Project Gutenberg's Semblanzas literarias, by Armando Palacio Vald�s

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Title: Semblanzas literarias

Author: Armando Palacio Vald�s

Release Date: March 20, 2013 [EBook #42376]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

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SEMBLANZAS LITERARIAS

Obras de Palacio Vald�s.

Pesetas.

El Se�orito Octavio (nueva edici�n), un tomo.                          4

Marta y Mar�a (nueva edici�n), un tomo.                                4

Traducida al ingl�s por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York.

Traducida al ruso por Mr. Pawlosky: publ. en el _Diario de San
Petersburgo_.

Traducida � la lengua bohemia por O. S. Vetti. Un tomo. Praga.

Traducida al sueco por A. Hillman. Un tomo. Stockolmo.

El Idilio de un enfermo (nueva edici�n), un tomo                       4

Traducida al franc�s por Mr. Albert Savine: publicada en _Les
Heures du Salon et de l'Atelier_.

Traducida � la lengua bohemia por Mr. A. Pikhart. Un tomo.
Praga.

Traducida al ingl�s por W. T. Faulkner.

Aguas fuertes (nueva edici�n), un tomo.                                4

Traducidas y publicadas la mayor parte de estas novelitas por
_La Independencia Belga, El Diario de Ginebra, El Correo
de Hannover, Hlas N�roda, Lumir_ y otros peri�dicos y revistas.

Edici�n espa�ola con introducci�n y notas en ingl�s para el
estudio del espa�ol en Inglaterra y Estados Unidos, por W. T.
Faulkner. Un tomo. New-York.

Jos� (nueva edici�n), un tomo.                                         4

Traducida al franc�s por Mlle. Sara Oquendo y publicada en la
Revue de la Mode. Par�s.

Traducida al ingl�s por M. C. Smith. Un tomo. New-York.

Traducida al alem�n y publicada en _Interhaltungs-Beilage_.

Traducida al holand�s por Mr. Hora Adema y publicada en Het
_Nieuws van den Dag_. Amsterdam.

Traducida al sueco por A. Hillman. Un tomo. Stockolmo.

Traducida al portugu�s por Cunha e Costa. Publicada en _Revista
da Semana_. R�o de Janeiro.

Traducida al tcheque por A. Pikhart. Un tomo. Praga.

Edici�n espa�ola con prefacio y notas en ingl�s para el estudio
del castellano en Inglaterra y Estados Unidos, por el profesor
Mr. Davidson. Un tomo. New-York. London.

Riverita (nueva edici�n), un tomo                                      4

Traducida al franc�s por Mr. Julien Lugol: publ. en la _Revue
Internationale_.

Maximina (nueva edici�n), un tomo.                                     4

Traducida al ingl�s por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York.

El Cuarto Poder (nueva edici�n), un tomo.                              4

Traducida al holand�s por Mr. Hora Adema. Un tomo. Amsterdam.

Traducida al ingl�s por Miss Rachel Challice. Un tomo. New-York.
Nueva edici�n inglesa. _Grant and Richards_. Londres.

La Hermana San Sulpicio (nueva edici�n), un
tomo.                                                                  4

Traducida al franc�s por Mme. Huc con prefacio de Emile
Faguet, de la Academie Fran�aise. Un tomo. Par�s.

Traducida al ingl�s por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York.

Traducida al holand�s y publicada en _El Correo de Rotterdam_.

Traducida al sueco por Mr. A. Hillman. Un tomo. Stockolmo.

La Espuma (nueva edici�n), un tomo.                                    4

Traducida al ingl�s por Clara Bell. Un tomo. London.

La Fe, un tomo.                                                        4

Traducida al ingl�s por Miss I. Hapgood. Un tomo. New-York.

Traducida al alem�n por Mr. Albert Cronau. Un tomo. Leipzig.

El Maestrante, un tomo.                                                4

Traducida al franc�s por Mr. J. Gaure, con un estudio preliminar
de Mr. Bordes. Un tomo. Par�s.

Traducida al ingl�s por Miss Challice. Un tomo. London.

