguro que no me entretuve en hacer eleg�as sobre mi infortunio; antes bien, di gracias al Cielo por haberme librado de un perverso que no pod�a menos de caer tarde o temprano en manos de la justicia. Mir� el tiempo que hab�amos pasado juntos como un tiempo perdido, que yo no tardar�a en reparar. Si hubiera querido permanecer en Portugal y entrar al servicio de alguna se�ora ilustre, las habr�a tenido de sobra; pero ya fuese el amor que ten�a a mi pa�s, o ya fuese arrastrada por la fuerza de mi estrella, que me preparaba all� mejor suerte, s�lo pens� en volver a Espa�a. Vend� el diamante a un joyero, que me di� su importe en monedas de oro, y sal� con una se�ora espa�ola, ya anciana, que iba a Sevilla en una silla volante. �Esta se�ora, llamada Dorotea, ven�a de ver a una parienta suya que viv�a en Coimbra, y se volv�a a Sevilla, en donde ten�a su casa. Congeniamos ambas de tal modo que desde la primera jornada trabamos amistad, la que se estrech� tanto en el camino que cuando llegamos a Sevilla no me permiti� alojar sino en su casa. No tuve motivo para arrepentirme de haber hecho semejante conocimiento, pues no he visto jam�s mujer de mejor car�cter. Todav�a se descubr�a en sus facciones y en la viveza de sus ojos que en su mocedad habr�a hecho puntear a sus rejas bastantes guitarras, y por eso sin duda hab�a tenido muchos maridos nobles y viv�a honradamente con lo que le dejaron. �Entre otras excelentes prendas, ten�a la de ser muy compasiva con las doncellas desgraciadas. Cuando le cont� mis infortunios, tom� con tanto ardor mi causa que llen� de maldiciones a Zendono. ��Ah perros!--dijo en un tono que parec�a haber encontrado en su viaje alg�n mayordomo--. �Miserables! �En el mundo hay bribones que, como �ste, se deleitan en enga�ar a las mujeres! Lo que me consuela, querida hija m�a, es que, seg�n tu relaci�n, no est�s ligada con el p�rfido vizca�no. Si tu casamiento con �l es bastante bueno para servirte de disculpa, en recompensa es bastante malo para permitirte contraer otro mejor cuando halles ocasi�n para ello.� �Todos los d�as sal�a con Dorotea para ir a la iglesia o a visitar a alguna amiga, que es el medio seguro de encontrar prontamente alguna aventura. Me atraje las miradas de muchos caballeros, entre los cuales algunos quisieron tentar el vado. Hablaron por segunda mano a mi vieja patrona, pero los unos no ten�an con qu� soportar los gastos de un menaje y los restantes todav�a eran unos babosos, lo que bastaba para quitarme la gana de escucharlos, sabiendo por mi experiencia las consecuencias de ello. Un d�a nos ocurri� ir a ver representar los c�micos de Sevilla, que hab�an anunciado en los carteles la representaci�n de la comedia famosa _El embajador de s� mismo_, compuesta por Lope de Vega Carpio. �Entre las actrices que se presentaron en el teatro vi a una de mis antiguas amigas, a Fenicia, aquella moza gorda, pero muy alegre, que te acordar�s era criada de Florimunda y con quien cenaste algunas veces en casa de Arsenia. Sab�a yo muy bien que Fenicia hac�a m�s de dos a�os que no estaba en Madrid, pero ignoraba que fuese c�mica. Era tal la impaciencia que ten�a de abrazarla que me pareci� largu�sima la pieza. Quiz� ten�an tambi�n la culpa los que la representaban, que no lo hac�an ni tan bien ni tan mal que me divirtieran, porque te confieso que, como soy tan risue�a, un c�mico perfectamente rid�culo no me divierte menos que uno excelente. En fin, llegado el esperado momento, es decir, el fin de la famosa comedia, fuimos mi viuda y yo al vestuario, en donde vimos a Fenicia, que hac�a la desde�osa escuchando con melindres el dulce gorjeo de un tierno pajarito que al parecer se hab�a dejado coger con la liga de su declamaci�n. Luego que me vi� se despidi� de �l cort�smente, vino a m� con los brazos abiertos y me di� todas las muestras de amistad imaginables. Por mi parte, la abrac� con el mayor agrado. Mutuamente nos manifestamos el placer que ten�amos en volvemos a ver; pero no permiti�ndonos el tiempo ni el sitio meternos en una larga conversaci�n, dejamos para el d�a inmediato el hablar en su casa m�s extensamente. �El gusto de hablar es una de las pasiones m�s vivas de las mujeres y particularmente la m�a. No pude pegar los ojos en toda la noche: tal era el deseo que ten�a de verme con Fenicia y hacerle preguntas sobre preguntas. Dios sabe si fu� perezosa para levantarme e ir a donde me hab�a dicho que viv�a. Estaba alojada con toda la compa��a en un gran mes�n. Una criada que encontr� al entrar, y a quien supliqu� me condujese al cuarto de Fenicia, me hizo subir a un corredor, a lo largo del cual hab�a diez o doce cuartos peque�os, separados solamente por unos tabiques de madera y ocupados por la cuadrilla alegre. Mi conductora toc� a una puerta, la cual abri� Fenicia, cuya lengua rabiaba tanto como la m�a por hablar. Apenas nos tomamos el tiempo de sentarnos, nos pusimos en disposici�n de parlar sin cesar. Ten�amos que preguntarnos sobre tantas cosas que se atropellaban las preguntas y las respuestas de un modo extraordinario. �Despu�s de haber contado mutuamente nuestras aventuras, e instruidas del actual estado de nuestros asuntos, me pregunt� Fenicia qu� partido quer�a tomar. �Porque al fin--me dijo--es preciso hacer alguna cosa, no estando bien visto en una persona de tu edad el ser in�til a la sociedad.� Respond�le que hab�a resuelto, hasta encontrar mejor fortuna, colocarme con alguna se�orita distinguida. ��Qu�tate all�!--exclam� mi amiga--. �No pienses en ello! �Es posible, amiga m�a, que aun no te hayas cansado de servir? �No te has fastidiado de estar sujeta a la voluntad de otros, respetar sus caprichos, o�r que te rega�an y, en una palabra, ser esclava? �Por qu� no abrazas, como yo, la vida de c�mica? Ninguna cosa es m�s conveniente para las personas de talento que carecen de posibles y de lucida cuna. Es un estado medio entre la nobleza y la plebe; una condici�n libre y desembarazada de las etiquetas m�s inc�modas de la vida civil. Nuestras rentas nos las paga en moneda contante el p�blico, que es el poseedor de sus fondos. En una palabra, siempre vivimos alegres y gastamos nuestro dinero del mismo modo que lo ganamos. El teatro--prosigui�--favorece sobre todo a las mujeres. Todav�a me salen los colores al rostro siempre que me acuerdo de que cuando serv�a a Florimunda no o�a sino a los criados de la compa��a del Pr�ncipe y que ning�n hombre de suposici�n me miraba a la cara. �De qu� nac�a esto? De que yo no hac�a all� papel; por buena que sea una pintura, no se celebra si no se expone a la vista p�blica. Pero despu�s que me puse en chapines, esto es, que parec� en las tablas, �qu� mudanza! Traigo al retortero a los mejores mozos de los pueblos por donde pasamos. Una c�mica tiene cierto atractivo en su oficio. Si es discreta--quiero decir, que no favorece mas que a un solo amante--, esto le hace un honor distinguido, se celebra su moderaci�n; y cuando muda de gal�n la miran como a una verdadera viuda que se vuelve a casar. Y aun a una viuda se la mira con desprecio si contrae terceras nupcias, porque no parece sino que esto hiere la delicadeza de los hombres, al paso que una dama parece hacerse m�s apreciable a medida que aumenta el n�mero de sus favorecidos, pues todav�a, despu�s de haber tenido cien cortejos, es un manjar apetitoso.� ��A qui�n cuentas eso?--interrump� yo al llegar aqu�--. �Piensas t� que ignoro esas ventajas? Las he considerado muchas veces, y, habl�ndote sin ning�n disimulo, te digo que lisonjean sobrado a una muchacha de mi genio. Conozco en m� mucha inclinaci�n a la vida c�mica, pero esto no basta, pues se requiere talento y yo no tengo ninguno. Algunas veces me he puesto a recitar relaciones de comedia delante de Arsenia y no ha quedado satisfecha de m�, lo que me ha hecho no gustar del arte.� �No es extra�o que le hayas disgustado--replic� Fenicia--. �Ignoras que esas grandes actrices son por lo com�n envidiosas? A pesar de su vanidad, temen se les presenten personas que las desluzcan. En fin, yo, sobre este asunto, no me atendr�a solamente al voto de Arsenia; su decisi�n no ha sido sincera. D�gote sin lisonja que has nacido para el teatro. Tienes naturalidad, acci�n despejada y muy graciosa, un metal de voz suave, buen pecho y, sobre todo, un buen palmito de cara. �Ah picaruela, a cu�ntos encantar�s si te haces comedianta!� �A esto a�adi� otras expresiones seductoras, y me hizo declamar algunos versos para convencerme a m� misma de la excelente disposici�n que ten�a para el teatro, y habi�ndome o�do fueron mayores sus elogios, hasta decirme que me aventajaba a todas las actrices de Madrid. En vista de esto, no deb�a ya dudar de mi m�rito ni dejar de acusar a Arsenia de envidiosa y de mala fe. Me fu� preciso convenir en que mi persona val�a mucho. Fenicia me hizo repetir los mismos versos delante de dos c�micos que entraron en aquella saz�n, los que se quedaron pasmados; y cuando volvieron de su admiraci�n fu� para colmarme de alabanzas. Hablando seriamente, te aseguro que aunque los tres hubieran ido a porf�a sobre qui�n me hab�a de elogiar m�s, no hubieran empleado m�s hip�rboles. Mi modestia tuvo poco que padecer con tantos elogios. Principi� a creer que val�a algo y heme aqu� resuelta a abrazar la profesi�n c�mica. �No hablemos m�s, querida m�a--dije a Fenicia--. Est� hecho; quiero seguir tu consejo y entrar en la compa��a si no hay inconveniente.� A esto, mi amiga, arrebatada toda de gozo, me abraz�, y sus dos compa�eros no manifestaron menos alegr�a que ella al ver mi determinaci�n. Quedamos en que al d�a siguiente por la ma�ana ir�a al teatro y repetir�a delante de toda la compa��a el mismo ensayo. Si en casa de Fenicia adquir� una opini�n ventajosa, todav�a fu� m�s favorable la de los comediantes despu�s que recit� en su presencia s�lo unos veinte versos, y as�, me recibieron muy gustosos en la compa��a. Desde entonces puse mi atenci�n s�lo en el modo con que hab�a de salir la primera vez en las tablas. Para que fuese con m�s lucimiento, gast� todo el dinero que me quedaba de la sortija, y si no me present� con ostentaci�n, a lo menos hall� el arte de suplir la falta de magnificencia con un gusto delicado. Present�me, en fin, por la primera vez en la escena. �Qu� palmadas! �Qu� aplausos! No faltar�, amigo m�o, a la modestia si te digo que arrebat� la atenci�n de los espectadores. Era preciso haber presenciado la celebridad que adquir� en Sevilla para creerla. Fu� el objeto de todas las conversaciones de la ciudad, la que por tres semanas acudi� a bandadas a la comedia, de modo que la compa��a, con esta novedad, atrajo al p�blico, que ya empezaba a desampararla. Me present� de un modo que hechic� a todos, lo que fu� publicar que me vend�a al que m�s diera. Una infinidad de sujetos de todas edades y condiciones vinieron a ofrecerme sus obsequios y facultades. Por mi gusto hubiera escogido al m�s joven y bonito; pero nosotras solamente debemos mirar al inter�s y a la ambici�n cuando se trata de tomar una amistad. Esta es regla del teatro, por cuya raz�n mereci� la preferencia don Ambrosio de Nisa�a, hombre ya viejo y de muy rara figura, pero rico, generoso y uno de los se�ores m�s poderosos de Andaluc�a. Es verdad que le cost� caro. Tom� para m� una hermosa casa, la adorn� magn�ficamente, me busc� un buen cocinero, dos lacayos, una doncella, y me se�al� para el gasto mil ducados mensuales. A�ade a esto ricos vestidos y muchas joyas. Arsenia nunca lleg� a un estado tan brillante. ��Qu� mudanza en mi fortuna! Ni aun yo pod�a comprenderla ni me conoc�a a m� misma; por lo que no me espanto de que haya tantas que se olviden prontamente de la nada y miseria de donde las sac� el capricho de alg�n poderoso. Te confieso ingenuamente que los aplausos del p�blico, las expresiones lisonjeras que o�a por todas partes y la pasi�n de don Ambrosio me infundieron una vanidad que lleg� hasta la extravagancia. Mir� mi habilidad como un t�tulo de nobleza y tom� el aire de se�ora. Ya escaseaba tanto las miradas cari�osas cuanto las hab�a prodigado antes, de suerte que me puse en el pie de no hacer caso sino de duques, condes y marqueses. �El se�or de Nisa�a, con algunos de sus amigos, ven�a todas las noches a cenar a casa; yo por mi parte procuraba juntar las c�micas m�s divertidas y pas�bamos la mayor parte de la noche en beber y re�r. Una vida tan agradable me acomodaba mucho, pero no dur� mas que seis meses. Si los se�ores no tuvieran la facilidad de cansarse, ser�an m�s amables. Don Ambrosio me dej� por una maja granadina que acababa de llegar a Sevilla, con muchas gracias y el talento suficiente para hacerlas valer. Mi aflicci�n no dur� mas que veinticuatro horas, porque inmediatamente ocup� su lugar un caballero de veintid�s a�os, llamado don Luis de Alcacer, tan bello mozo que pocos pod�an compar�rsele. Con raz�n me preguntar�s por qu� eleg� a un se�or tan joven sabiendo que el trato con esta clase de gentes es peligroso, y yo te dir� que don Luis ni ten�a padre ni madre y que ya dispon�a de su hacienda. Adem�s, que este trato s�lo deben temerlo las criadas y las miserables aventureras. Las mujeres de nuestra profesi�n son personas de t�tulo; nunca somos responsables de los efectos que producen nuestros atractivos. �Desgraciadas las familias a cuyos herederos hemos desplumado! �Nos apasionamos tan extremadamente uno de otro Alcacer y yo que dudo haya habido jam�s amor como el nuestro. Nos am�bamos con tanto ardor que no parec�a sino que est�bamos hechizados. Los que sab�an nuestra pasi�n nos cre�an los amantes m�s dichosos del mundo, y tal vez �ramos los m�s infelices. Don Luis era amable por su rostro, pero tan celoso que me atormentaba a cada instante con injustos recelos. Por m�s que yo procurase no mirar a hombre alguno para acomodarme a su flaqueza, su ingeniosa desconfianza hallaba delitos con que inutilizaba mi cuidado. Si estaba en la escena, le parec�a que mientras representaba miraba al descuido