Project Gutenberg's Semblanzas literarias, by Armando Palacio Vald�s This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Semblanzas literarias Author: Armando Palacio Vald�s Release Date: March 20, 2013 [EBook #42376] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK SEMBLANZAS LITERARIAS *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive) SEMBLANZAS LITERARIAS Obras de Palacio Vald�s. Pesetas. El Se�orito Octavio (nueva edici�n), un tomo. 4 Marta y Mar�a (nueva edici�n), un tomo. 4 Traducida al ingl�s por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York. Traducida al ruso por Mr. Pawlosky: publ. en el _Diario de San Petersburgo_. Traducida � la lengua bohemia por O. S. Vetti. Un tomo. Praga. Traducida al sueco por A. Hillman. Un tomo. Stockolmo. El Idilio de un enfermo (nueva edici�n), un tomo 4 Traducida al franc�s por Mr. Albert Savine: publicada en _Les Heures du Salon et de l'Atelier_. Traducida � la lengua bohemia por Mr. A. Pikhart. Un tomo. Praga. Traducida al ingl�s por W. T. Faulkner. Aguas fuertes (nueva edici�n), un tomo. 4 Traducidas y publicadas la mayor parte de estas novelitas por _La Independencia Belga, El Diario de Ginebra, El Correo de Hannover, Hlas N�roda, Lumir_ y otros peri�dicos y revistas. Edici�n espa�ola con introducci�n y notas en ingl�s para el estudio del espa�ol en Inglaterra y Estados Unidos, por W. T. Faulkner. Un tomo. New-York. Jos� (nueva edici�n), un tomo. 4 Traducida al franc�s por Mlle. Sara Oquendo y publicada en la Revue de la Mode. Par�s. Traducida al ingl�s por M. C. Smith. Un tomo. New-York. Traducida al alem�n y publicada en _Interhaltungs-Beilage_. Traducida al holand�s por Mr. Hora Adema y publicada en Het _Nieuws van den Dag_. Amsterdam. Traducida al sueco por A. Hillman. Un tomo. Stockolmo. Traducida al portugu�s por Cunha e Costa. Publicada en _Revista da Semana_. R�o de Janeiro. Traducida al tcheque por A. Pikhart. Un tomo. Praga. Edici�n espa�ola con prefacio y notas en ingl�s para el estudio del castellano en Inglaterra y Estados Unidos, por el profesor Mr. Davidson. Un tomo. New-York. London. Riverita (nueva edici�n), un tomo 4 Traducida al franc�s por Mr. Julien Lugol: publ. en la _Revue Internationale_. Maximina (nueva edici�n), un tomo. 4 Traducida al ingl�s por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York. El Cuarto Poder (nueva edici�n), un tomo. 4 Traducida al holand�s por Mr. Hora Adema. Un tomo. Amsterdam. Traducida al ingl�s por Miss Rachel Challice. Un tomo. New-York. Nueva edici�n inglesa. _Grant and Richards_. Londres. La Hermana San Sulpicio (nueva edici�n), un tomo. 4 Traducida al franc�s por Mme. Huc con prefacio de Emile Faguet, de la Academie Fran�aise. Un tomo. Par�s. Traducida al ingl�s por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York. Traducida al holand�s y publicada en _El Correo de Rotterdam_. Traducida al sueco por Mr. A. Hillman. Un tomo. Stockolmo. La Espuma (nueva edici�n), un tomo. 4 Traducida al ingl�s por Clara Bell. Un tomo. London. La Fe, un tomo. 4 Traducida al ingl�s por Miss I. Hapgood. Un tomo. New-York. Traducida al alem�n por Mr. Albert Cronau. Un tomo. Leipzig. El Maestrante, un tomo. 4 Traducida al franc�s por Mr. J. Gaure, con un estudio preliminar de Mr. Bordes. Un tomo. Par�s. Traducida al ingl�s por Miss Challice. Un tomo. London. El Origen del Pensamiento, un tomo. 4 Traducida al franc�s por Mr. Dax Delime: publicada en la _Revue Britannique_. Traducida al ingl�s por I. Hapgood: publicada en _The Cosmopolitan_, con ilustraciones de Cabrinety. Los Majos de C�diz, un tomo. 4 Traducida al holand�s por Mary Hora Adema. Un tomo. Amsterdam. La Alegr�a del Capit�n Ribot, un tomo. 4 Traducida al franc�s por C. du Val Asselin: publicada en _Le Gaulois_. Traducida al ingl�s por Minna C. Smith. Un tomo. New-York. Traducida al holand�s por el Dr. A. Fokker. Un tomo. Amsterdam. Edici�n espa�ola con notas en ingl�s y vocabulario para el estudio del castellano, por los profesores Morrison y Churchman. Un tomo. New-York. London. La Aldea perdida, un tomo. 4 Trist�n � el pesimismo, un tomo. 4 Semblanzas literarias (nueva edici�n), un tomo. 4 OBRAS COMPLETAS DE D. ARMANDO PALACIO VALD�S TOMO XI SEMBLANZAS LITERARIAS MADRID Librer�a general de Victoriano Su�rez. PRECIADOS, N�MERO 48 1908 ES PROPIEDAD DEL AUTOR. MADRID.--Hijos de M. G. Hern�ndez, Libertad, 16 dup�, bajo. [Illustration] TREINTA A�OS DESPU�S [Illustration: L]LEGO � la reimpresi�n de estas semblanzas, escritas y publicadas treinta a�os ha, con la curiosidad burlona y tambi�n con el enternecimiento con que descubrimos en el desv�n de nuestra casa el caballo de cart�n que hemos montado en la ni�ez. �Oh cielos, cu�nto me he divertido cabalgando sobre mi pluma irresponsable en aquel tiempo feliz! �Cuan dulce poder soltar la carcajada en una reuni�n prevalidos de nuestra insignificancia! Despu�s crecemos, adquirimos seriedad, reputaci�n, pero huye la alegr�a, y gracias que no sea en compa��a del talento. Parece que me estoy viendo discurrir por aquel amplio corredor del Ateneo, en la calle de la Montera, pobremente esterado, sin m�s decoraci�n que los libros encerrados en estantes de pino. Conmigo pasean otros cuantos seres insignificantes, y juntos todos formamos un grupo de una insignificancia escandalosa. Por aquel pasillo cruzan � cada instante enormes personajes, estadistas, oradores, acad�micos cuyo rostro se frunce al pasar � nuestro lado. �Por qu� se frunce? Aquellos personajes nos detestan porque disputamos �de lo que no entendemos� y acaparamos las revistas extranjeras. Algunos, sin embargo, son buenos y cari�osos para nosotros, y el m�s bueno y cari�oso de todos y el m�s sabio al mismo tiempo es aquel var�n magn�nimo que se llam� D. Jos� Moreno Nieto. All� estaba siempre sentado en el rinc�n de la Biblioteca como un sacerdote en su confesonario esperando afablemente � todo el que quisiera molestarle. Con �l consult�bamos nuestras dudas cient�ficas, nuestros planes de estudio � ensayos literarios. No era avaro, no, de su talento y de su ciencia. �Pobre D. Jos�! �Qu� suma de indulgencia se necesitaba para sufrir nuestra petulancia y no mandarnos � paseo! Pero hab�a otros, como he dicho, no tan pacientes y nos hac�an ostensible su desprecio y nos dirig�an miradas furibundas cuando os�bamos entrar en las salas de conversaci�n. Tanto que desesperados un d�a resolvimos declararnos independientes y conquistar tambi�n nuestro terru�o. Hab�a en aquel vetusto caser�n de la calle de la Montera una estancia grande y l�brega con balcones � un patio que serv�a de trastera. All� decidimos plantar nuestra tienda. Dicho y hecho. Una tarde, � la hora en que no hab�a llegado todav�a ninguno de aquellos odiosos viejos (llam�bamos viejos �ay! � los hombres de treinta � cuarenta a�os), penetran cautelosamente en el Ateneo una docena escasa de valerosos j�venes, se dirigen impetuosamente � la trastera, la limpian en un abrir y cerrar de ojos de las sillas decr�pitas y mesas patizambas que all� dorm�an bajo el polvo, ahuyentan tambi�n �ste con escobas; luego se lanzan imp�vidos al asalto de los salones, roban, pillan, escamotean, y en otro abrir y cerrar de ojos queda amueblada y decorada con relativo lujo aquella _cacharrer�a_ que no tard� en hacerse famosa en Espa�a. Los criados contemplaban con espanto el saqueo; el conserje se mesaba los cabellos exclamando: ��Dios m�o, qu� dir� el secretario!� Uno de aquellos chicos, el de voz m�s bronca (porque ya hab�a llegado � la muda), se yergue altivo al oir esto y ahuec�ndola cuanto pudo y empin�ndose sobre la punta de los pies deja caer como gotas de hierro incandescente estas palabras: �D�gale usted al secretario (pausa), d�gale usted al secretario... �que no le conozco! Despu�s de tan arrogante respuesta que nos hizo recordar la de Le�nidas al emisario de Jerjes, volvi� la espalda con infinito desprecio y el conserje qued� anonadado. Nuestra audacia impuso respeto � los _viejos_ � tal vez les hizo reir. Lo cierto es que al d�a siguiente nos enviaron � guisa de burla, como regalo, el retrato al �leo de D. Juli�n Sanz del R�o, fil�sofo tan profundo como feo, importador en Espa�a de la filosof�a de Krause. � estas horas pocos recuerdan en el mundo � Sanz del R�o ni � Krause, pero en aquella fecha eran tan odiados de los hombres de orden como hoy lo son los anarquistas, y sus preceptos �vive una vida �ntegra�, �realiza tu esencia�, etc., inspiraban el mismo terror que las bombas de dinamita. Nosotros acogimos con j�bilo al laber�ntico fil�sofo y le colgamos respetuosamente de la pared, aunque jurando con las manos extendidas no leer jam�s su _Filosof�a anal�tica_. Todo aquello se hundi� en el abismo del olvido y s�lo los cuatro � cinco canosos y panzudos _cacharreros_ que paseamos por las aceras de Madrid nos acordamos con emoci�n de aquellos d�as risue�os y nos enternecemos hablando del retrato al �leo de D. Juli�n. Precisamente en aquellos d�as risue�os fueron escritas estas semblanzas sobre los negros y sobados pupitres de la Biblioteca del Ateneo. Publicadas primero en la _Revista Europea_ y despu�s en volumen, se agotaron r�pidamente, porque en Espa�a siempre hubo p�blico para los azotados. Desde aquella remota fecha � la presente se me han hecho algunas proposiciones para reimprimirlas, pero me he negado obstinadamente � ello y aun al publicar la serie de mis obras completas prescind� de incluirlas, hasta ahora. �Por qu� tan severa resoluci�n? Porque estoy persuadido de que � los veintid�s � veintitr�s a�os se puede ser un excelente poeta � tal vez un mediano novelista, pero s�lo un detestable cr�tico. Adem�s, estas semblanzas est�n llenas de alusiones personales de dudoso gusto, est�n escritas en general con la arrogancia decisiva que suele caracterizarnos en los primeros a�os de la vida. Por tales razones las hab�a condenado � eterna proscripci�n. Pero he aqu� que en una noche de insomnio me asalt� la terrible duda que � todos los escritores acomete m�s � menos tarde. �Si yo fuese inmortal! pens� de improviso. �Si mis obras fuesen le�das de las generaciones venideras! Entonces no s�lo se reimprimir�a cuanto yo he escrito, sino que se buscar�an, se recoger�an y se publicar�an las cartas que he dirigido � mis amigos y �qui�n sabe! hasta los billetitos amorosos; hay eruditos capaces de las mayores infamias. Pensar esto y sentir inundado mi cuerpo de un fr�o sudor entre las s�banas fu� todo uno. No existe hombre en el mundo que haya escrito m�s simplezas � sus amigos, pero estas simplezas no son comparables con las que he escrito � las amigas. Mis huesos se ruborizar�an dentro de la tumba, estoy seguro de ello. Tan desazonado me dej� tal pensamiento, que � la ma�ana siguiente encontr� paseando con sus nietos por el Retiro � una venerable se�ora � quien en otro tiempo dirig� por escrito una declaraci�n de amor, y me cost� trabajo no acercarme � ella y suplicarle por el de Dios, ya que no por el m�o, que me devolviese la ep�stola si es que la conservaba. Por supuesto, ahora me miro mucho cuando escribo cartas, pensando en que andando el tiempo han de ser publicadas, y si alg�n conocido me escribe una pidi�ndome prestadas cien pesetas adopto el estilo m�s puro y m�s cl�sico, imitado de Hurtado de Mendoza, para responderle que no me es posible envi�rselas. Desde esta fecha me di � imaginar que era menester reimprimir las presentes semblanzas. Para animarme � ello me he dicho � m� mismo repetidas veces que los pecados de la juventud son letras de cambio que se pagan indefectiblemente en la vejez. Puesto que yo he cometido algunos, debo valerosamente sufrir las consecuencias. Al lado de este motivo generoso, levanta la cabeza su compa�ero eterno, el motivo ego�sta y s�rdido. Si este volumen de semblanzas ha de reportar algunas ganancias, �no es preferible que estas ganancias caigan en mi bolsillo antes que en el de un editor profano que las desentierre? He aqu� pues, lector, este libro de semblanzas que te vuelvo � ofrecer al cabo de tantos a�os. Si eres viejo sentir�s cierta melancol�a hall�ndote de nuevo frente � los hombres que amabas � aborrec�as en tu juventud y � quien siempre escuchabas con inter�s. Si eres joven sonreir�s desde�osamente al ver la importancia que entonces conced�amos � ciertos hombres absolutamente desconocidos para ti. No te equivoques, sin embargo; lo que ahora sucede, suceder� m�s tarde y suceder� siempre. �Cu�ntos de los personajes que hoy provocan tu admiraci�n � tu c�lera se salvar�n del olvido? En conciencia puedo decirte que aquellos hombres por m� zaheridos no ten�an m�s talento que los que ahora figuran en las letras y en la pol�tica, pero te afirmo igualmente, con la mano sobre el coraz�n, que eran menos pedantes. En cuanto � los por m� ensalzados, d�me, �qui�nes son actualmente los sustitutos de Zorrilla, de Castelar y Campoamor? Este libro viene � ser un camposanto. De los muchos varones que aqu� se estudian y de los otros � quien se alude, s�lo tres � cuatro pertenecen todav�a al mundo de los vivos. Un sentimiento de verg�enza que semeja remordimiento me acomete al entregar de nuevo � la publicidad estas s�tiras de oradores y escritores que ya han descendido � la regi�n de las sombras. Pero todos ellos comprender�n ahora que en mi coraz�n juvenil no hab�a ni un grano de odio. Yo no era entonces m�s que un ni�o travieso y poco respetuoso. Por eso cuando en breve me presente delante de ellos en ese lugar oscuro donde vagan las sombras de los h�roes, estoy seguro de que todos me tender�n la mano. Quiz� me pidan con af�n noticias del Ateneo y de los h�roes actuales de la literatura. Quiz� suspiren como Aquiles murmurando que vale m�s una noche pasada discutiendo _lo predominantemente subjetivo_, aunque haya cr�ticos que se burlen de sus discursos, que cien a�os trascurridos m�s all� de la laguna Estigia. [Illustration] [Illustration] LOS ORADORES DEL ATENEO PROEMIO [Illustration: E]L Ateneo Cient�fico y Literario de Madrid ha manifestado en los �ltimos cursos una vida y animaci�n � que no est�bamos acostumbrados los que tristemente discurr�amos en a�os anteriores por sus desiertos pasillos. Casi diariamente resuenan las voces de sus oradores por los �mbitos del espacioso, aunque irregular, sal�n consagrado � la c�tedra, y trasformado ahora en candente arena de estos palenques cient�ficos. La discusi�n no queda encerrada tampoco en el ceremonial de las formas acad�micas, sino que, desencadenada y movida por los huracanes de la pasi�n, sale � los pasillos consiguiendo arrebatar los cerebros de aquellos que, por carecer de facundia � por modestia, no tercian en el p�blico certamen. En privado, as� como en p�blico, l�branse formidables batallas, en las cuales se combate con todo el entusiasmo de la idea, aunque algunas veces, fuerza es decirlo, se sustituye �ste por otro menos noble, el de los bandos pol�ticos � el que origina las heridas del amor propio. Esparcidos aqu� y all� por los divanes y butacas del establecimiento, suele verse � �ltima hora empolvados, deshechos, aporreados y casi sangrientos � los campeones de la noche, sorbiendo con ansia el agua fresca, mientras alguno que otro, de pulm�n m�s robusto, manteni�ndose a�n en pie frente � estos desgraciados, descarga sobre ellos con extra�a ferocidad los golpes de remate. No pocas veces demand� gracia para algunos cuya inflamada pupila nos anunciaba la nube de argumentos que por su cabeza corr�a, sin que esta temerosa nube lograse rociar con algunas gotas sus exhaustos gaznates, y les pusiera en condiciones de revolverse contra su duro adversario. Deb�tense en esta culta Sociedad los m�s arduos � interesantes problemas de la ciencia; pero obs�rvase el, � primera vista, extra�o fen�meno de que todas sus discusiones, previamente anunciadas en un tema concreto, vienen precipitadamente � parar en puro asunto teol�gico � pol�tico. Fuertemente impresionado por estas singulares corrientes que en breve plazo conducen siempre el tema � su disoluci�n, trat� de inquirir la causa, y no cifrando gran confianza en el dictamen de mi pobre raz�n, busqu� el parecer de los m�s doctos. La mayor�a se inclin� � creer noblemente que la trascendencia de tales temas, la irresistible atracci�n que ejercen sobre el esp�ritu en estos cr�ticos tiempos y su actualidad, sobre todo en nuestra Espa�a, donde � la hora presente teolog�a y pol�tica andan sobradamente confundidas, son parte bastante � explicar los extrav�os de nuestro pensamiento. Los menos y con peor intenci�n, quisieron ver en ello pruebas claras de nuestra insuficiencia para ahondar con profundo y delicado an�lisis en un determinado punto de la ciencia. Nuestros lectores optar�n entre las dos contrarias teor�as, aunque � mi ver no ser�a dif�cil hallar elementos de verdad en ambas. Lo cierto de todo es, como digo, que las discusiones marchan en completo y general desorden. Cada cual, sin preocuparse de nada del tema discutido, verdadero n�ufrago en estas borrascosas sesiones, teje como puede un discurso y encomienda � la Providencia la convicci�n de sus oyentes. Dudo que exista pa�s en el mundo donde se hable tanto y tan bien como en Espa�a, pero seguro me encuentro de que en ninguno se recaba menos de tanta oratoria. Consiste esto en que la forma, el aspecto art�stico de la oratoria espa�ola, absorbe y avasalla su fondo cient�fico, el cual se halla primorosamente velado, pero velado al fin, por las hermosas galas de una ret�rica desenfrenada. En ning�n otro pa�s m�s que en Espa�a, y para encarecer � los representantes de la Naci�n la conveniencia de votar un impuesto sobre el aguardiente, trae el orador � cuento, flotando en un mar de rizadas ondas, las primitivas construcciones pel�sgicas, el monote�smo de la raza sem�tica � los cuadros del Correggio. Los oradores espa�oles no hacen obras de ciencia, sino obras de arte, y como artistas deben ser juzgados. De este modo nos explicamos el deleite con que hemos asistido estos cursos � las sesiones del Ateneo, y � la par el insignificante ardor cient�fico que lograron despertar en nosotros. El p�blico, artista tambi�n como los oradores, aplaude con frenes� los per�odos tersos, las brillantes im�genes, la m�mica fogosa; en cambio repugna el argumento recto y descarnado y el an�lisis detenido del asunto. Hay una derecha y hay una izquierda. Sentada la una enfrente de la otra, se miran con recelosa antipat�a, y tienen por costumbre aplaudir tan s�lo � sus respectivos oradores. Excusado ser� advertir que los a�os de las personas que en la derecha se sientan suman bastante m�s que los de aquellos que tienen su asiento en la izquierda. Esto no obstante, el ardor, el entusiasmo y aun la intransigencia es igual por ambas partes. Y cuenta que esto no lo decimos � modo de censura, porque estamos bien convencidos de que estos fuegos y arrebatos salen del fondo mismo del car�cter nacional, de cuyas grandezas participan muchos, de cuyos defectos y peque�eces todos participamos. No creemos posible, seg�n lo expuesto, que la ciencia gane mucho en las sesiones del Ateneo, donde sus m�s intrincadas cuestiones se discuten; pero en cambio suponemos que el arte, ese fantasma divino que logr� arrastrar siempre con predominio los deseos y las fuerzas de nuestra patria, tendr� que agradecer � este centro literario un culto desinteresado y devot�simo. En buen hora que se nos hagan ver los peligros sin cuento que la verdad corre entre tanta magnificencia y suntuosidad; por cima de todo flotar�n siempre las bellezas reales que hemos sabido crear. Nuestra oratoria recorre en toda su extensi�n la colosal escala trazada para esta manifestaci�n art�stica. Oradores, cuya sutil iron�a asuela y abrasa, tenemos, y tambi�n poseemos esos grandes artistas, verdaderos magos de la palabra, que en todas ocasiones saben rodearse de hermosas y nunca pensadas im�genes que encantan y transportan el alma. El instrumento que exterioriza los vuelos de esta fantas�a con su majestuosa dulzura y sonoridad, realza la obra del orador, y la coloca � la par � por encima de los m�s acabados modelos del arte cl�sico. Fijo en estas consideraciones, pienso mostrar en las p�ginas siguientes algunas observaciones sobre varios de los oradores que han terciado durante los �ltimos cursos en los debates del Ateneo. No aspiro � hacer retratos, que harto dif�cil lo considero para mi humilde pluma. Busco tan s�lo el medio de echar � volar algunos pensamientos que me ocurrieron al escuchar los discursos pronunciados en las veladas del Ateneo. Excusado parecer� a�adir, despu�s de lo expresado, que mi punto de vista ser� principalmente art�stico. Esto no obstante, tratar�, hasta donde me sea posible, de hacer ver, � la par que los m�ritos art�sticos de cada orador, las tendencias m�s caracterizadas de su inteligencia, � sea el rumbo que actualmente sigue en el oc�ano del pensamiento humano. Bajo uno y bajo otro aspecto, aunque mucho pueda aplaudir, algo tendr� tambi�n que censurar; mas har� de modo que estas censuras, ni tengan su ra�z en la pasi�n, ni se presenten tan agrias que puedan herir ninguna susceptibilidad. [Illustration] [Illustration] D. MIGUEL S�NCHEZ [Illustration: C]IERTA noche, y en ocasi�n que el se�or S�nchez ped�a la palabra, o�mos decir � nuestro lado: �Este se�or cura padece una equivocaci�n; se dirig�a � San Luis y entr� distra�do en el Ateneo�. No es exacto, sin embargo, lo que el mordaz interlocutor trataba de significar. El Sr. S�nchez (� el Padre S�nchez, que as� es como generalmente se le conoce) nada tiene de orador sagrado, si no es cierta pastosidad de voz y melifluidad de tono, y el empleo de algunas frases, como las de mansedumbre por humildad, misericordia por compasi�n, y otras tales que trascienden de una legua � p�lpito. Por lo dem�s, �qui�n podr� dudar que el Sr. S�nchez abandon� totalmente las formas arcaicas de la C�tedra Santa para aceptar con amor la nueva fase de la apolog�tica cat�lica? No se trata ya de hinchadas � indigestas pl�ticas, sembradas de m�sticos ejemplos donde Satan�s juega por lo com�n papeles de melodrama, de s�miles b�blicos y latines macarr�nicos, no; la moda, que todo lo invade, como me propongo demostrar en ocasi�n propicia, se ha introducido por la mohosa cancela de las catedrales y ha sugerido � los defensores de la verdad cat�lica nuevas y radicales reformas en su piadosa estrategia. La Iglesia hab�a pose�do hasta ahora santos padres, doctores y m�rtires; pero carec�a de guerrilleros de la palabra, y los tiempos actuales se los han suministrado. Los modernos paladines del Catolicismo no se aperciben � la batalla, como los antiguos, demandando al cielo fuerzas en medio de fervorosas oraciones y �spera penitencia, sino que afilan su lengua en las peleas del _meteeng_, y adiestran su pluma en las turbulencias del periodismo candente. Los ap�stoles � iluminados de otros d�as, son actualmente polemistas irascibles y batalladores. Los que fecundaban antes con su preciosa sangre los campos de la religi�n, riegan con bilis ahora la arena del debate. Los apologistas cat�licos se creen en el deber de aceptar las condiciones en que hoy se les ofrece la lucha, y mantienen en tensi�n constantemente el arco que tiene aparejado el dardo del sarcasmo � del ultraje. El Sr. S�nchez ha entrado de lleno en los derroteros de la nueva apolog�tica. No pertenece � la escuela de San Anselmo y San Bernardo; pero, en cambio, es disc�pulo aprovechado de Luis Veuillot. Hace bastantes a�os que esgrime su palabra, sutil y revoltosa, en el Ateneo de Madrid, si bien ha padecido un prolongado mutismo, ocasionado, � lo que parece, por la suspicacia clerical. No merecen los honores de batallas las luchas en que interviene, porque no entra en sus miras presentar el pecho al enemigo, pero sabe preparar con destreza una emboscada y evitar los m�s certeros golpes. No para mientes jam�s en las doctrinas, sino en la persona que las representa, y � ella asesta luego sus malignas estocadas. El Padre S�nchez entiende que la discusi�n es un pugilato donde el laurel de la victoria debe adjudicarse al que m�s aporrea � su adversario. Es un polemista escabroso; un defensor audaz del antiguo r�gimen; tiene bastante nervio dentro del g�nero especial de su oratoria, y maneja con �xito ese estilo, ora m�stico, ora volteriano, que por medio de intencionadas burlas � incesantes sarcasmos pretende inculcarnos el amor de Dios y del pr�jimo. Cuando escuchamos las picantes alusiones, las sangrientas diatribas con que el P. S�nchez maltrata � sus adversarios pol�ticos, nuestro pensamiento se remonta sin darnos cuenta de ello � los primeros tiempos del Cristianismo. Y contemplamos la figura apacible del Redentor, y escuchamos la dulce y persuasiva voz que nos ordena amarnos los unos � los otros; y vemos tambi�n sobre el fuste marm�reo de una columna � aquellos ejemplares varones que salieron del mundo vivos en fuerza de mirar al cielo. �Oh santos Estilitas! �Cu�ntas veces se hubiera desplomado el P. S�nchez de vuestra memorable columna; �l que tan fijos tiene sus ojos en la tierra! La verdad de todo es que estos detractores irreconciliables de la revoluci�n, son en el fondo esp�ritus revolucionarios. Comp�rese, si no, la forma en que el Cristianismo se difund�a en sus primeros tiempos con el m�todo que hoy adoptan sus ap�stoles para esparcirlo por el orbe, y se notar� con claridad la profunda revoluci�n que en su modo de ser y de propagarse se ha operado. Bajo este sentido, el Padre S�nchez es un demagogo del apostolado, un descamisado del Catolicismo. Su temperamento no le llevar� seguramente al desierto � vivir con ra�ces y frutas y � gozar de los inefables misterios de la soledad y del �xtasis, antes bien, le arrastrar� constantemente hacia el choque ruidoso y apasionado de las ideas, hacia la invectiva, hacia la s�tira. Es un fan�tico del pasado con instintos y lenguaje democr�ticos. Con estos procedimientos irrespetuosos, con esta fecundidad de invectiva y esta agudeza que le caracterizan, el orador cat�lico logra despertar en alto grado la curiosidad del auditorio. En Espa�a nada hay que nos regocije tanto como oir en la calle unos tiros � una desverg�enza: estamos �vidos de sensaciones fuertes; la monoton�a nos causa terror; queremos, en una palabra, divertirnos. Y hay que convenir en que nada m�s divertido que las fil�picas con que el P. S�nchez flagela � los enemigos del absolutismo. No extra�e, pues, que en la sala del Ateneo se espere un discurso suyo con la risue�a impaciencia con que en el teatro se aguarda en pos de un drama un sainete. De este modo, con las armas de la iron�a, con las donosuras del gracejo, con los excesos de la pasi�n, quiere servir nuestro orador al Catolicismo sin comprender que lo rebaja al nivel de secta tumultuosa y alborotada. Esto equivale � servirse de la religi�n como de un estandarte bajo cuyos pliegues se lanzan al combate todos los �mpetus del sectario, todas las genialidades del car�cter y los rencores todos del esp�ritu. Nuestra conciencia nos dice que servir � la religi�n con tales armas es desnaturalizarla; y el imponerle una absurda solidaridad con el ideal absolutista es comprometerla gravemente. No ofrece duda que en los tiempos en que vivimos, cuando las ideas chocan con estr�pito en medio de una incesante discusi�n, y se ponen en tela de juicio las bases fundamentales del Catolicismo, es no tan s�lo un derecho sino tambi�n un deber de los creyentes el acudir con presteza � su defensa. Lo que lamentamos no es que los escritores y oradores cat�licos intervengan en la controversia, sino que se mezclen en los ardores y desmanes que la pasi�n produce siempre, quedando al mismo tiempo apartados de los altos y serios debates que ha suscitado la cr�tica contempor�nea. El Sr. S�nchez, � pesar de cuanto llevamos dicho, no es un orador cat�lico � la moderna, en la acepci�n m�s completa de la palabra. F�ltale para esto una condici�n esencial, la de ser lego, joven y bien quisto de las damas. No pertenece � esa falange inquieta de fogosos mancebos que aspiran � ser la polic�a de la Iglesia, y que, juzg�ndose int�rpretes �nicos de la voluntad divina, vilipendian � cuantos desconocen su autoridad en materia de fe, de costumbres y de literatura. Su car�cter sacerdotal le impide afectar ese buen tono y exquisita cortesan�a en la intemperancia misma que tanto brillo comunica � los ap�stoles con bigote y rizada cabellera. Se dice que el paso por el seminario imprime un sello de tal modo indeleble, que ni el cambio m�s radical en las opiniones y en los h�bitos alcanzan � borrarlo. Calc�lese, pues, qu� claro se ver� este sello en el Sr. S�nchez, cuando ning�n cambio se ha operado, ni esperamos que se opere, en sus concepciones mundanas y extramundanas. Cuando se le ocurre discutir alguna doctrina (lo cual repetimos que rara vez acontece), saca todo el arsenal de argucias y sofismas con que le abastecieron en sus juveniles a�os los maestros de la escol�stica. Si se le cita un hecho que perjudica � la doctrina que sustenta, lo niega; si se le demuestra, _distingue_; y cuando los distingos no bastan, replica: �...m�s eres t��. Manifiesta gran predilecci�n por la historia, pero la historia del Padre S�nchez no es historia, sino una especie de c�mara oscura, muy oscura, donde todo se ve cabeza abajo. � tal �nclito var�n, cuya memoria honra la humanidad desde largo tiempo, se le ve, terriblemente ataviado con cuernos y rabo, comerse los ni�os crudos. � tal otro bellaco que en su vida ha hecho m�s que picard�as y ruindades, se le contempla por arte de encantamento trasformado en santo. Profesa, en cambio, una aversi�n casi sagrada, por lo inmensa, � la poes�a. Se comprende bien. Los poetas son los profetas de nuestra edad, y el Padre S�nchez es todo lo contrario de un profeta. Tan lejos lleva nuestro orador esta aversi�n, que todo cuanto de malo encuentra en los discursos de sus contrarios no es m�s que poes�a, pura poes�a, como �l dice afectando el m�s profundo desprecio. Los dedos se le tornan poetas. �Un d�a se le ocurri� llamar poeta al Sr. Figuerola! En lo referente � la demostraci�n de las ideas, profesa este orador ideas muy singulares. La prueba de que una idea es verdadera, no consiste para �l en que sea rigurosamente l�gica y se imponga desde luego al esp�ritu como cierta. Precisa que vaya acompa�ada, adem�s, de un texto donde se apoye, cuyo texto deber� citarse en toda regla, esto es, con la p�gina, cap�tulo, libro, edici�n, archivo, etc. �l as� lo practica; mas o� decir en los pasillos � un sujeto (probablemente aquel mismo socio mordaz que cierta noche le llamaba se�or cura) que el Padre S�nchez es una verdadera especialidad en la invenci�n de citas. No creo que esto pase de cuchufleta. Sea de esto lo que quiera, con tales maneras y otras parecidas, el Padre S�nchez no convence � nadie, pero logra excitar la hilaridad del auditorio, y bien conocidas son las deferencias y respetos que en nuestro pa�s se guardan � quien se da bastante ma�a para hacernos pasar un rato divertido. Una observaci�n para terminar. El g�nero agresivo y picante de la oratoria del Sr. S�nchez, m�s que � la condici�n de su car�cter, cuya nobleza y sinceridad reconocemos, responde � las tradiciones constantes de la escuela en que milita. Sirva esto de alivio y descargo para lo que se halle de acerbo en nuestra censura. [Illustration] [Illustration] D. SEGISMUNDO MORET Y PRENDERGAST [Illustration: P]ENETRAMOS en el florido vergel de la poes�a, en el recinto deleitable y ameno donde se albergan los genios seductores de la elocuencia. Llegamos al m�s suave y armonioso de nuestros oradores. No es �guila soberbia que lanza su vuelo impetuoso por las regiones del aire; no es el rayo de sol ardiente que abrasa los tiernos p�talos de la flor; no es la ola gigantesca que forja el mar en su embravecido seno y brinca espumosa sobre el inmoble escollo. Es el malv�s alirrojo que entona su c�ntico dulce y mon�tono, oculto entre las frondas de un tilo; es el rayo tenue de la luna que esparce sosiego por el valle; es la onda cristalina que expira sin estr�pito en la playa. �De d�nde viene? De la libertad. �Qui�n no recuerda aquel grupo de j�venes inteligentes que en los albores de una revoluci�n rodeaba el estandarte de la libertad? Uno de estos j�venes, por la distinci�n de su figura, singularmente interesante, por el encanto que sab�a comunicar � su palabra, siempre florida y persuasiva, arrastraba hacia s� todas las miradas y todos los entusiasmos. �Qui�n es entre nosotros el que no le ha visto subir � la tribuna acompa�ado de ese murmullo lisonjero con que la simpat�a impone silencio � la atenci�n? Su cabeza, delicadamente bella, irradiaba inteligencia; su mirada, un poco vaga y so�adora, buscaba instintivamente la luz que entraba por el medio punto del sal�n como para suplicarla que iluminase su pensamiento. Su palabra, confiada y vibrante, corr�a sobre los abismos temerosos de la pol�tica como un incauto ni�o que no percibe el peligro que le cerca. Moret no es un orador parlamentario. F�ltale malicia, s�brale fantas�a y elevaci�n para terciar en esas peleas nobles muchas veces, � veces tambi�n indignas, en que se agitan los intereses pol�ticos. Carece en absoluto de esa decantada habilidad, que mejor llamar�amos astucia, con que, � guisa de ganz�a, consiguen abrir hoy nuestros pol�ticos las puertas del alc�zar gubernamental. Si ha entrado en �l alg�n d�a, fu� deslumbrando con el brillo de su palabra � los astutos enanos que lo guardaban. Arroj�ronle de all� m�s tarde explotando malignamente su candidez. Tampoco posee esa energ�a y firmeza que en el fragor de la lucha pone en suspensi�n � los contendientes, ni con fogosos arrestos tritura y despolvorea las doctrinas de sus contrarios. Es un tribuno aristocr�tico que s�lo produce efecto entre los esp�ritus cultos y un tanto iniciados en los refinamientos del lenguaje. Y en verdad que �ste responde con solicitud tan primorosa � los soplos m�s leves de su pensamiento, � sus matices m�s desva�dos, como las cuerdas del arpa contestan exhalando dulces notas � la blanca mano que las hiere. La oratoria del Sr. Moret no tiene trascendencia en el sentido de que despierte el pensamiento para nuevas y m�s profundas concepciones. Lim�tase � recoger del suelo una idea generosa para arrojar sobre ella la luz de su inteligencia y ofrec�rnosla adornada con todos los colores del iris y todas las magias del arte. De este modo, mejor que con profundas y sabias disquisiciones, sirve � las ideas haci�ndolas amables y simp�ticas para todos. Su claro pensamiento tiene la virtud de disipar las nieblas con que la malicia y el error las cubren. La libertad es la musa que inspira todas sus oraciones. Esta musa, que por capricho inescrutable se ofrece las m�s de las veces � la vista de sus oradores como deidad sangrienta y vengativa, como �ngel exterminador y ministro de la voluntad del pueblo destinado � dar muerte � los primog�nitos del privilegio y de la fortuna, se presenta � los ojos del joven tribuno y � los de aquellos que la gala de su elocuencia encadena, como �ngel de ventura que trae en su mano, no la tea del exterminio, sino el olivo de la paz. �Grande y poderoso influjo el de la elocuencia! � su poder no se allanan los pe�ascos ni se aplacan los irritados mares, pero hay algo que se mitiga y se aplaca m�s duro que los pe�ascos y m�s irritado que los mares: el coraz�n del hombre! El Sr. Moret es un gran orador; pero nada m�s que un orador. Ha tenido la desgracia de nacer � la vida de la inteligencia en una �poca en que las aspiraciones m�s nobles del esp�ritu moderno se hallaban representadas por la escuela que tom� el nombre de economista. Y digo desgracia, porque no es mucha fortuna ciertamente para nuestra juventud el que haya de percibir la luz de la ciencia siempre de reflejo y al trav�s de los cristales que el curso de las circunstancias le interponen. En los comienzos del siglo los j�venes que en nuestra patria amaban la cultura y ocupaban su esp�ritu con los problemas que arrastra consigo eran c�ndidos descre�dos y reformadores ilusos. Miraban por el cristal de la Enciclopedia y no alcanzaban � ver m�s que negaciones en el vasto campo de la naturaleza. M�s tarde lleg� hasta aqu� la ola de la escuela economista y arrastr� consigo � la flor de nuestros pensadores que navegaron incautos sobre su turgente espalda, sin comprender � qu� abismo de anarqu�a y ego�smo nos conduc�an sus falaces armon�as. �ltimamente la amplitud que de poco � esta parte han tomado los estudios de medicina introdujeron aqu� de soslayo la gallina del positivismo, que con tal extra�a fecundidad va empollando en nuestras tierras, como se advierte por el n�mero de pollos que en el d�a hacen profesi�n de incr�dulos. Todas estas direcciones, imposible fuera negarlo, corresponden en la esfera del conocimiento � otros tantos puntos de la realidad. Pero tienen la desdichada ocurrencia de aspirar al monopolio de toda ella, por lo mismo que en Espa�a van campeando sucesivamente sin mantener las luchas incesantes � que otras escuelas rivales las provocan en los dem�s pa�ses, y consiguen de esta suerte hacerse insoportables y odiosas para los esp�ritus que buscan imparcial y seriamente la verdad. El Sr. Moret puso al servicio del individualismo las prodigiosas aptitudes con que la Providencia le dotara, cuando el individualismo era el �nico pan que se ofrec�a � los hambrientos de la inteligencia. Sinti�se vencido por aquella serie de hermosos sofismas con que el optimismo individualista nos llevaba � la felicidad sin movernos del sitio, sin hacer otra cosa que presenciar inm�viles el desenvolvimiento de las leyes que llamaban naturales. Parodiando � la inversa la frase de Mahoma, dec�an: �No vay�is � la felicidad; dejad que la felicidad venga � vosotros�. Y, no obstante, ninguna de las cualidades morales del Sr. Moret acusa un individualista. Un esp�ritu como el suyo, generoso y arm�nico, m�s apto parece para la iniciativa de alg�n noble y filantr�pico proyecto que para la expectaci�n fr�a y calculada que la antigua escuela econ�mica impon�a � sus afiliados. Escuchad � ese orador ameno y elegante, saboread la ambros�a de su dicci�n, extasiaos ante ese conjunto de hermosas im�genes que surgen bullidoras al conjuro de su encantada fantas�a, y sabed despu�s que ese orador tan delicado, ese esp�ritu tan po�tico es... un hacendista. S�; el Sr. Moret se ha consagrado � la ciencia financiera, ha sido su int�rprete en la Universidad de Madrid y su ministro en las esferas del poder. �Podr� darse mayor desdicha para la poes�a, quiero decir, para la Hacienda! �Por qu� es el Sr. Moret un financiero? Preguntad � la m�s fragante de las flores, � la suave madreselva, por qu� despide su perfumado aroma entre las aguzadas espinas de una zarza; preguntad � la perla por qu� oculta sus bellezas en el fondo de un molusco repugnante; preguntad por qu� de un matem�tico profundo se forma de s�bito un poeta dram�tico. Arcanos y paradojas son �stos con que la naturaleza nos quiere sorprender algunas veces. El Sr. Moret naci� orador y se hizo financiero �, lo que es lo mismo, naci� ruise�or y quiso ser gorri�n. Para gorri�n es demasiado fino y atildado. Queremos, pues, al Sr. Moret ruise�or; queremos escuchar su voz elocuente siempre que no nos hable de deuda flotante � de emisi�n de bonos. Queremos tambi�n contemplarle desempe�ando en la escena de la oratoria papeles de v�ctima, porque su frase, siempre mel�dica y regalada, no se hizo para expresar los acentos �speros y arrebatados del tribuno batallador, ni mucho menos para engolfarse en el laber�ntico juego de la iron�a y la s�tira. Nada hay que nos disguste tanto como el gracejo del Sr. Moret cuando graceja. Con aquel rostro afeminado, con aquellos ojos que, aun queriendo reflejar malicia, siguen expresando la misma amable inocencia, con aquel aire so�ador, con aquella voz conmovida y temblorosa que frecuentemente se anuda en la garganta, produciendo un movimiento de simpat�a en el auditorio, �aspira el Sr. Moret � ser zumb�n? �No comprende que el chiste que sale de su boca suena como un suspiro? Abandone el ilustre orador esa forma, que se hizo para almas m�s revueltas y tempestuosas que la suya; no vuelva � introducirse incautamente en los matorrales de la hacienda, donde su esp�ritu dejar� el rico vell�n de la poes�a y de la elocuencia, y siga el glorioso camino que su naturaleza le tiene trazado. Es nuestro respetuoso consejo. [Illustration] [Illustration] D. CARLOS MAR�A PERIER [Illustration: S]UAVES ondas que bes�is las playas de la Italia, tibias auras que mec�is los cedros del L�bano, gentiles corderillos que trisc�is en la pradera, aroma de las flores, perfume de los campos, venid! Vengan los elementos todos de la buc�lica, y m�jese mi pluma en la rica miel de Ch�o y en los lagos azules de la Helvecia. No tard�is. Ved que el orador se encuentra en pie, y yo impaciente por dar comienzo � la semblanza. La voz llega ya � nuestros o�dos. Sentados bajo la frondosa y secular encina, en esas horas ardientes del mediod�a en que el ruido de los humanos se apaga casi por completo y el de los insectos toma proporciones sofocantes; cuando todo dormita buscando con anhelo la sombra deleitosa, �no escuchasteis los errantes sonidos de la flauta? Las cadencias se prolongan de un modo indefinido, la misma frase se repite sin cesar, pero sus notas llegan unas veces puras y vibrantes, otras, cuando atraviesan por los juncos que crecen � orillas del arroyo, melanc�licas y vagas, estremeciendo el aire con dulzura y cerrando blandamente vuestros ojos. Os hall�is dormidos, y todav�a percib�s los mismos sones. Despert�is, y los segu�s oyendo. Despu�s de alg�n tiempo, la flauta llega � ser uno de tantos insectos y forma coro con los cantos penetrantes del grillo y la cigarra. Trasladaos al Ateneo de Madrid, y, si no os inspira alg�n temor, sentaos en una de esas butacas de color de cielo--�� tal punto es cierto que el h�bito no hace al monje![1].--El Sr. Perier se levanta y da comienzo la sinfon�a. La flauta entona con dulzura una melod�a delicada que regalar� vuestros o�dos; mas ya se viene repitiendo cinco veces, y el artista no piensa en buscar un nuevo tema. Despu�s de alg�n tiempo quedar�is dormidos. Cuando abr�is los ojos, las cosas se encontrar�n probablemente en el mismo ser y estado, esto es, las auras que vienen de la derecha traer�n � vuestros o�dos la misma melod�a. Acontece que el artista pretende introducir algunas variaciones en la frase; pero no me enga�a, la percibo tan clara y tan distinta como si por vez primera saliera de la flauta. El Sr. Perier es, pues, un orador, pero orador de una sola cuerda, y sobre ella nos da luengos conciertos. Orador de exordio interminable, aunque hemos de advertir que jam�s emplear� el conocido en la ret�rica con el nombre de exabrupto: se lo veda su exquisita cortes�a. Que en el horizonte de las discusiones del Ateneo se deje ver un tema por fas � por nefas relacionado con la religi�n, la familia � la propiedad, y ya tienen ustedes � mi orador con verdadera comez�n de acudir � la muralla de estas instituciones, para que ninguna reforma clave en ella su bandera. Quiz� sea el m�s constante de los sitiados, pero es carabina de chispa la que empu�a y sus fuegos no son mort�feros. Avezado el enemigo � contemplarlo derecho sobre el muro, le dispara saetas sin veneno, porque ni su actitud es arrogante, ni son muchas las bajas que causa. Esfu�rzase en pedir respeto y gracia para las sagradas instituciones que defiende, y no demanda la muerte y el exterminio para las que combate. Mis pl�cemes por ello. Poco hay tan destemplado y ponzo�oso como el lenguaje de los que toman por oficio la defensa incondicional de nuestras tradiciones. El Sr. Perier, al separarse totalmente de esta forma, merece con justicia los elogios de todas las personas sensatas � imparciales, porque en ello revela comprender que las instituciones de orden y de paz, pac�fica y ordenadamente necesitan defenderse, y deja ver, adem�s de esto, una buena fe que en vano han de alardear los que adoptan otros modos de pol�mica. Muy lejos, pues, de erizarlo con argumentos de mala ley, sabe envolver con gran esmero el proyectil entre algod�n y seda, barniz�ndolo despu�s bonitamente de aceites olorosos antes de enviarlo al enemigo. Es tan manso y sosegado el juego de su palabra, que �sta fluye de sus labios, como dice Homero que flu�a de los del prudente Nestor, dulce cual la miel de las abejas. Acab�is de entrar en una de nuestras g�ticas bas�licas, y es la hora en que con toda pompa se oficia ante los fieles. Los c�nticos sagrados y las plegarias fervorosas adquieren resonancia en los �ngulos del templo. Las flores silvestres esparcidas por todo el pavimento �ofrecen mil olores al sentido�. El incienso que arde en los pebeteros del altar suspende por algunos instantes vuestro pensamiento, y os pone en deseo de reclinar la cabeza para recibir en pl�cido desmayo las tristes y graves melod�as del �rgano. Todo es paz y sosiego. Los ruidos mundanales no quieren vibrar en aquella atm�sfera ser�fica. Si o�s al orador de que ahora estoy tratando, experimentar�is sensaciones an�logas. Parece que no vive en medio de la lucha de creencias y doctrinas cuyo fragor conturba nuestros �nimos, y su oratoria es, pudi�ramos decir, extramundana. En los momentos m�s cr�ticos de la contienda, cuando el coraje inyecta de sangre los ojos de los h�roes y la muerte cierne sus alas sobre el campo de batalla, lev�ntase un orador con severo continente, saca del bolsillo una enc�clica romana, y da comienzo � su lectura, que impasible y tranquilo hace prolongar un buen lapso de tiempo. �Qui�n lo dir�a! Esta lectura es la lluvia copiosa y refrescante que apaga los ardores de la tierra. En adelante, los oradores se levantan � hablar entumecidos, y la sesi�n figura padecer de reumatismos. Sigamos con el agua. No escuch�is los ruidos medrosos y solemnes de poderosa catarata que se despe�a, sino el susurro mon�tono del arroyo que serpea entre yerbas arom�ticas, y al cual acompa�a el no menos triste y mon�tono rumor que el viento produce en los �rboles. En vano anhel�is nuevas y variadas emociones. El orador, como la Naturaleza, languidece sin morir jam�s. Navegamos por el mar Muerto, sin que un soplo de la brisa hinche nuestras velas. Muchas veces me he preguntado: �qu� actitud pensar�a tomar el Sr. Perier dentro de la Convenci�n francesa? Despu�s de las enrojecidas palabras de Marat, �c�mo sonar�an sus discretas disertaciones? De aquella Monta�a part�an torrentes espumosos y violentos huracanes. �Qu� cefirillos tan suaves llegar�an si el Sr. Perier se viera en ella! Las distancias que de su hom�nimo Casimiro Perier le separan son inmensas. Aquel orador, cuya energ�a borrascosa tiranizaba � todas las fracciones de la C�mara, se hubiera visto en grave aprieto ante la cristiana mansedumbre de su tocayo. �Bienaventurados los mansos, porque ellos poseer�n la tierra! Para figurarse con cierta exactitud � este orador, es indispensable haber contemplado mucho tiempo un cielo siempre l�mpido, que si primero serena y dulcifica nuestro esp�ritu, luego empezar� � causarnos tedio y concluir� por abrumarnos. �Con qu� ansia pedimos entonces � ese cielo que en sus senos profundos condense los vapores que recibe y un momento nos cubra al astro del d�a! �Ay! �en el cielo del pensamiento del Sr. Perier jam�s ha estallado tempestad alguna! La dicci�n es correcta y el adem�n sosegado; pero le falta color y animaci�n. [Illustration] [Illustration] D. JUAN VALERA [Illustration: N]O es tarea tan f�cil como � primera vista parece trasladar al papel los rasgos salientes de un orador. Unos, como el Sr. Perier, est�n siempre traspuestos � adormecidos, y es fuerza copiar su semblante con la ausencia de vida que caracteriza al sue�o. Otros, de esp�ritu agitado y sutil, como el Sr. Valera, se niegan � estarse quietos, y con sus desordenados movimientos hacen imposible el buen desempe�o de la obra. Siento aprensi�n inusitada al tocar con mis torpes dedos la delicada, la culta, la espiritual figura del se�or Valera. In�tilmente tratar� de imitar, haciendo su semblanza, al acreditado pintor que ha enriquecido la galer�a del Ateneo con su retrato. Confieso humildemente que no me siento con fuerzas para reproducir embellecida la imagen del ilustre escritor. Harto har� si consigo no empa�ar su mucho brillo. Principio por suponer al Sr. Valera bastante sensato para no abrigar las pretensiones de orador grandilocuente. Corto es el n�mero de los que ven ce�idas sus sienes con una corona leg�timamente alcanzada; m�s corto a�n el de los que pueden soportar el peso de dos � m�s. Y el renombre que el Sr. Valera tiene adquirido como escritor brilla con luz demasiado clara para no eclipsar el de otros astros de segunda magnitud que alguna vez se dejan ver en el cielo de su gloria. El escritor y el orador se confunden en el Sr. Valera, y como las condiciones exigidas para uno y otro son muy distintas, el escritor tiene sofocado bajo su gran pesadumbre al orador. En el Sr. Castelar encontramos un ejemplo de lo contrario. El orador puede y debe ser exuberante en la frase, armonioso hasta con detrimento de la precisi�n, siempre rico, f�cil y sonoro. El prosista debe proceder con cierto rigor en el empleo de las formas m�tricas, y huir con tacto de las asociaciones de palabras que tienen su verdadero lugar en la oratoria. De aqu� la inferioridad del Sr. Valera como orador. Posee todo el donaire, ingenio y flexibilidad de un consumado prosista, pero es necesario afirmar que no tiene la afluencia, ni la armon�a, ni la fluidez que deben adornar al orador. Es un hablador delicioso � quien se escucha con m�s gusto en conversaci�n familiar que sobre la tribuna. Es el rey de los pasillos. Discurriendo en aquella atm�sfera m�s ardiente y menos hip�crita que la de la c�tedra, no tiene rival. All� vierte el Sr. Valera el manantial inagotable de su gracejo. Los j�venes expresan ruidosamente su alborozo; los viejos hacen el sacrificio de su paseo: todos forman c�rculo en torno suyo y escuchan regocijados la palabra breve, incisa y modulada por un acento andaluz que se escapa como aguda saeta de los labios del ilustre novelista. Las exigencias de la tribuna le embarazan sobremanera: as� que ha optado con buen acuerdo por no satisfacerlas y convertir el discurso en sabrosa pl�tica. Entro � hablar ahora del esp�ritu del Sr. Valera, que, como he indicado, no tiene poco de inextricable y enmara�ado. Las puertas de este esp�ritu me causan cierto temor supersticioso como las de un alc�zar encantado. Tanto pienso que hay en �l de misterioso y laber�ntico. Desde fuera se escuchan ruidos que unas veces semejan risas, otras lamentos. Despu�s que oigo hablar al Sr. Valera, no me preocupa tanto lo que ha dicho como lo que dej� por decir; de suerte que cuando ha expresado un juicio sobre alguna cuesti�n, nunca dejo de preguntarme: �Qu� pensar� el Sr. Valera sobre esta cuesti�n? �Qui�n puede saberlo! El car�cter del Sr. Valera no puede reconocerse en su manera de escribir � de hablar, porque no pertenece al n�mero de aquellos que siguen la inspiraci�n del momento, que obedecen � la palabra y no la gobiernan. S�lo los esp�ritus superficiales se abren sin inconveniente para que la mirada del observador penetre en ellos. La multitud los comprende y los aplaude; pero esta facilidad con que son comprendidos significa, en �ltimo t�rmino, que pagan tributo servil � la inspiraci�n del momento, que carecen de esa pl�stica necesidad propia de los grandes artistas. La multitud no puede medir jam�s el horizonte en que se mueven los grandes esp�ritus. Consid�rese por qu� el Sr. Valera jam�s ser� un escritor popular. El pueblo jam�s ver� al trav�s de las nieblas que flotan sobre su esp�ritu, jam�s llegar� � descifrar la charada de su car�cter, jam�s entender� esos refinamientos � _tiquis miquis_ (como �l los llamar�a) psicol�gicos con que se complace en amasar sus novelas. Son muy pocas las mujeres que han podido dar fin � la lectura de su _Pepita Jim�nez_. Pesada � incomprensible les parece, � cuando m�s, s�lo advierten en ella los rasgos vulgares con que se disfraza el pensamiento. Sin que yo trate de escudri�ar lo que pasa en el cerebro del Sr. Valera, pienso que es un esp�ritu engendrado por la civilizaci�n hel�nica m�s que un producto del movimiento cristiano. Tiene una naturaleza demasiado realista, y se entrega sobradamente � las alegr�as y dulzuras de la vida, para que le seduzcan las tendencias asc�ticas, iconocl�sticas y espiritualistas que caracterizan al cristiano. Ama y se penetra de todo lo que vale la existencia, y goza con esa majestad propia del que tiene conciencia de su divinidad. Tengo entendido que nuestro orador no se macera como el padre S�nchez, priv�ndose del tabaco, del caf� y de otros productos ultramarinos. En cuanto � aquellos otros que el sol de Andaluc�a sazona y torna tan dulces, tampoco juzgo que sienta demasiado horror por ellos, recordando el �ltimo cap�tulo de _Pepita Jim�nez_. Y no se me enoje el Sr. Valera porque no le tenga por un San Antonio, pues � tiempo est� para serlo si le place seguir sus huellas y desea ver, como la de aqu�l, su imagen de madera honestamente vestida con muchos pliegues adornando bajo un fanal la celda de alguna devota. Nada m�s f�cil que el Sr. Valera enderece el d�a menos pensado sus torcidos pensamientos y los incline hacia el padre S�nchez, y por el padre S�nchez consiga la bienaventuranza, desde donde tal vez en recuerdo de estas l�neas me dispense la merced de un milagro que estoy necesitando hace tiempo. �L�stima es que el Sr. Valera no crea en los milagros! Pero �qu� acabo de decir? Advierto que el insigne novelista se ha ruborizado hasta las orejas y me hace se�as para que calle. �Si soy m�s indiscreto!... �Qu� necesidad ten�a de saber la elevada sociedad donde el Sr. Valera se agita que no cree en la eficacia del agua de Lourdes! El comercio con una sociedad distinguida, culta y espiritual, el trato �ntimo con hermosas y aristocr�ticas damas que nos celebran y nos aplauden, que nos sonr�en al vernos aparecer y nos estrechan dulcemente la mano al partir, merece bien que alguna vez reservemos y hasta sacrifiquemos nuestra opini�n. ��Par�s bien vale una misa!� Transijo, pues, con que el Sr. Valera sea un hombre de orden entre las damas, y despu�s de dar � luz � D. Luis de Vargas, vaya � rezar con ellas novenas � San Luis Gonzaga, porque son cosas �stas que nacen y mueren con el individuo; pero que tan esclarecido ingenio tenga el mal gusto de entonar loas � la Inquisici�n y al fanatismo religioso del siglo XVI en plena Academia Espa�ola, le digo � usted, se�or D. Juan, que esto me ha conturbado penosamente. Usted y el Sr. N��ez de Arce, � quien muy de veras aprecio, son dos sabios de primera fuerza, como dir�a _La Correspondencia_. Son ustedes tan eruditos, tienen tanto talento y son tan liberales, que cuando de ustedes hablo, no puedo remediarlo, se me cae la baba como si les hubiera ense�ado algo. �Imag�nese usted ahora la rabieta que habr� tenido al ver la dureza con que atacaba usted al Sr. N��ez de Arce, que es tan buena persona, para defender al brib�n de Torquemada! �Es mucho af�n de llevar la contraria! He dicho que transig�a con la devoci�n aristocr�tica del Sr. Valera porque me parece de todo punto inofensiva. Yo no soy de los que excomulgan � un dem�crata por haberle hallado besando la mano de una dama encopetada. Goethe supon�a que la mano m�s digna de ser besada el domingo era la que hab�a cogido la escoba el s�bado. Me adhiero con toda el alma � esta delicada lisonja que el gran poeta dedica � las hijas del pueblo. Mas para que la verdad quede en su punto, es necesario hacer constar que la escoba no tiene el privilegio de embellecer las manos, antes por el contrario las torna duras y acrece sus dimensiones. Por lo que no es gran maravilla que el Sr. Valera, y con �l otros muchos, sean m�s dados � adorar manos aristocr�ticas que plebeyas. Pero estos instintos que alejan � ciertos escritores y oradores dem�cratas de lo que ha dado en llamarse cuarto estado y los arrastran � las doradas mansiones de los nobles, responden adem�s � una verdadera y plausible disposici�n del esp�ritu, que detesta lo vulgar y lo adocenado, que ama lo brillante y lo distinguido. Ernesto Renan ha convertido en sistema lo que no pasaba de vergonzante inclinaci�n, pretendiendo sustituir � la aristocracia de la sangre, que ya no tiene ninguna significaci�n positiva en nuestra �poca, otra m�s verdadera y respetable: la del talento. En efecto, ya estamos cansados de que por un palo m�s � menos oportuno y fecundo en consecuencias, aplicado en tiempo del rey que rabi�, llamemos hoy todav�a � un descendiente del �nclito apaleador �Marqu�s del Real-Trancazo�. �Cu�nta mayor raz�n existe para expedir t�tulos de nobleza � los que han dado � la humanidad una obra imperecedera? �Por qu� no habr�a de titularse el se�or Castelar �Pr�ncipe de la Elocuencia�, el Sr. Valera �Bar�n de Pepita Jim�nez�, el Sr. Revilla �Marqu�s de las Dudas y Conde de las Tristezas?