El Origen del Pensamiento, un tomo.                                    4

Traducida al franc�s por Mr. Dax Delime: publicada en la _Revue
Britannique_.

Traducida al ingl�s por I. Hapgood: publicada en _The Cosmopolitan_,
con ilustraciones de Cabrinety.

Los Majos de C�diz, un tomo.                                           4

Traducida al holand�s por Mary Hora Adema. Un tomo. Amsterdam.

La Alegr�a del Capit�n Ribot, un tomo.                                 4

Traducida al franc�s por C. du Val Asselin: publicada en _Le
Gaulois_.

Traducida al ingl�s por Minna C. Smith. Un tomo. New-York.

Traducida al holand�s por el Dr. A. Fokker. Un tomo. Amsterdam.

Edici�n espa�ola con notas en ingl�s y vocabulario para el estudio
del castellano, por los profesores Morrison y Churchman.
Un tomo. New-York. London.

La Aldea perdida, un tomo.                                             4

Trist�n � el pesimismo, un tomo.                                       4

Semblanzas literarias (nueva edici�n), un tomo.                        4




OBRAS COMPLETAS

DE

D. ARMANDO PALACIO VALD�S

TOMO XI

SEMBLANZAS LITERARIAS

MADRID

Librer�a general de Victoriano Su�rez.

PRECIADOS, N�MERO 48

1908

ES PROPIEDAD DEL AUTOR.

MADRID.--Hijos de M. G. Hern�ndez, Libertad, 16 dup�, bajo.

[Illustration]




TREINTA A�OS DESPU�S


[Illustration: L]LEGO � la reimpresi�n de estas semblanzas, escritas y
publicadas treinta a�os ha, con la curiosidad burlona y tambi�n con el
enternecimiento con que descubrimos en el desv�n de nuestra casa el
caballo de cart�n que hemos montado en la ni�ez. �Oh cielos, cu�nto me
he divertido cabalgando sobre mi pluma irresponsable en aquel tiempo
feliz! �Cuan dulce poder soltar la carcajada en una reuni�n prevalidos
de nuestra insignificancia! Despu�s crecemos, adquirimos seriedad,
reputaci�n, pero huye la alegr�a, y gracias que no sea en compa��a del
talento.

Parece que me estoy viendo discurrir por aquel amplio corredor del
Ateneo, en la calle de la Montera, pobremente esterado, sin m�s
decoraci�n que los libros encerrados en estantes de pino. Conmigo pasean
otros cuantos seres insignificantes, y juntos todos formamos un grupo de
una insignificancia escandalosa. Por aquel pasillo cruzan � cada
instante enormes personajes, estadistas, oradores, acad�micos cuyo
rostro se frunce al pasar � nuestro lado. �Por qu� se frunce? Aquellos
personajes nos detestan porque disputamos �de lo que no entendemos� y
acaparamos las revistas extranjeras. Algunos, sin embargo, son buenos y
cari�osos para nosotros, y el m�s bueno y cari�oso de todos y el m�s
sabio al mismo tiempo es aquel var�n magn�nimo que se llam� D. Jos�
Moreno Nieto. All� estaba siempre sentado en el rinc�n de la Biblioteca
como un sacerdote en su confesonario esperando afablemente � todo el que
quisiera molestarle. Con �l consult�bamos nuestras dudas cient�ficas,
nuestros planes de estudio � ensayos literarios. No era avaro, no, de su
talento y de su ciencia. �Pobre D. Jos�! �Qu� suma de indulgencia se
necesitaba para sufrir nuestra petulancia y no mandarnos � paseo!

Pero hab�a otros, como he dicho, no tan pacientes y nos hac�an
ostensible su desprecio y nos dirig�an miradas furibundas cuando
os�bamos entrar en las salas de conversaci�n. Tanto que desesperados un
d�a resolvimos declararnos independientes y conquistar tambi�n nuestro
terru�o.