cari�osamente a alg�n joven y me llenaba de reconvenciones. En una palabra, nuestras m�s tiernas conversaciones estaban siempre mezcladas de quejas. No pudimos aguantar m�s; a ambos nos falt� la paciencia y nos separamos amigablemente. �Creer�s t� que el �ltimo d�a de nuestra amistad fu� el m�s gustoso que hab�amos tenido hasta entonces? Igualmente fatigados los dos de los males que hab�amos padecido, nos despedimos con la mayor alegr�a, semejantes a dos miserables cautivos que recobran su libertad despu�s de una dura esclavitud. �Desde entonces he procurado precaverme del amor y no quiero m�s amistad que turbe mi reposo. No sienta bien en nosotras suspirar como las dem�s mujeres ni debemos abrigar en nuestro pecho una pasi�n cuyas ridiculeces hacemos ver al p�blico. �Entre tanto mi fama iba alcanzando m�s vuelo, publicando por todas partes que yo era una actriz inimitable. Tanta nombrad�a movi� a los comediantes de Granada a que me escribiesen convid�ndome con una plaza en su compa��a; y para hacerme ver que la propuesta no era despreciable, me enviaron una raz�n del importe de sus �ltimas entradas y de sus caudales, por lo cual, pareci�ndome un partido ventajoso, lo acept�, aunque en lo �ntimo de mi coraz�n sent�a dejar a Fenicia y a Dorotea, a quienes amaba tanto cuanto una mujer es capaz de amar a otra. A la primera la dej� en Sevilla ocupada en derretir la vajilla de un platerillo que por vanidad quer�a tener por cortejo a una comedianta. Se me ha olvidado decirte que al hacerme c�mica mud� por capricho el nombre de Laura en el de Estela, y con �ste sal� para Granada. �All� principi� mi ejercicio con tanta felicidad como en Sevilla e inmediatamente me vi rodeada de amantes; pero como no quer�a favorecer sino a quien diese buenas se�ales, me port� con tal reserva que pude ofuscarlos. Sin embargo, temiendo pagar la pena de una conducta que de nada serv�a y que no me era natural, pensaba declararme a favor de un oidor joven, de nacimiento plebeyo, quien, por raz�n de su empleo, de una buena mesa y de arrastrar coche, hac�a el papel de se�or, cuando vi por primera vez al marqu�s de Marialba. El se�or portugu�s, que viaja en Espa�a por mera curiosidad, al pasar por Granada se detuvo. Fu� a la comedia y aquel d�a no represent� yo. Mir� con mucha atenci�n a las actrices que se presentaron, hall� una que le gust� y desde el d�a siguiente empez� a tratar con ella. Estaba ya para convenirse cuando me present� yo en el teatro. Mi presencia y mis monadas volvieron prontamente la veleta. Ya mi portugu�s no pens� mas que en m�, y, a decir verdad, como yo no ignoraba que mi compa�era hab�a agradado a este se�or, procur� desbancarla, y tuve la fortuna de conseguirlo. Bien s� que ella me ha aborrecido, pero esto poco importa. Debiera saber que entre las mujeres es natural esta ambici�n y que las m�s �ntimas amigas no hacen escr�pulo de ella.� CAPITULO VIII Del recibimiento que hicieron a Gil Blas los c�micos de Granada y de la persona a quien reconoci� en el vestuario. En el punto mismo que Laura acababa de contar su historia lleg� una comedianta vieja, vecina suya, que ven�a a sacarla para ir a la comedia. Esta venerable hero�na de teatro hubiera sido primorosa para hacer el papel de la diosa Cotis. Mi hermana no dej� de presentar su hermano a esta figura a�eja, y sobre ello mediaron grandes cumplimientos de ambas partes. Las dej� solas, diciendo a la viuda del mayordomo que ir�a a buscarla al teatro luego que hubiera hecho llevar mi ropa a casa del marqu�s, que ella me ense��. Fu� inmediatamente al cuarto que ten�a alquilado, pagu� a mi hu�speda, di a un mozo mi maleta y fu� con �l a una gran posada, en donde estaba alojado mi amo. Encontr� a la puerta a su mayordomo, que me pregunt� si era yo el hermano de la se�ora Estela. Respond� que s�, y me dijo: �Pues sea usted muy bien venido, caballero. El marqu�s de Marialba, de quien tengo honra de ser mayordomo, me ha mandado os reciba con todo agasajo. Se le ha preparado a usted un cuarto; si usted gusta, yo se lo ense�ar�.� Me subi� a lo �ltimo de la casa y me introdujo en un aposento tan peque�o que s�lo cab�a una cama muy estrecha, un armario y dos sillas; tal era mi habitaci�n. �Usted no estar� aqu� muy a sus anchuras--me dijo mi conductor--; pero en recompensa prometo a usted que en Lisboa estar� soberbiamente alojado.� Met� mi maleta en el armario, del cual me llev� la llave, y pregunt� a qu� hora se cenaba. Me respondieron que el se�or cenaba com�nmente fuera y que daba a cada criado un tanto al mes para su mantenimiento. Hice algunas otras preguntas y conoc� que los criados del marqu�s eran unos holgazanes afortunados. Al cabo de una breve conversaci�n dej� al mayordomo y fu� a buscar a Laura, entretenido agradablemente con los presagios de mi nuevo acomodo. Luego que llegu� a la puerta de la casa de comedias y dije que era hermano de Estela, todo se me franque�. �Hubierais visto las centinelas hacerme paso a porf�a, como si yo fuera uno de los principales personajes de Granada! Todos los dependientes del teatro que encontr� en el tr�nsito me hicieron profundas reverencias. Pero lo que yo quisiera poder pintar bien al lector es el recibimiento que, con una seriedad c�mica, me hicieron en el vestuario, en donde encontr� toda la compa��a vestida ya y pronta a principiar. Los comediantes y comediantas, a quienes Laura me present�, se agolparon hacia m�. Los hombres me confundieron a abrazos, y las mujeres en seguida, aplicando sus rostros pintados al m�o, lo llenaron de arrebol y blanquete. Ninguno quer�a ser el �ltimo a cumplimentarme y todos se pusieron a hablarme a un tiempo. No bastaba yo a responderles; pero mi hermana vino a mi socorro, y como ten�a ejercitada la lengua, cumpli� con todos por m�. No pararon los cumplimientos en los actores y actrices; fu� preciso aguantar los del tramoyista, violinistas, apuntador, despabilador y sotadespabilador; en fin, de todos los dependientes del teatro, que al rumor de mi llegada vinieron corriendo a examinar mi persona. No parec�a sino que estas gentes eran todas de la Inclusa, que jam�s hab�an visto hermanos. Entre tanto empez� la comedia. Algunos caballeros que estaban en el vestuario se retiraron a tomar sus asientos, y yo, como de casa, continu� en conversaci�n con los actores que no representaban. Entre �stos hab�a uno a quien llamaron, y o� le nombraban Melchor. Este nombre me choc�, y habiendo mirado atentamente al sujeto a quien se le daba, me pareci� haberle visto en alguna parte. Al fin me acord� de �l y vi que era Melchor Zapata, aquel pobre c�mico de la legua que, como dije en el libro segundo de mi historia, estaba mojando mendrugos de pan en una fuente. Al instante le llam� aparte y le dije: �Si no me enga�o, usted es el se�or Melchor, con quien tuve la honra de almorzar un d�a a la orilla de una clara fuente entre Valladolid y Segovia. Iba yo con un mancebo de barbero, juntamos algunas provisiones que llev�bamos con las de usted y compusimos entre los tres una comida escasa que se sazon� con mil conversaciones agradables.� Zapata se qued� como pensativo algunos instantes y despu�s me respondi�: �Usted me habla de una cosa de que sin dificultad hago memoria. Entonces ven�a de Madrid, en donde hab�a salido para prueba en aquel teatro, y me volv�a a Zamora. Tambi�n me acuerdo que mis negocios andaban de mala data.� �Y yo, por esas se�as--le dije--, vengo en conocimiento de que usted llevaba un jub�n forrado de carteles de comedias. Tampoco he olvidado que usted se quejaba en aquel tiempo de que ten�a una mujer muy honesta.� ��Oh! �Por esa parte ya no me quejo!--dijo Zapata con precipitaci�n--. �Vive diez que la buena mujer se ha enmendado en esto, y as�, mi jub�n va mejor forrado!� Al ir a darle la enhorabuena de tan feliz mudanza tuvo precisi�n de dejarme para salir a la escena. Con el deseo de conocer a su mujer, me acerqu� a un comediante y le supliqu� me la mostrase, lo que hizo diciendo: �V�ala usted, esa es Narcisa, la m�s linda de nuestras damas despu�s de la hermana de usted.� Juzgu� que esta actriz deb�a de ser aquella a quien se hab�a aficionado el marqu�s de Marialba antes de haber visto a su Estela, y mi conjetura no sali� errada. Acabada la comedia, acompa�� a Laura a su casa, en donde vi muchos cocineros que estaban disponiendo una gran cena. �Aqu� puedes cenar�, me dijo ella. �Nada menos que eso--le respond�--: el marqu�s querr� quiz� estar solo contigo.� �No--respondi� ella--; ahora vendr� con dos amigos suyos y uno de nuestros compa�eros, y si t� quieres, ser�s la sexta persona. Bien sabes que en casa de las c�micas los secretarios tienen privilegio de comer con sus amos.� �Es verdad--le dije--, pero todav�a no es tiempo de contarme entre los secretarios favoritos; para obtener este cargo honor�fico debo antes emplearme en alguna comisi�n de confianza.� Diciendo esto, dej� a Laura y fu� a mi hoster�a, donde hice �nimo de comer todos los d�as, porque mi amo no ten�a casa. CAPITULO IX Del hombre extraordinario con quien Gil Blas cen� aquella noche y de lo que pas� entre ellos. Advert� que en un rinc�n de la sala estaba cenando solo un fraile viejo vestido de pa�o pardo, y por curiosidad me sent� enfrente de �l. Salud�le con mucha urbanidad y �l no se mostr� menos cort�s que yo. Traj�ronme mi pitanza, que principi� a despachar con buenas ganas, y mientras com�a sin decir una palabra miraba frecuentemente a este raro personaje y siempre le hall� puestos los ojos en m�. Cansado de su af�n en mirarme, le habl� en estos t�rminos: �Padre, �nos habremos visto tal vez en otra parte fuera de aqu�? Usted me est� observando como a un hombre que no le es enteramente desconocido.� Respondi�me con mucha gravedad: �Si os miro con esta atenci�n s�lo es para admirar la singular variedad de aventuras que est�n grabadas en las rayas de vuestro rostro.� �A lo que veo--le dije con un aire burl�n--, vuestra reverencia sabe la metoposcopia.� �Bien podr�a lisonjearme de poseerla--dijo el fraile--y de haber pronosticado cosas que el tiempo no ha desmentido. No s� menos la quiromancia, y me atrevo a decir que mis or�culos son infalibles cuando he comparado la inspecci�n de la mano con la del rostro.� Aunque aquel viejo ten�a todo el aspecto de hombre sabio, me pareci� tan loco que no pude dejar de re�rme en su cara; pero en lugar de ofenderse de mi descortes�a se sonri� de ella, y despu�s de haber paseado su vista por la sala y asegur�dose de que nadie nos o�a, continu� hablando de esta manera: �No me espanto de veros opuesto a estas dos ciencias, que en el d�a se tienen por fr�volas; el largo y penoso estudio que requieren desanima a todos los sabios, que, despechados de no haberlas podido adquirir, las abandonan y desacreditan. Por lo que hace a m�, no me ha acobardado la obscuridad en que est�n envueltas ni tampoco las dificultades que se suceden sin cesar en la indagaci�n de los secretos qu�micos y en el arte maravilloso de transmutar los metales en oro. Pero no presumo--prosigui�, habiendo tomado nuevo aliento--que hablo con un joven que concept�e de sue�os mis pensamientos. Una leve prueba de mi habilidad os dispondr� a juzgar m�s favorablemente de m� que todo cuanto pudiera deciros.� Dicho esto, sac� del bolsillo un frasquillo lleno de un licor encarnado y prosigui� diciendo: �Vea usted aqu� un elixir que he compuesto esta ma�ana del zumo de ciertas plantas destiladas por alambique; porque, a imitaci�n de Dem�crito, he empleado casi toda mi vida en descubrir las propiedades de los simples y de los minerales. Usted va a experimentar su virtud. El vino que estamos bebiendo es muy malo: pues va a ser exquisito.� Al mismo tiempo ech� dos gotas de su elixir en mi botella, que volvieron mi vino m�s delicioso que los mejores que se beben en Espa�a. Todo lo maravilloso sorprende, y una vez preocupada la imaginaci�n, el juicio se extrav�a. Pasmado de ver un secreto tan bueno, y persuadido de que era menester ser poco menos que diablo para haberlo hallado, exclam� lleno de admiraci�n: ��Oh padre m�o, suplico a usted me perdone si antes le he tenido por un viejo loco! Ahora le hago a usted justicia; no necesito ver m�s para estar convencido de que si quisiera podr�a hacer en un instante un tejo de oro de una barra de hierro. �Qu� dichoso fuera yo si poseyera esa admirable ciencia!� ��El Cielo os libre de tenerla jam�s!--interrumpi� el viejo dando un profundo suspiro--. �T� no sabes, hijo m�o, lo que deseas! En lugar de envidiarme, tenme m�s bien l�stima de haber tomado tanto trabajo para hacerme infeliz. Siempre vivo inquieto; temo ser descubierto y que una prisi�n perpetua sea el premio de todos mis afanes. Con este temor paso una vida errante, disfrazado unas veces de cl�rigo o de fraile, otras de caballero o paisano. �Y te parece que ser� ventajoso el saber hacer oro a ese precio? Y las riquezas, �no son un verdadero suplicio para aquellos que no las disfrutan con quietud?� �Ese discurso me parece muy sensato--dije entonces al fil�sofo--. Nada iguala al gusto de vivir con sosiego; usted me hace mirar con desprecio la piedra filosofal. Yo os estimar�a que me vaticinaseis lo que me ha de acontecer.� �De muy buena gana, hijo m�o--me respondi�--. Ya he observado vuestra fisonom�a; mostrad vuestra mano.� Present�sela con una confianza que no me har� honor en el �nimo de algunos lectores que en mi lugar acaso habr�an hecho otro tanto. La examin� muy atentamente y al momento exclam�: ��Ah, y qu� de tr�nsitos de la aflicci�n a la alegr�a y de la alegr�a a la aflicci�n! �Qu� serie azarosa de desgracias y de prosperidades! Mas ya hab�is experimentado una gran parte de estas alternativas de la fortuna y no os restan m�s desgracias que probar; un se�or os dar� un buen destino que no estar� sujeto a mutaciones.