� Lo dicho basta para comprender que, si bien el Sr. Valera es un bravo campe�n de la idea democr�tica, no se juzga obligado por esto � comer callos y caracoles. Ama la atm�sfera perfumada de los salones y se aleja del pueblo que no se lava con jab�n de olor. � lo que es igual, algunos sienten al pueblo en el coraz�n; el Sr. Valera lo siente en la nariz. Doy de mano al car�cter del Sr. Valera, porque me siento sin fuerzas para llevar adelante mi exploraci�n. Temo llegar � ser indiscreto (si es que ya no lo he sido) levantando un poco m�s la punta de la cortina. Veamos si para terminar logro dar mayor precisi�n al g�nero de su oratoria. Es una elocuencia original la del Sr. Valera. Procede en sus discursos con un tan ameno desorden, que nadie echa de menos la ausencia de proporciones y la excesiva copia de incisos y par�ntesis. Es una conversaci�n que el Sr. Valera sostiene con el p�blico, sin que nadie le interrumpa. Dice todo cuanto le viene bien; pero por un extra�o capricho quiere hacer pasar por pueriles indiscreciones las m�s acerbas de sus diatribas. Es regla general que yo entrego � la delicada observaci�n de mis lectores; cuando el Sr. Valera hace una salvedad, es que nada deja � salvo; cuando vacila, es que est� muy decidido; cuando su intenci�n era otra, no lo duden ustedes, era la misma. Pero esto es llamarle embustero, me dir� alguno. Distingo, digo yo siguiendo el ejemplo del padre S�nchez. Cuando Mois�s, por encargo divino, escribi� las tablas de la ley, prohibi� en absoluto la mentira, pero lo hizo sin contar con el Sr. Valera. Al lado de la regla debi� establecer, � mi juicio, la excepci�n y conceder carta blanca � nuestro orador para decir cuanto se le ocurriese, fuese verdad � no. Pues qu�, �no valen m�s las mentiras del Sr. Valera que las verdades de todos los dem�s? �Cu�nto m�s chistoso es el Sr. Valera que Pero Grullo, con ser �ste el hombre de m�s verdad que se ha conocido? Adem�s, nuestro orador sabe desenterrar con mucha oportunidad verdades que yacen en el polvo injustamente olvidadas. Cuando alguno de esos se�ores que pasan la vida sobando manuscritos, echa sobre los tiempos pasados todo el color rosa de su paleta, �con qu� alegr�a veo al Sr. Valera tomar el pincel y arrojar sobre el rosado cuadro unas docenas de manchas rojas � negras! �Sale un orador lament�ndose de la inmoralidad del teatro moderno? Pues ah� tienen ustedes al Sr. Valera demostr�ndole inmediatamente que no sabe lo que se dice, porque nuestro teatro de los siglos XVI y XVII es bastante m�s inmoral que el presente. �Quiere alg�n otro ensalzar el fervor religioso de otras �pocas? Pues el Sr. Valera pone con presteza de relieve cuanto hab�a de brutal � irrespetuoso en este fervor. Todo sazonado con tan graciosos y picantes ejemplos, que ordinariamente el inadvertido reaccionario vuelve � su guarida maltrecho y amoscado para no salir m�s de ella. Doy fin � estos renglones haciendo presente � mis lectores que cuando sientan impulsos de ahuyentar por alg�n tiempo sus pesares sin menoscabo de la pureza del esp�ritu, dirijan sus pasos al Ateneo de Madrid, y si el Sr. Valera est� hablando, si�ntense para escuchar humildemente la palabra m�s culta, m�s ingeniosa y m�s chispeante de nuestra patria. [Illustration] [Illustration] D. JOS� MORENO NIETO [Illustration: L]ARGOS a�os hace que el Ateneo de Madrid guarda en su seno como precioso tesoro un hombre estudioso, modesto y elocuente. Cuando este hombre, arrobado por el canto de la sirena pol�tica, ha querido lanzarse en sus revueltas aguas, se le ha visto, como el que despu�s de un pl�cido sue�o abre los ojos en l�brica estancia donde el vicio desentona con procaz algarab�a, llevarse � ellos las manos, vacilar y estremecerse como si le doliera aquel contacto, � inclinando de nuevo la cabeza, sumergirse en el �ter de los gratos sue�os. �Silencio! No le despertemos. Este hombre, movi�ndose con embarazo por las sinuosidades y asperezas de la pol�tica, es el ruise�or que bate sus alas y mueve su lengua en medio de los buitres. Todo consiste en que no es h�bil, seg�n dicen. Acaso consista en que no sabe arrastrarse, pensamos nosotros. De todas suertes, poco nos importa la personalidad pol�tica del Sr. Moreno Nieto, puesto que se halla eclipsada totalmente por la del orador y la del sabio. Vamos � decir algunas palabras sobre la oratoria del Sr. Moreno Nieto, en cumplimiento del compromiso formal que con el p�blico hemos contra�do. El Sr. Moreno Nieto estudia mucho, acaso m�s de lo que fuera menester, y escribe poco, casi nada. Esto produce un doble resultado: primero, una asombrosa erudici�n en las ciencias � que predominantemente se consagra, que son las llamadas morales y pol�ticas; despu�s, cierta vaguedad � indisciplina en el pensamiento, que le hacen aparecer � los ojos de sus adversarios como desprovisto de convicci�n y de firmeza en sus opiniones. Cualesquiera que sean las mudanzas � que el Sr. Moreno Nieto haya cedido en el curso de su laboriosa vida, yo s� con toda certeza, sin embargo, y as� lo declaro paladinamente, que no responden ni al c�lculo ni � la ligereza; fruto son del examen y el estudio. El Sr. Moreno Nieto no escribe, volvemos � decir; pero habla, y habla con pasmosa facilidad. Con mayor, jam�s hemos o�do hablar � nadie. Esos soplos d�biles y fugaces del pensamiento, que en los dem�s no bastan � despertar la lengua, en �l son chispas que le abrasan y retuercen; esos inefables sentimientos que en el fondo del coraz�n duermen, sin definirse, se hablan y definen por su boca; los vagos y tenues rumores que se escuchan apenas en los profundos abismos del alma llegan � su o�do distintos y atronadores. Pudiera decirse que el se�or Moreno Nieto cuando habla pone un cristal en su pecho para que todos, grandes y peque�os, vayamos � contemplar las alegr�as y las tristezas, los triunfos y los desmayos, las luchas y los dolores de un coraz�n elevado y generoso. El resultado de esto es que, � pesar del �mpetu y violencia con que salen las palabras de su boca, verdadera lava que va � caer derretida sobre las cabezas de sus adversarios, le miren �stos con particular cari�o, content�ndose con sonreir maliciosamente mientras habla, y con exponer alguna de las contradicciones en que incurre, despu�s que cesa. �Maravilloso poder de la ingenuidad! Los mismos que levantan murmullos de protesta cuando alg�n orador atusado y relamido empu�a la bandera de la tradici�n, acogen con salvas de aplausos las descargas cerradas del se�or Moreno Nieto. Y en esto puede reconocerse con toda precisi�n la antig�edad que cada cual goza en la casa. Los que por primera vez acuden al Ateneo para sentarse en los bancos de la izquierda, v�seles alterados � impacientes al escuchar aquella granizada de denuestos con que el Sr. Moreno Nieto salpica sin cesar las doctrinas que combate, y es indispensable que los veteranos, para evitar conflictos, los sujeten por los faldones, dici�ndoles al o�do al propio tiempo: �Sosi�guese usted, compa�ero; ya ver� usted c�mo no es nada�. La facundia de este orador es imponderable. Despu�s de hablar dos horas y media, sale sigilosamente del sal�n con �nimo de engullir un sorbete, c�lebre ya en los fastos del Ateneo. �Desdichado! Los sabuesos que dej� malparados en la contienda le siguen de cerca y le alcanzan en la puerta de la Biblioteca. Acorralado all�, se defiende siempre hasta quemar el �ltimo cartucho, que es la postrera palabra que expira de sus labios. El palenque est� abierto. La voz de los ujieres, � guisa de clar�n, acaba de anunciarlo. Todos presurosos acudimos � colocarnos en aquellos potros, verdadero bald�n del ramo de ebanister�a que reciben el nombre inveros�mil de butacas. La izquierda ostenta sus ojos brillantes y negros cabellos. La derecha exhibe su frente venerable y la grave rigidez de sus modales. El leal caballero se presenta. Pero �qu� es lo que acontece? El caballero acaba de lanzar su brid�n � la carrera. �Virgen de las tormentas, qu� acometida! Su lanza salta en mil pedazos. Empu�a la espada y se revuelve dando furiosos mandobles. Pero �qu� es lo que va persiguiendo all� abajo? �Ah! ya lo veo, es la filosof�a de Krause. Rechina su armadura y el polvo enturbia los aires. Torna y vuelve � arremeter con creciente denuedo. �Qui�n resiste al diluvio de estos golpes! Huyamos. �Tendr� al menos un tend�n vulnerable como Aquiles? Quiz�, y � buscarlo se aplican con ahinco varios campeones. Muchos a�os hace que el caballero viene ejercitando su valor y bizarr�a en estas contiendas, y la experiencia no le ha ense�ado � preparar traidoras emboscadas ni � tejer insidiosas asechanzas. Lucha con bravura, pero siempre de frente y alzada la visera. Como la pitonisa que asciende sobre el tr�pode, y al recibir en su frente los vapores pestilentes de la cisterna, siente el fuego de misteriosa llama, y se agita y se retuerce presa de fatal impulso, as� el Sr. Moreno Nieto, subiendo � la tribuna y al aspirar los h�medos vapores de la pelea, se ve pose�do de un calor desconocido que forja sin cesar pensamientos cada vez m�s luminosos y frases cada vez m�s hermosas. El alma sube entonces � los ojos y quiere salir al exterior. El orador vive para leer, como la sibila, los secretos inextricables del porvenir, y llora tambi�n con sublime emoci�n sobre las ruinas po�ticas del pasado. Esp�ritu generoso, escruta con ansia los lazos invisibles que unen las aspiraciones del presente con la historia, y los presenta � nuestros ojos con vigorosa elocuencia. Algunas veces se vislumbra que su alma, pose�da de espanto ante las recias y fragosas contiendas del pensamiento filos�fico, se aferra con m�s ansia que absoluta convicci�n � una creencia. Esto, no puedo menos de confesarlo, me inspira hacia �l profunda simpat�a. Los dolores que sufre nuestro cuerpo son tan crueles, que nos hacen exhalar agudos gritos. Pero �qu� me dec�s de esas luchas invisibles en que el alma se tortura y se abrasa d�a y noche, latiendo sin cesar dentro del pecho como si alberg�ramos en �l peque�a bestia? �No veis con qu� ardor lima ese cautivo las rejas de su c�rcel? �No le veis caer rendido y jadeante, con el llanto y la angustia en los ojos? �Qu� cosas tan tristes volar�n por su pensamiento! Respetemos este dolor y amemos � los hombres que trabajan por abrirnos las puertas del infinito. Dicen que los �rabes, forzados en sus largos paseos por el desierto � un ayuno continuado de palabras, si la ocasi�n se presenta, saben darse harturas m�s que regulares de pl�tica. El Sr. Moreno Nieto, despu�s de peregrinar largamente de un cabo � otro de la Biblioteca durante varios d�as, se dirige � la secci�n, y con tal apetito entra en el debate, que no le bastan para saciarlo varias horas. Nos hace recorrer con velocidad que causa v�rtigo todo el panorama de las cuestiones vitales, y saltando de astro en astro, visitamos en corto tiempo todos los puntos luminosos que brillan en el cielo del pensamiento. �Qui�n se atrever� � censurar las metam�rfosis de sus ideas? �Por acaso no hay hermosuras en todos los parajes del camino recorrido? �No hay tambi�n en todos ellos indignidades y torpezas? Son muchas las flores de donde su inteligencia podr� extraer la miel sabrosa. Mucho tambi�n es el cieno donde sus alas corren peligro de mancharse. Si la humanidad muda diariamente de creencias y opiniones, �qu� podr� ser la individual firmeza! Jam�s emplea la chanza � la burla para atacar las doctrinas que tiene enfrente. Cuando es objeto de ellas, su indignaci�n sube de punto y se irrita y exaspera, pero la rabia de que se siente pose�do � nadie infunde pavor ni miedo. Tiene un dejo de infantil inocencia que la hace simp�tica m�s que repugnante. El conocimiento que del auditorio tiene es, si la paradoja valiera, inconsciente; sabe apreciar en globo los efectos, pero no llega su penetraci�n � graduar los �ltimos registros. El per�odo sale terso casi siempre, pero el �mpetu que trae lo prolonga � menudo m�s de lo conveniente, rebajando un poco su belleza. Aunque la palabra es fogosa y la entonaci�n acalorada, apenas se vale de im�genes para expresar su pensamiento. Cuando las emplea, son animadas y del mejor gusto. Resumamos el car�cter del Sr. Moreno Nieto. Elocuente y un poco m�s impetuoso de lo que fuera necesario. Carece de los recursos del orador experto, porque en el Sr. Moreno Nieto nada pende de la experiencia, y todo de su genio vigoroso y espont�neo. Es en el adem�n arrebatado, pero noble y simp�tico. Por �ltimo, en la incontestable vacilaci�n que se observa en sus ideas, creemos ver reflejada esa lucha sorda, pero profunda, en que viven los entendimientos de este siglo �tan grande y tan desgraciado! [Illustration] D. MANUEL DE LA. REVILLA [Illustration: H]E aqu� que el Sr. Revilla surge ante mis ojos y ya adopta la figura m�s graciosa para ser retratado. No le hagamos esperar. Tiene fama de impaciente, y pudiera marcharse dejando � mis lectores defraudados, y � m� corrido y boquiabierto con la pluma tras la oreja. Todo el mundo ha puesto las manos sobre el se�or Revilla. Y por si estas metaf�ricas manos le hacen cosquillas, me apresuro � explicar el tropo diciendo que el Sr. Revilla ha dado ya mucho que decir en el curso de su vida. Yo mismo, que soy una especialidad en no decir nada, sobre todo cuando no me preguntan, confieso que he murmurado de este orador un poco, en cierto n�mero de _La Pol�tica_, que no recuerdo en qu� mes ni en qu� a�o vi� la luz. Algo de lo que entonces dije habr� de repetir ahora. Mas no ser� poco lo que necesite callar, pues la fisonom�a moral, como la f�sica, sufre por virtud de los a�os grande y atendible mudanza. Al hablar del Sr. Revilla, juzgo necesario despojarme de aquella simpat�a personal que pudiera conducirme � un entusiasmo sobrado ruidoso, para manifestar, con toda imparcialidad, mi serio y leal entender sobre su persona. Ninguna prueba m�s clara de aprecio puede darse � un grande esp�ritu que presentar sus defectos al lado de los m�ritos que lo realzan. Porque de esta suerte asegura su reputaci�n contra la malevolencia, y la guarda tambi�n de una vil y funesta lisonja. Una de las cualidades que la opini�n se empe�a en se�alar con m�s insistencia al car�cter de nuestro orador, es la de ser profundamente esc�ptico. Sobre tal escepticismo, fuerza es que discurramos brevemente. El Sr. Revilla no es un esc�ptico de pura sangre, de aquellos que salen al mundo haciendo muecas al cura que los bautiza y lo dejan con una helada sonrisa de desd�n; almas provistas de concha como la tortuga, en las cuales el sol de la religi�n no consigue hacer entrar sus rayos, ni el amor humano logra introducir su elixir de vida. No; el Sr. Revilla es un esc�ptico de ayer, un esc�ptico novicio, y por eso incurre en todas las imprudencias y sinrazones del ne�fito. M�s que esc�ptico, es un creyente avergonzado, que perdi� su fe en la verdad porque la hall� rid�cula. Si la verdad se ostentase siempre bella � fuese de buen tono, como ahora se dice, nunca dejar�a de contar al Sr. Revilla entre sus adeptos. Mas aqu�lla afecta en ocasiones formas rudas y desgraciadas, y el Sr. Revilla ama demasiado � la est�tica para consentir en privarse, ni por un instante, de sus tiernos halagos. De aqu� que se preocupe m�s por seguir con escrupulosa exactitud los vaivenes de la moda en el mundo cient�fico que de aquilatar con paciencia la verdad � el error de cada nueva teor�a. Su inteligencia, un tanto impresionable, le arrastra todos los d�as por distintos y peregrinos senderos. Y hago observar que as� como el escepticismo corriente se caracteriza por no creer nada, el del Sr. Revilla, m�s original, consiste en creerlo todo por etapas. Su viajero pensamiento se columpia como una orop�ndola y discurre con incre�ble agilidad por todos los sistemas religiosos � sociales haciendo noche fatigado en los yermos de la duda. �La duda! La duda no es para el Sr. Revilla la llave de la sabidur�a, sino una deidad misteriosa � incitante � quien su confundido entendimiento rinde fervoroso culto. No soy de los que creen en la absoluta necesidad de afiliarse � una secta filos�fica � pol�tica; pero s� abrigo la convicci�n de que urge para todo pensador el crearse un sistema de verdades, sin el cual pensamiento y conducta marchar�n siempre vacilantes. Por lo mismo no reprocho al Sr. Revilla sus geniales deserciones, sus transacciones � sus intransigencias. Lo que me atrevo � censurar con todas mis fuerzas es que por mostrar discreci�n, � � guisa de solaz, haga frente � cada escuela con las doctrinas de su contraria, sin que alcance � recabar de estos conflictos su poderosa inteligencia otra conclusi�n que la que deducen los esp�ritus vulgares del choque de los sistemas, esto es, que todos por igual son falsos y mentidos. Mas dejemos al Sr. Revilla, fil�sofo, entregado � las enervantes caricias de la duda, y salgamos del oc�ano amargo de la censura para entrar en las dulces aguas del aplauso. El Sr. Revilla podr� no ser un fil�sofo, y de hecho le falta mucho para serlo, pero es fuerza convenir en que tiene bastante para ser uno de los entendimientos m�s privilegiados que hoy posee nuestra patria. Es uno de esos talentos insinuantes y serenos � prop�sito para sortear los escollos de la vida, porque al modo de ciertos metales, es d�ctil y maleable. No quiero decir con esto que carezca de vigor, pero es m�s audaz que vigoroso. Se ofrece como uno de esos hombres que nadie sabe de d�nde vienen ni � d�nde van, pero que todo el mundo conoce perfectamente d�nde se les encuentra. Vive en la pol�mica, en la incesante batalla que tienen trabada las escuelas, y lucha, ya de un lado, ya de otro, con una � con otra ense�a, porque �_sus_ arreos son las armas, _su_ descanso el pelear�, esgrimiendo la lengua con aquel denuedo y bizarr�a con que Orlando daba vueltas � su espada. En la pol�mica es donde el Sr. Revilla pone de manifiesto lo perspicuo y lo flexible de su ingenio. Por abstrusa que la cuesti�n parezca, � por lejana que se encuentre de su recto camino (y cuenta que en el Ateneo las cuestiones son bastante dadas � irse por los cerros de �beda), as� que el Sr. Revilla se apodera de ella, se esclarece y depura cual si entrara en un crisol. Conviene advertir, no obstante, que el Sr. Revilla ve con asombrosa claridad los aspectos m�s capitales de todo asunto, pero acostumbra � dejar en lamentable abandono los detalles. Trat�ndose de problemas sociales � religiosos, este l�gico porte antes parece plausible que vicioso, porque la vaguedad con que las m�s de las veces se plantean, lo reclama. Mas en achaques de arte suelen jugar los detalles un papel principal�simo, alumbrando � oscureciendo el pensamiento generador de la obra. De aqu� que el Sr. Revilla, como cr�tico, no tenga, � mi juicio, aquel puro sentido art�stico que en vano se busca en los tratados de Est�tica, porque s�lo reside en una naturaleza fina y exquisita socorrida por una larga y atenta contemplaci�n de obras art�sticas. En una palabra, creo que el Sr. Revilla no tanto posee el sentido como la ciencia del arte. Pero es ya tiempo de estudiar sus condiciones de orador. Todos los reproches y censuras que como pensador pueden dirigirse al Sr. Revilla, deben cesar al tiempo mismo que como orador se le considera. No le dot� Dios de aquel sublime calor que enrojece el pensamiento del Sr. Moreno Nieto, merced al cual se consigue inspirar y apasionar al auditorio; pero concedi�le el don se�alado de dominar absoluta � incondicionalmente la palabra. �sta responde siempre con escrupulosa exactitud � los m�s ligeros choques del pensamiento, y camina con gran desembarazo por sus pliegues m�s profundos. La inteligencia es viva, y ejercita las transiciones repentinas con una facilidad que maravilla. Parece que el orador jam�s se encuentra dominado por un pensamiento �nico que le dirija y avasalle, sino que todos los evocados por su mente se le presentan con la misma pureza en las l�neas y la misma intensidad en los colores. Esto me hace presumir que el Sr. Revilla mantendr�a con la misma soltura el pro y el contra en todas las cuestiones. Maneja la iron�a con buen �xito, y � esta arma debe muchos de sus triunfos. Tiene gran perspicacia y ve la situaci�n de un solo golpe, hiriendo con firmeza � su adversario en los sitios vulnerables, pero haciendo resbalar con sutileza el cuerpo cuando se siente cogido entre sus brazos. Recuerdo que en una ocasi�n cierto ministro, al entrar en la C�mara, respondi� satisfactoriamente � una compleja interpelaci�n que no hab�a o�do, ganando por esto y otras cosas semejantes fama de diestro. Pues bien: el Sr. Revilla, trat�ndose de ciencia (que es algo m�s fr�gil y delicado que la pol�tica), sabe discutir con brillantez las cuestiones que no ha estudiado ni pensado previamente. Es tan formidable improvisador de teor�as como el P. S�nchez de citas. Solicitado el pensamiento � la continua por una fantas�a inquieta y afilada, trabaja con br�o durante la peroraci�n, y cuando llega el momento de reposo, presumo que muy quedo le dir�: �Tambi�n por esta vez te he sacado del aprieto�. No es en la entonaci�n ardiente, como el Sr. Moreno Nieto, sino grave � insinuante. La dicci�n es correcta, y repito que la maneja por entero � su talante. El adem�n noble y circunspecto, aunque deja traslucir un poco al pedagogo. [Illustration] [Illustration] D. GABRIEL RODR�GUEZ [Illustration: S]ENTADO en un rinc�n de la estancia, y medio oculto entre un div�n y una silla, gozando de la �ltima r�faga de la luz que se iba, y entregado � la dulce voluptuosidad de no pensar en nada, he visto una vez penetrar con sonora planta en la galer�a de retratos del Ateneo � uno de los patricios y notables que en ella figuran. Le he visto dirigirse, sin vacilar, hacia su efigie, y permanecer ante ella en atenta contemplaci�n, un tiempo que no me fu� posible medir. Y, sin quererlo, algunos pensamientos p�rfidos y traviesos, y vestidos de encarnado, cual peque�os Mefist�feles, acudieron � mi desocupado cerebro, y entornaron mi vista hacia aquella muda, pero elocuente escena. El patricio contemplaba el retrato. El retrato contemplaba al patricio. Y yo, silencioso, muy silencioso, los contemplaba � ambos. Parec�ame asistir � extra�a y misteriosa ceremonia de una religi�n perdida. El patricio rend�a con la mirada un tierno y fervoroso culto al retrato; lanz�bale con los ojos todo el incienso de su alma, y hasta se me figur� que sus rodillas se doblaban, buscando con ansia el duro pavimento. El retrato, con impasible y fr�o continente, dej�base adorar sin dar muestras de que aquel incienso se le subiera � la cabeza; antes bien, parec�a un poco molestado. Yo guardaba silencio, mucho silencio, pero de mis ojos deb�a partir un r�o de iron�a, un Mississip� de sarcasmos, porque el patricio separ�, con trabajo, su vista del retrato, la volvi� hacia m�, y �oh, pudor santo y adorable! cual t�mida doncella, que imprudente cazador sorprende en el ba�o, las tintas de un rojo carm�n ti�eron sus mejillas. Gir� sobre los talones, y sali� con breve, pero cortado paso de la sala. Y yo qued� � merced de mis p�rfidos y traviesos pensamientos. �Ay! pens�; _�anch'io son pictore!_ �Tambi�n yo he dibujado con mano torpe el perfil de muchos de esos se�ores! �Mas � mi pobre galer�a no vendr�n coronados de p�mpanos � celebrar festejos en su propio honor, como el ilustre patricio que acababa de salir, porque se respira en ella un ambiente de franqueza y desenfado que los asfixiar�a! Y sin embargo, y � pesar de cuantas quejas voy recibiendo, estoy bien convencido de que no he lastimado � nadie. Yo no puedo lastimar � aquellos � quienes admiro. Tan s�lo me he permitido sonreir alguna vez con el borde de los labios, y volviendo la cara, � fin de que el p�blico no se diera por enterado. Mas si estas mis sonrisas pudieran molestarles, protesto una y mil veces de su inmaculada inocencia. �Son c�ndidas y puras, s�, como la oraci�n de un ni�o � un exordio de Perier! �Qui�n es D. Gabriel Rodr�guez? Vamos � verlo. Acababa yo de llegar � Madrid de mi insigne cuanto remoto villorrio, y no hay para qu� decir que tra�a almacenado en el pecho un buen cargamento de admiraci�n, del cual he derrochado ya bastante, hasta el punto de que � la hora presente s�lo me queda un poco, que procuro gastar con la mayor prudencia. Pues bien, hall�bame cierta noche de sesi�n en la c�tedra del Ateneo, cuando acert� � entrar por ella una persona de fisonom�a noble y expresiva, que llam� desde luego mi atenci�n. Y ya me dispon�a � preguntar su nombre al vecino, cuando sobre un leve rumor que se produjo en torno m�o cre� percibir el nombre de Rodr�guez. Y no s�lo percib� el nombre, sino tambi�n algunas frases dialogadas que me impresionaron vivamente: �Ah� est� Rodr�guez.--�Rodr�guez?--S�; Rodr�guez, el que no ha querido ser ministro.--Eso no puede ser, amigo.� Y un eco que se produjo en las sillas, repiti� varias veces: �No puede ser, no puede ser, no puede ser.--Esas cosas es necesario verlas para creerlas.� El eco volvi� � decir: �para creerlas, para creerlas, para creerlas�. �Pero ustedes entienden, se�ores, que el hombre que no acepta una cartera debe ser mostrado al p�blico � peseta la entrada como un objeto curioso? Aqu� se me figura que el interlocutor era yo. Toqu� la fibra sensible, y entonces todo se volvi� patas arriba. �Nada me parece m�s natural, dijo uno.--Si para aceptar hoy una cartera se necesita un valor...--M�tase usted entre esa balumba de expedientes.--Y luego el descr�dito... y la agitaci�n...� En fin, todos convinimos en que no hab�a en el mundo papel m�s rid�culo y desairado que el de un ministro. Desde aquella noche conceb� el prop�sito de trazar el perfil del Sr. Rodr�guez. Es un hombre tan franco, tan sencillo, tan amable, que no dudo se alegrar�n mis lectores de haberle conocido, y hasta llegar�n � ofrecerle cordialmente su casa. Rodr�guez ha llegado � ser en nuestra sociedad un personaje aristocr�tico, pero en el sentido etimol�gico de la palabra, esto es, uno de los mejores. Es un digno representante de esa aristocracia democr�tica, si fuera l�cito expresarme as�, que tiene por �nicos blasones, en campo azul--es mi color predilecto, como ya tuve el honor de advertir,--virtud y talento. En la vida p�blica ha sido un caballero sin tacha y sin miedo, una especie de Bayardo pol�tico, siempre dispuesto � romper lanzas con toda suerte de iniquidades. Por eso ha merecido que debajo de su efigie, repartida � todos los vientos por la fotograf�a, se lean sus famosas palabras sobre la esclavitud, las m�s bellas que nunca se hayan pronunciado en lengua castellana. En la vida privada... Pero yo no tengo derecho � entrar en la vida privada, siquiera sea para dejar afirmado que nuestro orador pasa con justicia por un modelo de integridad, de modestia y de laboriosidad. En la vida cient�fica hay de todo y de todo voy � decir, contando con un perd�n que humildemente demando, y que noble y generosamente me otorga el Sr. Rodr�guez. La inmovilidad es, � mi entender, la cualidad m�s hermosa de un car�cter. Despu�s de las pir�mides de Egipto, lo que m�s admiro en este mundo son esos hombres que, encastillados en sus principios morales, mantienen el alma intacta en medio de las borrascas de la vida. Nadie puede dudar de mi amor � la solidez. Y, sin embargo, repugno bastante los sabios s�lidos. La inmovilidad, que tanto me place en los principios morales, me parece cosa extra�a y hasta rid�cula trat�ndose de escuelas cient�ficas. Flotar � merced de todos los sistemas y se�alar exactamente como alta veleta los vientos que reinan en la regi�n de la ciencia, me parece pueril; pero dejar pasar en raudo vuelo por delante de los ojos las escuelas y los sistemas en actitud indiferente, suponi�ndolos � todos descarriados, lo juzgo insensato. He aqu� por qu� siento que el Sr. Rodr�guez haya arrojado el �ncora sobre la escuela econ�mico-individualista y a�n est� fondeado tranquilamente en su estrecha bah�a. No soy de los que desconocen los altos merecimientos de esta escuela, ni pretendo de ninguna suerte menguarlos. Tengo siempre en la memoria el denuedo con que ri�� batallas, combates y escaramuzas contra ese socialismo de baja estofa, que hoy tambi�n ha encontrado int�rpretes en los debates del Ateneo, contra ese socialismo que empieza pidiendo herramientas de trabajo, y concluye negando � Dios. S� que la debo muchos y buenos oficios. �Oh!, s�, es mucho lo que debe mi pobre entendimiento � la escuela de los Smith, Say y Bastiat. Cuando ahora cae de nuevo un libro economista en mis manos, se me figura que recibo la visita de mi buena y anciana nodriza. � �sta la estrecho entre mis brazos, pensando en el amante esmero con que en otro tiempo puso en mis labios el jugo de la vida. � aqu�l le tiendo una mirada cari�osa, busco y leo con placer alg�n cap�tulo, cuya huella no se haya borrado de mi esp�ritu, y torno � colocarlo con el mayor cuidado en su estante, recordando que en otro tiempo ha provisto mi carcaj de escolar con firmes y aguzadas saetas. Conste, pues, que me duele profundamente el ver al Sr. Rodr�guez tan individualista. Ser�a muy largo el asunto, y no tengo en este instante tiempo ni oportunidad para dar explicaciones sobre este mi metaf�sico dolor. D�a y ocasi�n llegar�n tal vez en que sea m�s pertinente el hacerlo. Mas el Sr. Rodr�guez es un individualista que ha puesto siempre su palabra y su pluma al servicio de todas las grandes causas sociales. Con esto y con la afici�n que de poco ac� se le ha despertado al estudio del Derecho, todav�a puede esperarse que rectifique y temple alg�n tanto su esp�ritu intransigente. De un hombre de talento se puede esperar mucho; pero de un hombre de talento y sincero, debe esperarse todo. Como no acostumbro � ocultar nada, tampoco quiero ocultar al Sr. Rodr�guez uno de los efectos que me produce. He pensado muchas veces que el se�or Rodr�guez es el �nico que entre nuestros pol�ticos conserva pura la tradici�n progresista. Creo ver en �l el �nico ejemplar que hoy nos queda de aquella insigne raza de hombres fervorosos y resueltos, exagerados quiz� en su odio � las instituciones del pasado, como en su amor � la libertad, pero firmes y generosos en sus pensamientos y en su conducta. El se�or Rodr�guez es, como si dij�ramos, el �ltimo Abencerraje del progresismo. Si alg�n d�a tienen mis semblanzas el honor de pasar � la categor�a de zarzuelas, pido al ilustre compositor que lleve � cabo tan meritoria empresa no deje de poner � �sta por m�sica el himno de Riego. No r�as, mancebo presuntuoso, t� que apellidas c�ndidos � los hombres del progreso y reservas tus frases m�s ingeniosas y sarc�sticas para el momento en que percibes los acordes del himno de Riego. Recuerda que al son candencioso de este himno derramaron tus padres mucha sangre por darte la libertad, que acaso t� no sabr�as conquistar. Recuerda que vibr� cual m�sica de esperanza en los o�dos de muchos moribundos m�rtires de la libertad y son� aterrador en los alc�zares de los tiranos. Quiero confesarte una debilidad, joven imberbe. Yo, cuando es cucho el himno de Riego, creo oir entre sus notas agudas y en�rgicas los gritos triunfales de los h�roes que lucharon hasta morir por la madre patria y por la santa libertad, y derramo l�grimas de gratitud y de alegr�a. �Lloro, joven esc�ptico, lloro como un cursi! La oratoria del Sr. Rodr�guez es genial y espont�nea. No busca ni esquiva el efecto; esto es, no se entretiene en limar esmeradamente los per�odos, pero tampoco llega su austeridad cient�fica, y por ello le felicito, � despojarlos torpemente de sus galas cuando acuden ataviados � su lengua. Toda idea, por abstrusa que sea, puede expresarse en un per�odo castizo, sonoro y terso, y no necesita, como algunos suponen, andar � tajos, barbarismos y mandobles con la gram�tica para darse � luz. Es fl�ido sin dejar de ser sencillo, castizo sin pedanter�a y en�rgico sin afectaci�n. Tampoco deja de poseer todo el donaire y gracejo que caben dentro de los l�mites que le impone la nunca desmentida y tradicional gravedad de su partido. No echemos en olvido que, ante todo, es el progresista, es decir, la imagen perfecta de la aguja imantada que s�lo abandona por breves instantes la idea que se�ala. Pero es el progresista que guarda en su pecho, como precioso tesoro de padres � hijos trasmitido, toda la fe, todo el aliento y toda la inocencia de aquel memorable partido. No s� qui�n ha dicho que el partido progresista vivi� durante algunos a�os con una idea y una cebolla. Yo creo que el Sr. Rodr�guez ser�a capaz hasta de prescindir de la cebolla. [Illustration] D. FRANCISCO DE PAULA CANALEJAS [Illustration: C]UANDO oigo decir que en Espa�a abunda el talento, mi pensamiento va � parar sin saber c�mo al Sr. Canalejas. Cuando me dicen que escasean la diligencia y el car�cter, sin saber c�mo tambi�n pienso en el docto presidente de la secci�n de Literatura. Por m�s que no acabe de convencerme de que el talento busca puerto en nuestra patria con preferencia � otros puntos del globo, no cabe duda que el Supremo Hacedor mostr�se pr�digo y hasta rumb�n, como ac� decimos, y aun se le fu� la mano con alguno de mis compatriotas. �Excelente cosa es el talento! Que lo diga, si no, el Sr. Perier, que en esta materia es testigo de mayor excepci�n. �Cu�ntas cosas buenas se pueden hacer con talento! Entre ellas, una semblanza de gracioso corte que agrade � los lectores y no disguste al orador. Lo cual es mucho m�s dif�cil que inflar un perro. Para m�, el talento del Sr. Canalejas es materia de dogma. Aparte de que mi entendimiento as� me lo dice, tengo otro motivo para creerlo. Es un motivo fant�stico. Han de saber ustedes que all� en los tenebrosos laberintos de mi cerebro, he dado en representarme, sin que tenga fuerzas para huir esta insensata imaginaci�n, las ideas y las cualidades del esp�ritu por los colores de la materia. As� que al amor me lo figuro blanco, � la simpleza rosada, al talento azul, al pa�s rojo y � los constitucionales verdes. El Sr. Canalejas lleva siempre delante de sus ojos unos espejuelos azules. No me cabe duda, tiene talento. Creo haber dicho ya, y si no lo he dicho lo digo ahora, que el talento del Sr. Canalejas est� contrarrestado por un car�cter enteco y tornadizo. Esto al menos se dice de p�blico, y esto debemos creer pensando mal, que es la mejor y m�s f�cil manera de acertar. En el esp�ritu del Sr. Canalejas han contra�do matrimonio un talento macho y un car�cter hembra. Y como este matrimonio no se ha verificado como el Santo Concilio de Trento lo dispone, para los buenos creyentes es un nefando concubinato. La voz del pueblo (_vox Dei_) acusa, adem�s, al se�or Canalejas del feo pecado de holgazaner�a. Confesemos que en esta ocasi�n la voz de Dios ha dado un gallo. Para m� el Sr. Canalejas es un prodigio de actividad. S�lo con actividad, y con mucha actividad, se alcanza un nombre esclarecido en la literatura, en el foro y en la filosof�a. Pero nuestro presidente sostiene lucha desigual, que agotar� sus fuerzas, con un enemigo terrible: el tiempo. El tiempo es la materia primera de todo sabio, y sin ella no es posible laborar ciencia. As� se explica que el se�or Canalejas aborde con denuedo todos los problemas del pensamiento humano y los abandone cuando a�n no est� bastante saturado de ellos. Yo hubiera deseado m�s verle ahondar en la ciencia de la est�tica, que tanto contribuy� � propagar en nuestra patria, que hallarle cual fr�volo mancebo requebrando de amores, ora � los estudios de erudici�n literaria, ora al derecho, ora � la filosof�a. Necesito hacer una salvedad. Si el Sr. Canalejas se ha dedicado al estudio del Derecho--incompatible, � mi juicio, con otros de distinta �ndole--por pura afici�n � deseo de saber, merece que le censuremos acremente. Mas si ha dedicado sus talentos � la jurisprudencia tan s�lo para alcanzar por su intercesi�n lo que no ha podido recabar por v�as m�s amables, entonces s�lo nos resta lamentarnos amargamente de que en nuestro pa�s necesite un literato insigne sacrificar su vocaci�n en aras de las necesidades f�sicas. He dicho que el Sr. Canalejas ten�a talento, y no me vuelvo atr�s. Sobre que ser�a igual que me volviera, pues no dejar�a por eso de tenerlo. Conviene que determine ahora de qu� clase es su talento. Acerca de esto no puede existir duda alguna: el talento del Sr. Canalejas es esencialmente cr�tico. Como cr�tico no tiene rival hoy en Espa�a. Vaya usted � averiguar ahora por qu� un hombre que posee dotes extraordinarias de cr�tico no piensa en criticar nada. Para la resoluci�n de este problema recu�rdese lo que he dicho en el comienzo de este art�culo. De todos modos, es imperdonable que el Sr. Canalejas abandone el campo de la cr�tica, principalmente de la cr�tica dram�tica, � la impotencia petulante � insufrible de los literatos menores que hoy la tienen monopolizada para bald�n de las espa�olas letras. Las cualidades que lo realzan como cr�tico menoscaban su elocuencia, de la cual tiempo es ya que hablemos. Un cr�tico es un hombre que necesita criterio firme, talento anal�tico, dicci�n correcta y juicio sereno. No dir� yo que estas aptitudes sean para el orador cosas superfluas, pero me atrevo � creer que tampoco son de primera necesidad. Tengo para m� que el docto lector ha enderezado ya su pensamiento hacia un insigne orador del Ateneo, y lo est� desmenuzando sin piedad para comprobar mi aserto. Caro lector, ten el afilado escalpelo y observa que vas � cortar la fibra de la pasi�n y el hermoso tejido de la fantas�a. El Sr. Canalejas pasa por orador de muchas tildes. Con efecto, de tal modo peina y asea su palabra, que las frases que brotan de sus labios, por lo afeitadas y relamidas, semejan damas del tiempo de Luis XV. Salen con el cabello empolvado, las mejillas pintarrajadas y hasta lunares postizos. El se�or Canalejas aspira, por lo visto, � hablar lo mismo que escribe. Supongamos que lo consigue: tendremos un elegante y castizo escritor que redacta su prosa con la punta de la lengua, pero no un orador. La oratoria necesita m�s de calor y oportunidad que de tildes. Pero si no es un verdadero orador el Sr. Canalejas, bien puede consider�rsele en cambio (un cambio que nadie vacilar�a en aceptar) como el prosista m�s elegante, m�s castizo y m�s fl�ido que hoy posee el idioma castellano. Es la prosa del Sr. Canalejas como una de esas bebidas azucaradas y refrescantes que se toman con delicia en una tarde calurosa del est�o. Si la comparamos con las inmundas p�cimas que diariamente nos hacen gustar las prensas espa�olas, parece ambros�a de los dioses. He aqu� por qu� leo sus discursos con m�s placer que los escucho. El Sr. Canalejas no pronuncia discursos, los dicta, � lo que es igual, los pronuncia para el d�a siguiente. Pero al d�a siguiente son una obra tan l�cida y primorosa, que merecen llevar � su cabeza el humeante pebetero de la Academia con la metaf�rica inscripci�n: _Limpia, fija y da esplendor_. La palabra de este orador ser�a fl�ida y expedita si no cuidara tanto de su ali�o. Pero el p�blico tiene que esperar � que cada una haga su _toilette_ � tocado, como decimos en romance, y �ste se prolonga alguna vez en demas�a. No s� decir si � esta frialdad que advierto en la oratoria del ilustre presidente contribuyen aquellos supradichos espejuelos azules. Creo que s�. Los ojos son un poderoso auxiliar para la lengua, y los del Sr. Canalejas son unos ojos mudos; mudos al menos para el auditorio, aunque agoten los giros m�s expresivos detr�s de unas paredes cristalinas. Los ojos r�en, los ojos lloran, los ojos interrogan, los ojos amenazan. Nada de esto llega � nosotros cuando habla el orador que nos ocupa. El Sr. Canalejas habla como hablaban con su boca de s�lice los antiguos or�culos egipcios. Se percibe el movimiento de los labios, se escucha el ruido de la voz, y nada m�s. Los ojos no var�an el curso de la palabra, pero lo iluminan. Cicer�n no hubiera confundido � Catilina si gastara anteojos azules. En cambio, estos anteojos prestan � su pensamiento un optimismo que escandaliza al Sr. Revilla. La tierra para �l es un segundo cielo. Los campos y las ciudades son azules para nuestro orador. Hasta al Sr. Revilla lo ve de color de cielo. Se dice que es disc�pulo de Krause[2]. Distingamos. Si por krausista se entiende un personaje extravagante y soberbio que, col�ndose de sopet�n en la morada de la ciencia, pretende dar con la puerta en las narices � cualquier otra doctrina que no sea la suya; es decir, si el krausista ha de ser un ultramontano vuelto al rev�s, el Sr. Canalejas est� muy lejos de recibir con justicia tal denominaci�n. Mas si �sta significa por ventura la creencia razonada en todas � en parte de las doctrinas de aquel fil�sofo sin constituirse en sectario suyo, bien puede asegurarse sin temor de calumniarle que es krausista. �Que no fueran todos los krausistas como el Sr. Canalejas, tolerantes, flexibles, y sobre todo m�s est�ticos en su obrar y decir! Merced � su talento y � una base metaf�sica bien asimilada, nuestro orador habla con lucidez y discreci�n sobre todo lo que es asunto de la ciencia y del arte. Prefiero, no obstante, escucharle cuando diserta sobre el �ltimo punto. Entonces adquiere su frase el m�s alto grado de perfecci�n y domina en las palabras como en los pensamientos una armon�a que denota la irresistible vocaci�n de su esp�ritu. No hay duda que el Sr. Canalejas est� formado para amar la verdad por conducto de la belleza. [Illustration] [Illustration] D. FRANCISCO JAVIER GALVETE [Illustration: L]A muerte, que todo la quebranta, tambi�n ha quebrantado un prop�sito que hab�a concebido al inaugurar esta galer�a de oradores. Pens� que siendo los j�venes de suyo sobrado inquietos para hallarse bien entre personas de tal gravedad y discreci�n como las que aqu� han venido, era prudente no dar cabida en ella � los oradores noveles. Por otra parte, el car�cter de �stos ofrece tal vaguedad en los contornos y est�n sus tendencias tan borrosas y confusas, que la pluma nada acierta � definir con claridad en ellos. Al convertirse en hombres, acaso mostrar�an mi semblanza como una de esas fotograf�as envejecidas y arrinconadas en �lbum a�oso que despiertan siempre la risa de los amigos de la casa. Pero la muerte envejece m�s que los a�os. El que muere queda en un todo definido, y sus rasgos fijados por una eternidad. Es un joven muerto de quien os voy � hablar. Poco m�s de un mes hace todav�a que un pu�ado de yeso cerr� para siempre en t�trica estancia el cad�ver de Javier Galvete, y �cu�ntos le han olvidado ya! Tal vez � alguno le parezca demasiado tarde para hablar de �l. �Har� mal en entregar � su indiferencia con este recuerdo el nombre de un amigo querido? �Dec�dmelo los que escuchasteis por �ltima vez aquella palabra vigorosa y acerada que hac�a vibrar las conciencias! �Dec�dmelo los que visteis aquel rostro, l�vido por el dolor y por la duda, mirando por vez postrera hacia vuestros esca�os, con los ojos opacos y ansiosos del gladiador que muere en la arena! �S�! muri� el atleta del esp�ritu, y el olvido fu� la losa que cerr� su tumba. Mas yo tengo motivos poderosos, motivos del coraz�n, para no asociarme � tal olvido, y quiero rendir � Galvete con estas l�neas un triste y fraternal homenaje. Javier Galvete hab�a alcanzado una madurez de entendimiento fatalmente prematura. Como ciertos frutos que ostentan desde muy temprano su dorada corteza entre las verdes hojas del est�o, Galvete ocultaba una inteligencia de gran alcance, bajo una frente de ni�o. Pero los frutos prematuros no pueden resistir el �mpetu del vendaval ni las tempestades del verano, y caen y se corrompen en el suelo. As� cay� Galvete del �rbol de la vida. De aquellos dos grupos de temperamentos que se reparten el linaje humano, el uno so�ador, m�stico, entusiasta; el otro, pr�ctico, sereno, impasible, Galvete pertenec�a al primero. El mundo indiferente y ego�sta en que vivimos era pobre escenario para un esp�ritu tan ardiente y turbulento como el suyo. Mejor le cuadrara aquel otro de tensi�n extrema, de fiebre, que recibe el nombre de Edad Media. En sus locas empresas, en sus f�rreos dogmas, en sus intensas emociones, conseguir�a tal vez apagar la sed que lo devoraba. Este af�n ansioso que sent�a de llenar su alma de ideas para engrandecerla, llev�le harto temprano, sin auxilio de nadie y sin medios de fortuna, al pa�s donde hoy se forjan los m�s altos pensamientos, � la tierra insigne de Alemania. �C�mo se repiti� con mi infeliz amigo el viejo cuento germano! La p�rfida Loreley, la virgen de los cabellos de oro, disfrazada ahora con el manto inmaculado de la filosof�a, le atrajo con sus c�nticos suaves para hacerle morir traidoramente. Los que hemos conocido � Galvete nunca dudamos de su m�rito y sab�amos bien que no tardar�a en hacerse la luz sobre su nombre. Mas �l mostr�base indiferente y hasta esquivo � las seducciones de la gloria, tal vez porque reclamaba toda su atenci�n la cruel batalla que se re��a en su conciencia. La idea religiosa llen� completamente su breve existencia. Al nacer � la vida de la raz�n sinti�se acometido de esa terrible enfermedad que azota nuestro siglo y que amarga todos nuestros placeres. La duda imp�a aloj�se en su cerebro. Muchos estudios, muchas vigilias, muchas torturas consiguieron al cabo lanzarla fuera, pero al salir dej� atr�s un cuerpo marchito y agotado, propio para servir de presa � la tisis. Nada hay m�s horrible que esos gritos desesperados del pensamiento que � toda costa quiere ser acci�n. Galvete los sinti� siempre tronar en sus o�dos. Apenas nacidos, ya le atormentaban demand�ndole una instant�nea realizaci�n, y su alma y su cuerpo se esforzaban en vano por conced�rsela. Esta lucha le produc�a fiebre y la fiebre le mataba lenta, pero seguramente. La enfermedad es antigua. El esp�ritu del hombre vive en perpetua agitaci�n como las aguas del Oc�ano, sube como sus olas hasta los cielos y baja tambi�n � los m�s negros abismos. Y as�, entre el dolor, la duda y la esperanza se mueve eternamente el mundo de los seres humanos. Feliz el hombre cuya vista no penetra la regi�n de los sue�os y de las ambiciones. Su vida ignorada, apacible, mon�tona, es mil veces m�s dulce que la de aquellos cuyo cerebro pudiera tomarse por guarida de fantasmas. �Feliz aquel que trata � sus nervios como viles lacayos! �Plegue � Dios que jam�s se le rebelen ni promuevan algaradas en su organismo! Porque si la lucha del hogar dom�stico est� pintada con tan sombr�os colores por los moralistas, �qu� debemos pensar de la que existe en el fondo de la conciencia? S�, hombres que sufr�s los excesos del pensamiento, �guerra � muerte por d�scolo y traidor al sistema nervioso cerebro-espinal! �Loor eterno al prudente tejido muscular! �l s�lo es fuerte y � la par sensato y honesto. El mal se ha recrudecido de un modo alarmante en nuestros d�as. El v�rtigo se ha apoderado de todas las cabezas, quiero decir, de casi todas. Todo se piensa, todo se medita, todo se proyecta, pero nada se deja sazonar. El minuto mata al minuto y el pensamiento al pensamiento, y en esta desenfrenada actividad intelectual se rompe la armon�a del esp�ritu y se disipa el encanto de la vida. Y es lo peor que cada hombre no se resigna � ocupar el sitio que le corresponde en la obra de las generaciones, no quiere limitarse � cultivar con paciencia el suelo que pisa, sino que aspira, en los breves d�as que se le otorgan sobre la tierra, � resolver todos los problemas, � someter los imperios del cielo y de la tierra � su dominaci�n. Yo no s� si Galvete era un hombre religioso � un imp�o. Los hombres religiosos que me han hecho conocer desde muy temprano, respiran sosiego y alegr�a por todos los poros de sus mejillas frescas y rosadas por punto general: su marcha es reposada y firme: est�n siempre en guardia contra su pensamiento, y hablan sin escr�pulo de todas las cosas que no se relacionan directa ni indirectamente con el dogma. La Providencia, pero una Providencia regocijada y pr�vida, parece habitar en su alma. �Cu�n diferente de ellos era Javier Galvete, tan brusco, tan flaco, tan triste, tan inquieto! Yo he o�do decir, sin embargo, que la meditaci�n sobre la naturaleza de Dios es un verdadero culto. Nuestra alma se desprende de lo que es perecedero y finito, y marcha hacia lo absoluto � infinito en alas de la raz�n, penetr�ndose del amor eterno y de la armon�a del universo. Acaso sean �stas huecas palabras de una filosof�a revolucionaria y atea. Lo cierto es que nuestro joven orador no iba � la moda en materia de religiosidad, sin comprender que � todo el que pretende romper con la moda se le levanta una cruz en este mundo. Como escritor tuvo tambi�n este ilustre joven la mala ventura de no ver aprovechadas sus notables aptitudes por la prensa pol�tica af�n � sus ideas, necesitando poner su pluma, para subsistir, al servicio de otra menos liberal. De este ultrajante grillete que la necesidad aplicaba � su inteligencia durante el d�a, veng�base � la noche lanzando rojas oleadas de una oratoria vivaz y atrevida sobre las dormilonas cabezas de los reaccionarios del Ateneo. Nadie como �l logr� estremecerlos azotando sin compasi�n sus invasoras doctrinas, despu�s de arrancar � jirones el oropel con que se encubren. Aquel rostro p�lido y de alg�n modo siniestro, aquella palabra audaz, penetrante, fan�tica, tra�an � la memoria las predicaciones de los primeros campeones de la Reforma. Como en los de ellos, brillaba alternativamente en sus discursos un entusiasmo ruidoso, un amargo desenga�o � una ansiedad febril. Sin embargo, aunque exaltado � impetuoso en el debate, era dulce y afable cuando hac�a reposar su esp�ritu angustiado en el seno de la amistad. Me complazco en afirmarlo aqu� para desvanecer cualquiera duda que acerca de su car�cter pudieran concebir los que no conocieron � Galvete m�s que en las discusiones acad�micas. Se hab�a erigido en ap�stol de los derechos del individuo y del Estado, enfrente de las pretensiones del tradicionalismo monstruosamente acentuadas en estos �ltimos a�os, y acaso mov�a su lengua con demasiada sinceridad para la usanza de esta tierra. Su oratoria era profunda y nerviosa. Hablaba con una facilidad severa y restringida, como aquel que quiere hacer que prevalezca la idea sobre la palabra. La acci�n con que se acompa�aba ten�a poca variedad; era mon�tona, pero se acomodaba bien � ese g�nero de oratoria sin efectos, serena y clara, donde cada juicio vale una sentencia y cada palabra un hecho. Era una oratoria interior m�s que exterior. Los a�os hubieran limado las asperezas de su estilo y los arranques de su misticismo, y entonces pasar�a � formar entre los m�s grandes oradores. Pero �� qu� imaginar lo que pudo ser? Acord�monos m�s bien de lo que ha sido: un joven que pens�, que sinti� con exceso y que pag� con la muerte el capricho de pensar y de sentir las cosas que tienen sin cuidado � los dem�s; un perseguidor infatigable de fantasmas; uno de esos hombres que en el jard�n de la vida se empe�an en coger tan s�lo aquellas flores tristes y simb�licas que la fantas�a del pueblo ha llamado _pasionarias_. La verdad es que el n�mero de �stas va aumentando de tal modo, que amenazan cubrir con f�nebre manto los vergeles de la tierra. Todos los ant�dotos de la filosof�a optimista no bastan ya � convencernos de que esta vida sea m�s que una serie dolorosa de tristezas y decepciones. La muerte va adquiriendo de d�a en d�a mayor reputaci�n entre los hombres razonables. Y es que la vida debe parecerse � una de esas mujeres coquetas y abominables de las que nos cuesta gran trabajo separarnos, pero que, despu�s de conseguido, nos admiramos de haber amado tanto. Por el contrario, la muerte es tranquila, serena, inalterable como la virgen de los �ltimos amores. �Vale tanto por acaso una vida de dolores y desenga�os como el dulce reposo de lo eterno? �Y qu� otra clase de vidas ofrece el destino � los que nacen con talento? El talento es ya por s� una enfermedad, por m�s que esta enfermedad, como la de las ostras, produzca hermosas perlas, y el que lo posee lo arrastra por el mundo con trabajo. Fuera de los carriles ordinarios de la vida, va tropezando con todo, chocando con los infinitos obst�culos que la preocupaci�n, el ego�smo y la rutina oponen � su paso, y cuando llega al t�rmino de su carrera, que es la muerte, ha dejado ya en jirones por el camino todos los deseos y todas las ilusiones de su alma. El hombre que muere sabe que deja en pos de s� un universo de desdichas cuyo amargo jugo hubiera �l gustado gota � gota, � prolongarse m�s su estancia en este suelo. Lo que nos hace amar la vida es la seguridad que tenemos de perderla. Sin esa seguridad, no me cabe duda que la mirar�amos con desd�n, y �qui�n sabe tambi�n si con horror! He visto morir � algunos de mis amigos cuando hab�an llegado � la plenitud de las esperanzas, pero no � la de la raz�n. Pues bien: creo, despu�s de considerar atentamente su existencia, que � serles posible, ninguno volver�a de la regi�n de las sombras, ninguno atravesar�a de nuevo la laguna Estigia para mezclarse otra vez con la turba de los vivos. Galvete menos que todos querr�a emprender nuevamente su fatigoso Calvario. �l, que ha descifrado ya el enigma tremendo de lo infinito, conoce bien lo que vale este mundo finito. Algunos, muy pocos, atraviesan la tierra de d�a. Galvete la atraves� en las horas m�s negras de la noche. Por eso de los hombres como Galvete no debe decirse que mueren, sino que hacen dimisi�n de la vida. [Illustration] [Illustration] D. EMILIO CASTELAR I [Illustration: C]ASTELAR y el P. S�nchez! No es posible negar que nuestra patria es incomprensible y caprichosa en extremo. Unas veces se dedica � lo sublime, y sumergiendo su mano en lo profundo, arranca del rizado mar de su poes�a una figura como Castelar. Otras se entrega con pasi�n � lo c�mico, y despide de su seno entre muecas y contorsiones oradores como el P. S�nchez. Castelar y el P. S�nchez son el alfa y la omega de mi humilde trabajo. He salvado como pude el paso que media, seg�n dicen, entre lo rid�culo y lo sublime. Pero abordar el car�cter y la fisonom�a oratoria del se�or Castelar ofrece un sinn�mero de dificultades. La primera y m�s principal, en mi concepto, es la falta de perspectiva. La figura de Castelar, como orador, dir�, empleando una locuci�n t�cnica, que est� tallada en colosal, y es de todo punto imposible, sin alejarse un tanto, apreciar con exactitud su valor art�stico. Confieso que no puedo darme cuenta cabal del sitio que ocupa en el horizonte del Arte, y entrego por lo tanto esta mi semblanza � la enmienda de los futuros. Otra de las m�s grandes dificultades que se me ofrecen es el compromiso formal que he contra�do al comenzar mi tarea de eliminar por entero el aspecto pol�tico del orador para ce�irme exclusivamente � su aspecto acad�mico. �Oh! si me fuera dado mirar, siquiera fuese con el rabillo del ojo, al Parlamento, �con cu�nto grande hombre pondr�a � mis lectores en contacto! Les contar�a la vida y milagros de aquel insigne orador que al terminar su discurso se sent� con la mayor dignidad sobre el vaso de agua. Y los de aquel otro que trat�ndose de la langosta pidi� la palabra para una alusi�n personal. Sin olvidarme tampoco de aquel que al llegar en su discurso cargado de ap�strofes, epifonemas, per�frasis y concatenaciones � la frase: �pens�is tal vez, hombres ilusos, que Napole�n...� la repiti� tres veces, y muri� con Napole�n en la boca, realiz�ndose en los esca�os del Congreso aquel d�a un Waterloo de risa. Pero yo no soy cronista del Parlamento, sino del Ateneo, y es fuerza que guarde en el fondo de mi pupitre las historias que acabo de mencionar y otras muchas no menos sabrosas y divertidas. De ello me pesa con toda el alma, porque estos se�ores acad�micos tan graves y comedidos que no son capaces de romper un plato, ni de sentarse sobre un vaso de agua, me obligan � guardar demasiada ceremonia. Siento que all�, por los laberintos de mi imaginaci�n, viene, va y torna un esp�ritu retoz�n y travieso que est� ganoso de reir � toda costa, y me empuja fuertemente � ocuparme de otra ralea de oradores menos sabios, menos artistas, pero m�s amenos. Tambi�n hoy es necesario que dormite en la m�s enervante postraci�n. Se trata de Castelar, del m�s grande de nuestros oradores, y me veo en la precisi�n de ponerme el frac y adoptar un continente grave y respetuoso. Castelar, como orador, no pertenece solamente al Ateneo, pertenece � Espa�a, pertenece al mundo, pertenece � la libertad. La tiran�a ha tenido � su servicio grandes fil�sofos, juristas y hasta poetas. Jam�s ha tenido un grande orador. Cicer�n, Dem�stenes, Mirabeau, Oconnell y Castelar son hijos de la libertad. Es que el fil�sofo, el jurista y hasta el poeta env�an sus cuartillas corregidas � la imprenta, mientras el orador lanza su alma toda entera, sin tachas ni raspaduras, por la boca y por los ojos � la muchedumbre. La muchedumbre, que no es capaz de percibir toda la perfidia que puede esconderse entre los renglones de un libro, ve con admirable instinto la que se oculta bajo los ojos de un hombre, y sabe matar con el desprecio al que la enga�a. Castelar, en la ciencia, en el arte y en la vida, representa un pensamiento amable, pero inveros�mil y extra�o para nuestra sociedad. Este amable pensamiento se llama en la ciencia pante�smo, en el arte realismo y en la vida armon�a. Castelar es un campe�n de la causa de la naturaleza. Es pante�sta en el gran sentido de la palabra, en un sentido fundamental. Esto ha hecho pensar � muchos que el famoso orador es hegeliano. No puedo creerlo. No es Hegel el que ha hecho pante�sta � Castelar, sino que, siendo el pante�smo inherente y virtual en su modo de ser, ha permitido que la filosof�a hegeliana influyera poderosamente en su esp�ritu. Pero Castelar no es el pante�sta especulativo que procede con rigurosa dial�ctica para encerrar el pensamiento en un sistema, no; es el poeta, es el enamorado de las formas vivas que percibe con la claridad de un iluminado el lazo invisible que existe entre los dos aspectos, bajo los cuales el universo siempre id�ntico y el mismo se ofrece al esp�ritu y � los sentidos. La filosof�a de Castelar no permanece inm�vil y como cristalizada en el abstracto recinto de una f�rmula matem�tica � dial�ctica, es una filosof�a que arranca del fondo mismo de su naturaleza, es una filosof�a puramente individual. Esto significa que nuestro orador no siente la imperiosa necesidad de dar � la vida soluciones concretas, que es � la postre de todo lo que hace brotar los sistemas. La vida le parece demasiado rica, demasiado varia para someterla al imperio de una f�rmula inflexible y abstracta. Sin embargo, busca con ansia la generalizaci�n, la s�ntesis que son leyes del esp�ritu, huyendo de un particularismo estrecho y falto de perspectiva con el que no podr�a acomodarse jam�s su elevado pensamiento. Esta filosof�a individual no puede menos de engendrar una religi�n excesivamente flexible y humana. La inmortalidad se ofrece � su inteligencia como una trasformaci�n incesante, como un progreso sin fin, en el cual el esp�ritu llega � agotar todas las formas de la vida infinita. Esta religi�n tiene su catecismo en el gozoso panorama de la Naturaleza. En todas las p�ginas de este catecismo se encuentra grabado el excelso nombre de Dios. Mas el Dios de Castelar no es el Dios crucificado, no es el Dios transido de dolor, sino el Dios en quien se expresa todo lo que vive y siente, que incesantemente se trasforma, que incesantemente se modifica, que muere en la naturaleza para renacer en el esp�ritu, y se ofrece, total y absoluto, en una evoluci�n infinita. El arte es una de las formas que ese Dios afecta al bajar sobre la tierra, y nuestro orador le rinde un culto apasionado. Si he dicho que Castelar era realista, enti�ndase que no es el realismo ef�mero de los tiempos presentes el que le cautiva, sino el realismo que parte de la c�lebre f�rmula de la l�gica hegeliana, toda idea es realidad, toda realidad es idea. La idea realiz�ndose bajo forma sensible, �se es el arte, y artista el que siente palpitar la idea bajo la forma. No obstante, aunque Castelar representa en la esfera del arte la apoteosis de la forma, no se le puede acusar de haber alentado con su ejemplo ese c�mulo de producciones fr�volas, donde la miseria del fondo aspira � velarse por los artificios de la forma. El fondo y la forma en el arte no se distinguen perfectamente como � primera vista parece, sino que mantienen tan estrecho enlace que es imposible separarlos en la obra bella. �Qui�n ser�a capaz de distinguir el fondo y la forma en un cuadro de Vel�zquez � en una melod�a de Haydn? Castelar expresa bellamente lo que acude bello � su pensamiento. �Ser� por ventura responsable de que algunos se empe�en en expresar de un modo bello lo que acude feo y desgraciado � su imaginaci�n? Lo que es preciso buscar en el arte, y lo que nuestro orador alcanza en grado superlativo, es la espontaneidad individual disciplinada y corregida por la regla, que debe presidir � toda concepci�n art�stica para comunicarle las proporciones convenientes. Pero se le censura, � mi juicio, con se�alada injusticia por el empleo, seg�n se dice, abusivo de las formas art�sticas. Es opini�n demasiado extendida que Castelar sacrifica la precisi�n y el rigor, que son los atributos de la exposici�n cient�fica, en aras de la fantas�a, la cual quebranta y destruye con sus im�genes el encadenamiento l�gico y necesario con que el entendimiento enlaza, los juicios � los juicios, y las consecuencias � las consecuencias. Veamos lo que hay de fundado en esta censura. Indudablemente el empleo de las formas art�sticas en el discurso tiene un l�mite, y no hay est�tico que no se apresure � se�al�rselo. Pero este l�mite todos convienen que est� determinado, de un lado por la naturaleza del discurso, y de otro por la naturaleza de lo bello. La belleza de la expresi�n contribuye poderosamente � llevar el convencimiento al �nimo del auditorio; mas seg�n que el discurso se proponga demostrar l�gica y razonadamente una idea � s�lo infundir el amor � esta idea � hacerla triunfar en el �nimo del auditorio, as� se habr� de restringir � extender el uso de la forma art�stica. � este prop�sito, dice Schiller: �Existen dos clases de conocimientos: un conocimiento _cient�fico_ que est� basado sobre nociones precisas, sobre principios reconocidos; y un conocimiento _popular_ que no se funda m�s que en sentimientos m�s � menos desenvueltos. Lo que es ventajoso para el segundo es con frecuencia contrario al primero�. Ahora bien: no debemos echar en olvido que Castelar es el tribuno, no es el disertante, es el ap�stol de la libertad y la libertad es una verdad _popular_. No hay duda que fu� necesario demostrarla cient�ficamente, pero �sta es la obra de la filosof�a moderna, � partir de Kant. Castelar concibi� la tit�nica empresa de hacerla amable en este pa�s, cuyo sentido pol�tico hubieran pervertido largos siglos de tiran�a y fanatismo. Es el fundador de la democracia en Espa�a, es el propagador de una idea esencialmente popular y nunca se vi� que las ideas populares fuesen difundidas por maestros y pedagogos, sino por poetas y oradores. El profesor busca en su discurso un resultado futuro, el desarrollo intelectual de su disc�pulo mediante la adquisici�n de ideas perfectamente deducidas y probadas. El orador popular aspira � un resultado inmediato y para esto es indispensable que trabaje sobre la imaginaci�n de sus oyentes, individualizando, haciendo sensibles las ideas. De aqu� nace ese estilo animado, lleno de vida y colorido con que los escritores y oradores populares como Castelar difunden sus conceptos, el cual representa una transacci�n feliz y arm�nica entre el entendimiento que busca sobre todo el encadenamiento, la continuidad, y la imaginaci�n que aspira � tocar y sentir la realidad y el calor de las ideas. Castelar, por el esfuerzo de su naturaleza armoniosa y comprensiva, junta y agrega lo que la abstracci�n hab�a separado, y en vista de las facultades espirituales y de las facultades sensibles del hombre, se dirige � �l todo entero y lo atrae por ese encanto irresistible que producen cuando se encuentran reunidos lo verdadero y lo bello. En la vida Castelar tampoco representa un fragmento, sino toda la humanidad. La moderaci�n y la actividad que se observa en su conducta es un signo de fuerza. S�lo los d�biles son obstinados � impacientes. Contempla la vida con mirada serena y recoge en conjunto todos sus elementos sin predominio ni monstruosidades, porque es un esp�ritu equilibrado. Se ajusta f�cilmente al medio y � las condiciones de su existencia, pero las modifica mediante la influencia de su genio. Castelar entiende que la vida es un arte y no una fiebre, que la continuidad moderada de la acci�n vale mucho m�s que una agitaci�n est�ril y morbosa. Por eso no opone diques in�tiles � la corriente de las ideas, sino que busca el medio de encauzarla para que le conduzca al resultado que se propone. Hay muchos hombres que, aun cuando fabricados de barro como todos los dem�s, aspiran � tener la consistencia de los pe�ascos � creen cumplir con su conciencia ofreci�ndose inermes al torrente devastador de las preocupaciones, como aquellos indios que se arrojan voluntariamente entre las ruedas del carro triunfal de sus �dolos para ser aplastados. Estos hombres merecen respeto por la pureza de los motivos que los impulsan. Pero es necesario convenir en que no deben ser hombres de acci�n en ninguna causa, porque, lejos de contribuir � su triunfo, lo retardan considerablemente. Tienen un puesto se�alado en las esferas de la pura teor�a, porque son impotentes para discurrir por los laberintos de la realidad. La vida es una continua transacci�n entre lo ideal y lo real, y aquel que no sabe transigir no debe acudir � ella. Castelar tiene un fin que llenar en nuestra patria y lo persigue con un celo y al propio tiempo con un sosiego que me traen � la memoria aquellos hermosos y profundos versos de Goethe: �Como la estrella, sin prisa, pero sin tregua, que cada uno se mueva dentro de su propia naturaleza�. No puede petrificarse en la defensa obstinada de uno sola verdad porque pertenece � su obra y su obra es grande y comprende muchas verdades. No puede retraerse de la lucha porque el retraimiento enerva y enmohece la inteligencia. Todav�a en estos tiempos en que la vida pol�tica arrastra una existencia precaria, cuando se ha hecho un silencio mortal en todos los locutorios de la opini�n, cuando no se escucha el crujir de una pluma sobre el papel, cuando no se mueve una hoja en los �rboles ni una lengua en la tribuna, s�lo el gran orador es capaz de sostener la contienda, porque �l solo habla un lenguaje que no es el de las parcialidades pol�ticas, un lenguaje que no lastima � nadie y que � todos seduce. Una vez preguntaron � Sieyes: ��Qu� hab�is hecho durante el Terror?� ��Qu� es lo que he hecho! He vivido.� Y hab�a hecho bastante. Cuando rodando los tiempos le pregunten � Castelar: ��Qu� hab�is hecho durante el per�odo del _Silencio_?� ��Qu� es lo que he hecho!--podr� contestar.--He hablado.� Y aquellos hombres casi no podr�n creerlo. II Los que voy � trascribir son datos suministrados por un esp�ritu, � si se quiere trasgo con quien suelo celebrar conferencias de importancia suma. Es un trasgo ver�dico, al menos por tal le tengo, pero se ha dedicado �ltimamente, con harta asiduidad para lo que corresponde � un duende de su significaci�n, � las lecturas de Hoffman, Poe, Fern�ndez y Gonz�lez y otros escritores no menos alcoh�licos, y me temo un poco que su cabeza, como la del ilustre hidalgo manchego, no rija de un modo cabal. Ustedes decidir�n despu�s de haberle escuchado si conserva una pizca de juicio � si ser� preciso oirle como quien oye... � Perier. No hace muchas horas vino � m� con afectado misterio, y me dijo: ��Est�s escribiendo la semblanza de Castelar, no es verdad?� S�. �Pues yo, que he vivido con todas las generaciones y en todos los pa�ses, te puedo comunicar datos interesantes para tu trabajo.�--Vengan esos datos--repuse. Y entonces el fantasma comenz� � silbar con sigilo en mi o�do este inveros�mil y descabellado relato: ��Castelar! Castelar tiene una historia mucho m�s larga de lo que t� te figuras. Vosotros sab�is admirar y aplaudir � los grandes esp�ritus, pero rara vez os deten�is � estudiar su procedencia � filiaci�n hist�rica, ni las fuerzas ideales anteriores que han concurrido � su generaci�n. Vosotros los humanos...�--Aqu� el fantasma se despach� � su sabor contra nuestra raza y hago gracia � los lectores de su fil�pica, que no les habr�a de complacer gran cosa. �Castelar--prosigui� el esp�ritu--es un regalo que el viejo Oriente env�a al Occidente. Sali� de la cabeza de Brama cierta noche en que las estrellas, con un dulce titilar, llamaban el pensamiento hacia lo infinito, cuando las oscuras ondas del sagrado Ganges relataban muy quedo � la flor del lotus, que se inclinaba sobre su corriente, los misterios inescrutables de la muerte, cuando el piadoso anacoreta, postrado en tierra, murmuraba tembloroso su enigm�tica oraci�n, cuando el ruise�or turbaba s�lo el silencio augusto de la naturaleza con su grito de amor y de esperanza. �El dios luminoso que le diera el ser envi�le como fiel mensajero de su abdicaci�n cerca de su hermano Zeos, y �ste le prodig� mil agasajos, haciendo brillar su Olimpo con todo el esplendor de sus encantos perdurables. Todo cuanto una imaginaci�n sobrehumana puede apetecer de dulce y halag�e�o derram�lo el monarca de los dioses en su feliz morada para honrar al venturoso embajador. Hasta se pens� en celebrar corridas de toros, pero el dios Apolo, con su s�quito de musas, declar� rotundamente que en este caso no tomar�a parte en las fiestas, y fu� abandonado el proyecto. Aquella serie sin tregua de placeres y delicias comenz� � cansar � vuestro orador, comenz� � aburrirle la conversaci�n del dios J�piter, que no le dejaba ni � sol ni � sombra, y lleg� � empalagarle la ambros�a. As� que un d�a, tomando de aqu�l la regia venia, descendi� por los suaves declives del Olimpo � las llanuras del �tica, y bajo los pl�tanos del Agora, comenz� � arengar � la multitud de libres cuanto ociosos ciudadanos que all� rend�an � la sombra culto � la libertad y al arte. �Despu�s le vi muchas veces, ya en el taller de Fidias, ora en los jardines de Academo escuchando atentamente los discursos de Plat�n, ora tambi�n en los misterios de Eleusis dedicado � interpretar los ruidos de las hojas del �rbol sagrado al ser heridas por el viento. Parec�a feliz y no me preocup� m�s de �l. �Largo tiempo despu�s le volv� � encontrar en Roma, cuando �sta, fatigada por las discordias civiles, plegaba sus brazos y bajaba su orgullosa frente ante la majestad de Octavio Augusto. Fu� en una sesi�n del Senado. Se hallaba �ste reunido en la Curia Hostilia sobre el Foro. Una docena de lictores que � la puerta vigilaban, anunci� la llegada del c�nsul Josefo que deb�a presidir la Asamblea. Antes de penetrar en el templo det�vose en el peristilo para consultar los auspicios, siguiendo la antigua pr�ctica. Pareci�me, sin embargo, que al observar las entra�as de la v�ctima inmolada, se dibujaba en su rostro angular y glacial una sonrisa ambigua y poco ortodoxa. Los sacerdotes declararon que los padres de la patria pod�an deliberar, y el c�nsul entr� en el recinto seguido de su cortejo. Una vez dentro, se aproxim� al altar de Jano (el de las dos caras) y ofreci�le incienso y vino. Despu�s fu� � sentarse en su silla, y como la sesi�n a�n no se hab�a abierto, muchos senadores rodearon al c�nsul departiendo entre s� con grande animaci�n. Pude notar que aun cuando todos dirig�an un diluvio de preguntas al presidente, �ste apenas desplegaba los labios, limit�ndose � sonreir de aquella manera equ�voca que ya antes me llamara la atenci�n y � sacar de su esportilla algunos caramelos que ofrec�a con agrado � los _padres_. Estos revolv�anlos en la boca con no poco regocijo comentando al propio tiempo en detalle todos los matices de la sonrisa que los hab�a acompa�ado. Los unos pretend�an que aqu�lla era una sonrisa de oposici�n, mientras los otros la juzgaban de todo punto ministerial. Y entre estas y otras azucaradas razones se abri� la sesi�n. Uno de los ediles del Senado se levant� para leer una proposici�n en la cual se elevaba al _pr�ncipe del Senado_ Antonio � la categor�a de _Eterno_, la cual hubo de agradar tanto � la Asamblea que prorrumpi� en calurosas muestras de entusiasmo. En vano fu� que Antonio rehusara con fuerza esta peque�a distinci�n, pues la mayor�a en masa, como un solo empleado, decidi� � todo trance votarla. El edil proponente se levant� entonces � dar las gracias al Senado, y suplic� � los padres se sirviesen decretar para conmemorar tan fausto acontecimiento se inmolasen en el templo de la Concordia 150 _ilegales_. En este instante el tribuno Emilio pidi� la palabra desde su _subsellium_ y reconoc� en �l � Castelar. Pronunci� una brillante arenga combatiendo esta sangrienta proposici�n, y haciendo la defensa de las antiguas formas republicanas tan escarnecidas en aquellos d�as, por los que volv�an su rostro al sol del Imperio, que era el que m�s calentaba por entonces. Me fu� imposible oir por entero su discurso, pues las continuas y ruidosas interrupciones de que era objeto imped�an que su voz llegase muchas veces � mi o�do. �No volv� � verle en Roma y perd� su pista durante toda la Edad Media. En el siglo XV me dijeron que haciendo unas excavaciones en la ciudad de Agrigento, al levantar la tapa de una urna, maravilloso trabajo de cincel griego, lo encontraron dormido profundamente sobre el manuscrito de las obras de Homero. �Por �ltimo, le vi una vez m�s en la Universidad Central de Madrid. Explicaba la historia del universo en una c�tedra de diez pies en cuadro con honores de pasillo. ��Ay--exclam� para mis adentros,--y c�mo echar�s de menos, ilustre heleno, aquellos tapizados jardines del �tica, donde tantas veces te he visto conversar con Is�crates y Plat�n!� �En aquel momento el profesor fij� en m� su mirada perdida, y cual si viese mis adentros � fueran tambi�n los suyos, dijo: * * * * * �.....Al posar, se�ores, nuestra vista sobre los campos resplandecientes de la Grecia, sobre el Olimpo, ornado de mirtos floridos, de lentiscos, de laureles, en cuyas hojas brillan eternamente gotas de roc�o que descomponen la luz en mil varios matices; monte coronado de un cielo siempre et�reo y azul, desde cuya cima se descubren � lo lejos las ondas del mar, que se rizan en blancas espumas, y el Oriente, la cuna del sol, la cuna tambi�n del paganismo, y al ver aquel templo misterioso convertido en ruinas, sus dioses en momias, secas las flores que lo cubr�an, perdidos sus c�nticos sin que de ellos quede ni un eco en los aires, desiertas las rientes playas por donde corr�an, coronadas de verbena, sus teor�as, una indefinible tristeza se apodera de nosotros y parece que se despierta en nuestra alma un sentimiento hostil al cristianismo.