� Despu�s de haberme afirmado que pod�a estar seguro de su pron�stico, se despidi� de m�, saliendo de la hoster�a, donde qued� muy pensativo de lo que acababa de o�r. No dudaba yo que fuese el marqu�s de Marialba el tal se�or, y, por consiguiente, nada me parec�a m�s posible que el cumplimiento del vaticinio. Pero cuando yo no hubiese visto la menor apariencia de ello, no me hubiera impedido eso dar al fraile entero cr�dito: tanta era la autoridad que por su elixir hab�a cobrado en mi �nimo. Por mi parte, para acelerar la felicidad que me hab�a predicho, determin� servir al marqu�s con m�s afecto que lo hab�a hecho a ninguno de los otros amos. Con esta resoluci�n, me retir� a nuestra posada con una alegr�a imponderable, cual nunca sac� una mujer de casa de las decidoras de la buenaventura. CAPITULO X De la comisi�n que el marqu�s de Marialba di� a Gil Blas y c�mo la desempe�� este fiel secretario. Todav�a no hab�a vuelto el marqu�s de casa de su comedianta; pero en su aposento encontr� a los ayudas de c�mara, que jugaban a los naipes esperando su venida. Me introduje con ellos y nos entretuvimos alegremente hasta las dos de la madrugada, en que lleg� nuestro amo. Sorprendi�se un poco al verme y me dijo con una afabilidad que daba a entender volv�a contento de su visita: �Gil Blas, �por qu� no te has acostado?� Yo le respond� que quer�a saber antes si ten�a alguna cosa que mandarme. �Puede ser--dijo--te encargue por la ma�ana un asunto y entonces te dar� mis �rdenes. V� a descansar y sabe que te dispenso de esperarme, pues me bastan los ayudas de c�mara.� Despu�s de esta advertencia, que no dej� de agradarme, pues me excusaba la sujeci�n, que algunas veces hubiera llevado con disgusto, dej� al marqu�s en su cuarto y me retir� a mi buhardilla. Me acost�; pero, no pudiendo dormir, segu� el consejo de Pit�goras, de traer a la memoria por la noche lo que hemos hecho en el d�a, para aplaudir nuestras buenas acciones o vituperar las malas. Mi conciencia no estaba tan limpia que dejase de remorderme haber apoyado la mentira de Laura. Por m�s que yo me dec�a para disculparme de que no hab�a podido decentemente desmentir a una muchacha que no hab�a tenido otra mira que la de mi bien y que en alg�n modo me hab�a visto en la precisi�n de ser c�mplice de su enga�o, poco satisfecho de esta excusa, yo mismo me respond�a que no deb�a llevar tan adelante el embuste y que era demasiado descaro el querer vivir con un se�or cuya confianza pagaba tan mal. En fin, despu�s de un severo examen, convine en que, si no era un brib�n, me faltaba poco. Pasando de aqu� a las consecuencias, reflexion� que aventuraba mucho en enga�ar a un hombre de distinci�n, quien por mis pecados acaso tardar�a poco en descubrir el enredo. Una reflexi�n tan juiciosa aterr� alg�n tanto mi esp�ritu; pero bien presto desvanecieron mi temor las ideas del contento y del inter�s. Por otra parte, la profec�a del hombre del elixir hubiera bastado para tranquilizarme; y as�, me entregu� a im�genes muy risue�as. Me puse a hacer cuentas de aritm�tica y a calcular para conmigo mismo la suma a que ascender�an mis salarios al cabo de diez a�os de servicio. A esto a�ad� las gratificaciones que recibir�a de mi amo; y midi�ndolas por su car�cter liberal, o m�s bien seg�n mis deseos, ten�a una intemperancia de imaginaci�n, si puede hablarse de este modo, que no pon�a l�mites a mi fortuna. Tanta felicidad me concili� poco a poco el sue�o y me qued� dormido haciendo castillos en el aire. Por la ma�ana me levant� a cosa de las nueve para ir a recibir las �rdenes de mi amo, pero al abrir mi puerta para salir me admir� de verle venir en bata y gorro. Estaba solo, y me dijo: �Gil Blas, al despedirme anoche de tu hermana le ofrec� pasar a su casa esta ma�ana; pero un negocio de importancia no me permite cumplirlo. V� y d�le de mi parte cu�nto siento este contratiempo y aseg�rale que a�n cenar� esta noche con ella. No es esto lo m�s--a�adi�, entreg�ndome una bolsa con una cajita de zapa guarnecida de piedras--: ll�vale mi retrato y toma para ti esta bolsa, en donde van cincuenta doblones, que te doy en prueba de la amistad que ya te he cobrado.� Con una mano tom� el retrato y con la otra la bolsa, de m� tan poco merecida. Fu� corriendo al momento a casa de Laura, diciendo en medio del exceso de alegr�a que me enajenaba: ��Bueno! �Bueno! �La predicci�n se verifica visiblemente! �Qu� fortuna es ser hermano de una buena moza que admite galanteos! �Es l�stima que no haya en esto tanta honra como provecho y utilidad!� Laura, contra la costumbre de las personas de su profesi�n, sol�a madrugar. Hall�la al tocador, en donde, esperando a su portugu�s, a�ad�a a su hermosura natural todos los atractivos auxiliares que el arte pod�a prestarle. �Amable Estela--le dije al entrar--, im�n de los extranjeros, ya puedo comer con mi amo, pues me ha honrado con un encargo que me da esta prerrogativa, el cual vengo a evacuar. Dice que no puede tener el gusto de verte esta ma�ana, como lo hab�a pensado; pero para consolarte de esto cenar� esta noche contigo. Y te env�a su retrato, con lo que me parece quedar�s algo m�s consolada.� Entregu�la la caja, que, con el vivo resplandor de los brillantes de que estaba guarnecida, alegr� infinito su vista. Abri�la, y habi�ndola cerrado despu�s de haber considerado la pintura por mero cumplimiento, volvi� a mirar las piedras. Celebr� su hermosura y me dijo con sonrisa: �Ve aqu� unas copias que las damas de teatro estiman mucho m�s que los originales.� D�jele en seguida que el generoso portugu�s, al darme el retrato, me hab�a regalado cincuenta doblones. �Me alegro infinito--me dijo ella--. Este se�or principia por donde a�n raras veces acaban otros.� �A ti es, mi querida--respond� yo--, a quien debo este regalo, que el marqu�s me hizo a causa de fraternidad.� �Yo quisiera--dijo ella--te hiciera otros como ese todos los d�as. �No puedo ponderarte cu�nto te amo! Desde el instante en que te vi te am� tan estrechamente que el tiempo no ha podido romper esta uni�n. Cuando te ech� de menos en Madrid, no perd� las esperanzas de recobrarte, y ayer al verte te recib� como a un hombre que volv�a a su centro. En una palabra, amigo m�o, el Cielo nos ha destinado el uno para el otro. T� ser�s mi marido, pero antes es preciso enriquecemos. La prudencia exige que comencemos por aqu�. Todav�a quiero tener tres o cuatro cortejos para ponerte en una situaci�n aventajada.� D�le cort�smente las gracias por el trabajo que quer�a tomarse por m� e insensiblemente nos fuimos metiendo en una conversaci�n que dur� hasta el mediod�a. Entonces me retir� para ir a dar cuenta a mi amo del modo con que hab�a sido recibido su regalo. Aunque Laura no me hab�a dado sus instrucciones sobre este punto, compuse en el camino una buena arenga para cumplimentarle de su parte; pero fu� tiempo perdido, porque cuando llegu� a la posada me dijeron que el marqu�s acababa de salir; y estaba decretado que no volver�a a verle m�s, como puede leerse en el cap�tulo siguiente. CAPITULO XI De la noticia que supo Gil Blas, y que fu� un golpe mortal para �l. Fu�me a mi posada, en donde encontr� dos sujetos, con quienes com� y con cuya gustosa conversaci�n me entretuve en la mesa hasta la hora de la comedia, que nos separamos, ellos para ir a sus quehaceres y yo para tomar el camino del teatro. Advierto de paso que yo ten�a motivo para estar de buen humor, porque la alegr�a hab�a reinado en la conversaci�n que acababa de tener con estos caballeros, mostr�ndoseme adem�s propicia la fortuna; pero con todo, sent�a una tristeza que no estaba en mi mano desechar. A vista de esto, no se diga que no se presienten las desgracias que nos amenazan. Al entrar en el vestuario se acerc� a m� Melchor Zapata y me dijo en voz baja que le siguiera. Me llev� a un sitio excusado y me dijo lo siguiente: �Se�or m�o, miro como un deber dar a usted un aviso muy importante. Usted no ignora que el marqu�s de Marialba se enamor� primero de Narcisa, mi esposa, y aun hab�a elegido d�a para venir a picar en mi cebo, cuando la artificiosa Estela hall� medio de desconcertar la partida y de traer a su casa a este se�or portugu�s. Bien conoce usted que una c�mica no pierde tan buena presa sin despecho. Mi mujer est� muy resentida de esto; nada es capaz de omitir para vengarse, y, por desgracia de usted, se le presenta para ello una ocasi�n favorable. Ayer, si usted hace memoria, todos nuestros dependientes acudieron a verle. El sotadespabilador dijo a algunas personas de la compa��a que conoc�a a usted y que de ning�n modo era hermano de Estela. Esta noticia--a�adi� Melchor--ha llegado a o�dos de Narcisa, que no ha dejado de pregunt�rsela al que la ha dado, y �ste se la ha repetido. Dice conoci� a usted de criado de Arsenia, cuando Estela, bajo el nombre de Laura, la serv�a en Madrid. Mi esposa, content�sima con este descubrimiento, se lo participar� al marqu�s de Marialba, que ha de venir esta tarde a la comedia. Camine usted en esta inteligencia, y si no es en realidad hermano de Estela, le aconsejo, como amigo, y por nuestro antiguo conocimiento, que se ponga en salvo. Narcisa, que no busca mas que una v�ctima, me ha permitido se lo advierta a usted para que evite con una pronta fuga cualquier accidente funesto.� Me hubiera sido in�til saber m�s. Di gracias por este aviso al histri�n, que conoci� muy bien por mi sobresalto que yo no estaba en el caso de desmentir al sotadespabilador. Como realmente no ten�a intenci�n de llevar hasta este punto la desverg�enza, ni aun fu� a despedirme de Laura, temiendo no quisiese obligarme a que siguiera el enredo. Bien sab�a yo que ella era buena comedianta para salir con facilidad de este berenjenal; pero yo no ve�a mas que un castigo infalible que me amenazaba y no estaba tan enamorado que quisiese burlarme de �l. Determin�, pues, poner tierra por medio, cargando con mis dioses penates, es decir, con mi ropa, y en un abrir y cerrar de ojos me desaparec� del coliseo, y en un momento hice sacar y trasladar mi maleta a la posada de un arriero que al d�a siguiente, a las tres de la ma�ana, deb�a salir para Toledo. Hubiera deseado estar ya con el conde de Pol�n, cuya casa me parec�a el �nico asilo que hab�a seguro para m�; pero no hall�ndome a�n en ella, no pod�a pensar sin inquietud en el tiempo que me restaba que pasar en una ciudad en donde tem�a me buscasen aquella misma noche. No dej� de ir a cenar a mi hoster�a, a pesar de estar tan zozobroso como un deudor que sabe andan en seguimiento suyo los alguaciles; pero no creo que la cena hizo en mi est�mago un excelente quilo. Miserable juguete del miedo, miraba con cuidado a todas las personas que entraban en la sala y temblaba como un azogado siempre que por mi desgracia eran algunas de mala catadura, cosa que no es rara en tales parajes. Despu�s de haber cenado en medio de continuos sobresaltos, me levant� de la mesa y me volv� a la posada del ordinario, en donde me ech� sobre paja fresca hasta la hora de marchar. Puedo asegurar que durante este tiempo ejercit� bien mi paciencia. Mil tristes pensamientos vinieron a asaltarme; si alg�n instante me quedaba traspuesto, so�aba que ve�a furioso al marqu�s, lastimando a golpes el hermoso rostro de Laura y haciendo pedazos cuanto hab�a en su casa, o ya que le o�a mandar a sus criados que me matasen a palos. Despertaba despavorido, y siendo tan gustoso despertar despu�s de haber so�ado cosas funestas, para m� era esto m�s cruel que el mismo sue�o. Por fortuna, me sac� de esta angustia el arriero viniendo a avisarme que estaban prontas las mulas. Inmediatamente me levant�, y, gracias al Cielo, me puse en camino curado radicalmente de Laura y de la quiromancia. Conforme nos �bamos alejando de Granada iba mi esp�ritu recobrando su serenidad. Empec� a trabar conversaci�n con el arriero, el cual me cont� algunas historias divertidas que me hicieron re�r y fu� perdiendo insensiblemente mi temor. Dorm� con sosiego en Ubeda, donde hicimos noche a la primera jornada, y a la cuarta llegamos a Toledo. Mi primer cuidado fu� preguntar por la casa del conde de Pol�n, y persuadido de que no consentir�a me alojase en otra, fu� all�. Pero yo hab�a hecho la cuenta sin la hu�speda, pues no encontr� en ella mas que al portero, quien me dijo que su amo hab�a salido el d�a antes para la quinta de Leiva, de donde le hab�an escrito que Serafina estaba enferma de peligro. Yo no hab�a contado con la ausencia del conde, que disminuy� el gusto que ten�a de estar en Toledo y fu� causa de que tomase otra determinaci�n. Vi�ndome tan cerca de Madrid, me resolv� a ir all�, discurriendo que en la corte podr�a hacer fortuna, pues, seg�n hab�a o�do decir, no era necesario en ella tener un talento superior para adelantar. Al d�a siguiente me aprovech� de un caballo de retorno, que me llev� a esta capital de la Espa�a, adonde la buena suerte me conduc�a para que hiciese papeles m�s brillantes que los que hasta entonces me hab�a hecho representar. CAPITULO XII Gil Blas se aloja en una posada de caballeros, en donde adquiere conocimiento con el capit�n Chinchilla; qu� clase de hombre era este oficial y qu� negocio le hab�a llevado a Madrid. As� que llegu� a Madrid establec� mi habitaci�n en una posada de caballeros, en donde, entre otras personas, viv�a un capit�n viejo, que desde lo �ltimo de Castilla la Nueva hab�a venido a la corte a pretender una pensi�n que cre�a tener bien merecida. Llam�base don An�bal de Chinchilla. No sin espanto le vi la primera vez; era un hombre de sesenta a�os, de una estatura gigantesca y sumamente flaco. Ten�a unos bigotes poblados, que sub�an, retorci�ndose por los dos lados, hasta las sienes; adem�s de que le faltaba un brazo y una pierna, llevaba tapado un ojo con un gran parche de tafet�n verde, y casi todo su rostro estaba lleno de cicatrices. En lo dem�s era como otro cualquiera. No carec�a de entendimiento y aun menos de gravedad. En cuanto a sus costumbres, era muy r�gido y se preciaba sobre todo de ser delicado en punto de honor. A las dos o tres conversaciones que tuvimos, me honr� con su confianza y supe todos sus asuntos. Me cont� en qu� ocasiones se hab�a dejado un ojo en N�poles, un brazo en Lombard�a y una pierna en los Pa�ses Bajos. Admir�, en las relaciones que me hizo de las batallas y sitios, el que no se le escapase ninguna fanfarronada ni palabra en alabanza suya, siendo as� que sin dificultad le hubiera perdonado el que alabase la mitad del cuerpo que le quedaba, en recompensa de la otra que hab�a perdido. Los oficiales que vuelven sanos y salvos de la guerra no son siempre tan modestos. Me dijo que sobre todo sent�a a par de su alma haber disipado una considerable hacienda en sus campa�as, de suerte que no le hab�an quedado mas que cien ducados de renta, con lo que apenas ten�a para ali�ar sus bigotes, pagar su alojamiento y dar a copiar sus memoriales. �Porque, en fin, se�or caballero--a�adi� encogi�ndose de hombros--, todos los d�as, a Dios gracias, los presento, sin que se haga el m�s m�nimo caso de ellos. Si usted lo presenciara, no dir�a sino que apost�bamos el ministro y yo sobre cu�l hab�a de cansarse antes, si yo en darlos o �l en recibirlos. Tambi�n tengo la honra de present�rselos al mismo rey, pero tan lindo es Pedro como su amo; y entre estas y esotras la casa de Chinchilla se arruina por falta de reparo.� �No pierda usted las esperanzas--dije al capit�n--. Usted sabe que las cosas de palacio van despacio. Acaso estar� usted hoy en v�speras de ver premiados con usura todos sus penosos servicios.� �No debo lisonjearme con esa esperanza--respondi� D. An�bal--; aun no hace tres d�as que habl� a uno de los secretarios del ministro, y si he de dar cr�dito a sus palabras, es preciso prestar paciencia.� ��Y qu� le dijo a usted, se�or oficial?--le respond�--. �Tal vez el estado en que usted se halla no le parece digno de recompensa?� �Usted lo ver�--respondi� Chinchilla--. Este secretario me ha dicho claramente: �Se�or hidalgo, no pondere usted tanto su celo y su fidelidad, porque en haberse expuesto a los peligros por su patria no ha hecho usted mas que cumplir con su obligaci�n. La gloria que resulta de las acciones heroicas es suficiente paga y debe bastar, principalmente a un espa�ol. Deseng��ese usted si mira como deuda la gratificaci�n que solicita: en caso de que se os conceda esta gracia, la deber�is �nicamente a la bondad del rey, que se contempla deudor a los vasallos que han servido bien al Estado.� Infiera usted de ah�--sigui� el capit�n--lo que podr� esperar, y que al cabo habr� de volverme como he venido.� Naturalmente nos interesamos por un hombre honrado cuando se le ve padecer. Le exhort� a que se mantuviera firme, me ofrec� a ponerle de balde en limpio sus memoriales y llegu� hasta ofrecerle mi bolsillo, suplic�ndole que tomase lo que quisiera de �l. Pero no era de aquellos que en semejantes ocasiones no necesitan de muchos ruegos; antes bien, se mostr� muy pundonoroso y me di� las gracias. Despu�s de esto me dijo que, por no cansar a nadie, se hab�a acostumbrado poco a poco a vivir con tanta sobriedad que el menor alimento bastaba para su subsistencia, lo que era muy cierto. No se manten�a de otra cosa que de cebollas y ajos, y as�, estaba en los huesos. Para que nadie viese sus malas comidas, se encerraba en su cuarto a la hora de ellas. No obstante, a fuerza de s�plicas consegu� que cen�semos y comi�semos juntos. Y enga�ando su vanidad con una compasi�n ingeniosa, hice que me trajesen mucha m�s comida y bebida de la que yo necesitaba. Inst�le a comer y beber, lo que rehus� al principio con mil ceremonias; pero al fin cedi� a mis instancias, y tomando insensiblemente m�s confianza, �l mismo me ayudaba a dejar limpio mi plato y desocupada mi botella. Luego que hubo bebido cuatro o cinco tragos y recuperado su est�mago con un buen alimento, me dijo en tono alegre: �En verdad, se�or Gil Blas, que sois muy seductor, pues hac�is de m� lo que quer�is. Ten�is un modo tan atractivo que desvanece hasta el temor de abusar de vuestra generosidad.� Me pareci� que mi capit�n hab�a ya perdido tanto la cortedad que si en aquel instante le hubiera ofrecido dinero no lo hubiera rehusado. No quise hacer la prueba y me content� con hacerle mi comensal y tomarme el trabajo, no solamente de escribirle los memoriales, sino de ayudarle a componerlos. Con el ejercicio de copiar homil�as, hab�a aprendido a variar de frases y aun llegado a ser medio autor. El viejo oficial, por su parte, se preciaba de poner bien un papel, de modo que, trabajando los dos a competencia, compon�amos trozos de elocuencia dignos de los m�s c�lebres catedr�ticos de Salamanca. Pero por m�s que agot�semos nuestro entendimiento en sembrar flores de ret�rica en estos memoriales todo era, como se suele decir, sembrar en la arena. Aunque m�s ponder�semos los m�ritos de don An�bal, la Corte ning�n aprecio hac�a de ellos, lo que no excitaba a este inv�lido a elogiar a los oficiales que se arruinan en la guerra; antes bien, maldec�a con su mal humor a su estrella y daba al diablo a N�poles, Lombard�a y los Pa�ses Bajos. Para mayor mortificaci�n suya aconteci� que habiendo cierto d�a recitado en presencia del rey un soneto sobre el nacimiento de una infanta un poeta presentado por el duque de Alba, se le concedi� delante de sus barbas una pensi�n de quinientos ducados. Creo que el mutilado capit�n se habr�a vuelto loco si no hubiera yo cuidado de consolarle. Vi�ndole fuera de s�, le dije: ��Qu� es lo que usted tiene? Nada de esto deb�a usted extra�ar. �No est�n de tiempo inmemorial los poetas en posesi�n de hacer a los pr�ncipes tributarios de las musas? No hay testa coronada que no tenga pensionado a alguno de estos se�ores; y, hablando aqu� entre nosotros, las pensiones dadas a los poetas transmiten a la posteridad la noticia de la liberalidad de los reyes, cuando las otras en nada contribuyen a su fama p�stuma. �Cu�ntas recompensas no di� Augusto? �Cu�ntas pensiones concedi� de que no tenemos noticia? Pero la posteridad m�s remota sabr� como nosotros que Virgilio recibi� de este emperador m�s de doscientos mil escudos de gratificaci�n.� Por m�s que dijese a don An�bal, no pudo digerir el fruto del soneto, que se le hab�a sentado en el est�mago, y as�, resolvi� abandonarlo todo, no obstante que quiso envidar el resto presentando un memorial al duque de Lerma. Para este efecto fuimos los dos a casa del primer ministro. All� encontramos a un joven, quien, despu�s de haber saludado al capit�n, le dijo con cari�o: �Mi amado y antiguo amo, �es posible que yo vea a usted aqu�? �Qu� negocio le trae a casa de su excelencia? Si necesita de alguna persona de valimiento, no deje usted de mandarme; yo le ofrezco mis facultades.� �Perico--dijo el oficial--, pues qu�, �tienes alg�n empleo bueno en la casa?� �A lo menos--respondi� el joven--es bastante para servir a un hidalgo como usted.� �Siendo as�--prosigui�, sonri�ndose, el capit�n--, recurro a tu protecci�n.� �Desde luego se la concedo a usted--repiti� Perico--. D�game usted su asunto y prometo sacar raja del primer ministro.� No bien hab�amos enterado de �l a este joven tan lleno de buen deseo, cuando pregunt� d�nde viv�a don An�bal. Nos di� palabra de que el d�a siguiente se ver�a con nosotros y se despidi�, sin decirnos lo que quer�a hacer ni aun si era o no criado del duque de Lerma. La agudeza del tal Perico excit� mi curiosidad y quise saber qui�n era. �Es--me dijo el capit�n--un muchacho que me serv�a algunos a�os hace y que, habi�ndome visto en la indigencia, me dej� por buscar mejor acomodo. No se lo tom� a mal, porque, como se suele decir, por mejor�a mi casa dejar�a. Es un lagarto que no carece de talento e intrigante como todos los diablos; pero a pesar de toda su habilidad no me f�o mucho del celo que acaba de manifestarme.� �Puede ser--le dije--que no os sea in�til. Si, por ejemplo, es criado de alguno de los principales dependientes del duque, podr� servir a usted de mucho, pues no ignora que en casa de los grandes todo se hace por partido y c�bala; que �stos tienen en su servidumbre favoritos que los gobiernan y �stos igualmente son gobernados por sus criados.� A la ma�ana siguiente vino Perico a nuestra posada y nos dijo: �Se�ores, si ayer no declar� los medios que ten�a para servir al capit�n Chinchilla fu� porque no est�bamos en paraje propio para explicarlos; fuera de que quer�a tentar el vado antes de franquearme con ustedes. Sepan, pues, que yo soy el lacayo de confianza del se�or don Rodrigo Calder�n, primer secretario del duque de Lerma. Mi amo, que es muy enamorado, va casi todas las noches a cenar con un ruise�or de Arag�n que tiene enjaulado en el barrio de Palacio. Es una muchacha muy bonita, de Albarrac�n, discreta y que canta con primor, y por esto le llaman la se�ora Sirena. Como todas las ma�anas le llevo un billete amoroso, vengo ahora de verla, y le he propuesto que haga pasar al se�or don An�bal por t�o suyo y que con este enga�o empe�e a su gal�n a protegerle. Ha venido gustosa en ello, porque, adem�s de tal cual provecho que juzga le puede resultar, le es de mucha satisfacci�n el que la tengan por sobrina de un hidalgo valiente.� El se�or Chinchilla puso mal gesto y mostr� repugnancia a hacerse c�mplice de una falsedad, y todav�a m�s a permitir que una aventurera le deshonrase diciendo ser parienta suya; lo que sent�a no solamente por s�, sino porque cre�a que esta ignominia retroced�a a sus abuelos. Tanta delicadeza choc� a Perico, pareci�ndole inoportuna. ��Se burla usted?--exclam�--. �Vea usted aqu� lo que son los hidalgos de aldea, en quienes todo se reduce a una vanidad rid�cula! �No se admira usted--prosigui�, dirigi�ndose a m�--de esta escrupulosidad? �Voto a br�os! �En la corte no se debe parar en esas delicadezas! �Venga la fortuna del modo que quiera, que no hay que perderla!� Sostuve el parecer de Perico, y ambos arengamos tanto al capit�n que, a pesar suyo, le hicimos se fingiese t�o de Sirena. Dado este paso, que no cost� poco trabajo, hicimos entre los tres un nuevo memorial para el ministro, que despu�s de revisto, aumentado y corregido lo puse en limpio, y Perico se lo llev� a la aragonesa, la que aquella misma tarde se lo recomend� al se�or Calder�n, habl�ndole con tal empe�o que este secretario, crey�ndola verdaderamente sobrina del capit�n, ofreci� apoyarlo. El efecto de esta trama lo vimos a pocos d�as. Perico volvi� con aire victorioso a nuestra posada. ��Buenas nuevas tenemos!--dijo a Chinchilla--. El rey har� una distribuci�n de encomiendas, beneficios y pensiones en las que no ser� usted olvidado, y as� se me ha encargado os lo asegure; pero al mismo tiempo se me ha prevenido pregunte a usted qu� hace �nimo de regalar a Sirena. Por lo que respecta a m�, digo que nada quiero, porque prefiero a todo el oro del mundo el gusto de haber contribu�do a mejorar la fortuna de mi amo antiguo. Pero no es lo mismo nuestra ninfa de Albarrac�n. Es algo interesada cuando se trata de servir al pr�jimo; tiene esa peque�a falta; y siendo capaz de tomar dinero de su mismo padre, vea usted si rehusar� el de un t�o postizo.� �Diga cu�nto quiere--dijo don An�bal--. Si quiere todos los a�os la tercera parte de la pensi�n que me han de dar, se la prometo, y me parece que es bastante d�diva, aun cuando se tratara de todas las rentas de Su Majestad Cat�lica.� �Yo, por m�, me fiar�a de la palabra de usted--replic� el mensajero de don Rodrigo--, pues s� que no faltar� a ella; pero se trata con una ni�a naturalmente muy desconfiada. Por otra parte, ella apetecer� mucho m�s que usted le d� una vez por todas las dos terceras partes con anticipaci�n y en dinero contante.� �De d�nde diablos quiere ella que yo lo saque?--interrumpi� �speramente el oficial--. �Ella debe creerme alg�n contador mayor! Sin duda que t� no la has enterado de mi situaci�n.� �Perdone usted--repuso Perico--. Sabe muy bien que usted est� m�s miserable que Job; no puede ignorarlo despu�s de lo que le tengo dicho; pero pierda usted cuidado, que tengo arbitrios para todo. Conozco a un p�caro oidor, ya viejo, que se contenta con prestar su dinero al diez por ciento. Usted le har� ante escribano cesi�n de la pensi�n del primer a�o en paga de igual suma que recibir� usted, deducido el inter�s. En orden a la fianza, el prestamista se dar� por satisfecho con vuestra casa de Chinchilla, tal como est�, por lo que sobre este punto no tendr�n ustedes disputa.� El capit�n asegur� que siempre que lograse la fortuna de participar de las gracias que hab�an de concederse el d�a siguiente aceptar�a estas condiciones. En efecto, se verific� que le diesen una pensi�n de trescientos doblones sobre una encomienda. As� que supo la noticia, di� cuantas seguridades se le pidieron, arregl� sus asuntos y se volvi� a su pa�s, con algunos doblones que le hab�an quedado. CAPITULO XIII Encuentra Gil Blas en la corte a su querido amigo Fabricio, y de la grande alegr�a que de ello recibieron. A d�nde fueron los dos, y de la curiosa conversaci�n que tuvieron. Me hab�a acostumbrado a ir todas las ma�anas a palacio, en donde pasaba dos o tres horas enteras en ver entrar y salir a los grandes, quienes all� me parec�an desnudos de aquel resplandor que en otras partes los rodea. Un d�a que me paseaba contone�ndome por aquellas galer�as, haciendo, como otros muchos, un papel bastante rid�culo, vi a Fabricio, a quien hab�a dejado en Valladolid sirviendo a un administrador del hospital. Lo que me admir� en extremo fu� verle hablar familiarmente con el duque de Medinasidonia y el marqu�s de Santa Cruz. A mi parecer, estos dos se�ores gustaban de o�rle; adem�s de esto, �l iba vestido como un caballero. ��Si me enga�ar�?--me dec�a a m� mismo--. �Ser� aqu�l el hijo del barbero N��ez? Puede que sea alg�n joven cortesano que se le parezca.� No tard� mucho en salir de la duda. Idos los se�ores, me acerqu� a Fabricio, que, conoci�ndome inmediatamente, me agarr� de la mano y, despu�s de haberme hecho atravesar con �l por medio del gent�o para salir de las galer�as, me dijo, abraz�ndome: ��Mi amado Gil Blas, mucho me alegro verte! �Qu� haces en Madrid? �Est�s todav�a sirviendo? �Tienes alg�n empleo en la corte? �En qu� estado tienes tus asuntos? Dame cuenta de todo lo que te ha sucedido despu�s de tu salida precipitada de Valladolid.