� III Cuando una idea baja de la _regi�n de las madres_ � tomar carne en un hombre, agota con habilidad que maravilla, sin distraer uno solo, todos los recursos que nuestra naturaleza finita la ofrece para mostrarse admirable; y aparece el genio. Castelar ha encarnado en los tiempos presentes la idea de la elocuencia. El que desee ver claramente las pruebas de esa verdad no tiene m�s que examinar con cuidado su vida y sus escritos, y podr� observar con cu�nta energ�a se muestra el orador en todos los rasgos del hombre y en todas las p�ginas del escritor. Leed cualquiera de las obras de Castelar y, sin daros cuenta de ello, vuestros labios empezar�n � moverse, pronunciar�n al principio t�midamente aquellos tersos per�odos, despu�s los dir�n con �nfasis, y al cabo de alg�n tiempo, si algo no os saca de vuestra distracci�n, estar�is declamando en alta voz. Es que por todas las p�ginas del libro corre y centellea la idea de la elocuencia. Es que Castelar es siempre un orador. �Y qu� es un orador? El orador es para m� el hombre � quien Dios entrega la espada del esp�ritu, la palabra. Unas veces se sirve de ella para sacar muelas en la plaza p�blica, y otras para volcar los imperios. Pero esta espada sale alguna vez de las f�bricas cer�leas luciente y afilada como aquella de fuego que, al decir de la Biblia, un �ngel esgrimi� contra nuestros primeros padres � las puertas del Para�so, y la Providencia las destina � los seres privilegiados como Castelar. Otras salen melladas y opacas como la que Bernardo usara en otro tiempo, y son las que el Padre Eterno regala � los seres que nacen sin privilegios como Perier. La palabra de Castelar es una palabra exuberante, briosa, con todo el calor de la juventud. Es una palabra destinada � hacer la luz en el profundo pi�lago de nuestra pol�tica, sublime y aparatosa como la de Mois�s, flexible y gubernamental como la de un lord. Su esp�ritu recibe todos los d�as nuevos ensanches como las grandes poblaciones, y la palabra corre con presteza como medio de comunicaci�n � infundir la vida y el movimiento en la nueva ciudad. Es una fuerza que sin cesar acrece, llen�ndose de todo lo sano que flota en el ambiente que respira, y su palabra recibe en cada transformaci�n un nuevo temple que la hace esclava, bella y sumisa de un pensamiento grande. Mas esta esclava es una esclava india, no hay que dudarlo, y por m�s que en ocasiones vista � la europea y siga la moda de Par�s, veo aprisionado en sus ojos el rayo de sol del Mediod�a y en sus cabellos negros y sedosos contemplo las sagradas selvas del Indost�n. Castelar trae del Oriente el sentido po�tico de la naturaleza tan necesario para templar y vigorizar los vuelos harto descompasados del ideal en nuestra Europa. Su estilo es un estilo pl�stico y poblado de im�genes que giran en caprichosos pasos por delante de vuestros ojos con la sonrisa en los labios y apuntando al porvenir. �Nunca sumergisteis vuestra mirada en las profundidades del mar durante una tarde sosegada y dulce del est�o, en una de esas tardes en que se muestra trasparente como una doncella que quisiera abriros su coraz�n? �Cu�nto rico tesoro, cu�ntas espl�ndidas ciudades olvidadas para siempre en el seno de las aguas os hace ver la inquieta fantas�a! Sumergidlas tambi�n en las profundidades de ese estilo oriental, y alcanzar�is � ver los prodigiosos tesoros y las maravillas que puede fabricar la palabra humana. Es una felicidad para el Sr. Castelar no haber nacido en los tiempos de Ner�n � de Cal�gula, porque su lengua admirable har�a nacer indudablemente en aquellos insensatos la infernal idea de cort�rsela para servir de plato en sus festines. �Por qu� no se mueve ya esta lengua en la c�tedra del Ateneo de Madrid? �Por ventura teme la competencia de la hoja de Albacete que esgrime el P. S�nchez entre sus carrillos? �� le infunde pavor la brocha de polvos de arroz que Perier pasea dulcemente por su boca? No dejo de comprender que la pol�tica es una amiga celosa y exclusiva que con frecuencia nos priva de cualquiera otra inocente distracci�n. Tengo presente, adem�s, que usted, D. Emilio, necesita aprovechar todas sus fuerzas para llevar � feliz t�rmino la patri�tica tarea que ha emprendido; �pero se figura usted que en el Ateneo no hacemos pol�tica? Vaya si la hacemos y muy flamante y muy seria[3]. Si usted pensara en dar una vuelta por aqu�, no dejar�a de tropezar con algunos j�venes de coraz�n sano y de mente vigorosa, discutiendo en voz un poco m�s que alta las m�s arduas cuestiones de la ciencia del Estado. �Si viera usted qu� mustios andan y qu� desencantados! Entusiastas siempre de la libertad, pero aterrados ahora por sus excesos, se encuentran al borde del escepticismo, del cual s�lo usted puede librarlos. Es necesario hacerles entender que a�n hay para la democracia espa�ola una bandera, s�mbolo de progreso y compatible con la paz y la salud de la patria, y esta bandera es la que usted ha levantado valerosamente sobre los restos de un partido ensangrentado y delirante. El Ateneo es un pa�s neutral, es la B�lgica de nuestra pol�tica, y aunque no pocas veces se cuela por sus rendijas y ventiladores el _simoun_ de la pasi�n, usted sabe muy bien que los �rabes llaman al _simoun_ el h�lito de Dios, y lo es en efecto. �Qu� ser�a de una idea si la pasi�n no la cobijara bajo su manto de grana? Se morir�a de fr�o. � este centro debe usted acudir nuevamente, porque este centro con sus pasiones, con sus indisciplinas, con sus deslices art�sticos, hasta con sus conservadores, y � pesar de sus ultramontanos, sabe mantener vivo el amor al estudio de los grandes problemas. Tiene una historia gloriosa, goza de un feliz presente, y si los grandes esp�ritus como usted no desertan de su modesto recinto, continuar� empu�ando en nuestra patria, con aplauso de todos, el cetro de la ciencia. [Illustration] LOS NOVELISTAS ESPA�OLES [Illustration] PROEMIO [Illustration: T]AL vez convendr�a, lector, que empezase este pr�logo aseverando que el �xito, y s�lo el �xito tan ruidoso como inmerecido, ganado por mi colecci�n anterior de semblanzas, me ha impulsado � ofrecerte la presente. De esta suerte llegar�as � saber, no tan s�lo que existe un libro de semblanzas que puede ser comprado, sino tambi�n que el autor del que tienes en la mano es un autor aplaudido, cursado y experto en tales sujetos, lo cual previene admirablemente para que no se escape ninguna de las agudezas que en �l pudieran contenerse, y se tornen invisibles las muchas tonter�as de que est� plagado. Pero, lector, yo no soy un embustero. Conozco perfectamente los mandamientos de Krause, y s� que el hombre debe buscar la verdad con esp�ritu atento y constante, por motivo de la verdad y en forma sistem�tica. Cuanto saliese de mi pluma sobre favorables acogidas, compromisos contra�dos, temores del porvenir � inquietudes del presente, ser�a pura y vulgar hipocres�a. Ni tengo noticia de que mi libro anterior haya logrado �xito alguno, ni, caso de lograrlo, me creyera obligado � escribir otro parecido, ni aun al darlo � luz en este instante me propongo llenar el m�s peque�o hueco. No; este libro se ha escrito sin motivo, quiz� porque su autor no ha tenido ocupaciones m�s urgentes que se lo hayan estorbado. Sobre esto, puedo a�adir que no fu� mi intento trazar un estudio serio � profundo de la novela espa�ola, ni menos apuntar los fundamentos est�ticos en que tal g�nero descansa, ni siquiera influir con mi desautorizado consejo en los acuerdos � en la marcha de sus cultivadores. Mi objeto fu�, pura y lisamente, escribir semblanzas. Bien se me ocurre que el hombre no vino al mundo s�lo para escribir semblanzas; pero debes tener presente, lector, antes de fulminar tu juicio sobre estas p�ginas, que ning�n trabajo de las criaturas en este planeta merece total desprecio, ni las telas de las ara�as, ni los agujeros de los grillos, ni los versos de Grilo. Por no despreciar � nadie, me impuse la obligaci�n de consagrar tiempo y espacio � ciertos autores que ver�s con sorpresa en esta galer�a. He sido un tanto irrespetuoso con ellos, y me he autorizado m�s de una chanza al hablar de sus escritos; pero todos los grandes ingenios han tenido que sufrir estos desahogos de la envidia y maledicencia coet�neas, y en esta ocasi�n, como en todas las dem�s, la posteridad no dejar� de resarcirles cumplidamente de tales molestias, dej�ndoles dormir en paz el sue�o eterno. En rigor, pues, no son todos los que est�n. Mas en rigor, tampoco est�n todos los que son, y no ha de faltar, lo estoy viendo, quien con gesto de soberano desd�n, suelte mi libro de las manos diciendo: ��no est� Fulano!�--Contestar� � este gesto y � este cargo.--En primer lugar, es preciso que el p�blico reconozca mi derecho � fatigarme de escribir semblanzas. He podido escribirlas y he podido no escribirlas. De la misma suerte he podido escribir tales � cuales y no escribir tales � cuales otras. Porque el hombre posee la facultad de determinarse � s� mismo en conciencia, lo cual significa que es causa propia y primera de su actividad. Unas veces se determina � obrar y otras se determina � no obrar. En esto se hallan conformes todos los tratadistas. Ahora bien, al dar fin � este trabajo, � si se quiere trabajito, no quise decir expresa � t�citamente: �no hay m�s novelistas en Espa�a�: lo que puramente dije, fu�: �yo no escribo m�s semblanzas de novelistas�. La novela, en nuestra patria, no es otra cosa, por ahora, que un campo vasto � inculto donde de trecho en trecho brota alguna flor de p�talos rojos y lustrosos, y crecen en abundancia las plantas de forraje. Mas el suelo puede dar novelas, sobre esto no cabe duda. Los �ltimos trabajos de la comisi�n del mapa geol�gico lo comprueban de un modo terminante. Subamos � una de las sierras m�s elevadas de nuestra Pen�nsula. �No es bastante? Pues subamos � una sierra ideal y observemos. Hacia el Mediod�a el sol es m�s grande y m�s dorado, el espacio m�s di�fano y azul. Sembrados por doquiera, en medio de vi�edos y jardines de naranjos, blanquean centenares de pueblos, nadando en un vapor trasparente, luminoso, embriagados por los perfumes de una vegetaci�n v�vida y ardiente. En el aire vuelan las mariposas irisadas; en la tierra hormiguea un pueblo nervioso, exaltado, feliz, que se enamora al pie de la reja, que inventa caricias y bravatas, que injuria � los santos y les besa los pies, que llora y r�e sin motivo, que suspira cuando canta, que tiene los ojos negros, un pueblo hospitalario, franco, orgulloso, que ha hecho las proezas por millares y las relata por millones, que ama � Dios y � las mujeres sobre todas las cosas, y se come la mitad del idioma castellano. Por la parte del Norte se descubre un cielo triste, pero de tintas dulces y delicadas. Hay un toldo de nubes que embaraza y aprisiona los rayos del sol, y cuida de que lleguen � la tierra l�nguidos y mimosos. Los valles y las colinas y todo lo que abraza la vista es verde. En las colinas crecen los �rboles que detienen las nieblas, en los valles crecen las yerbas y serpean los arroyos. Las gotas de agua est�n suspendidas constantemente en la atm�sfera, en los �rboles, en las yerbas, en los techos de las viviendas. La mar es �spera y espumosa, el cielo caprichoso y melanc�lico, la tierra dulce y agradecida. All� vive un pueblo que trabaja como las ac�milas y medita como los fil�sofos, un pueblo espiritual y sensible que come pan de ma�z, que ve fantasmas y duendes por las noches, que muere en el campo de batalla por una idea, que tiembla en presencia del escribano; un pueblo sensato, paciente, melanc�lico, que ser�a muy poeta si estuviese mejor alimentado, que posee cual ning�n otro la virtud de no decir �esta boca es m�a�. Cada uno de estos pueblos guarda en su vida preciosas novelas que no ha querido mostrar � los viajeros fr�volos. Mas, cuando Gald�s y Valera llegaron � demand�rselas, todos hemos visto con qu� singular cortes�a se ha portado. La hora es por dem�s oportuna y decisiva. El fruto amarillea en el �rbol, y no espera m�s que una leve sacudida para caer en nuestras manos. Las antiguas y original�simas costumbres de nuestra patria van desapareciendo y ofrecen al morir el inter�s punzante y melanc�lico de todo lo que ha sido y dejar� pronto de ser. Si no aprovechamos estos momentos, la moderna cultura ce�ir� � nuestros miembros su estrecho uniforme que oculta lo singular, lo original, lo caracter�stico, y ya no ser� tan f�cil percibirlo. Preparaos, pues, aquellos que sent�s latir en vuestra alma la inspiraci�n art�stica, poneos la pluma tras la oreja, arreglad vuestras cuartillas, tomad el tren expreso, diseminaos por la Pen�nsula. No tardar�is mucho en volver, yo lo presiento, con salud en las mejillas y la novela espa�ola bajo el brazo. [Illustration] [Illustration] FERN�N-CABALLERO [Illustration: Y]O he le�do muchas novelas; todas cuantas hube � mano en los felices tiempos en que con la mayor inhumanidad me obligaban � estudiar humanidades. Mi profesor de lat�n, una especie de arca�smo semoviente que nos traduc�a con espasmos de regocijo la descripci�n de Venus Cyterea en la Eneida, y con l�grimas en los ojos las quejas de Ariadna abandonada, me tiene sorprendido no pocas veces enfrascado en la lectura de _Juan Palomo_. Esta lectura, llevada � cabo en los momentos mismos en que se volv�a por activa y por pasiva � la diosa m�s amable y despreocupada del paganismo, constitu�a un verdadero desacato � la mitolog�a, y como tal era castigado. Pero esto no imped�a que yo siguiera simpatizando con todos los engendros de Ponson du Terrail, Paul Feval, Sue, Fern�ndez y Gonz�lez, Dumas y tantos otros. Mi cerebro parec�a el sal�n donde se hubiera dado cita la sociedad m�s escogida de Par�s y Sierra Morena. _Juan Palomo_, _Juan Valjean_, _Juan Lanas_, _La Dama de las Camelias_, _Los Siete Ni�os de �cija_, _El Caballero del �guila_, _Candelas_, _Manolito Caparrota_, y muchos otros de igual jaez, � todos los recib�a yo en mis salones con la amabilidad m�s exquisita, como dir�a _La Correspondencia_. Estas recepciones, que me hac�an trasnochar en demas�a, redundaban por lo mismo en perjuicio de mi humanidad y _humanidades_, porque me tornaba cada vez m�s flaco y amarillo, al paso que ignoraba por redondo hasta el m�s insignificante supino. Ni siquiera, pues, pod�a decirse que era supina mi ignorancia. Mas en cambio de una ciencia que yo miraba con el m�s c�mico desd�n desde el Chimborazo de mi entusiasmo, iba criando una imaginaci�n encendida y melenuda capaz de dar al traste con el poco sentido com�n que me quedaba. As� lo comprendieron mis deudos y amigos, y as� hube tambi�n de comprenderlo yo � la postre, por lo cual trat� de ir apart�ndome paulatinamente de tan brava compa��a. Desde luego me decid� � dedicar s�lo un d�a � la semana, los viernes, � la lectura de novelas y � ser un poco m�s cauto en su elecci�n. Acudieron entonces � mi tertulia una porci�n de personajes m�s simp�ticos y finos que los anteriores. Ve�anse all� � Werter, Ivanohe, Atala, Eugenia Grandet, Wilhelm Meister y muchos otros que no recuerdo. Fern�n-Caballero surt�a tambi�n de amables personajes esta tertulia. No cab�a duda que _los viernes_ del Sr. Palacio Vald�s eran de lo m�s ameno que por entonces exist�a. As� y todo mi profesor segu�a consider�ndome como un b�rbaro escyta indigno de toda relaci�n con los h�roes de la Eneida y hasta con los animales de las Ge�rgicas. Al llegar � la edad en que ya no se le pregunta � uno lo que lee, sino lo que gana, me he visto obligado, con profundo dolor de mi alma, � poner de patitas en la calle � todos mis rom�nticos amigos. Y los momentos en que mis ocupaciones me dan tregua, en vez de leer novelas, me dedico � escribirlas. Pero las escribo para adentro, porque hoy por hoy tengo la fantas�a al servicio de mi coraz�n y tejo cada pocas horas, para mi uso particular, unos cuentos tan fant�sticos y pat�ticos que � todos parecer�an incre�bles. �sta es la costumbre de las cosas inveros�miles. Sin embargo, como siempre fui bastante amigo de pasar con la m�a (�qui�n no es amigo de pasar con la suya?) me he empe�ado en demostrar � mi viejo maestro que aquellas lecturas anticl�sicas que con tanto ardor persigui� en otro tiempo no fueron tan in�tiles, �qu� digo in�tiles? tan perniciosas como �l supon�a, puesto que hoy me permiten cumplir con el deber que he contra�do de escribir para el p�blico. Voy � describir, por tanto, cual viajero que se sienta � descansar despu�s de un largo viaje, las extra�as y rientes comarcas por donde anduve. Voy � lanzar � los vientos de la publicidad impresiones, juicios, observaciones sobre mis lecturas atrasadas. P�blico amigo, no des la raz�n � mi viejo maestro. D�gnate recogerlas del suelo, aunque despu�s las arrojes como frutos desabridos � los que falta la madurez de la experiencia. He dicho que Fern�n-Caballero perteneci� � mi segunda �poca. Por cierto que me eran tan simp�ticas sus creaciones y tan amables sus cuadros, que con ser yo muy devoto de la �poca presente y muy admirador de sus progresos, m�s de una gana me asaltaba de volver casaca y hacerme servil�n, tan s�lo por el placer de ocupar un puesto en sus escenas de familia y tratar personalmente � la m�stica _Elia_ y � la sensible _L�grimas_. Mas pronto reflexionaba que no pod�a ser tal mi fuerza de disimulo que no asomara la oreja de _negro_ en la ocasi�n menos prevista, y entonces tendr�a que pasar por el bochorno de ser arrojado de aquellos santos hogares y despreciado por aquellas lindas mujeres. �Qui�n me dijera entonces que yo, su admirador, su enamorado, har�a, tiempo andando, el papel de amiga envidiosa, poni�ndome � buscarles con la mayor sangre fr�a sus m�s peque�os defectos! El papel de cr�tico es en verdad muy desairado, � veces odioso, pero como acontece tambi�n con ciertos otros en las obras dram�ticas, es absolutamente necesario para el buen orden y progreso de la literatura. Bien que las novelas de Fern�n-Caballero me encantasen siempre, no dejaba por eso de pensar vagamente aun en los tiempos de mayor entusiasmo que en ellas sobraba mucho. Ahora entiendo que falta no poco. Para comprender bien � Fern�n-Caballero, es preciso tener presente, en primer t�rmino, que sus obras no son la expresi�n pura y sencilla de una fantas�a que gusta de presentar al p�blico la turba de im�genes que en ella flotan; sino m�s bien la labor viva y apasionada de un pensamiento batallador. La novela es para �l un arma con que asalta las conciencias y las somete � su imperio. Y ciertamente no he ser yo quien repruebe tal uso, cuando responde perfectamente � la naturaleza de este g�nero literario, y no rompe con sus constantes tradiciones. La novela puede servir y ha servido siempre para un fin social. Mas debo advertir, para satisfacci�n de ciertos escr�pulos literarios, que antes que nada, la novela es una obra de arte, y que como tal, su fin primero es realizar belleza. Lo dem�s se le otorga por a�adidura. La novela, como tal obra de arte, puede, aunque no debe por necesidad, ense�ar algo. De hecho constituye un verdadero poder en nuestra sociedad, ejerce una influencia leg�tima en nuestras costumbres, y en ocasiones ha buscado y hallado arraigo para alguna idea peregrina. La tarea del cr�tico sobre este punto consiste en observar de qu� modo se ha llevado � cabo todo esto. Nunca debe olvidarse de que es el defensor del arte contra los excesos de la pasi�n � las invasiones del esp�ritu did�ctico. �Cu�l es la idea que agita el coraz�n femenil de Fern�n-Caballero, que mueve su pluma y se encarna en sus novelas? La idea del pasado. Por �l combate cuerpo � cuerpo, sin que le rinda jam�s el sue�o � la fatiga, manejando con febril entusiasmo una daga tenue y afilada, la sola arma que puede sostener su delicada mano. Sus novelas, no son m�s, es decir, son adem�s de obras muy bellas, un diluvio de alfilerazos � nuestra filosof�a, � nuestras costumbres, � nuestra pol�tica. Son peque�os cuadros de anta�o, que por la suavidad del color, por su dibujo primoroso y por su ambiente di�fano, quiere que contrasten con los licenciosos cromos de hoga�o. Espera que el lector, al contemplarlos, eche de menos aquellos sabihondos frailes, aquellos severos padres, sumisos hijos y servidores fieles, comprenda la santidad de aquellos respetuosos besos en la mano, y la solemnidad de aquellos chocolates al amor del brasero. Todo lo cual gozaron nuestros abuelos dentro de la sana moral y del temor de Dios. Y en verdad que el lector no deja de tener por ciertas las proposiciones de Fern�n-Caballero y de extasiarse con las tiernas escenas que nos representa en sus cuadros. Mas como la funesta man�a de pensar se ha introducido en todas las cabezas y es un mal que no tiene cura, doy en cavilar y da tambi�n el lector, pariente cercano m�o, que para mudar de vida y volver � las usanzas de nuestros progenitores es de toda necesidad que Fern�n-Caballero nos garantice: que los frailes ser�n siempre sabihondos y mesurados, y no cicateros intrigantes, amigos de darse buena vida y de revolver por solaz la ajena; los padres, siempre comedidos, incapaces de contrariar la leg�tima vocaci�n de sus hijos ni de abusar de su poder por ning�n concepto; los nobles, protectores generosos de la debilidad, no insolentes disipadores de sus caudales. Y despu�s que todo esto nos garantice, es menester tambi�n que nos indique los medios de volver este p�caro mundo al estado que apetece. Aunque presumo que s�lo se podr� dar cima � la empresa convocando una magna reuni�n de los humanos y conviniendo entre nosotros, despu�s de haber estudiado minuciosamente cada una de las �pocas hist�ricas, cu�l es la que debemos preferir. Con esto, y con encargar � Par�s que en vez de sombreros de copa se fabriquen en adelante bonetes y chambergos y que apaguen � toda prisa sus endiabladas luces el�ctricas, podr�amos tal vez inaugurar de nuevo los tiempos de Mari-Casta�a. �Pero y el esp�ritu? �Pondr�amos tambi�n bonete al esp�ritu? Las novelas de Fern�n-Caballero son de las que un notario, que vive en el cuarto segundo de mi casa, llama morales. Debo advertir que, seg�n la est�tica singular del infrascrito, las novelas no tienen otra divisi�n que en morales � inmorales. Y ningunas, con mejores t�tulos, pueden incluirse en el primero de los grupos que las de nuestro ortodoxo escritor. La moral entra por mucho, por casi todo, en sus obras; pero es justo que haga una observaci�n capital sobre este punto. La moral de Fern�n-Caballero no surge en la escena, engrandecida por el dolor y por el combate, prestando eficaz respuesta y soluci�n al sombr�o interrogatorio de la conciencia, disipando como un soplo de esperanza las nubes siniestras que se agrupan en la frente del hombre de este siglo. Es una moral de cort�simo vuelo destinada � colegialas de quince a�os y � j�venes que no hayan pasado en sus estudios de la segunda ense�anza. No resuelve m�s cuestiones que las de la obediencia � los padres, respeto � los mayores, castidad en las obras, palabras y pensamientos, dulzura con los inferiores y misericordia con los menesterosos. Es una moral de primera comuni�n. Mas aunque as� sea, sacan ventaja y no poca sus novelas por m�s de un concepto � la multitud de bastardas producciones difundidas por la sociedad francesa de nuestros d�as. Ya que por su insignificante trascendencia no dirijan el pensamiento hacia un ideal de perfecci�n y grandeza, absti�nense de perturbar los corazones y corromper las costumbres como aqu�llas. Pueden caer sin peligro en las manos de una virgen. Son libros de misa un poco romancescos. En cierta ocasi�n tropec� con un amigo m�o, joven de gran inteligencia y muy conocido entre nosotros por sus ideas radicalmente anticat�licas. Llevaba debajo del brazo algunos libros que yo con poca discreci�n tom� en la mano sin pedirle permiso. Eran dos novelas de Fern�n-Caballero, y mi querido ateo me confes�, con un ligero rubor, que iban destinadas � su prometida. No ten�a por qu� ruborizarse mi joven amigo. � un estado de perfecta inocencia (entendiendo que es un estado transitorio, imposible de sostener como definitivo en la vida humana), convienen en un todo estas novelas escritas con una pluma delicada y sumisa. Predicar la rebeli�n � los j�venes y muy particularmente al sexo femenino, sin justificar plenamente esta lucha insensata con la sociedad; deslizar entre los arrebatos de la pasi�n una multitud de dudas cuyo examen no puede llevarse � cabo seriamente en los laberintos de una f�bula, es, � mi entender, uno de los caracteres que m�s afean y hacen peligrosa la moderna literatura romancesca de Francia. Sin embargo, no todos en la sociedad van � la escuela y comulgan por Pascua florida. Los m�s de los seres han dejado en los abismos del tiempo sus quince a�os, y en los de la nada las puras ilusiones que los acompa�an. Hay muchos en los cuales el sentimiento religioso yace amortiguado bajo el peso de la sensualidad � del escepticismo. Las novelas de Fern�n-Caballero y su escuela no tienen poder, no tienen rasgos bastante en�rgicos para despertarlo en estos seres. La duda amarga y delet�rea de _Lelia_ no alcanza � disiparla la c�ndida y m�stica sonrisa de Elia. Jorge Sand ha dado vida � un ser misterioso, siniestro, imaginario, pero grande, porque expresa con notas desoladoras la crisis de un alma grande. Fern�n-Caballero, quiz� con el secreto intento de oponer la obediencia � la rebeli�n, la certidumbre � la duda, el sosiego � la exaltaci�n, ha engendrado un ser inmaculado y tierno, pero que toca en los confines de la vulgaridad. Elia, criatura fr�gil � inocente, se rinde � la pesadumbre de una preocupaci�n social. Lelia alza su noble, pero asombrada frente, antes de morir y exhala una blasfema imprecaci�n. Elia muere, no ya sin maldecir, pero sin comprender siquiera la injusticia que la mata. Lelia rompe violentamente los moldes de la naturaleza femenina, y se lanza con vuelo impetuoso en las regiones de la protesta y de la rebeli�n. Elia no sale de estos moldes, pero sucumbe aceptando como santo uno de los m�s torpes errores que ha engendrado el orgullo humano. Lelia se revuelve con acento inspirado, aunque col�rico, contra los ego�smos y sinrazones de la sociedad. En Lelia hay un derroche de genio. En Elia hay un derroche de moral. La trascendencia que nuestro novelista piensa comunicar � sus obras, no se deriva de su concepci�n y desenlace, d�biles � insignificantes las m�s de las veces, sino m�s bien de una multitud de ideas esparcidas sin gran raz�n y pertinencia por el curso de ellas. Sus personajes m�s simp�ticos se pronuncian casi siempre por el antiguo r�gimen, y baten en brecha por medio de una argumentaci�n po�tica � ir�nica, todo menos profunda, � los desdichados � ignorantes que representan la edad moderna. As� se da el caso en una de sus obras, de que una cocinera arrolle discutiendo alta filosof�a � un sabio doctor enciclopedista. Cuando no tiene liberales con quien hab�rselas, Fern�n-Caballero la emprende con los paganos, y se irrita grandemente porque aquellos ciegos adoradores de J�piter grababan sobre sus tumbas el _sit tibi terra levis_[4], en vez del _requiescat in pace_. De los accidentes m�s nimios de la vida quiere sacar razones para la apolog�tica cat�lica. Por todas partes trata de ir � Roma. Tiene una sensibilidad religiosa que sabe aspirar lo que de po�tico hay en la pompa del culto, y en el ritual de las ceremonias eclesi�sticas; una sensibilidad que alg�n sacrist�n llamar�a _de r�brica_. Pero es intransigente en este punto, como el Breviario, y para no incurrir en sus iras, es necesario conmoverse � misa mayor. �Desgraciados aquellos que son insensibles al incienso y al �rgano! Sobre ellos cae sin piedad todo el negro de su paleta. Mas aparte de estas intransigencias y exageraciones, no puedo negar que me complace m�s ver una pluma femenina al servicio de la religi�n, que sirviendo de int�rprete � las vacilaciones y combates de nuestro siglo. El esp�ritu de la mujer es esencialmente receptivo, conservador, se amolda f�cilmente � toda realidad, aun la m�s dolorosa, y extrae de ella los elementos de belleza y armon�a que contiene. La mujer no debe participar de nuestras dudas y sufrimientos, porque se quebrar�a como se quebr� _Gloria_. Esperemos para introducirla en el mundo agitado de nuestra conciencia religiosa � que hayamos conseguido arrancar � la duda su cabellera de sierpes para ofrec�rsela, al modo de los antiguos guerreros de la Am�rica, como trofeo de nuestro combate. La inspiraci�n de Fern�n-Caballero es la que m�s conviene � su sexo; una inspiraci�n suave y delicada que reposa dulcemente en el seno de la religi�n. Es capaz de describirnos con admirables toques la psicolog�a simplic�sima que se encierra en el pecho de una virgen, pero su pincel diminuto no tiene fuerza para trasladar los surcos terribles que abre la pasi�n en el coraz�n del hombre. Se advierte en este pincel la falta de firmeza y costumbre que caracteriza al artista femenino, mas en su lugar se observa la ternura y sagacidad que tambi�n le caracterizan. Se presenta como palad�n de la fe cat�lica, de la pol�tica mon�rquica y de las costumbres a�ejas, pero siempre expresando amor apasionado � la causa que defiende, no con esos refinamientos y artificios hip�critas que hoy despliegan los que se cobijan bajo la bandera de la tradici�n. Con su amor y su entusiasmo quiere infundir el alma en el cad�ver del pasado, como uno de esos soplos de aire tibio que en medio del invierno vienen resueltos � dar vida � la naturaleza muerta. La traza y disposici�n de sus novelas no pueden ser m�s sencillas. La sencillez es una hija predilecta de la realidad, aunque la realidad por s� misma no sea el arte. Para que el arte aparezca, es necesario que en la realidad penetre la idea, porque lo real sin idea no es m�s que lo trivial. Y lo trivial es precisamente el escollo en que tropieza con frecuencia el esquife de Fern�n-Caballero. Sus caracteres no dejan de tener realidad, pero son casi siempre adocenados y vulgares: no han recibido el soplo del arte que los trasfigura sin arrancarles su realidad. T�ngase presente, adem�s, que se esfuerza con censurable empe�o en derramar sobre el personaje que encarna las ideas que aborrece todo el veneno de su pluma, priv�ndole, no s�lo de las virtudes m�s corrientes, sino hasta de una regular educaci�n. Formar caracteres de una sola pieza no indica m�s que ausencia de recursos para obrar con los que est�n formados de varias, redunda en grave menoscabo de la verdad y disminuye en no poco el inter�s de la novela. Las situaciones que describe tienen verdad y sentimiento, pero vuelvo � repetir que esto no basta. El fin de la novela no es conmover el coraz�n y hacer derramar l�grimas, sino despertar la emoci�n est�tica, la admiraci�n que produce lo bello. Nunca se hiere en vano la fibra del sentimiento; nunca se representan cuadros lastimosos de las desdichas humanas, ya sean estos cuadros en alto grado dignos de l�stima, desde el punto de vista del Arte, sin afectar nuestra sensibilidad. Adem�s, hay l�grimas que se derraman por el buen parecer, porque _no digan_, sobre todo viendo dramas. En la representaci�n de uno titulado..... (suprimir� el t�tulo), al morirse el protagonista de una enfermedad no muy bien diagnosticada, en lo m�s pat�tico de su discurso, hube de sufrir un tal ataque de risa, que despert� en torno m�o fuertes murmullos de desaprobaci�n y aun de amenaza. Los padres fruncieron el entrecejo en manifiesta se�al de desagrado; las madres lanz�ronme miradas cargadas de rencor y de odio; las ni�as posaban sobre m� sus ojos velados por las l�grimas con mezcla de indignaci�n y de asombro. Nunca se viera coraz�n m�s empedernido. Y sin embargo, yo presumo de tenerlo blando en demas�a. Cuando ni�o he salvado muchos gorriones de las manos de mis condisc�pulos. Lo que hay es que soy un poco romano, y cuando un hombre muere en escena y no en una alcoba de su casa, exijo, como � los gladiadores, que muera con gracia. El estilo de nuestro autor es sencillo y po�tico. Su lenguaje, aunque padece notables incorrecciones, es, por lo general, franco y animado, en ocasiones lleno de color y armon�a, reflejando la v�vida luz, los argentados celajes de la B�tica, repercutiendo los mil rumores de sus bulliciosas ciudades, devolvi�ndonos todo el perfume de su embalsamado ambiente. �Triste cosa, por cierto, que un escritor que tan bien siente la naturaleza, la combata con tal encarnizamiento! [Illustration] D. PEDRO ANTONIO DE ALARC�N [Illustration: C]OMO soy un s� es no es escrupuloso, me asaltan ciertos temores de no ajustar mi cr�tica � la �constante y perpetua voluntad de dar � cada uno su derecho�. Todo el mundo sabe que el Sr. Alarc�n se ha cortado la coleta, para dedicarse � reaccionario. Y yo, que en punto � reaccionarios me atengo � Perier y al Padre S�nchez, y no deseo conocer ni tropezar con otros, me veo ahora en un aprieto al dar con mi pluma sobre otro de la misma camada. Cualquiera creer�, si digo algo malo del Sr. Alarc�n, que me impulsa � ello la pasi�n pol�tica. Pongo por caso: fig�rense ustedes que afirmo que Alarc�n es elocuent�simo cuando describe los _arremangados brazos_ y la _soberana pierna_ de la se�� Frasquita, y torpe y descolorido al pintar la faz p�lida y enjuta del Padre Manrique. �Qu� apasionado! �qu� injusto! Y con este anatema sobre la cabeza no hay medio de que un hombre de bien emita su juicio sobre otro hombre de bien y de orden. Y no obstante, yo estoy firmemente convencido, no s�lo de las anteriores afirmaciones, sino de que el Sr. Alarc�n, en el santuario de su conciencia, sigue m�s aficionado � los brazos y � las piernas de la se�� Frasquita que � la carne de momia del Padre Manrique. �Pero qu� tiene que ver esto con la pol�tica? �Ay! cuando llegue � P�rez Escrich, ver�n ustedes c�mo no le pregunto si es cantonal � retr�grado. Fu� en un viaje cuando trab� conocimiento con el Sr. Alarc�n. Iba desde Palencia � Valladolid. Por cierto que en este trayecto el paisaje y la tarifa de ferrocarriles son � cual m�s despiadados. No concibo c�mo nuestros Alfonsos y Fernandos hicieron verter tanta sangre por adquirir algunos palmos de esta tierra, mejor dicho de este polvo. As�, que huyendo aquella vista aflictiva cerr� los ojos y me dispuse � dormir. En el espacio de media hora tres veces cog� el sue�o y tres veces me lo arrebat� de entre las cejas la presencia de un empleado, que sacudi�ndome con delicadeza, eso s�, me demand� el billete para hacerle unos agujeros cabal�sticos. �Se quiere usted quedar con �l? dije yo al fin esperando salvar mi cuarto sue�o. No, se�or. Pues entonces d�me usted cualquier libro, � haga por que descarrile el tren � ver si logro no aburrirme tanto. El empleado de la empresa sonri� con benevolencia y sac� de la faltriquera dos � tres librillos muy sobados que dec�an sobre el forro: �Biblioteca de viaje�. Le di las gracias. Conten�an varias novelas de Alarc�n, _�Por qu� era rubia? Coro de �ngeles, El final de Norma_ y algunas otras. Las devor� como pan bendito, y el autor que las confeccionara se introdujo por derecho propio en mi estimaci�n. Son animadas, picarescas, llenas de color y donaire. En verdad que al recordarlas deploro amargamente la austeridad que sombrea su �ltima producci�n romancesca. Se conoce que el Padre Manrique le tiene aterrado con sus lucubraciones de ultratumba. Me agradaron y contribuyeron en casi todo � hacerme soportable el mundo gris que se percib�a por las ventanillas del carruaje. En efecto, son frescas, risue�as, campechanas. Bien se echa de ver que no han pasado todav�a por la sacrist�a. Son peque�itas, vivarachas, bien torneadas como las ni�as de Guadix, y sobre todo �tan poco mojigatas! �Oh, Dios! �c�mo me gustan � m� las ni�as de Guadix! Pero no confundamos lo abstracto con lo concreto. Debo afirmar que sus formas son inmejorables (las de las novelas, no las de las ni�as), que est�n escritas con lenguaje castizo y fl�ido y salpimentadas feliz y largamente. Paso por alto un tomo de poes�as, que bien mereciera pasarse por bajo, y hago merced tambi�n del _Diario de un testigo de la guerra de �frica_, de las _Cosas que fueron_ y de alguna otra producci�n literaria del autor, para convertir mi atenci�n y mi cr�tica al _Sombrero de tres picos_. Si yo le dijese al Sr. Alarc�n que el _Sombrero de tres picos_ es lo mejor que ha hecho en su vida, tal vez mostrase mal talante y se doliese de que tomara por obra maestra lo que s�lo aparece como fruto del esparcimiento y no de la meditaci�n. Sin embargo, cuando los ocios del ingenio dan por resultado obras como la ya mencionada y la actividad exquisita del esp�ritu engendra producciones como _El esc�ndalo_, yo, � despecho del Padre Astete, me declaro campe�n de la pereza y lucho en campo abierto contra la diligencia. Y es que en las obras de arte juega la espontaneidad un gran papel, y entiendo que es m�s cordura en un autor consultar primero al poder que � los deseos. El que ejecuta aquello para lo que sirve � se siente llamado, es mil veces superior al mayor ingenio si �ste, desconociendo su vocaci�n, se empe�a en tareas imposibles y absurdas. Mas no anticipemos los comentarios. La historia verdadera � fingida que se narra en el _Sombrero de tres picos_ era conocida de todos los espa�oles. Yo hab�a recibido la patri�tica tradici�n de los labios autorizados de un sujeto que en otro tiempo hab�a tenido la debilidad de dar de pu�aladas � su leg�tima esposa. El hado adverso, en figura de C�digo penal, quiso que fuera � pasar una temporada � Ceuta � al Pe��n de la Gomera, no estoy bien seguro d�nde, y de all� nos trajo la historieta cuya relaci�n sol�a acompa�ar con juegos malabares, algunos saltos y no pocas muecas. L�breme Dios de hacer ning�n cargo al Sr. Alarc�n por haber tomado como fundamento de su novela el antiguo cuento andaluz. Los asuntos son del que mejor los trata, y es necesario convenir en que este asunto lo ha tratado mucho mejor Alarc�n que Palicio (as� se llamaba el sujeto). En esta novela el autor nos hace la se�alada merced de no meterse en filosof�as. Dos cosas son las que no he podido digerir en mi vida: los langostinos y la filosof�a de Alarc�n. S�, es preciso hacer constar que las arenas de la filosof�a no han enturbiado todav�a su inmaculada ignorancia. En esta obra todo es propiedad del Sr. Alarc�n. No as� en otra m�s reciente hecha en colaboraci�n en _El Siglo Futuro_. Cr�ame el Sr. Alarc�n; m�s vale beber el agua en el hueco de la propia mano que por un vaso sucio. _El sombrero de tres picos_ est� escrito con una pluma retozona. Yo le perdono de buen grado su travesura. �Pues para qu� nos ha dado Dios la pluma? En primer lugar, para decir pestes del Gobierno, despu�s para manifestar lo que exista dentro de nuestro esp�ritu. Soy bien pensado y no creo que en la mente del Sr. Alarc�n haya ning�n _esc�ndalo_ y s� muchos _sombreros de tres picos_. Acerqu�monos � los personajes de esta novela. A ninguno de mis lectores le pesar� de que le acerque � la se�� Frasquita la molinera. Es todo una buena moza, seg�n nos asevera el autor. Pero cuidado con ella, que es arisca cuanto hermosa. Me r�o yo del ascetismo de la pluma que la traz�. El t�o Lucas, de profesi�n molinero y por ende consorte de la escultural molinera, es un hombre, aparte de la joroba, muy recto, muy firme y muy honrado. La se�� Frasquita y �l se llevan � las mil maravillas. Mas hete aqu� que estos esposos felices ten�an costumbre de recibir por las tardes en su molino � una porci�n de conservadores. Uno de ellos, el corregidor de la ciudad, se enamora de la se�� Frasquita; �vaya una gracia! Lo que s� tiene gracia y mucha es la escena en que el corregidor declara su amor � la molinera, mientras el t�o Lucas, c�mplice de su mujer en esta broma, la presencia encaramado en una parra. El jiboso y baboso corregidor prepara, con la ayuda de su alguacil _Gardu�a_, una emboscada � la virtud selv�tica de la se�� Frasquita. Aleja al t�o Lucas del molino cierta noche, prevali�ndose de su autoridad. Esto es muy feo, como ustedes comprender�n. Pero a�n m�s feo es el papel que el l�brico gobernador se vi� precisado � representar ante la inexpugnable molinera. Chorreando y tiritando de fr�o por haberse ca�do en la acequia al emprender el asalto del molino, se presenta el valetudinario gal�n � la se�� Frasquita, que lo recibe con un trabuco � la cara. El bizarro corregidor se desmaya, no sabemos si de fr�o, � de susto, � de rabia. La se�� Frasquita lo abandona y corre en busca de su esposo, que debe hallarse aprisionado en el lugar inmediato. Mas el t�o Lucas, que le hab�a dado mucho en que pensar la extra�a detenci�n que sufr�a, consigui� fugarse y vuelve presuroso � su molino con la duda y la ansiedad en el coraz�n. En el camino se cruzan los dos esposos montados en sendas burras, pero no se reconocen. El t�o Lucas entra en su casa y ve sobre unas sillas las ropas del corregidor tendidas � secar. Empu�a el trabuco que pocos momentos antes hab�a servido para defender su honra, y sube la escalera que conduce � su cuarto. Por el agujero de la llave contempla el infeliz esposo la grotesca figura del corregidor sobre su lecho conyugal. No ve m�s, pero da por cierto que su esposa tambi�n se encuentra all� y se apercibe � la venganza. La muerte de los culpables, sin embargo, le parece poco. Mejor es el sarcasmo, la befa, para castigar tal ofensa. El demonio de la venganza le sugiere una muy original. El t�o Lucas tiene un parecido notable con el corregidor. Se viste aceleradamente con las ropas de �ste, y balance�ndose como �l se encamina hacia la ciudad murmurando con expresi�n sat�nica: �Tambi�n la corregidora es guapa! Este cap�tulo est� admirablemente escrito. Lo digo � boca llena. En tanto que el t�o Lucas se dirige � la ciudad en alas de su venganza, la se�� Frasquita, despu�s de poner en pie � la autoridad municipal del pueblo donde su esposo deb�a encontrarse prisionero, y visto que se hab�a fugado, vuelve con el alcalde � toda prisa hacia el molino sospechando que el t�o Lucas estar�a ya en �l haciendo lo que su coraz�n resentido le dictara. Se encuentran al corregidor disfrazado por necesidad de molinero, lo cual da lugar � una escena c�mica de buen efecto, y una vez enterados todos de la resoluci�n, puesta ya en v�as de hecho, del t�o Lucas, marchan � la ciudad � fin de resolver aquel conflicto. Llegan � deshora � las puertas del corregimiento. Al corregidor vestido de t�o Lucas le cuesta muchos sustos y algunos palos el penetrar en su casa. Una vez dentro, se presenta su esposa y despu�s el t�o Lucas y tiene lugar una escena en que todo se arregla, todo se conjura, no sin dar motivo antes � muchos y muy graciosos episodios y � algunas frases felic�simas del narrador. En este incidente romancesco, fruto genuino de la tierra donde se escribi�, resulta demostrado que Alarc�n es un escritor nacional, ingenioso, castizo y picante. �L�brenos Dios de que se le antoje ser profundo! Veamos _El esc�ndalo_. Antes de empezar su examen, sign�monos en la frente, en la boca y en los pechos y digamos: _Yo pecador me confieso..._ El asunto es una confesi�n, no la _confession d'un enfant du si�cle_, sino la _d'un enfant gatt�_. Dura cuatrocientas treinta y tres p�ginas en cuarto. Padre Alarc�n, yo pecador os confieso que me hab�is levantado un gran dolor de cabeza y me hab�is dejado los pies muy fr�os. Tengo adem�s la franqueza de anunciaros que no he comprendido gran cosa de vuestro pensamiento filos�fico. P�same, se�or, de no haberos entendido y prometo enmendarme as� que escrib�is m�s claro. Fabi�n Conde, joven, rico, disipado y no muy largo de alcances, tiene un grave caso de conciencia que solventar. Marcha � propon�rselo � un jesu�ta nombrado el Padre Manrique, que habita de paso en esta corte. Debo advertir, para mayor edificaci�n de mis lectores, que el joven Fabi�n no va � confesarse como un penitente vulgar, sino guiando por s� mismo elegante _charrette_. Una vez en la celda del Padre Manrique, Fabi�n cuenta � su merced punto por punto toda su vida y milagros, la de su pap�, la de su novia y la de todos sus amigos. Compadezco de todas veras � su paternidad; y para no verme en el caso de compadecer tambi�n � mis lectores, me abstendr� de reproducirla. Es forzoso, no obstante, que sepan que Fabi�n, entregado desde su ni�ez � los placeres del mundo y � los desenfrenos del vicio, manteniendo relaciones ad�lteras y enamorado de una ni�a inocente, era todo un fil�sofo, un fil�sofo escandaloso. Vase � confesar y principia por declarar � su confesor � boca de jarro que no cree en Dios. El confesor, es natural, no le hace caso, y en vez de convencerle de que s� lo hay, le endilga un manojo de preguntas de mucho efecto. Pero no entremos en teolog�as. La trama de _El esc�ndalo_ es una madeja enredada, inveros�mil � interesante. Debemos reconocer � este libro el m�rito de mantenerse firme en las manos del lector hasta que se termina. Hoy que son tantos los que se doblan tristes y mustios buscando el santo suelo, mientras se alza de sus virginales p�rrafos espeso vapor que entorna la cabeza y cierra los ojos del que se aventura � leerlos, es grato encontrar uno tan erguido, tan vivo y tan nervioso. Los caracteres... �pero d�nde est�n los caracteres? Figuras toscamente talladas, arlequines cubiertos de oropel, adefesios literarios, eso son los personajes de _El esc�ndalo_. Causa verdadero asombro el que Alarc�n haya podido dar inter�s � su novela con semejante personal. Fabi�n Conde es un mancebo de todo punto insignificante, dibujado con agua fresca para que no se le perciba. En cambio, Diego est� pintado con el rojo m�s subido de la paleta. El Padre Manrique es un sabio, porque as� lo dice el autor; cualquiera creer�a otra cosa. L�zaro es la encarnaci�n m�s viva de la inopia de Alarc�n, de su total ineptitud para trazar un car�cter moral, verdadero y humano. Gabriela y Gregoria son las figuras m�s correctas, pero no escapan tampoco � la exageraci�n que inunda toda la obra. Queremos terminar estos apuntes, dirigiendo una s�plica al Sr. Alarc�n. Suplic�mosle de todas veras, con la conciencia limpia de toda prevenci�n malsana, y por su propio inter�s m�s que por otro alguno, que torne, y torne cuanto antes, � su _antigua manera_ de componer novelas frescas, animadas, risue�as, sin caracteres y sin filosof�a. Esa filosof�a es una calumnia que el Sr. Alarc�n se ha levantado � s� mismo. Yo debo protegerle contra su propia injusticia y pregonar muy alto, _urbi et orbi_, que en punto � filosof�a el Sr. Alarc�n se halla _tanquam tabula rasa_, y que si un d�a se ha atrevido � escribir una novela trascendental, fu� que el diablo le tent�, y que se le perdone por esta vez, que no lo volver� � hacer. [Illustration] [Illustration] D. JUAN VALERA I [Illustration: A]TR�S, sue�os regalados de la edad rom�ntica, visiones placenteras � terribles de fantas�as enfermas, mundo fulgurante de bellezas inmarcesibles, de hero�nas impalpables, de caballeros ind�mitos! Hu�d por siempre, forjadores calenturientos de aventuras. Ya no queremos penetrar por puentes levadizos en castillos encantados, ni ta�er la c�tara al pie de ninguna reja, ni darnos de estocadas en ning�n callej�n hediondo, ni comerciar con astr�logos fingidos, con rodrigones �speros � con ascetas idiotas. Marchad � sepultaros en vuestras profundas cavernas, enanos y gigantes, gnomos, grifos y vestiglos. Los rayos de luna nos hast�an, las ventanas ojivales nos apestan y ya por nada en el mundo asistir�amos otra vez � una caza de jabal� con el se�or feudal. Necesitamos un g�nero romancesco m�s positivo y m�s serio. �No veis qu� positivos son nuestros palet�s? �Qu� grave y metaf�sico nuestro sombrero de copa? Lo que hemos perdido en garbo, lo ganamos en discreci�n y en mesura. El novelista que hoy nos quiera deleitar, ha de ser observador, sagaz � inteligente, ha de pintarnos la vida real con acierto y con verdad, nos ha de presentar en relieve caracteres y tipos morales, ha de ser novelista y psic�logo, y adem�s un poco metaf�sico. La metaf�sica es nuestra pasi�n m�s decidida. Troya se perdi� por Helena; C�novas por la Constituci�n interna; nosotros nos perderemos por la metaf�sica. Cuando digo nosotros, quiero decir el Sr. Valera[5]. La novela ha sido hasta ahora en Espa�a, dejando � salvo los eternos modelos cl�sicos, una joven bastante ligera de cascos, muy predispuesta � marcharse con el primer forastero que sonase en los pies lucientes espuelas, que arrebujase su rostro con blanco y flotante albornoz, que hiciese temblar al comp�s de sus pasos airosa pluma en el sombrero. Gald�s ha hecho de ella una mujer discreta y hermosa. Valera la ha convertido en profesor de la Instituci�n Libre de Ense�anza. No dir� yo que no me gusten las obras de Valera. Me encantan sobremanera. Pero siento que ese barniz metaf�sico que sobre ellas extiende las haga impenetrables para la mayor�a de los lectores. Todo es asunto de dosis en este mundo. La metaf�sica en las obras de arte es preciso administrarla con mucho cuidado. Debe ser acci�n m�s que discurso y fruto de la intuici�n m�s que del estudio. El procedimiento art�stico que Valera emplea en sus novelas es el mismo que han adoptado todos los novelistas psic�logos. Poner frente � frente la vida ideal y la real, para que de este contraste resulte una ense�anza, una eleg�a � una s�tira. En las obras de Valera resulta siempre una s�tira. Mas el pensador hace enmudecer hartas veces al artista. Se observa esto en el vagar con que escruta y describe los misteriosos senderos del alma, lo mismo que en la ligereza con que roza los trillados caminos de la vida real. La s�tira que resulta de sus novelas, principalmente de _Las ilusiones del Doctor Faustino_, es el castigo del idealismo, pero aun este castigo resulta ideal. No parece sino que el autor, en fuerza de estudiar el esp�ritu de la v�ctima en quien va � consumarse el escarmiento, se enamora de ella. As� que, cuando el castigo se presenta, el lector se niega � admitirlo como tal, y lo considera como una desgracia fortuita � inmerecida. A las novelas de Valera, como no son dram�ticas no se las debe pedir un inter�s vivo, un enredo complicado, ni tampoco esa brevedad y rapidez que caracterizan al drama. Tal vez por no tener bien presente esto se han dirigido � Valera reproches inmerecidos que debieran compartir con �l, por hallarse en caso semejante, Cervantes, Goethe y Juan Pablo. �Qu� enredo tienen el _Quijote_, el _W�lhelm Meister_ y el _Maestro de escuela Wutz_? S�lo un enredo moral. El azar apenas juega papel en estas producciones reflexivas. No tiene fundamento, pues, � mi entender, la censura de pobreza en la acci�n que se dirige � las obras de Valera. Su acci�n es m�s interior que exterior, y camina en esa lentitud propia de un g�nero tan cercano � la epopeya. Mas si no demandamos � estas obras lo que siendo fieles � su �ndole no pueden otorgarnos, s� podemos exigirles ciertas cualidades que les son propias. El car�cter, que expresa el elemento espiritual, tan preponderante en las obras que examinamos, no ser� jam�s una entidad abstracta, debe formar en las filas de la humanidad como individuo, por m�s que la exprese toda por la grandeza del pensamiento � la energ�a de la voluntad. La descripci�n ha de ser viva, fiel y acalorada. La digresi�n filos�fica, lo mismo que la epis�dica, que son obligado acompa�amiento de este g�nero de novelas, deben ser oportunas y poco disertas. Sobre todo t�ngase presente que si el lector las admite y las goza al principio y al medio de la obra, cuando �sta toca � su fin, le turban sobremanera. Conviene tambi�n que el desenlace no sea, por ning�n concepto, obra del azar, sino efecto y resultado del pensamiento generador de la obra, manifest�ndose por un rasgo peculiar del car�cter principal � por otro medio cualquiera. Ahora bien, estas cualidades que Cervantes llev� al m�s alto grado de perfecci�n, creo verlas otra vez en _Pepita Jim�nez_, la obra m�s primorosa del se�or Valera. Las novelas de Valera son fruto de la inspiraci�n, pero van poderosamente auxiliadas, como las de Goethe, por el estudio. Hay quien supone que el estudio perturba la inspiraci�n. Yo no creo que la cultura del esp�ritu entorpezca poco ni mucho los vuelos de la fantas�a. Cuando la inspiraci�n es robusta, lleva con facilidad sobre s� el fardo de la ciencia, y de inspiraciones que no sean robustas �l�branos, Se�or! Figur�monos � un poeta encajonado en su inspiraci�n y aprest�ndose � emprender su vuelo por las regiones del arte. �Qu� podr�is a�adir � su equipaje que no le estorbe? A�adidle unos agujeritos al caj�n por donde pueda ver m�s claramente los parajes que va � recorrer. �No es verdad que no le pesar�n cosa? El hombre de ciencia, como el Sr. Valera, puede pintar m�s, porque ha visto m�s. Entiendo yo (como dir�a un orador del Ateneo) que para hacerse cargo de lo que es la oscuridad, basta cerrar los ojos. Pero �qui�n puede comprender la luz sin haberla visto? Si hemos de penetrar ahora en el fondo de sus novelas, no dejar� de gritar antes que est� muy turbio. De este modo el lector, si yo no pongo en claro el asunto, �es claro! echar� la culpa al autor. Pues como iba diciendo, el Sr. Valera es un conservador que hace novelas de oposici�n. Una vez he le�do en Arist�teles que al hombre se le puede conocer por sus dioses. �Por qu� no hemos de conocer al novelista por sus h�roes? Los h�roes del Sr. Valera tienen mucho talento, son espirituales, discretos, hablan correctamente; en fin, no son conservadores. _No tienen de ellos m�s, si bien se mira_, que la afici�n � la holgura y al regalo. Porque, eso s�, los h�roes del Sr. Valera discurren mucho y bien, pero siempre sobre el modo de pasarlo mejor en este p�caro mundo. Confieso que el hombre, lo mismo que el reaccionario, tiende por su misma naturaleza � no separar los ojos de la tierra, pero es conveniente que en las obras de arte se les muestre alguna vez el cielo. En las obras del se�or Valera no hay cielo. Debo establecerlo as�, aunque comprometa la dicha que le espera como ferviente constitucional. Pero esto no infiere detrimento alguno � su condici�n de novelista. Si el hombre es libre, como manda la Santa madre Iglesia, puede pensar lo que mejor le parezca. Lo �nico que rogar�a � todo hombre es que, si le fuera posible, pensara con la profundidad y con la gracia que el se�or Valera. �Pero qui�n va � rogar esto � P�rez Escrich! Valera concede � la vida un valor absoluto, pero � esta vida terrenal, porque respecto � la otra parece que ya sabe � qu� atenerse. Un novelista que ama la vida tiene mucho adelantado para hacerse simp�tico. Esa literatura de catafalco cultivada por la literatura rom�ntica nos hace so�ar con los difuntos. Presentadnos la vida apetitosa �oh novelistas!, puesto que no tenemos m�s en que escoger. �C�mo sonr�en los cuadros de Valera, haci�ndonos gui�os, invit�ndonos � gozar de lo que hoy se llama actual momento hist�rico! �No veis qu� dichoso ha sido D. Luis de Vargas por haber dado en el clavo, y cu�n infeliz el alcaide perpetuo de la fortaleza de Villabermeja por machacar tanto en la herradura? Acertar � no acertar: he aqu� la cuesti�n. Se me figura que estoy plagiando � Shakspeare. � pesar de eso no teman ustedes que le injurie. Dicho sea entre nosotros, Valera no pinta virtudes, sino pecados; pero son pecados veniales, de esos que bien ser�a confesar, aunque no es necesario, y por los cuales a�n vive Campoamor. Escriba usted, Sr. Valera, que el mundo lee. Esos pecados, que si fuera zagala llamar�a de los hombres, no han perdido nada de su atractivo con el descubrimiento del vapor y del tel�grafo. A�n hay encuentros en el amor y besos en el bosque, � al rev�s si ustedes quieren. Esta generaci�n no es tan desgraciada como suponen mis amigos los ultramontanos. Le falta fe, pero todav�a hay alg�n d�a de fiesta. Todav�a se gozan por el mundo f�ciles digestiones, rayos de luna y novelas de Valera. Vean ustedes, yo me dedico al periodismo, voy sorteando lo mejor que puedo � las patronas, y no lo paso del todo mal. Pero me alejo del Sr. Valera, por contarles � ustedes lo que no les importa. El molde de sus obras es antiguo. Es el mismo que usaran Cervantes, Quevedo y Diego Hurtado de Mendoza; esa prosa llena de efectos, de colores, de im�genes, de reflejos que deslumbran. Confesando que tal estilo es buscado y que palpita bajo sus laberintos el esfuerzo, para m� es el lenguaje del artista. Con este lenguaje los objetos no se expresan en su desnuda realidad, sino que por s� tienen una vida propia, superior, sin ser opuesta, � la que anteriormente pose�an. Cierto que alguna vez el refinamiento de la frase llega � tal punto que nos muestra el objeto indeciso y tembloroso, como si el humo azulado del cigarro se esparciera sobre �l; pero aun as�, prefiero los excesos del color � la anemia del estilo. El contenido es moderno. Est� constitu�do por un fondo contradictorio de filosof�a, aspiraciones tradicionales, escepticismo, frivolidad, iron�a y profundidad, caracteres los m�s extra�os y m�s dif�ciles de explicar. Es un ateneo racionalista que discute la existencia del Ser Supremo en la resonante nave de una catedral g�tica. El Sr. Valera mantiene enhiesto hoy el estandarte de la fantas�a sat�rica, que con tanto br�o empu�aron en nuestra patria Cervantes, Quevedo, Mateo Alem�n y Larra. Esta fantas�a no es otra cosa que el capricho de un esp�ritu grande, erigido en fuente de inspiraci�n. Consiste en la sucesi�n variada y dram�tica de los cuadros, en el contraste de las combinaciones de todos los elementos reales, en una libertad celosa y prevenida contra toda regla, en una mezcla de sagacidad y gracia, de frivolidad y fuerza, de crueldad y delicadeza. Mas � esta arpa vibrante y sonorosa, henchida de profundas notas, le falta, como � la de Quevedo, una cuerda m�s dulce y armoniosa que ninguna, la cual acompa�a el c�ntico de sus hermanas con triste y melanc�lica voz: la cuerda del sentimiento. Valera carece de sentimiento, carece de emoci�n. Detr�s de su risa, quiz� se esconda un pensamiento noble, un juicio recto y sereno, nunca se encontrar�n l�grimas. No se vislumbra un rayo de fe, de esa fe que engendra el hero�smo, el amor eterno y el desapego de la vida. S�lo se ve una concepci�n clara y positiva de la existencia, un buen sentido inalterable, una realidad perfecta. No hallar�is en las obras de Valera expresada la idea de la trascendencia y de lo absoluto. Todo es relativo, todo es fenomenal, todo es mundano en sus concepciones. Con cierto menosprecio aristocr�tico detesta la vida humilde y popular, la virtud media, las alegr�as y las tristezas de las gentes sencillas. Le cautivan en cambio los trabajos vivos y apasionados que se realizan en los esp�ritus m�s altos, le preocupan sus vacilaciones, sus luchas y sus desgracias. Aqu� ya encuentro un poco exclusivo al Sr. Valera. No le aconsejar� que como Zola vaya de taberna en taberna recogiendo malas palabras y peores acciones; que no son dignos en verdad esos lugares de que un tan cumplido caballero los visite. Pero s� me atrever� � indicarle que Goethe, padre natural y leg�timo del g�nero que con tan buena fortuna ha introducido en nuestra patria, ha derramado siempre los tesoros de su fantas�a en las moradas m�s humildes y en los corazones m�s sencillos. No se olvide el ilustre novelista de ponernos en contacto con seres semejantes � nosotros. Cuanto m�s semejantes, m�s nos inflamar�n sus alegr�as, m�s nos enternecer�n sus desdichas. Alambicando los caracteres, como alguna vez lo hace, y separ�ndolos demasiado del com�n de las gentes, empezamos � mirarlos con recelo, sospechamos que no piensan tales cosas como el autor dice, y llegamos � creer que quieren darse tono. Esa incesante meditaci�n fatiga y seca el alma. Yo creo que hay algo en este mundo que se debe derramar de cuando en cuando. Sr. Valera, �por qu� no nos hace usted derramar alguna l�grima? �Por qu� alumbrar� usted tanto y calentar� tan poco? Mire usted, Sr. Valera, yo he tenido una novia, aunque me est� mal el decirlo, y me pidi� una novela, y yo le di una de las que usted escribi�, y � los pocos d�as me la volvi� dici�ndome que no le hab�a gustado, lo cual me caus� mucho disgusto, porque me di � pensar que el due�o de mi coraz�n era tonto. Despu�s reflexion� m�s, y me convenc� de que el tonto era yo, es decir, usted, que no hab�a sabido darle gusto. Porque � usted, � quien todo se le alcanza, no debi� escap�rsele que mi novia iba � leer sus novelas. Y entonces, �por qu� no las ha escrito de suerte que le gustasen, vamos � ver, por qu�? No todos me comprender�n, pero usted, que tiene tant�simo talento, sabr� perfectamente que hay un problema est�tico detr�s de esa pregunta. Mas si no logra dar soluci�n � este pavoroso problema (como dir�a un orador del Ateneo), si no triunfa de las mujeres, en cambio, � todos los que ce�imos nuestras sienes con el laurel de un t�tulo acad�mico, bien sea el de abogado, farmac�utico, perito agrimensor, etc., etc., nos tiene materialmente hechizados. Todos, todos convenimos en que Valera es un novelista profundo, intencionado, ameno y sabroso cual ning�n otro en nuestra patria. Un ingeniero agr�nomo que ha viajado mucho, asegura que no lo hay tampoco mejor en Europa y en Am�rica. Cuando hablamos de su lenguaje, los abogados, ingenieros y farmac�uticos, no encontramos calificativos bastante lisonjeros. El lenguaje no es, como se dice, patrimonio del hombre: es patrimonio de Valera. Yo tornar�a � describir nuevamente este lenguaje cl�sico y rom�ntico � la vez, si tuviera seguridad de encontrar quien me oyese. Porque lo que es en este momento, francamente, no se me ocurre m�s sobre el Sr. Valera. II La religi�n, cosa muy santa y muy digna de que los hombres la tomen por lo grave, puede ser trasformada, merced � ilusiones fant�sticas y quim�ricas imaginaciones propias de la edad juvenil, en un verdadero libro de caballer�as. As� como en la edad madura el hombre se aplica � convertir en sustancia cuanto se halla dentro del radio de su horizonte moral y sensible, solidificando, por decirlo as�, el ambiente que le rodea, del mismo modo el joven cifra su empe�o en convertir en fl�ido imponderable, en humo, en nada, cuanta sustancia miran sus ojos y tocan sus manos. El mundo gaseoso que todos hemos habitado por mayor � menor lapso de tiempo, est� impregnado de una pasi�n omnipotente, pero oscura y arcana aun para el mismo que padece sus efectos. La naturaleza, la religi�n, el arte no nos hablan m�s que un lenguaje indefinible y dulce. El alma no toca � la alegr�a y la tristeza, sino que alternativamente se anega y se revuelve en ellas con extra�a violencia. Un vapor sutil � interno sube del coraz�n al rostro movido por una palabra, por un soplo, y lo enrojece. El sacrificio nos causa dulzuras inexplicables, la soledad nos arrastra con poder irresistible, la meditaci�n es sue�o, el sue�o es alucinaci�n. Todo es furtivo y vago en esta edad, pero ardoroso y exc�ntrico. Los sentimientos dentro de nuestro ser se dilatan y amenazan romper su molde. El fuego de nuestra alma va haciendo presa en ellos y devor�ndolos todos hasta que llega � uno ante el cual se detiene. �Qu� sentimiento es �ste cuyo poder reconoce nuestro esp�ritu al cabo, y al cual ofrece en holocausto todos sus pret�ritos sue�os y fantas�as? Esperad un poco; Valera nos lo va � decir. Era D. Luis de Vargas un joven de veintid�s a�os de edad, �muy salado, con mucho �ngel y con unos ojos muy p�caros�, aunque seminarista. Confieso que �ste _aunque_ que acabo de estampar tiene cierto sabor her�tico. Estoy admirado de lo f�cilmente que se cae en la herej�a cuando no est� uno prevenido. A los veintid�s a�os, como ya tuve el honor de indicar, se tiene siempre alg�n romanticismo en la cabeza. Este _siempre_ me parece ahora algo ben�volo, pero lo dejo porque no me gusta andar en distinciones. El romanticismo de D. Luis era el _amor divino_, con su cortejo de trasportes m�sticos, escr�pulos, desprecio de los bienes terrenales, conversi�n de infieles, etc., etc. Era un ni�o muy te�logo que rezaba y pensaba mucho y que lloraba en el silencio de la noche al oir los acordes de la guitarra rasgueada por un campesino enamorado. D. Luis, que hab�a ido por algunos d�as � su pueblo antes de recibir las �rdenes mayores, � las cuales se avecinaba, escrib�a luengas cartas � su t�o el de�n de la catedral de..... En tales cartas desahogaba el tonsurado mancebo con gran discreci�n los profundos y sutiles afectos que bull�an en su alma. Levanta suavemente � vista del lector la cortina � un mundo de pensamientos vagos y a�reos, � una serie de cavilaciones laber�nticas y exageradas que muestran bien en claro el estado de confusi�n de su esp�ritu. Sin embargo, una frase tenue, casi imperceptible se a�ade pronto � esta sinfon�a asc�tica que D. Luis hace sonar en sus ep�stolas; el nombre de una mujer. Esta frase se oye m�s clara y m�s distinta en cada nueva carta; va _crescendo, crescendo_, hasta que se convierte en tema principal. �Qu� arte tan admirable despliega aqu� Valera! No es posible mayor delicadeza ni un conocimiento m�s perfecto del coraz�n humano. El de�n advierte la nueva fase que presenta la m�stica de su sobrino, y le aconseja que se aparte del peligro si no quiere caer en �l, � lo que es igual, que pierda de vista cuanto m�s antes � Pepita Jim�nez. Son de leer entonces los intrincados razonamientos y agudezas del mancebo para convencer � su t�o y convencerse � s� propio de que la corriente de sus ideas marcha siempre por el cauce del amor divino. Aunque no fuese m�s que para aguzar el ingenio, convendr�a que todos estudi�semos un poco de teolog�a. Mas �ay! que la teolog�a, _fuerte contra Dios_, como Israel, es d�bil contra una viuda de veinte a�os. Toda la teolog�a de D. Luis de Vargas viene al suelo reducida � cenizas, como una momia que se sacude, al estrechar la mano de Pepita Jim�nez. El sobrino de su t�o siente discurrir por sus venas una idea dulce y heterodoxa. Todav�a habla de �spides y serpientes que es preciso aplastar; todav�a cita textos de la Escritura y se compara � Holofernes y al corzo sediento, y exhala quejas como el Salmista, pero utiliza la Biblia tambi�n para llamar � su amante fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los campos, paloma m�a y hermana. Cuando el atribulado joven pide � Dios con acento lastimero que separe de sus labios el c�liz de la amargura (Pepita Jim�nez), los del lector no pueden menos de contraerse con una sonrisa de asombro, de tristeza y de burla. Concluyen las cartas de D. Luis y con ellas la primera parte de la novela. En la segunda, titulada _Paralip�menos_, se narra con cierto intencionado ensa�amiento la tremenda ca�da de D. Luis desde la cumbre de su imaginario ascetismo. Pepita se prenda fren�ticamente del seminarista y le da � entender su amor por todos los medios conocidos hasta lo presente. D. Luis vacila como un santo llevado sobre andas en d�a de procesi�n. El amor divino y el amor humano ri�en encarnizada batalla dentro de su alma. Toman parte por el amor divino ciertas consideraciones sociales, � saber: la reputaci�n de santo ganada por D. Luis, y de la cual, como de todas las reputaciones, cuesta mucho trabajo desprenderse; la sorpresa dolorosa del de�n al saber su repentina ca�da, �dem la del obispo que hab�a recomendado con mucho encarecimiento la solicitud de dispensa, �dem la del Sumo Pont�fice, que la hab�a concedido en gracia de las relevantes cualidades del candidato. Favorecen al amor humano, su padre D. Pedro, que se hallaba enterado de todo por su hermano el de�n; Anto�ona, servidora leal y habilidosa de Pepita, y la desesperaci�n de �sta, que no com�a, ni dorm�a, ni sosegaba por culpa del arisco te�logo. Las fuerzas de entrambos contendientes, como se ve, est�n equilibradas. �Pero qu� desalmado y maquiav�lico es el Sr. Valera! Sin m�s ni m�s se pone de parte del amor humano, y prepara al infortunado D. Luis una emboscada tan cargada de lazos y peligros que no hay santo en el Calendario que supiera escapar � ella. Anto�ona, pintando y aun exagerando � D. Luis el estado de tristeza de Pepita, le arranca la promesa de ir � verla antes de su partida, decretada por �l mismo para el d�a siguiente. Y el Sr. Valera, digo Anto�ona, se�ala para la cita la hora m�s comprometida del mundo; las diez de la noche. Era una noche serena y perfumada de Andaluc�a. Brillaban en lo alto las estrellas; sonaban en lo bajo, formando un concierto dulc�simo, las casta�uelas, las guitarras, los ruise�ores y los grillos. Celebr�base en el lugar de D. Luis la verbena de San Juan. La luna, el aire, los arroyos, las yerbas y las flores todo lo arregla el Sr. Valera � su gusto, para perder al m�sero D. Luis. Pero lo arregla tan admirablemente, que repito lo que antes dije: quisiera ver all� � muchos santos del Calendario. D. Luis penetra en la casa de Pepita, donde previamente el Sr. Valera, como Mefist�feles, hab�a evocado � los demonios de la voluptuosidad, encarg�ndoles mucho celo y discreci�n. La visita comienza _grave y ceremoniosa_ hasta que entran en materia. Una vez entrados, voy � dirigir al autor una sentida queja. �Por qu� ha dado usted tan poco movimiento al di�logo, y hace que Pepita y D. Luis, en vez de hablar como Dios manda en tales casos, pronuncien esos discursos tan metaf�sicos y tan indigestos? Afortunadamente D. Luis, con todo aquello de la luna, el aire di�fano, los ruise�ores, los grillos y las estrellas, ven�a de buen temple. La pasi�n triunfa de la metaf�sica, y sucede lo que ustedes pueden ver leyendo � _Pepita Jim�nez_. Esta escena y todo lo dem�s que acontece hasta la conclusi�n de la novela (que ya no es mucho) lo premiar�a yo con la inmortalidad si en mi mano la tuviera. Al ver la resignaci�n con que D. Luis se acomoda � beber el c�liz de la amargura por los ojos de Pepita Jim�nez y la filosof�a positiva terrenal y tangible que de pronto le acomete, expresada por un sin fin de reflexiones y silogismos � cual m�s graciosos, no hay labios que no sonr�an, no hay ojos que no brillen. Dicen que el fondo de _Pepita Jim�nez_ es _sat�nico_, pero ya pueden ustedes suponer qui�nes lo dicen. Es m�s dif�cil que estos cr�ticos lleguen � entender ciertas cosas que el que un camello pase por el ojo de una aguja. El fondo de la novela del Sr. Valera es _humano_, y porque es humano nos interesa. Cierto que algo tiene de Sat�n D. Luis de Vargas. Se desploma como �l por virtud de fuerza mayor; pero Sat�n cae tr�gicamente de los cielos herido por el rayo y don Luis s�lo cae de su asno. Las ansias y los arrebatos de su ardiente coraz�n, enderezados merced � circunstancias de su vida hacia el ideal religioso, eran indicios seguros de que aquel coraz�n esperaba, como la noche al d�a, la visi�n de un misterio inefable, la revelaci�n de una mujer. Sus sue�os y sus ilusiones no se disipan, porque son privilegio dichoso de la juventud; s�lo cambian de rumbo y van � libar de la vida real el dulce n�ctar de la voluptuosidad. �Oh si la realidad nos arrancara siempre de la regi�n de los sue�os con mano tan delicada como � D. Luis de Vargas! Por su forma es _Pepita Jim�nez_ la obra m�s perfecta de Valera y una de las m�s esmeradas y primorosas de la literatura espa�ola. La acci�n, que no puede ser m�s sencilla, est� presentada con mucho orden y originalidad. Los caracteres trazados con m�s delicadeza que br�o, pero vivos y correctos. Las descripciones de un colorido inimitable y exornadas por las galas de ese estilo m�gico que s�lo posee Valera. El di�logo un tanto oscuro y alambicado. �L�stima de metaf�sica! III Al ocuparme en la cr�tica de _Las ilusiones del doctor Faustino_, vuelvo � exclamar: �L�stima de metaf�sica! No comparto, sin embargo, la especie de que esta producci�n constituya un gran yerro del autor, como muchas veces he o�do afirmar. _Las ilusiones del doctor Faustino_, aunque en orden � sus proporciones, desarrollo y ali�o de la forma se encuentra muy por bajo de _Pepita Jim�nez_, est� � la misma altura, y aun por encima, considerando la trascendencia y magnitud del asunto, la verdad de los caracteres y la profunda iron�a que envuelve toda la obra. En Espa�a, donde solemos morirnos algunas veces de seriedad, no da gran resultado un estilo como el del Sr. Valera. Se supone que para que salgan bien las cosas es necesario hacerlas con la mayor gravedad posible, casi sin pesta�ear. Y mucho menos se comprende que el escritor descienda de esa prosa campanuda � impasible, sin olor, color ni sabor ni otros accidentes de pan y vino, � una m�s familiar y corriente, sin moldes forjados de antemano, donde se r�e cuando se tiene gana y se llora si hay algo que lo merece. El que tal prosa emplee en sus escritos, cr�ame usted, Sr. Valera, si se llama Juan no pasar� de Juanito. Acaso, y sin acaso por ser _Las ilusiones del doctor Faustino_ una de las novelas m�s picantes, m�s sustanciosas y mejor intencionadas que se hayan producido en Espa�a y fuera de ella no ha conseguido � su salida por el mundo m�s que desaires y vej�menes. Yo voy � estar m�s fino, aunque no tanto que me pase. Doy por le�da la obra, para evitarme la molestia de narrar el argumento, y paso con la mayor frescura � decir mi opini�n. Vuelven � ser las ilusiones y los sue�os de un joven el tema en que se emplea la perspicua inteligencia de Valera. Mas las ilusiones del h�roe de esta novela no toman el rumbo generoso que las de D. Luis de Vargas, no salen � espaciarse por las luminosas esferas de la religi�n ni por los campos inmarcesibles del sacrificio, son ilusiones m�s caseras y no trascienden del _yo_ bastante enrevesado del doctor Faustino. Cualquiera ha sido joven en este mundo. Este cualquiera que escribe semblanzas literarias, lo es todav�a. No es dif�cil tampoco tener ilusiones. Yo las tengo muy grandes de que ustedes no me suelten de la mano. Pues bien, cuando las ilusiones distan mucho de la realidad, como en este caso, surge el rid�culo, que h�bilmente presentado por una pluma discreta y afilada como la del Sr. Valera, sirve de provechosa lecci�n y ense�anza saludable. La ilusi�n es el mismo deseo revistiendo forma, tomando vida y apariencia de verdad en la fantas�a. Por eso los hombres de imaginaci�n son los m�s propensos � concebir ilusiones y � naufragar en sus p�rfidas aguas. Mas como quiera que la imaginaci�n es la facultad m�s amable del alma y la que imprime car�cter al hombre, el doctor Faustino, con todas sus ilusiones, sue�os y fantas�as, si logra hacerse rid�culo, no excita antipat�as ni rencores. Antes me figuro que todos le miran con marcada benevolencia y hasta presumo que el autor llega � prendarse de �l por la nobleza y originalidad de su esp�ritu. Siempre los amores traen inconvenientes, y los del Sr. Valera en esta ocasi�n han tra�do para su novela un desenlace desproporcionado y no muy bello. Con el fin de preparar el tr�gico remate de la obra se ve el autor en la necesidad de vulgarizar al h�roe. En efecto, pierde el doctor Faustino su primera originalidad y se trasforma en un car�cter endeble y pasivo cuya muerte m�s sorprende que conmueve. El autor deshace con harta precipitaci�n y torpeza la delicada urdimbre del car�cter del h�roe. M�s que desenlace parece un corte de cuentas. En la f�bula no brilla el Sr. Valera como ya tuve el descaro de manifestar, mas � m� se me advierte que es mejor que no brille. De intrigas tenebrosas, espantables y absurdas nos tienen hasta el cuello los novelistas franceses y la m�s enferma parte de los espa�oles. Y sin embargo, �qui�n dir�a que el Sr. Valera, tan sencillo, tan razonable y tan sobrio en sus f�bulas, ha introducido en la de esta novela un elemento maravilloso que resulta melodram�tico! Yo bien s� por qu� lo ha introducido el Sr. Valera. Es que ha oido decir � los cr�ticos que no tiene imaginaci�n y que no consigue dar un inter�s palpitante � sus novelas. Porque los cr�ticos son de esta guisa. Se presenta un hombre blanco y le llaman p�lido; se presenta un moreno y le apellidan negro. Sale � luz un novelista de mucha intriga y enredo: truena la cr�tica contra la intriga y califica al novelista de intrigante y mala persona. Aparece otro sensato y discreto: entonces la cr�tica hecha de menos la intriga y se queja amargamente de que no le interese. Valera ha dicho: �quer�is aventuras estupendas? Pues all� van; y nos propin� las de _la inmortal amiga_. Yo me permito creer, Sr. Valera, que no debe usted abandonar jam�s por ninguna clase de murmuraci�n, es decir, de cr�tica, el g�nero realista del cual tan brillante muestra nos ha dado en _Pepita Jim�nez_, porque opino como su correligionario Voltaire, que todos los g�neros son buenos menos el fastidioso. No hay en el g�nero de usted, es verdad, motivo para soltar muchos cabos con el exclusivo objeto de amarrarlos despu�s como Dios d� � entender, que � veces lo da � entender p�simamente, y otras ni bien ni mal, pero en cambio puede comunicarse � la novela un inter�s m�s espiritual y de mejor ley, desarrollando pl�sticamente un pensamiento luminoso y fecundo, interpolando descripciones como la de la Nava en el cap�tulo titulado _El Para�so terrenal_, tan fresca, tan viva, tan primorosa y tan m�gica, que puede figurar dignamente al lado de algunas del _Quijote_, y dibujando en fin con felicidad caracteres y tipos humanos cuyo estudio se me antoja m�s digno de un ingenio privilegiado como el de Valera, que la exposici�n desatinada de aventuras incre�bles, propias para despertar miedo en los ni�os. _Las ilusiones del doctor Faustino_ es una novela de caracteres, y sobre los principales, ustedes me dispensar�n si digo algunas palabras. Yo, que al igual de todos los c�ndidos, cuando quiero tener malicia me paso de malicioso y suspicaz, he pensado descubrir que el doctor Faustino es el mismo Sr. Valera que viste y calza, y que todos los d�as vemos por ah�, gozando una tranquilidad de esp�ritu un tanto positivista y epic�rea, aficionado � las especulaciones y sistemas metaf�sicos que le interesan como pura poes�a, amando y respetando la realidad, hecho, en fin, un D. Juan Fresco. El hombre da mucha vuelta con los a�os, y creo que para llegar � la situaci�n de �nimo de D. Juan Fresco, es necesario haber pasado por la del doctor Faustino � algo que se le parezca. Este pensar m�o es el que ha dado margen al cari�o que profeso � la obra que voy examinando. Eso de conocer el coraz�n humano cuando es el coraz�n humano de otro, no me parece lo m�s f�cil del mundo; mas trat�ndose del propio, la tarea se simplifica extraordinariamente. El Sr. Valera, que tiene su alma en su armario, la saca, la limpia el polvo, y la ofrece � nuestra vista. Por eso me embelesan los tipos del doctor Faustino y D. Juan Fresco, porque resultan bellos y al mismo tiempo humanos. El car�cter de D. Juan Fresco, nada m�s que apuntado � bosquejado en esta novela, aparece plenamente desenvuelto en el _Comendador Mendoza_, �ltima producci�n romancesca del autor que venimos estudiando. Son innegables y patentes las afinidades que guardan entre s� el antiguo y el coet�neo retirado de Villabermeja, y de ambos caracteres tan nobles como despreocupados, repito que concept�o propietario al Sr. Valera. La obra no tiene, ni con mucho, la trascendencia y significaci�n que _Las ilusiones del doctor Faustino_ ni la originalidad de _Pepita Jim�nez_. En cambio uno de sus tipos, el de D.� Blanca, est� trazado con m�s br�o del que Valera acostumbra, y su acci�n, aunque excesivamente sencilla, es r�pida � interesante. Se�or Presidente, me siento fatigado y ya no tengo m�s que decir sobre el Sr. Valera. Se levanta la sesi�n. [Illustration] [Illustration] D. MANUEL FERN�NDEZ Y GONZ�LEZ. [Illustration: N]O s� c�mo arreglarme para decir algo bueno del Sr. Fern�ndez y Gonz�lez. Mucho temo no llegar � decirlo. Por m�s que lo intento no consigo desechar de m� cierto rencor y mala voluntad hacia su persona � personalidad, que es lo m�s de moda, y como soy tan impresionable y tengo tan poco peso (cinco arrobas escasas), lo m�s probable es que le suelte alguna pulla de mal g�nero, impropia por entero de mis antecedentes y de mis a�os. Pero, Se�or, �qui�n me habr� metido � m� � cr�tico! Hubo un tiempo, sin embargo, en que yo ten�a menos a�os que ahora, _et in illo tempore_, el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez me hizo perder bastante �dem. Cuando lo pienso, no puedo menos de verter l�grimas, y exclamar como Augusto: ��Fern�ndez, Fern�ndez; vu�lveme mi tiempo!� No s�lo de esta abundosa fuente mana mi rencor. El Sr. Fern�ndez con sus narraciones fant�sticas, lances maravillosos y combates descomunales, ha influ�do de un modo muy pernicioso en mi car�cter. Hace ya bastantes a�os, era yo lo que se llama una malva, incapaz de romper un plato adrede. Mas hete aqu� que leo los _Siete Ni�os de �cija_, donde se describe � lo vivo de qu� modo siete valientes derrotan y ponen en vergonzosa fuga, en cuantas batallas libran, � siete mil carabineros; y hubieran derrotado en la misma forma � siete millones, dada su infinita bravura. Esta bravura me contagi� de tal suerte, que llegu� � suponerme dotado de una fuerza incontrastable y sobrenatural, y empec� � ensayar mis fuerzas y arrestos, descargando terribles pu�etazos sobre las puertas de la vecindad. � los pocos d�as de efectuar estos ensayos, era conocido entre los granujas del pueblo con el pintoresco mote de _Brazo de hierro_. Y aconteci� que un d�a o� sonar � mis espaldas el famoso apodo acompa�ado de cierta risa que � m� me pareci� por muchos conceptos irrespetuosa. Me vuelvo y veo � tres pilluelos muy risue�os que se estaban sin quitarme ojo. Lleg� la ocasi�n, pens�, y encomend�ndome al invicto Juan Palomo, cerr� con el mayor coraje y ardimiento sobre aquellos canallas. Mas �ay! que entre nosotros deb�an existir las mismas relaciones que entre los antiguos aragoneses y su monarca: cada uno de ellos val�a tanto como yo, y juntos mucho m�s que yo. Me llevaron � casa y me pusieron sobre la frente algunos pa�os empapados en �rnica. Jam�s se lo perdonar� al Sr. Fern�ndez y Gonz�lez. Fundada, pues, mi cr�tica en motivos tan balad�es, es preciso convenir en que no tendr�n fuerza de ninguna clase cuantas censuras dirija al Sr. Fern�ndez y Gonz�lez. Convengamos en ello y meditemos un rato sobre la peque�ez de los hombres que por unos mojicones m�s � menos llegan hasta rebajar las glorias de un esclarecido novelista. Sin embargo, aunque no otra cosa, espero que se me reconozca cierto valor para arrostrar la impopularidad. El Sr. Fern�ndez goza de gran cr�dito entre las clases m�s virtuosas de la naci�n. Conozco algunas amas de hu�spedes que en gracia de sus interesantes novelas ser�an capaces de no pedirle el dinero hasta fin de mes. Y yo, escritor ventajosamente conocido en Espa�a, Francia, Inglaterra, Rusia, los Pa�ses Bajos y Carabanchel de Abajo, no vacilo en depositar en el pedestal de la estatua de la Verdad mis coronas y mis lauros. �Hermosa figura y ejemplo perdurable de hero�smo! El Sr. Fern�ndez y Gonz�lez no siempre escribi� malas novelas. Hubo un tiempo en que las escribi� buenas. Esto deb�a decirlo al final del art�culo, bien lo comprendo, para que la �ltima impresi�n fuese dulce, pero como el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez escribi� las novelas buenas antes que las malas, parece natural que me atenga � su cronolog�a. �Especial cronolog�a la del Sr. Fern�ndez! Todo en el Cosmos progresa, todo se perfecciona por virtud de la ley de la evoluci�n pasando de lo homog�neo � lo heterog�neo[6]. Y no obstante, el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez rompe de frente con la ley de la evoluci�n, y despu�s de escribir novelas muy heterog�neas da � luz las homog�neas. _El Condestable D. �lvaro de Luna, Men Rodr�guez de Sanabria, Mart�n Gil, El cocinero de Su Majestad y Los Monf�es_ son novelas hist�ricas en que � m�s de observarse con alg�n cuidado los requisitos del g�nero, revela el autor cualidades excepcionales para brillar en �l. No resucita por medio de un estudio atento y minucioso el mundo de la Edad Media como Walter Scott, sus costumbres, sus trajes, su fisonom�a exterior; mas quiz� debido � una portentosa imaginaci�n consiga penetrar m�s adentro que el inmortal creador de la novela hist�rica, en sus sentimientos, en sus acciones y su discurso; en el mundo del esp�ritu. No maneja tan bien el guardarropa feudal, ni el mobiliario de una sala g�tica, ni es capaz de disponer un torneo con tanta propiedad; pero nuestros abuelos no aparecen con ese tinte suave y melanc�lico que inmerecidamente les concede el autor de _Ivanhoe_, sino con el lenguaje rudo, la sensualidad desenfrenada y la ferocidad bestial que les conviene. Los acentos �speros que resuenan en los tiempos medios parecen vibrar puros y frescos todav�a en la briosa fantas�a de Fern�ndez y Gonz�lez. Penetra por la coraza damasquina y la recia cota de malla, y sorprende los sentimientos de aquellos corazones tan rudos � independientes. Es m�s _realista_ de la Edad Media que su maestro Walter Scott. A�n pudiera serlo m�s, no lo dudo, rebajando un noventa por ciento de aventuras; mas como, despu�s de todo, ninguno de nosotros ha vivido en la Edad Media, la narraci�n de las maravillas acaecidas en esta Edad no nos puede irritar tanto como la de aquellas que suceden en la presente, donde no sucede ninguna. No tengo inconveniente, pues, en admitir que los siglos medios son po�ticos, y que en ellos se efectuaron todos esos lances portentosos que los novelistas nos cuentan, y otros muchos m�s que no nos cuentan. Mas deseo hacer constar que aunque po�ticos eran unos siglos b�rbaros, y que en punto � urbanidad y buena crianza, pese � Walter Scott y su escuela, el nuestro les saca mucha ventaja. � pesar de esto no falta quien apellida � nuestro siglo torpe y escandaloso, y se siente muy desgraciado por haber nacido en �l en vez de florecer en la �poca del feudalismo. Hay que convenir en que la Providencia ha estado muy dura con los que as� discurren poni�ndoles sombrero de copa en lugar de casco. Pero una vez que no ha querido darles ese gusto, no hay m�s remedio que resignarse y esperar de mala manera, en cualquier oficina, � que este siglo se hunda en los abismos del tiempo. �nimo, pues, que ya falta poco; veintid�s a�os escasos. Quede sentado que el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez manifest� en otro tiempo, muy lejano por desgracia, disposiciones felic�simas para la novela hist�rica. Pero no hay que atribuirle tampoco con af�n hiperb�lico aptitudes que no ha tenido jam�s. Si las mostr� nada comunes para el cultivo de este g�nero, nunca di� la m�s leve se�al de poseerlas para la novela de costumbres, social, realista � como quiera denominarse. El g�nero hist�rico es de todos los romancescos el que m�s semejanzas y afinidades guarda con el poema, y Fern�ndez y Gonz�lez es mejor poeta que novelista. Tal vez depender� de que el poeta se constituye y caracteriza por la fantas�a, viniendo � ser el entendimiento y el estudio nada m�s que auxiliares de su inspiraci�n, mientras el novelista necesita por partes iguales de una inteligencia superior y de una imaginaci�n pintoresca. El talento de Fern�ndez y Gonz�lez guarda, � mi juicio, m�s parentesco con el de Zorrilla que con el de ning�n novelista de los que figuran � han figurado en nuestra patria. Mas ya que su empe�o fuera escribir novelas y no versos, parec�a razonable que siguiera novelando en el g�nero hist�rico cada d�a con mayor discreci�n y lucimiento. El Sr. Fern�ndez y Gonz�lez toda su vida profes� mucho horror � lo razonable. As� es que, en vez de continuar estudiando para corregirse y mejorarse, comenz� � echar por aquella pluma un diluvio de novelas plagadas de lances y aventuras imposibles que produjeron grandes disturbios en el ramo de modistas. De la novela hist�rica no qued� m�s que los nombres de los personajes, los cascos, las lanzas y las cimitarras. Todo lo dem�s, la pintura de los caracteres, la descripci�n de las costumbres, la verosimilitud de la f�bula, naufrag� en un mar de tinta. Este af�n insaciable de aventuras fu� causa de su perdici�n. �Lo que es el coraz�n humano! como dir�a P�rez Escrich. Un hombre que hab�a pasado toda su vida en el alc�zar del rey tratado � cuerpo de �dem, dedicado exclusivamente � vigilar la entrada y la salida de los galanes por las puertas secretas, los suspiros de la reina y las �rdenes del monarca, marcha de improviso � Sierra Morena y empieza � echar el alto � los viajeros, en compa��a de _Juan Palomo_ y _Diego Corrientes_. Estos cambios bruscos � inesperados de la fortuna me conmueven sobremanera. �Y qu� hab�a de suceder! El Sr. Fern�ndez, que era un caballero muy cumplido y espiritual, consigui� al principio dar cierto barniz rom�ntico � aquellos secuestradores; mas al cabo y � su pesar tuvo que sufrir la influencia nefasta de tan grosera compa��a, perdiendo las buenas formas y los refinamientos palaciegos. Descuid� � abandon� por entero los estudios literarios, acaudalando en cambio gran copia de bellaquer�as y ruindades que aspir� � presentar como admirables, redact�ndolas al mismo tiempo en un lenguaje que por nada en el mundo me atrever�a � llamar cervantesco. Si el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez hubiera ido � recorrer los desfiladeros y encrucijadas de Sierra Morena con el objeto de estudiar minuciosamente las costumbres de sus ind�genas y ofrec�rnoslas despu�s en cuadros romancescos vivos y fieles, yo no le dir�a una sola palabra malsonante; all� se las arreglara con los enemigos del realismo. Pero eso de ir ni m�s ni menos que � buscar con su linterna por aquellas bre�as almas grandes, corazones generosos, honrados padres de familia y ciudadanos �ntegros, se me figura depresivo para los que habitamos en poblado. No parece sino que escandalizado el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez de nuestra corrupci�n, como T�cito de la de Roma, desea presentarnos en las costumbres puras � inocentes de la bandoler�a algo que nos edifique y nos enderece. Pues mire usted, Sr. Fern�ndez, convengo en que por Madrid hay muchos perdidos y que es peligroso hasta cierto punto atravesar � las tres de la tarde por delante del caf� Suizo; pero tambi�n hay muchos caballeros, tan fieles como el oro, que s�lo le detienen � usted para pedirle fuego. No es absolutamente necesario ser ladr�n en cuadrilla para tener un coraz�n sensible. Conozco muchas personas que, sin haber desvalijado � nadie en su vida, riegan con sus l�grimas las butacas del teatro Espa�ol cada vez que se pone en escena _� locura � santidad_. Repito, pues, Sr. Fern�ndez, que el ideal de la bandoler�a no es suficiente para el arte. El ideal cristiano me parece m�s fecundo y m�s conforme con la naturaleza humana. Estos trueques de ideales producen unos efectos desastrosos. Las novelas fueron bajando, bajando, y bajaron yo no s� hasta d�nde. Salieron � luz por entregas, por arrobas y por metros c�bicos. El se�or Fern�ndez ten�a un establecimiento en liquidaci�n dentro de la cabeza. Y, sin embargo, _�qu� fu� de tanta invenci�n?_ Destinadas estas novelas � entretener los ocios de las clases menos doctas de la sociedad, perdieron casi en absoluto el car�cter de obras literarias y fueron proscritas con excomuni�n mayor de toda biblioteca bien nacida. El autor ya no volvi� � preocuparse de la composici�n, del an�lisis de los caracteres, ni de las pasiones, ni de la verosimilitud, ni de la pureza de la lengua. Lo �nico � que atendi� fu� � sorprender, � asustar las imaginaciones femeniles, � despertar y encadenar la curiosidad, arrastr�ndola violentamente por sucesos incre�bles y absurdos. De este modo logr� conquistar una inmensa popularidad, sobre la cual tampoco debe forjarse grandes ilusiones el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez. Tuvo y a�n tiene muchos lectores, pero son de tal jaez estos lectores que no pueden fundar ninguna reputaci�n duradera. Leen por distraerse, por _matar el tiempo_, y las m�s de las veces no se detienen � mirar el nombre del autor del libro que soportan en la mano. Si lo miran, no son capaces de tributarle admiraci�n, � la manera que al ni�o jam�s se le ocurre admirar al inventor del juguete con que se divierte. Las obras literarias, � las que tal nombre merecen, no se presentan como los arenques en grandes turbas; vienen solas despu�s de haber madurado por m�s � menos tiempo en el cerebro del artista. Aquellas que no sufren una gestaci�n laboriosa cuando se escriben, es que ya la han sufrido en el pensamiento. Me refiero, por supuesto, � las obras de m�rito permanente, capaces de resistir � las inclemencias del tiempo y de la cr�tica. La _entrega_, que Fern�ndez y Gonz�lez ha cultivado con m�s �xito que ning�n otro en nuestra patria, es la instituci�n m�s perniciosa que inventaron los hombres para tormento de las letras. Me equivoco, hay todav�a otra instituci�n m�s delet�rea: el tomo de � peseta. En tomos de � peseta ha exprimido el Sr. Fern�ndez las �ltimas gotas de su desordenada inspiraci�n. En vano el poder legislativo de la sociedad se afana por introducir las reformas m�s convenientes en todos los ramos de la administraci�n; en vano el poder ejecutivo cumplimenta con toda fidelidad las disposiciones legales, desenvolvi�ndolas y aclar�ndolas por medio de reglamentos acertados y sabios y concienzudos pre�mbulos. Mientras Manini, con su biblioteca _de lujo_, y los traductores de Barcelona sigan conspirando contra la salud p�blica, no tendremos en nuestra patria ni sosiego, ni riqueza, ni v�as f�rreas, ni administraci�n. Torna � la ciudad el Sr. Fern�ndez y quiere describirnos la vida real, lo que pasa pared en medio de nosotros. No dejan de tener estas sus novelas contempor�neas cierto inter�s y movimiento, porque el autor, por m�s que se empe�a, no puede prescindir completamente de su poderosa imaginativa; mas all�, por el campo, adquiri� unos modales tan impol�ticos y serranos, que por ning�n concepto recomiendo la lectura de tales obras � las ni�as de quince abriles. Resplandece en sus �ltimas novelas, � m�s de un color verde harto subido, la ausencia absoluta de previsi�n art�stica. El autor no medita ni calcula nada de lo que constituye el fondo y la forma de una obra romancesca. Prefiere abandonarse � la corriente alborotada de la improvisaci�n, y all� van escenas y sucesos donde quiere una fantas�a delirante. �Yo que juzgaba � la improvisaci�n s�lo buena para decir unas cuantas redondillas despu�s de haber comido fuerte! La pintura exagerada y un tanto burda de la vida exterior es lo que se observa � primera y segunda vista en estas producciones. La vida del esp�ritu merece tanto respeto al Sr. Fern�ndez y Gonz�lez que no se atreve � penetrar en ella. Tal vez el alma humana tendr� que agradecerle este respeto. Debo manifestar, no obstante, en descargo de mi conciencia, que el esp�ritu del hombre tiene derecho � ocupar el lugar preferente en la novela. Cuando se le condena � comer el pan negro de la emigraci�n, como en las obras de Fern�ndez y Gonz�lez, la novela se transforma en cuento de viejas. En resoluci�n. No es posible juzgar las producciones del Sr. Fern�ndez y Gonz�lez, si exceptuamos las primeras, citadas ya en este art�culo, con arreglo � los sanos principios literarios. Tales obras salen del recinto de la literatura para entrar en el m�s oscuro y tambi�n m�s lucrativo de la industria. Una vez convertido el arte en oficio, ya no se trata m�s que de mucho papel y mucha tinta. El que hace un cesto hace ciento, y el que escribi� una novela puede escribir un cargamento de ellas. �Cu�ntos a�os hace que el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez est� haciendo cestos sin darse punto de reposo! Sus novelas, como las saetas del ej�rcito de Jerjes, amenazan ya nublar el sol. As�, que me he visto precisado � pelear � la sombra. Conste sobre todo, Sr. Fern�ndez, que esta cr�tica fu� inspirada por los m�viles m�s bajos y m�s ruines. [Illustration] [Illustration] D. FRANCISCO NAVARRO VILLOSLADA [Illustration: O]ROCEDAMOS con m�todo. El Sr. Villoslada, aunque novelista vivo, no es un novelista contempor�neo. Pertenece al grupo de los rom�nticos que pas� felizmente para no volver. El romanticismo di� muerte al clasicismo: el realismo filos�fico acaba de matar al romanticismo. �ste fu� una gloriosa insurrecci�n contra las formas aristocr�ticas y convencionales de la tradici�n literaria encauzada desde el renacimiento por el seguro pero estrecho �lveo de la cultura cl�sica, un retorno � la verdad y � la belleza aprisionadas en inflexibles moldes, un himno entusiasta � la inspiraci�n libre y sencilla de la Edad Media. En el romanticismo precisa distinguir dos momentos. Deti�nense en el primero los apasionados y devotos de la Edad Media, los que no s�lo demandan � estos siglos naturalidad y sencillez para la forma, sino ideales, tangibles y completos para la vida, los que aman sus creencias y sus costumbres, oponi�ndolas con decisi�n al amaneramiento y � la tibieza de nuestros tiempos. Fueron representantes m�s � menos insignes de estas tendencias, en Alemania los hermanos Schlegel, Tiek, Ruckert y Huland; en Inglaterra, Walter-Scott y Southey; en Francia Chateaubriand, Vigny, y en Espa�a el duque de Rivas y Zorrilla. Pero esta grandiosa revoluci�n literaria encontr� en otros muy notables ingenios una representaci�n m�s amplia y humana. Las altas ideas morales y metaf�sicas expresadas con exageraci�n, con violencia y con exceso, vinieron � engendrar otro gran movimiento que podemos denominar romanticismo filos�fico, que ilustraron, en Alemania, principalmente Schiller, Herder y Heine[7], en Inglaterra Byron, Wordsworth y Shelley, en Francia Hugo, Lamartine y Musset, y entre nosotros Espronceda. No me cumple el ocuparme ahora en esta segunda fase del movimiento rom�ntico, sino tan s�lo decir escasas palabras sobre la primera, por ser aquella en la cual se fija y encierra el car�cter del novelista que estudiamos. Disgustados por la miseria y bajeza de nuestra �poca, atenta muy particularmente al desenvolvimiento y progreso de los intereses del cuerpo, desnuda casi por completo de fervor religioso, los primeros rom�nticos, � cuyo frente debe colocarse al c�lebre Walter-Scott, creyeron ver en la �poca feudal un dechado para la nuestra. La audaz imaginaci�n, estimulada por la distancia y el deseo, h�zoles trocar la groser�a en caballerosidad, la barbarie en nobleza y la s�rdida ambici�n en altanera bravura, � iluminaron los �speros contornos de aquella edad con los colores de una luz ideal. As� naci� la novela arqueol�gica; no como descripci�n m�s � menos fiel de las costumbres y sentimientos de un per�odo hist�rico, sino como fant�stica resurrecci�n de una edad de oro. No gusto de exclusiones en literatura, ni fuera tampoco prudencia desechar un g�nero en el cual ha conseguido su renombre el m�s insigne de los novelistas modernos; pero s� apuntar� que la novela hist�rica en su misma naturaleza lleva g�rmenes de falsedad y de muerte. Ve�moslos. Para pintar las costumbres de una �poca hist�rica no hay nada mejor, est� averiguado, que haber vivido en ella. Todo intento de resucitar a�ejas costumbres tiene mucho de fant�stico. Insensiblemente, sin que el artista lo perciba, y � despecho de todos sus escr�pulos y pruritos de veracidad, se introduce en la obra el acento moderno y se ense�orea de ella. Y si esto podemos decir de las costumbres, �qu� suceder� con los afectos y pasiones? Aqu� es donde se penetra claramente la miseria de la traza y todo el artificio de que los novelistas arque�logos se valen para deslumbrarnos moment�neamente. Cuando mencionan cualquier usanza antigua suelen poner debajo la autoridad en que se apoyan; mas yo no veo jam�s ninguna prueba para sus anacronismos cuando se trata de ideas y sentimientos. �Cu�ntas veces al penetrar en una sala g�tica hall� sentado al pie de la tosca chimenea, reposando el codo en uno de los brazos del sitial, la mano en la mejilla, al vecino del cuarto tercero, persona muy honrada, de continente grave y hasta cierto punto melanc�lico! --�D. Facundo, usted por aqu�! �C�mo es eso? --Qu� quiere usted, amigo m�o; fu� empe�o de Villoslada el ataviarme con este rid�culo disfraz, aunque no estemos en Carnaval, y aqu� me tiene usted escuchando, quiera que no, dejando para ello abandonada la oficina, � ese trovador errante y cargante. Doy la vuelta para mirar al trovador y me veo con largas guedejas, muy adormecido y trist�n con el la�d en la mano, � Pepito Paniagua, el novio de mi prima, estudiante de segundo a�o de farmacia, que pasa la vida en el portal de enfrente. Digan ustedes ahora si no tengo motivos para dejar de creer en la autenticidad de tales guerreros y trovadores. Pues por estas y otras razones m�s prolijas, considero que la novela arqueol�gica no es viable como g�nero literario. Esta consideraci�n tendr�a mucho mayor m�rito si fuese escrita y publicada hace algunos a�os, lo reconozco, porque entonces hubiera sido una profec�a, mientras que hoy aparece tan s�lo como la explicaci�n de un hecho. Porque es un hecho que ya no se cultiva la novela hist�rica ni dentro ni fuera de Espa�a. Todas las personas de cierta categor�a literaria est�n conformes en que las costumbres y los sentimientos que se pinten han de ser las costumbres y los sentimientos contempor�neos. Cuando queramos conocer (de un modo muy imperfecto, por supuesto) los de otra �poca, acudamos � las cr�nicas, � las Memorias aut�nticas, � la literatura de aquel tiempo, jam�s � las novelas de los rom�nticos. Un g�nero literario puede ser ef�mero, no obstante, mientras obtienen la inmortalidad aquellos que lo cultivan. Buena prueba de esto nos ofrece el ilustre Walter-Scott, rey y se�or de la novela hist�rica. Su fama no se merma ni decae con los a�os; antes se levanta cada d�a con m�s brillo y esplendor. Porque es privilegio dichoso del arte mudar constantemente de gustos y derroteros, dejando � salvo la gloria de sus int�rpretes: Walter-Scott tiene feudatarios en todas las comarcas de Europa. Le rindieron pleitohomenaje en su pa�s Horacio Smith, James, el m�s fecundo de los novelistas hist�ricos, Grattan y Banim, llamado el Walter-Scott irland�s; en Francia, Alfredo de Vigny, V�ctor Hugo, Alfonso Royer, el bibli�filo Jacobo y Alejandro Dumas; en Italia, el incomparable Manzoni, Rosini, Guerrazzi y el marqu�s de Azeglio. En Espa�a recibieron de �l el espaldarazo y fueron armados novelistas por su mano Larra, Mart�nez de la Rosa, Espronceda, Escosura, Enrique Gil, Garc�a de Miranda, Fern�ndez y Gonz�lez, C�novas del Castillo y Villoslada. No es por cierto este �ltimo, � sea el que ahora nos ocupa, el menos notable de los que hemos apuntado. Hablemos de �l un momento, si ustedes gustan. Se presenta desde luego como disc�pulo franco y declarado del ilustre _baronet_ escoc�s, pero no deja de manifestar al propio tiempo una tendencia, a�n m�s pronunciada que la de su maestro, hacia la arqueolog�a. El Sr. Villoslada considera de su deber el restituirnos las �pocas hist�ricas por entero, sin que falte ni sobre un cabello, y atento como buen hidalgo al cumplimiento de sus deberes, dispone de tal suerte el enredo de la novela, que va haciendo pasar por delante de nuestra vista en ordenada procesi�n todo lo m�s caracter�stico de aquellas remotas edades. Primero una refriega en un bosque, despu�s un torneo, m�s tarde el tormento aplicado � un delincuente, la descripci�n del interior de un castillo, una conjuraci�n de villanos, la entrada de un rey en una poblaci�n, etc., etc. Todo esto conspira, sin disputa, � que la novela tenga mayor m�rito � los ojos de anticuarios y arque�logos, pero disminuye no poco su belleza como obra de arte. Perc�bese en demas�a el artificio con que van sujetas entre s� las escenas y los cuadros. �stos y aqu�llas, no obstante, tienen mucho vigor y entonaci�n. En cuanto al color local, ustedes dir�n. Yo, por mi parte, como no he sido ni pechero ni rico hombre en aquella edad,--lo �ltimo me vendr�a muy bien en �sta--jam�s tuve ocasi�n de presenciar lo que en ellos se describe y no puedo, por lo mismo, entrar en comparaciones que, despu�s de todo, siempre son odiosas. Mas dejemos � un lado lo del color y vengamos � la f�bula. El Sr. Villoslada es espa�ol y un buen espa�ol, sabe armar un l�o de todos los diablos donde quiera que pone la mano. El enredo de sus novelas es complicad�simo, vivo � interesante. Verdad que los t�rminos entre los cuales se mueve la f�bula de la novela hist�rica parecen obligados y de antiguo constitu�dos. Una reina que se enamora de un villano, el cual resulta pr�ncipe � cosa por el estilo; un prisionero que por odiosas artes vive sepultado en una mazmorra largos a�os hasta que llega el d�a de su rehabilitaci�n gloriosa; un matrimonio secreto; un relicario; un lunar en la espalda; un paje enterado de todo. El Sr. Villoslada maneja � la perfecci�n tales palillos y mantiene en zozobra hasta el fin la atenci�n del lector. Por otra parte, las pasiones, singularmente el amor, no son tan nebulosas y desva�das como en los cuadros de su ilustre maestro. Pender� tal vez de que el Sr. Villoslada, aunque en la regi�n m�s alta, naci� en tierra de Espa�a, pa�s donde al amor se le toma m�s por lo claro. Los caracteres no est�n mal trazados, por punto general, aunque algunos los considero algo progresistas para su siglo. Verbi y gracia, en _Do�a Urraca de Castilla_, una de las mejores novelas del autor, dice un noble � un villano: --��Maese Sisnando, merec�as haber nacido noble! --Conde de Lara--contest� el villano,--sois leal y agradecido; merec�ais haber nacido hombre.� Esto me recuerda � un amigo de mi ni�ez. Era un retirado que hab�a servido � las �rdenes de Espartero. �Pobre hombre! Parece que le estoy viendo, con su enorme nariz colorada, su boca cavernosa y su formidable ca�a de las Indias. Por espacio de quince meses me describi� todas las semanas la batalla de Ramales. Admiraba mis profundos conocimientos en aritm�tica y estimaba en lo que val�a mi car�cter �ntegro � independiente. Yo ten�a nueve a�os entonces y juntos sal�amos de paseo por un camino solitario hasta llegar � un sitio frondoso donde manaba una fuente. All� me describ�a la batalla de Ramales, me dec�a lo mal que le trataba la hu�speda por una peseta diaria, que fielmente le pagaba, y cuando estaba de humor cantaba con solemne entonaci�n: Todo conde � marqu�s nace hombre, el dictado le viene despu�s, etc. Yo tambi�n cantaba y se me saltaban las l�grimas. Entonces me dec�a que yo era un gran hombre, que sab�a m�s que Lepe y que el de�n de la catedral. � pesar de mi ciencia confesar� que no sospechaba que tuvi�ramos un correligionario tan avisado como maese Sisnando en pleno siglo XII. Esto no pudo menos de herir mi amor propio, pero ya le he perdonado la ofensa al Sr. Villoslada, y es lo cierto que hoy le tengo por un novelista de m�rito y uno de nuestros escritores m�s correctos y elegantes. Parece mentira que yo diga tales cosas de un ultramontano. Cu�ntenselo ustedes � Alarc�n, que no lo va � creer. [Illustration] [Illustration] D. ENRIQUE P�REZ ESCRICH [Illustration: S]IEMPRE est� el hombre orgulloso de alguna resoluci�n � acto de su vida que le parece digno de loa. Yo, que al parecer nada hice en la m�a de notable, puedo preciarme, sin embargo, de no haber le�do � P�rez Escrich desde los diez a�os. Fu� en unas vacaciones. Hab�a ido � cursar mis latines � la capital. Cuando volv� al pueblo, el libro, el libro de P�rez Escrich, el _Cura de aldea_, en una palabra, estaba sobre la _mesa de pintado pino_, tan rozagante y tan fresco como si acabase de salir de las manos de su creador. Quise recordar las emociones dulces que aquel libro me hab�a hecho experimentar en otro tiempo, poco despu�s de haber salido del claustro materno. � las pocas p�ginas comenc� � sentir cierta pesadez en la cabeza, como si tuviese all� mucho plomo, y � las otras pocas me qued� deliciosamente dormido. Ustedes podr�n decir, se�ores, �qu� no debe esperarse de un muchacho que, en tan corta edad, ya se dorm�a leyendo � P�rez Escrich! Han volado desde entonces sobre mi cabeza muchos vientos, ya glaciales, ya ardorosos, y he o�do desde mi balc�n, no s� cu�ntas veces, cantar � la codorniz en la vega. Y hoy mi bello ideal consiste en no leer � P�rez Escrich. Pero no puedo menos de tenerlo en el coraz�n como el _Catecismo de Fleury_ y el _Amigo de los ni�os_. Por P�rez Escrich supe yo, primero que por nadie, de la existencia de los puntos suspensivos. Cuando alg�n h�roe de sus novelas iba � perder el juicio, nunca dejaba primero de lanzar una carcajada hist�rica, despu�s de lo cual ven�an dos � tres l�neas de puntos suspensivos. Por bajo de ellos dec�a el se�or Escrich: ��Estaba loco!� � ��estaba loca!�, seg�n fuese var�n � hembra el demente. De otras invenciones de los hombres, no menos peregrinas � ingeniosas, tuve noticia por nuestro autor, de las cuales pienso hacer, con la ayuda de Dios, el uso que m�s prudente me pareciese. No s�lo por haber acaudalado con preciosos datos mi saber debo estar reconocido al Sr. Escrich. A�n recuerdo con l�grimas en los ojos (l�quidas perlas que �l llamar�a) el ruido que hac�an sus novelas al entrar por debajo de la puerta. Yo ca�a sobre ellas como el gato sobre el rat�n, y con la entrega en la mano marchaba mayando � devorarla � la soledad de mi cuarto. Pero la primera entrega siempre dejaba levantado un pu�al sobre el pecho de un inocente, � cuando no, pendiente � alguno de un clavo sobre un abismo, y eran de ver entonces las ansias que � m� me entraban por saber cu�ntas pulgadas hab�a penetrado la navaja � en qu� forma se hab�a roto la cabeza aquel pr�jimo. El saberlo costaba dinero, que no era el Sr. P�rez Escrich de esos que de buenas � primeras y por afici�n le vienen � contar � uno todo lo que ocurre, y me ve�a precisado � demandar socorros � mi padre. Mas �ste, por aquel entonces, estaba empe�ado en que Cervantes era mejor novelista que P�rez Escrich y sol�a negarlos, y entonces acud�a � mi buena madre, que no profesaba ideas tan perversas. �sta descog�a con mano piadosa la jareta de su faltriquera para que todas las semanas se entrasen por la casa dos reales de _Esposa m�rtir_ � de _Mujer ad�ltera_, que no bastaban, ni con mucho, para calmar los arrebatos de mi esp�ritu investigador. Ahora comprendo por qu� he llegado � ser el mejor cr�tico de Espa�a. P�rez Escrich en el campo, en el c�rculo, en el terreno, en el estadio, en el circuito de la literatura representa una idea, es una idea. La idea de Hegel es realidad. La de P�rez Escrich es entrega. �Ay, ni�ita m�a, qui�n se volviera entrega, aunque fuese de P�rez Escrich, para que tus manos blancas y fragantes como la magnolia le tomasen, para que tu regazo tan casto como la nieve de las monta�as le diese reposo! Esto lo digo por una chica que conoc� en Gij�n, que se pasaba las horas muertas leyendo � Escrich. Me enamor� de ella, como era natural, y si no hubiera sido por un t�o que me dijo � tiempo: ��Pero, hombre, no comprendes que vas � cortar tu carrera!�, me hubiera casado sin remisi�n. Pero la carrera ante todo. Ya les dir� � ustedes en qu� pararon aquellos amores. Dec�a que P�rez Escrich, como novelista, es una idea. Debo a�adir que P�rez Escrich... Mas antes bueno es que advierta que justamente porque P�rez Escrich es una idea, me siento obligado � hacerle hueco en esta mi galer�a, � pepitoria de novelistas. Muchos hay de los que se quedan fuera, tenidos por s� y por los otros en m�s estima. Pero �son tan notorios? �Ejercen tanta influencia? En una palabra, �son una idea? Queda demostrado de un modo concluyente que P�rez Escrich es el novelista que en este momento debe ocuparme. No se me tilde de cr�tico motolito y poco avisado. �Despertad, pues, recuerdos azules, verdes y carmes�es de la edad primera! �Salid de las argentadas y bramantes olas que lloraban noche y d�a debajo de mis balcones! �Salid de las vegas lujuriantes de ma�ces que crujen al viento como la seda! �Venid de lo alto de aquellas monta�as donde blandean las nubes como banderas! �Venid y decidme c�mo es P�rez Escrich, que ya no me acuerdo! Pienso, si no me es infiel la memoria, que hay en las obras del Sr. Escrich algo de lo que se observa en las de Esquilo. Los caracteres del Sr. Escrich, � semejanza de los del tr�gico griego, son inmobles como los pe�ascos, representan un sentimiento �nico, son personajes de un momento determinado y de una simplicidad absoluta. Pero el autor de _Las Eum�nidas_ y del _Prometeo encadenado_, con tales caracteres, no lograba idear m�s que una situaci�n casi fija, un cuadro delicioso, pintado con inspiraci�n sublime, pero siempre el mismo; mientras el Sr. Escrich consigue tejer una acci�n complicada, altamente dram�tica y llena de peripecias. Sin embargo, el parentesco de ambos ingenios no es menos visible, por m�s que la distancia de los tiempos haya establecido entre ellos diferencias favorables al �ltimo. Para Escrich, lo mismo que para Esquilo, hay entre el bien y el mal, ac� en la tierra, el mismo irreconciliable dualismo que en el cielo. No es posible que en un mismo hombre coexistan part�culas de bien y de mal. Sus personajes son siempre Ormuz � Ahriman, � lo que es lo mismo, cuando un personaje de P�rez Escrich sale malo, no hay por d�nde cogerle de p�caro y endemoniado; al paso que cuando es hombre de bien, lo es � carta cabal. El Sr. Escrich cuida tambi�n con particular esmero de unir la belleza f�sica con la moral, prestando hermosura, fuerza y elegancia corporales � los dechados m�s completos de bondad. En efecto, ser�a cosa fatal y hasta absurda el que un joven de cabellera rizada, de ojos expresivos, de nariz recta y modales distinguidos robase unas cucharillas de plata. �Me encantaban � m� sobremanera aquellas tertulias de sujetos tan lindos y de tan buenas partes! Generalmente llev�banse � efecto en alguna guardilla � sotabanco, y los que all� se reun�an, m�s buenos que el pan candeal, sol�an festejar su honradez con alg�n extraordinario en medio de la mayor cordialidad y buen orden. Las guardillas de P�rez Escrich exhalan un olor tan fuerte � virtud, que echa para atr�s. Casi siempre, en pos de la tertulia de honrados ven�a la de perdidos, con el objeto de formar contraste. All� se ve�a hasta d�nde puede llegar la malicia humana. Todos eran bandidos de pura raza, con sus ojos atravesados y sus correspondientes cicatrices. Como era natural, en aquella sociedad nadie cre�a en Dios, y as� ten�an buen cuidado de manifestarlo � la primera ocasi�n. Los buenos y los malos se distinguen, pues, de un modo cabal en las novelas de Escrich. No aparecen tan bien determinadas las diferencias entre los hombres de talento y los majaderos. Nuestro autor no es tan feliz en la pintura de discretos como en la de tontos. As� es que cuando pretende hacer pasar � alguno por sabio, debemos creerlo tal con aquella fe viva que aconseja el P. Astete para los misterios de la religi�n. Por otra parte, sus personajes hablan con un lenguaje adecuado en cuanto es posible � la situaci�n y modo de ser del h�roe. Shakspeare hac�a lo mismo. �Cu�n envidiable me ha parecido siempre esta facultad de adaptarse � todos los momentos y estados de la vida! No puedo menos de recordar � un orador sagrado de mi pueblo, que predicaba siempre al aire libre el serm�n del _Encuentro_ durante la Semana Santa. Cuando para formalizar de un modo pl�stico, como era costumbre, las dram�ticas escenas de la Pasi�n, necesitaba dirigirse � las im�genes soportadas por robustos marineros, sol�a decir: ��Eh! � sotavento San Juan... Mar�a Sant�sima � barlovento�. Hubiera sido un gran novelista aquel cura. Y � prop�sito de la Pasi�n. Tengo entendido que el Sr. P�rez Escrich, en competencia con San Lucas, describi� muy � lo vivo la pasi�n y muerte de Nuestro Se�or Jesucristo en una novela titulada _El M�rtir del G�lgota_. No he le�do _El M�rtir del G�lgota_, y lo que es a�n peor, doy � ustedes palabra redonda de no leerla; mas precisamente por eso debo extenderme algo sobre esta novela para no romper con la costumbre de la sana cr�tica. Si yo fuese un cr�tico desalmado y avieso, nunca perder�a la ocasi�n de lucir mi donaire escribiendo sobre la obra del Sr. Escrich las frases m�s sabrosas y picantes, pues ingenio tengo que me sobra para ello. Con la intenci�n m�s perversa podr�a comparar su novela � la lanzada de Longinos y con otros pasajes del Nuevo Testamento hacer chacota de ella. Pero esto desmentir�a la gravedad ing�nita de mi car�cter y me har�a perder no poco en el concepto de las personas serias. Examinar�, pues, la obra del Sr. Escrich de un modo concienzudo, haciendo resaltar todas sus bellezas y se�alando al propio tiempo sus defectos m�s capitales. Examinar�la desde el punto de vista hist�rico y asimismo desde el filos�fico, econ�mico y administrativo. En primer t�rmino, debo llamar la atenci�n de los lectores hacia una singular coincidencia que corrobora el juicio ya emitido acerca de la afinidad que media entre la inspiraci�n de Esquilo y la de Escrich. Esquilo sol�a tomar por asunto de sus tragedias los misterios y s�mbolos de la religi�n, dando forma po�tica � las tradiciones de la mitolog�a primitiva, como acontece en la trilog�a de los _Prometeos_. Escrich busca motivo para sus creaciones romancescas en los augustos sucesos de nuestra religi�n, novelando la dram�tica historia de nuestro Redentor. �Cu�ntas bell�simas reflexiones le habr� sugerido la inicua degollaci�n de los santos inocentes! �Con qu� vivos colores habr� descrito el establo donde naci� el hijo de Mar�a! �Qu� observaciones no habr� hecho, todas atinadas y profundas, sobre los tres reyes magos, Melchor, Gaspar y Baltasar! �Pero qui�nes desempe�ar�n en _El M�rtir del G�lgota_ los papeles de cazador man�aco, de pescador distra�do, de costurera angelical, de criado fiel y de banquero infame? Porque al Sr. Escrich le pasa algo de lo que � los generales espa�oles; le caben pocos hombres en la cabeza, y estoy casi seguro de que no ha cambiado el personal de sus novelas por hallarse ahora en la Palestina y en siglo tan apartado. He aqu� por qu� me estar�a muy bien haber le�do _El M�rtir del G�lgota_. Pero si los personajes son siempre los mismos, en cambio la trama de sus novelas suele ser id�ntica, y v�yase lo uno por lo otro. Creo haber dicho que el centro de operaciones del Sr. Escrich es una guardilla. All� habita una familia honrada, laboriosa, pac�fica, aseada; la familia, en fin, m�s excelente y admirable que se puede decir ni pensar. Mientras esta familia infinitamente buena vive en la mayor estrechez, procur�ndose con su trabajo apenas lo indispensable para no morirse de inanici�n, en un palacio de la misma calle, sumido hasta el cogote en la opulencia, y no sabiendo qu� hacer del tiempo y los millones, mora el inicuo despojador de esta familia. Ahora bien: �habr� nada m�s justo que el que esta familia salga de la miseria, torne � disfrutar sus bienes, y el malvado que se los arranc�, confuso y despatarrado, vaya � entend�rselas con los esbirros del Saladero? Cierto que no lo hay, y el Sr. Escrich aplica todo su esfuerzo � una empresa tan meritoria. Una vez conseguido su prop�sito, esto es, despu�s de restitu�dos los cuartos y puesto el ladr�n � buen recaudo, el Sr. Escrich, en conciencia, no quedaba obligado � m�s. Sin embargo, la novela no da fin en este punto, sino que, desplegando un celo nunca bastante agradecido y pagado con el miserable cuartillo de real en que se estima cada entrega, el autor se entretiene con afectuoso esmero � contarnos en qu� forma y manera gast� aquella familia su dinero, qu� vida se daba, cu�nto pagaba de contribuci�n y qu� n�mero de platos se pon�an � la mesa. Con esto, la descolorida costurera que tiene entre sus manos _El pan de los pobres_, se inflama de curiosidad y de gozo: cierra el libro, apoya en la mano su mejilla, y fijando los ojos en la luz de petr�leo, comienza � so�ar. �Qui�n sabe si alg�n p�caro de los que pasean en coche por el Retiro estar� comiendo una fortuna que pertenezca � sus progenitores! Mira � sus manos, y sus manos no pueden ser m�s afiladas, m�s finas, m�s aristocr�ticas; mira � sus pies, y sus pies no pueden ser m�s breves, m�s estrechos ni m�s altos de empeine. La costurera se siente con fuerzas bastantes para ser millonaria. He aqu� c�mo P�rez Escrich sabe herir las fibras m�s delicadas del coraz�n humano. El Sr. Escrich--dicho sea en honor suyo--no es hombre de grandes conocimientos. Las ciencias y las artes no salen casi nunca de sus novelas sin alg�n ara�azo. Sea ejemplo uno de los cap�tulos de _El pan de los pobres_, novela que me ha prestado la patrona de un amigo m�o. En este cap�tulo, titulado �Uno de los dos�, dice el Sr. Escrich: �� las once y media, Luis y Antonio firmaron como testigos el testamento, el notario se despidi� y Carlos, etc.� Ahora bien, el que esto suscribe, ante el juez competente, como mejor proceda en derecho parece y dice: Que en el testamento de D. Carlos de San Pablo se ha omitido y se falta � una de las solemnidades necesarias de los testamentos, cual es la presencia � la firma de los testigos. En el caso de que el testamento de D. Carlos de San Pablo fuese abierto � nuncupativo, debi� atenderse para formalizarlo � la ley 1.� t�t. 19 del Ordenamiento de Alcal�, modificada por la pragm�tica de D. Felipe II de 1556, y ambas inclu�das, como la ley 1.� t�t. 18 del libro 10 de la Nov�sima Recopilaci�n. En esta ley se previene que en el otorgamiento del testamento abierto deben ser presentes tres testigos vecinos con escribano, � cinco testigos vecinos sin escribano, � siete testigos si no son vecinos. En el testamento de don Carlos de San Pablo no aparecen presentes m�s que dos. Asimismo digo, que si el testamento de D. Carlos de San Pablo fuese cerrado, debi� atenderse para formalizarlo � la ley 3 de Toro, inclu�da como 2.� del t�tulo 18 del libro 10 de la Nov�sima Recopilaci�n, la cual fija en el n�mero de siete los testigos que han de firmar sobre la carpeta del testamento. En el de D. Carlos de San Pablo no firman m�s que dos. En uno y otro caso, pues, el testamento de don Carlos de San Pablo no cumple con las solemnidades exigidas por la ley, y debe ser redarg�ido de nulo de toda nulidad, como as� espero que se considere, declarando fallecido abintestato al D. Carlos de San Pablo. Otros�. Pido que se le d� � cada cual lo que m�s le convenga, aunque esto sea pedir goller�as. �Ya estaba reventando por lucir mis conocimientos en jurisprudencia! En el mismo cap�tulo el Sr. Escrich se niega � describir las peripecias de un duelo, so pretexto de que ya lo ha descrito en otros muchos libros publicados anteriormente. Esa no es raz�n. Cuanto m�s se repita una cosa, mejor impresa quedar� en el �nimo de los lectores, y me sorprende bastante que el se�or Escrich rompa en esta ocasi�n con su constante y saludable pr�ctica. Al observar c�mo me detengo en este cap�tulo, tal vez pensar� el lector que no he le�do ning�n otro. Pues mucho se enga�ar�a �ay! porque todos los he le�do. Hablemos ahora de la filosof�a del Sr. Escrich. La verdad es que este mundo no est� bien arreglado. En esto convenimos todos. �Por qu� hab�a yo de estar, sin bendita la gana, borroneando la semblanza del Sr. Escrich, en vez de ocuparme seriamente en pasear por Recoletos? �Por qu� cuando salgo de casa con paraguas no llueve, y llueve precisamente cuando salgo sin �l? �Por qu� es la muerte condici�n necesaria de la vida? �Por qu� los oradores del Congreso dicen � cada instante �tuvo lugar�? Son �stos misterios que no acierta � penetrar el humano discurso y que nos llevan � pensar en un m�s all�. Como dec�a el cura de mi pueblo en un serm�n que predicaba siempre en el d�a de la Magdalena, �todo es fugaz sobre la faz de la tierra�. Pero � mi ver no debemos lamentarnos de que todo sea fugaz en la tierra; al contrario, yo he celebrado mucho que fuese fugaz el tir�n que me dieron a una muela cuando me la sacaron. Lo que de veras siento es que se hayan fugado tan presto otros momentos que tengo, cual preciosos brillantes, engastados en la memoria. De todos suertes, ora porque el placer sea fugaz, ora porque el dolor lo es harto poco, pienso que el mundo pudo haberse arreglado de mejor modo. Por donde quiera que tendamos la vista, se observan claras se�ales de que la Providencia no hab�a le�do las novelas de P�rez Escrich. El mundo del Sr. Escrich, dig�moslo de una vez, vale sin comparaci�n m�s que el del Padre Eterno. �C�mo hab�a de consentir nuestro autor que un tunante estuviera comiendo tranquilamente hasta su muerte la fortuna adquirida por el crimen! �Ni que un arist�crata deshonrase � una doncella del pueblo sin recibir el condigno castigo! �Ni que dos muchachos que se quieren dejen de casarse! Pues de todo esto se ve en el mundo � cada paso, en este p�caro mundo, hecho, � lo que parece, sin conocimiento del Sr. P�rez Escrich. Pasemos al estilo. El estilo del Sr. Escrich no puede ser... �Qu� es lo que ten�a yo que decirles antes? �Ah! s�, promet� � ustedes la historia de unos amores en que juega papel important�simo el autor de quien tratamos, y no quiero pasar m�s all� sin cumplir la palabra. Ya les he dicho que el amor m�o, aquel que conoc� en la villa de Gij�n, le�a sin duelo � P�rez Escrich. Yo la amaba � pesar de esto. Ten�a unos ojos tan tristes, que al mirarlos hu�a toda la alegr�a del coraz�n y pensaba uno en la muerte. Pero eran tan hermosos como sombr�os. Parec�a que dec�an: �amadme, que voy � morir�. Despu�s que cambi� su amor por la honra de ser el peor jurisconsulto de Espa�a, aquellos ojos me produjeron muchas pesadillas. Un d�a en que despert� m�s sentimental que de ordinario me decid� � verlos otra vez, y no sin que se alborotase mi buen juicio, tom� prosaicamente un asiento en el coche de Gij�n. Rodaba el carruaje por la blanca carretera con cenefas de c�sped. Sobre ella, desde ambas orillas, pend�an en apretados pi�os las manzanas relucientes y sonrosadas, y a�n m�s reluciente y sonrosado aparec�a � lo mejor entre el follaje el rostro de alguna campesina. � los viajeros se les hac�a la boca agua. La tarde era de oto�o, melanc�lica y huracanada. Las nubes pasaban ligeras sobre un cielo l�vido, perdi�ndose al instante de vista cual si acudiesen presurosas � un llamamiento lejano. El polvo cegaba los ojos y blanqueaba los vestidos. Retorc�anse los �rboles con angustia cual si pidiesen compasi�n. All� del monte ven�an mil ruidos extra�os de ej�rcitos que se pelean, muchedumbres que rugen y olas que braman. Las amarillentas hojas volaban por los aires de aqu� para all� aturdidas y sin saber d�nde refugiarse. En los momentos de calma se o�a bien el ruido de las campanillas, pero muy pronto se confund�a con todos los dem�s. Los pa�uelos rojos y blancos de las muchachas que se paraban � vernos cruzar parec�an gallardetes sujetos � esbeltos m�stiles. Les costaba mucho trabajo refrenar los �mpetus de sus enaguas ansiosas por saludarnos. La brisa se hizo m�s h�meda y m�s acre, y comprend� que estaba cerca de Gij�n con su gru�ona mar. En Gij�n se toma el peor chocolate del mundo. Estaba sentada junto al balc�n toda vestida de blanco: los cabellos tan negros como el pa�o de los f�retros, ca�an hechos sortijas por la espalda. Hice parar el coche, y llegu� hasta sus pies donde me arrodill�. Quise pedirla perd�n, pero me dijo: �D�jame, �no ves que leo _La esposa m�rtir?_� Efectivamente, le�a _La esposa m�rtir_. ��Cielo m�o, yo tambi�n he le�do _La esposa m�rtir!_� Entonces me dijo: �Eres un infame, t� no has le�do _La esposa m�rtir_; en tus ojos lo estoy viendo, traidor. Ni has le�do _La esposa m�rtir_ ni tienes en el pecho coraz�n. �D�nde est� el amor? �Qui�n lo ha visto? Ya no hay amor m�s que aqu�, en este libro. Mira � mis ojos. Est�n rojos de leer. He le�do mucho, mucho. Por eso hoy me r�o de ti y de tu amor... �No ves c�mo me r�o?