� �Muchas cosas me preguntas a un tiempo--le respond�--, y el lugar donde estamos no es a prop�sito para contar aventuras.� �Tienes raz�n--me dijo--; mejor estaremos en mi casa. Vente conmigo, que no est� lejos de aqu�. Estoy independiente, alojado en buen paraje y con muy buenos muebles; vivo contento y soy feliz, pues que creo serlo.� Acept� el partido y acompa�� a Fabricio, quien me detuvo al llegar a una casa de bella fachada, en la que me dijo viv�a. Atravesamos un patio, que ten�a por un lado una gran escalera que conduc�a a unos aposentos soberbios y por el otro una subida tan obscura como estrecha, por donde fuimos a la vivienda que me hab�a ponderado, la cual se reduc�a a una sala, de la que mi ingenioso amigo hab�a hecho cuatro, separadas con tablas de pino, sirviendo la primera de antesala a la segunda, en donde dorm�a, la tercera de despacho y la �ltima de cocina. La sala y antesala estaban adornadas de mapas y papeles de conclusiones de filosof�a, y los trastos que correspond�an a la colgadura consist�an en una gran cama de brocado estropeada, unas sillas viejas de sarga amarilla, guarnecidas con una franja de seda de Granada del mismo color; una mesa con pies dorados, cubierta de un cordob�n que parec�a haber sido encarnado y ribeteado con una franja de oro falso, que se hab�a vuelto negro con el tiempo, y un armario de �bano adornado de figuras esculpidas groseramente. En su despacho ten�a por escritorio una mesita, y su biblioteca se compon�a de algunos libros y muchos legajos de papeles, que ten�a en tablas puestas unas sobre otras a lo largo de la pared. La cocina, que no desluc�a a lo dem�s, conten�a vidriado y otros utensilios necesarios. Fabricio, despu�s de haberme dado tiempo de mirar bien su habitaci�n, me dijo: ��Qu� juicio formas de mi equipaje y de mi vivienda? �No te ha encantado verla?� ��A fe m�a que s�!--le respond� sonri�ndome--. Debes de hacer bien tu negocio en Madrid para estar tan bien provisto. Sin duda tienes alg�n buen empleo.� ��El Cielo me guarde de eso!--me replic�--. El partido que he tomado es superior a todos los empleos. Un sujeto de distinci�n, de quien es esta casa, me ha dejado una sala, de la que he hecho cuatro piezas, que he alhajado como ves; a m� nada me falta y s�lo me ocupo en lo que me agrada.� �H�blame con m�s claridad--le dije--, porque avivas mi deseo de saber lo que haces.� �Pues bien--me dijo--, voy a complacerte. Me he metido a ser autor, me he dedicado a la literatura, escribo en verso y prosa y hago a pluma y a pelo.� ��T� favorito de Apolo!--exclam� ri�ndome--. Eso es lo que jam�s hubiera adivinado; menos me sorprender�a verte dedicado a otra cualquiera cosa. �Y qu� atractivo has podido hallar en la profesi�n de poeta? Porque me parece que a semejantes gentes las desprecian en la vida civil y que no son las m�s ricas.� ��Oh, qu�tate all�!--replic�--. Eso es bueno para aquellos miserables autores cuyas obras son el desecho de los libreros y de los c�micos. �Ser� de extra�ar que no se estimen semejantes escritores? Pero los buenos, amigo m�o, est�n en el mundo en otro concepto y yo puedo decir sin vanidad que soy de este n�mero.� �No lo dudo--le dije--. T� eres un mozo de gran talento, y as�, tus composiciones no pueden ser malas. Pero lo �nico que deseo saber, y me parece digno de mi curiosidad, es c�mo te ha dado la man�a de escribir.� �Tu admiraci�n es fundada--dijo N��ez--. Estaba tan contento con mi suerte en casa del se�or Manuel Ord��ez, que no deseaba otra; pero haci�ndose mi ingenio superior poco a poco, como el de Plauto, a la servidumbre, compuse una comedia, que hice representar a unos c�micos que estaban en Valladolid. Aunque no val�a un pito, fu� muy aplaudida, de lo que infer� que el p�blico era una vaca mansa de leche que f�cilmente se dejaba orde�ar. Esta reflexi�n y la locura de componer nuevas piezas me hicieron dejar el hospital. El amor a la poes�a me quit� el de las riquezas, y para adquirir buen gusto determin� venir a Madrid, como a centro de los ingenios. Me desped� del administrador, que, como me amaba tanto, sinti� bastante mi resoluci�n, y me dijo: �Fabricio, �por qu� quieres dejarme? �Acaso te habr� dado, sin pensarlo, alg�n motivo de disgusto?� �No, se�or--le respond�--, usted es el mejor de todos los amos y estoy muy agradecido a sus favores; pero bien sabe que cada uno debe seguir su estrella. Me contemplo nacido para eternizar mi nombre con obras de ingenio.� ��Qu� locura!--me replic� aquel buen amo--. Ya est�s connaturalizado con el hospital y eres la cantera de donde se sacan los mayordomos y aun los administradores. Si quieres dejar lo s�lido para pasar el tiempo en frusler�as, el mal es para ti, hijo m�o.� Viendo el administrador cu�n in�tilmente combat�a mi designio, me pag� mi salario y, en reconocimiento de mis servicios, me di� de guantes cincuenta ducados; de modo que con esto y lo que hab�a podido juntar en las peque�as comisiones que se hab�an encargado a mi integridad me vi en estado de presentarme decentemente en Madrid, lo que no dej� de hacer, aunque los escritores de nuestra naci�n no cuidan mucho del aseo. Inmediatamente hice conocimiento con Lope de Vega Carpio, Miguel de Cervantes Saavedra y los dem�s c�lebres autores; pero, con preferencia a estos dos grandes hombres, eleg� para preceptor m�o a un joven bachiller cordob�s, al incomparable D. Luis de G�ngora, el ingenio m�s brillante que jam�s produjo Espa�a, el cual no quiere que sus obras se impriman mientras viva y se contenta con le�rselas a sus amigos. Lo que hay de particular es que la Naturaleza le ha dotado del raro talento de manejar con acierto todo g�nero de poes�as; sobresale principalmente en las composiciones sat�ricas, que son su fuerte. No es, como Lucilio, un torrente turbio que arrastra consigo mucho cieno, sino el Tajo, cuyas aguas puras corren sobre arenas de oro.� �Tan buena pintura me haces de ese bachiller--le dije a Fabricio--que no dudo que una persona de tanto m�rito tenga muchos envidiosos.� �Todos los autores--respondi� �l--, tanto buenos como malos, le muerden; unos dicen que le gusta el estilo hinchado, los conceptillos, las met�foras y las transposiciones. Sus versos--dice otro--se parecen en lo obscuro a los que cantaban en sus procesiones los sacerdotes salios, y que nadie entend�a. Tambi�n hay quien le censura de que tan presto hace sonetos o romances y tan presto comedias, d�cimas y villancicos, como si locamente se hubiera propuesto deslucir a los mejores escritores en todo g�nero de poes�a. Pero todas estas saetas de la envidia se embotan dando contra una musa apreciada de grandes y peque�os. Tal es el maestro con quien hice mi aprendizaje, y me atrevo a decir sin vanidad que le imito; habi�ndome bebido de tal modo su esp�ritu, que ya compongo trozos sublimes que no los juzgar�a indignos de s�. A ejemplo suyo, voy a vender mi mercanc�a a las casas de los grandes, en las cuales soy muy bien recibido y en donde hallo gentes que no son muy descontentadizas. Es verdad que mi modo de recitar es halag�e�o, lo que no da�a a mis composiciones. En fin, muchos se�ores me estiman, y, sobre todo, vivo con el duque de Medinasidonia, como Horacio viv�a con Mecenas. He aqu� de qu� modo me he transformado en autor; nada m�s tengo que contarte; a ti te toca ahora cantar tus victorias.� Entonces tom� la palabra y, suprimiendo todo aquello que me pareci� no ser del caso, le hice la relaci�n que me ped�a, despu�s de la cual se trat� de comer, y sac� de su armario de �bano servilletas, pan, un pedazo de lomo de carnero asado, una botella de vino exquisito, y nos sentamos a la mesa con aquella alegr�a propia de dos amigos que vuelven a encontrarse despu�s de una larga separaci�n. �Ya ves--me dijo--mi vida, libre e independiente. Si quisiera seguir el ejemplo de mis compa�eros, ir�a a comer todos los d�as en casa de las personas distinguidas; pero adem�s de que el amor al trabajo me retiene de ordinario en casa, soy un nuevo Ar�stipo, pues tan contento estoy con el trato de gentes como con el retiro, con la abundancia como con la frugalidad.� Nos supo tan bien el vino que fu� menester sacar otra botella del armario. De sobremesa le di a entender tendr�a gusto en ver algunas de sus producciones, y al instante busc� entre sus papeles un soneto, que me ley� con �nfasis; pero, a pesar del sainete de la lectura, me pareci� tan obscuro que nada pude comprender. Conoci�lo y me dijo: �Este soneto no te ha parecido muy claro, �no es as�?� Le confes� que hubiera querido algo m�s de claridad; ech�se a re�r de m� y prosigui�: �Lo mejor que tiene este soneto, amigo m�o, es el no ser inteligible. Los sonetos, las odas y las dem�s obras que piden sublimidad no quieren estilo sencillo y natural; antes bien, en la obscuridad consiste todo su m�rito. Conque el poeta crea entenderlo, es bastante.� �T� te burlas de m�--interrump� yo--. Todas las poes�as, sean de la naturaleza que fueren, piden juicio y claridad; y si tu incomparable G�ngora no escribe con m�s claridad que t�, te confieso que decae mucho en mi opini�n; es un poeta que, cuando m�s, no puede enga�ar sino a su siglo. Veamos ahora tu prosa.� Ense��me un pr�logo que me dijo pensaba poner al frente de una colecci�n de comedias que estaba imprimiendo, y me pregunt� qu� me hab�a parecido. �No me gusta m�s tu prosa--le dije--que tus versos. El soneto es una algarab�a; en el pr�logo hay expresiones demasiado estudiadas, palabras que el p�blico no conoce, frases enredosas, y, en una palabra, tu estilo es muy extravagante y muy ajeno de los libros de nuestros buenos y antiguos autores.� ��Pobre ignorante!--exclam� Fabricio--. �No sabes t� que todo escritor en prosa que aspira hoy a la reputaci�n de pluma delicada afecta esta singularidad de estilo, estas expresiones equ�vocas que tanto chocan? Nos hemos aunado cinco o seis novadores animosos, que hemos emprendido mudar el idioma de blanco en negro, y con la ayuda de Dios lo hemos de conseguir, a pesar de Lope de Vega, de Sol�s, de Cervantes y de todos los dem�s ingenios que critican nuestros nuevos modos de hablar. Tenemos de nuestra parte gran n�mero de sujetos distinguidos, y hasta te�logos contamos en nuestro partido. Sobre todo--continu�--, nuestro designio es loable, y, fuera de preocupaciones, nosotros somos m�s apreciables que aquellos escritores sencillos que se explican en el lenguaje com�n de los hombres. No s� por qu� merecen el aprecio de tantas gentes honradas. Eso ser�a bueno en Atenas y en Roma, en donde todos se confund�an, por lo que S�crates dijo a Alcib�ades que el pueblo era un maestro excelente de la lengua; pero en Madrid es otra cosa. Aqu� tenemos estilo bueno y malo, y los cortesanos se explican de un modo diferente que el pueblo. En fin, deseng��ate que nuestro nuevo estilo supera al de nuestros antagonistas. Quiero probarte la diferencia que hay de la gallard�a de nuestra dicci�n a la bajeza de la suya. Ellos dir�an, por ejemplo, llanamente: _los intermedios hermosean una comedia_. Y nosotros, con m�s gracia, decimos: _los intermedios hacen hermosura en una comedia_. Observa bien este _hacer hermosura_. �Percibes t� toda la brillantez, la delicadeza y gracia que esto contiene?� Habiendo interrumpido a mi novador con una carcajada, le dije: ��Vete al diablo, Fabricio, con tu lenguaje culto! �T� eres un estrafalario!� �Y t�, con tu estilo natural--repuso �l--, eres un gran bestia. �V�--prosigui�, aplic�ndome aquellas palabras del arzobispo de Granada--: _D�le a mi tesorero que te entregue cien ducados y anda bendito de Dios con ellos! �Adi�s, se�or Gil Blas! �Me alegrar� logre usted todo g�nero de prosperidades con algo m�s de gusto!_� Repet� mis carcajadas al o�r esta pulla, y Fabricio, sin perder nada de su buen humor, me perdon� el desacato con que hab�a hablado de sus escritos. Despu�s de habernos bebido la segunda botella, nos levantamos de la mesa tan amigos como antes. Salimos con �nimo de ir a pasearnos al Prado, pero al pasar por delante de un caf� nos di� gana de entrar. A esta casa concurr�an regularmente gentes de forma. Vi en dos salas diferentes a algunos caballeros que se divert�an de varios modos. En la una jugaban a los naipes y al ajedrez, y en la otra hab�a diez o doce que estaban muy atentos escuchando la disputa de dos argumentantes. No tuvimos necesidad de acercarnos para o�r que el asunto de la contienda era un punto de Metaf�sica; porque era tal el calor y vehemencia con que hablaban que no parec�an sino dos energ�menos. Yo pienso que si se les hubiera aplicado el anillo de Ele�zaro se hubieran visto salir demonios de sus narices. ��V�lgame Dios!--dije a mi compa�ero--. �Qu� fogosidad! �Qu� pulmones! �No parece sino que aquellos disputadores hab�an nacido para pregoneros! �La mayor parte de los hombres yerran su vocaci�n!� �As� es la verdad--respondi�--. Estas gentes descienden, al parecer, de Novio, aquel banquero romano cuya voz sobresal�a por entre el ruido de los carreteros; pero lo que m�s me disgusta de sus altercaciones es que atolondran los o�dos infructuosamente.