� La hermosa lanz� una carcajada hist�rica. * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * �Estaba tonta! [Illustration] [Illustration] D. JOS� DE CASTRO Y SERRANO [Illustration: Y]O no dir� que el Sr. Castro y Serrano sea un gran novelista. No se�or, no lo dir�. Pero confiesen ustedes que despu�s de haber hablado del Sr. P�rez Escrich, tendr�a derecho � decirlo. Al llegar � un villorrio de la Mancha � de Castilla, sobre todo viniendo directamente de la corte, habr�s observado, lector, que las mujeres parecen zafias desgarbadas y hasta rid�culas. Pues yo te juro que � permanecer alg�n tiempo en aquel pueblo, llegar�as � juzgarlas con menos severidad y aun presumo que no tardar�as en poner los ojos dulces � alguna, teni�ndola por tan airosa y gallarda como la dama m�s elegante que pasea sus gemelos de n�car por el �mbito del Teatro Real. Mas supongamos que te haces carlista y vienes � Madrid con un buen empleo, y al cabo de alg�n tiempo te encuentras de manos � boca en la Carrera de San Jer�nimo con tu manchega deidad. �Qu� horror! Te pones colorado al pensar solamente que el amigo que va contigo llegue � saber que has compuesto unas octavas reales � aquel talle. Perdona que me suceda algo parecido trat�ndose de novelistas. Despu�s de leer � V�ctor Hugo, Dickens, Tourguenef, Balzac y Manzoni, soy lo m�s impertinente y quisquilloso que jam�s se ha visto; pero lo mismo es andar algunos d�as entre Fern�ndez y Gonz�lez, P�rez Escrich y T�rrago, que ya se me ensanchan las tragaderas de un modo inveros�mil. � no s� lo que me digo, � acabo de prevenirles � ustedes contra los elogios que voy � tributar al se�or Castro y Serrano. Lo siento de todas veras, y si no llevase escritas ya cerca de dos cuartillas, es casi seguro que empezar�a de nuevo esta semblanza. No hay cosa que m�s repugnancia y desaz�n me cause que esa desdichada y nunca bien entendida divisi�n de las obras de arte en _realistas_ � _idealistas_. No obstante, por esp�ritu de humildad evang�lica y sin otro pensamiento que el de mortificar la carne, dir� que el Sr. Castro y Serrano es un escritor realista. Hay gente--� quien la palabra realismo le huele � hospital, � carb�n y � taberna--que de aqu� para adelante no ha de mirar m�s de buen ojo � nuestro novelista s�lo por esto. As� como los naturalistas dividen el mundo que habitamos en reino org�nico y reino inorg�nico, ellos lo dividen en verso y prosa. � la jurisdicci�n del verso pertenecen las noches despejadas de luna, el primer beso que se da � la novia, el canto del ruise�or, los murmullos del r�o, las mariposas, el aire cuando no es muy fuerte, que toma entonces el nombre de c�firo, etc., etc. Entra en el recinto de la prosa toda la maquinaria industrial, el comercio por mayor y por menor, los presidios, los hospitales, las grandes ciudades, las estaciones de ferrocarriles, etc., etc. Ahora bien, yo no creo en esta divisi�n. � m� se me figura que el verso y la prosa andan confundidos en este mundo lo mismo que en el _Almanaque de la Ilustraci�n Espa�ola y Americana_. El distinguirlos entre s�, no es tan f�cil como � primera vista parece. Hay ocasiones en que dentro de un espacio tan reducido como el de este Almanaque, cuesta trabajo �mprobo el diferenciarlos, �qu� no acontecer� trat�ndose del orbe entero! Para eso est�n los poetas; para eso y para hacer disparates cuando son ministros. Quisiera ponerme serio, muy serio, y despu�s de ponerme tan serio como en Espa�a se necesita para ser algo de provecho, dir�a � esos se�ores detractores del realismo como sigue. La vida tiene toda ella un aspecto po�tico. Este aspecto po�tico, total � parcialmente velado y desconocido para el com�n de los hombres, es s�lo visible en la mayor�a de los casos para las almas privilegiadas. El que no sabe libar de las bajezas y miserias de este mundo la rica miel de la poes�a, no se tenga por poeta, por m�s que le encanten y deleiten hasta conmoverle la amenidad de los campos, la serenidad del cielo, los trinos de los p�jaros, y haya escrito en su juventud alg�n art�culo titulado �Impresiones�. Introducid � Dante en los talleres de una f�brica, y all�, donde nadie sospecha que existe elemento alguno po�tico, es bien seguro que �l lo encontrar�. V�ase si no c�mo nuestro Campoamor lo ha encontrado en un _tren expreso_, N��ez de Arce en los �ridos y mon�tonos campos de Castilla _(Idilio)_, P�rez Gald�s en la explotaci�n de unas minas de calamina _(Marianela)_. Acercad mucho los ojos al cuadro de las _Meninas_, de Vel�zquez, y no percibir�is otra cosa que manchones � plastas de color. Si quer�is admirar aquellos prodigiosos efectos de luz, es fuerza que os coloqu�is � una distancia conveniente. As� el poeta busca en todos los momentos y situaciones de la vida la distancia para ver los objetos bajo la apariencia bella. La llamada escuela realista ha padecido lamentable error traduciendo al arte, sin buscar previamente su punto de vista, muchos momentos de la vida indiferentes � indignos. �Pero cu�nto bien ha merecido por haber traspuesto la barrera en que los rom�nticos lo ten�an encerrado! Innumerables acciones y sentimientos humanos desde�ados por el romanticismo vinieron � reclamar el puesto � que ten�an derecho, y aun aquellos otros, perseguidos sin tregua por los rom�nticos, present�ronse desnudos de todo aparato absurdo y convencional. Derrumb�ronse los blancos albornoces de los hombros de los caballeros y empezaron � sentir los afectos m�s tiernos debajo del forrado palet�. Las damas, que hasta ahora no hab�an comido ni bebido, sacaron la tripa de mal a�o en las novelas � poemas realistas. Era ya tiempo. Las pastoras y zagales que tanto tiempo perdieron cogiendo florecitas, sonando el caramillo y mir�ndose en los arroyos, empu�aron el arado y la rueca que nunca debieron haber soltado. Despu�s de tanta holganza, todos vinieron perezosamente � sus tareas, y tuvimos la satisfacci�n de verlos en poemas y novelas como si estuviesen en su casa. �Manch� sus alas el poeta por acercarse � la tierra? �Oh, no! Yo he visto � _Eugenia Gr�ndet_ guardando terrones de az�car � hurtadillas de su padre para endulzar el caf� de su amante, y no me pareci� por eso menos bella. Yo he visto � _Pepita Jim�nez_ con su vestido corto de merino y su pa�olito de seda � la cabeza, y no me pareci� menos amable � interesante. He visto sobre todo � _Margarita_, � la inocente ni�a de los cabellos rubios, delante del torno de hilar, movi�ndolo con el pie al son melanc�lico de su canto, y jam�s sacudi� mi alma la poes�a de los hombres con tal violencia. Antes de verla, grandes poetas que la humanidad justamente reverencia, me hab�an puesto delante de las m�s espl�ndidas bellezas, ideales y magn�ficas se�oras ante cuya hermosura pas�me absorto muchas horas. Mas siempre me infundieron tanto respeto, que aunque vivamente herido de la gloriosa luz que en torno suyo esparc�an, en el fondo del coraz�n no las amaba. No se ama lo que est� muy bajo ni lo que est� muy alto. Cuando cay� en mis manos el libro de Goethe y conoc� � Margarita, no me postr� de hinojos confesando mi bajeza como hab�a hecho con las otras, sino que me adelant� � saludarla con efusi�n como si fuese su amigo. �Qu� temor puede inspirar la timidez! Entonces ca� en la cuenta de que tambi�n en la vida de los que o�mos � Perier en el Ateneo y tomamos chocolate � �ltima hora en el establecimiento de do�a Mariquita, puede existir mucha poes�a. Margarita no vive entre las nubes, no es una visi�n, es nuestra hermana que canta cerca de nosotros mientras pone en orden los muebles de la habitaci�n; es la mujer que amamos, cuya aguja cruje sobre el bastidor como si riera del rubor que la causan nuestras palabras. Margarita es poes�a, pero es verdad. Lo acabo de decir. El arte no es otra cosa en resumen que verdad y poes�a. De un pu�ado de tierra se hace un brillante. Con un pu�ado de sentimientos se forma un poema. Todo se reduce � saber tallarlos. El poeta puede mover la cabeza sobre las flotantes nubes y ba�arse en la radiante luz del sol, cuando para los dem�s mortales no aparece, pero es � condici�n de que pise con un pie � lo menos esta pobre tierra, que con tanta paciencia nos soporta. Mas ahora advierto que con la mayor frescura estoy cortando y rajando en asuntos est�ticos, ni m�s ni menos que si fuese un orador del Ateneo. Bien se habr�n re�do ustedes de m�. Sin embargo, no estoy arrepentido. El d�a menos pensado les encajo una defensa del _idealismo_. Hace tiempo que me llamo disc�pulo fiel de aquella frase de Voltaire: �Todos los g�neros son buenos menos el fastidioso�. Una vez afirmado que me despepito y alampo por el g�nero realista, surge inmediatamente esta formidable pregunta: �Es el Sr. Castro y Serrano un realista como Dios manda? Aqu� me tienen ustedes rasc�ndome la cabeza por detr�s de la oreja, subiendo y bajando los hombros y ejecutando otra porci�n de muecas � cual m�s rid�cula, como si no supiese qu� responder � all� adentro me tuvieran agarrada la respuesta con tenazas. En �ltimo resultado podr�a responder como el estudiante de marras: �por m� que lo sea�. �Pero as� se declina una responsabilidad contra�da? �De esta manera indecorosa se zafa uno de un compromiso sagrado por el mezquino inter�s de quedar bien con todos? No en mis d�as. Por algo dijo un cr�tico que la cr�tica era un sacerdocio. En este momento late dentro de m� el sacerdote con terrible pujanza, y si no me van � la mano voy � escribir una que sea sonada. El Sr. Castro y Serrano pudiera ser mucho mejor novelista de lo que es. De esto no me cabe ninguna duda. Todav�a m�s: creo que tampoco le cabe � �l mismo. No s� por qu� se me antoja que es el Sr. Castro y Serrano uno de esos hombres que saben que se debe escribir bien, y que si en su mano estuviera, aun � costa de cualquier sacrificio, escribir�a admirablemente. Esto ya es algo. Todo hombre debe proponerse hacer bien aquello que tiene entre manos. �Y qu� gusto me dar�a � m� el Sr. Castro y Serrano si consiguiese siempre su prop�sito! Apretar el entendimiento, privarse del paseo y otros recreos honestos, ganar pocos c�ntimos, gastar la tinta y la salud escribiendo cuartilla sobre cuartilla, y al fin de todo, contemplar que la obra no es un monumento literario! �Oh qu� cosa tan triste es �sta para el escritor! Crean ustedes que estuve tentado muchas veces � tirar la pluma y entrar en alg�n negocio de ferrocarriles. Pero volviendo al tema. �Qu� mal me resultar�a � m� de que el Sr. Castro y Serrano escribiese tan bien como el Sr. Valera? Si cuando llegu� � Madrid y por primera vez pis� las calles de esta corte ..........al rico aduladoras como al pobre severas, desbocadas, seg�n reza Tirso, me hubiesen mostrado al Sr. Castro y Serrano dici�ndome: �Ese caballero que va ah� es el Sr. Valera�, t�ngase por seguro que � la hora presente el Sr. Castro y Serrano ser�a para m� un eminente escritor. Y para que se vea lo que son las aprensiones humanas; si al pasar el Sr. Valera por mi lado me hubiesen dicho ��se es el Sr. Castro y Serrano�, es m�s que probable que no me causara ni la mitad de impresi�n esa nobleza que la comunica el culto fervoroso y constante del arte, y esa firmeza que la experiencia de la vida ha prestado � la fisonom�a del Sr. Valera. Mas el Sr. Valera y el turr�n de Jijona son dos cosas dif�ciles de contrahacer, y ni el mismo Sr. Castro y Serrano, que es hombre docto y de ingenio, ser�a capaz de ofrecernos un Valera sin descubrir al momento la hilaza de la falsificaci�n. Porque si bien puede opon�rsenos que la frialdad es una cualidad en que ambos ingenios parecen ajustarse, yo no puedo menos de revolverme contra tal especie. No negar� que en Valera reina de vez en cuando tanto fresco que le obliga � uno � levantar el cuello de gab�n y apretar un poco el paso, pero apenas si llega nunca � cuajar en �l la nieve, mientras que el se�or Castro y Serrano es un escritor de nieves perpetuas. �Al diablo quien pare all�! Este es el secreto de por qu� el Sr. Valera y mucho menos el Sr. Castro y Serrano no llegar�n jam�s � ser escritores populares. Pero como es un secreto, estimar� que no lo comuniquen ustedes � nadie. �Oh c�mo ayuda � escribir este musculito hueco que brinca � todas horas en nuestro pecho! Entiende poco de sintaxis y menos de ortograf�a, pero, cr�ame el Sr. Castro y Serrano, es el medio mejor que se ha inventado hasta el d�a para entenderse con el pueblo soberano. Todas las novelas del autor que nos sirve de tema padecen de lo mismo. Hay en ellas observaci�n fina, mucho acierto en la exposici�n y ali�o en el estilo; les falta calor y poes�a. Por eso juzgu� siempre que el Sr. Castro y Serrano no deb�a tomar otro papel que el de escritor de costumbres, el cual no hace m�s que describirlas sin darlas vida en la acci�n m�s � menos complicada de una f�bula. No hay que olvidarse de que el novelista es ante todo un poeta. Copiar fielmente la vida ordinaria de los humanos podr� ser en ocasiones obra meritoria, pero no una obra romancesca. Es verdad que deseamos conocer con empe�o � veces los actos m�s insignificantes � indiferentes de la vida de un hombre, pero es s�lo cuando este hombre ha cumplido, est� cumpliendo � va � cumplir algo extraordinario � interesante. �Querr� decirme el Sr. Castro y Serrano qu� tiene que partir con el arte la vida del tendero que habita debajo de su casa desde que abre el establecimiento y limpia el polvo del escaparate por la ma�ana, hasta que apaga el gas por la noche? Nada en mi pobre juicio, mientras no se aparte del vulgo de los tenderos, mientras no ponga de relieve de un modo genial y caracter�stico alg�n sentimiento humano � tome parte activa � pasiva en el curso de una acci�n dram�tica. No me cabe duda; el realismo del Sr. Castro y Serrano no es el verdadero realismo. Podr� ser el realismo de la vida, pero no es el realismo del arte. Aqu� vendr�a muy bien poner una llamada y citar una docenita de autores alemanes para que al se�or Castro y Serrano no le quedase ninguna duda sobre este punto. �No es vergonzoso que no tenga ni uno disponible! He le�do con placer en otro tiempo una novelita publicada por nuestro autor en la _Ilustraci�n Espa�ola y Americana_ que llevaba por t�tulo _Juan de Sidonia_. Aunque excesivamente sencilla en su trama, tiene mucho colorido y gran verdad y delicadeza en los sentimientos. Por _Juan de Sidonia_ adelante se puede llegar � ser un gran novelista. Mas el Sr. Castro y Serrano muestra afici�n tan decidida � reposar frecuentemente, que sospecho no ha de llegar jam�s al t�rmino del viaje. Esta tendencia al reposo que se observa en el Sr. Castro y Serrano no acusa una constituci�n muy sana; es se�al de apoplej�a. Advi�rtese con frecuencia que se detiene ante cualquier objeto, aun el m�s insignificante y despreciable, y se queda dormido describi�ndolo. �Por qu� para este novelista ser�n iguales un paraguas � unos guantes � una mujer hermosa y ha de gastar la misma tinta en describirlos? �No comprende que el tenernos quietos tanto tiempo ante cualquier cachivache nos ocasiona gran molestia? Yo creo que el Sr. Castro y Serrano lo har� con la mejor intenci�n del mundo, pero no parece m�s que lo hace adrede para aburrirnos. Si � esto se agrega--que se agrega casi siempre--un laberinto de reflexiones parad�jicas brumosas y ensortijadas con que el autor se cree en el caso de sazonar todas sus descripciones, hay que convenir en que la brevedad es la primera de las virtudes teologales. El Sr. Castro y Serrano es un gran observador. Pero tambi�n lo es el Sr. Valera, y nunca se le ocurri� abusar de este don del cielo, gastando, � por mejor decir, malbarat�ndolo en todos los sitios y en todos los momentos. El Sr. Castro y Serrano es ingenioso. Pero tambi�n el Sr. Valera lo es, y no se obstina en estrujar y retorcer conceptos y vocablos para extraerles la gracia. El Sr. Castro y Serrano es docto. Pero tambi�n lo es el Sr. Valera y no siente comez�n por mostrarlo. Seg�n la ret�rica, acabo de cometer nada menos que tres _carientismos_. �Dios me los perdone! Por todo se podr�a pasar, no obstante, si el se�or Castro y Serrano no fuese fil�sofo. Con esto declaro que no puedo transigir. �No es bastante que el se�or Alarc�n lo sea? Aqu� en Espa�a la filosof�a ya va picando en historia, y se cuenta demasiado con la paciencia de los naturales. Por lo dem�s, justo es decir que el Sr. Castro y Serrano no es de los fil�sofos m�s cerriles, y si con fe se lo propusiera, creo que pronto conseguir�a dejar de serlo. He dado � entender hace un instante, por medio de una figura ret�rica, que el Sr. Castro y Serrano sol�a introducir en sus novelas observaciones triviales, oscuras y desnudas de inter�s, y que asimismo no pocas veces alambicaba y retorc�a los conceptos y las frases est�ril � inoportunamente. Si no a�adiese otra cosa � esta censura, cuando me fuese � la cama no me dejar�an dormir los remordimientos. Apres�rome, por tanto, � manifestar que siendo muy exacto lo anterior, no lo es menos que este novelista sabe formular su pensamiento en consideraciones profundas, discretas � ingeniosas, como lo tiene probado en muchas p�ginas de sus libros; y que esparcidas por ellos se encuentran tambi�n frases sumamente felices y agudas. _Suum cuique tribuere_. El Sr. Castro y Serrano tiene un estilo completamente propio. Ha salvado, pues, la barrera que separa al escritor del que no lo es. Sin embargo, con el estilo acontece lo que con todas las haciendas. Qui�n la tiene situada en un valle f�rtil y ameno, en las m�rgenes de un r�o bullidor y cristalino, regalada por los c�firos, el azahar y los p�jaros; qui�n se ve precisado � poseerla en Navalcarnero, entre el cielo y el trigo que se abrazan all� � lo lejos, lo menos � catorce leguas. Pues bien, si no me enga�o, la finca del Sr. Castro y Serrano debe hallarse hacia Creta, muy cerca del famoso laberinto. Tiene bello y elegante aspecto como la morada de un opulento, pero no pocas veces remedando � Teseo he tenido que dejar el ovillo � la puerta y llevar bien cogido el hilo al internarme en sus cruj�as � fin de encontrar salida cuando la hubiese menester. Este escritor trata � su estilo como � barra de plomo. Machaca en �l hasta que lo convierte en l�mina. No bast�ndole esto, sigue batiendo hasta que lo transforma en papel. Y no satisfecho todav�a contin�a empu�ando el mazo hasta que resulta un gas veintisiete veces m�s ligero que el aire. Por donde no pase el estilo del Sr. Castro y Serrano, crean ustedes que no pasa la punta de una aguja. Que estire su estilo hasta romperlo por lo m�s delgado dentro del radio de la ciudad, como puede observarse en sus _Cuadros contempor�neos_, no es pecado tan feo, pues al fin en la corte, desde los novelistas hasta los garbanzos, todo anda estirado. �Pero ponerse � sutilizar, como lo hace en _La novela del Egipto_, frente � la naturaleza, frente al mar, lo mismo que si estuviera delante de la sala de lo civil en pleito de mayor cuant�a! Vamos, que esto me parece... Perm�taseme que sobre ello haga pron�stico reservado. En el estilo, nuestro novelista se atiene tambi�n demasiado � la simetr�a, no permitiendo que ning�n s�mil � parecido marche sin su correspondiente desemejanza, esforz�ndose con empe�o en rebuscar unos y otros de suerte que formen siempre una serie. De tal esfuerzo resulta en el estilo un cierto paralelismo artificioso que nada tiene que ver con el de la Biblia. En fin, creo que por mucho que en ello me fatigase, nunca recomendar�a bastante al Sr. Castro y Serrano la naturalidad. Y aqu� dar�a remate � esta semblanza si no fuese que a�n me resta por decir unas palabras. H�las aqu�: Aunque el Sr. Castro y Serrano observe en ocasiones m�s de lo necesario, aunque reflexione y considere tambi�n m�s de lo justo, aunque sea muchas veces nebuloso y afectado en el estilo, aunque se d� aires de fil�sofo y se entregue sin piedad � las descripciones; por mucho que se esfuerze en ocultarlas, el Sr. Castro y Serrano tiene bastantes cualidades para ser novelista estimable y un excelente escritor de costumbres. [Illustration] [Illustration] D. JOS� SELGAS I [Illustration: Y] HE aqu� que vino � m� el editor y me dijo: Es necesario incluir � Selgas entre los novelistas espa�oles. En verdad te digo, repuse, que eso es m�s dif�cil de lo que t� te figuras, porque no he le�do de Selgas ninguna novela, y s� tan s�lo una colecci�n de art�culos... Pero T� DIXISTI: �todo lo que el hombre puede osar yo lo oso�, como dijo Shakespeare � P�rez Escrich, no recuerdo bien cu�l de los dos. En el t�rmino de cuatro � cinco d�as ser� con �l en la imprenta. Para ello es indispensable adquirir LA MANZANA DE ORO, colecci�n de novelas del Sr. Selgas. El medio m�s adecuado de adquirir libros conocidos hasta el d�a es pedirlos � un amigo. Ya la he pedido; ya me la ha concedido; ya est� en mi poder _La Manzana de oro_. H�teme aqu�, pues, sentado frente � la mesa, en silla de gutapercha, bajo la ben�fica sombra de una pantalla de papel verde botella, � la hora en que combaten las sombras y los espectros de la noche, � la hora en que las nieblas reposan tranquilamente sobre el casto regazo de los r�os, � la hora en que voltean por los aires las polkas de las murgas, � la hora en que los �rboles se embozan de un modo siniestro con el manto de la noche, y pesta�ean en lo alto dulcemente todos los luceros del firmamento, � la hora en que el Ateneo discute sobre lo predominantemente subjetivo, � la hora en que las hermosas damas que asisten al teatro Real escuchan las melod�as de Bellini, hablando con emoci�n de las �ltimas capotas que han llegado de Par�s. Lindo por el Norte con _La mujer so�ada y La criolla_; al Este con _Venganza y castigo_ y _Miseria humana_; al Oeste con _Un rayo de esperanza_ y _El dedo de Dios_. �Cu�l de estas novelas leer� primero? Leer� la �ltima; me parece lo m�s original. El caso es que mientras la leo ha de trascurrir alg�n tiempo, y yo no puedo, sin faltar � la cortes�a, dejarles � ustedes esperando despu�s de haber comenzado la semblanza. Conf�o, por lo mismo, en que sabr�n dispensarme algunas impertinencias de que voy � hacer uso, con el exclusivo objeto de que me quede alg�n tiempo para leer _El dedo de Dios_. Despu�s que hube le�do aquella colecci�n de art�culos originales del Sr. Selgas, m�s arriba mencionados, si hubiese tropezado con �l y yo fuese montado en borrica, de fijo no me apear�a de mi cabalgadura para arremeter con su persona y llamarle �famoso todo, escritor alegre y regocijo de las musas�, como hizo el estudiante pardal cuando top� con Cervantes en el camino de Esquivias; antes le hubiese dicho en estilo b�blico: ��anda t�, desdichado, que quieres escribir bien y no puedes!� Cuando pasaba rozando con alg�n escaparate de libros y percib�a entre ellos uno nuevo de Selgas, me alejaba batiendo las alas y graznando como las chovas de mi ciudad... �Qu� graznaban las chovas de mi ciudad? Siempre me causaron envidia. �Qu� indiferencia tan sublime la suya para todas las miserias de la tierra! Por las ma�anas, al primer esperezo del d�a, sal�a el bullicioso ej�rcito del bosque donde pernoctaba y part�a majestuoso en correcta formaci�n pasando por encima de la ciudad hacia las alt�simas monta�as que cierran el horizonte por la parte del Oeste. En todo el d�a no se las volv�a � ver. �Qu� hac�an all�? Era un secreto, y ninguna de ellas, �aunque llevan nombre de mujer�, tuvo la fragilidad de revelarlo jam�s. En otro tiempo, hace m�s de un siglo, pernoctaban en los huecos de la torre de la catedral, seg�n documentos que se conservan en el archivo de la misma. Pero una noche, el campanero, ayudado de una docena de chiquillos, les jug� una mala partida y no volvieron � posarse otra vez en sus dominios. Por la tarde, � la hora del crep�sculo, cuando los picachos donde llevan � cabo sus trabajos misteriosos se ti�en de un color violeta, y los amantes se despiden hasta el d�a siguiente apret�ndose dulcemente la mano, las ve�a tornar con perezoso vuelo. Al divisar la aguja met�lica de la torre, que parece un florete siempre dispuesto � resistir los asaltos del rayo, gritaban todas � una voz ��memento!� y segu�an su carrera hasta el bosque, y all� se dorm�an sin los temores del porvenir, sin las congojas del pasado, protegidas por los honrados robles que no cesan de gru�ir en toda la noche quej�ndose de las libertades del viento. Posteriormente me han dicho que los due�os de aquel bosque se negaron � darles posada y las arrojaron � tiros, vi�ndose precisadas � buscar albergue un poco m�s lejos, y que al cruzar por encima de aquellos robles gritan con m�s tristeza a�n: ��memento! �memento!� As� graznaban las chovas de mi ciudad. As� graznaba este servidor de ustedes, huyendo � paso de lobo de aquel escaparate. II Ya est� le�do _El dedo de Dios_. Y en verdad que me ha tocado en el coraz�n. Me arrepiento sinceramente de haber graznado de aquel modo tan impol�tico. No hab�a motivo para ello. Le pido, pues, mil perdones al Sr. Selgas, y en desagravio me apercibo � regalarle por unos instantes el o�do con gorjeos y trinos de filomena. En esta novela, �ltima de la serie intitulada _La Manzana de oro_, no se resuelve ning�n problema. _Dignum et justum est_. Todo aquel que en el d�a no resuelva ning�n problema, merece una estatua. Es decir, todo aquel de quien se tengan sospechas vehementes de que lo resolver� mal. Declaro, por tanto, que despu�s de haber hecho un escrupuloso reconocimiento en la novela del Sr. Selgas, que lleva por t�tulo _El dedo de Dios_, no encuentro motivo de temor ni de alarma para el p�blico, el cual puede transitar por ella libremente al abrigo de toda filosof�a. Con esto ha dado pruebas el Sr. Selgas de ser un gran fil�sofo. La trascendencia en las obras de arte no es... (en �ste momento quisiera que mi voz fuese derecha al o�do del Sr. Alarc�n) una nueva cualidad que se a�ade � se resta � placer de los artistas, sino el fondo � la esencia misma del pensamiento creador. Cuando la trascendencia no acompa�a al germen de la obra art�stica, todo lo que se haga por procur�rsela ser� in�til, y a�n m�s que in�til, rid�culo. Pero �Dios m�o! yo creo que hay en el mundo muchas cosas hermosas sin pizca de filosof�a. Ustedes los que pasean por esas calles del Municipio, �no tropiezan � cada paso con ellas? �No es verdad que gastan en este momento rusos de color gris y guantes amarillos con vivos negros? �No asoman su cabecita por los palcos del teatro de la Comedia, movi�ndola vivamente en todas direcciones como los p�jaros posados sobre las ramas? �No r�en con una cascada de notas aflautadas y alegres, ense�ando filas de dientes inveros�miles, al estallar en la escena alg�n chiste traducido del franc�s? Penetrad en uno de esos palcos, y penetrad todo lo henchido que quer�is de la _Cr�tica de la raz�n pura_. Saldr�is con la cabeza dada � p�jaros, trastornados, � cien leguas de Kant y de sus categor�as, pero con el semblante risue�o y un poco de alm�bar en el coraz�n. Habr�is o�do hablar mucho de Pepito Esteller, el chico m�s _animado_ que come pan, del abono de los conciertos, del faet�n de Luis, de la �ltima becerrada de los Campos, del matrimonio de la de Vargas... Ni una palabra del imperativo categ�rico. Os lament�is amargamente de la frivolidad de los tiempos y de la carencia de ideales para la vida. Mas alguna vez en el apogeo de vuestras vigilias metaf�sicas cuando Kant os ha hecho sudar durante toda la noche y los carruajes que conducen las gentes del teatro hacen vibrar los cristales de vuestro cuarto, os he visto echados hacia atr�s en la silla, poner los ojos en el vac�o y sonreir dulcemente. �De qu� os acordabais? Pongo cualquier cosa � que no es del criterio de la moralidad. Lo cierto es que cerr�is el libro sin dejar se�al que os indique d�nde hab�is quedado, y os acost�is de mal humor, gru�endo una porci�n de cosas extra�as. Y aun se dice que, cuando el sue�o os abrocha los p�rpados, empez�is � figuraros que os hall�is en la sala de un teatro inundado de luz y de alegr�a. El ruido de los abanicos de las se�oras es muy insinuante, y el vals que toca la orquesta, l�nguido como una noche de Agosto. Y luego hay all� una atm�sfera que oprime dulcemente el coraz�n y produce desmayos de felicidad. La variedad de colores deslumbra al principio los ojos y despu�s los conforta. Las miradas de las bellas van y vienen en todas direcciones, se cruzan y entrecruzan, haciendo salir mil reflejos que traen inquietos � los hombres como si estuviesen bajo la influencia de una pr�xima tempestad. Sentisteis una conmoci�n el�ctrica. La chispa hab�a pasado cerca, pero sin tocaros. Mas a�n no os hab�ais repuesto cuando otra os di� en mitad del coraz�n. Aquellos ojos que os miraron desde un palco son m�s negros que las zarzamoras, y tan dulces. �Por qu� no vais all�? � m� se me figura que os est�n llamando. Tambi�n debi� pareceros lo mismo, porque ganasteis precipitadamente la puerta de la sala y subisteis � grandes trancos la escalera que conduce � los palcos. Pero he aqu� que al cruzar el estrecho pasillo donde se hallan con sus puertas numeradas, os sale al encuentro un hombre de luenga y blanca barba, enjuto, huesudo y p�lido, con los brazos desmesuradamente largos, con los cabellos ca�dos sobre los ojos que brillan como carbones encendidos dentro de una hornilla. Al veros se contraen sus labios con una sonrisa feroz. ��Ah! �eres t�, villano?... �eres t� el que busca el amor en este palco? No contabas conmigo, imb�cil, �no es verdad? Pues aqu� me tienes, yo soy Kant... �no me reconoces? �D�nde has dejado la _Raz�n pura_, tunante? Aqu� me tienes para cerrarte el paso, tunante. �Yo soy Kant, Kant, Kant!� El fantasma os tiene cogidos por la solapa del frac y os sacude con tal fuerza que est�is � punto de perder el sentido. Entonces despert�is. Y aquella noche las pesadillas se suceden unas � otras cada vez m�s tristes y monstruosas. Para no exponerse � sufrirlas todas las noches, creedme, lo mejor es entregarse de vez en cuando � la frivolidad. Que charl�is con ni�as mimosas y encantadoras � que le�is novelas de Selgas, es igual en mi concepto. No hay nada menos serio que la frivolidad, pero no hay nada m�s necesario en ocasiones. Cuando el enc�falo se turba y el coraz�n sangra, el b�lsamo m�s seguro para curarse es la frivolidad. Al menos por lo que � mi respecta, os puedo decir (�pero os lo debo decir?) que cuando me siento inquieto y atormentado por esa opresi�n particular que comunica al esp�ritu la meditaci�n de los grandes asuntos, prefiero mil veces la conversaci�n petulante, voluble, pueril y graciosa de mi vecina, sobre la cual reposa el alma con deleite y abandono, al Tratado de la tribulaci�n del P. Rivadeneira, que nunca me ha divertido gran cosa. Mas si � vosotros os sucediese lo contrario, estad seguros de que no os dir� una palabra. Mi vecina y las novelas del Sr. Selgas est�n hechas del mismo barro. Cualquiera sabe m�s que mi vecina, pero nadie mueve los ojos para arriba y para abajo y aun para los lados como ella. Todas las novelas son mejores que las del Sr. Selgas, pero hay pocas que diviertan tanto. Si las novelas tuviesen una edad como las personas, las de Selgas estar�an en los doce abriles. Por eso son tan frescas, tan bonitas, tan triviales, tan caprichosas. Unas veces le estremecen � uno de placer con alg�n rasgo de ingenio � alguna chistosa zalamer�a, otras no hay quien pueda soportarlas. Al lado de escenas dignas de Valera hay otras que envidiar�a P�rez Escrich. No encierran caracteres sostenidos y correctos, ni f�bula original, ni brillantes descripciones, pero tienen agudezas y muecas encantadoras. Frecuentemente brota de sus p�ginas una escena interesante, atrevida, luminosa y azulada como una bomba de jab�n, y extasiados, llenos de alegr�a segu�s sus giros errantes hasta que, sin saber por qu�, tal vez por pura fantas�a, estalla y se deshace en el aire. �Qu� ser� esto? �Ser� que el Sr. Selgas escribe despu�s de comer? Mucho me lo temo. Es verdaderamente desastroso el escribir sin tener hecha la digesti�n. Pero de todas suertes, Selgas es un novelista que se lee. �Ay! �cu�ntos he visto morir en la flor de la sexta p�gina! No puede darse nada m�s conmovedor que esos libros inmaculados y silenciosos, que le miran � uno desde el fondo de un escaparate. El d�a en que ven la luz, el librero diligente los coloca en primera fila, casi tocando con el vidrio. Poco � poco se observa que van perdiendo terreno, defendi�ndose mal de los ataques que les infieren las obras m�s recientes, hasta que por fin vuelven grupa y se les ve del rev�s all� en lo m�s hondo, medio sofocados bajo el peso de un diccionario. �Qu� ojos tan tiernos ponen los desdichados! Parece que est�n diciendo � los transeuntes: �Caballero, escuche usted�. Una vez me par� � contemplar � uno de estos hu�rfanos de la prensa. Se hallaba en una posici�n insostenible. Un libro de Eusebio Blasco le oprim�a la cabeza y otro de L�pez Bago le sujetaba las piernas. No ten�a libre m�s que el vientre. Sent� compasi�n, y ya me dispon�a � comprarlo, cuando advert� que el autor de aquel libro era yo; el mismo que ten�a los dedos en el bolsillo para sacar su precio. Sin variar de postura levant� los ojos al cielo y exclam�: ��Oh dioses inmortales, qu� amarguras hac�is sufrir � los humanos!� Mas ahora caigo en que, despu�s de tanta charla, a�n no he clasificado al Sr. Selgas. Si me descuido un poco se me escapa sin clasificar. �Qu� har�a por el mundo el Sr. Selgas sin estar clasificado! Con la mano puesta sobre el coraz�n, declaro que el Sr. Selgas no es un escritor realista. Sin separar la mano del mismo sitio, declaro que tampoco es idealista. Pues entonces, �qu� es el Sr. Selgas? El Sr. Selgas no es m�s que lo que se ve. No hay en �l trastienda ni doble fondo de ninguna clase. Si alguna vez aparece superficial � ignorante, consiste en que lo es. Nada de ficci�n y disimulo. Me gustan � m� estos novelistas que tienen el valor de su ignorancia. Producir p�ginas exuberantes de gracia y colorido cuando ocurren; escribir candorosas necedades cuando buenamente acuden � la pluma. He aqu� la misi�n que la Providencia asigna � los hombres como Selgas. Y en mi pobre juicio nadie debe apartarse del camino que la naturaleza misma le se�ala. Si el Sr. Selgas siente impulsos de escribir una tonter�a, �por qu� no ha de escribirla? La retenci�n de tonter�as es muy perjudicial, pues � menudo se mezclan � la sangre y producen trastornos en el organismo. Siga, pues, el Sr. Selgas cuid�ndose, que la salud es siempre lo primero. De esto se deduce--al menos debiera deducirse--que en las novelas de nuestro autor se encuentra, en ocasiones, una percepci�n fiel y clara de la vida, destellos � rel�mpagos de realidad que, por desgracia, se apagan presto. Pero �qu� es lo que no se apaga en este mundo? Todo se apaga, hasta ese sol hermoso y lascivo que arranca por la ma�ana su blanca t�nica � las monta�as, se apagar� alg�n d�a. La misma luz con que escribo se est� apagando por falta de petr�leo. En tanto que este cataclismo acontece, apresur�monos � decir sobre el Sr. Selgas unas cuantas tonter�as m�s. Hay tonter�as y hay tonter�as; quiero decir, hay tonter�as de distintas clases. Hay tonter�as solemnes � aristocr�ticas. �stas pertenecen, por derecho propio, � los ministros, embajadores, grandes de Espa�a, jefes superiores de administraci�n, acad�micos, diputados de la mayor�a, directores de peri�dicos, etc., etc. �stas son tonter�as de la sangre. Hay tambi�n tonter�as del dinero, tonter�as centrales y provinciales, r�sticas y urbanas, civiles y militares, eclesi�sticas y seglares, cl�sicas y rom�nticas, etc. Pues bien, las del Sr. Selgas pertenecen � la �ltima categor�a. No siguen �rbita conocida y sobrevienen, como los cometas, cuando menos se piensa, si bien con alguna m�s frecuencia. Son alegres, campechanas, modestas, de buena pasta. Nadie las quiere mal. Mas t�ngase presente que debe usarse con cierta prudencia del g�nero tonto, porque es de suyo muy resbaladizo, y aunque P�rez Escrich y alg�n otro hayan conseguido en �l muchos lauros, no aconsejo � los j�venes escritores que sigan sus huellas. El Sr. Selgas es un verdadero poeta. No dudo por un momento que esto le ocasionar� graves disgustos, as� en la vida privada, como en la p�blica. Al poeta, en este siglo material y positivo, no le caben otras dichas que la cartera de Ultramar, � que alg�n pobre diablo, como el que emborrona estos renglones, diga � sus lectores: �El Sr. D. Fulano es un poeta, mucho cuidado con �l�. Mas el ser poeta no perjudica casi nada para escribir novelas. Se han dado muchos casos de personas que, sin ser poetas, han escrito muy malas novelas. Por lo mismo me guardar� bien de considerar esta cualidad como motivo de censura. Otra cosa ser�a, no obstante, si el se�or Selgas hubiese escrito alg�n art�culo filos�fico. �Y qui�n sabe si lo habr� escrito! Torres m�s altas he visto desplomarse, y la vida nos est� ofreciendo � cada paso terribles experiencias... Pero yo no tengo derecho � sondear la conciencia de un hombre. Y, sobre todo, me ha quedado bastante dulce la boca con la �ltima novela que he le�do del Sr. Selgas, para que vaya � amargarla sin fundamento con sospechas y presunciones de mal ag�ero. No obstante, si el Sr. Selgas ha cometido alguna vez uno de estos actos reprobados por todas las leyes divinas y humanas, enti�ndase que retiro cuanta insinuaci�n favorable � su persona se hallase en este art�culo, y ruego al Dios de los poetas l�ricos que le obligue � rimar un mill�n de veces hijos con prolijos. Su estilo es fino, delicado, trasparente, nervioso. Pero � todos los estilos nerviosos les falta casi siempre la salud. En ciertos momentos de exaltaci�n, llegan � donde no pueden llegar los m�s robustos y fornidos, tocan con su mano febril los cielos m�s lejanos y rec�nditos de la poes�a; mas al d�a siguiente, desmayados y ojerosos, se arrastran l�nguidamente por la tierra � rendidos al sue�o y la fatiga se dejan caer en el rinc�n m�s infecto de la prosa. Hay un medio de endurecer tales estilos. Que se acerquen � la naturaleza; que escuchen con atenci�n y recogimiento su lenguaje augusto; que salgan sin temor � recibir los rayos del sol del Mediod�a, las brisas acres de la mar, las h�medas y glaciales de la monta�a, los punzantes olores de los pinos; que salgan � contemplar los furores del cielo, los arrebatos de la mar, las peripecias infinitas de la lucha solemne entre la luz y la sombra; que salgan � embriagarse con todos los aromas de la creaci�n; que hagan gimnasia; y al cabo de alg�n tiempo adquirir�n color y fuerza, color y fuerza que no conseguir�n jam�s tantos estilos crasos y linf�ticos como hoy vegetan en nuestra literatura. NUEVO VIAJE AL PARNASO PROEMIO I Yo no creo en la cr�tica. Tengo la inmensa desgracia de no creer en la cr�tica. �Qui�n me hubiera dicho que tan presto hab�a de llegar � un tan fatal escepticismo! Porque �ay! ustedes no saben cu�nto amarga la existencia la convicci�n de que todos esos cr�ticos, tan doctos, tan serios, tan diestros en averiguar � qu� g�nero, especie y familia pertenece una obra, tan h�biles para caer con la velocidad de un rayo sobre cualquier inverosimilitud, no sirven para nada. Pero lo que m�s me amarga (con paz sea dicho de mis compa�eros) es el considerar que mis afanes cr�ticos no han de tener recompensa en esta � en la otra vida. �Es triste, muy triste! Estoy por maldecir la hora en que por primera vez tom� la pluma para decir en un peri�dico de provincia que la se�orita C*** �se hab�a excedido � s� misma la noche del lunes�. Mi horroroso escepticismo se form� con dos proposiciones, una negativa y otra positiva. Primera proposici�n.--Nunca hizo falta la cr�tica para que apareciesen grandes artistas. Segunda proposici�n.--La cr�tica ha empeque�ecido el arte. La cr�tica, en calidad de alto y poderoso cuerpo que juzga, decide, corta, raja, truena y relampaguea, es de muy reciente invenci�n, y habiendo existido desde los tiempos m�s remotos grandes artistas, no hay para qu� demostrar la verdad de mi primera proposici�n. En cuanto � la segunda, exigir�a uno � m�s vol�menes para quedar bien dilucidada; pero s�lo dedicar� � ella una � m�s cuartillas, porque no tengo tiempo ni paciencia para otra cosa. As� que surgi� la cr�tica como cuerpo jur�dico-literario, naci� el sistema. Los unos, extasi�ndose en la contemplaci�n de las obras del clasicismo, unas veces con verdad, otras hip�critamente, pensaron que el arte hab�a tocado � su l�mite en aquella dichosa edad greco-romana, y que el destino de los artistas futuros era pasar la vida copiando los admirables modelos que de ella nos quedaron, como aprendices en una escuela de dibujo. Advertir�, de paso, que para estos cr�ticos la cualidad predominante del arte cl�sico no es el reposo � la gracia que en �l resplandecen siempre, sino el orden � la simetr�a. Porque, dicho sea de paso tambi�n, los cr�ticos suelen fijarse con harta frecuencia en lo menos importante. �Qu� hay, pues, aqu�? Un atentado contra la libertad del artista. Los otros, porque realmente lo sintieran as�, � por el gusto de llevar la contraria � los cl�sicos, no quisieron ver la belleza sino en lo extraordinario, en lo desordenado, en el absurdo � en el delirio. Nuevo atentado contra la libertad del artista. Otros m�s modernos, apart�ndose de ambas escuelas, condenan todo arte que no sea un reflejo, mejor dicho, una repetici�n fiel y minuciosa de la vida, llevando su teor�a hasta los m�s groseros excesos. �Siempre cadenas para el artista! Adem�s de estos tres grandes grupos de cr�ticos, hay otros muchos esparcidos por el haz de la tierra trabajando con el mayor desinter�s por el triunfo de sus teor�as. Citar� �nicamente los metaf�sicos y los trascendentales, de los cuales no quiero hablar, porque no me gustar�a pasar por desvergonzado. Para desvanecer las mal�volas sospechas que al llegar aqu� pudiera concebir el lector respecto � mi acrisolada modestia, le dir� que no he citado tanto cr�tico con el fin de desacreditarlo, sino, muy al contrario, para darles � todos la raz�n. Trat�ndose de arte, soy lo que llaman vulgarmente un pastelero. Cuando llega � mis manos un cl�sico como Esquilo, me deshago en elogios del clasicismo; si es un rom�ntico como Calder�n, no hay un rom�ntico m�s furioso que yo; y si por ventura acabo de leer una novela de Balzac, no puedo menos de exclamar: ��Admirable, admirable, monsieur Balzac!� Si alguien me moteja por esto, dir� con cierta habanera que o� cantar � una ni�a muy graciosa: �Si yo soy as�, �qu� he de hacerle yo? Todos para m� son � cual mejor.� Esta cita, eminentemente cl�sica, me excusa de alegar nuevas razones. II Como otros muchos hombres que andan por el mundo, estoy condenado � trabajar sobre un objeto que no es de mi gusto. Este libro es un libro de cr�tica, mejor dicho, es un cordero que sacrifico en aras de una deidad en quien no creo. Se halla bastante esparcida la creencia de que quien toma el oficio de cr�tico manifiesta por el hecho mismo cierta arrogancia, presunci�n � amor exagerado de s� mismo. No lo creo. De m� s� decir que cuando voy � juzgar � un artista _verdadero_, lo que me asalta no es un sentimiento de superioridad respecto � �l, sino de espantosa y amarga inferioridad. Si yo me juzgase superior � semejante al artista, me pondr�a � crear, no � criticar. Por eso los juicios m�s � menos acertados que estampo en este libro, no me enorgullecen. Si de algo estoy orgulloso, es de haber sabido comprender y gozar las bellezas creadas por los poetas que en �l se estudian. Porque, cuando otra cosa parezca, cr�anme ustedes, es mucho m�s dif�cil admirar que censurar. He visto amenudo personas de vulgar inteligencia discurrir con bastante acierto, y aun se�alar con claridad los defectos de una obra de arte; �pero � cu�n pocos he visto conmovidos al hablar de V�ctor Hugo � de Byron! �� cu�n pocos he visto cautivos por esa idolatr�a que el genio inspira � los esp�ritus sensibles y l�cidos! Voltaire, con ser Voltaire, nunca pudo admirar � Shakespeare; el mismo Lope de Vega no admir� jam�s � Cervantes. No es maravilla, pues, que yo que no soy Voltaire, ni Lope de Vega, no consiga admirar � Grilo, � Blasco, � Retes y � otros insignes poetas de esta era. Con todo eso, en mi cr�tica, como ustedes podr�n ver, no deja de haber algunos trozos admirativos. Repito que son de los que estoy m�s satisfecho. Hace mucho tiempo que vivo en la creencia de que la tarea del cr�tico (si es que alguna tiene) no consiste precisamente en escudri�ar las manchas � defectos que toda obra, por ser humana, ha de llevar forzosamente; tarea, sobre f�cil, ingrata; sino, antes bien, aclarar, difundir, popularizar las bellezas de las obras art�sticas, llamar la perezosa atenci�n del p�blico hacia ellas, colocarlas sobre las alas del entusiasmo para que lleguen � todos los esp�ritus, soplar el polvo que muchos hombres tienen en los ojos, para que puedan verlas y gozarlas. Esta tarea es noble, hermosa y fecunda, aunque no sea lo que hoy se entiende por cr�tica. Los p�rrafos donde aspiro � desempe�arla han salido del fondo de mi alma, y as� como han salido los he estampado, sin tener en nada las pr�cticas de este g�nero de escritos. De su verdad estoy m�s convencido que de la de aquellos otros en que acepto � rechazo teor�as est�ticas, se�alo defectos � determino nuevas v�as para el arte. Porque de mis impresiones vivo seguro siempre; de mis opiniones, jam�s. Escribiendo estos p�rrafos he gozado momentos muy felices, aunque otra cosa crean los esp�ritus fr�volos que no penetran jam�s en lo profundo del pensamiento del escritor. Cuando censuro, cuando ataco, no puedo menos de pensar que me parezco al murmurador. S�lo me encuentro grande cuando tributo mi admiraci�n � los grandes. He admirado, pues, hasta donde he podido. Si no pude tanto como hubieran deseado algunos de los poetas que en este libro figuran, ach�quese � inopia, y no � falta de buen deseo. Mejor que nadie s� que yo no morir� de un exceso de respeto, pero tengan ustedes presente siempre que tampoco me he puesto sobre el tr�pode para definir y juzgar, sino que les he hablado como si me tropezaran en la Puerta del Sol, y charlando de literatura, me preguntasen qu� opinaba de Campoamor, N��ez de Arce, Grilo, etc., esto es, con la franqueza, con la osad�a, con la incoherencia propias de la conversaci�n. Aun con eso, es posible que haya dado por genios � algunos que no lo son. Porque bien mirado, no creo que en Espa�a existan tantos genios como se supone. Las contribuciones absorben m�s de la mitad del producto neto de las tierras y de la industria; las cosechas, de algunos a�os � esta parte, son muy malas. Y si � esto se agregan las frecuentes calamidades que padecemos, como guerras, terremotos, inundaciones, etc., etc., bien se puede asegurar, sin temor de equivocarse, que una naci�n � tal punto enflaquecida y miserable, no puede tener bien alimentados � seis docenas de genios. Nunca me arrepentir�, sin embargo, de haber echado unas cucharadas m�s de miel en el plato de alg�n poeta. Despu�s de todo, es inevitable el exagerar un poco el aplauso trat�ndose de los contempor�neos con quienes uno se roza y se codea en el comercio de la vida. Es noble tambi�n corresponder, por lo menos con unos granitos de incienso, � los esfuerzos que nuestros vates hacen diariamente para proporcionarnos instantes agradables. Si el cr�tico no recompensa � su modo estos esfuerzos, �qui�n se encargar� de recompensarlos? El pueblo espa�ol, que tiene aparejados siempre honra y dinero para el primer pol�tico g�rrulo y corrompido que viene � demand�rselos, los niega siempre, con una entereza y constancia dignas de mejor causa, � los poetas ilustres. Seamos, pues, agradecidos con los que de vez en cuando refrescan nuestro esp�ritu fatigado sumergi�ndolo en las cristalinas aguas del ideal. Mas no confundamos por eso el cari�o y el respeto que deben inspirar los verdaderos poetas y la indulgencia con que deben acogerse sus yerros y descuidos, con esa perniciosa benevolencia que todo lo aplaude, que todo lo celebra, lo mismo las obras sublimes del genio que las torpezas � insulseces del �ltimo coplero. Cuando veo circular con el mismo aplauso entre los cr�ticos las perlas y diamantes de Ayala, N��ez de Arce y Campoamor y las cuentas de vidrio de Blasco, Grilo, S�nchez de Castro, Retes, etc., etc., no saben ustedes cu�nto me entristezco. Estas confusiones me parecen lastimosas, porque privan al artista de su genuina recompensa, que es el brillo. �Y qui�n puede brillar habiendo tanto lucero en el firmamento! He hu�do, pues, con particular empe�o de esta feroz _nivelaci�n_ art�stica, dando al C�sar lo que es del C�sar, y � Grilo lo que es de Grilo. Como ustedes podr�n ver, he sido muy parco en el empleo del an�lisis. Lo tengo por arma peligrosa y que expone al que la usa � cometer sensibles injusticias. S�lo en casos muy se�alados, y con el objeto m�s bien de castigar una reputaci�n inmerecida que de probar la incapacidad del poeta, me parece l�cito acudir � ella. Si ustedes se deciden � leer este libro, ver�n que el haber hu�do del an�lisis no es su m�rito principal. El m�s grande de todos es el de ser corto. S� que al lado de este m�rito se encuentran infinitas manchas que lo deslucen; pero ya me he resignado de antemano � escribir una obra con defectos. Siento no ser perfecto como mi Padre que est� en los cielos, pero no puedo remediarlo. III Un instante para concluir. Despu�s de escritas las ocho semblanzas de poetas que van � continuaci�n, qued� un poco cabizbajo al observar la clara desemejanza que existe entre todos ellos. Considerando la distancia que media entre la fisonom�a art�stica de Zorrilla y la de Campoamor, entre la de N��ez de Arce y Aguilera, no pude menos de pensar lo siguiente: La poes�a de nuestro tiempo no tiene un ideal. El poeta, al abrir sus ojos, ya no ve, como ve�an los griegos, como ve�an los cristianos en la Edad Media, un sol de belleza luciendo sobre el horizonte y una muchedumbre feliz con adorarle y bendecirle. Ya no puede agregarse tranquilo � esta muchedumbre para que los rayos de aquel sol caigan sobre su frente y enciendan su pensamiento. En la actualidad todos los soles pasados resplandecen sobre nuestras cabezas, y cada cual tiene su grupo de adoradores. Qui�n dirige sus ojos al asi�tico, qui�n al griego, qui�n al cristiano. Pero �oh Dios! �cu�nto han perdido estos soles en brillo y en calor! Se necesita que nuestros poetas sientan mucho fr�o en casa para salir � gozar con sus tibios rayos. Entre la poes�a oriental, cristiana � hel�nica de nuestros tiempos y las creaciones de Valmiky, P�ndaro y Dante, existe la misma diferencia que entre esas salas griegas, �rabes y g�ticas que los opulentos de ahora hacen construir en sus palacios, y el Parten�n, la Alhambra y la catedral de Burgos. Nuestra �poca, por su af�n incomprensible de lanzarse en pos de todos los ideales y de beber en todas las fuentes de belleza, no tendr� jam�s fisonom�a ni car�cter propios, y en vez de monumentos habr� de contentarse con legar � la posteridad _chalets_. As� pensaba con tristeza, cuando dentro de m� escuch� una voz elocuente que me hac�a una oposici�n ruda y violenta. Esta voz interior ped�a con justicia que no fuese tan superficial en mis juicios, que penetrase m�s adentro, hasta llegar � las entra�as de nuestra poes�a. Ten�a raz�n la voz. Di un paso m�s y pude ver claramente el triste lazo que une las almas de todos nuestros poetas. �Por ventura no hay en la sed, en la fiebre que empuja � la poes�a de este siglo � sumergirse en todos los ideales pasados, algo que la caracteriza perfectamente? �No hay algo que, como un t�sigo fatal, penetra por toda ella y hace que adolezca?--Miradla. Ha perdido todos sus colores, sus movimientos son febriles y descompasados, tiene grandes y oscuras ojeras, su voz es apagada y ronca. �Ay! No cabe duda, nuestra pobre poes�a est� t�sica. �Cu�n interesante la ha puesto, sin embargo, su cruel enfermedad! �Qu� grandes son ahora sus ojos y qu� vaga su mirada! �Qu� trasparencia hay en su rostro! �Qu� suave melancol�a se esparce por toda su figura! �Qu� triste es su acento y qu� conmovedor! El fr�o ha penetrado hasta la m�dula de sus huesos. Ning�n sol pasado puede darle calor; y la poes�a triste, nerviosa y exaltada de nuestro tiempo morir�. All� en lo futuro, de tanta negaci�n, de tanto escepticismo, de tanto esfuerzo y tantas l�grimas, �no surgir� siquiera una verdad que engendre otra poes�a fresca, tranquila y creyente? Y si esto sucede, aquellas dichosas generaciones, que gozar�n de una paz que nosotros nunca hemos podido gustar, �no tributar�n un recuerdo de simpat�a y admiraci�n � la pobre t�sica del siglo XIX? Esperemos que s�. [Illustration] [Illustration] D. JOS� ECHEGARAY. [Illustration: H]ACE ya muy cerca de dos a�os que permanezco silencioso como un diputado de la mayor�a. No he dicho hasta ahora sino pocas palabras sobre el ingenio dram�tico del Sr. Echegaray; y en las batallas que se han librado en el teatro con motivo de sus dramas quiso la fortuna que no hubiese perdido los ojos, aunque en m�s de una ocasi�n se hayan visto entre los dedos de alg�n cr�tico y la pared. �Dios me los conserve mucho tiempo sanos para no ver los dramas de S�nchez de Castro! Mas no por haberlo guardado tanto tiempo me har�n ustedes la ofensa de suponer que no he formado juicio sobre el teatro de Echegaray. Gracias � Dios, tengo sobre este punto mi correspondiente opini�n, como cualquier farmac�utico. Y ahora que me veo lejos de aquellos dedos fren�ticos--�cuidado con los dedos que gastan algunos cr�ticos!--respiro fuerte y digo mi opini�n. Don Jos� Echegaray era, como todos saben, un notabil�simo ingeniero y fu� ministro de varios ramos. Por consiguiente, �qu� raz�n hab�a para que no fuese autor dram�tico? Efectivamente, all� por el invierno de 1873 fu� representada su primera composici�n dram�tica con el t�tulo de _La esposa del vengador_, que era una primorosa leyenda con innumerables defectos y algunas bellezas. M�s que la obra en s�, cautiv�me y sedujo la novedad del intento. El teatro espa�ol, merced � los trabajos de los Egu�laz, Larra, Rub� y otros, hab�a dado grandes pasos hacia el confesonario; se postraba � los pies del coadjutor de la parroquia, acus�ndose de sus pecados rom�nticos, rezaba el rosario todos los d�as, asist�a � las cuarenta horas, tomaba el sol por las tardes. Era un teatro chocho. Cuando adopt� otro g�nero de vida, todas las gentes dijeron: ��Echegaray es el que lo ha pervertido, el que lo ha sacado de quicio! Desde que trata con �l ha vuelto � fumar, � decir requiebros � las muchachas y � retirarse � las altas horas de la noche. �Esto no se puede tolerar, es verdaderamente escandaloso!� All� en el fondo yo me alegraba mucho de que se retirase tarde. El teatro debe gozar independencia y tener su llav�n para cualquier evento. _La esposa del vengador_ me pareci� una calaverada de buen g�nero, la expansi�n afortunada de un ingenio privilegiado. �Nada m�s? Nada m�s. Ten�a toda la frescura y toda la inocencia de una virgen de quince a�os. Era suave, delicada, irreflexiva, levantada de inspiraci�n y de cascos. No hubo m�s remedio que aplaudirla. Empezaba � oscurecerse la estrella del P. Astete. _La esposa del vengador_ nada nos dec�a acerca de las _bienaventuranzas_ ni de los _frutos_ del Esp�ritu Santo: omit�a por entero los sacramentos que se han de obrar y hasta prescind�a de los que se han de recibir. Conmovi�ronse hasta los cimientos los corazones de la clase media. �Qu� iba � ser de nosotros? Si en el teatro no se nos ense�aba lo que hemos de creer, lo que hemos de orar, lo que hemos de obrar y lo que hemos de recibir, �� d�nde volver los ojos? Con permiso de estos corazones dir� que, � mi entender, el teatro de Echegaray es m�s moral que el de Egu�laz. Tengo mis razones para creer esto, y si ustedes se dignan prestarme atenci�n se las dir� en pocas palabras. Todos ustedes sabr�n probablemente que apoderarse de lo ajeno contra la voluntad de su due�o es un pecado, y otro pecado levantar falsos testimonios, lo mismo que desobedecer � los padres y jurar el santo nombre de Dios en vano. �A qu� ir, pues, al teatro cuando se representan las obras de Egu�laz? �� gozar de sus bellezas? Es in�til, porque no las hay. �� dormirse? Es muy feo y se expone uno � que le despierte el acomodador. Sin embargo, esta �ltima soluci�n no me parece del todo inadmisible, y aparte de sus inconvenientes, porque los tiene, lleva algunas ventajas � todas las dem�s. Y si te duermes, lector, que s� te dormir�s, �en qu� forma te habr�s moralizado? �Con qu� tristeza no pisar�s despu�s la escalera de tu casa, considerando que entras tan inmoral como has salido? En cambio, du�rmete si quieres en los dramas de Echegaray. Si por acaso fueses tan duro de coraz�n que no te conmovieran las escenas pat�ticas, ya se encargar�a alguno de esos actores tan bien entonados que s�lo Espa�a posee de tenerte despabilado. Pero no; yo s� que no hay necesidad de que se griten los dramas de Echegaray para que se escuchen con atenci�n. Sin el auxilio de aquellos inolvidables pulmones, lo mismo hubieran conmovido al p�blico. El Sr. Echegaray recoge en el teatro, siempre que se le antoja, una buena cosecha de l�grimas. Ahora bien, las l�grimas �no son un medio de moralizar al hombre? �Cu�ndo se derraman l�grimas? Cuando el coraz�n se enternece. Pues enterneciendo el coraz�n muchas veces lo haremos m�s blando y m�s sensible, y el hombre ser� m�s clemente y generoso. Esta afirmaci�n no es sof�stica. La puedo demostrar con un poco de metaf�sica. El dolor de un semejante enternece nuestro coraz�n, despierta en nosotros la piedad y tambi�n el amor. Porque el dolor para muchas personas formales y tambi�n para m� es una gran injusticia. Si el dolor recae sobre un malvado, contrar�a el fin general humano, que es el pleno goce de la vida; mas si atormenta � un hombre virtuoso, no s�lo contrar�a este fin general, sino tambi�n el particular de la virtud, que merece recompensa. En uno y otro caso hay una injusticia que nos hace padecer moralmente. Mas para que una injusticia nos haga padecer es necesario que en aquel momento la idea de justicia se levante con extraordinario poder en nuestra alma. Y cuando la idea de justicia se ense�orea de nuestra alma, �no somos m�s morales que cuando yace aletargada en alg�n oscuro rinc�n del pensamiento? He aqu� c�mo, � mi juicio, una obra dram�tica, por el mero hecho de ser bella, sin prop�sito alguno de aleccionar � los espectadores, puede influir m�s poderosamente en su moral que aquellas otras cuyo primero y tal vez �nico intento sea �ste. El arte perfecciona nuestras facultades morales, no record�ndonos el catecismo, sino fortaleci�ndonos, elev�ndonos, arrastrando nuestro esp�ritu � la regi�n de las ideas grandes y nobles. De m� s� decir--y me pongo de ejemplo, porque soy para el caso como cualquier otro--que cuando presencio la representaci�n de _Hamlet_ me conmueven tanto los sublimes pensamientos del h�roe, que me figuro participar de su grandeza, se despierta en mi ser lo que hay de m�s generoso, siento mi esp�ritu m�s grande y ennoblecido, en una palabra, me reconozco m�s moral que cuando salgo de ver _Bienaventurados los que lloran_. No obstante, es necesario averiguar de d�nde viene la emoci�n; si llega � nosotros sostenida por la falsedad y el absurdo, � la trae en sus brazos el arte. Cuando veo llorar � una persona en el teatro pienso que por lo menos aquella persona tiene un coraz�n sensible. Las personas ac� en Espa�a, trat�ndose del teatro, no deben exagerar la cuesti�n de l�grimas. Me parece que tienen muchas m�s ocasiones de reir. S�lo algunos chistes de Pina y tal vez alg�n otro de Blasco son los que arrancan con entera justicia raudales de ellas � los ojos. En la �ltima escena de _� locura � santidad_ estuvieron � punto de solt�rseme. Si no hubiese acontecido que una se�ora se desmay� � mi lado y no hubo m�s remedio que socorrerla, seguramente habr�a despilfarrado algunas. Pero aquello me di� tiempo � reflexionar, y he aqu� lo que sali� de mis reflexiones. Efectivamente, en la escena pasaba algo grave. Dos jayanes al servicio de un manicomio se llevaban maniatado � un caballero, bajo el supuesto de que estaba loco. No estaba loco, todos lo sab�amos, y padeciamos, como es natural, presenciando aquel acto de barbarie. Mas aquel acto de barbarie hab�a sido preparado por el autor con el exclusivo objeto de conmovernos. Por lo mismo ten�amos derecho � exigir que la preparaci�n fuese discreta y art�stica. Aquella situaci�n atrevida � interesante no ten�a, por desgracia, ra�ces muy seguras; se hallaba presa por tan sutiles hilos al argumento de la obra, que el m�s leve soplo de la reflexi�n bastaba � soltarlos. El entendimiento juega un papel secundario, pero juega su papel en la contemplaci�n de las obras de arte, y es gran torpeza llevarle la contraria tan resueltamente como se hace en esta obra. �Ser� posible convencer � nadie de que, mediando buena fe, se arrastre � un manicomio � un hombre de talento, estudioso, sensato y recto, � las pocas horas de haber declarado que la fortuna que posee no le pertenece, por extraordinarias que sean las circunstancias que acompa�en � esta declaraci�n? Yo pregunto � toda la clase m�dica espa�ola: �Hay en ella dos individuos, sobre todo si han recibido el grado antes de la revoluci�n, que por los s�ntomas que ofrece el esp�ritu de D. Lorenzo de Avenda�o sean capaces de decretar su inmediata clausura? Yo pregunto � todas las familias honradas de Madrid: �Hay alguna que permita y aun promueva el encierro de su jefe en una casa de locos por los motivos y con la premura de aquella que Echegaray nos presenta en su drama? De resultas de no haberme contestado nadie � estas preguntas que hice mientras socorr�a � aquella se�ora, resolv� no conmoverme. Y no obstante, si un espectador � alabardero tuviese la desgracia de caer desde el para�so � las butacas, pueden ustedes creer que el suceso me impresionar�a fuertemente. Me impresionar�a mucho, aun cuando aquella escena no hab�a tenido preparaci�n de ninguna clase. No s� si el lector comprender� esto, pero yo lo comprendo perfectamente. � pesar de cuanto he dicho, estoy lejos de aplaudir el esp�ritu de cr�tica, por no decir _intelectualismo_, con que de poco tiempo � esta parte acude el p�blico al teatro. Pasaron los buenos tiempos en que los espectadores tomaban parte con lo m�s hondo del alma en las peripecias del drama, se apasionaban, se enfurec�an, trataban de saltar al escenario en socorro del h�roe, arrojaban comestibles s�lidos � la cabeza del traidor. S�lo en algunos apartados rincones de nuestras provincias se da el caso ya de que el p�blico obligue al protagonista de _Carlos II el Hechizado_ � dar muerte cuatro � cinco veces consecutivas al odioso fraile, autor de sus desgracias. En el resto de Espa�a, el fraile muere � la hora en que escribimos de una sola pu�alada. El p�blico que acude � los estrenos en Madrid, mujeres, viejos y ni�os, todos se constituyen en tribunal y afectan la imperturbabilidad de un magistrado en vista p�blica y solemne. En las escenas m�s interesantes y pat�ticas, lo m�s que se permite el espectador es una helada sonrisa de satisfacci�n y el siguiente galicismo: _Est� bien hecho_. En tanto que dura la representaci�n, todos, todos, hasta aquella rubia de la platea cuyos cabellos parecen dorados � fuego y uno � uno, tienen aspecto de estar escribiendo en lo m�s profundo del pensamiento unos _Apuntes cr�ticos_ con mucha _fibra_ y mucho _calor de humanidad_. Perm�taseme que eche de menos en el p�blico un poco de sensibilidad, y despu�s perm�taseme proseguir. El defecto capital del teatro de Echegaray, aquel que resplandece en todas sus obras, es la falsedad. En algunas de ellas, como _En el pu�o de la espada_, la falsedad puede denominarse absurdo. Un viento atracado de embustes corre por todos sus dramas, desatando los cabos, invirtiendo los t�rminos, lacerando la urdimbre y arrojando las escenas muy lejos unas de otras, de tal modo que sus personajes quedan gesticulando en la soledad, y el p�blico no ve la raz�n de sus desconcertados ademanes. Lo que se echa de menos en las obras dram�ticas de Echegaray son las matem�ticas. En estas obras se estampa el resultado sin haber hecho las operaciones previas, y el p�blico pide que se le muestre la pizarra. Ahondando un poco en la indagaci�n de este asunto, tal vez observemos que el defecto enunciado, si ataca � la esencia misma de la obra y la reduce � la categor�a de ef�mera, no es de los que niegan por s� la aptitud del artista. Lo que s� muestra inmediatamente es que � la creaci�n de la obra acompa�� un algo perturbador y malsano que el autor debi� haber hu�do con empe�o. Es imprudente introducirse en el laboratorio de un poeta para espiar sus trabajos, y � seguida noticiarlos � los cuatro vientos. Pero si me fuese dado vencer la repugnancia que me inspira este espionaje y me pusiera � observar el crisol donde hierven los dramas de Echegaray, creo que no tardar�a en percibir ese elemento p�trido que causa el da�o de la obra. Despu�s, si se me obligase � darle un nombre y no tuviese � mano otro m�s po�tico, lo llamar�a �precipitaci�n�. La precipitaci�n de que el Sr. Echegaray hace uso en la fabricaci�n de sus dramas es de la peor ralea, porque es la que acompa�a, no tan s�lo � la ejecuci�n, sino tambi�n al pensamiento mismo de la obra. Estoy pensando en que la idea de haber aproximado el gabinete de un poeta al laboratorio de un qu�mico por algo debi� acudir � mi cerebro ahora. �Por qu� habr� sido?... Quiz� tenga su ra�z en la impresi�n que me caus� el Sr. Echegaray la vez primera que le vi salir � la escena solicitado por el clamoreo del p�blico. La figura del Sr. Echegaray no despert� en m�, ni m�s ni menos, la idea del poeta, sino la del astr�logo. Sin que pudiera oponerme al escape de mi fantas�a, adorn�le de s�bito con una bata sembrada de estrellas, le puse sobre la cabeza una caperuza y en la mano una varilla de virtudes, aposent�le en una c�mara t�trica toda atestada de libros, de redomas, de animales disecados. Le vi enfrascado � una luz mortecina en la lectura de una _Trigonometr�a rectil�nea_. Parec�a hallarse inquieto, cerraba los ojos con frecuencia y lanzaba trist�simos suspiros. ��Ay!--exclam�--�Aritm�tica, �lgebra, geometr�a, y por mi desdicha tambi�n la trigonometr�a, todo lo he profundizado con un trabajo constante, y heme aqu� pobre tonto!... Hace ya algunos a�os que ense�o � la multitud las matem�ticas y no estoy bien seguro de haber ense�ado algo de provecho. Ni aun me lisonjeo de que sirva para nada el reducir los quebrados � com�n denominador. Por eso me he dedicado alg�n tiempo � la pol�tica. Pero todo esto, pol�tica y matem�ticas, es intrincado, es oscuro, y adem�s sospecho que no sirve para nada. �Oh, si yo pudiese franquear esta muralla de f�rmulas algebraicas y expedientes que me aprisiona! �Si yo pudiese, libre como el humo que se escapa de estos carbones, recorrer � la dulce claridad del gas los escenarios de los teatros, aspirar el perfume de los polvos de arroz, salir cogido de las manos de los artistas, en forma de danza, � embriagarme con el n�ctar voluptuoso del aplauso! �Oh, qu� extra�a turbaci�n se apodera de mi ser! Escucho una voz celeste que me dice: El mundo de las bambalinas y del albayalde no est� cerrado... �nimo: a�n puedes morder donde han mordido Retes y Echevarr�a... S�, creo que el genio de Shakspeare da vueltas en torno de mi cabeza y me incita � escribir dramas. Siento que mi esp�ritu se entrega todo � ti. �Oh, esp�ritu inmortal!... Ven, ven... (_El genio de Shakspeare desde dentro_): Huyamos. Pero esto es _Fausto_ puro, dir�n ustedes. No lo niego, dir� yo. Volvamos � la precipitaci�n, volvamos aunque no sea sino para afirmar que la precipitaci�n es una frase inventada por m� para explicar y atenuar algunos pecados cometidos por el Sr. Echegaray. Por lo dem�s, yo no puedo negar � ustedes el derecho de achacar sus yerros � inopia y no � precipitaci�n. El comercio y trato frecuente de los grandes hombres suele dejar en nuestra inteligencia huellas muy visibles. Por estas huellas es f�cil conjeturar cu�l ha sido el grande hombre que m�s nos ha cautivado. Yo me atrevo � pensar que el favorito del Sr. Echegaray ha sido Arqu�medes. De �l es de quien ha tomado, sin duda, la mala costumbre de pedir goller�as. Arqu�medes dec�a: �Dadme una palanca y un punto de apoyo, y remover� la tierra�. Mas el pobre Arqu�medes se fu� al otro mundo sin tener el gusto de remover la tierra, porque nadie pens� en darle la palanca ni el punto de apoyo. Echegaray dice: �Dadme un hijo formado por el rayo de la luna que penetra por un vidrio roto (el arte se encargar� de pagarlo); dadme un pu�o de espada que sirva de archivo � una correspondencia que no es posible quemar ni hacer pedazos; dadme una hoja de pu�al donde se escriba con sangre como en la mejor vitela, de tal suerte que lo que sobre ella se estampe no pueda borrarse sin hab�rsela hundido previamente en el pecho el protagonista; dadme la luna, en fin, y yo os dar� un drama�. Efectivamente, el p�blico di� la luna y el Sr. Echegaray los dramas. Mas debemos reconocer que �ste es un cambio de servicios perfectamente enclavado en la teor�a de la circulaci�n, expuesta con gran lucidez por Bastiat, y ni el Estado ni yo tenemos derecho � contrariar el libre desenvolvimiento de las leyes naturales que presiden � la producci�n, distribuci�n y consumo de los dramas. Lo �nico que lamento amargamente es que el desgraciado Arqu�medes se haya ido al otro mundo sin tener el gusto de remover la tierra. Inmediatamente despu�s de esto ten�a pensado decir al Sr. Echegaray que no tiene un gusto muy exquisito para la elecci�n de temas, � los cuales tampoco sabe dar variedad, ni gran acierto en la pintura de caracteres, que huelen � bastidor desde muy lejos, ni tampoco una versificaci�n fl�ida, castiza y armoniosa que velara p�dicamente las liviandades del fondo. Pero todo esto ten�a pensado dec�rselo de un modo delicado, ingenioso, como deben decirse estas cosas cuando uno quiere sentar plaza de escritor �tico, intencionado y habilidoso. M�s de un cuarto de hora he pasado tir�ndome por la barba y con la vista fija en un mico de bronce que sirve de remate � la tapa del tintero, y no acaba de brotar en mi cabeza ni una sola frase ir�nica. Me voy convenciendo con verdadero dolor de que no soy tan socarr�n como cre�a. Despechado y sin aliento, arrojo una mirada sobre las cuartillas escritas. Son veintisiete. Por consiguiente, seg�n mi c�lculo, falta por escribir una tercera parte del art�culo. Ahora bien, esta tercera parte la dedica todo cr�tico bien educado � elogiar la obra que juzga cuando es mala. Cuando es buena, lo com�n es dedicar dos terceras partes. No ser� yo ciertamente quien con mano torpe pretenda romper el curso de nuestras costumbres venerandas, consagradas por los siglos y las generaciones. De las dos terceras partes que llevo escritas, resulta que el Sr. Echegaray es mal poeta dram�tico. Conf�o en que de la que falta ha de resultar que es bueno. El Sr. Echegaray no es tan insignificante poeta como pudiera deducir cualquier adversario suyo de las premisas que he sentado. Yo escribo para las personas ilustradas � imparciales, para aquellas que saben conceder � las frases su verdadero sentido y ver al trav�s de las travesuras del estilo el coraz�n del escritor. Esas personas que tienen los ojos puestos sobre el m�o saben cu�n lastimado est� y cu�n triste por las frases que un destino cruel me ha obligado � estampar. Yo admiro al Sr. Echegaray, le admiro como admiran los gusanos � las estrellas, si es que las admiran. En materia de admiraci�n, muy pocos ser�n los que puedan ponerme el pie delante. Pero yo bien s� por qu� admiro al Sr. Echegaray: las personas que penetran mi coraz�n, bien lo saben, el se�or Echegaray tambi�n lo sabe. Hay muchas cosas inefables para la humana lengua, y una de ellas es �sta. Asisto � la representaci�n de una obra de S�nchez de Castro, y quien dice S�nchez de Castro dice Retes. La obra sale mala, como puede suceder, que esto no me lo negar�n ustedes. Pues bien, este pobre joven que ha sacrificado veinte reales para verla, se emboza con la mayor dignidad en su capa y sale del teatro murmurando entre dientes Dios sabe qu� cosas. Se estrena un drama de Echegaray, y el tal drama no satisface ni con mucho mis exigencias. Pues en vez de salir irritado y feroz � saciar mi c�lera en un chocolate, salgo con la sonrisa m�s pl�cida del mundo, una sonrisa que envidiar�a el mismo Perier, enojando � los amigos con mi descarada alegr�a, y cantando salmos en honor del Sr. Echegaray. �Porque tienes garras como el le�n y dientes como el chacal, se�or, desgarras y trituras el arte dram�tico. Te glorificar� por tus dramas malos lo mismo que por los buenos y cantar� tus alabanzas. T� has abierto mi boca, se�or, y mi boca cantar� tus alabanzas. Cuando t� llegaste, los da�inos gorriones, entre los cuales figuraban P�rez Escrich y Larra, y tambi�n Egu�laz, divert�an sus ocios en picotear la escena. La picoteaban sin compasi�n; en su pico no se hallaba palabra de verdad, ni verso sin ripio, y en su alma de gorri�n se albergaban la frivolidad y la impotencia. Llegaste y los desmenuzaste como polvo que el viento esparce, y los barriste como lodo de las plazas. � t�, �oh se�or! tributar� gracias con todo mi coraz�n, y narrar� todas tus maravillas.� Las maravillas del Sr. Echegaray son algunas escenas tan bellas como hac�a muchos a�os no hab�an resplandecido en el teatro espa�ol y un enjambre de pensamientos graves y luminosos que surcan altaneros el pi�lago de sus obras, dejando brillante estela de fuego. Las buenas acciones siempre las tengo presentes y no olvidar� mientras viva de qu� modo se ha portado el Sr. Echegaray en una c�lebre noche. Tres veces consecutivas hab�a subido el tel�n, y tres veces consecutivas hab�a vuelto � bajar. Cuando sub�a, me quitaba el sombrero y lo colocaba con delicadeza, que semejaba unci�n, en la butaca de enfrente hasta que llegaba un caballero de corbata encarnada que me obligaba � levantarlo r�pidamente y � plancharlo dos � tres veces con la manga de la levita. Estas maniobras me hac�an perder algunas docenas de versos. Cuando bajaba, me pon�a el sombrero y trataba de lanzarme � los pasillos. Indudablemente en la vida del hombre hay momentos cr�ticos. Uno de ellos es salir de una fila de butacas del teatro Espa�ol en noche de estreno. �Se debe salir dando el rostro � la espalda � las se�oras que ocupan la fila? Militan razones poderosas en pro de ambos sistemas. No obstante, mi opini�n, y la apunto con las debidas reservas, es que se debe salir mirando � las se�oras. Se deben apretar las piernas hasta donde alcancen las fuerzas contra la fila contigua, con el fin de hacer patente que vuestras extremidades son tan inofensivas como hidalgas. Conviene que al demandar perd�n por la molestia, formul�is brevemente una en�rgica protesta contra la empresa del teatro, que sacrifica el pudor al s�rdido inter�s. No dej�is tampoco de decir, si os ocurre, alguna frase ingeniosa y moral, sobre todo moral. Si no os ocurre, lo m�s sensato es doblar el espinazo, sonreir con modestia y abreviar cuanto se pueda. Recorr�a autom�ticamente los pasillos, el sal�n de descanso; escuchaba distra�do profundas disquisiciones sobre la verdad de los caracteres y la verosimilitud de la f�bula, y pienso que cuando me aposent� de nuevo en la butaca y vi sepultarse � los m�sicos, cual gnomos misteriosos, en sus t�tricos agujeros, �Dios me perdone! pero algo semejante � un bostezo vag� por mis labios. Alz�se la cortina pausadamente, con cierto chirrido prof�tico, anunciando que en el caso poco probable de que la obra saliera de la noche limpia de todo silbido, tos � estornudo, no reportar�a ping�es ganancias � la empresa. �Lo que es el sino! �Partiendo de la garita del apuntador hacia dentro, hasta el tel�n tiene derecho � carecer de sentido com�n! As� que vi el escenario, me di� en la nariz un tufillo de belleza que reanim� mi esp�ritu so�oliento. �Tufillo lo he llamado? Pues no es verdad; aroma, aroma era, aroma embriagador que llegaba al coraz�n. Un hombre que agoniza vertiendo profundos pensamientos en fl�ido y en�rgico romance. Esto no se ve todos los d�as. �Cu�ntos se mueren en las tablas con el ripio entre los labios! Despu�s, una escena verdadera, con vida terrenal, que en el cerebro delirante del moribundo engendra otra m�s grande y fant�stica. Sombras que toman carne para ofrecer perd�n al crimen. Seres vivos que la noche y el remordimiento convierte en sombras. Rel�mpagos siniestros que alumbran una conciencia cenagosa. El amor tomando posesi�n de un coraz�n dolorido. Un poco de verdad y otro poco de poes�a. Por all� deb�a de andar el arte. Aplaud� como se aplaude cuando no se representa nada de Blasco, y sin acordarme poco ni mucho de que era un cr�tico, llor� como un simple mortal. No hay m�s remedio que confesarlo: los cr�ticos, salvo honrosas excepciones, tenemos tambi�n coraz�n como los dem�s. �Qu� noche aqu�lla! Fu� _La �ltima noche_ del se�or Echegaray. Despu�s le aplaud� m�s de una vez, pero mis palmadas, casi siempre d�biles � indecisas, sonaban � hueco, como las cabezas de algunos sabios. No crea, sin embargo, el Sr. Echegaray que estoy cansado de aplaudirle ni de escuchar sus alabanzas, como aquel paisano de Atenas, que se hastiaba de oir las de Ar�stides. A�n me restan fuerzas bastantes para sonar las palmas, y si llega el caso sabr� gritar: ��Bravo, bravo, el autor!� tan bien como cualquier radical. La Providencia me ha concedido un tesoro de aplausos; mas yo no tengo facultad para malgastarlo en cuatro d�as. Redundar�a en menosprecio de las buenas obras dram�ticas futuras y pret�ritas, en perjuicio del Sr. Echegaray, que tiene derecho � no ser empujado por oscuros y peligrosos senderos, y en menoscabo y da�o de mi conciencia, que si no regatea jam�s los aplausos al m�rito, me exige estrecha cuenta de los que tributo � la torpeza. [Illustration] D. JOS� ZORRILLA [Illustration: A] las nueve; � las nueve en punto de la noche. Se hab�a anunciado con la debida anticipaci�n en los peri�dicos y la tabla de anuncios del Ateneo lo aseguraba de un modo terminante: �El viernes � las nueve de la noche el eminente poeta D. Jos� Zorrilla dar� lectura p�blica de algunas composiciones in�ditas.� No pod�a estar m�s claro. Y no obstante a�n me quedaba un resquicio de duda. Verdad que el autor del _Tenorio_ estaba vivo, pero hab�a dejado de pisar muchos a�os hac�a la tierra espa�ola. Fatigado de regocijar nuestras moradas con sus melodiosos c�nticos, el misterioso p�jaro hab�a levantado el vuelo y yo no sab�a d�nde lo hab�a posado; en qu� paraje risue�o y frondoso, bajo un cielo azul, hab�a fabricado su nido. �No podr�a haber otro D. Jos� Zorrilla � quien le hubiese convenido nacer poeta? Un tanto extra�o parec�a en este caso que la tabla de anuncios del Ateneo le apellidase eminente, mas la cr�tica severa y concienzuda no ha sido jam�s el fuerte de la tabla de anuncios del Ateneo. La duda, ese fantasma siniestro del siglo XIX que turba las conciencias y las empuja � los negros abismos de la filosof�a alemana, se hab�a apoderado de mi alma, cuando tropec� con un empleado de la casa. --Este D. Jos� Zorrilla que aqu� se mienta �es verdaderamente D. Jos� Zorrilla? La pregunta no pod�a ser m�s directa, m�s clara, m�s concreta. --Creo que s�, porque el se�or presidente ha mandado preparar un refresco para esta noche. La respuesta era precisa y categ�rica. Ning�n art�culo de _El Siglo Futuro_ fu� en la vida ni m�s claro ni m�s contundente. Quedamos en que era D. Jos� Zorrilla el que hab�a de leer aquella noche varias composiciones in�ditas. �Es decir que iba � hallarme frente � frente del prodigioso mago que hab�a evocado en mi esp�ritu juvenil sue�os infinitos, azules, verdes, rosados y de otros colores intermedios; con el arpa de oro cuyas dulces canciones arrullaron las horas melanc�licas de mi adolescencia; con el cometa fulgurante que al promedio del siglo apareci� en los cielos del arte, y cuya cola, formada por mir�adas de tomos de poes�as, a�n no ha traspuesto por entero el horizonte! No faltar�; de ning�n modo faltar�. Aunque necesite perder un serm�n de S�nchez de Castro � un drama del P. S�nchez, no faltar�. En tanto que la hora llegaba, empec� � meditar--cosa bastante rara en un cr�tico--acerca del romanticismo. El romanticismo ha llegado � ser en nuestra �poca una abstracci�n, una idea que la cr�tica considera, ya funesta, ya dichosa; que para ciertos historiadores atacados del nov�simo sistema de explicarlo todo, fu� simplemente una necesidad de los tiempos. Probablemente no ser� nada de esto, y s� tan s�lo un grupo de hombres de poderoso ingenio con el cual nada pod�a rivalizar m�s que su arrogancia. Amantes de la libertad, orgullosos de vivir y respirar, pensando que sus obras no cab�an en el molde cl�sico ni en ning�n otro molde conocido, comenzaron � asestar furiosos golpes � las formas tradicionales de la poes�a. Rompieron la tupida malla de preceptos que el estudio de los cl�sicos, unido � la miseria del ingenio, hab�a formado en los �ltimos siglos, y lanzaron sus vuelos por los mundos no explorados de la fantas�a. Hoy el viajero tropieza en el camino con los restos de alg�n p�jaro infeliz v�ctima del fr�o y de la oscuridad, pero tiene presente que otros muchos surcaron atrevidos las tinieblas y dichosos llegaron � puerto de salvaci�n. El cultivo ciego, insensato, de la forma llegara � tal punto en los tiempos que precedieron al romanticismo, que hab�an sido proscritas del arte las ideas por in�tiles. Todo estaba inventado. Los asuntos del poeta se hallaban trazados de antemano, y �guay del que osara salirse de la pauta! Un amante que llora celos, ausencias � fierezas de su amada; un natalicio, una muerte, unos d�as, un matrimonio; en el aniversario de la entrada del Rey nuestro se�or en Madrid � su vuelta de Francia; en el d�a del cumplea�os de la Reina nuestra se�ora; oda al combate de Trafalgar; soneto � un pajarillo; s�tira contra las costumbres del tiempo; letrilla contra los pantalones cuando empezaron � usarse; en la proximidad del parto de la Excma. Sra. Marquesa de Villaburrida; � cierto joven militar de grandes esperanzas con motivo de su temprana y repentina muerte: � mi se�ora D.� Ramona Portillo; ep�stola � Poncio quej�ndose del atraso que sufr�a el autor en su carrera, etc., etc. Tales eran los temas predilectos de aquella musa cumplimentera. Delito de leso clasicismo se consideraba enamorarse � derechas de Pepita, Asunci�n � Juana. El poeta no pod�a amar sino � Galatea, Florinda � Cloe y eso en el campo y disfrazado de Batilo � Fileno, porque en la ciudad ya se guardar�a bien de hacerlo. Si le gustaba una ni�a era indispensable el decir que _ard�a en ansias_ � que _se hallaba encadenado por un d�spota inhumano_, para que se le creyera. El cuello de la ni�a hab�a de ser _albo_ forzosamente y los cabellos _madeja de oro_, los ojos lanzar�an _mort�feros venenos_, dado que no hubiera en ellos un Cupidillo que disparase _mortales saetas_; los labios ser�an _hibleos_, las mejillas de _n�car_ y el seno tomar�a la denominaci�n de _pomas de nieve_ � _orbes torneados_. La poes�a, en resumen, se hallaba estereotipada. En esto, dej�ronse oir los rugidos de los rom�nticos, que llegaron cual reba�o de leones agitando ferozmente sus melenas, y al llegar pusieron en gran desorden y confusi�n � la turba de gozques que alastraban contra el regazo y com�an en las blancas manos de las damas aristocr�ticas. Tra�an consigo la idea de libertad, la de naturaleza--� la cual no siempre han sido fieles--y m�s arraigada que otra alguna, la de tristeza. La tristeza fu� la musa que inspir� por m�s tiempo al romanticismo. Sin que hubiese mayor motivo que antes, todos los poetas de aquella �poca convinieron en ponerse muy tristes y en dar claras se�ales de hallarse bajo el peso de un gran dolor. Ca�an sobre el suelo las l�grimas y formaban pronto regueros, arroyos, r�os caudalosos que se llevaban los puentes y los corazones; desat�banse en el espacio furiosos vendavales de suspiros y estallaban tempestades de sollozos. M�s grande desesperaci�n no la hab�an presenciado los siglos. Aun dando por supuesto, como es justo que se d�, que aquella tristeza ten�a no poco de afectada y artificiosa, �qui�n osar� negar que constituye un manantial riqu�simo de inspiraci�n po�tica? Lo pregonan con elocuencia el _Childe-Harold_ y el _Manfredo_ de Byron, el _Ren�_ de Chateaubriand, los cantos l�ricos de Heine, de V�ctor Hugo, de Espronceda y de Zorrilla. Estas obras ser�n por siempre bellas, aunque el arte, en sus giros de vagabundo, haya abandonado la regi�n de las tristezas individuales y parezca sumergirse ahora con deleite en el oc�ano profundo de la realidad. No queramos juzgar las obras de arte con el criterio que el gusto de hoy nos se�ala. Si despreciamos las obras y los hombres del romanticismo porque las aficiones de nuestra �poca nos empujan por opuestos derroteros, cuando otros gustos y otras tendencias hayan venido � sustituir � las nuestras, �con qu� derecho pediremos gracia para nuestros poetas m�s queridos y para nuestras obras m�s predilectas? Pensemos m�s bien que la belleza es una dama serena y augusta, pero muy coqueta; el arte un mancebo turbulento y caprichoso que sin cesar la enamora. Que vista la dalm�tica griega, � la toga romana, � el jub�n de la Edad Media, � el frac de nuestra �poca, que gaste peluca � melena, que parle en lat�n � en sueco, como se muestre insinuante, rendido y discreto, obtendr� sus favores. Aqu� llegaba en mi trascendental meditaci�n, cuando rasg� la atm�sfera erudita del Ateneo la voz del ujier: �C�tedra del Sr. Zorrilla�. �Ay! Quiz� este mismo ujier gritar�a imp�o al d�a siguiente: �C�tedra del Sr. Vilanova�. Acud� con ligereza � sentarme delante de la misma tribuna, y esper� con recogimiento, con cierto temblor cortesano, la llegada del monarca. Y lleg�. �Pero c�mo lleg�, cielos! Como oveja � quien privaron de su vell�n; como p�jaro desplumado. �Lleg� sin melena! El viejo y trasquilado le�n subi� lentamente los escalones de la tribuna, y una vez arriba, alz� la cabeza. La juventud hab�a hu�do de aquella frente, el fuego de aquellos ojos, el carm�n de aquellos labios. Pase� una mirada por la concurrencia, y salud�. Yo no s� lo que vi en aquella mirada y en aquel saludo, pero me sent� profundamente conmovido. Aquella mirada triste, muy triste, aquel saludo humilde y encogido parec�an decir: �Estoy en el Ateneo de Madrid; lo s�. Los que aqu� os reun�s, todos sois m�s � menos sabios; todos sab�is que he cometido muchos anacronismos y muchas faltas de gram�tica. S� que os re�s de mis composiciones vac�as, de mi lirismo trasnochado; s� que os gustan otros poetas m�s fil�sofos, s� que ya no tengo ni un admirador ni un amigo entre vosotros. La generaci�n � la cual el soplo de mi musa revolv�a y encrespaba unas veces, y otras rizaba y adorm�a blandamente; el p�blico que dec�a mis versos en el teatro antes que el actor los profiriese, se ha llevado � la tumba mi renombre. Los amigos que conmigo lo compart�an han ca�do tambi�n uno � uno en el oscuro misterio de la muerte. Cuanto miro en torno m�o, me es extra�o y desconocido. No entiendo vuestra sabidur�a, no entiendo vuestro escepticismo, no entiendo vuestros versos. Me encuentro solo, triste y pobre, y ni aun fuerzas me quedan para repetiros la vieja canci�n. Nada puedo daros digno de vosotros: perdonadme, se�ores, perdonadme.� Y � m� se me encog�a dentro del pecho el coraz�n y me asaltaban deseos irresistibles de decir: �Procedamos por partes, ilustre vate. En primer lugar, gracias � Dios, no somos todos sabios los que aqu� nos reunimos. Desde mi asiento estoy viendo � varios que no lo son, puede usted creerlo, no lo son. Algunos hay que la opini�n p�blica califica de tales, pero ya sabe usted que la maledicencia en nuestro pa�s no respeta nada, y que no es posible poner trabas � las lenguas. De los pocos que restan, la mitad son traducidos del franc�s y la otra mitad en el pecado llevan la penitencia, pues nadie cuenta con ellos para nada. Mas supongamos por un instante que todos lo fu�semos. �Piensa usted que habr� sabio alguno, por tonto que sea, � quien no cautiven y deleiten los hermosos poemas que usted ha creado? �Piensa usted que esta poes�a amaneradilla y artificiosa que hoy est� de moda osar� chistar mientras se alce en los aires el son de sus dulces y frescas melod�as?� Esto dir�a seguramente si hubiese dicho algo. Me reduje � pensarlo, con otras muchas cosas que el lector ir� conociendo seguramente si no se queda rezagado en la lectura de este art�culo. Situ�monos en un punto de vista equidistante de todas las escuelas y de todas las tendencias que han imperado en el arte. Mejor dicho, situ�monos en tal lugar y tan lejano que apenas se divisen esas barreras que las alternativas y variantes del gusto han levantado en los vergeles de la poes�a. Desde aqu�, desde el lugar empingorotado donde plugo � mi voluntad colocarme, no acierto � ver ning�n lindero; el huerto de los cl�sicos es una prolongaci�n del de los rom�nticos, � tal me parece al menos, y el de los realistas se introduce sin que nadie le vaya � la mano por el de los idealistas. En unos y otros las flores y las berzas fraternizan con efusi�n. Los ingenios que los han cultivado est�n all� representados con tama�os muy distintos, sin que pueda asegurar que se haya atendido para nada ni � la �poca en que florecieron ni � la escuela en que militaron. Por ejemplo, all� veo � Calder�n que est� representado por un coloso de oro con rica corona de brillantes, mientras S�nchez de Castro es una hormiguita que en este momento le entra por la ventana de la nariz y le hace estornudar. Mas en realidad mi obligaci�n en este momento es no acordarme para nada de S�nchez de Castro y no quiero dar un paso m�s por este terreno escabroso. As�, pues, convirtiendo mis ojos � Zorrilla, observo que su talla se eleva majestuosa sobre todos los poetas espa�oles de este siglo, y s�lo Espronceda y Quintana logran altura parecida. Bien se me ocurre que esta observaci�n tomada del natural, como ahora se dice, no enternecer� el coraz�n de los poetas que hoy figuran; mas �ay! consiste en que el coraz�n del poeta, blando y sensible para el canto del ruise�or, para el beso de la virgen, para las noches de luna, es de piedra berroque�a para los versos de su vecino. La poes�a de Zorrilla es una flor de los campos, risue�a, fresca, suave, fragante. Naci� sin que una mano diligente hubiese derramado en aquel sitio algunos granitos de semilla tra�dos de Par�s. Naci� porque Dios quiso que naciera para solaz del viajero que en el camino angustioso de la vida se tiende � descansar un instante en los dominios del arte. La regadera de la ciencia no ha venido � chapuzarla ma�ana y tarde. En los d�as de cierzo no ha tenido cristales que la resguardaran; en las noches de hielo no ha tenido � su lado estufa que le prestara calor. Alguna vez se doblaba la pobrecita al peso de la nieve; otras veces se arrugaba por las quemaduras del sol. Pero tornabais al d�a siguiente y la encontrabais de nuevo fresca y erguida derramando aromas y esparciendo reflejos. Porque Zorrilla es un gran poeta, � despecho de la ciencia, � despecho de la Academia de la Lengua, � despecho de sus torpes imitadores y hasta � despecho de s� mismo. Infinitamente m�s poeta que otros que poseen mucha ciencia, mucha Academia y pocos imitadores. � la flor de la poes�a dedic�mosle hoy cuidados exquisitos y prolijos. No los rechazo, que prefiero yo con mucho los refinamientos del esp�ritu � las groser�as de la letra. Mas d�jenme ustedes admirar de buena voluntad � aquellos �rboles gigantes de espeso y oscuro ramaje cuyas copas se columpian majestuosamente al impulso de los vientos en los bosques de mi pa�s, y no tanto � aquellos otros del Buen Retiro cortejados sin cesar por la mano sol�cita del jardinero y recibiendo el agua bonitamente por tubos de hoja de lata. No lo puedo remediar. Los versos de Zorrilla no han sido forjados penosamente como tantos otros en las fraguas del pensamiento. Zorrilla no ha tomado jam�s las medidas � la idea para encajarla en el verso. El verso y la idea nacieron en su mente � un tiempo mismo, como la luz y el color. Si � Zorrilla le privaseis del lenguaje numeroso, le arrancar�ais las alas y pronto ver�ais con qu� dificultad se mov�a por la tierra. Si quisierais ense�arle la prosa, ver�ais cu�n torpemente se expresaba, como esos pobres mirlos � los cuales sus due�os �progresistas! se empe�an en ense�ar el himno de Riego con la flauta. La prosa es una cosa muy excelente. Yo se la recomiendo con toda mi alma al Sr. Grilo. Mas la prosa s�lo puede expresar lo que se concibe en prosa: cuando se concibe en verso, se debe parir en verso. Hay tal vaguedad en las ideas del poeta y tanta contradicci�n en sus sentimientos, que no es f�cil empe�o introducirlos en la prosa sin sacarla de quicio. El verso, seg�n dicen, es el lenguaje intermedio entre la prosa y la m�sica. Zorrilla lo ha hecho acercarse mucho m�s � la m�sica que � la prosa. Por eso penetra m�s f�cilmente que ning�n otro poeta en nuestra alma y se guarda m�s tiempo en la memoria. �Qui�n en Espa�a no sabe versos de Zorrilla? �Qui�n es el que no ha sentido el aroma de aquella flor silvestre de que antes os hablaba? Voy � figurarme que cruz�is por un pa�s extranjero. En una sala espl�ndida, muy bien arrebujada con riqu�simas alfombras y tapices, chisporrotea un fuego malicioso haciendo gui�os y prometi�ndolas muy felices al aterido contertulio, que descalz�ndose los chanclos y sacudi�ndose la nieve, alza la cortina diciendo: �Good evening gentlemen�. Ya est�is de la parte de adentro, y al comp�s de vuestros pasos se alza un repique adulador en el cristal de las ara�as y en la porcelana de las mesas. Y luego los enormes espejos, tan altos como el techo, se apresuran � reproducir profusamente vuestra imagen, como si fuese la de un grande hombre. As� que lleg�is � las cercan�as de la chimenea, os inclin�is con mucha gracia y estrech�is una mano m�s blanca que el manto con que en aquel instante se embozan los �rboles del jard�n, m�s suave que la seda que viene de las Indias. No quisiera equivocarme, pero aquella mano pertenece, � mi entender, � una _lady_ de alabastro con ojos azules. Habl�is del tiempo, por supuesto, habl�is del pr�ncipe de Gales, habl�is de _sport_, y hasta, si os parece oportuno, habl�is de los ojos azules de _mylady_. Todo esto � m� no me importa poco ni mucho. Pero la conversaci�n viene � caer sobre materia de poes�a, y entonces ya pongo el o�do para escucharla. _Mylady_ tiene gran pasi�n por Tennyson, y se empe�a en leeros uno de sus idilios, que vosotros, claro es, encontr�is divino. � la lectura del idilio sigue un silencio, y al silencio esta pregunta: �Decidme, _my dear_, �qu� poetas ten�is en vuestro pa�s?� �Ah! Yo estoy seguro de que en aquel instante separ�is la vista de la argentada _lady_, y la sac�is por el balc�n � pasear por otros espacios. Una l�grima tiembla en vuestros p�rpados, que no llega � caer, porque aquella l�grima pertenece � la patria y no quiere pisar tierra extranjera. All�, muy lejos, detr�s de la nieve, hay una regi�n feliz donde calientan los rayos del sol y esparce el azahar sus fragancias. Las aguas azules del mar y los bosques espesos de lauros, la lengua melodiosa de las aves y la boca imperceptible de los insectos elevan sin cesar un coro de bendiciones al firmamento l�mpido... �Se�ora, el primero de nuestros poetas se llama D. Jos� Zorrilla. Sus versos son el m�s preciado regalo de los o�dos espa�oles. Ninguno ha conseguido tanta popularidad, porque ninguno es tan sencillo, tan melodioso y tan fl�ido. Sus versos tienen el color de nuestras flores, el brillo de nuestro cielo, la frescura de nuestra brisa. Cuando los escuchamos, nos sucede lo mismo que cuando paseamos al declinar la tarde por las riberas del Tajo, se olvida uno de que esta tierra es un valle de l�grimas. Ninguno tampoco m�s nacional. Su esp�ritu nos pertenece de tal modo, sus pensamientos est�n ligados por tan estrechos lazos � la tierra espa�ola, que en vano querr�ais formaros idea de su encanto los que no hab�is balbuceado jam�s plegarias � la Virgen, los que no hab�is escuchado en esa lengua los consejos de vuestra madre. Su poes�a, como nuestro sol, no se puede traducir.� S�; estoy seguro de que estas � parecidas palabras saldr�an de vuestra boca, porque en tal instante no querr�ais semejaros al asno de la f�bula, que dispara furiosas coces sobre la frente del le�n moribundo. Quiz� en vuestro coraz�n tendr�ais ya reservado este papel para alg�n amigo de Madrid. Y no dir�ais mentira. El troquel que acu�� los versos del _Capit�n Montoya_ y _Margarita la tornera_ bajar� al sepulcro de Zorrilla, y tal vez se guarde all� por siempre. Aquellos fant�sticos caballeros de la tradici�n no tornar�n ya � este mundo, tan vivos, tan altivos, tan resueltos; aquellas doncellas de ojos garzos que beben por entre una reja el t�sigo del amor, no ser�n tan puras, tan risue�as, tan ideales. Las noches de Andaluc�a, di�fanas � brumosas, los bosques, las tempestades, las flores, los claustros, el canto de las aves, los suspiros del amor, ya no tendr�n pincel que los retrate y los difunda por la tierra. �Qu� jinetes osar�n en lo porvenir cruzar de noche un bosque de este modo? Muerta la lumbre solar, iba la noche cerrando, y dos jinetes cruzando � caballo un olivar. Crujen sus largas espadas al trotar de los bridones, y vense por los arzones las pistolas asomadas. Calados anchos sombreros, en sendas capas ocultos, alguien tomara los bultos lo menos por bandoleros. Llevan, por que se presuma cu�l de los dos vale m�s, castor con cinta el de atr�s, y el de adelante con pluma. Etc., etc. �Qu� n�yade se atrever� en adelante � salir del fondo del agua en esta forma? Toc� en el haz del agua su cabellera blonda; quebr� la fr�gil onda su frente virginal. Dej� el agua mil hebras entre sus rizos rotas, y � unirse volvi� en gotas al limpio manantial. Oigo decir que Zorrilla no ha respetado en m�s de una ocasi�n la gram�tica. Pero ha respetado la belleza. Y aun sobre su decantada incorrecci�n pudiera decir unas palabras. Si ustedes me lo permiten, las voy � decir. Es mi creencia arraigada que los idiomas no se perfeccionan en las Academias, como el estado pol�tico de las naciones no progresa por la labor de las C�maras altas. La tarea de unas y de otras es de conservaci�n y resistencia: nada m�s. Los idiomas progresan por el impulso que les comunica un gran escritor � por el nuevo aspecto en que los ofrece. Sin acudir � pa�ses extra�os, donde hallar�amos grande copia de ejemplos, y ateni�ndonos solamente al nuestro, consideremos que el m�s singular y glorioso de nuestros escritores, Miguel de Cervantes, ha sido quien abri� m�s amplios horizontes � la lengua, comunic�ndole el mayor grado de flexibilidad � que pudo aspirar jam�s idioma alguno. Observemos de paso que Cervantes no est� notado de escritor correcto y castizo, pues no tuvo inconveniente en aportar al castellano multitud de italianismos y galicismos. Asimismo es verdad que todos nuestros grandes escritores han trabajado sobre el patrio idioma, otorg�ndole cada cual su propia y peculiar fisonom�a. Quevedo, Rivadeneira, Sol�s, el P. Isla, etc., han bordado primorosamente en el rico tapiz del habla castellana, llevando siempre un nuevo color � su exquisita urdimbre. En tiempos m�s cercanos, �qui�n no recibir� deleite leyendo la prosa tersa y elegante de Jovellanos, � los versos sonoros de Quintana, � la acerada frase de Larra? Y no obstante, �stos, que ser�n siempre dechados del buen decir, no lo son de correcci�n y pureza. Zorrilla ha prestado servicios eminentes al idioma. En sus obras adquiri� el m�s alto grado de dulzura y armon�a. Cuando hayan desaparecido los correct�simos escritores que tan duramente le zahieren por sus descuidos, y las obras donde han estampado sus relamidas frases hayan vuelto � la tierra de donde salieron, a�n vivir� Zorrilla y sus canciones andar�n en boca de los hombres. Mas, � todo esto, todav�a no he preguntado al poeta que me ocupa en qu� ideales se inspira. Es extra�o, muy extra�o; mucho m�s extra�o trat�ndose de un sujeto que lleva varios a�os de socio del Ateneo. Iba � remediar mi falta, cuando me interrumpe una salva de bravos y palmadas. Los sabios aplauden desaforadamente _La siesta_. Mas ahora corresponde preguntar: �Cu�l es el ideal de _La siesta_? Opino como Zorrilla: dormirla con Rosa. EP�LOGO Alguna vez le he vuelto � encontrar en las calles de Madrid, triste, cabizbajo y acompa�ado de L�pez Bago. El genio, vaya � no vaya acompa�ado de L�pez Bago, es digno de respeto. Por eso yo, aunque lleve la derecha, me apresuro � dejarle la acera. [Illustration] [Illustration] D. RAM�N CAMPOAMOR [Illustration: P]ARA comprender bien la fisonom�a po�tica de Campoamor es necesario pertenecer por entero, con alma, vida y coraz�n, � la �poca presente. El Sr. Campoamor es un poeta de la edad presente. No hay m�s que considerar un instante sus patillas para convencerse de ello. Hace algunas noches le o�a leer uno de sus bell�simos poemas, _El amor y el r�o Piedra_. Y al escuchar las aventuras de aquellos enamorados desertores que van dejando en las grutas, en los c�spedes y en las zarzas del r�o Piedra sus risue�as ilusiones, el autor se me representaba de improviso bajo una forma semejante. Tambi�n �l es un desertor, un desertor de la fe, que marcha por la vida r�o abajo, r�o abajo, tambi�n dejando entre los zarzales jirones de sus creencias. Y al dejarlas se detiene un punto para lanzar sobre ellas una mirada triste; suelta una l�grima, escribe una dolora, se echa � reir y sigue su camino. Y con �l vamos todos, todos, casi todos (como �l dir�a), y tambi�n soltamos l�grimas y carcajadas, pero no soltamos doloras para no descalabrar � nuestros semejantes. Pero r�o abajo, r�o abajo, se va � parar al escepticismo, dir�n ustedes.--Tal vez.--�Y entonces?--Entonces �qu�?...--Nada. Campoamor no tiene padre. Menos afortunado en esto que D. Jos� Zorrilla, el cual es hijo leg�timo de un ruise�or, seg�n ha tenido la bondad de revelarnos �ltimamente, nuestro poeta es un pobre hu�rfano dentro de la literatura patria. Fuera de ella quiz� tenga alg�n pariente cercano, pero que no merece por ning�n concepto el nombre de padre. En el mundo de la poes�a l�rica no est� mal mirado el que no tiene padre conocido. Es un mundo democr�tico, donde cada cual es hijo de sus versos y donde conviene mucho que �stos se parezcan lo menos posible � los de los dem�s, aun cuando no acaben de hacerse cargo por completo de ello el Marqu�s de Mol�ns, el Conde de Cheste, el Marqu�s de Valmar y otros pr�ceres del Reino. En cambio, vean ustedes; en el mundo de la poes�a dram�tica no acaece ya lo mismo. El poeta dram�tico puede y debe tener presente para orientarse en sus concepciones la tradici�n del teatro nacional, porque el poeta aqu� no va � expresar exclusivamente sus sentimientos, sino tambi�n los del p�blico. As� es el mundo, � mejor dicho, as� son los mundos. Como no tiene padre, nuestro poeta ha gozado de una libertad envidiable desde sus primeros a�os, enderezando sus pasos � donde bien le plugo, unas veces exhalando gemidos y vertiendo l�grimas en compa��a de la musa rom�ntica, otras retozando alegremente con la cl�sica. Mas no es hacedero pasar en esta existencia, que no llamar� m�sera porque ya lo han hecho antes algunos ilustres escritores, entre ellos P�rez Escrich, de la risa � las l�grimas y de las l�grimas � la risa sin llegar � una conclusi�n. Justamente � esta conclusi�n ha llegado nuestro poeta. Y la conclusi�n es la siguiente. Las l�grimas y la risa no son otra cosa que manifestaciones concretas del estado particular del pensamiento en cada momento. La risa expresa la alegr�a, como el llanto la tristeza. Mas he aqu� que el pensamiento consigue sobreponerse � estos medios de expresi�n cong�nitos � nuestra naturaleza, y se eleva � una regi�n serena y en cierta medida indiferente, � donde llegan confundidos y revueltos los suspiros y las risas. Entonces el pensamiento, tal vez sin darse cuenta de ello, si se ve triste toma para salir � la calle la risa, m�scara de la alegr�a; si se encuentra alegre, el llanto, vestidura del dolor. No es esto lo corriente, debo confesarlo; pero alguna vez acontece, y cuando acontece, al que de tal modo quebranta el orden establecido para la emisi�n del pensamiento, se le llama _humorista_, aunque la palabra no haya recibido todav�a carta de naturaleza en nuestro idioma. _Humorista_, sin embargo, no es �nicamente el que pone en contradicci�n su pensamiento con sus palabras, pues esta contradicci�n se observa en cualquier escritor sat�rico, sino m�s bien el que pone en contradicci�n su pensamiento con el pensamiento universal. El escritor que s�lo aspire � producir un efecto c�mico, no llegar� jam�s � este punto. Es necesario poseer un alma superior y l�cida, que aprecie las cosas de este mundo en su verdadero tama�o y no en el que se ofrecen � los ojos del vulgo. El _humorismo_ es un soplo delicado que se esparce por todos los pensamientos del escritor, suavizando su aspereza, refrenando sus tendencias � lo absoluto y ti��ndolos todos con el color de lo relativo. Es algo que nos emancipa y nos liberta de la bajeza de esta vida, coloc�ndonos en un sitio elevado � inexpugnable. El _humorista_ r�e; pero bien sabemos todos que su risa no durar� mucho, y que sus l�grimas se encuentran siempre apercibidas � salir. En este mundo no todo inspira risa. El _humorista_ llora; mas si aplicamos el o�do, no tardaremos en percibir c�mo se une al coro de gemidos una nota risue�a y bulliciosa. En este mundo no todo arranca l�grimas. El _humorista_ ridiculiza los actos y las personas, pero su s�tira no lleva veneno, y por eso no mata, antes vivifica. Cervantes, el m�s grande de los _humoristas_, ridiculizando en un personaje la desmedida afici�n � las aventuras caballerescas, no ha podido menos de hacerlo amable � todos los corazones sensibles. El esp�ritu del verdadero humorista se halla dotado, en fin, de una tolerancia inagotable para con los defectos de la humanidad. Los considera como una herencia que no es posible repudiar, y dirige sus ataques m�s al defecto en general que � los defectos. Pues bien, se�ores; tengo el honor de presentar � ustedes un poeta _humor�stico_. M�renlo ustedes bien, porque en Espa�a no hay m�s que este ejemplar. Y aun �ste ha llegado un poco tarde � rendir parias � esa musa p�lida y nerviosa que acarici� � Byron, � Heine y � Musset. Despu�s de malgastar los br�os de su juventud en est�riles devaneos con otras musas y m�s tarde en licenciosas bacanales filos�ficas, es natural que al entregarse � �sta se hallase un tanto debilitado y maltrecho. No le dedica como Musset y Heine las primicias de su fantas�a, sino los �ltimos resplandores. Por eso las poes�as de Campoamor no tienen la frescura y espontaneidad que tanto encarecen y abrillantan las de aqu�llos. Ac� para nosotros; yo creo que el Sr. Campoamor tiene demasiada metaf�sica entre pecho y espalda. Nada m�s funesto para los �rganos vocales que la metaf�sica. Estoy seguro de que los catarros del se�or Campoamor no proceden de otra cosa. Sin embargo, el Sr. Campoamor lo ha advertido, si no � tiempo, con bastante oportunidad al menos. Yo le he visto apostrofando � la metaf�sica cual si tuviese la calavera de Yorik en la mano; y como Hamlet arrojarla diciendo: ��qu� olor tan f�tido, puf!� Efectivamente, Sr. Campoamor, hay muchas cosas en el cielo y en la tierra que no conocen ni Orti y Lara ni Arist�teles; y ha obrado usted muy cuerdamente poniendo cada d�a mayor distancia entre sus poes�as y _Lo absoluto_. Pero aquella sucia calavera dej�le algunas telara�as en los dedos y fu� necesario que usted se ba�ase en el Jord�n cristalino de los _Peque�os poemas_ para arrojarlas de s� enteramente. Vamos � otra cosa. En la poes�a del Sr. Campoamor se observa un desequilibrio notable entre el pensamiento y la forma. Aqu�l es el tirano que se impone con maneras tan descorteses, tan desp�ticas en ocasiones, que la m�sera forma corre � ocultarse por los rincones de la prosa, reduci�ndose de buena voluntad al menor tama�o y apariencia posibles. Pero de estas y otras cosas no doy culpa ninguna al Sr. Campoamor. Hemos convenido en que pasaron los tiempos ominosos de las formas. Los escultores achacan la decadencia de su arte � los excesos del pensamiento, que favorecen el desarrollo de la cabeza destruyendo al propio tiempo la armon�a corporal que el arte reclama, y yo no estoy muy lejos de creerlo as�. La facultad del alma que hoy alcanza m�s �xito entre la buena sociedad es el entendimiento. Sentir�a mucho, no obstante, que se viese en estas palabras una alusi�n directa � indirecta al Sr. Grilo ni tampoco al Sr. Blasco. En el cerebro de los hombres de este siglo, las ideas se codean, chocan, se atropellan, quieren salir todas � un tiempo, cual si estuviesen en el Ateneo en el momento de pedir la palabra el Sr. Perier, y, es claro, no hay manera de que salgan con la debida compostura. Fuerza es confesarlo; el siglo va echando demasiada cabeza, si bien me complazco en reconocer que dentro del siglo hay algunas cosas que, aunque no tienen pies, tampoco tienen cabeza. �Necesitar� repetir que no hay en mis palabras ninguna alusi�n concreta? La forma huye, pues, del siglo en que vivimos, y es lo peor de todo, que en la poes�a no puede sustituirse por el algod�n y la goma como en otras esferas de la vida individual. Ya no les queda � los desdichados hijos de esta �poca m�s que fondo, y todav�a � muchos de ellos les niega la suerte este �ltimo consuelo. Pero no se lo ha negado al Sr. Campoamor. El Sr. Campoamor es el poeta m�s sustancioso que poseemos; tal vez el �nico que pudiera sufrir una traducci�n en prosa � cualquier lengua extranjera. Y aun cuando no es opini�n m�a que deba someterse al poeta � prueba tan terrible, porque hay en la poes�a un algo sutil, vagoroso y tenue que se evapora y desvanece as� que se quiebra la estrofa en que se guarda, debemos confesar que da se�ales manifiestas de robustez y br�o la que sabe resistir � esa brutal profanaci�n. Si no aconteciese de esta suerte en otros varios casos, no es del todo seguro que la mayor�a de los espa�oles leyesen los poemas de Byron y de Goethe. Porque ha querido hablar de las cosas del cielo con el lenguaje de la tierra, los dioses indignados vertieron sobre los poemas de Campoamor el veneno de la monoton�a, de esa monoton�a que en los alejandrinos franceses hace tan desastrosa competencia al opio. El desd�n soberano con que Campoamor arroja � los pies de los dioses la octava sonora, la quintilla chispeante, la d�cima coqueta y el romance cadencioso, qued�ndose tranquilo con su pobre pero honrada _silva_, es un rasgo de audacia y estoicismo que me seduce. Sin embargo, gu�rdense nuestros vates de imitar un acto de hero�smo semejante, pues si los dioses por capricho perdonan � uno de estos temerarios, cuando alg�n otro intenta repetir el sacrilegio, no dejan de confundirlo con ejemplar castigo. Verbi y gracia: d�as atr�s he visto los _peque�os poemas_ de un joven vate, formando un elegante tomo con hermosa cubierta � dos tintas, que hacinados miserable � irrespetuosamente en un cesto, se vend�an en la Puerta del Sol � medio real. �Qu� terrible ense�anza para los j�venes poetas! La sencillez de Campoamor es proverbial, y porque es proverbial puedo excusarme de hablar de ella. Tan s�lo quiero que ustedes me den su opini�n sobre el siguiente caso. M�s de una vez me ha acontecido el pararme en los pasillos de un teatro � en la puerta de un sal�n de baile � inspeccionar seriamente la entrada de las bellas. �Qu� joven no tiene en su vida alguno de estos rasgos de talento! Otros j�venes, dando pruebas del mismo ingenio, no tardan en colocarse � mi lado en alineaci�n derecha, quiz� con id�ntico objeto, y presto se forma una apretada fila de cuellos � la marinera y corazones predispuestos � la admiraci�n. Las bellas pasando por delante de la noble fila con los ojos bajos y el rubor en las mejillas esperando humildemente el fallo de aquellos cuellos soberanos. Y � cada nueva belleza que entra abroch�ndose los guantes, se alza del seno de la fila un himno de murmullos y de muecas que va derecho al trono del Alt�simo � felicitarle por sus �ltimas producciones. Mas, no cabe duda, cuando la fila se siente verdaderamente alarmada y herida en lo m�s �ntimo, es cuando pasa Melita. �Melita es tan linda!... �Tiene unos ojos!... �Y unos labios!... �Va siempre tan sencilla!... Y sobre todo, eso de no pintarse poco ni mucho es un rasgo que la coloca � la altura de Lucrecia y de la madre de los Gracos en opini�n de la muy alta y poderosa fila. Por eso aquellos esforzados j�venes se sienten acometidos de la imperiosa necesidad de producir en su garganta algunos gru�idos muy lisonjeros, sin duda alguna, para Melita. Esto mismo se ha repetido en distintas ocasiones, y cuantas veces se ha repetido, otras tantas he visto � Melita tan linda y tan risue�a, y otras tantas su acrisolada y nunca desmentida sencillez ha pesado de un modo decisivo en la opini�n. Ahora pregunto yo: �Tendr� algo que ver la sencillez de Campoamor con la de Melita? LAS DOLORAS _Pregunta._ �Qu� son doloras? _Respuesta._ Unas composiciones breves, ingeniosas y muy desenga�adas, que revolotean sin cesar desde la poes�a � la prosa y desde la prosa � la poes�a, donde se expresa un pensamiento que el Sr. Ray�n y algunos otros distinguidos cr�ticos, entre los cuales se cuenta el Sr. Ray�n, no dudan en calificar de filos�fico. _P._ �Es �sta, por ventura, la definici�n aceptada y seguida en las escuelas? _R._ No se�or. En este punto, como en algunos otros, no todos los sabios estamos de acuerdo. El se�or Marqu�s de Mol�ns �tiene para s� que tales poes�as, sencillas como la anacre�ntica, ligeras como el madrigal, picantes como el epigrama, no est�n empapadas en el vino de los banquetes como la anacre�ntica, ni perfumadas de tomillo y mejorana como el madrigal, ni salpimentadas de mostaza como el epigrama; pero que conmueven como la oda, describen como el idilio y corrigen como la s�tira�. No me es posible, sin embargo, acostarme � la opini�n de este var�n eminente. _P._ Y el nombre de doloras �de d�nde lo hubieron? _R._ El Sr. Conde de Revillagigedo, con esa perspicacia que caracteriza � los condes, supone que tuvo origen en alg�n misterio del coraz�n. Y efectivamente, nadie puede dudar de que los corazones son muy capaces de encerrar misterios. Pero �tenemos acaso derecho � introducirnos en su vida privada? P. Mas dejando � un lado al Sr. Conde de Revillagigedo, pues no es bueno en este instante discutir las grandezas de la tierra, �cu�l es vuestra opini�n (entendiendo que os pido la mejor que teng�is) sobre las doloras de Campoamor? _R._ No s�lo os dar� mi opini�n, sino tambi�n la de mi familia, en el caso de que os fuese de alguna utilidad. Las doloras, aunque un poco dadas � la metaf�sica, son unas composiciones muy bellas, elegantes y discretas. Predomina en ellas la imaginaci�n sobre el sentimiento, y esto es precisamente lo que las aparta de los _lieder_ alemanes, con los cuales guardan m�s de un parecido. Son picarescas, llenas de gracia y donaire y nos dicen m�s � veces con una mueca, que el Sr. Perier con un discurso. R�en mucho y lloran alguna que otra vez. La gente ha dado en decir que tienen poco coraz�n. _P._ �Por qu� hab�is dicho de ellas que son muy desenga�adas? _R._ Porque no he querido llamarlas esc�pticas. No se dir� jam�s que yo he sido grosero con las damas. Y si paramos mientes en este asunto, a�n se ver� claramente que existen razones para adoptar un adjetivo y desechar el otro. Cuando leo las doloras, sin poderlo remediar me acuerdo de ciertas preciosas j�venes que despu�s de dos � tres acometidas infructuosas de matrimonio se deciden � tener ojeras y � estar distra�das cuando se las habla, plegando sus labios h�medos y rojos con una sonrisa ir�nica, y paseando su belleza por teatros y salones con la misma unci�n que si mostrasen las tablas de la ley al pueblo israelita. Aquellas j�venes no son esc�pticas; sienten la belleza, sienten la religi�n, sienten el arte y sienten el matrimonio. Pero est�n desenga�adas. _P._ �Qu� ten�is que decir sobre su moralidad? _R._ Dirig�os, si ten�is empe�o en saberlo, al cura de la parroquia. _P._ �Y qu� opin�is del comentario que el Sr. Ray�n va poniendo � cada una de las doloras? _R._ Bien echo de ver, por la pregunta, que no hab�is visto jam�s unas l�minas que suelen traer los libros de cirug�a, donde aparece primero el rostro hechicero y virginal de una ni�a, y en la p�gina siguiente este mismo rostro despojado de la piel. _P._ �Por qu� dec�s que revolotean sin cesar desde la poes�a � la prosa y desde la prosa � la poes�a? _R._ Porque en algunas de ellas el pensamiento es tan po�tico, que merece una expresi�n m�s pura y armoniosa que la que el Sr. Campoamor le presta, y en otras tan prosaico, que no hay raz�n para lanzarlo � los espacios de la poes�a en alas de la versificaci�n, cuando debiera discurrir � pie por la tierra como el vulgo de los mortales. Muy lejos de m� la idea de dividir las palabras en legales � ilegales, cual si fuesen partidos de oposici�n. Si hubo un tiempo en que multitud de vocablos no pod�an tener acceso � la vida del arte, hoy por fortuna el cuarto estado del diccionario ha roto sus cadenas, y en la m�s encopetada poes�a se tropieza sin sorpresa con palabras de un origen muy humilde. Mas con ser esto tan cierto como justo, no os dar�is por ofendido si opino que, cuando en la mente del escritor se presenta un pensamiento l�cido y como si dij�ramos de sangre azul, el escritor se encuentra en la imprescindible obligaci�n de procurarle el traje que conviene � su rango, al paso que cuando llama � su puerta un pobre diablo lleno de harapos y gre�as, la caridad no le ordena m�s que alargarle un plato de potaje para remediar su hambre. _P._ �Y cre�is que las doloras llegar�n � formar un g�nero literario? _R._ No, padre. _P._ �Y en qu� os fund�is? _R._ En que el car�cter de las doloras no est� determinado por su forma, sino por su fondo. Ahora bien; el fondo de las doloras es el mismo talento po�tico del Sr. Campoamor. �Cre�is que un talento tan original tendr� muchos hermanos? _P._ �Cu�les son las mejores � vuestro juicio? _R._ Aunque son muchas las que me gustan, en general considero superiores las comprendidas en la cuarta parte, no s� si por su belleza intr�nseca, � por la aureola que las presta el no llevar comentario de Ray�n. EL DRAMA UNIVERSAL No tengo predilecci�n por el poema simb�lico � fant�stico. Algo parecido me pasa con las ostras. Las como cuando se presenta la ocasi�n, es decir cuando me las ofrecen; pero yo no las pido jam�s. Mas no por eso dejo de comprender la afici�n � los poemas simb�licos. Es una afici�n tan plausible por lo menos como la de las ostras. Mi esp�ritu, abierto � todos los mariscos y � todos los poemas, sabr�, ya que la vez se presenta, tributar los honores debidos al _Drama universal_. All� en otro tiempo, sin embargo, sent�a yo verdadera pasi�n por las ostras. Mas he aqu� que un amigo escribe un poema simb�lico, y lo que es a�n m�s generoso por su parte, se decide � le�rmelo. Bien sabe Dios que jam�s he exigido � ning�n amigo que me lea un poema simb�lico. Comprendo que la amistad tiene sus l�mites, y por eso si �l no se ofreciese espont�neamente � le�rmelo, nunca me hubiera aventurado � ped�rselo. Me llev� � su casa, me regal� el paladar con unas ostras y me ley� su poema simb�lico. Por la noche so�� unas cosas espantosas. Un mar embravecido, negro como la tinta, arrojaba � la orilla donde yo estaba una cantidad de ostras que iba en aumento de un modo prodigioso. La playa se hallaba cubierta enteramente por ostras que destilaban fr�amente su licor viscoso y nauseabundo. Yo trataba de huir � toda prisa, pero en vano, porque � cada paso aquel maldito licor me hac�a resbalar. �Qu� angustia! El mar segu�a rugiendo y arrojando ostras y ostras. Parec�a que se hab�an dado cita en aquella playa las ostras de las cinco partes del mundo. Por �ltimo despert�, y not� que me dol�a la cabeza. Despu�s, creo que me hicieron tomar algunas limonadas purgantes y un oc�ano de caldo. Cuando sal� de la cama, al cabo de varios d�as, hab�a perdido casi todas mis ilusiones sobre las ostras y los poemas simb�licos. Mas echo de ver que estoy poniendo una singular introducci�n al juicio cr�tico de El drama universal. �En vez de disertar ampliamente sobre los or�genes y vicisitudes del poema simb�lico al trav�s de las edades, me entretengo en hablar fr�volamente de una indigesti�n de ostras! Me est�n hormigueando por el cuerpo unos deseos terribles de mostrar al respetable p�blico que si me empe�o soy capaz de ofrecerle una erudita introducci�n fraguada con todas las reglas del arte. Todo parece invitarme � ello. La hora; el sitio--que es la biblioteca del Ateneo de Madrid;--el ruido ameno de los pasillos; todo me dice con elocuencia que puedo escribirla impunemente. Enfrente de m�, detr�s de los cristales de un armario, percibo los lomos verdes, rojos � grises de los libros mejores para el caso. All� veo uno que dice con caracteres de oro: _Schlegel_.--_Histoire de la litterature ancienne et moderne_; m�s all� otro que dice: _Hallam._--_Introduction to the literature of Europe in the fifteenth sixteenth and seventeenth centuries_; m�s all�: _Leveque.--La science du beau_; y � este tenor otras muchas obras monumentales y sublimes que llevan en sus entra�as ricos veneros de citas. �C�mo me miran las taimadas!--�Anda, ven ac�, parecen decirme, �brenos y ver�s cu�ntos medios hay en el mundo de darse tono. Si tienes la digesti�n r�pida, como dec�a Schiller, ver�s cu�n f�cilmente te convertimos en sabio.� Es una fuerte tentaci�n, pero sabr� resistirla. Para algo me ha dado Dios esta inflexibilidad de criterio que tanto perjudicaba � mi nodriza en los primeros meses de mi vida. Voy, pues, � expresar sin una sola cita y con las menos palabras posibles (pues hace demasiado calor en la biblioteca del Ateneo de Madrid) mi humilde, pero lisa y llana opini�n sobre _El drama universal_. No s�, ni me importa saber, lo que se ha propuesto el Sr. Campoamor al escribir _El drama universal_. Probablemente ser�a (lo saco por el t�tulo) una cosa enorme y grandiosa. Y antes de pasar m�s adelante, me conviene indicar que las obras art�sticas m�s trascendentales conocidas hasta el d�a, no son precisamente aquellas en que el artista vi� al escribirlas su trascendencia; antes me figuro que tales obras son trascendentales sin que el mismo artista lo sospeche. V�anse, por ejemplo, el _Quijote_ de Cervantes, el _Hamlet_ de Shakspeare, _Edipo en Colona_ de S�focles, y tantas otras en que la poderosa intuici�n, y todav�a pudiera decir el instinto del escritor, ha llegado sin quererlo � los parajes m�s rec�nditos de la filosof�a. Entrando por el poema del Sr. Campoamor, observo que juegan en �l pasiones humanas. El Sr. Campoamor fu� muy due�o de encarnar estas pasiones humanas en seres fant�sticos, pero yo tambi�n lo soy de preferir que las hubiese encarnado en seres humanos. El amor es el asunto del poema. El se�or Campoamor fu� muy due�o de dividir el amor en tres categor�as: el amor terrenal, representado por Honorio; el amor ideal, representado por Soledad, y el amor divino, representado por Jes�s el Mago; pero yo tambi�n lo soy de pensar que no existe m�s que uno. Y porque no existe m�s que uno, el personaje que lo encarna, Honorio, es el �nico que interesa y conmueve en el poema. Porque el amor de Honorio no es el amor sensual, sino amor humano, esto es, amor que participa � la vez del orden f�sico y del moral, amor que se mueve dentro de nuestra peculiar esfera. Por eso no hallo bien que el Sr. Campoamor oponga � este amor, que es el verdadero, el amor de Soledad, que es una abstracci�n. Las abstracciones, que generalmente vienen del Norte, son fr�as como las escocesas y las rusas, y cuando ponen el pie en un poema simb�lico, casi siempre es para echarlo � perder. Soledad, como ser abstracto, no consigue interesar � nadie. El amor pur�simo y cast�simo que profesa � Palaciano parece copiado de un libro de misa. En cuanto � Jes�s el Mago, � pesar de sus apariciones y desapariciones, � la hora en que escribo estas l�neas no s� todav�a � punto fijo qu� papel juega en el poema. El problema de la lucha del esp�ritu y la materia, que es el fondo metaf�sico de _El drama universal_, tiene poco de po�tico planteado en la forma simb�lica que lo ha hecho el Sr. Campoamor. Por regla general, los problemas se aburren mucho dentro de las obras de arte y est�n siempre como forasteros. Parecen � esos ingleses lacios y fatigados que recorren nuestras ciudades del Mediod�a en busca de un rayo de sol para calentar su helado coraz�n. �Y _Fausto_? me dir�n ustedes. En primer lugar, _Fausto_ es la obra gigantesca de uno de los m�s grandes poetas que registra la historia del Arte. Despu�s (dicho sea esto con perd�n de mi muy querido � ilustre amigo Urbano Gonz�lez Serrano), la metaf�sica de la segunda parte de _Fausto_ me seduce mucho menos que el drama de la primera. �Ay! � este tenor, �cu�ntas veces me gusta m�s la criada que me abre la puerta de alguna casa, que su se�orita! Mas si dejamos � un lado (al que ustedes quieran; lo mismo me da uno que otro) la trascendencia del _Drama universal_, y pasamos � considerar lo que ante todo debe considerarse en un poema, esto es, su poes�a, �con cu�nto placer echara mi pluma � caza de frases lisonjeras! Aparte de la monoton�a que engendra el cuarteto, aun m�s mon�tono que la octava, no conozco otra obra en la moderna literatura espa�ola que la aventaje en riqueza de im�genes, en brillantez y en colorido. Hay en el fondo de ella depositado oro bastante para dorar muchos poemas, y todos sus cuartetos por lo elegantes y sustanciosos semejan estuches diminutos donde se guarda siempre una joya. Pero ustedes saben muy bien que yo no puedo seguir � caza de frases lisonjeras, sin inferir una ofensa m�s � menos grave � LOS PEQUE�OS POEMAS R�o abajo, r�o abajo, no se va � parar al escepticismo. Si alguno dijera lo contrario, aunque fuese el mismo autor de este art�culo, mi opini�n es que no se le debe hacer caso. R�o abajo, r�o abajo, podr� ir � parar al escepticismo el autor de este art�culo, que es hombre vulgar, para quien las cosas se gastan pronto y pronto decaen, cuando lo que se gasta y decae en realidad es su imaginaci�n. El autor de este art�culo podr� muy bien dentro de algunos a�os ver el mundo al trav�s de mil prosaicos desenga�os y de su propia fatiga; podr� renegar de las flores, las mujeres y las l�grimas, declar�ndose ciego partidario de los calzoncillos ingleses y de los discursos de Perier. Pero �qui�n puede tomar como ejemplo en asuntos tan elevados y espirituales al fr�volo cuanto insignificante autor de este art�culo? Tal vez me haya excedido un poco en los cargos que dirijo al autor de este art�culo. Si es as�, declaro que no ha sido mi �nimo, ni lo ser� jam�s, inferirle el m�s peque�o agravio. El Sr. Campoamor, como todos los hombres de esp�ritu verdaderamente po�tico, no envejece. El espect�culo que le rodea no le agita, pero le impresiona como en sus mejores a�os. Yo opino que a�n mejor que en sus primeros a�os. �Oh! �qui�n llegara � su edad con una imaginaci�n viva y fresca para recibir las bellezas infinitas de lo creado! �Pues qu�! dentro de treinta a�os, la brisa que venga de bosque en bosque � murmurar � nuestro o�do, �ser� por ventura menos tibia y traer� menos perfumes? La ola lejana del mar, ba�ada por la luz del mediod�a, �ser� menos brillante y azul? Las aguas de los r�os �correr�n al trav�s de las sombras vacilantes de la noche con menos calma y majestad hacia el Oc�ano? �Las flores soltar�n, fatigadas de vivir, sus p�talos, all� en la tarde, con menos dulzura y silencio? Y aquellos picos siempre nevados, que se columbran desde el balc�n de mi casa, �ser�n menos hermosos cuando el sol les dirija su �ltima mirada? �Ay! mucho lo temo. Por eso siento ya una envidia anticipada hacia el Sr. Campoamor. _Los peque�os poemas_ son la poes�a del ocaso; pero �qu� ocaso tan espl�ndido! Ese sol, como el de su pa�s y el m�o, se pone m�s hermoso a�n que se levanta. �Qu� luz tan suave, qu� ternura y qu� melancol�a tienen los �ltimos poemas de Campoamor! Al hundirse en los espacios insondables, ese sol no corre ansioso so�ando dichas imposibles all� en otras esferas: baja lentamente, mirando con tristeza hacia la tierra y acariciando dulcemente sus recuerdos. En su carrera ha habido nubes que le empa�aron y ofuscaron, pero ya no se acuerda. Ya no se acuerda sino de aquellos pedazos de cielo azul desde donde contemplaba extasiado las flores que crecen por la tierra. La fantas�a del poeta llega � comprender, despu�s de haber discurrido por el mundo de los sue�os y de las verdades, que muchas cosas le calentaron sin raz�n y otras le enfriaron sin motivo. Los j�venes se arrojan ansiosos sobre aquellos objetos que m�s se destacan y brillan, y abandonan por insignificantes � indignos otros m�s pobres y modestos. As� podemos observarlo en las obras de la escuela rom�ntica. _Los peque�os poemas_ han venido � demostrar cu�nta sinraz�n hay en ello. Con una iron�a dulce, con una sensibilidad tierna, con una fantas�a sana y equilibrada, Campoamor va recogiendo del suelo aquellas florecitas que no han conseguido fijar nuestra atenci�n ni detener nuestro paso. Poco � poco forma con ellas un ramo, y al ense��rnoslo nos estremece de placer y remordimiento. Aqu� es una pobre joven que viaja en un tren expreso, herida mortalmente de un desenga�o de amor. All� es una novia que enrojece y tiembla y medita � la vista de un nido. M�s all� es una pobre ni�a que espera � todas horas una carta que no viene. En todas partes lo humilde, lo peque�o; jam�s lo brillante y elevado. Pero lo humilde surge al reclamo del poeta con proporciones grandiosas, y llega � fascinarnos como lo m�s soberbio. Por eso ahora, si veo � una ni�a que contempla un nido, me detengo, cual si creyera escuchar la turba de inefables pensamientos que cruzan aleteando por aquella cabecita blonda. Cuando miro al cartero penetrar en una casa, me digo siempre: �qui�n sabe si llevar� un nuevo desenga�o � Dorotea! Cuando viajo en tren expreso, vislumbro por el cristal de la ventana mil negruras y fantasmas que antes no percib�a. Y si en el fondo del carruaje veo reclinada una joven rubia �digna de ser morena y sevillana�, siento punzantes deseos de preguntarle su triste historia, y de envolver sus lindos pies con mi manta zamorana. As� es el Arte. El poeta a�ade cada d�a nuevos mundos al que Dios ha sacado de la nada. [Illustration] [Illustration] D. ANTONIO F. GRILO [Illustration: C]ADA vez que tomo la pluma para escribir la semblanza de un grande hombre, me asalta el temor, que me turba y desazona, de no ser bastante respetuoso con �l. Hoy, como nunca, esta terrible duda se presenta negra y honda en mi esp�ritu. He arrojado una mirada previa al fondo de mi conciencia, y no he visto en ella depositado bastante respeto para trazar esta semblanza. En vano acudo � mil oscuros expedientes para estimularlo y acrecerlo. En vano me represento al Sr. Grilo con el la�d entre las manos y los ojos puestos en el cielo, lanzando � los aires su melodioso c�ntico al pie de las columnas de _La Ilustraci�n Espa�ola y Americana_. En vano recuerdo haber o�do de los autorizados labios de mi prima que Grilo �hace unos versos muy bonitos�. En vano quiero figur�rmelo en pie, detr�s de una mesa, lealmente acompa�ado de un vaso de agua azucarada, dirigiendo sus versos � un senado ilustre, circundado por esa aureola que presta al poeta una hermosa voz de bajo cantante. Nada; por m�s que hago no consigo confiarme en mi respeto, y tiemblo pensando que puede faltarme � lo mejor. Esta duda me incita � mirar hacia atr�s en mi vida literaria. Considero que esta vida se ha deslizado dulcemente hasta ahora escribiendo desprop�sitos � prop�sito de oradores, novelistas y poetas, ensalz�ndolos � despreci�ndolos al sabor de mi pluma desbocada, y comienzo � sentir desasosiego en la conciencia. Creo ya que es necesario corregirme por medio de la pena; que es fuerza atemperar mis �mpetus procaces con saludable escarmiento. Yo mismo quiero entregar mi cuello al hacha justiciera para borrar los yerros de mi nefanda cr�tica. Sabed, se�ores todos, los que visteis vuestros sagrados versos � inmaculada prosa en los torpes renglones de este cr�tico, que este cr�tico acaba de cometer un drama. Y no s�lo lo ha cometido, sino que, sin le�rselo previamente � nadie, pues se dice partidario del antiguo precepto de Man� �no leas dramas al pr�jimo para que el pr�jimo no te los lea � ti�, ha tenido la perfidia de presentarlo en el teatro Espa�ol sin conocimiento de los Sres. Retes y Echevarr�a. Ha sonado, pues, la hora de la reparaci�n. El cr�tico quiere daros la batalla en vuestro propio terreno y deb�is acudir � �l provistos de vuestras sonrisas m�s concluyentes y de vuestras toses m�s demoledoras. Como adversario leal, debo, sin embargo, advertiros de las fuerzas con que cuento para la lucha, puesto que no es mi �nimo armaros asechanzas. En primer lugar no debo ocultaros que el drama es bueno. Despu�s de esta sincera y espont�nea declaraci�n que acabo de hacer, sin que para ello se haya ejercido sobre m� presi�n de ning�n g�nero, considero que ya no dudar�is ni por un instante de mi lealtad. � m�s de esto, para contrarrestar y resistir el ataque de _los morales_, esto es, de P�rez Escrich, S�nchez de Castro, Herranz, Frontaura, etc., cuyas fuerzas no puedo desconocer, os dir� que cuento con el apoyo tan ferviente como valioso de los autores de obras en un acto. Es una falange de j�venes llenos de talento y de fe en el empresario. Podr�n causar � mis enemigos mucho da�o. Paso por alto alg�n otro detalle de mis fuerzas, porque quiero llegar cuanto m�s antes � lo principal. Se�ores, aquello en que despu�s de Dios tengo puestas todas mis esperanzas para la salvaci�n y �xito dichoso de mi drama, son unas veinticuatro d�cimas de esas llamadas calderonianas, que el protagonista debe decir al punto de atravesar con su espada al �nico t�o materno que le resta. No puede darse nada m�s enmara�ado y perfecto que estas d�cimas. Mucho dudo que pod�is resistir � su �mpetu salvaje. Si fi�is en vuestro esfuerzo y no os duele una derrota, acudid � la cita que os demando, pues me propongo confundiros y correros, dej�ndoos con las bocas �abiertas al negro espacio�, como los grifos de Echegaray. En tanto que la clepsidra tiene en suspenso el instante de mi triunfo, me permitir�is, se�ores, que dedique algunas l�neas al Sr. Grilo. En el Sr. Grilo existen dos naturalezas: una, la del poeta; otra, la del pensador. La �ndole y car�cter de este art�culo no me consienten, como fuera mi gusto, estudiar por igual estos dos aspectos diversos del mismo ingenio, sino que necesito separar por abstracci�n la naturaleza del poeta de la del pensador y atenerme �nicamente � una de ellas, que ser� la primera. Por lo cual considerar�, en este mi art�culo, las composiciones del Sr. Grilo como si se hallasen desprovistas enteramente de pensamiento, aplazando para otra ocasi�n el estudio minucioso de su contenido. Y empezando el examen del poeta, nos corresponde preguntar: �qu� nuevos elementos aporta el se�or Grilo � la obra del arte nacional? En la respuesta � esta pregunta debe ir envuelta sin remedio la definici�n breve y precisa del car�cter del poeta, porque aquello en que los poetas discrepan y se apartan de los que les han precedido, esto es, lo que hay en ellos de nuevo y peregrino, es lo que se�ala y determina su car�cter art�stico. � mi juicio, la ventaja principal de que nuestra poes�a es deudora al Sr. Grilo consiste en el empleo m�s amplio y comprensivo que hasta aqu� se ha hecho nunca de las piedras preciosas como elemento po�tico. Nadie puede desconocer la importancia que las piedras preciosas tienen dentro de la literatura, sobre todo como t�rminos de comparaci�n. En nuestros cl�sicos se encuentran alguna vez empleadas con bastante acierto, aunque siempre t�midamente. Las piedras de que se valen suelen ser por regla general las m�s comunes y conocidas; el brillante, el rub�, la esmeralda, el topacio y pocas m�s. Est�bale reservada al Sr. Grilo la gloria de dar un paso de mucha trascendencia en esta v�a. El Sr. Grilo, no s�lo ha manejado siempre con gran novedad y atrevimiento las de uso m�s frecuente, sino que puede considerarse como dichoso introductor de una multitud de ellas que nuestros cl�sicos desconoc�an por completo, tales como el zafiro, el �gata, el granate, la turquesa, el �palo y otras muchas que se encuentran � cada paso en las composiciones del ilustre escritor que nos ocupa. Pero si es la mayor, nadie osar�a afirmar que es la �nica ventaja que ha otorgado al arte patrio. El se�or Grilo ha conseguido como ning�n otro escritor espa�ol poner al servicio de cada idea el mayor n�mero posible de palabras. La palabra es sin disputa el m�s precioso don que la Providencia concedi� � los humanos, y el que � juicio de los naturalistas nos aparta rigurosamente del bruto. Comprendi�ndolo as� el se�or Grilo, es quiz� de todos los humanos el que mejor ha sabido aprovecharse de ese inestimable favor, procurando por medio de todas las voces del diccionario de Dom�nguez (que es el m�s completo) alejarse el mayor trecho posible de los animales inferiores. La palabra no fu� dada al hombre en un solo instante y gratuitamente, sino tras largo y penoso aprendizaje. El tr�nsito del sonido inarticulado al sonido articulado cost� � nuestros antepasados muchos siglos[8]. M�s tarde el paso de las lenguas monosil�bicas � las aglutinantes y de �stas � las de flexi�n se realiz� en largu�simo per�odo hist�rico[9]. El progreso no s�lo ha caminado � la par con el lenguaje, sino que es, en el sentir de varios eminentes fil�logos, una consecuencia de esta noble facultad humana. Y en efecto, �qu� distancia tan inmensa no existe entre el hombre primitivo, que expresa con un sonido inarticulado el m�s intrincado de sus razonamientos, y el Sr. Grilo, que emplea un n�mero infinito de sonidos articulados para decir que le encanta la luna y que de ning�n modo puede pasar sin ella! Sin necesidad de acudir � las �pocas prehist�ricas, �cuantos pasos no ha dado el g�nero humano desde los primeros escritores que surgieron en la tierra, verbi y gracia desde Mois�s, que con dos miserables palabras quiere relatar la aparici�n de la luz, hasta nuestro poeta, que hubiera sabido �ntercalar oportunamente m�s de dos mil, como lo exige la grandeza del asunto y la propia dignidad del poeta! Mucho se enga�ar�a, no obstante, el que juzgase que s�lo por la abundancia y riqueza de voces brillan las composiciones del Sr. Grilo. En la acertada y oportuna colocaci�n de aqu�llas hay tambi�n no poco que admirar. Echemos una mirada � cualquiera de sus m�s notables poes�as, por ejemplo, � la titulada _Al borde del abismo_, y nos convenceremos de ello. Empieza esta composici�n: A la orilla del mar; casi sin luna, sin una luz apenas, un �adi�s! nuestras almas se dec�an en la noche desierta. Dos infinitos batallaban solos en la muda ribera; el de aquella imposible despedida y el de la mar inmensa. Considere el lector cu�nta fuerza y majestad comunica � la composici�n el adverbio _casi_ interpolado en el verso primero. No es posible decir de modo m�s elocuente y peregrino que la luna se hallaba en cuarto menguante. El adverbio _apenas_ del segundo verso presta al _casi_ del primero un apoyo eficaz y desinteresado, que este �ltimo nunca agradecer� lo bastante. Al mismo tiempo, y penetrando en el asunto de la composici�n, declaro que no he visto jam�s un cuadro tan desolador. Porque, si para nadie es cosa agradable encontrarse � la orilla del mar, casi sin luna, con dos infinitos que batallan solos, para el Sr. Grilo, que nunca se ha excusado de expresar su fervoroso apego � aquel sat�lite, debe ser una situaci�n verdaderamente desesperada. Citar� � m�s de �sta, como es mi deber, la c�lebre composici�n titulada _Las Ermitas de C�rdoba_. S�lo de pensar que pudo haberse muerto el Sr. Grito sin escribir _Las Ermitas de C�rdoba_, me estremezco. Yo no comprendo de qu� modo podr�a pasar la sociedad elegante sin esta maravillosa poes�a, sobre todo por las noches. El oir al Sr. Grilo recitar, con las manos quietas, _Las Ermitas de C�rdoba_, es uno de esos goces sencillos y honestos que no puede sustituirse con nada. �Plegue al cielo que nuestra aristocracia contin�e siempre buscando un refugio para su hast�o en esta milagrosa composici�n! Mas, como no hay nada en el mundo perfecto, en algunas de las poes�as del Sr. Grilo he cre�do hallar ciertas imperfecciones que, si no da�an poco ni mucho � su pensamiento (del cual he dicho ya que prescind�a por entero en este art�culo), turban y empa�an el claro brillo de la forma. Sea ejemplo este soneto que trascribo fielmente de _La Ilustraci�n Espa�ola y Americana_: AL R�O PIEDRA �Ni�gara de Arag�n! �Del alta cumbre tus ondas vuelcas de luciente plata, cuyo raudal sonoro se desata de saltos en vistosa muchedumbre! �Rota el agua en su inmensa pesadumbre, en torrentes de espuma se dilata, y ruedas de una en otra catarata, copiando el iris en cristal y lumbre! �No hay pe�a que � tu paso no sonr�a mientras filtras tus gotas una � una de la gruta en el �mbito indeciso! �Ah! �la escala eres t�, por donde un d�a las hadas, � los rayos de la luna, bajaron � este nuevo Para�so! Monasterio de Piedra 20 de Agosto de 1876. Observo en el soneto anterior algunas exageraciones � injusticias que me importa rectificar. Deploro en primer t�rmino que sin m�s ni m�s, y s�lo por capricho, ponga el Sr. Grilo en el mismo nivel al r�o Piedra y al Ni�gara. Prescindiendo de que las comparaciones siempre son odiosas, creo que en el caso del Ni�gara me sentir�a profundamente humillado de este parang�n; porque al fin y al cabo, si no vale m�s que el r�o Piedra (que esto no puedo decidirlo, pues no tengo el gusto de conocer ni � uno ni � otro), por lo menos tiene mucha mayor reputaci�n y un nombre m�s conocido en las letras. Du�leme en segundo lugar que �el raudal sonoro de las ondas se desate en una muchedumbre vistosa de saltos�, porque hasta aqu�, por regla general, los saltos no eran aficionados � reunirse en grandes agrupaciones; y me inquieta bastante que eso suceda ahora, pues siempre estoy temiendo cualquier desm�n por parte de las muchedumbres. El segundo cuarteto dice que ��Rota el agua en su inmensa pesadumbre, en torrentes de espuma se dilata, y ruedas, etc.