� Dejamos a estos metaf�sicos gritadores, y con esto se me desvaneci� el dolor de cabeza que me hab�an causado. Nos fuimos a un rinc�n de otra sala, y habiendo bebido algunas copas de vino generoso, principiamos a examinar a los que entraban y sal�an. Como N��ez los conoc�a casi a todos, dijo: ��Por vida m�a, que la disputa de nuestros fil�sofos lleva traza de no acabarse en gran rato! Pero a bien que llega tropa de refresco: estos tres que entran van a tomar parte en la disputa. Pero �ves esos dos sujetos originales que salen? Pues la personilla morena, seca y cuyos cabellos lacios y largos le caen en partes iguales por detr�s y delante se llama don Juli�n de Villanu�o. Es un togado nuevo que la echa del elegante. El otro d�a fuimos un amigo y yo a comer con �l y le sorprendimos en una ocupaci�n muy singular: se divert�a en su estudio tirando y haciendo traer por un gran lebrel los legajos de un pleito que est� defendiendo, los que su perro desgarraba a grandes dentelladas. El licenciado que le acompa�a, aquel cara de tomate, se llama don Querub�n Tonto, es can�nigo de la iglesia de Toledo y el hombre m�s negado del mundo. No obstante, al ver su aire placentero, la viveza de sus ojos, su risa fingida y maliciosa, le tendr�n por sabio y de gran perspicacia. Cuando se lee en su presencia alguna obra delicada y profunda pone la mayor atenci�n, como si penetrara su asunto, pero maldita la cosa que entiende. Este fu� uno de los convidados en casa del togado, en donde se dijeron mil chistes y agudezas, sin que a mi don Querub�n se le oyese el metal de la voz; pero, en recompensa, los gestos y demostraciones con que aplaud�a nuestros chistes daban una aprobaci�n superior al m�rito de nuestras gracias.� ��Conoces--dije a N��ez--a aquellos dos desgre�ados que est�n de codos sobre una mesa en el rinc�n, hablando tan bajo y de cerca que parece que se besan?� �No--me respondi�--, no los he visto en mi vida; pero, seg�n todas las apariencias, ser�n pol�ticos de caf� que murmuran del Gobierno. �Ves a ese caballerete gal�n que, silbando, se pasea por la sala, sosteni�ndose ya sobre un pie y ya sobre otro? Pues es don Agust�n Moreto, poeta mozo que muestra gran talento, pero a quien los aduladores y los ignorantes le han llenado los cascos de vanidad. Aquel a quien se acerca es uno de sus compa�eros, que compone versos prosaicos o prosa en rimas y a quien tambi�n sopla la musa. Todav�a hay m�s autores--prosigui�, se�al�ndome dos hombres que entraban con espada--. �No parece sino que se han citado para venir a pasar revista delante de ti! Ve all� a don Bernardo Deslenguado y a don Sebasti�n de Villaviciosa. El primero es un sujeto de mala �ndole, un autor que parece ha nacido bajo el signo de Saturno, un mortal mal�fico, que se complace en aborrecer a todo el mundo y a quien nadie ama. Por lo que hace a don Sebasti�n, es un mozo de buena fe, autor muy concienzudo. Poco hace que di� al teatro una comedia, que ha gustado en extremo, y por no abusar m�s tiempo de la estimaci�n del p�blico la ha hecho imprimir.� El caritativo disc�pulo de G�ngora se preparaba para continuar explic�ndome las diferentes figuras del cuadro variable que ten�amos a la vista, cuando vino a interrumpirle un gentilhombre del duque de Medinasidonia dici�ndole: �Se�or don Fabricio, vengo en busca de usted para decirle que el duque mi se�or quisiera hablarle y espera a usted en su casa.� Sabiendo N��ez que para satisfacer el deseo de un gran se�or no hay prisa que baste, me dej� al momento por ir a ver lo que le quer�a su Mecenas, y yo qued� muy admirado de haber o�do tratarle de _don_ y de mirarle as� convertido en noble, a pesar de ser su padre maese Cris�stomo el barbero. CAPITULO XIV Fabricio coloca a Gil Blas en casa del conde Galiano, t�tulo de Sicilia. El gran deseo de ver a Fabricio me llev� bien de ma�ana a su casa. ��Buenos d�as--le dije al entrar--, se�or don Fabricio, flor y nata de la nobleza asturiana!� Al o�rme se ech� a re�r. ��Conque has notado--me dijo--que me han tratado de don?� �S�, caballero m�o--le respond�--, y perm�teme te diga que ayer, cuando me contaste tu transformaci�n, te olvidaste de lo mejor.� �Ciertamente--respondi�--; pero en verdad que si he tomado este dictado de honor no es tanto por satisfacer mi vanidad como por acomodarme a la de los otros. T� conoces a los espa�oles; maldito el caso que hacen de un hombre honrado si tiene la desgracia de ser pobre o plebeyo; y aun te dir� que veo tantas gentes--�y Dios sabe qu� clase de gentes!--que hacen les llamen don Francisco, don Gabriel, don Pedro o don como t� quieras llamarle, que es preciso confesar que la Nobleza es una cosa muy com�n y que un plebeyo que tiene m�rito la honra cuando quiere agregarse a ella. Pero mudemos de conversaci�n--a�adi�--. Anoche, durante la cena en casa del duque de Medinasidonia, en donde, entre otros convidados, se hallaba el conde Galiano, t�tulo de Sicilia, se toc� la conversaci�n sobre los rid�culos efectos del amor propio. Yo me alegr� de hallar ocasi�n de divertir a la concurrencia sobre el mismo punto y le cont� la historia de las homil�as. Puedes imaginar cu�nto reir�an y qu� apodos no se dar�an a tu arzobispo. Lo que no te ha venido mal, porque se han compadecido de ti, y despu�s de haberme hecho el conde Galiano muchas preguntas acerca de tu persona, a las cuales puedes creer respond� como deb�a, me encarg� que te presente a �l, y para este fin iba ahora mismo a buscarte. Seg�n parece, quiere nombrarte por uno de sus secretarios, y te aconsejo no desprecies este partido. En casa de este se�or te hallar�s perfectamente; es rico y hace en Madrid un gasto de embajador. Dicen ha venido a la corte a tratar con el duque de Lerma sobre ciertas haciendas de la Corona que este ministro piensa enajenar en Sicilia. En fin, el conde, aunque siciliano, parece generoso, lleno de rectitud y de ingenuidad. No puedes hacer mejor cosa que acomodarte con este se�or, porque probablemente es el que debe hacerte rico, seg�n lo que te pronosticaron en Granada.� �Hab�a resuelto--dije a N��ez--pasearme y divertirme alg�n tiempo antes de ponerme a servir; pero me hablas del conde siciliano de un modo que me hace mudar de intenciones. �Ya quisiera estar con �l!� �Pronto estar�s--me dijo--, o yo me enga�o mucho.� Entonces salimos ambos para ir a ver al conde, que ocupaba la casa de D. Sancho de Avila, su amigo, quien estaba entonces en una hacienda de campo. Encontramos en el patio muchos pajes y lacayos con libreas primorosas, y en la antesala muchos escuderos, gentileshombres y otros criados. Si los vestidos eran magn�ficos, los rostros eran tan extravagantes que se me figuraron una manada de monos vestidos a la espa�ola. Puede afirmarse que hay caras de hombres y mujeres a las que el arte no puede dar hermosura. Habiendo D. Fabricio hecho pasar recado, fu� admitido inmediatamente en la sala, adonde le segu�. Estaba el conde en bata, sentado en un sof� y tomando chocolate. Le saludamos con demostraciones del m�s profundo respeto, y �l nos correspondi� inclinando la cabeza y con un aspecto tan afable que le cobr� grande inclinaci�n; efecto admirable y ordinario que causa com�nmente en nosotros la favorable acogida de los grandes. Preciso es que nos reciban muy mal para que nos desagraden. Despu�s que tom� el chocolate se divirti� alg�n tiempo en juguetear con un gran mono, al que llamaba _Cupido_. Ignoro por qu� pusieron el nombre de este dios a aquel animal, a no ser que fuese por causa de su malicia, porque en otra cosa absolutamente no le parec�a; pero tal cual era, su amo ten�a puesto todo su cari�o en �l, y estaba tan prendado de sus gracias que no le soltaba de sus brazos. Aunque nos divert�an poco los brincos del mono, aparentamos que nos hechizaban, lo que complaci� mucho al siciliano, quien suspendi� el gusto que ten�a en aquel pasatiempo para decirme: �En mano de usted estar�, amigo m�o, ser uno de mis secretarios. Si le conviene a usted el partido, le dar� doscientos doblones al a�o; basta que don Fabricio sea quien presente a usted y responda de su conducta.� �S�, se�or--exclam� N��ez--. Soy m�s arrogante que Plat�n, que no se atrevi� a salir por fiador de un amigo suyo que enviaba a Dionisio el tirano; pero no temo merecer reconvenciones.� Agradec� con una reverencia al poeta de Asturias su fina arrogancia, y despu�s, dirigi�ndome al amo, le asegur� de mi celo y fidelidad. Apenas vi� aquel se�or que yo aceptaba su propuesta, hizo llamar a su mayordomo, a quien habl� en secreto, y en seguida me dijo: �Gil Blas, luego te dir� en lo que pienso emplearte; entre tanto v� con mi mayordomo, que ya le he dado orden de lo que ha de hacer de ti.� Obedec�, dejando a Fabricio con el conde y _Cupido_. El mayordomo, que era un mesin�s de los m�s diestros, me llev� a su cuarto, llen�ndome de cumplimientos. Hizo llamar al sastre de la casa y le mand� hacerme prontamente un vestido de igual magnificencia que los de los criados mayores. El sastre me tom� la medida y se retir�. �En cuanto a vuestra habitaci�n--me dijo el mesin�s--, os he destinado una que os gustar�. Ahora bien--prosigui�--: �os hab�is desayunado?� Respond�le que no. ��Qu� pobre mozo sois!--me dijo--. �Por qu� no habl�is? Est�is en una casa en donde no hay mas que decir lo que se quiere para tenerlo. Venid conmigo, que voy a llevaros a un paraje en donde, a Dios gracias, nada falta.� Dicho esto, me hizo bajar a la despensa, en la que hallamos al repostero, que era un napolitano que val�a tanto como el mesin�s, de modo que pudiera decirse de ambos que eran a cual peor. Este honrado hombre estaba con cinco o seis amigos suyos atrac�ndose de jam�n, lenguas de vaca y otras carnes saladas que les hac�an menudear los tragos. Entramos en el corro y ayudamos a apurar los mejores vinos del se�or conde. Mientras esto pasaba en la reposter�a, se representaba la misma comedia en la cocina, en donde el cocinero tambi�n obsequiaba a tres o cuatro conocidos suyos, quienes no beb�an menos vino que nosotros y se hartaban de empanadas de perdices y conejos. Hasta los marmitones se regalaban con lo que pod�an pescar. Yo pens� estar en el puerto de Arrebatacapas y en una casa entregada al pillaje; pero cuanto estaba viendo era nada en comparaci�n de lo que no ve�a. CAPITULO XV De los empleos que el conde Galiano di� en su casa a Gil Blas. Habiendo salido a hacer llevar el equipaje a mi nueva habitaci�n, encontr� a la vuelta al conde en la mesa con muchos se�ores y el poeta N��ez, que con aire desembarazado se hac�a servir como uno de tantos y se mezclaba en la conversaci�n. Al mismo tiempo observ� que no dec�a palabra que no cayese en gracia a los circunstantes. �Viva el talento! �El que lo tiene puede hacer cuantos papeles quiera! Por lo que a m� toca, com� con los criados mayores, que fueron servidos con corta diferencia como el amo. Acabada la comida, me retir� a mi cuarto, en donde, reflexionando sobre mi condici�n, me dije a m� mismo: �Ahora bien, Gil Blas: ya est�s sirviendo a un conde siciliano cuyo car�cter no conoces. Si se ha de juzgar por las apariencias, estar�s en su casa como el pez en el agua; pero de nada se puede estar seguro, y la malignidad de tu estrella te ha hecho ver muy de ordinario que no debes fiarte de ella. Adem�s de esto, ignoras el destino que quiere darte. Ya tiene secretarios y mayordomo. �En qu� querr� que t� le sirvas? Siempre querr� que lleves el caduceo, es decir, que seas su confidente secreto. �Pues sea enhorabuena! No se podr�a entrar bajo mejor pie en casa de un se�or para andar mucho en poco tiempo. Sirviendo empleos m�s honrosos se camina lentamente, y aun con eso no siempre se consigue el fin.� En medio de estas bellas reflexiones vino un lacayo a decirme que todos los caballeros que hab�an comido en casa se hab�an marchado y que su se�or�a me llamaba. Fu� volando a su aposento, en donde le encontr� echado en un sof� para dormir la siesta y con su mono al lado. �Ac�rcate, Gil Blas--me dijo--; toma una silla y esc�chame.� Obedec�le y me habl� en estos t�rminos: �Me ha dicho don Fabricio que, entre otras buenas cualidades, tienes la de amar a tus amos y que eres un mozo de mucha integridad. Estas dos cosas me han determinado a recibirte para mi servicio. Necesito un criado que me tenga afecto, cuide de mis intereses y ponga todo su conato en conservar mis bienes. Es verdad que soy rico, pero mis gastos exceden todos los a�os a mis rentas. �Y por qu�? Porque me roban, porque me saquean y vivo en mi casa como en un monte lleno de ladrones. Sospecho que mi mayordomo y mi repostero caminan de acuerdo, y si no me enga�o, ve aqu� m�s de lo que se necesita para arruinarme enteramente. Me dir�s que si los contemplo bribones por qu� no los despido; pero �en d�nde hallar� otros que sean formados de mejor barro? Es preciso contentarme con hacer que vigile sobre ellos una persona encargada de inspeccionar su conducta. A ti, Gil Blas, he elegido para el desempe�o de esta comisi�n. Si la evacuas bien, ten por cierto que no servir�s a un ingrato. Cuidar� de emplearte muy ventajosamente en Sicilia.� Despu�s de haberme hablado de esta manera me despidi�, y aquella misma noche, delante de todos los criados, fu� proclamado por superintendente de la casa. Por el pronto no fu� muy sensible esta novedad al mesin�s y al napolitano, porque yo les parec�a un picarillo f�cil de ganar y contaban con que partiendo conmigo la torta tendr�an libertad para continuar su rumbo; pero al d�a siguiente se hallaron muy chasqueados cuando les manifest� que yo era enemigo de toda malversaci�n. Ped� al mayordomo un estado de las provisiones, visit� el dep�sito de los vinos, registr� lo que hab�a en la reposter�a, quiero decir, la vajilla y manteler�a, y despu�s los exhort� a mirar por el caudal del amo, a usar de econom�a en el gasto, y acab� mi exhortaci�n con asegurarles que dar�a cuenta a su se�or�a de cuanto malo viese hacer en su casa. No me content� con esto, sino que quise tener un esp�a para averiguar si hab�a alguna inteligencia entre ellos, y a este fin me val� de un marmit�n que, engolosinado con mis promesas, dijo que no pod�a haber escogido otro m�s a prop�sito que �l para saber lo que pasaba en casa; que el mayordomo y el repostero estaban aunados y cada uno hurtaba por su parte; que todos los d�as enviaban fuera la mitad de las provisiones que se compraban para el gasto de la casa; que el napolitano manten�a a una dama que viv�a enfrente del colegio de Santo Tom�s y el mesin�s a otra en la Puerta del Sol; que estos dos caballeros hac�an llevar todas las ma�anas a casa de sus ninfas toda especie de provisiones; que el cocinero por su parte regalaba muy buenos platos a una viuda que conoc�a en la vecindad, y que, en agradecimiento de los servicios que hac�a a los otros dos, dispon�a como ellos de los vinos del dep�sito. Finalmente, que estos tres criados eran la causa del gasto tan enorme que se hac�a en casa del se�or conde. �Si usted no me cree--a�adi� el marmit�n--, t�mese el trabajo de estar ma�ana por la ma�ana, a eso de las siete, cerca del Colegio de Santo Tom�s, y me ver� cargado con un esport�n, que le har� ver que no miento.� �Seg�n eso--le dije--, �eres el mandadero de esos galanes proveedores?� �Yo soy--respondi�--el que sirvo al repostero, y uno de mis camaradas hace los recados del mayordomo.� Esta noticia me pareci� digna de averiguarse. El d�a siguiente tuve la curiosidad de ir cerca del colegio de Santo Tom�s a la hora se�alada. No tuve que aguardar mucho a mi esp�a, pues bien pronto le vi llegar con un gran esport�n lleno de carne, aves y caza. Cont� las piezas y las apunt� en mi libro de memoria, que fu� a mostrar al amo, despu�s de haber dicho al marmit�n que cumpliese como de ordinario su encargo. El se�or siciliano, que era de un car�cter muy vivo, quiso en el primer impulso despedir al napolitano y al mesin�s; pero, despu�s de haberlo pensado, se content� con despedir al �ltimo, cuya plaza recay� en m�, por lo que mi empleo de superintendente qued� suprimido poco despu�s de su creaci�n, y confieso con franqueza que no me pes�. Hablando con propiedad, �ste no era mas que un empleo honor�fico de esp�a, un destino que nada ten�a de s�lido, siendo as� que llegando a ser mayordomo ten�a a mi disposici�n la caja del dinero, que es lo principal. Un mayordomo es el criado de m�s suposici�n en casa de un se�or, y son tantos los gajes anejos a la mayordom�a que podr�a enriquecerse sin faltar a la hombr�a de bien. El bellaco del napolitano no dej� por eso sus malas ma�as, y advirtiendo que yo ten�a un celo riguroso y que as� no dejaba de registrar todas las ma�anas las provisiones que compraba, no las extraviaba; pero el tunante continu� haciendo traer cada d�a la misma cantidad. Con esta trampa, aumentando el provecho que sacaba de lo sobrante de la mesa, que de derecho le pertenec�a, hall� medio de enviar la carne cocida a su queridita, ya que no pod�a cruda. Aquel diablo nada perd�a y el conde nada hab�a adelantado con tener en su casa al f�nix de los mayordomos. La excesiva abundancia que vi reinar en las comidas me hizo adivinar este nuevo ardid, e inmediatamente puse en ello remedio, despoj�ndolas de todo lo superfluo, lo que, sin embargo, hice con tanta prudencia que no se notaba ninguna escasez. Nadie hubiera dicho sino que continuaba siempre la misma profusi�n, y, sin embargo, no dej� de disminuir con esta econom�a considerablemente el gasto, que era lo que el amo deseaba; quer�a ahorrar sin parecer menos espl�ndido, de suerte que su avaricia se sujetaba a su ostentaci�n. No pararon aqu� mis providencias, porque tambi�n reform� otro abuso. Viendo que el vino iba por la posta, sospech� que hab�a tambi�n trampa por este lado. Efectivamente: si, por ejemplo, hab�a doce a la mesa de su se�or�a, se beb�an cincuenta, y algunas veces hasta sesenta botellas, lo que no pod�a menos de causarme admiraci�n. Consult� sobre esto a mi or�culo, es decir, a mi marmit�n, con quien yo ten�a algunas conversaciones secretas, en las que me contaba con toda fidelidad lo que se dec�a y hac�a en la cocina, en donde nadie se recelaba de �l. Me dijo que el desperdicio de que yo me quejaba proced�a de una nueva liga que se hab�a formado entre el repostero, el cocinero y los lacayos que serv�an el vino a la mesa, que �stos se llevaban las botellas medio llenas y las distribu�an despu�s entre los confederados. Re�� a los lacayos y les amenac� con echarlos a la calle si volv�an a reincidir, y esto bast� para que se enmendasen. Ten�a gran cuidado de informar a mi amo de las menores cosas que hac�a en su beneficio, con lo que me llenaba de alabanzas y cada d�a me cobraba m�s afecto. Por mi parte, recompens� al marmit�n que me hac�a tan buenos oficios, haci�ndole ayudante de cocina. De este modo va ascendiendo un criado fiel en las casas principales. El napolitano rabiaba de ver que siempre andaba tras de �l, y lo que sent�a m�s vivamente era el tener que aguantar mis reparos siempre que me daba las cuentas, porque para quitarle el motivo de sisar me tom� la molestia de ir a los mercados e informarme del precio de los g�neros, de suerte que le esperaba con esta prevenci�n. Y como �l no dejaba de querer remachar el clavo, yo le rechazaba vigorosamente, bien persuadido de que me maldecir�a cien veces al d�a; pero la causa de sus maldiciones me quitaba todo temor de que se cumpliesen. No s� c�mo pod�a resistir a mis pesquisas ni c�mo continuaba sirviendo al se�or siciliano; sin duda que �l, a pesar de todo esto, hac�a su agosto. Contaba a Fabricio, a quien ve�a algunas veces, mis inauditas proezas econ�micas; pero le hallaba m�s propenso a vituperar mi conducta que a aprobarla. ��Quiera Dios--me dijo un d�a--que al cabo y al postre sea bien recompensado tu desinter�s! Pero, hablando aqu� para los dos, creo que saldr�as m�s bien librado si no te estrellases tanto con el repostero.� �Pues qu�--le respond�--, �este ladr�n ha de tener la osad�a de poner en la cuenta del gasto diez doblones por un pescado que no cost� m�s que cuatro? �Y quieres t� que yo pase esta partida?� ��Y por qu� no?--replic� serenamente--. Que te d� la mitad del aumento y har� las cosas en forma. A fe m�a, amigo--continu�, meneando la cabeza--, que no te sabes gobernar. T�, a la verdad, echas a perder las cosas, y tienes traza de servir mucho tiempo, pues no te chupas el dedo teni�ndolo en la miel. Has de saber que la fortuna es semejante a aquellas damiselas vivas y veleidosas a quienes no pueden sujetar los galanes t�midos.� Re�me de las expresiones de N��ez, que por su parte hizo otro tanto, y quiso persuadirme que aquello hab�a sido s�lo una chanza: se avergonzaba de haberme dado in�tilmente un mal consejo. Continu� siempre en el firme prop�sito de ser fiel y celoso, atrevi�ndome a asegurar que en cuatro meses con mi econom�a ahorr� a mi amo por lo menos tres mil ducados. CAPITULO XVI Del accidente que acometi� al mono del conde Galiano y de la pena que caus� a este se�or. C�mo Gil Blas cay� enfermo y cu�les fueron las resultas de su enfermedad. El sosiego que reinaba en la casa le turb� extra�amente un suceso que al lector le parecer� una bagatela, pero que, no obstante, lleg� a ser muy serio para los criados, y sobre todo para m�. _Cupido_, aquel mono de que he hablado, aquel animal tan querido del amo, al saltar un d�a de una ventana a otra tom� tan mal sus medidas que cay� al patio y se disloc� una pata. Apenas supo el conde esta desgracia, cuando empez� a dar gritos como una mujer, y en el exceso de su sentimiento ech� la culpa a sus criados, sin excepci�n, y falt� poco para que los echara a todos a la calle. No obstante, limit� su indignaci�n a maldecir nuestro descuido y darnos mil ep�tetos con palabras descomedidas. Inmediatamente hizo llamar a los cirujanos m�s h�biles de Madrid en fracturas y dislocaciones de huesos. Reconocieron la pata del herido, repusieron el hueso en su lugar y la vendaron; pero por m�s que asegurasen no ser cosa de cuidado, no pudieron conseguir que mi amo no retuviese a uno de ellos para que permaneciera al lado del animal hasta su perfecta curaci�n. Har�a mal si pasara en silencio las penas e inquietudes que tuvo el se�or siciliano durante este tiempo. �Se creer� que no se apartaba en todo el d�a de su _Cupido_? Estaba presente cuando le curaban y de noche se levantaba dos o tres veces a verle. Lo m�s penoso era que con precisi�n hab�an de estar todos los criados, y principalmente yo, siempre levantados, para acudir pronto a lo que se necesitara en servicio del mono. En una palabra, no hubo en la casa un instante de reposo hasta que la maldita bestia, curada de su ca�da, volvi� a sus saltos y volteretas ordinarias. A vista de esto, bien podemos dar cr�dito a la narraci�n de Suetonio cuando dice que Cal�gula amaba tanto a su caballo que le puso una casa ricamente alhajada, con criados para servirle, y que tambi�n quer�a hacerle c�nsul. Mi amo no estaba menos enamorado de su mono, y con gusto le hubiera nombrado corregidor. Por desgracia m�a, yo me distingu� m�s que todos los criados en complacer al amo, y trabaj� tanto en cuidar de su _Cupido_ que ca� enfermo. Me di� una fuerte calentura, que se agrav� de modo que perd� el sentido. Ignoro lo que hicieron conmigo en los quince d�as que estuve a la muerte, y solamente s� que mi mocedad luch� tanto con la calentura, y tal vez contra los remedios que me dieron, que al fin recobr� el conocimiento. El primer uso que hice de �l fu� observar que estaba en un cuarto diferente del m�o. Quise saber por qu�, y se lo pregunt� a una vieja que me asist�a; pero me respondi� que no hablara, porque el m�dico lo hab�a prohibido expresamente. Cuando estamos buenos, ordinariamente nos burlamos de estos doctores; pero en estando malos nos sometemos con docilidad a sus preceptos. Aunque m�s desease hablar con mi asistenta, tom� la determinaci�n de callar; y estaba pensando en esto a tiempo que entraron dos como elegantes muy desembarazados, con vestidos de terciopelo y ricas camisolas guarnecidas de encaje. Me imagin� que eran algunos se�ores amigos de mi amo, que por atenci�n a �l me ven�an a ver, y en esta inteligencia hice un esfuerzo para incorporarme, y por pol�tica me quit� el gorro; pero mi asistenta me volvi� a tender a la larga, dici�ndome que aquellos se�ores eran el m�dico y el boticario que me asist�an. El doctor se acerc� a m�, me tom� el pulso, mir�me atentamente el rostro, y habiendo observado todas las se�ales de una pr�xima curaci�n, se revisti� de un aspecto victorioso, como si hubiese puesto mucho de suyo, y dijo que s�lo faltaba tomase una purga para acabar su obra, y que en vista de esto bien pod�a alabarse de haber hecho una buena curaci�n. Despu�s de haber hablado de esta suerte dict� al boticario una receta, mir�ndose al mismo tiempo a un espejo, atus�ndose el pelo y haciendo tales gestos que no pude dejar de re�rme a pesar del estado en que me hallaba. H�zome una cortes�a y se march�, pensando m�s en su cara que en las drogas que hab�a recetado. Luego que sali�, el boticario, que sin duda no fu� a mi casa en vano, se prepar� para ejecutar lo que se puede discurrir. Fuese porque temiese que la vieja no se dar�a buena ma�a, o sea por hacer valer m�s el g�nero, quiso operar por s� mismo; pero, a pesar de su destreza, apenas me hab�a disparado la carga cuando, sin saber c�mo, la rechac� sobre el manipulante, poni�ndole el vestido de terciopelo como de perlas. Tuvo este accidente por adehala del oficio. Tom� una toalla, se limpi� sin decir palabra y se fu�, bien resuelto a hacerme pagar lo que le llevase el quitamanchas, a quien sin duda tuvo precisi�n de enviar su vestido. A la ma�ana siguiente volvi�, vestido m�s llanamente, aunque nada ten�a que aventurar ya, y me trajo la purga que el doctor hab�a recetado el d�a antes. Yo me sent�a por momentos mejor; pero, fuera de eso, hab�a cobrado tanta aversi�n desde el d�a anterior a los m�dicos y boticarios que maldec�a hasta las Universidades en donde a estos se�ores se les da la facultad de matar hombres sin riesgo. Con esta disposici�n, declar�, enfadado, que no quer�a m�s remedios y que fueran a los diablos Hip�crates y sus secuaces. El boticario, a quien maldita de Dios la cosa se le daba de que yo diera el destino que quisiera a su medicina con tal que se la pagase, la dej� sobre la mesa y se retir� sin decirme una palabra. Inmediatamente hice arrojar por la ventana aquel maldito brebaje, contra el cual hab�a formado tal aprensi�n que habr�a cre�do beber veneno si lo hubiera tomado. A esta desobediencia a�ad� otras: romp� el silencio y dije con entereza a la que me cuidaba que lo que positivamente quer�a era me diese noticias de mi amo. La vieja, que tem�a excitar en m� una alteraci�n peligrosa si me respond�a, o, por el contrario, que si dejaba de satisfacerme irritar�a mi mal, se detuvo un poco; pero la inst� con tal empe�o que al fin me respondi�: �Caballero, usted no tiene m�s amo que a usted mismo. El conde Galiano se ha vuelto a Sicilia.� Me parec�a incre�ble lo que o�a; pero nada era m�s cierto. Este se�or, desde el segundo d�a de mi enfermedad, temiendo que muriese en su casa, tuvo la bondad de hacerme trasladar, con lo poco que ten�a, a una posada, en donde me dej� abandonado sin m�s ni m�s a la Providencia y al cuidado de una asistenta. En este tiempo tuvo orden de la Corte para restituirse a Sicilia, y se march� tan aceleradamente que no pudo pensar en m�, ya fuese porque me contaba con los muertos o ya porque las personas de distinci�n suelen padecer estas faltas de memoria. Mi asistenta fu� la que me lo cont� todo, y me dijo que ella era la que hab�a buscado m�dico y boticario para que no muriese sin su asistencia. Estas bellas noticias me hicieron caer en un profundo desvar�o. �Adi�s mi establecimiento ventajoso en Sicilia! �Adi�s mis m�s dulces esperanzas! �Cuando os suceda alguna desgracia--dice un Papa--, examinaos bien y encontrar�is que siempre hab�is tenido alguna parte de culpa.� Con perd�n de este Santo Padre, no puedo descubrir en qu� hubiese yo contribu�do a mi fatalidad en aquella ocasi�n. Cuando vi desvanecidas las lisonjeras fantasmas de que me hab�a llenado la cabeza, lo primero que me ocup� el pensamiento fu� mi maleta, que hice traer a mi cama para registrarla. Al verla abierta, suspir�. ��Ay mi amada maleta--exclam�--, �nico consuelo m�o! �A lo que veo, has estado a merced de manos ajenas!� ��No, no, se�or Gil Blas--me dijo entonces la vieja--; crea usted que nada le han robado! He guardado su maleta lo mismo que mi honra.