� No veo aqu� tampoco la paz y la concordia que deben reinar siempre entre el sujeto y el verbo. Ese desfachatado _ruedas_ tiene todo el aire de sublevarse contra _el agua_. En cuanto � las copias del iris que el Piedra ha conseguido sacar en cristal y lumbre, me veo en la precisi�n de confesar que aunque me eran conocidas mucho ha las reproducciones en cristal, por lo que se refiere � las de lumbre no puedo decir lo mismo. Esto, despu�s de todo, no tiene mucho de particular, porque nadie ignora que la fotograf�a est� haciendo en estos �ltimos tiempos unos progresos incre�bles. Transijo con que todas las pe�as, sin exceptuar una siquiera, sonr�an al pasar el r�o Piedra, aunque no veo motivo para ello, y hasta con que dicho r�o filtre sus gotas con tanta sobriedad y parsimonia en las grutas. Por lo que no puedo pasar en modo alguno es por que el Sr. Grilo califique, tan � la ligera, � los �mbitos de indecisos. Ninguno, absolutamente ning�n motivo tiene el Sr. Grilo para arrojar sobre los �mbitos ese odioso calificativo. �Pues � buena parte va con los �mbitos! No puede darse nada m�s decidido que ellos as� que toman una resoluci�n, por peligrosa y extremada que sea. ��Ah! �la escala eres t�, por donde un d�a las hadas, � los rayos de la luna, bajaron � este nuevo Para�so!� A�n estoy en duda sobre lo que quieren decir estas frases; mas si por ventura se pretende significar con ellas que el r�o Piedra es una escala, no puedo menos de rechazar con todas mis fuerzas tan gratuita suposici�n. Tengo razones poderosas para creer que este virtuoso r�o ni sirve ni ha servido jam�s de escalera � nadie para subir � bajar � los rayos de la luna, y mucho menos � las hadas. Cualquiera comprender� que eso no est� en su car�cter. Despu�s de observar estas y otras extra�as injusticias del orden f�sico y del orden gramatical en las composiciones de nuestro poeta, � nadie sorprender� que me haya quedado meditando sobre �l unos instantes. En conciencia, me corresponde declarar que hay pocas cosas en el mundo que se presten � tantas consideraciones como el Sr. Grilo. Yo quer�a conocer la fuente misteriosa de donde manaban estas injusticias, � la ra�z invisible que las un�a al esp�ritu del poeta, � el rasgo genial y caracter�stico en que se aposentaban; quer�a darme cuenta, en suma, y penetrar en ese mundo de representaciones y sentimientos que los grandes poetas llevan consigo, dentro del cual todas sus grandezas y extravagancias hallan cumplida explicaci�n. Varias veces hab�a arrojado ya la sonda en el esp�ritu de nuestro poeta sin que jam�s hubiese logrado tocar en firme. No fu� en esta ocasi�n m�s afortunado que anteriormente. Con la frente apoyada sobre la mano, y la mano sobre el codo, y el codo sobre la mesa, dejaba correr la cuerda por los dedos de mi pensamiento, y el plomo que la arrastraba segu�a marchando con vertiginosa rapidez por el esp�ritu del Sr. Grilo, cual si estuviera ansioso de encontrar el fondo. Pero no lo encontraba. A medida que la cuerda se iba deslizando, crec�a m�s y m�s la admiraci�n que siempre he profesado � este poeta, hasta el punto de no caber ya en los estrechos l�mites de mi chaleco, por lo cual tuve la precauci�n de soltarle unos botones con el �nico y exclusivo objeto de dar � aqu�lla alg�n respiro. El cielo de mi pensamiento se iba poblando de refulgentes consideraciones, y adquir�a un parecido notable con la b�veda estrellada, cuyo centro se halla en todas partes, y cuya circunferencia en ninguna, seg�n Pascal. De repente el plomo ces� de caminar. Hab�a conclu�do la cuerda. No s� lo que entonces me ocurri�, aunque algo debi� ocurrirme. Lo cierto es que se abri� la puerta de mi cuarto para dejar paso � un personaje, que seg�n lo que entonces pude colegir era mi criada, la cual me entreg� una tarjeta. Esta tarjeta dec�a como sigue: _La Musa del Sr. Grilo_. Y nada m�s. Al fin y al cabo se trataba de una mujer, y yo que en estos asuntos soy muy nervioso, no pude evitar un raro estremecimiento en toda mi persona, del cual estoy en este momento sinceramente arrepentido. --D�gale usted que pase adelante. Fu�se la criada, y se puso � discusi�n con mucha premura en mi cerebro la actitud que yo deber�a adoptar en el instante de abrirse la puerta nuevamente. Por �ltimo se decidi� como lo m�s sensato que me echase un poco hacia atr�s en la silla, dejando descansar el brazo izquierdo con cierto abandono sobre el respaldo de otra que � mi lado ten�a, mientras la mano derecha jugaba graciosamente con el mico de bronce que corona la tapa del tintero. Las piernas extendidas con dignidad, y la cabeza inclinada hacia un lado. Lo que cost� m�s trabajo resolver fu� el problema de la mirada; mas al fin prevaleci� la idea de que fuese abierta, tranquila y un si es no es fr�a. Cualquiera comprender� que esta noble actitud no impidi� que me levantase apresuradamente, haciendo mil reverentes cortes�as as� que penetr� en el cuarto la Musa. La Musa era una se�ora de la cual no habr�a muchos que dijesen que era bonita y airosa (aunque alguno habr�a, porque nunca falta un caballo de buena boca). En el traje que vest�a, bordado primorosamente con toda clase de piedras preciosas, se hallaban dignamente representados los siete colores primordiales del iris y todos los dem�s intermedios. --�� qu� debo el honor, se�ora?... Se�ora, tenga usted la bondad de tomar asiento. Sent�se la Musa, haciendo antes con la cabeza ciertos movimientos que no me parecieron bastante compatibles con su elevada posici�n, y fij� en m� una mirada que dec�a todo lo que una mirada puede decir en semejantes casos. Sonaba en la parte de afuera un fuerte y extra�o rumor, y como la Musa notara la inquietud que me causaba, dijo: --No tenga usted cuidado; es mi s�quito de palabras, que he dejado en el pasillo. Ten�a la Musa una voz muy dulce, que me reconcili� hasta cierto punto con sus movimientos de cabeza, los cuales continuaban cada vez m�s extra�os � inveros�miles. --Se�ora, �podr�a saber?... --�Qu�?... �el significado de mi visita? No, caballero, no puede usted saber nada. La explicaci�n de mis actos y de mis palabras s�lo corresponde � Dios. --Dado que as� sea, no es por eso menos grato y honroso para m� ver en esta su casa � la persona que mejores ratos ha hecho pasar � la buena sociedad madrile�a... �Tendr�a usted la bondad, se�ora, de no enredar con esos papeles? Me va � costar despu�s mucho trabajo arreglarlos. La Musa fij� otra vez en m� su mirada comprensiva, y quiso decir algo, pero no lo dijo. --� prop�sito, se�ora; en este momento me hallaba sumido en enojosas perplejidades y confusiones que usted mejor que nadie, seguramente, podr�a desvanecer. Meditaba sobre el due�o actual de su albedr�o; meditaba sobre el Sr. Grilo tratando de investigar, � mejor dicho, de medir, el contenido de sus composiciones. Disp�nseme usted, graciosa se�ora, si falt�ndome fuerzas para llevar � cabo tal empresa, me atrevo � suplicarla que me diga d�nde est� el fondo po�tico del Sr. Grilo. Aqu� la Musa se inmut� visiblemente, acudiendo s�bita palidez � sus mejillas. Alz� los brazos al cielo con adem�n pat�tico, movi� la cabeza fant�sticamente, y muy temblorosa y conmovida, dijo: --�Oh caballero!... por Dios no quiera usted saber eso. No sea usted tan cruel como otros cr�ticos... �Para qu� le hace falta � usted saber eso! Gruesas l�grimas empezaron � rodar por las descoloridas mejillas de la Musa. Llev�se las manos � la cara y comenz� � sollozar fuertemente. Parec�a que iba � ahogarse. Yo permanec� mudo contempl�ndola con l�stima, y bien sabe Dios que no cruz� por mi cabeza la idea de insistir en mi deseo. Respetemos los grandes dolores. [Illustration] [Illustration] D. ADELARDO L�PEZ DE AYALA I [Illustration: H]E le�do en Hegel (cierta vez que tom� la resoluci�n de leer � Hegel) que la poes�a dram�tica es aquella �que reune � la objetividad de la epopeya el car�cter subjetivo de la poes�a l�rica�. No estoy bien seguro de haber comprendido todo el alcance de las reflexiones con que el fil�sofo germano ilustra este su principio est�tico. Mas s� lo estoy plenamente de poderlas repetir al pie de la letra, como lo ha hecho ya mi esclarecido amigo el Sr. Revilla, ganando, con justicia, por �sta y otras graves empresas, fama de docto y avisado. Respetando, como debo respetar, esta fatal delantera, perm�taseme, no obstante, deplorarla amargamente. Nadie puede figurarse hasta qu� punto me conceptuara feliz de que tales flores metaf�sicas se irguieran todav�a sobre el tallo frescas y olorosas, esperando con resignaci�n la podadera del sabio. Me cuesta gran trabajo renunciar � ese barniz filos�fico que tanto avalora las producciones de los j�venes cr�ticos. Yo hab�a so�ado para esta semblanza con un pre�mbulo sabio y concienzudo que supiera abrirle ma�osamente las puertas de la buena sociedad y de las doctas corporaciones; un pre�mbulo que ganase para su autor inmediatamente una inmensa reputaci�n de hombre serio. �Ah! �Quedan ya tan pocos hombres serios! �Son tan pocos, por desgracia, los escritores que saben mantener su pluma limpia de toda farsa � chanzoneta! Quiz�s dentro de poco no quede en el mundo m�s hombre serio que el Sr. Revilla. Por mi parte, declaro que hice hasta aqu� y seguir� haciendo, Dios mediante, los mayores esfuerzos para despojarme de esa levadura jocosa que se desliza como veneno mortal en la mayor�a de mis producciones. Hace algunas noches me hallaba presenciando una de las brillantes funciones ecuestres y gimn�sticas del circo de Price en la misma saz�n que la embajada china asist�a tambi�n al espect�culo desde un palco. Respir�base en aquel recinto una atm�sfera fr�vola, que no pod�a menos de disgustar � todo hombre grave. Los _clowns_ agotaban el repertorio de sus muecas y carocas m�s rid�culas y extravagantes, las cuales produc�an en aquel p�blico superficial mucha algazara, escuch�ndose aqu� y all� extempor�neas y f�tiles carcajadas, vi�ndose en todas partes desordenados movimientos que turbaban el �nimo y lo dejaban sumido en tristes meditaciones. Hall� el m�o, sin embargo, motivo para regocijarse al percibir los semblantes serenos y r�gidos del embajador chino y su cortejo. �Qu� majestad y qu� calma reinaban en aquellos continentes mong�licos! Todos se manten�an en una perfecta dignidad, sin manifestarse en poco ni en mucho impresionados por lo risible del espect�culo. Yo los contemplaba extasiado, y l�grimas de admiraci�n acud�an sin poderlo remediar � mis ojos. �Ay!--pensaba al mismo tiempo.--Con facultades tan excepcionales de gravedad y circunspecci�n, �� d�nde no habr�an llegado estos chinos si se hubiesen dedicado en Espa�a � la cr�tica literaria! Tratemos de imitarlos hasta donde alcancen nuestras fuerzas, y si est� de Dios que he de renunciar � Hegel (como es mi deber, una vez que otros con m�s m�ritos han sabido trasladar � nuestro idioma sus profundos razonamientos), procure al menos decir algo mesurado y digno sobre el Sr. Ayala. II La combinaci�n de lo objetivo con lo subjetivo ha sido siempre el fuerte de los espa�oles. Nuestro pa�s, m�s dado por impulsos naturales � la acci�n que � la contemplaci�n, fu� toda la vida vasto escenario manchado con la sangre de innumerables tragedias. El drama se aloja en los temperamentos exaltados � irreflexivos, como la culebra en su nido de hierbas. No hay m�s que hacer un poco ruido para que se despierte. �Y en nuestra patria se ha hecho siempre tanto ruido! Quiz�s por eso los espa�oles hemos convertido en sangrientos dramas los aspectos m�s nobles de la vida, el amor, la gloria, el honor, la religi�n. El espa�ol no ha devorado jam�s sus impresiones en el silencio y la soledad, como el sombr�o germano � el melanc�lico semita; ha necesitado sacarlas al aire libre y verlas seguir su camino por la tierra. La lucha consigo mismo dura para �l s�lo un instante; la lucha con lo que le rodea dura toda la vida. Prefiri� siempre lo definido y lo en�rgico � lo vago y lo sentimental, y con la misma facilidad que ha hecho salir el pensamiento de la boca, ha sacado la espada de la vaina. En la historia no existe ning�n pueblo que haya tenido tan cerca el pensamiento de las manos. Un pueblo tan objetivo, dig�moslo con Hegel, necesariamente ha de poseer una gran epopeya � un gran teatro. Nosotros poseemos un gran teatro. A�adid unos bastidores por los lados, unas bambalinas por arriba, unas candilejas por abajo y unos deliciosos versos por todas partes, � lo que ha doscientos a�os acaec�a � la luz del sol en nuestros palacios, en nuestros caminos, en nuestros templos, � la de la luna, en nuestros jardines, en nuestras calles y en nuestros mesones, y tendr�is un teatro apasionado, vivo � interesante. As� lo han hecho Lope, Calder�n, Tirso y Moreto. Y como la literatura responde siempre � cualidades � aficiones del esp�ritu, y gusta tambi�n de adquirir costumbres pisando hoy el camino que sigui� ayer con preferencia � otro nuevo, de aqu� que, � pesar del transcurso de los tiempos, del cambio radical de vida y de las notables modificaciones que el car�cter ha experimentado, nuestra poes�a se dirija a�n hoy con amor al teatro, que ha sido siempre el de su gloria. Desde Calder�n hasta ahora hemos perdido mucha fe, mucho hero�smo, mucha superstici�n, mucho entusiasmo, mucha firmeza y muchas costumbres pintorescas, que todav�a nos agrada ver retratadas en la escena. Sobre todo, hemos perdido � Calder�n. Mas aun con eso, no deja nuestra �poca de ofrecer aspectos interesantes y po�ticos que, si no engendraron hasta el presente un gran teatro, han motivado por lo menos algunas obras maestras del arte dram�tico. Morat�n, Bret�n de los Herreros, Ventura de la Vega, Garc�a Guti�rrez, Tamayo y Ayala son sus autores. No es Ayala el menos insigne de cuantos acabo de mencionar. De todos los autores que han intentado representar � la sociedad espa�ola de este siglo en sus obras, si exceptuamos � Bret�n, ninguno lo ha realizado, � mi entender, de un modo m�s perfecto y acabado que Ayala. Pero �es el destino del artista representar al vivo los sentimientos de la sociedad en que ha nacido, � debe, por el contrario, expresar los sentimientos generales y permanentes del g�nero humano, para que sus obras tengan consistencia y sepan resistir al esfuerzo de los siglos? No lo s�, ni lo sabe nadie tampoco; que es imposible resolver asuntos en que intervienen gustos, opiniones y hasta escuelas filos�ficas contrarias. La inclinaci�n del sentimiento me arrastra, sin embargo, � preferir lo primero. Yo amo ante todo y sobre todo en el artista lo individual, esto es, lo que le caracteriza y le distingue de los dem�s hombres y los dem�s artistas. Me deleito en observar la impresi�n que sobre su esp�ritu excepcional causa lo que le rodea, las huellas profundas � leves que van dejando en �l los sucesos de la vida. Dej�mosle que pinte � su manera sus propios sentimientos y los sentimientos de los que le acompa�an en este viaje terrenal. Humanos sentimientos habr� de expresar, porque hombre es �l y hombres los que le rodean. Lo que hace amable la poes�a, despu�s de todo, no son, en mi entender los sentimientos generales y permanentes que expresa, sino el c�mo se han sentido estos sentimientos en cada pueblo, en cada individuo; el c�mo la luz interior que � todos nos alumbra se ha descompuesto al atravesar aquellos prismas, originando tantos y tan hermosos matices. La poes�a es un mundo aparte, donde los sentimientos se fijan con fuerza unas veces, se desvanecen y se pierden otras, se iluminan, se oscurecen, ag�tanse febriles � reposan blandamente; modif�canse, en fin, de mil extra�os modos, para que el poeta extraiga de ellos ese divino jugo que hace la vida dulce. Esto es la poes�a, y esto es lo que me tomo la libertad de juzgar que es, no creyendo con ello herir la dignidad de nadie. Todo hombre lleva, m�s � menos grande, uno de esos mundos dentro de su alma. Yo s� que mis sentimientos son iguales � los de otro hombre cualquiera; mas en los a�os que llevo de existencia, han surgido dentro de mi esp�ritu algunos risue�os � l�gubres fantasmas que se desvanecieron tan pronto como los que el humo de mi hogar forma en los aires, algunos fugitivos y adorados sue�os que pasaron para no volver, y que exclusivamente me pertenecen. Si yo hallase en el fondo de mi pensamiento la expresi�n que les conviene, no les quepa � ustedes duda, ser�a un poeta. Por eso lo es el Sr. Ayala; porque la encuentra. La mayor parte de los hombres pasamos por el mundo sin percibir apenas m�s que las apariencias de las cosas. Actores � espectadores en los sucesos que en torno nuestro acaecen, no comprendemos, ni nos imaginamos siquiera su valor po�tico hasta que el artista nos lo ofrece en sus producciones. Todos los d�as tropezamos en las tertulias � que asistimos con alguno de esos hombres cuyo ego�smo les lleva � concebir y pregonar un sistema moral para la vida, donde se disculpen y hasta se ennoblezcan los vicios y los cr�menes de la suya; con uno de esos distinguidos infames que aspiran por medio de modales elegantes y correctos � difundir entre los pueblos un nuevo Evangelio, donde la perfidia y la bajeza sean consideradas de buen tono, y las m�s nobles virtudes, patrimonio s�lo de los cursis. Al lado del ap�stol tambi�n solemos ver al disc�pulo, que, rebosando de fe y entusiasmo, marcha con botas de charol por el �spero sendero del maestro. Pero no se le ha ocurrido sino al Sr. Ayala que el converso fije sus miradas en la esposa del ap�stol, y �ste le preste, sin saberlo, todo su valioso apoyo para la consumaci�n de su propia deshonra, origin�ndose de aqu� un enredo tan sencillo � interesante como el de _El tejado de vidrio_. �Qui�n no ha presenciado y aun intervenido en alguna de las contiendas que el inter�s del dinero ri�e � cada instante con los sentimientos generosos y los afectos dulces del coraz�n? El inter�s--que responde � uno de los aspectos repugnantes de la naturaleza humana--no es un vicio peculiar de nuestra �poca; mas no hay duda que en nuestra �poca presenta caracteres singulares y dignos de atenci�n. La codicia ha tomado en el transcurso de los tiempos formas m�s sutiles y corteses; se ha acicalado un poco, y se la conoce hoy con el nombre inofensivo de _negocios_. Nadie mejor que el Sr. Ayala ha sabido describirla, poni�ndola en lucha con la pasi�n m�s divina y humana al mismo tiempo, con el amor, en _El tanto por ciento_, la m�s trascendental sin duda, y en concepto de muchos, la m�s bella de sus obras. Apenas pasa un d�a sin que necesitemos estrechar la mano de una de esas ni�as angelicales que van � pie por Recoletos, lanzando miradas furtivas y ardorosas � los carruajes que cruzan. � veces la vemos acompa�ada de un joven de modesto porte y mirada franca. Es su novio, nos dicen; un muchacho que sigue la carrera de m�dico y est� empleado en una sociedad de ferrocarriles. Despu�s de escuchar la noticia pasamos � otra conversaci�n. M�s tarde nos dicen que aquella ni�a se ha casado con Fulano de Tal, un conocido nuestro y hombre acaudalado. M�s tarde la vemos en un palco del Teatro Real � en un carruaje de la Castellana, y le quitamos desde lejos el sombrero. M�s tarde vemos � su marido acompa�ando � otra mujer, hermosa y cubierta de galas. M�s tarde la encontramos en una casa, nos saluda con afecto, se muestra un poco expansiva y nos dice que no es dichosa en su matrimonio. Y el joven estudiante, empleado en ferrocarriles, �ay! ni por casualidad vuelve � parecer por nuestro pensamiento! �D�nde est�?--� lo mejor vemos su nombre en un peri�dico. Le han nombrado presidente de una comisi�n cient�fica. �Pluguiera � Dios que le nombrasen tambi�n hombre feliz! �Qu� historia tan vulgar! Y, sin embargo, con ella se ha formado una de las obras m�s admirables del teatro moderno. Consuelo era uno de esos �ngeles que piensan mucho en su porvenir, �y no se empalagan nunca de s� mismos cuando se miran al espejo�. Fernando la amaba con toda su alma, como aman los hombres sensibles y honrados, sin empalagarse jam�s de pensar en ella. Fernando llega un d�a � casa de su amada despu�s de larga ausencia. Consuelo se desmaya al verlo. �Qu� coraz�n tan puro! Examinad bien ese coraz�n, no obstante; dadle muchas vueltas en la mano, y percibir�is en cierto paraje una ligera picadura. Por all� ha penetrado el gusano de la vanidad. Arrojad, arrojad pronto ese coraz�n. Dentro de �l ya no hay m�s que podredumbre. �Pobre Fernando! Acaba de recibir la primera pedrada que el ego�smo arroja � la inocencia en este mundo! Consuelo, aquella ni�a que hab�a visto por vez primera sentada al piano, �muy sorprendida y risue�a de que mano tan peque�a moviese tan grande estruendo�, aquella ni�a que se hab�a filtrado en su alma como un rayo de luz, no era un rayo de luz de los cielos, sino de las hogueras del infierno. El oro que Fernando despreciara por no manchar su conciencia, lo hab�a recogido Ricardo, y Ricardo hab�a decidido pedir la mano de Consuelo por conducto de Fulgencio, el mismo d�a que lleg� Fernando. Consuelo � su vez hab�a decidido casarse con Ricardo. �Qu� tiene esto de particular! �Acaso es la primera ni�a que deja un novio y toma otro? As� razonaba ella con profundidad que encanta y admira � Fulgencio, hombre muy bien afinado con el sentido moral predominante en nuestra sociedad. Hay una escena violenta entre Consuelo, Antonia su madre y Fernando. Antonia, que amaba ya � �ste como � un hijo, se desmaya; pero Consuelo se hab�a comprometido � salir en carruaje con Fulgencio, la se�ora de �ste y Ricardo, y no tiene m�s remedio que marcharse apenas vuelve su madre � la vida. �Ay! �Fernando la ha perdido para siempre... y su madre tambi�n! As� termin� el acto primero. Ricardo era un hombre fr�o, imperioso y ego�sta. Nada tiene de extra�o que Consuelo se enamorase de �l perdidamente. Ricardo, pasada la luna de miel, considera � su mujer como el mueble m�s elegante de su casa. Una vez satisfecha su vanidad por esta parte, era imprescindible satisfacerla por otras, y al efecto dedica su amor y sus brazaletes � una renombrada cantante. Consuelo sorprende una carta y paladea todo el amargor de los celos. Fulgencio, el dulc�simo Fulgencio, tiene la buena ocurrencia de convidar � comer en su casa (donde com�an tambi�n Ricardo y Consuelo) � Fernando. �Con qu� jovial indiferencia hab�a escuchado Consuelo esta noticia! Al saber Fernando que va � sentarse � la mesa en compa��a de Ricardo y Consuelo, trata de irse. Ya es tarde. Consuelo penetra en la habitaci�n y experimenta una ligera sorpresa, de la cual bien pronto se repone. Mientras Consuelo habla con Fulgencio para informarse del concierto donde canta su rival, Fernando, apoyado en una silla, no despliega los labios. En este silencio tan natural, tan delicado, tan conmovedor, se revela bien claramente lo poeta que es el Sr. Ayala. Un autor observador no hubiese dejado nunca de hacer prorrumpir al desdichado amante en desesperadas exclamaciones, que destruir�an enteramente el efecto de esta interesant�sima escena. Fernando no quiere quedarse � comer, y Consuelo lo despide dici�ndole: �Pues, Fernando, que nos veas antes de irte; no seas ingrato...� Todos nos hemos o�do llamar ingratos de esta suerte por alguna hermosa dama; pero todos conocemos tambi�n la trascendencia de la suave y distra�da sonrisa que suele acompa�ar � este adjetivo. Por eso Fernando cae desolado en una silla, cubri�ndose el rostro con las manos. �C�mo la ama todav�a! Consuelo, ofuscada por los celos, se arroja � d�rselos � su marido con Fernando, suponiendo que �ste, amante suyo en otro tiempo, era el mejor para el caso. En presencia de Ricardo le escribe una carta invit�ndole � que venga � visitarla, y entrega el billete � Ricardo para que lo remita � su destino (esto es, para que lo lea). Pero Ricardo no lee el billete, porque ha le�do ya todo lo que necesitaba en el alma de Consuelo, y lo deja intacto sobre la mesa. Llega Fernando, y Fulgencio, que hab�a recogido el billete, se lo entrega. �Por qu� se habr� escrito una carta tan infame! Parece incre�ble que dos renglones de una letra menuda y desigual vuelvan el entendimiento y hasta el coraz�n del rev�s. Yo, sin embargo, lo creo � pie juntillas. Fernando se sorprende, se acalora, se llama infame, delira... y resuelve acudir � la cita. Da fin el acto segundo. Es de noche. Lorenzo, el criado de Ricardo, despu�s de haber acompa�ado al Teatro Real � Consuelo, se entretiene en coloquio amoroso con Rita la doncella. Algunos tildan de larga esta escena. Yo la encuentro tan extraordinariamente bella, que nunca me he fijado en sus dimensiones. El suave donaire, el sosiego y la frescura de esta escena son medios art�sticos de gran delicadeza para que la aparici�n del drama cause efecto m�s seguro. El drama aparece con la entrada repentina y violenta en la escena de Consuelo. Se dirige al armario de sus joyas, y pide con voz temblorosa la llave � Rita. En el teatro hab�a visto � su rival luciendo un aderezo muy semejante al suyo, y viene � saber si es el mismo. El aderezo no est� en el armario. En el mismo instante aparece Fulgencio, que de acuerdo con Ricardo, era portador de otro aderezo igual y una mentira. El portador recibe en pago de sus buenos oficios algunas injurias, y Consuelo se queda � solas con su amargura y sus celos abrasadores. �Cu�n lejos estaba su pensamiento en aquel instante de Fernando! Y, sin embargo, en aquel instante Fernando entraba en la casa, sub�a la escalera, alzaba la cortina del gabinete. �Qu� ven�a � hacer all�? Consuelo, la misma Consuelo, cuya mano hab�a escrito una carta llam�ndolo, se lo pregunta con sorpresa. Fernando ven�a � apurar las heces de aquel c�liz que el destino le present� al enamorarse de Consuelo. Ven�a � saber que no s�lo no hab�a sido amado jam�s, sino que su amor hab�a servido en esta ocasi�n de se�uelo para atraer al precioso � irresistible Ricardo. �Y la mujer que se cebara con tanta sa�a en su pobre coraz�n estaba all�, la ten�a delante de sus ojos siempre con su rostro dulce y angelical! Fernando se para � meditar el estrago que aquel rostro dulce y angelical ha hecho en su alma, y se sienta con tranquilidad aterradora en una silla. �Qu� intenta? �No repara que Ricardo vendr� muy pronto? �Qu� importa! �Hoy habr� penas para todos�, dice con sonrisa feroz el desdichado amante. Y ni las amenazas ni las s�plicas de Consuelo le conmueven. Mas al fin le disuaden de su prop�sito las l�grimas de Antonia, de aquella pobre madre que hab�a protegido su amor en otro tiempo. ��Triunfa el crimen. �Qui�n lo duda, si hasta le prestan su ayuda la virtud y la bondad!� exclama Fernando al partir. Llega Ricardo, y sin sospechar siquiera, � si lo sospecha sin d�rsele nada de los atroces tormentos que sufre Consuelo, se despide de ella para Par�s. Se va � Par�s con su querida. La infeliz esposa se arroja � los pies del marido, y con sus l�grimas y ruegos quiere retenerlo. Todo es en vano. Las l�grimas pueden mucho con los hombres que tienen coraz�n, pero nada con los que no lo tienen. Se va Ricardo y aparece Fernando, que por haber hallado la puerta cerrada, tuvo necesidad de presenciar la escena anterior desde la habitaci�n contigua. A �l se dirige la infeliz Consuelo pidi�ndole perd�n. Pero Fernando, el humillado y escarnecido Fernando, �c�mo se ha de compadecer de sus tormentos, c�mo se ha de apiadar de ella! Se va Fernando como se hab�a ido Ricardo. En aquel amargo trance, �� qui�n acudir? �Qui�n pod�a compartir con la desventurada esposa el dolor de aquel fiero abandono? Tan s�lo su madre, su tierna madre, que tanto la amaba. Mas al dirigirse � su habitaci�n, Rita sale de ella dando gritos y pidiendo socorro... Su madre se hab�a ido tambi�n � otro mundo mejor! ��Dios m�o! (exclama Consuelo desplom�ndose) �Que espantosa soledad!� S�: la soledad espantosa que el ego�sta va formando en torno suyo en esta vida. El desenlace no es artificioso ni violento: es un desenlace sencillo, natural y l�gico. Obs�rvase en �l sobre todo la austeridad que debe acompa�ar � una cat�strofe interior m�s que exterior. Pero esa misma austeridad lo hace infinitamente m�s conmovedor. Aquella figura sola, terriblemente sola enmedio del escenario, que cierra los ojos para mirar � su alma, y se desploma l�gubremente sobre el pavimento, es una figura verdaderamente grande y pat�tica. He relatado adrede el argumento de _Consuelo_, por ser �ste tal vez la m�s sencilla y corriente de las historias que el Sr. Ayala ha elegido para tema de sus obras. El c�mo de esta historia tan vulgar se ha hecho una obra dram�tica tan primorosa y exquisita, yo no puedo explicarlo. Vayan ustedes al teatro, y all� ver�n c�mo se ha hecho. El Sr. Ayala nos trasporta � todos � las tablas con los mismos cuerpos y almas que tenemos; y sin dejar de ser los mismos pobres diablos que nos empujamos por las tardes en Recoletos y tomamos el fresco por las noches en los jardines del Buen Retiro, quedamos por arte de birlibirloque trasformados en personajes interesantes y po�ticos. Casi estoy por asegurar que el Sr. Ayala ser�a capaz de presentar en la escena una discusi�n del Ateneo, con discurso de Perier y todo, y hacer que todos estuvi�semos embargados y suspensos escuch�ndola. Mas yo, que s� decir todas estas lindas cosas de un poeta, me pinto solo para decir las feas cuando por desgracia las encuentro. Y si no, van ustedes � ver. Las obras todas del Sr. Ayala dejan percibir, desde el comienzo hasta el fin, al artista de coraz�n y al poeta de nacimiento; mas en ninguna de ellas se revela el ingenio poderoso que se�ala � determina, impulsado por una fantas�a viva y espont�nea, nuevos � ignotos derroteros para el arte. Estos ingenios, que aparecen de tarde en tarde, son por regla general fecundos, desordenados, sublimes muchas veces, monstruosos y extravagantes otras, pero siempre grandes y admirables. No concurren estas circunstancias en la inspiraci�n del Sr. Ayala, por lo cual, � mi entender, no debe ser comprendido entre tales ingenios, sino mejor entre aquellos otros que arroj�ndose con criterio m�s seguro, pero con menos inventiva y atrevimiento, por las v�as trazadas por los primeros, las asientan y perfeccionan. Caracter�zanse las obras del Sr. Ayala por una perfecta regularidad y proporci�n entre todas sus partes, por un orden acabado en el desenvolvimiento de la f�bula, y principalmente por una discreci�n nunca desmentida en todo cuanto dicen y ejecutan sus h�roes. Es una discreci�n pasmosa. Declaro, no obstante, ingenuamente que tanta discreci�n me llega algunas veces � fatigar. Hay ocasiones en las obras de arte en que el lector desea que el artista le sorprenda por un golpe de mano atrevido de la imaginaci�n, aunque sea por un disparate estupendo. Llegan momentos en que realmente siente uno la nostalgia de Grilo. Todo menos ese comp�s que el entendimiento--no la fantas�a--va marcando fr�amente al trav�s de los parajes de una obra. En las de nuestro poeta perc�bese con harta claridad la mano que escribe y que borra, que torna � escribir y torna � borrar. El arte es de todo punto necesario, pero conviene siempre ocultar esa mano entrometida, para que las gentes, en vez de arte, no den en llamarle artificio. Mas si la inspiraci�n del Sr. Ayala no tiene ni el calor ni la fuerza que la de nuestros grandes dramaturgos del siglo XVII, en cambio hay en ella tanta dulzura y elegancia que no puede menos de ser amable para todo el mundo, aun para aquellos que, como yo, prefieren lo grandioso � lo correcto. Me gustan m�s, lo confieso, los aromas penetrantes de un bosque de naranjos y limoneros, de acacias y magnolias, pero tambi�n aspiro con delicia el perfume suave y delicado de las flores que crecen en los tiestos. Me gustan m�s las tierras que naturaleza hizo f�rtiles, pero me agradan tambi�n mucho las que lo son por la diligencia y el esmero de su due�o. Tiene, � m�s de dulzura y elegancia, la inspiraci�n de nuestro poeta un no s� qu� de buen tono, un cierto dejo aristocr�tico que al trasmitirse � sus obras se filtra tambi�n en el alma de los espectadores. Cuando salgo de verlas en el teatro, aunque vista camisa de color y americana, sin saber por qu�, me figuro que estoy vestido de frac y corbata blanca, y al poner al pie en la calle me extra�a grandemente que no me espere para llevarme a casa un ligero y elegante _land�_ con dos caballos. Hasta las sesiones del Congreso de Diputados notan la presencia de nuestro poeta cuando toma asiento en el sill�n presidencial, reduci�ndose � ser m�s amenas y correctas. Hay algunas, no obstante, que saben resistir con buen �xito � la influencia art�stica del presidente. �Cu�ntas veces le he visto al declinar la tarde, con sus dos maceros detr�s, bostezando una de estas rebeldes sesiones! As� que llega � persuadirse de que ni sus efusivos bostezos ni las miradas distra�das que pasea por el �mbito de la sala logran enternecer � la empedernida sesi�n, el se�or Ayala adopta, como es natural, las medidas que la prudencia y su alta representaci�n aconsejan. Se echa hacia atr�s, y apoyado el codo en el brazo del sill�n, deja reposar blandamente la mejilla sobre la mano. Sus ojos permanecen abiertos, muy abiertos, pero su abundante cabellera empieza � descender con lentitud por el suave declive de la frente, y en breve tiempo logra invadir la mayor parte de aquel rostro literario m�s que pol�tico. Al poco rato, sobre la silla presidencial ya no se ven m�s que cabellos. El Congreso est� presidido por una melena. La luz que poco antes entraba � torrentes por los medios puntos abiertos en las alturas del sal�n, empieza � retraerse disgustada de la inflexibilidad del reglamento. Lo primero que deja sumido en la sombra es la cabellera del presidente. Pasa con la mayor indiferencia por encima de la �orden del d�a�, que se halla extendida sobre la mesa, y baja culebreando y con mucho cuidado para no hacerse da�o por la charolada madera de la tribuna hasta el redondel, � como se llame. En el redondel no est�n m�s que los taqu�grafos, gente de escasa importancia. La luz los mira de reojo y con altivez, y marcha hacia el banco azul, donde se encuentra � la saz�n un ministro. La luz se apercibe un momento, como para poner los papeles en orden, y de repente se encara con �l, interpel�ndole:--�Eh! se�or ministro, �qu� noticia tiene S. S. de los des�rdenes ocurridos en Navalcarnero? El ministro, como acontece siempre en tales casos, frunce las cejas, arruga la nariz y cambia inmediatamente de postura. La luz marcha poco satisfecha del ministro. Bien se le conoce en la mirada severa y r�pida que lanza de una vez � toda la derecha. Esta mirada va � extenderse tambi�n � la izquierda, mas la luz all� se encuentra casi sola y se quiebra, y se sume tristemente en el terciopelo de los bancos. Despu�s se pone � escalar con trabajo las paredes, deteni�ndose en cada relieve y en cada adorno para tomar aliento. Despu�s se asoma � la boca de las tribunas, y al ver su negrura renuncia de buen grado � esclarecerlas. Sin embargo, all� enfrente, en la tribuna de la presidencia, muy cerca de una columna, se ve una cabecita blonda, una cabeza de mujer. La luz, sin respeto alguno � lo sagrado y augusto del recinto, se detiene fr�volamente � jugar con aquella cabeza, y ahora se empe�a con malicia en herirla en los ojos para hacerla sonreir, ahora se entretiene en retozar con sus cabellos, ahora la ba�a p�rfidamente con viva claridad, logrando ruborizarla. �Ay! �qui�n no se ha detenido alguna vez en su vida � jugar con una cabecita blonda, sin pensar en el tiempo que pasa! El tiempo que pasa obliga, no obstante, � la luz � abandonar aquella cabecita, y se despide de ella con un prolongado beso, primero en los labios, despu�s en los ojos, despu�s en la frente, despu�s en el pelo. �Adi�s! �adi�s! Sube un poco m�s y llega al techo. All� se para un buen espacio, y medrosa quiz� de los grifos y cari�tides, tiembla y se estremece, lanza vivos y vacilantes reflejos que iluminan por momentos todos los �ngulos, todos los huecos del vasto recinto, arroja con furia oleadas de sombra � todas partes, y esparce el terror y el misterio por los rostros y las figuras de los cuadros. Despu�s, sin saber por d�nde, se va como si fuera un duende. El Sr. Ayala, bien guarecido detr�s de su melena, contempla absorto en esta hora el viaje interesante de la luz. Nadie dir�a, al verlo con los ojos desmesuradamente abiertos � inm�viles, que preside una sesi�n de diputados de carne y hueso, sino un congreso de fantasmas y de esp�ritus. �Y qui�n sabe si lo presidir�! �Qui�n sabe si de all�, de los negros rincones de la estancia, saldr�n flotando mil im�genes tristes � risue�as, de todos colores y apariencias, que ir�n � formar en el aire y delante de nuestro presidente una m�gica asamblea! Siendo as� (que me perdone el orador que use � la saz�n de la palabra), yo asistir�a con m�s gusto � esos debates invisibles del espacio que � los que debajo de ellos se efect�an. [Illustration] [Illustration] D. VENTURA RUIZ AGUILERA I [Illustration: L]A ilustre escritora francesa princesa de Ratazzi afirma, en su �ltimo libro sobre Espa�a, que el Sr. Ruiz Aguilera es un joven de muchas esperanzas. Lo mismo se dec�a de �l all� por los a�os de 1840 � 1842. De lo cual se deduce muy naturalmente que el Sr. Aguilera, en punto � juventud, se ha adelantado much�simo � su siglo, haciendo dar un salto prodigioso � la vida media del hombre; � bien que la ilustre princesa de Ratazzi no est� por completo en lo firme al estampar tal noticia. Despu�s de conocer personalmente al Sr. Aguilera, me siento inclinado � pensar lo �ltimo, � reserva, no obstante, de reformar mi juicio en el caso de que la egregia escritora alegase nuevos datos � probara en cualquier forma su aserci�n. De todas suertes, quiero hacer constar que es la primera vez en mi vida, y plegue � Dios sea la �ltima, que en p�blico � en privado me separo � sabiendas de la opini�n de una princesa. D. Ventura Ruiz Aguilera (� quien interinamente consideraremos como hombre ya entrado en d�as) ha tenido la mala ocurrencia de nacer poeta. Mejor le hubiera sido nacer contratista de obras p�blicas. Como es f�cil de comprender, una vez dado este mal paso, no tuvo otro remedio que atenerse � las consecuencias, trabajando mucho, viviendo modestamente, y vi�ndose al fin de su carrera olvidado del bullicioso mundo, cuyas orejas ha regalado tantas veces con su c�ntico. Y a�n se da por contento el pobre con que le dejen abrir por las ma�anas el balc�n de su cuarto del barrio de Pozas para recibir el sol, que como un ni�o inquieto y revoltoso entra sin pedir permiso, y todo cuanto hay dentro quiere registrar y palpar en un instante; con que le dejen por las noches sentarse en su butaca, y mirar atentamente los penachos de humo que forman los carbones encendidos de la chimenea, y tomar alguna que otra vez la pluma para trasladar al papel lo que aquellos penachos, tan mudos al parecer, le cuentan. Durante el d�a est� en la oficina. �Ay! �Qu� poeta se escapa en este siglo de la oficina! Podr� revolotear locamente en los primeros a�os de su vida, como el p�jaro que incautamente penetra en una sala. Mas no consigue nada con volar de aqu� para all�, lanz�ndose con ansia una y otra vez al espacio en busca de aire y libertad. Los due�os de la casa no tardan en cerrar los balcones, para acosarle despu�s � su sabor en ruidosa zalagarda con toallas, pa�uelos y sombreros por todos los �ngulos, hasta que, rendido y jadeante, cae en poder de una mano brutal que inmediatamente lo encierra en una jaula. All� lo pod�is ver todo el d�a informando expedientes del modo m�s deplorable que le es dado. Dicen que all� en otro tiempo, hace ya muchos siglos, existi� una naci�n llamada Grecia, donde los poetas, lejos de ser perseguidos, representaban el papel principal en todas partes, hasta el punto de que no se promov�a empresa � se preparaba fiesta sin contar con ellos, ni se realizaba hecho alguno pol�tico sin su intervenci�n. Los mismos contratistas de obras p�blicas, cuando tropezaban con un poeta en la calle, se quitaban el sombrero y le hac�an un saludo muy reverente, y � un general famoso que hab�a vertido su sangre en cien combates, no hab�a que hablarle de sus haza�as y victorias, porque esto era ponerse mal con �l, sino de tales � cuales coplas que hab�a presentado en un certamen, y que los jueces con se�alada injusticia no hab�an querido premiar. No satisfechos aquellos hombres con prodigar � los poetas en vida toda clase de mercedes y honores, sol�an despu�s de muertos erigirles estatuas que colocaban en los templos, ni m�s ni menos que si fuesen dioses, y no pocas veces aconteci� pasear una de estas estatuas en un espl�ndido carro por todo el pa�s, enmedio del entusiasmo y los v�tores fervorosos de la multitud. Si alguno de los poetas de ahora, por ejemplo el Sr. Grilo � el Sr. Blasco, pensasen que saco todas estas cosas de mi cabeza, yo les juro por mi vida que son la pura verdad, � que por tal la dan al menos las historias m�s corrientes. En verdad que fu� aqu�lla una �poca pr�spera y dichosa para los poetas. Bien se puede asegurar que no volver�n � verse en otra. Los romanos, que sucedieron � los griegos, continuaron honrando y enalteciendo � los poetas, aunque ya con bastante menos ardor, porque andaban sumamente atareados con sus guerras y expediciones. Vinieron despu�s los b�rbaros, incapaces por entero, como su nombre lo indica, de entender al se�or Revilla, ni menos tomar parte en los debates del Ateneo. Pues aun � los b�rbaros les gustaba la poes�a. En sus fiestas m�s ruidosas, en sus org�as m�s desenfrenadas y brutales, llegaba un momento de desmayo para el cuerpo y excitaci�n para el esp�ritu; un momento en que la imprecaci�n expiraba en los labios, la copa se desprend�a suavemente de las manos, y los ojos buscaban distra�dos y arrobados los postreros rayos de la luz. En aquel momento aparec�a entre tanto rostro fiero un semblante dulce, expresivo y circundado de dorados bucles, donde brillaban unos ojos tristes y misteriosos. Era el poeta. Todas las miradas sent�an necesidad de posarse sobre �l, y todos los corazones se cre�an en la obligaci�n de amar � aquel ser d�bil y extra�o, que de parte de Dios ven�a � desenterrar los nobles sentimientos que dentro de ellos se hallaban sepultados. Estos corazones era lo �nico que se mov�a, lo �nico que sonaba imperceptiblemente en la estancia al comenzar su canto el trovador. Fuera sonaba el viento y sonaba el mar. La canci�n del poeta les hablaba de su Dios, de su patria, de su amor, de todas las cosas en que el cielo y la tierra parecen confundirse, como all� � lo lejos en el rojizo horizonte. Y de aquellos ojos, poco antes inyectados de sangre por la c�lera, saltaba � veces una l�grima que pod�a contar, si quisiera, muchas cosas de aquel sitio en que el cielo y la tierra se confunden. Cesaba el canto. Las cuerdas del la�d segu�an vibrando melanc�licamente un momento, y despu�s tambi�n cesaban. Alz�base un murmullo en la estancia, y muchas manos grandes y velludas alargaban doradas copas al buen trovador. El vino chispeaba en la copa, y la alegr�a chispeaba en los ojos del trovador al beberlo. Pero la luz mor�a, y a�n le quedaba alg�n camino que andar. Por eso, enmedio de bendiciones y roncos adioses desaparece de la sala. Si alguno de los alegres convidados quisiera asomarse poco despu�s � una de las ventanas del castillo, tal vez podr�a verle ocultarse lentamente all� en el rojizo horizonte. Tambi�n en nuestras fiestas y banquetes llegan momentos de fatiga y tristeza: que es la alegr�a como un r�o impetuoso, que no puede menos de reposar alguna que otra vez en un sombr�o remanso. Mas cuando llega uno de esos remansos, he aqu� que entra por la puerta de la sala un grupo de botellas rebujadas en papel de esta�o. Los criados se apresuran � desembozarlas, suenan algunas detonaciones y se esparce por las copas un licor muy ruidoso y fanfarr�n, pero ins�pido y embustero. Los convidados, no obstante, se regocijan y alborozan de nuevo; r�en, cantan, patean, dicen chistes y se tiran los platos � la cabeza. �Oh! No cabe duda, el _champagne_ ha reemplazado perfectamente al trovador. Que la poes�a no ha muerto bien lo s�. La poes�a es inmortal. Pero que la estimaci�n concedida al poeta va muriendo, muriendo hasta convertirse en la sombra de una nada, tampoco puede dudarse. El poeta, en nuestra sociedad, va siendo cada d�a m�s singular y an�malo. Es un ser que, como el Hijo de Mar�a, no encuentra una piedra donde reclinar la cabeza. Siguen naciendo poetas como antes, pero ya nadie se dedica � poeta, porque caer�a en rid�culo quien tal hiciese. Un poeta, en la actualidad, no es un poeta; es un diputado constitucional, un ex-ministro, un presidente del Congreso, un gobernador civil � un empleado del Banco que escribe versos. Lo cual, hasta en concepto de ellos mismos, no pasa de ser una flaqueza, inofensiva de todo punto. Cuando encontr�is � cualquier poeta amigo en la calle � en un tranv�a, y entabl�is conversaci�n con �l, lo que sol�is preguntarle es si hay esperanza de que su partido suba al poder � de que caiga, si le han ascendido, qu� sueldo tiene ahora, cu�ntas horas de oficina, etc., etc. Si por casualidad os ocurre preguntarle por sus versos, ver�isle ruborizarse un poco, mirar al suelo, sonreirse y mover la cabeza � un lado y otro.--�Phs... Estos d�as atr�s he escrito una cosilla... una tonter�a... Ya se la leer� � usted cuando vaya � almorzar conmigo.�--� lo mejor esta tonter�a es _La lira rota_ � _El Raimundo Lulio_, � _La leyenda de Noche-buena_ � _El nudo gordiano_. Este desprecio que de sus mismas obras hacen los poetas, tiene una explicaci�n. Es que en la �poca actual, sin saber c�mo y � su despecho, el alma del contratista de obras p�blicas ha trasmigrado al poeta. El contratista que entra con un amigo (solo no entra jam�s) en la librer�a de Fe, al contemplar tanto libro apilado en los estantes se ve necesariamente acometido por una reflexi�n que est� siempre emboscada detr�s de los libros para caer de improviso sobre todos los contratistas.--��Cu�nto se escribe hoy!� medita. Y sumido hasta el cogote en tan honda consideraci�n, empieza � tomar libros y � soltarlos, despu�s de darles algunas vueltas en la mano y leer el t�tulo en voz alta, hasta que viene � sacarle de sus cavilaciones y maniobras la amabilidad del Sr. Fe (que es mucha) mostr�ndole las novedades del d�a. --Vea usted; aqu� tiene _La �ltima lamentaci�n de lord Byron_... --Por Gaspar N��ez de Arce (dice el contratista leyendo por encima del hombro del Sr. Fe). �Hombre, s�! Este ha sido secretario de la Presidencia. Le conoc� mucho cuando estuvo de gobernador en Barcelona. Es hombre despejado... --Ha llamado mucho la atenci�n este su �ltimo poema. --�S�?... Pues me lo llevo _(arroll�ndolo como un plano de carretera)_. Si tuvieseis tiempo para ir conmigo aquella misma noche � cierta alcoba lujosamente decorada, ver�ais un hombre acostado en una cama, con _La �ltima lamentaci�n de lord Byron_ en la mano. �Qu� paz y sosiego reinan en la fisonom�a de aquel hombre! �Qu� gorro de dormir tan admirable ci�e sus sienes! �Qu� luz tan suave esparce el quinqu� sobre el vaso de agua, el azucarillo y las galletas inglesas! �Qu� aire tan respetuoso y sumiso tiene el almohad�n de plumas que est� tendido � sus pies! Mas apenas hac�is atropelladamente estas observaciones, cuando se escucha un fuerte resoplido, y la alcoba queda � oscuras. En la alcoba hay todav�a un esp�ritu que dice muy bajo � las tinieblas:--�Lo m�s que habr� sacado ese hombre con tanto verso son cuatro � cinco mil reales...� Poco despu�s no queda m�s que un cuerpo roncando. II Dec�a m�s arriba, � vueltas de una digresi�n con la cual no contaba, que el Sr. Aguilera hab�a nacido poeta. A�ado ahora que naci� poeta dulce, ameno, delicado y tierno. En la resignaci�n y sosiego que se observa en todas sus composiciones trae al recuerdo al maestro Fray Luis de Le�n y � San Juan de la Cruz. Los huracanes de la vida no han formado jam�s en su alma medrosas tempestades. Las nubes volaron ligeras por ella, dejando siempre descubierto un fondo azul. Y en ese fondo azul, reverberante de luz, nadan como brillante polvo de oro los m�s gratos sue�os y los m�s nobles sentimientos del coraz�n. Y ese fondo azul, esa eterna y pura alegr�a del alma es la que se descubre bajo todas las composiciones de Aguilera, aun bajo aquellas que est�n inspiradas por un sentimiento triste. Mirad � un cielo azul: �qu� es lo que veis? Lo primero que se ve en un cielo azul es � Dios. El autor de estas l�neas cree haberlo visto algunas veces cuando ni�o, � fuerza de abrir mucho los ojos hasta que le dol�an, y pasando horas enteras tendido con el rostro vuelto al firmamento. Despu�s, viniendo los a�os, perdi� la costumbre de pasar las horas enteras mirando hacia arriba, porque necesitaba � todo trance estudiar la ley de organizaci�n del poder judicial. Y sucedi� que, en cierta ocasi�n en que muy festejado y risue�o se tendi� como antes para verlo, no lo consigui�. Pero all� estaba. Lo sabe porque otras veces mir� con semblante mucho menos risue�o y lo hall� f�cilmente. De la misma manera, lo primero que se encuentra en el fondo azul del Sr. Aguilera es � Dios. No busqu�is en sus composiciones arrebatos m�sticos, ni explosiones de entusiasmo por la fe ni encendidas diatribas contra el imp�o, ni siquiera _gritos del combate_ con la duda amarga. Pero late en ellas el amor sincero � lo divino, porque son tiernas, sencillas y bellas, y Dios no puede estar lejos de lo que es tierno, sencillo y bello. Los cuatro versos de algunos de sus cantares infunden m�s fe en el alma que cien tomos de controversia teol�gica. Son cuatro versos que abren por un instante las diamantinas puertas del cielo y dejan entrever lo que hay dentro. �Qu� m�s se les puede pedir! Cuando trata directamente un asunto religioso, como en la _Leyenda de Noche-buena_, lo hace con una verdad, con una sencillez, con un sentimiento tan vivo y tan fresco de los inefables misterios de la Religi�n, que necesitamos acudir � los recuerdos de la infancia para hallar algo parecido en nuestra alma. El Sr. Aguilera, en este caso, es un hombre que describe y expresa con fidelidad asombrosa los frescos y puros conceptos de un ni�o. L�anse, en confirmaci�n de mi aserto, los siguientes versos que tomo de esta leyenda: --Golondrinas que en r�pido vuelo, Os tend�is por la atm�sfera azul: �D�nde vais, d�nde vais, golondrinas? A quitar las agudas espinas De la angustia que siente Jes�s. --Si Jes�s en Bel�n ha nacido Coronada su frente de luz, �Qu� corona, decid, golondrinas, Qu� corona de agudas espinas Atormenta al divino Jes�s? --Si los hombres sois ciegos del alma Y con ella no veis su dolor, Viendo est�n, viendo est�n golondrinas, Que aunque ni�o, corona de espinas Ya en su esp�ritu lleva el Se�or. Hoy nosotras, con p�o amoroso, Templaremos su interna aflicci�n; Vendr� un d�a que ir�n golondrinas A quitar en la cruz las espinas Que la frente herir�n del Se�or. �Qu� m�s se ve en el fondo azul del se�or Aguilera?--El amor � su patria; el amor � la tierra espa�ola. �La patria! �Qu� es la patria?--La patria es un hombre andrajoso y sucio que se estrecha con efusi�n en una soledad de Am�rica � de Asia; la patria es una frase de desprecio que se pronuncia all� muy lejos, donde no brilla el sol ni huele el azahar, y hace correr la sangre por el suelo; la patria es un canto que suena de noche en una ciudad de Inglaterra � Alemania, haciendo saltar una l�grima � los ojos de un hombre que lee en su gabinete; la patria son unos batallones de soldados barbilampi�os y morenos que llegan de Africa, y entran en Madrid con m�sica y banderas desplegadas; la patria es el gent�o inmenso que se arroja gritando � su paso, ebrio de entusiasmo y orgullo; la patria, �ltimamente, es una cosa que no se puede definir, como acontece con otras muchas. �Los espa�oles tenemos patria?--Unas veces se me antoja que s�; otras que no. Lo que no ofrece duda es que trabajamos todo lo posible por no tenerla. Hace muchos a�os que los espa�oles empleamos lo mejor del tiempo en zaherir � nuestra patria con la lengua y con la pluma, y en desgarrarla con la espada. Ser�a un milagro que quedase todav�a algo de ella. Por otra parte, la patria ha pasado de moda. Los fil�sofos han demostrado recientemente que el sentimiento patri�tico no se acuerda con las exigencias cada d�a m�s amplias y universales del esp�ritu humano. Es un sentimiento primitivo y grosero, que se aloja por lo com�n y arraiga con extremada fuerza en los hombres de inteligencia inculta y de car�cter brav�o. Lleno mi esp�ritu de estas ideas cosmopolitas y filos�ficas, enderec� mis pasos alguna vez al Museo del Prado. Mi objeto ostensible al dar este paseo era ver y recrearme con las pinturas que all� hay; mas en el fondo de mi coraz�n lat�a tambi�n el deseo de inculcar � los chisperos y manolos que figuran en el c�lebre cuadro del _Dos de Mayo_, de Goya, alguna de las ideas generales y comprensivas de que iba saturado. Es imposible imaginarse nada m�s salvaje que la actitud de aquellos chisperos desharrapados, con los brazos en alto, erizados los cabellos, los ojos amenazando saltar de las �rbitas, frente � las bocas de los fusiles franceses, y gritando al parecer con todas sus fuerzas: ���Fuego!!! No consegu� mi objeto. En vano quise persuadirles de que aquella actitud, si bien en otra �poca ten�a raz�n de ser, mirando al estado del progreso, en los momentos actuales era completamente inexplicable, y se hallaba en abierta oposici�n � la doctrina corriente entre los tratadistas. En vano les demostr� como pude que el concepto de humanidad era superior al de patria, y que �ste, como m�s limitado y primitivo, deb�a subordinarse siempre � aqu�l. No quer�an escuchar nada; no atend�an poco ni mucho � mis razones, y quedaron, como es f�cil colegir, tan ignorantes y b�rbaros como antes. De tal modo, que a�n pod�is verlos cuando quer�is, firmes en su cuadro y cubiertos de sangre, siempre con los brazos en alto y los cabellos erizados, gritando como energ�menos: ���Fuego!!! Mucho me holgar�a de que lo que voy � decir en este instante no lo escuchase ninguno de los varones que siguen con ahinco y amor los pasos de la ciencia. Cierta tarde en que me hallaba frente al mencionado cuadro, amonestando � aquellos salvajes, como tengo por costumbre siempre que me pongo al habla con ellos, me distraje al parecer con un rayo de sol, que vino de repente � herir � un manolo en el rostro. Al mismo tiempo una mosca grande y azulada empez� � zumbar confusamente algunas cosas � mi o�do, y perd� el hilo del discurso. Sin saber por qu� ni c�mo, en aquel momento sent� mucho calor en las mejillas, comenzaron � latirme fuertemente las sienes, percib� cierto olor � p�lvora, y sin saber tambi�n por qu� ni c�mo (�qu� verg�enza!), pienso que exclam�, dirigi�ndome � los feroces chisperos: ��Oh, amigos m�os, quiero ser b�rbaro como vosotros!� Afortunadamente no hab�a nadie en la sala. El Sr. Aguilera, al parecer, tambi�n quiere ser b�rbaro, y escribe sus _Ecos nacionales_, inspirados en el amor vivo y ardiente de la madre patria. Estas composiciones fueron escritas en los a�os juveniles del autor, y aunque revelan, bastante inexperiencia art�stica, que en ocasiones semeja puerilidad, traspar�ntase en ellas un sentimiento tan puro, un candor y una energ�a que cautivan y embriagan. Quiz� si tuviesen m�s ali�o no produjeran el mismo efecto. Est�n destinadas al pueblo, � ese pueblo espa�ol tan noble, tan altivo, tan feliz en otro tiempo, cuando el despotismo austriaco no hab�a asentado su maldita planta en nuestro suelo. Haga Dios que alg�n d�a ese pueblo espa�ol salga de su letargo y se disipen los malos sue�os que oscurecen su frente; no para conquistar tierra, que harta tenemos ya, sino para ser m�s dichoso dentro y m�s respetado fuera. El pueblo ha pagado bien al Sr. Aguilera el amor que le profesa, d�ndole lo �nico que pod�a darle, su poes�a. El pueblo expresa siempre su poes�a en una forma muy breve y concisa. El pobre necesita trabajar, y no tiene tiempo � componer grandes trozos de versificaci�n. Por tal motivo, se ha acostumbrado � decir mucho en pocas palabras, y acaso tambi�n por llevar un poco la contraria al Sr. Grilo. El arte supremo de iluminar vivamente el esp�ritu con cuatro versos, haci�ndole columbrar dilatados y hermosos horizontes, no lo rob� el Sr. Aguilera al pueblo, como se ha dicho; el pueblo se lo ha regalado, como desquite de una deuda de amor y de sacrificios. No es tan insignificante el regalo como algunos piensan, incluso quiz� el mismo Sr. Aguilera. A mi juicio, son los cantares la obra maestra de nuestro poeta y aquella en que no ha tenido, ni tiene, ni es probable que tenga rival. Los cantares de Aguilera no morir�n jam�s, porque salen del fondo del coraz�n, y como �l mismo dice con admirable delicadeza: Cantar que del alma sale, Es p�jaro que no muere; Volando de boca en boca Dios manda que viva siempre. Volando de boca en boca, y acompa�ados de la guitarra, los he visto cruzar � menudo, unas veces tristes, otras alegres, pero siempre dulces y apasionados. �Qu� m�s se ve en fondo azul del Sr. Aguilera?--El amor de la naturaleza. No hay que confundir el amor que Aguilera siente hacia la naturaleza con esa afici�n fr�vola y afectada, hoy tan en boga entre viajeros y ba�istas, los cuales creen pagar su deuda de admiraci�n � la naturaleza gritando sin ton ni son en todas partes: ��Magn�fico! �Delicioso! �Sorprendente!