� Encontr� el vestido que llevaba cuando entr� a servir al conde, pero busqu� en vano el que me mand� hacer el mesin�s. Mi amo no hab�a tenido por conveniente dej�rmelo o alguno se lo hab�a apropiado. Todo lo restante de mi ajuar estaba all�, y tambi�n una bolsa grande de cuero donde ten�a mi dinero. Lo cont� dos veces, porque a la primera, no hallando mas que cincuenta doblones, no cre� quedasen tan pocos de doscientos sesenta que dej� en ella antes de mi enfermedad. ��Qu� es esto, buena mujer?--dije a mi asistenta--. Mi caudal se ha disminu�do mucho.� �Nadie ha llegado a �l--respondi� la vieja--, y he gastado lo menos que me ha sido posible; pero las enfermedades cuestan mucho; es necesario estar siempre dando dinero. Vea usted--a�adi� la buena econ�mica sacando de la faltriquera un legajo de papeles--, vea usted una cuenta del gasto, tan cabal como el oro y que os har� ver que no he malgastado un ochavo.� Recorr� la cuenta, que bien tendr�a sus quince o veinte hojas. �Dios misericordioso, qu� de aves se hab�an comprado mientras yo estuve sin sentido! Solamente en caldos ascender�a la suma por lo menos a doce doblones. Las otras partidas eran correspondientes a �sta. No es decible lo que hab�a gastado en carb�n, en luz, en agua, en escobas, etc. Sin embargo, por muy llena que estuviese su lista, el total llegaba apenas a treinta doblones, y, por consiguiente, deb�an quedar todav�a doscientos treinta. D�jeselo; pero la vieja, con un aire de sencillez, empez� a poner por testigos a todos los santos de que en la bolsa no hab�a mas que ochenta doblones cuando el mayordomo del conde le hab�a entregado mi maleta. ��Qu� dice usted, buena mujer?--le interrump� con precipitaci�n--. �Fu� el mayordomo quien di� a usted mi ropa?� �El fu� realmente--me respondi�--; por m�s se�as, que al d�rmela me dijo: �Tome usted, buena mujer; cuando el se�or Gil Blas est� frito en aceite no deje usted de obsequiarle con un buen entierro. En esta maleta hay con qu� hacerle las honras.� ��Ah maldito napolitano!--exclam� entonces--. �Ya no necesito saber en d�nde para el dinero que me falta! �T� lo has llevado, para desquitarte de lo que te he impedido hurtases!� Despu�s de esta invectiva, di gracias al Cielo de que el brib�n no hubiese cargado con todo. No obstante, aunque yo ten�a motivo para imputarle el hurto, no dej� de discurrir que acaso pod�a haberlo hecho mi asistenta. Mis sospechas tan presto reca�an sobre el uno como sobre el otro, mas para m� siempre era lo mismo. Nada dije a la vieja, ni tampoco quise altercar sobre las partidas de su larga cuenta, porque nada hubiera adelantado: es preciso que cada uno haga su oficio. Mi resentimiento se redujo a pagarla y despedirla de all� a tres d�as. Me imagino que al salir de mi casa fu� a avisar al boticario de que yo la hab�a despedido y me hallaba ya restablecido y fuerte para poder tomar las de Villadiego sin pagarle, porque le vi venir de all� a poco que apenas pod�a echar el aliento. Di�me su cuenta, en la que ven�an los supuestos remedios que me hab�a suministrado cuando estaba yo sin sentido, puestos con unos nombres que no entend�, aunque hab�a sido m�dico. Esta se pod�a llamar propiamente cuenta de boticario, y as�, cuando lleg� el caso de la paga, altercamos bastante, pretendiendo yo que rebajase la mitad y �l porfiando que no bajar�a un maraved�: pero haci�ndose cargo al fin el boticario de que las hab�a con un mozo que en el d�a pod�a marcharse de Madrid, tom� a bien contentarse con lo que le ofrec�a, es decir, con tres partes m�s de lo que val�an sus medicinas, por no exponerse a perderlo todo. Con mucho sentimiento m�o le afloj� el dinero, con lo que se retir�, bien vengado de la desazoncilla que le caus� el d�a de la lavativa. El m�dico lleg� casi al punto, porque estos animales van siempre uno tras otro. Le satisfice el importe de sus visitas, que hab�an sido frecuentes, y se march� contento. Mas, para acreditarme que hab�a ganado bien su dinero, antes de retirarse me refiri� por menor las mortales consecuencias que hab�a precavido en mi enfermedad, lo cual hizo en t�rminos muy elegantes y con un aspecto agradable; pero nada comprend� de cuanto dijo. Luego que sal� de �l me juzgu� ya libre de todos los familiares de las Parcas; pero me enga�aba, porque vino tambi�n un cirujano, a quien en mi vida hab�a visto. Salud�me muy cort�smente y manifest� mucho gusto de hallarme fuera del peligro en que me hab�a visto, atribuyendo este beneficio--dec�a �l--a dos copiosas sangr�as que me hab�a hecho y a unas ventosas que hab�a tenido la honra de aplicarme. Esta pluma quedaba que arrancarme todav�a; me fu� preciso asimismo pagar al cirujano. Con tantas evacuaciones se qued� tan flaco mi bolsillo que se pod�a decir era un cuerpo aniquilado y que ni aun le quedaba el h�medo radical. Al verme otra vez abismado en tan miserable situaci�n, empec� a desanimarme. En casa de mis �ltimos amos me hab�a aficionado de suerte a las comodidades de la vida que no pod�a ya, como en otro tiempo, considerar la indigencia del modo que un fil�sofo c�nico. A la verdad, no deb�a entristecerme, teniendo repetidas experiencias de que la fortuna apenas me derribaba cuando me volv�a a levantar; antes hubiera debido mirar mi infeliz estado como una ocasi�n de inmediata prosperidad. FIN DEL TOMO SEGUNDO �NDICE DEL TOMO SEGUNDO _P�ginas._ LIBRO CUARTO CAP�TULO I.--No pudiendo Gil Blas acomodarse a las costumbres de los comediantes, se sale de casa de Arsenia y halla mejor conveniencia. 5 CAP�TULO II.--C�mo recibi� Aurora a Gil Blas, y la conversaci�n que con �l tuvo. 13 CAP�TULO III.--De la gran mutaci�n que sobrevino en casa de don Vicente y de la extra�a determinaci�n que el amor hizo tomar a la bella Aurora. 18 CAP�TULO IV.--El casamiento por venganza. (Novela). 26 CAP�TULO V.--De lo que hizo do�a Aurora de Guzm�n luego que lleg� a Salamanca. 64 CAP�TULO VI.--De qu� ardides se vali� Aurora para que la amase don Luis Pacheco. 78 CAP�TULO VII.--Muda Gil Blas de acomodo, pasando a servir a don Gonzalo Pacheco. 89 CAP�TULO VIII.--Car�cter de la marquesa de Chaves, y personas que ordinariamente la visitaban. 104 CAP�TULO IX.--Por qu� incidente Gil Blas sali� de casa de la marquesa de Chaves y cu�l fu� su paradero. 110 CAP�TULO X.--Historia de don Alfonso y de la bella Serafina. 117 CAP�TULO XI.--Qui�n era el viejo ermita�o y c�mo conoci� Gil Blas que se hallaba entre amigos. 136 LIBRO QUINTO CAP�TULO I.--Historia de don Rafael. 143 CAP�TULO II.--De la conferencia que tuvieron don Rafael y sus oyentes y de la aventura que les sucedi� al querer salir del bosque. 235 LIBRO SEXTO CAP�TULO I.--De lo que hicieron Gil Blas y sus compa�eros despu�s que se separaron del conde de Pol�n; del importante proyecto que form� Ambrosio y c�mo se ejecut�. 241 CAP�TULO II.--De la resoluci�n que tomaron don Alfonso y Gil Blas despu�s de esta aventura. 249 CAP�TULO III.--C�mo don Alfonso se halla en el colmo de su alegr�a y la aventura por la cual se vi� de repente Gil Blas en un estado dichoso. 254 LIBRO S�PTIMO CAP�TULO I.--De los amores de Gil Blas y de la se�ora Lorenza S�fora. 259 CAP�TULO II.--De lo que le sucedi� a Gil Blas despu�s de dejar la casa de Leiva y de las felices consecuencias que tuvo el mal suceso de sus amores. 268 CAP�TULO III.--Llega Gil Blas a ser el privado del arzobispo de Granada y el conducto de sus gracias. 276 CAP�TULO IV.--Dale un accidente de apoplej�a al arzobispo. Del lance cr�tico en que se halla Gil Blas y del modo con que sali� de �l. 283 CAP�TULO V.--Partido que tom� Gil Blas despu�s que le despidi� el arzobispo; su casual encuentro con el licenciado Garc�a y c�mo le manifest� �ste su agradecimiento. 288 CAP�TULO VI.--Va Gil Blas a ver representar a los c�micos de Granada; de la admiraci�n que le caus� el ver a una actriz y de lo que le pas� con ella. 292 CAP�TULO VII.--Historia de Laura. 300 CAP�TULO VIII.--Del recibimiento que hicieron a Gil Blas los c�micos de Granada y de la persona a quien reconoci� en el vestuario. 317 CAP�TULO IX.--Del hombre extraordinario con quien Gil Blas cen� aquella noche y de lo que pas� entre ellos. 321 CAP�TULO X.--De la comisi�n que el marqu�s de Marialba di� a Gil Blas y c�mo la desempe�� este fiel secretario. 325 CAP�TULO XI.--De la noticia que supo Gil Blas, y que fu� un golpe mortal para �l. 329 CAP�TULO XII.--Gil Blas se aloja en una posada de caballeros, en donde adquiere conocimiento con el capit�n Chinchilla; qu� clase de hombre era este oficial y qu� negocio le hab�a llevado a Madrid. 334 CAP�TULO XIII.--Encuentra Gil Blas en la corte a su querido amigo Fabricio, y de la grande alegr�a que de ello recibieron. A d�nde fueron los dos, y de la curiosa conversaci�n que tuvieron. 343 CAP�TULO XIV.--Fabricio coloca a Gil Blas en casa del conde Galiano, t�tulo de Sicilia. 356 CAP�TULO XV.--De los empleos que el conde Galiano di� en su casa a Gil Blas. 360 CAP�TULO XVI.--Del accidente que acometi� al mono del conde Galiano y de la pena que caus� a este se�or. C�mo Gil Blas cay� enfermo y cu�les fueron las resultas de su enfermedad. 368 OBRAS DE J. H. FABRE EDITADAS POR CALPE Cinco vol�menes en 8.�, de unas 300 p�ginas cada uno. LA VIDA Y COSTUMBRES MARAVILLOSAS DE LOS INSECTOS APARECEN EN ESTAS OBRAS NARRADAS CON AMENIDAD ENCANTADORA TITULO DE CADA VOLUMEN =Maravillas del instinto en los insectos=, con grabados y 16 l�minas fuera de texto, seg�n fotograf�as de P. H. Fabre, y portada en color. En r�stica, 5 pesetas; en tela, 7. =Costumbres de los insectos=, con grabados y 16 l�minas fuera de texto, seg�n fotograf�as de P. H. Fabre, y portada en color. En r�stica, 5 pesetas; en tela, 7. =La vida de los insectos=, con grabados y 11 l�minas fuera de texto, seg�n fotograf�as de P. H. Fabre, y portada en color. En r�stica, 5 pesetas; en tela, 7. =Los destructores.= Lecturas acerca de los animales perjudiciales a la agricultura, con grabados y 16 l�minas fuera de texto, seg�n fotograf�as de P. H. Fabre, y portada en color. En r�stica, 5 pesetas; en tela, 7. =Los auxiliares.= Lecturas acerca de los animales �tiles a la agricultura, con grabados y 16 l�minas fuera de texto, seg�n fotograf�as de P. H. Fabre, y portada en color. En r�stica, 5 pesetas; en tela, 7. COLECCI�N CONTEMPOR�NEA Los mejores novelistas modernos Obras escogidas entre los m�s selecto de la producci�n literaria de nuestros d�as y publicadas por CALPE: Marcelo Proust.--=Por el camino de Swan.=--Dos tomos. Cada uno, encuadernado, 6 pesetas; en r�stica, 5. Miguel de Unamuno.--=Tres novelas ejemplares y un pr�logo.=--Encuadernado, 4 pesetas; en r�stica, 3. Tom�s Mann.--=La muerte en Venecia, y Trist�n.=--Encuadernado, 6 pesetas; en r�stica, 5. Ant�n Chejov.--=El jard�n de los cerezos, y Cuentos.=--Encuadernado, 6 pesetas; en r�stica, 5. Leonardo Coimbra.--=La Alegr�a, el Dolor y la Gracia.=--Encuadernado, 6 pesetas; en r�stica, 5. Enrique Mann.--=Las diosas.=--Tomo I.--=Diana.= Encuadernado, 6 pesetas; en r�stica, 5. Ana Vivanti.--=Los devoradores.=--Dos tomos. Cada uno, encuadernado, 5,50 pesetas; en r�stica, 4,50. Juan Giraudoux.--=La escuela de los indiferentes.=--Encuadernado, 5,50 pesetas; en r�stica, 4,50. Alejandro Arnoux.--=El cabaret.=--Encuadernado, 5,50 pesetas; en r�stica, 4,50. Escipi�n Sighele.--=Eva moderna.=--Encuadernado, 6 pesetas; en r�stica, 5. --=La mujer y el amor.=--Encuadernado, 5 pesetas; en r�stica, 4. Tom�s Hardy.--=La bien amada.=--Encuadernado, 5 pesetas; en r�stica, 4. Francis Jammes.--=Rosario al sol.=--Encuadernado, 5 pesetas; en r�stica, 4. Emilio Clermont.--=Laura.=--Encuadernado, 5 pesetas; en r�stica, 4. Israel Zangwill.--=Los hijos del Ghetto.=--Dos tomos. Cada uno, encuadernado, 5 pesetas; en r�stica, 4. Valery-Larbaud.--=Fermina M�rquez.=--Encuadernado, 4,50 pesetas; en r�stica, 3,50. Eugenio d'Ors.--=Oceanograf�a del tedio, e Historias de Las Esparragueras.=--Encuadernado, 4 pesetas; en r�stica, 3. Arturo Schnitzler.--=Anatol, y "A la cacat�a verde".=--Encuadernado, 4 pesetas; en r�stica, 3. Raul Brand�o.--=La farsa.=--Encuadernado, 4 pesetas; en r�stica, 3. Lafcadio Hearn.--=El romance de la V�a L�ctea.=--Encuadernado, 4 pesetas; en r�stica, 3. --=Kwaidan.=--Encuadernado, 4 pesetas; en r�stica, 3. Juli�n Benda.--=La ordenaci�n.=--Encuadernado, 4 pesetas; en r�stica, 3. Jeromo y Juan Tharaud.--=Un reino de Dios.=--Encuadernado, 4 pesetas; en r�stica, 3. LOS GRANDES VIAJES MODERNOS OBRAS PUBLICADAS POR CALPE: Ansorge: =Bajo el sol africano.= Un tomo de 432 p�ginas, con 123 grabados, 14 l�minas fuera de texto y portada a varios colores, 20 pesetas. Charcot: =El �Pourquoi-pas?� en el Ant�rtico.= Un tomo de 478 p�ginas, con 121 grabados, 43 l�minas y tres mapas, cubiertas a varios colores, 20 pesetas. Sverdrup: =Cuatro a�os en los hielos del Polo.= Dos tomos, con 908 p�ginas, 35 l�minas, 104 grabados y cinco mapas en colores. Cada tomo, 20 pesetas. Haviland: =De la �taiga� y de la �tundra�.= (La vida en el Bajo Yenisei.) Un volumen de 320 p�ginas, con numerosos grabados, 15 pesetas. Alexander: =Del N�ger al Nilo.= Dos tomos. El tomo I consta de 436 p�ginas, con 27 l�minas y 99 figuras. El tomo II tiene 460 p�ginas, con 24 l�minas, 98 figuras y un mapa. Cada tomo, 20 pesetas. Orjan Olsen: =Los soyotos. N�madas pastores de renos.= Un volumen de 240 p�ginas, con 49 figuras, 8 l�minas y un mapa, 14 pesetas. EN PRENSA Algot Lange: =El Bajo Amazonas=. Erland Nordenskjold: =Exploraciones y aventuras en la Am�rica del Sur=. Sven Hedin: =Transhimalaya=. End of the Project Gutenberg EBook of Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 2 de 3), by Alain-Ren� Lesage *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK GIL BLAS DE SANTILLANA, VOL 2 *** ***** This file should be named 52682-8.txt or 52682-8.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/5/2/6/8/52682/ Produced by Josep Cols Canals, Carlos Col�n and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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