� y poni�ndose una rama de madreselva en el sombrero cuando tornan del paseo. No; el Sr. Aguilera ama la naturaleza como �sta pide que se la ame, con sentimiento profundo y verdadero, con ext�tica contemplaci�n y fervoroso culto, con cierto misterioso terror que contrae el coraz�n y cierra la boca. Solamente � los que as� la aman entrega el tesoro infinito de sus gracias. As� la ha amado Fray Luis de Le�n, el inmortal autor de la _Vida del campo_, con quien guarda nuestro poeta, seg�n creo haber indicado, un estrecho y singular parentesco, y as� la amaron todos los ingenios que han sabido cantarla. Mas el amor de la naturaleza para el Sr. Aguilera y para todos los que residimos en la corte es un amor plat�nico, porque no gozamos de sus galas y encantos. En Madrid hay unos �rboles en el Retiro y unas monta�as hacia Fuencarral que los miran por encima de las torres y las chimeneas. Lo que queda entre estas monta�as y estos �rboles no merece el nombre de naturaleza. En punto � naturaleza, los madrile�os no deben alzar el gallo � nadie, porque el m�s zafio y miserable labriego de Asturias � Galicia es mil veces m�s rico que ellos. No obstante, ser�a poco decoroso despreciar lo que hay en casa. A m� me gusta mucho el cachito de naturaleza que posee Madrid. Aquellos �rboles del Retiro son muy hermosos, digan lo que quieran. Son hermosos por la ma�ana cuando, regocijados y alegres con la salida del sol, bendicen la tierra sacudiendo sobre ella, como enormes hisopos; el roc�o que vino por la noche � dormir en sus hojas. Son hermosos al mediod�a cuando el sol los ba�a, los inunda con su luz amarilla, visti�ndolos de verde y oro, como si fuesen _primeros espadas_. Entonces los �ltimos vapores del roc�o se disipan y se pierden en la atm�sfera, la luz consigue penetrar por mil intersticios en su interior y los hace trasparentes como faroles venecianos, los troncos parece que est�n satinados, el sol dibuja con sus ramas negra y tremante red en la arena, y las hojas chiquitas de las puntas relucen como monedas de oro acabadas de acu�ar. Son hermosos sobre todo � la tarde, cuando se destacan sobre el azul p�lido del cielo con tal limpieza que parecen recortados � tijera por una mano invisible. Si os sentaseis debajo de uno de ellos � contemplar la muerte del d�a, ver�ais al principio regueros de luz que cambian � cada instante de cauce, corriendo primero por la parte baja de la copa, despu�s por el centro, despu�s por la cima, despu�s por ninguna parte. La sombra lo envuelve en su manto protector, y el �rbol, inm�vil y silencioso, se prepara � dormir, respirando con libertad en el ambiente fresco y h�medo. M�s he aqu� que de aquellas monta�as del Guadarrama, un poco so�olientas tambi�n, llega una brisa �spera y fr�a, con el exclusivo objeto de darle las buenas noches. Una hojita que en el extremo de la rama m�s alta parece servir de vig�a se estremece primero d�bilmente, despu�s empieza � moverse con br�o tocando � rebato, y todas las dem�s, advertidas de la presencia del emisario, comienzan � bailar alegremente, devolviendo su cordial saludo al Guadarrama. Cumplido este deber de cortes�a, el �rbol se abandona al reposo, y duerme � pierna suelta. �Qu� hermosos est�n aun durante el sue�o estos �rboles, dibujando sus fant�sticas siluetas en el oscuro azul de la noche! Acaso no sea todo oscuridad ni duerma todo en el interior de estos �rboles. Reparando bien, tal vez percib�is el brillo suave � intermitente de una de sus hojas. Alzad los ojos al mismo tiempo, y ver�is en el cielo un lucero tan brillante como presuntuoso. Retiraos, no se�is indiscretos. Mas h�gome cargo, aunque tarde, de que no estoy escribiendo la semblanza de los �rboles del Retiro, sino del Sr. Aguilera, y paso inmediatamente � otro punto. �Qu� m�s se ve en el fondo azul del Sr. Aguilera? En ese espacio di�fano flotan como claras estrellas dos ojos negros, grandes, brillantes y serenos que pod�is ver retratados en la hoja primera de sus _Eleg�as y Armon�as_. Era una ni�a, era un pedazo del alma del poeta, la que en otro tiempo los hac�a brillar con su sonrisa, los elevaba, los adorm�a, los ocultaba un instante en la sombra de sus pesta�as y los hac�a lucir de nuevo como dos rayos de sol que hieren el cristal de una fuente. �Cu�ntas veces os habr�is sentado en las sillas del paseo de Recoletos! �no es cierto? Pues en verdad que no habr� dejado de revolotear en torno vuestro casi siempre un enjambre de ni�os que juegan corriendo unos en pos de otros y lanzando chillidos penetrantes, como golondrinas que se persiguen por el aire. � fuerza de contemplar con mirada distra�da aquella escena bulliciosa, conclu�s por fijaros en una ni�a de ojos y cabellos negros y vestido blanco. Os interesa su mirar melanc�lico y la suavidad y elegancia de sus movimientos. Al pasar � vuestro lado muy descuidada y risue�a, la pill�is al vuelo por uno de sus bracitos y la atra�is blandamente hacia vosotros, la aprision�is entre las rodillas, tom�is entre las vuestras sus diminutas manos, que parecen dos botones de rosa, y la acarici�is de mil maneras, interrog�ndola al mismo tiempo sobre el juego en que se divierte, cu�l es su nombre, cu�ntos a�os tiene, cu�ntos hermanos, etc., etc. Al principio os mirar� con ojos de asombro y temor, se negar� resueltamente � contestar y tratar� de arrancarse � vuestras caricias. Mas poco � poco ir� perdiendo el miedo, y � los cinco minutos sois los mejores amigos del mundo. � los diez ya sab�is que su hermano menor es un insoportable glot�n, capaz de comerse la parte de dulces de todos los hermanos, y algunos otros grav�simos secretos. Al cuarto de hora, cuando su aya viene � llamarla y os presenta la mejilla para que la bes�is, vuestra amistad est� � prueba de desavenencias y disgustos. �Oh, bien se puede asegurar que durante este cuarto de hora no os aburristeis poco ni mucho! Mas cuando la veis alejarse dando graciosos brincos, �no ha cruzado por vuestra mente la idea de que pudierais tener una hija igual, y que pod�a morirse? S�; con seguridad ha cruzado y hab�is sentido todo vuestro cuerpo estremecerse de s�bito con un movimiento de terror, y hab�is medido con los ojos de la imaginaci�n los profundos abismos del m�s fiero dolor, del _dolor de los dolores_. Pues bien, figuraos que el padre de aquella ni�a es nuestro poeta y que la ha perdido. Otro hombre no hubiera podido hacer m�s que llorarla. �l la ha llorado y la ha cantado. Y su canto es el m�s armonioso, el m�s sentido, el m�s tierno que ha salido de su pecho. Las eleg�as que Aguilera dedica � la memoria de su hija, por el profundo sentimiento que guardan y por la delicadeza con que han brotado de la pluma, ser�n le�das mientras haya poes�a. Parecen escritas como fueron sentidas, en el mismo instante en que el brillo de un lucero, los ecos lejanos de un organillo � los lirios que crecen en un balc�n traen � la memoria del poeta su dicha pasada y su desgracia presente. Detr�s de aquellas p�ginas se escuchan realmente los sollozos. Voy � coger no m�s que dos perlas del collar, copiando las siguientes bell�simas composiciones: Debajo de mis balcones Par�base el saboyano; Ella, la m�sica oyendo, danzaba al sonido m�gico, y yo de gozo temblaba como la hoja en el �rbol. Debajo de mis balcones hoy se par� el saboyano; levantar le vi los ojos una, dos, tres veces, cuatro... �Y una, dos, tres, cuatro veces sin esperanza bajarlos! * * * No mires � mis balcones: �por qu� miras, saboyano, si ya no ha de salir ella � este balc�n solitario, para echarte la limosna bendecida por su labio?... No mires � estos balcones, y si vuelves, saboyano, la voz del �rgano apaga, y pase por Dios callando, pues yo no s� lo que tiene �ay! que no puedo escucharlo. * * * --�C�mo tardan estos lirios, c�mo tardan en dar flor!-- Me dec�a muchas veces al regar los del balc�n. --Cuando se abran, ser�n tuyos contest�bale mi voz; y esperando el �ngel m�o, esperando, se muri�. Vino Mayo �ay, no viniera! y los lirios del balc�n su corola azul abrieron � los c�firos y al sol. Y las l�grimas brillaban que sobre ellos vert� yo, al dejarlos en la tumba donde tengo el coraz�n. III Y ahora, �qu� voy � decir de los defectos del se�or Aguilera? He pasado un rato delicioso escribiendo las anteriores l�neas, sin curarme para nada de ellos. Ni yo lo he sentido, ni acaso el lector lo sienta tampoco. Encadenado al vuelo del poeta, vime suspenso un instante sobre la tierra. Pienso (Apolo me perdone la injuria) que fu� poeta el espacio de un rel�mpago. No es maravilla que me pese el salir de un grato sue�o para dar con verdades fr�as y amargas. �Es tan triste acostarse poeta y despertar cr�tico! Pero Dios lo quiso, y el editor tambi�n. �Seamos cr�ticos! No satisfecho el Sr. Aguilera con expresar lo que sent�a bien, verbigracia, los afectos m�s arriba indicados, quiso tambi�n cantar en m�s de una ocasi�n lo que sent�a mal � no sent�a de modo alguno. De aqu� han nacido todos sus defectos. En el crecido n�mero de sus composiciones se encuentran no pocas endebles, fatigosas y descoloridas, sobre todo en el _Libro de las s�tiras_, no tanto por falta de primor y elegancia en la forma (que rara vez acontece), como por falta de verdad y de br�o en la inspiraci�n. El Sr. Aguilera ha incurrido en un vicio, harto frecuente por desgracia en nuestra �poca; el de acudir � lugares comunes, � frases llevadas y tra�das por todos los que comercian con las Musas. Los lugares comunes en filosof�a admiten excusa y hasta prestan utilidad, mas en el Parnaso son rechazados y perseguidos como animales da�inos. No es posible encarecer bastante el horror con que las Musas miran la poes�a de estereotipia, tan en boga al presente. Dicen ellas, y yo soy de su opini�n, que cuando el poeta no tiene nada nuevo que decir � no encuentra nueva forma en que expresarlo, debe callarse. Puesto ya � censurar, tambi�n dir� que el se�or Aguilera introduce alguna vez en sus poes�as lecciones de moral que encajar�an mejor en una pl�tica de Semana Santa. Una cosa es componer poes�as, y otra dirigir pastorales � los cat�licos de una di�cesis. Tambi�n dir� que acostumbra � desleir sobradamente los conceptos, dando esto por resultado el que se pierda, � debilite al menos, el efecto que deben producir, comunicando al propio tiempo � sus composiciones cierta languidez, que alguno pudiera calificar de inanici�n. Tambi�n dir� que la afici�n � poner estribillo en una gran parte de sus poes�as, produce en ciertos casos el efecto apetecido de moverlas y animarlas; mas en otros, quiz� por rechazarlo la �ndole del asunto, � por no acertar � poner el que conviene, las hace pueriles unas veces, y otras artificiosas. Pero no dir� m�s; que ya me voy avergonzando de echar en cara estas menudencias � un tan insigne y excelente poeta. [Illustration] D. GASPAR N��EZ DE ARCE [Illustration: A]UNQUE parezca descort�s y hasta irreverente dar comienzo � la semblanza de un poeta con una apolog�a de la prosa, tengo razones poderosas para escribirla, y la he de escribir, si en ello hubiera de irme la fama de atento y comedido. No la escribo porque tenga en aborrecimiento el verso; que el hecho mismo de consagrar mi pobre ingenio al estudio de los poetas dice bien claramente lo contrario. Tampoco porque juzgue, como algunos, que es el verso un lenguaje propio de la infancia de los pueblos y opuesto � la gravedad de nuestra �poca, y que ha de llegar un d�a en que desaparezca totalmente. Para m� el verso es y ser� eternamente el lenguaje genuino de la poes�a. Y cuenta que lo dice un hombre tan pudoroso en esta materia, que para �l las columnas de _La Ilustraci�n Espa�ola y Americana_ son selvas v�rgenes donde nunca ha osado poner el pie: incapaz, por consiguiente, de meterse con nadie ni de escribir un mal soneto, � no ser que le hurguen mucho y de mala manera: en cuya fe quiere vivir y espera morir. Mas el verso, como todas las grandezas de la tierra, no necesita apologistas. Por el hecho de existir pregona su excelencia; mientras la prosa, la prosa vil, al tenor de las causas malas, necesita campeones que salgan � su defensa. No es bizarro el que ahora se presenta, pero s� bastante cazurro, y ha de suplir, ciertamente, con zancadillas y trazas de mala ley lo que le falta de arrojo. Mucho cuidado con �l. La prosa no es bonita, debo confesarlo, pero no me nieguen ustedes que es muy expresiva. Tiene las facciones abultadas � incorrectas, le falta majestad y dulzura en los movimientos, es �spera, ind�mita y arisca, todo lo que ustedes quieran; pero no me nieguen ustedes que es muy expresiva. �Oh, s�, es muy expresiva! El alma se ve muy pronto por sus ojos grandes y oscuros. En sus posturas descuidadas y caprichosas, en sus movimientos desordenados y bruscos, en sus arrebatos y en sus desmayos, hay � veces mucha gracia. Y luego, �tiene unas salidas! Nunca puede estar tranquila ni caminar con paso mesurado y sereno. � cada instante se siente acometida por la necesidad de alargarlo � acortarlo. Viene un per�odo amplio, terso y sonoro, de esos que piden � todas horas los pseudo-cl�sicos, sin saber lo que piden; en pos de �l, otro breve y palpitante como el coraz�n que lo dicta. Aparece uno suave y almibarado, como el requiebro de un adolescente, y � toda prisa surge detr�s otro seco y �spero que le deja cortado. La prosa, en fin, odia de muerte la monoton�a, y procura demostr�rselo en cuantas ocasiones se presentan. Quiz�s por eso se eleva rara vez al cielo. El cielo es hermoso, pero es mon�tono. Mas si no consigue volar por el cielo sereno y l�mpido, en cambio discurre admirablemente por la tierra. Alguna vez se mancha con sus lodos y se pincha con sus abrojos, pero sabe lavarse inmediatamente en sus claras fuentes, y curarse con el b�lsamo de sus flores. No se desde�a de andar � pie por los parajes m�s escabrosos, ni penetrar en los lugares m�s humildes. A menudo se la ve pararse ante un objeto �nfimo y despreciable, ilumin�ndolo y describi�ndolo con amor. � veces tambi�n, � semejanza del mar, sabe reflejar el azul del cielo. No se me oculta, sin embargo, que se la mira generalmente con desprecio. No se me oculta que al ver � la prosa entrarse por un hospital, por una f�brica � por una taberna con la mayor frescura, y ponerse � referir cuanto all� ocurre, por insignificante y hasta despreciable que sea, hay muchos que dicen pestes de ella, y se creen humillados al leer lo que juzgan indigno de toda atenci�n. S� de sobra que hay mucha gente para quien no existe ni puede existir arte alguno en la descripci�n del catre en que duerme un ni�o desamparado y pobre, � en la de la faena de un rudo labrador, � en la del tocado breve y sencillo de una costurera. �Ah! Tal vez se figura esa gente que no se encuentra � Dios m�s que en la sublimidad de la b�veda celeste poblada de astros luminosos, � cuyo lado el que habitamos no es m�s que un leve grano de arena. Si tal se figura, es que no ha mirado jam�s en una gota de agua por el lente de un microscopio. Habiendo mirado, no dejar�a de comprender al instante que es tan f�cil llegar � Dios por lo infinitamente peque�o como por lo infinitamente grande. Tampoco la prosa carece de ritmo en absoluto. Su ritmo es mucho m�s hondo y arcano que el del lenguaje m�trico, mas no por eso deja de existir. Un o�do delicado lo percibe como blanda y rec�ndita m�sica dentro de una selva oscura. �Qui�n osar� negar el ritmo, el n�mero y la armon�a � la prosa de Cervantes, Fenel�n � Manzoni? No ser� yo quien cargue con semejante responsabilidad. Lo que hay es que el ritmo de la prosa no es uniforme y continuo como el de la versificaci�n. Los vientos del pensamiento lo agitan � su capricho y le hacen variar � cada instante de rumbo, sin darle jam�s punto de reposo. La prosa, mejor que el verso, obedece � las insinuaciones del esp�ritu, dej�ndose llevar cual d�cil pluma, unas veces por regiones serenas y tranquilas, otras por parajes revueltos y oscuros... Pero basta ya de paneg�rico; que tal suma de perfecciones voy acumulando sobre la prosa, y tan devoto de ella me presento, que temo murmuren las malas lenguas. Lleg� el instante, por m� bastante temido, de dar explicaciones sobre las causas que engendraron este inoportuno paneg�rico. Y �la verdad, si ustedes pudieran pasarse sin ellas, me alegrar�a en el alma, porque no tengo deseo alguno de manifestarlas. Mas ustedes no pueden pasar sin explicaciones, por m�s que la galanter�a les mueva � decir otra cosa, y aunque me pese, creo hallarme en la obligaci�n de remediar su justa curiosidad. �Y por qu� siento dar explicaciones? Dir�lo de una vez: porque temo que estas explicaciones no agraden al Sr. N��ez de Arce. Tal temor, si bien se nota, es m�s lisonjero que ofensivo para el Sr. N��ez de Arce, puesto que si yo no le respetase y admirase muy de veras, � buen seguro que no me turbar�a m�s ni menos. Mas, por desgracia, s� lo peligroso que es decir � una mujer hermosa que no es la m�s hermosa del mundo, � � un poeta inspirado que no es el m�s inspirado de todos los poetas. Desde Homero hasta Revilla, no ha habido jam�s poeta alguno que escuchase con calma una afirmaci�n parecida. Compad�zcanse ustedes de mi situaci�n, y por Dios me den algunos alientos, que harto los necesito. Comienzo. Reconozco, como tendr� ocasi�n de mostrar en el presente art�culo, muchas y notables dotes de poeta en el Sr. N��ez de Arce, mas he dado en imaginar que las tiene a�n m�s notables y sobresalientes de prosista. En las cortas p�ginas que lleva escritas en prosa, he pensado reconocer casi todas las cualidades que distinguen � los grandes prosadores; flexibilidad, n�mero, concisi�n, elegancia, naturalidad, energ�a. Si se me apurase, tal vez llegara � decir que en el g�nero hist�rico es donde pudiera alcanzar mayores lauros. Tengo la creencia de que si el se�or N��ez de Arce hubiese dedicado su pluma � la historia, dejar�a oscurecidas, por lo que toca al aspecto literario, las glorias de todos nuestros historiadores, excepto Mariana. Y aqu� me salta al encuentro cierta semejanza que hace tiempo he observado entre nuestro poeta y otro de la naci�n portuguesa: Alejandro Herculano. A entrambos los caracteriza la austeridad del pensamiento, la virilidad y firmeza del tono y la sobriedad de la dicci�n. Pero Alejandro Herculano, que no pasa de notable poeta, fu� un eminent�simo prosista, el m�s eminente quiz� de cuantos ha producido la Pen�nsula Ib�rica, en este siglo, dejando, como es sabido, en la historia y en la novela monumentos perdurables del arte literario. �Sentir� ahora el Sr. N��ez de Arce que le compare � Herculano?--Lo sentir�, estoy seguro de ello; y lo sentir�, porque la comparaci�n, como dicen los fil�sofos, s�lo es exacta _en potencia_, dado que el Sr. N��ez de Arce no ha querido hasta el presente mantener relaciones duraderas con la prosa. Respetando, como me cumple, su acuerdo en este punto, perm�taseme deplorarlo, en gracia siquiera de la desgraciada defensa que de aqu�lla acabo de hacer. Y ya no necesito decir m�s para explicar el raro modo de dar comienzo � este art�culo. Mas ya que me veo forzado � juzgar en el Sr. N��ez de Arce al poeta y no al prosista (como fuera mi gusto), debo empezar declarando que ciertas cualidades que el Sr. N��ez de Arce posee en alto grado, esenciales para el prosador, no lo son tanto en mi concepto para el poeta, � saber: la concisi�n y la energ�a. Nada m�s frecuente, cuando se quiere ensalzar la musa del Sr. N��ez de Arce, que apellidarla viril, como si con este adjetivo quedase hecha su apolog�a por completo y no hubiese m�s que decir. Es m�s: hasta he le�do juicios cr�ticos en que se considera esta cualidad como la m�s alta y suprema que el poeta puede recibir del cielo. No lo entiendo yo as�. �Medrados estar�amos si no hubiese m�s que virilidad y fuerza en la poes�a, si el poeta hubiese de cantar por necesidad � todas horas asuntos � temas viriles! Tanto valdr�a afirmar que en el terreno metaf�sico, la belleza y la forma se confunden. Por fortuna no es esto cierto en ning�n terreno. El elemento femenino ha jugado, juega y jugar� un papel principal�simo dentro del arte. En la humanidad, la belleza no est� representada por el hombre, sino por la mujer. Y la naturaleza, si es sublime en sus aspectos � momentos terribles, bella no lo es m�s que en los de calma y sosiego, y en los lugares apacibles y amenos. Tampoco hay que confundir la energ�a de la expresi�n, que es ing�nita � todo el que se halla bien penetrado de un sentimiento, sea �ste tierno � viril, con la �ndole de los afectos que animan al poeta. Espronceda es m�s en�rgico para m� en su _Canto � Teresa_ que Quintana cantando el combate de Trafalgar. Y es porque, � mi entender, le ten�an con m�s cuidado � Espronceda las liviandades de su querida, que � Quintana la derrota de la escuadra hispano-francesa. Por lo dicho, y por algo m�s que me callo, no soy tan gran admirador como otros de los poetas viriles (cuando la virilidad reside en la naturaleza del asunto � en el tono, y no en la mayor � menor energ�a del sentimiento). As� que no doy la estimaci�n que aqu�llos � la virilidad del Sr. N��ez de Arce. Pudiera muy bien ser m�s viril que Ad�n, padre del g�nero humano, y no tener pizca de poeta. Si lo es, y excelente, no lo debe � los temas viriles que elige para sus composiciones, ni al tono elevado que adopta para cantarlos, sino � su ingenio y fantas�a. En cuanto � la concisi�n, cierto que es una dote que puede cuadrar bien � un poeta; pero no le es tan indispensable como al prosista. Conviene distinguir adem�s la concisi�n � sobriedad de la frase de la precisi�n y fijeza de los conceptos. La primera puede enaltecer las producciones de un poeta: la segunda no hace m�s que confundirle con el prosador. El verso es semejante � la m�sica, y como �sta, sirve para expresar lo m�s vago, lo m�s delicado, lo m�s inefable de los sentimientos humanos. Cuando se le obliga � decir cosas que la prosa puede expresar tan bien � mejor que �l, � mi juicio, se le desnaturaliza. Esto hace en ocasiones el Sr. N��ez de Arce. Algunas de las composiciones insertas en los _Gritos del combate_ parecen escritas en prosa sonora y rimada, y semejan manifiestos pol�ticos en verso, m�s que verdadera y limpia poes�a. �Llevar�, por ventura, la musa pol�tica el feo vicio del prosa�smo? No lo s�; mas cuando echo la vista � los frutos que ha dado en este siglo dentro y fuera de Espa�a, me siento inclinado � pensarlo. Aunque fijemos nuestra atenci�n en lo m�s selecto, por ejemplo, en Quintana y Ber�nger, yo encuentro el prosa�smo (el prosa�smo del concepto y del sentimiento, que es mil veces peor que el de la frase) ceb�ndose sa�udamente en un gran n�mero de sus composiciones, por m�s que el primero aspire � disfrazarlo con la pompa del estilo, y el segundo con su donaire. Me parece que en esto no hago m�s que seguir la opini�n general, porque la fama de ambos poetas ha desmedrado notablemente con el tiempo. No quiero decir, sin embargo, que la pol�tica no pueda inspirar en ocasiones � los poetas grandes, bellos y atrevidos pensamientos, aunque s� imagino que la pol�tica antigua, entregada al acaso � � los golpes de la fortuna y � la espontaneidad de las fuerzas individuales, serv�a mejor para el caso que la moderna, sometida casi por completo � una serie de reglas complicad�simas que la convierten en una maquinaria inflexible y mon�tona. Padilla luchando � campo abierto en Villalar con el emperador Carlos V, es una figura po�tica; pero un general que se pronunciara hoy con unos cuantos batallones en favor de la _descentralizaci�n_, no lo ser�a gran cosa. Y es porque en el instante en que las ideas dejan de formar parte de nuestra vida, de nuestra carne, si pudiera hablar as�, como en el caso de Padilla, para convertirse en abstracciones, se deshace su encanto. El poeta no quiere abstracciones, sino figuras vivas, im�genes, algo visible y palpable que infunda calor en su coraz�n y en su fantas�a. El Sr. N��ez de Arce ha ca�do en el mismo vicio que su maestro Quintana, y como �l ha procurado velar lo descarnado y prosaico del pensamiento con la magnificencia del estilo. Esto no obstante, debo hacer una declaraci�n que va � estremecer profundamente muchas orejas cl�sicas. Para m�, el disc�pulo posee m�s cualidades de poeta que el maestro. Est� muy lejos de superarle, ciertamente, en la profundidad del pensamiento, ni en el vigor y armon�a de la elocuci�n po�tica, pero le lleva ventaja en el calor y riqueza de la fantas�a, que, por m�s que � ello se opongan los pseudo-cl�sicos, es lo que eternamente caracterizar� al poeta. No manejar� la lengua con tanto imperio y maestr�a, ni escribir� unos versos tan audaces como los de Quintana, pero �ste tampoco escribir�a ni el _Idilio_ ni el _Raimundo Lulio_ de nuestro poeta. No es s�lo la pol�tica la que inspira al Sr. N��ez de Arce, aunque s� le preocupa con exceso. Hay otro orden de pensamientos que le atraen, le alteran y le mortifican, como puede verse leyendo sus _Gritos del combate_; y son los del orden religioso. No me asombra. Las cosas de ultratumba nos traen revueltos � muchos que no tenemos nada de poetas. Hasta aqu�, por consiguiente, el Sr. N��ez de Arce no es m�s que uno de tantos. Conviene ahora saber si esta preocupaci�n constante de la mayor parte de los hombres en el d�a inflama su esp�ritu y le presenta nuevas y originales bellezas, pues es de lo que se trata. Nuestro poeta se empe�a en hacernos creer que su esp�ritu vive presa de la duda m�s cruel, que no puede deshacerse de ella, que en todos los parajes y ocasiones le acompa�a y le persigue, etc., etc. Y � la verdad, lo que se vislumbra en las poes�as del se�or N��ez de Arce no es un alma atormentada por la duda, sino un hombre descre�do que echa menos sus perdidas creencias. Esto, que hasta cierto punto es una falta de sinceridad, de la cual tal vez el mismo poeta no se d� cuenta perfecta, contribuye poderosamente � que tales poes�as no hieran la fantas�a ni conmuevan el coraz�n de quien las lee. Otra raz�n hay para que estas composiciones, bien entonadas, correctas y armoniosas, no nos hieran muy vivamente; y es que los pensamientos en ellas esparcidos tienen m�s de cient�ficos que de po�ticos. Son los pensamientos que se ocurren � un hombre de talento, y no � un poeta. El Sr. N��ez de Arce no ha sacado partido del estado de incertidumbre � de incredulidad en que necesariamente han de vivir los poetas de esta �poca. Byron, Schiller, Heine, Musset, Leopardi y otros varios, han cre�do, han dudado, han descre�do. Todo esto se trasluce con bastante claridad en sus obras, aunque ellos muy rara vez nos lo digan concretamente. Y la enfermedad que les devora presta � sus poes�as diversas tintas � colores, seg�n los estados por que atraviesa; unas veces oscuros y l�gubres, otras vagos y desva�dos, otras dulces y melanc�licos. Pero siempre, siempre buscando la belleza con admirable instinto. As� que, para m�, sus figuras son mucho m�s interesantes y amables que la del Sr. N��ez de Arce, el cual se revuelve airadamente contra su siglo y contra Voltaire, Darwin y todo el cortejo de fil�sofos modernos, � quienes achaca la culpa de que �l no viva feliz y satisfecho. Es muy lamentable; mas para el arte es a�n m�s lamentable que la duda � el esceptismo no hayan logrado descubrir tesoros de m�s val�a dentro de su esp�ritu. Los defectos que dejo apuntados proceden, si no en todo, en gran parte al menos, de que el Sr. N��ez de Arce no est� completamente en su cuerda en la poes�a l�rica. La �ndole de su ingenio y de su inspiraci�n es mucho m�s �pica que l�rica. Y si fuera permitido � un hombre humilde y desautorizado, como yo, invocar el auxilio de dos palabras tan augustas, dir�a que es m�s objetiva que subjetiva. Lejos de mi la idea de entrarme de rond�n, por esto, en el dominio de las divisiones literarias. Entre todos los espa�oles que saben leer y escribir, no habr� otro menos amigo de clasificaciones. Creo que las divisiones en el arte son como las que se hacen en el mar: tan pronto hechas como borradas. Pueden los ret�ricos � su antojo dividir el arte en g�neros, � semejanza de los astr�nomos que dividen el firmamento en zonas para mejor estudiar sus estrellas. Dios en el cielo y el poeta en el arte nunca tendr�n en cuenta para nada tales divisiones. Mas una cosa es trazar clasificaciones y otra determinar el car�cter y naturaleza de la inspiraci�n de un poeta. � esto �nicamente me dirijo cuando digo que el Sr. N��ez de Arce es m�s �pico que l�rico. Como poeta l�rico, carece de aquella delicadeza y escrupulosidad con que los grandes modelos exploran todos los pliegues de su alma y sondean sus m�s profundos misterios; carece de aquella exquisita sensibilidad que les mueve de un modo irresistible � exhalar sus afectos. Pero en cambio su imaginaci�n viva y osada, su briosa entonaci�n y su maestr�a para describir y narrar, le est�n pregonando como un gran poeta �pico. As� lo ha comprendido �l mismo al cabo, decidi�ndose � escribir algunos poemas que son los cimientos m�s seguros de su gloria. Entre ellos, dos, el titulado _Raimundo Lulio_ y el que por un extra�o capricho titula _Idilio_, compiten con lo m�s hermoso y selecto que este siglo puede ofrecer en poes�a � los futuros. El _Idilio_ es una prueba m�s de que en la vida lo peque�o es muchas veces lo grande. Casi tantas como lo grande es lo peque�o. �Lo peque�o y lo grande! �Qui�n se atrever� � decidir sobre uno y otro? Cuando ni�os nos hacen llorar cosas que hacen reir � los hombres. �Me negar�is que aquellas l�grimas son tan sinceras y tan vivas como todas las dem�s que se vierten en el mundo? Cuando j�venes nos desesperan � nos arrebatan de alegr�a ciertas cosas que los viejos desprecian. En cambio los j�venes suelen mirar con soberano desd�n otras que preocupan � los viejos. Y si esto acontece en un mismo hombre, �qu� no suceder� entre hombres diferentes? Preguntadle al comerciante de enfrente qu� es lo que opina del ruido que hacen las hojas al caer ahora por oto�o. Preguntadle � un poeta qu� juzga de la subida de los algodones. Preguntadle � una madre que ve � su hijo partir � la guerra qu� es lo que opina de la autonom�a de los Estados. Preguntadle � un diplom�tico cu�nto le preocupa el dolor de aquella madre. �Lo peque�o y lo grande! �Qui�n se atrever� � decidir sobre uno y otro? El asunto � tema del _Idilio_ del Sr. N��ez de Arce quiz�s ser� para otros muy peque�o; para m� es muy grande. La amistad c�ndida y pura de un ni�o y una ni�a que crecen bajo un mismo techo, transformada por virtud de la edad y de cierta separaci�n en amor apasionado: el t�rmino fatal que la muerte viene � dar � este naciente amor. As� es el tema en resumen. He dicho que para algunos tal vez ser� peque�o, porque los hombres suelen � menudo burlarse de estos afectos � pasiones de la adolescencia y llamarlos ni�er�as. Quiz� tengan raz�n; mas antes que yo se la d�, precisa que me demuestren que los afectos � apetitos que despu�s cautivan su alma valen m�s que estas ni�er�as. Que estos hombres pongan la mano en su pecho y me digan ingenuamente si � los cincuenta a�os de edad se sienten m�s nobles, m�s desinteresados, m�s valerosos, m�s compasivos y m�s prontos al sacrificio que � los diez y ocho. Que me digan tambi�n si los sustanciosos devaneos de la edad viril les han proporcionado m�s goces y menos remordimientos que los amores tontos y plat�nicos de la adolescencia. As� que me lo digan (y yo los crea), renunciar� de buen grado � parar mientes en tales menudencias. Mientras tanto, no extra�en ustedes que adore estas ni�er�as, consider�ndolas como flores que exhalan su fragancia, no s�lo por los a�os en que viven, sino aun por toda la existencia cuando se guardan como preciosas reliquias dentro del coraz�n. Sigamos ahora con la ni�er�a del Sr. N��ez de Arce. Aunque no tenga � la vista su precioso _Idilio_, y lo haya le�do hace ya bastante tiempo, recuerdo muy bien todos sus detalles; prueba incontestable de que me ha impresionado fuertemente. Recuerdo aquella partida del estudiante novel � la ciudad, aquel caballo overo que aguarda � la puerta, aquella tierna despedida de la madre, la reprimida aunque no menos tierna del padre, y la triste y candorosa de la hu�rfana que ha sido su compa�era; recuerdo su gozosa vuelta, sus inocentes recreos, aquel carro del vecino en que tornaba � su casa por la tarde; recuerdo aquella esquivez incomprensible para �l de su compa�era de la infancia; recuerdo aquella tarde en que � solas con sus pensamientos trepa al castillo derru�do, y la magn�fica descripci�n que el autor hace entonces de los campos de Castilla, la tempestad que le sorprende en aquel sitio y su fatal ca�da; recuerdo aquel rostro angelical que el estudiante ve siempre cerca de su lecho, y que apenas se pone bueno desaparece; recuerdo aquella delicada y natural�sima declaraci�n de amor, las nobles promesas de la madre, la nueva partida, la nueva vuelta... En fin, lo recuerdo todo, y todo me encanta hasta un grado indecible. Yo s� d�nde est� el secreto del hechizo que para todo el mundo tiene este poema. S�, yo lo s�. No hay en �l otro secreto que la verdad del sentimiento. Cr�anme ustedes, cuando un autor siente una cosa, tiene mucho adelantado para hacer sentir con ella � los dem�s. De muy distinto modo, pero no con menos fuerza, me ha impresionado la lectura de _Raimundo Lulio_. Tr�tase de un personaje tan insigne, y al mismo tiempo tan misterioso, que cuanto � �l se refiera no puede menos de tener mucho inter�s y excitar la imaginaci�n. Raimundo Lulio es el faro que desde una isla del Mediterr�neo esclarece las tinieblas de la Edad Media. Lo que sirve de argumento al poema es un episodio de su vida terrible hasta lo sumo, y tan dram�tico... Pero antes de pasar m�s adelante, necesito escribir una carta al Sr. N��ez de Arce. Suplico � ustedes el favor de entreg�rsela en propia mano y no leerla por el camino. Sr. D. Gaspar N��ez de Arce. Muy se�or m�o y de mi mayor aprecio: Si algo puede con usted la sincera admiraci�n, y aun el cari�o que le profeso, acoja con indulgencia la respetuosa s�plica, con honores de consejo, que voy � hacerle. Por su propio inter�s y por el de la poes�a espa�ola, que tiene en usted un tan ilustre representante, le ruego que cuando llegue el d�a de dar � la estampa una nueva edici�n de su RAIMUNDO LULIO, vea de modificar, enmendar, � para mejor hacer, suprimir la introducci�n que le pone, dedicada �� un amigo de la infancia�. Las razones que para desear tal supresi�n tengo son las siguientes: 1.� La introducci�n me parece, � m�s de inoportuna, prosaica, y que no corresponde al tono inspirado y majestuoso del poema. 2.� Las pestes que usted dice en ella de la ciencia me parecen indignas de quien se llama � rengl�n seguido �hijo de su siglo�. 3.� El supuesto de que Raimundo Lulio, desenga�ado de la ciencia, cuyo s�mbolo es Blanca de Castelo, dijo adi�s al mundo me parece falso. Lo que se saca de la vida de este var�n, siendo tambi�n lo m�s l�gico, es que, desenga�ado del mundo, busc� abrigo en la religi�n y en la ciencia. 4.� Aun concediendo que todo fuese cierto, nunca debi� usted declarar que Blanca de Castelo es un s�mbolo. Estas declaraciones se dejan para los cr�ticos, ret�ricos y dem�s gente menuda. El poeta debe amar los hijos de su fantas�a como si fuesen de carne y hueso; por lo que son, y no por lo que pueden representar. Perd�neme el atrevimiento, en gracia del af�n que siento por no ver deslucida una joya de tanto precio. Y considere que convertir una figura hermosa y divina, como la de Blanca de Castelo, en una abstracci�n, es un sacrilegio casi tan grande como el de su amante al penetrar en el templo � caballo. Suyo, devoto y afect�simo, A. PALACIO VALD�S. Calificaba m�s arriba el episodio que se narra en el _Raimundo Lulio_ de terrible y dram�tico. As� es, en efecto. El amor impuro y fogoso del protagonista recibe una lecci�n tremenda, como venida de aquel cielo triste y severo de la Edad Media. El sacr�lego jinete que penetra en el templo haciendo chasquear las herraduras de su caballo contra los m�rmoles sagrados; la airada muchedumbre que le recibe primero con sordo rumor y despu�s le acosa por las calles; el l�brico insomnio que le acomete m�s tarde; la misteriosa cita; la escena viva y exaltada en que la pasi�n del fogoso mancebo se desborda: �Y estall� con sus cl�usulas de fuego, con su expresi�n incoherente y rota por el halago y la pasi�n y el ruego: con ese dulce c�ntico que brota al fecundo calor de una mirada, y lleva una ilusi�n en cada nota; con esa breve frase entrecortada que, al morir en los labios, adivina el coraz�n de la mujer amada, m�sica de la almas, peregrina, que con suspiros tr�mulos empieza y con vibrantes �sculos termina�; el horror de que se siente pose�do al contemplar el seno de su amada _carcomido por repugnante llaga cancerosa_... todo es sombr�o y pat�tico; todo est� pintado con tal br�o, con toques tan seguros y en�rgicos, que nos hiere y nos conmueve profundamente. Causa verdadera maravilla la sobriedad de dicci�n con que est� escrito este poema. Apenas huelga una sola palabra. Y, sin embargo, por un poderoso y casi inconcebible esfuerzo, todo est� dicho, y todo est� bien dicho. La fantas�a del poeta es en esta ocasi�n como una lente, que ata y hace pasar los mil rayos del sol por un punto. El tono es grave y solemne, como conviene al narrador. S�lo un gran poeta puede hacer hablar � un personaje como Raimundo Lulio, grande de por s� y engrandecido adem�s por el tiempo y el misterio, sin empa�ar el brillo que adquiri� en nuestra imaginaci�n. Despu�s de leer este poema, �qui�n no se convencer� de que el Sr. N��ez de Arce no debe pulsar m�s cuerda que la �pica? El r�pido y majestuoso desenvolvimiento de la acci�n, la firmeza y dignidad de los caracteres, la verdad de las descripciones, aquel concebir osado y aquel decir grave y conciso, no dejan lugar � duda sobre este punto. Por esta v�a debe marchar, y por ella confieso que ha marchado de alg�n tiempo � esta parte. Los �ltimos poemas que di� � luz son brillantes y hermosos. No obstante, el Sr. N��ez de Arce, estoy seguro de ello, tiene fuerzas para hacer mucho m�s todav�a. Quisiera verle acometer una empresa grande y digna de su inspiraci�n; una empresa que le inmortalizara, como al autor de _Fausto_ � al de _Manfredo_. Los tiempos no se prestan � ello, bien lo conozco. Si tuviese la fortuna de escribir algo semejante, la cr�tica igualitaria que al presente se usa nunca le perdonar�a el haber rebasado la l�nea de los Grilo, Blasco, Retes, Herranz, etc., etc. Las flores m�s bellas de su imaginaci�n quiz� ser�an ro�das como avena � paja. Y si, por ventura, resultaba que el poema era un s� es no es m�s subjetivo � objetivo de lo que le correspondiese de derecho, �ya le ca�a obra al Sr. N��ez de Arce! Con todo eso, no dejar� de aconsejarle que emprenda su poema. Demos que tenga muchos defectos y que �stos no sean imaginarios, sino verdaderos y efectivos; si las bellezas que haya en �l son dignas de la inmortalidad, inmortal ser� el poema con todos sus defectos. �Los defectos! Morat�n encontraba el _Hamlet_ atestado de ellos. Y, sin embargo, �cu�nto m�s vale dormir alguna vez como Shakspeare que andar siempre tan vigilante y avispado como Morat�n! [Illustration] [Illustration] D. MANUEL DE LA REVILLA[10] [Illustration: R]EVILLA!--He aqu� un nombre que hace so�ar, como esas nubes rojas que se amontonan en el horizonte al declinar a tarde, para servir de lecho al sol en su ca�da. Hay en este nombre algo de vago y misterioso que fascina el esp�ritu y lo inclina � meditar. Cuando lo escuchamos, sin saber por qu�, viene � nuestra mente el recuerdo punzante de una flor que hemos deshojado, � el de una voz que nos cantaba al o�do cuando ni�os para dormirnos, � el de unos labios ardorosos que rozaron nuestra mejilla en otro tiempo, � las notas suaves, tiernas, pur�simas de la metaf�sica neo-kantiana. Si se me preguntara d�nde est� el secreto de tal fascinaci�n, no podr�a contestar satisfactoriamente. Para m� no est� en que el se�or Revilla sea fil�sofo, y sea poeta, y sea orador, y cr�tico, y catedr�tico, y revistero de teatros. Cada una de estas cualidades de por s�, estoy seguro de que no le har�a el blanco de la admiraci�n de sus contempor�neos. Mas ha de existir entre ellas una singular y extra��sima relaci�n, inextricable para el esp�ritu, mediante la que el fen�meno indicado se realiza. De tal suerte, que si el Sr. Revilla fuese orador y poeta, y no fuese fil�sofo al mismo tiempo, perder�a por eso s�lo la inmortalidad; y si fuese orador, poeta, fil�sofo y catedr�tico, y no tuviese adem�s la cualidad precisa de revistero de teatros, es como si no fuese nada para el efecto de la fascinaci�n. El Sr. Revilla es, pues, el resultado feliz de una agregaci�n de elementos diversos, cuyo modo de enlazarse � combinarse s�lo Dios conoce. La naturaleza nos est� ofreciendo � cada paso ejemplos admirables de estas dichosas combinaciones. Suprimid � cierto paisaje el mar que se divisa � lo lejos � la monta�a que se levanta imponente sobre �l, y perder� su car�cter y no atraer� vuestra atenci�n. El Sr. Revilla es como un paisaje (en este respecto nada m�s): no es posible quitar ni poner en �l cosa alguna, sin privarle de su efecto. Desde muy temprano ha reconocido en s� mismo una vocaci�n decidida � influir sobre su siglo, y siguiendo los nobles impulsos de su alma, no ha querido privarle de ninguno de aquellos medios por los que un hombre puede influir sobre un siglo. Bien sabido es de todos que el primero y m�s poderoso es la gravedad. Nada hay tan pernicioso, y por consiguiente, nada tan aborrecible, en mi pobre opini�n, como las expansiones jocosas � burlescas en todos los puntos de vista que se las considere. Porque no s�lo han sido y son una r�mora para el progreso moral y material de las naciones, sino, lo que es a�n peor, han servido ya en algunas ocasiones para poner en duda el ingenio y la sabidur�a del Sr. Revilla. �Qu� tiempos los nuestros! Ya no existe para este siglo menguado nada de respetable ni digno de ser mirado seriamente. Escribe, pongo por caso, el Sr. Revilla uno de sus art�culos guarnecidos y bordados de primorosas metaf�sicas, y sin m�s ni m�s, salta un cualquiera diciendo, con cierta vaya impertinente, que aquel art�culo es una colecci�n de lugares comunes, un tejido de frases huecas arrancadas al tecnicismo filos�fico para imponer respeto � la gente ignorante, al modo que se fija en las huertas un mu�eco de paja para espantar � las aves inocentes. Por eso la gravedad del Sr. Revilla es un dulce y apetecible oasis en este vasto arenal de liviandades. Aunque ya he hablado de ella en otra ocasi�n, s�lo fu� por incidencia; as� que no me considero relevado de la obligaci�n de consagrarle algunas palabras. Y la primera cuesti�n que se presenta es la siguiente: �La gravedad del Sr. Revilla es de nacimiento, esto es, puede considerarse como una dote otorgada graciosamente por el cielo, � es una cualidad adquirida en virtud de un largo y penoso aprendizaje, de prolijos afanes y desvelos? No es tan f�cil como � primera vista parece la resoluci�n de este problema. Mirando el asunto por encima, y teniendo presente nada m�s que lo rara que es hoy esta cualidad, aun entre los hombres m�s favorecidos por la Providencia, es f�cil deducir que el Sr. Revilla ha llegado � ella por el trabajo y el estudio. Esta facilidad arrastr� � muchos al error. Cualquiera que se fije un poco, comprender� que la gravedad del Sr. Revilla tiene un no s� qu� de agreste, ind�mito y brav�o que la distingue perfectamente de las dem�s gravedades imitadas � contrahechas. Es una de esas gravedades que aparecen muy de tarde en tarde en la historia humana, y por lo tanto, considero absurdo el suponer que est� en manos del hombre el adquirirla. Para encontrar algo parecido, es preciso remontarse � los primeros tiempos de Roma. Aseveran los historiadores m�s fidedignos que Numa Pompilio no conoci� la risa, aunque s� a�aden que, en sus conferencias con la ninfa Egeria, acostumbraba sonreir una que otra vez, pero s�lo por complacencia. Mi profesor de psicolog�a, l�gica y �tica, tambi�n pose�a en cierto grado esta cualidad; por lo cual, hoy que la edad me ha ense�ado � juzgar mejor � los hombres, no puedo menos de reconocer que, aunque oscuro, era un hombre muy notable. No vaya � creerse, sin embargo, que intento comparar la gravedad del catedr�tico de psicolog�a, l�gica y �tica con la de Numa Pompilio y Revilla. �Oh, no! Cuando el Sr. Revilla, despu�s de tomar convenientemente las medidas � una obra literaria, la califica de _predominantemente subjetiva_, y por ello la condena, como es justo, � una eterna execraci�n, es tan serena y tan augusta su frase, palpita tanto hero�smo dentro de ella, que el esp�ritu se engrandece y se inflama, y es preciso acudir � los recuerdos de la Il�ada, � H�ctor, � Di�medes, � Menelao, para observar algo semejante. Y aunque muy fuera de saz�n, no quiero pasar m�s adelante sin formular una pregunta que constantemente se est� presentando en mi esp�ritu. Es la siguiente: �C�mo el Sr. Revilla, sin imaginaci�n alguna, sin gusto, sin ingenio, y con una ilustraci�n tan superficial, juzga con tal grandeza las obras de arte que le ponen delante? Repito que muchas veces me hice esta pregunta, y siempre conclu� pensando que en el Sr. Revilla existe algo extraordinario que, aun sin darse acaso �l mismo raz�n de ello, le mueve � dictar sus fallos; algo que, despu�s de encenderle, como � la pitonisa griega, le inspira y le sostiene sobre el tr�pode, circundando su frente con la aureola del misterio. Este algo, dig�moslo de una vez, no puede ser otra cosa que el genio[11]. El genio, s�lo el genio puede volar tan alto sin necesidad de los medios que los humanos juzgamos indispensables. Dec�a que la pregunta estaba fuera de saz�n, y como ustedes han podido ver, era muy cierto. Sin embargo, ya se sabe que estas informalidades � impertinencias son en m� frecuentes, y no hay que asombrarse. Por algo gozo fama entre mis enemigos (porque aqu� donde ustedes me ven tan jovencito y tierno, ya me permito el lujo de tener enemigos) de cr�tico subjetivo entre los subjetivos. Soy como si dij�ramos un cr�tico l�rico, pues la subjetividad es lo que caracteriza al g�nero l�rico, mientras el Sr. Revilla, � juzgar por su inflexible talante y por la opaca sublimidad de sus formas, es un cr�tico �pico. De la combinaci�n de lo l�rico con lo �pico, como han demostrado hasta la saciedad Hegel y el Sr. Revilla ya saben ustedes que nace lo dram�tico. Por consiguiente, vean ustedes lo que son las cosas: el d�a que al Sr. Revilla y � m� nos d� la gana de reunimos en la mesa de un caf�, pongo por caso, ya est� formado un cr�tico dram�tico, sin necesidad de m�s m�sicas. Conclu�mos de tomar caf�, nos damos la mano y nos separamos. Cada cual torna � ser lo que antes era, yo el cr�tico l�rico y �l el �pico. �Es admirable! Pero estos temas incidentales me est�n apartando, � despecho m�o, del prop�sito �nico del presente art�culo. Toquemos de una vez en las entra�as del asunto, y hablemos del Sr. Revilla como poeta, sin meternos en otras honduras. Yo no he le�do los versos del Sr. Revilla; lo declaro con la franqueza que me caracteriza. Mas al mismo tiempo quiero hacer constar que no fu� por mi culpa. He aqu� lo que sucedi�. Habiendo pensado, como es natural, cuando empec� � escribir estas semblanzas, en incluir entre ellas la del Sr. Revilla, ped� su tomo de poes�as � un amigo (si ustedes quieren que diga qui�n es, lo dir�), el cual, como lo tuviese ya le�do, me lo prometi� para el momento oportuno. En esta seguridad descans� confiadamente, sin preocuparme m�s del asunto. Cualquiera creo que har�a lo mismo. Pues bien, hace cuatro d�as, tropiezo con mi amigo, y le digo al pasar: �Necesito ese tomo de poes�as; ma�ana mandar� por �l�. Mi amigo, entonces, arque� un poco las cejas, levant� un s� es no es los hombros, y por tres veces consecutivas sacudi� la cabeza en distintas direcciones. No hab�a para qu� decir m�s: era cosa corriente. Env�o, pues, por �l, y en vez de las poes�as, veo llegar al emisario con una esquela muy fina en que mi amigo me pide mil perdones, porque, sin recordar su promesa, hab�a prestado el libro � un can�nigo de Granada, el cual se hab�a marchado � su destino sin devolv�rselo. Este golpe me hizo bastante impresi�n. �Qu� significaban entonces aquellos movimientos de cabeza, hombros y cejas del d�a anterior? Es lo que no pude averiguar hasta la hora en que escribo estas l�neas. De resultas de todo ello, me qued� sin leer las poes�as del se�or Revilla. No obstante, mi amigo dice en la esquela que escribe con la misma fecha al can�nigo de Granada, � fin de que remita el libro tan pronto como le sea posible. Lo espero con ansiedad, y excuso encarecer � ustedes los nuevos y puros atractivos que tendr� para m� despu�s de haber pasado por las manos de un digno y respetable capitular. Entre tanto, para no defraudar completamente la atenci�n del p�blico, que pensar�a hallar en estas l�neas un examen m�s � menos sucinto de los talentos po�ticos del Sr. Revilla, voy � echar mano de alguno de los materiales que hace tiempo estoy acumulando para una obra m�s importante que la presente. La obra se titular� _Vida y opiniones de D. Manuel de la Revilla_, y pienso dedicar � ella todos los d�as que de aqu� adelante me conceda Dios sobre la tierra, pues ya estoy realmente cansado y arrepentido de ocupar tan s�lo mi esp�ritu en asuntos fr�volos � indecorosos. Me ayudar� en esta empresa, superior � mis fuerzas (no me forjo ilusiones), un distinguido artista conocido y estimado ya del p�blico, � cuyo cargo queda la formaci�n de unos magn�ficos planos en que podr�n verse, en todo su espesor, las opiniones del Sr. Revilla desde su nacimiento hasta su disoluci�n, con exactitud y claridad. Ser� una obra primorosa y exquisita, que ha de facilitar extraordinariamente la inteligencia del texto. Entre estos revueltos materiales, voy � elegir una opini�n grandiosa y peregrina, como todas las de nuestro poeta, que ha de dar al traste, si no me equivoco, con las ideas m�s propagadas en asuntos de arte. Todo el mundo sabe que algunos poetas antiguos m�s de una vez trataron de ense�ar distintas ciencias � artes, vali�ndose para ello de las formas art�sticas, y que los ret�ricos, apresur�ndose � dar un nombre � este capricho, lo llamaron _g�nero did�ctico_ � _didasc�lico_. Debemos confesar que el g�nero didasc�lico, � pesar de sus esfuerzos, no logr� pelechar gran cosa. Pero no es eso lo peor, sino que en los �ltimos tiempos lleg� � tal punto su laceria, que algunos autores di�ronle por muerto, y, so pretexto de que el fin �nico y esencial del arte debe ser la manifestaci�n de la belleza, pretendieron hasta borrar su claro nombre. � tanta verg�enza hubi�ramos llegado sin la dichosa aparici�n en nuestro planeta de un hombre extraordinario que, fijando en la vasta esfera del arte su mirada de �guila, hall� medio de cortar � tiempo la perniciosa corriente. Este hombre dijo: �El fin del arte no es, como se ha cre�do hasta ahora, la belleza, sino la ciencia; no hay arte donde no se ense�e algo �til y provechoso; el artista y el maestro de escuela se confunden en una unidad superior; no hay m�s arte que el didasc�lico�. El nombre no conven�a, sin embargo, por ser esdr�julo, y lo llam� arte _docente_ � _trascendental_. Fu� una verdadera revelaci�n para los que yac�amos sumidos en los groseros errores de la antig�edad. Crear una belleza s�lo por crearla me pareci� entonces cosa indigna de un hombre serio. La naturaleza empez� � hablarme con un lenguaje distinto del que antes usara. Antes, por ejemplo, al cruzar por un bosque, ve�a unos �rboles cuyos troncos blancos y satinados parec�an de plata, me gustaban much�simo, los miraba, los remiraba, pero no pasaba de ah�. Ahora s� que esos �rboles se llaman abedules, que su madera es excelente para hacer canastos, y que tambi�n se emplea para construir las cajas de las diligencias. Cuando los veo, echo inmediatamente la cuenta del n�mero de chaplones que de sus troncos podr�n sacarse, �y encuentro en ello un placer tan vivo y tan puro! Antes, al ver amontonarse por el azul del cielo ej�rcitos de nubes oscuras y medrosas anunciando tempestad, me quedaba mirando para ellas como un tonto, sin pensar en nada. � fuerza de mirar, llegaba � ver las m�s raras y monstruosas escenas que nadie puede imaginarse; unas veces era una ara�a inmensa que iba tejiendo su tela por el espacio; otras veces era un nav�o que marchaba con rapidez vertiginosa sacudido por la borrasca; otras, era un brazo colosal que sosten�a una espada no menos disforme, cuya punta enrojecida se estaba templando en el sol, quiz� para atravesar despu�s � la tierra; otras, era la lucha tremenda de un demonio de grandes cuernos con un �ngel; el �ngel ca�a al fin vencido, y presa del dolor, sacud�a sus monstruosas alas contra la frente de unas monta�as lejanas. Todo esto era sencillamente un absurdo, porque en aquellas nubes no hab�a ara�as, ni nav�os, ni �ngeles, ni mucho menos demonios. All� no hab�a m�s que una serie de _cumulus_ que � fuerza de hincharse conclu�an por reunirse y cubrir la tierra, formando despu�s verdaderos y genuinos _cumulo-stratus_. Cualquiera comprende que era una insensatez confundir un _cumulo-stratus_ con un nav�o � una ara�a. Hoy, gracias al Sr. Revilla, no se me ocurren tales disparates, porque veo las cosas desde un punto de vista docente. Antes un r�o claro y l�mpido era para m� un objeto que siempre miraba con deleite. Pues hoy, cr�anme ustedes, por sereno y cristalino que sea un r�o, como no tenga truchas, lo encuentro aborrecible. Tuve noticia de la teor�a del arte docente � trascendental en un verano, residiendo en el campo. La buena nueva lleg� � m� por medio de un peri�dico que tra�a inserto uno de esos art�culos que el Sr. Revilla viene escribiendo constantemente desde que empez� � arder en su pecho el fuego sagrado de la cr�tica. Aqu� debo advertir que con las cr�ticas del se�or Revilla me sucede lo mismo que con ciertas �peras de mi gusto; esto es, que � fin de que me impresionen m�s fuertemente, s�lo las oigo � las leo de raro en raro. Quiso la fortuna que leyera este art�culo, donde, con motivo de no s� qu� novela, desenvolv�a nuestro poeta su grandiosa y atrevida concepci�n de la naturaleza y del arte. La luz se hizo s�bito en mi esp�ritu, y pude medir con la vista todo el horror de una obra art�stica sin trascendencia. Ya he dicho que era en un verano, y que estaba pasando una temporada en el campo. Por aquel entonces sol�a yo levantarme temprano (�qu� tiempos aquellos! �ya no volver�n!), y despu�s de levantarme, acostumbraba � salir � respirar el aire puro de la ma�ana sentado debajo de un magn�fico y corpulento roble. Era un roble que se mor�a de risa cuando le hablaban de los �rboles del Retiro. Sin poder decir fijamente si era simpat�a personal � otra raz�n de m�s peso la que enderezaba su vuelo, lo cierto es que todos los d�as, y � la hora en que yo me sentaba, ven�a un p�jaro � posarse sobre el roble. Yo no ten�a el honor de conocerle, pero no importaba nada, porque �l guardaba poca ceremonia en eso de no cantar delante de gente. Se conoc�a � la legua que era un p�jaro despreocupado y un poco aturdido, gozoso de vivir y viviendo mucho m�s en el mundo exterior que en s� mismo. Era un p�jaro predominantemente objetivo, como dir�a el Sr. Revilla, con el estilo m�gico que �l s�lo posee. Ten�a parda la color, el pico amarillo, el mirar firme y osado, los modales francos y desenvueltos, ofreciendo el conjunto de su persona un cierto aire de petulancia que no dejaba de sentarle bien. Apenas se posaba en una rama, empezaba � columpiarse, y con la cabeza un poco entornada y los ojos puestos en el espacio, entreg�base � la voluptuosidad del movimiento, sin que aparentase pensar absolutamente en nada. No tardaba, sin embargo, en proferir varias notas graves y llenas como las de las flautas met�licas. Era su preludio. Sin otra preparaci�n, sub�ase repentinamente al tono agudo y lanzaba al aire una serie interminable de trinos penetrantes y acalorados, como quien quiere echar el alma por la boca. Ora atronaba el espacio con una cascada de notas fuertes y vibrantes que llegaban � producir mareo, ora desfallec�a y se dejaba arrastrar al tono m�s suave y apagado. Tan pronto cambiaba � cada instante de inflexi�n y de ritmo, de modo que los trinos sal�an atropelladamente de su boca persigui�ndose los unos � los otros, como insist�a una y otra vez, por un largo espacio, sobre una misma frase; parec�a que trataba de que la aprendi�semos de memoria. De todas suertes, siempre terminaba con un arrullo tenue y moribundo, como si quisiera indicar que a�n le quedaban muchas cosas por decir, aunque no esper�semos que salieran jam�s de su boca. En honor de la verdad, debo confesar que el canto de aquel p�jaro me gustaba. No s� por qu� extra�a asociaci�n de ideas, cuando cantaba, me acud�an � la memoria los instantes felices de mi existencia. Ve�alos pasar leves, dulces, luminosos como ellos fueron, sonriendo tristemente y dici�ndome adi�s para siempre. Aqu� podr�a aprovechar la ocasi�n para contar � ustedes mis primeros amores, sin que ninguno tuviera derecho � quejarse; pero soy incapaz por naturaleza de jugar � nadie estas pasadas. Tan s�lo dir� que el canto de aquel p�jaro resucitaba en mi esp�ritu sentimientos muy dulces que hac�a mucho tiempo hab�a dado por muertos. Todo era una pura ilusi�n, sin embargo, y una flaqueza de mi alma, disculpable �nicamente por el estado de ignorancia en que me hallaba respecto � los eternos principios del arte. Porque, es preciso decirlo claro, no pod�a darse nada m�s deplorable que el canto de aquel p�jaro desde el punto de vista docente; nada m�s desprovisto de trascendencia. Despu�s de escucharlo me quedaba tan sabio como antes, no puedo negarlo, pero ni la m�s leve part�cula de ciencia ven�a � acrecer el caudal de mi sabidur�a. As� lo comprend� con dolor al cabo, por lo que me propuse no sufrir m�s tiempo las impertinencias de un descarado partidario del arte por el arte. Si entre tanto trino y gorjeo se hubiese deslizado, siquiera fuese de un modo secundario, cualquier problemita insignificante de historia � de metaf�sica, crean ustedes que nunca me resolver�a � hacer lo que hice. �Pero decidirme � perder de un modo necio el tiempo! Francamente, que ya no se espere jam�s eso de m�. Lo que hice, pues, fue aparejarme con una piedra bastante crecida al sentarme un d�a, como de costumbre, debajo del roble, y as� que columbr� � mi p�jaro, encaj�rsela sin otras ret�ricas con toda mi fuerza. No le toqu�; mas al sentir tan cerca de s� la primer pedrada de la cr�tica (cr�tica aunque severa muy justa), despleg� sus alas y no volvi� � parecer por aquel sitio. �Pobre diablo! �A d�nde habr� ido � parar? En verdad que la grandiosa teor�a del Sr. Revilla est� � punto de hacer cambiar radicalmente la faz de todas las artes, arquitectura, escultura, pintura, m�sica, poes�a y baile. Tengo algunos motivos para creerlo. Por lo pronto, me han informado de que el �nico maestro que en Espa�a cultiva con buen �xito la expresi�n m�s pura y genuina de la m�sica, esto es, la sinfon�a, est� escribiendo una en que probar�, � tratar� de probar al menos, que el problema amenazador de las subsistencias s�lo puede resolverse rebajando las tarifas del arancel. Este precioso tema, que el oboe se encargar� de apuntar nada m�s en el _andante_, se ir� repitiendo por el _allegro_, el _allegro con motto_ y el _scherzzo_ entre mil combinaciones arm�nicas, hasta quedar totalmente dilucidado. Por otra parte, un joven escultor amigo m�o est� � punto de terminar una preciosa Venus en cuclillas, que llevar� grabada � cincel en la espalda la �teor�a del valor� de Bastiat, que comienza como todos saben: �Disertaci�n, fastidio; disertaci�n sobre el valor, fastidio sobre fastidio�. De esta suerte, el espectador podr� gozar con la belleza de la estatua y al mismo tiempo meditar sobre el asunto m�s escabroso de la econom�a pol�tica. Creo que el p�blico ha de acoger con entusiasmo esta Venus trascendental, si no por su m�rito, al menos por ser la primera que del g�nero docente le presentan. La teor�a va, pues, abri�ndose paso al trav�s de la frialdad de los unos y de la abierta oposici�n de los otros. Su glorioso fundador puede estar seguro de que no tardar� mucho en triunfar por completo. Y como nada es despreciable trat�ndose de contribuir � una obra tan fecunda y generosa, yo tambi�n quiero llevar un grano de arena al edificio, dedicando mi pluma (que no puedo llamar mal cortada, porque es de acero) al cultivo del arte trascendental. Al efecto, tengo intenci�n de escribir una novela en la que, por medio de una acci�n no muy complicada, pero bastante dram�tica, tratar� de presentar y aun resolver el siguiente PROBLEMA �Un cosechero recoge de sus fincas en los a�os ordinarios doscientas cincuenta fanegas de trigo candeal, noventa de centeno y treinta y siete de mijo. Ahora bien, suponiendo que durante un a�o llueve una tercera parte menos que en los ordinarios, �cu�nto trigo, centeno y mijo recoger�?� Dicho se est� que tratar� de desenvolver este problema de tal modo que se deduzca del contenido mismo de la f�bula, y no sea un miembro agregado artificiosamente � la novela. Para ello he de procurar que la acci�n sea r�pida, haciendo que dure solamente los tres meses de oto�o. La descripci�n de la sequ�a, que como es natural formar� una parte muy principal de la obra, ser� bastante sobria, sin perder de su verdad y energ�a; las escenas, sobre todo desde que el nudo se forma por entero, ser�n vivas y dram�ticas. Por �ltimo, ver� de concentrar en cuanto sea posible un gran inter�s sobre el cosechero, h�roe de la acci�n, haci�ndole morir tr�gicamente en el cadalso. Lo dif�cil en esta obra, como en todas las dem�s del arte docente, es presentar el problema aparentando encubrirlo, como hacen los arroyos con las guijas que tienen en el fondo. * * * * * * * * * * En este momento llega � mi noticia que el se�or Revilla no es el inventor del arte docente. A�n m�s, que el Sr. Revilla lo ha combatido personalmente con gran encarnizamiento hace pocos a�os. Cuando esto fuese cierto, no es posible negar que el arte docente era muy digno de ser inventado por el se�or Revilla. La conversi�n, seg�n me aseguran, se realiz� al doblar nuestro poeta la esquina de la calle de la _Montera_ � la del _Caballero de Gracia_, donde crey� escuchar una voz misteriosa saliendo del fondo de la tierra, que dec�a: ��Emanuel! �Emanuel! �Cur persequeris me?� Instant�neamente el poeta sinti� iluminarse su alma con una luz viva y pur�sima, y derramando abundantes l�grimas, di� gracias al Todopoderoso por no haberle dejado eternamente en el abismo del arte por el arte. En el mismo punto levant� en su pecho un altar al culto del arte docente, y el sol de la verdad comenz� � te�ir de grana y oro los bordes de sus revistas de teatros. Sin dar paz � la mano, el Sr. Revilla viene trabajando desde entonces tanto y tanto en favor de esta nobil�sima teor�a, que bien puede perdon�rsele el no haberla inventado. Mas el Sr. Revilla empieza ya � recorrer ese doloroso calvario que el mundo ofrece siempre al genio. El p�blico (�� reserva de glorificarlo despu�s de muerto!), cuando no se r�e de ellas, aparenta no comprender sus intrincadas opiniones; en tanto que el Gobierno, cuya obligaci�n de alentar al genio debiera ser una verdad, me aseguran que est� pensando seriamente en prohibir el uso de los vocablos _objetivo_ y _subjetivo_. Si por desgracia este rumor tuviese fundamento, �triste es decirlo! al Sr. Revilla no le queda otro recurso que retirarse � la vida privada. FIN. [Illustration] INDICE Los oradores del Ateneo. P�ginas. TREINTA A�OS DESPU�S 7 PROEMIO 20 D. Miguel S�nchez 25 � Segismundo Moret y Prendergast 33 � Carlos Mena Perier 41 � Juan Valera 47 � Jos� Moreno Nieto 57 � Manuel de la Revilla 65 � Gabriel Rodr�guez 73 � Francisco de Paula Canalejas 81 � Francisco Javier Galvete 90 � Emilio Castelar 100 Los novelistas espa�oles. PROEMIO 122 Fern�n Caballero 127 D. Pedro Antonio Alarc�n 141 � Juan Valera 154 � Manuel Fern�ndez y Gonz�lez 177 � Francisco Navarro Villoslada 189 � Enrique P�rez Escrich 200 � Jos� de Castro y Serrano 215 � Jos� Selgas 232 Nuevo viaje al Parnaso. PROEMIO 248 D. Jos� Echegaray 260 � Jos� Zorrilla 277 � Ram�n Campoamor 296 � Antonio F. Grilo 317 � Adelardo L�pez de Ayala 333 � Ventura Ruiz de Aguilera 356 � Gaspar N��ez de Arce 380 � Manuel de la Revilla 399 [Illustration] NOTAS: [1] Estas butacas fueron sustitu�das al fin por otras, si no tan vistosas, un poco m�s c�modas. �Loado sea el se�or secretario! [2] Observen ustedes que escribo Krause con una ese, aun cuando sus impugnadores en Espa�a lo escriben casi siempre con dos. [3] La _Academia de la Lengua_ no permite que _se haga_ pol�tica, pero la haremos � hurtadillas. [4] _Elia_, cap. X. [5] Se me figura que ya he dicho algo sobre este se�or en otra parte. V�ase por si acaso _Los oradores del Ateneo_. [6] V�ase Herbert Spencer, _First principles_. [7] No hago menci�n de Goethe, porque el J�piter de la poes�a abraz� con su poderoso ingenio el romanticismo hist�rico, el filos�fico y el realismo de nuestros d�as. [8] Darwin.--_La descendencia del hombre y la selecci�n natural_. Haeckel.--_Historia de la creaci�n de los seres organizados seg�n las leyes naturales_. [9] Hovelacque.--_La ling��stica_. Whitney.--_La vida del lenguaje_. [10] Al leer esta semblanza, escrita ha m�s de treinta a�os, no puede menos de parecerme injusta. Revilla fu� uno de los hombres de m�s talento que he conocido. Pero al mismo tiempo, siento en mi alma un cosquilleo de orgullo al pensar que tal violenta arremetida al cr�tico m�ximo de aquella �poca, que daba y quitaba reputaciones � su talante, fu� obra de un joven literato de 23 a�os. Era lo que se ha llamado, despu�s de la haza�a de Hern�n Cort�s, quemar las naves. Cuando se public� en la _Revista Europea_, mis juveniles compa�eros del Ateneo me miraban con asombro y l�stima, y se dec�an al o�do: ��Se ha perdido! �Se ha perdido para siempre!� Por la noche me hallaba sentado entre ellos en un div�n del pasillo de dicho centro, cuando acert� � pasar Revilla, que no me salud�, como era natural. Pero volvi� � cruzar una y otra vez y yo advert� que estaba inquieto. Al fin se plant� delante de nosotros, se respald� contra el armario de libros que guarnec�a toda la pared del corredor, sac� un cigarrillo, lo encendi� con calma, y mir�ndome fijamente me dijo: --Ya he le�do _eso_. Yo me limit� � sonreir sin contestar. --No siento el ataque--profiri� al cabo de un momento;--lo �nico que deploro es que est� escrito sin gracia alguna. --No lo he escrito para que le hiciese gracia � usted--respond�--sino al p�blico. --Pues se ha equivocado usted, porque al p�blico tampoco le hace gracia. --Ser� � sus amigos: � sus enemigos les ha hecho destornillarse de risa. La conversaci�n sigui� en este tono algunos momentos y al cabo el insigne cr�tico se alej� con sonrisa amenazadora, diciendo: --�Nos encontraremos! Por desgracia para �l y para las letras patrias no pudo saciar su venganza. Poco tiempo despu�s le acometi� una enfermedad cerebral � la cual sucumbi�. [11] �Genio�, en la acepci�n que aqu� le damos, es un neologismo que debe admitirse, pues en ocasiones como la presente, no hay vocablo castellano con que pueda ser sustitu�do. Las correcciones hecho por el transcriptor del texto electr�nico: titulos de nobleza=> t�tulos de nobleza {pg 53} un debilidad=> una debilidad {pg 79} lucida y primorosa=> l�cida y primorosa {pg 85} rigorosa dial�ctica=> rigurosa dial�ctica {pg 102} La palabra de Casteler=> La palabra de Castelar {pg 115} el profundo pielago=> el profundo pi�lago {pg 115} la candida y m�stica sonrisa=> la c�ndida y m�stica sonrisa {pg 135} ferrocarrriles=> ferrocarriles {pg 142} La trama da _El esc�ndalo_=> La trama de _El esc�ndalo_ {pg 149} casi impercetible=> casi imperceptible {pg 165} en su almario=> en su armario {pg 175} a ra los que habitamos=> para los que habitamos {pg 184} los �rboles con angust�a=> los �rboles con angustia {pg 212} habia evocado=> hab�a evocado {pg 248} os poetas espa�oles=> los poetas espa�oles {pg 285} m�s conmodedor=> m�s conmovedor {pg 347} ejmplar=> ejemplar {pg 299} la opinion=> la opini�n {pg 304} su v�da privada=> su vida privada {pg 304} al sonido arriculado=> al sonido articulado {pg 322} � mis ojos=> � mis ojos {pg 335} uno esos mundos=> uno de esos mundos {pg 339} gorro de dorm�r=> gorro de dormir {pg 362} Vendr� un dia que ir�n=> Vendr� un d�a que ir�n {pg 365} eleganc�a=> elegancia {pg 384} un si es no=> un s� es no {pg 398} extra�isima relaci�n=> extra��sima relaci�n {pg 400} Francisco Javier Calvete=> Francisco Javier Galvete {pg 417} End of Project Gutenberg's Semblanzas literarias, by Armando Palacio Vald�s *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK SEMBLANZAS LITERARIAS *** ***** This file should be named 42376-8.txt or 42376-8.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/4/2/3/7/42376/ Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit http://pglaf.org While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: http://pglaf.org/donate Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works. Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.