Hab�a en aquel vetusto caser�n de la calle de la Montera una estancia
grande y l�brega con balcones � un patio que serv�a de trastera. All�
decidimos plantar nuestra tienda. Dicho y hecho. Una tarde, � la hora en
que no hab�a llegado todav�a ninguno de aquellos odiosos viejos
(llam�bamos viejos �ay! � los hombres de treinta � cuarenta a�os),
penetran cautelosamente en el Ateneo una docena escasa de valerosos
j�venes, se dirigen impetuosamente � la trastera, la limpian en un abrir
y cerrar de ojos de las sillas decr�pitas y mesas patizambas que all�
dorm�an bajo el polvo, ahuyentan tambi�n �ste con escobas; luego se
lanzan imp�vidos al asalto de los salones, roban, pillan, escamotean, y
en otro abrir y cerrar de ojos queda amueblada y decorada con relativo
lujo aquella _cacharrer�a_ que no tard� en hacerse famosa en Espa�a. Los
criados contemplaban con espanto el saqueo; el conserje se mesaba los
cabellos exclamando: ��Dios m�o, qu� dir� el secretario!� Uno de
aquellos chicos, el de voz m�s bronca (porque ya hab�a llegado � la
muda), se yergue altivo al oir esto y ahuec�ndola cuanto pudo y
empin�ndose sobre la punta de los pies deja caer como gotas de hierro
incandescente estas palabras: �D�gale usted al secretario (pausa),
d�gale usted al secretario... �que no le conozco! Despu�s de tan
arrogante respuesta que nos hizo recordar la de Le�nidas al emisario de
Jerjes, volvi� la espalda con infinito desprecio y el conserje qued�
anonadado.

Nuestra audacia impuso respeto � los _viejos_ � tal vez les hizo reir.
Lo cierto es que al d�a siguiente nos enviaron � guisa de burla, como
regalo, el retrato al �leo de D. Juli�n Sanz del R�o, fil�sofo tan
profundo como feo, importador en Espa�a de la filosof�a de Krause. �
estas horas pocos recuerdan en el mundo � Sanz del R�o ni � Krause, pero
en aquella fecha eran tan odiados de los hombres de orden como hoy lo
son los anarquistas, y sus preceptos �vive una vida �ntegra�, �realiza
tu esencia�, etc., inspiraban el mismo terror que las bombas de
dinamita. Nosotros acogimos con j�bilo al laber�ntico fil�sofo y le
colgamos respetuosamente de la pared, aunque jurando con las manos
extendidas no leer jam�s su _Filosof�a anal�tica_.

Todo aquello se hundi� en el abismo del olvido y s�lo los cuatro � cinco
canosos y panzudos _cacharreros_ que paseamos por las aceras de Madrid
nos acordamos con emoci�n de aquellos d�as risue�os y nos enternecemos
hablando del retrato al �leo de D. Juli�n.

Precisamente en aquellos d�as risue�os fueron escritas estas semblanzas
sobre los negros y sobados pupitres de la Biblioteca del Ateneo.
Publicadas primero en la _Revista Europea_ y despu�s en volumen, se
agotaron r�pidamente, porque en Espa�a siempre hubo p�blico para los
azotados. Desde aquella remota fecha � la presente se me han hecho
algunas proposiciones para reimprimirlas, pero me he negado
obstinadamente � ello y aun al publicar la serie de mis obras completas
prescind� de incluirlas, hasta ahora. �Por qu� tan severa resoluci�n?
Porque estoy persuadido de que � los veintid�s � veintitr�s a�os se
puede ser un excelente poeta � tal vez un mediano novelista, pero s�lo
un detestable cr�tico. Adem�s, estas semblanzas est�n llenas de
alusiones personales de dudoso gusto, est�n escritas en general con la
arrogancia decisiva que suele caracterizarnos en los primeros a�os de la
vida. Por tales razones las hab�a condenado � eterna proscripci�n.

Pero he aqu� que en una noche de insomnio me asalt� la terrible duda que
� todos los escritores acomete m�s � menos tarde. �Si yo fuese inmortal!
pens� de improviso. �Si mis obras fuesen le�das de las generaciones
venideras! Entonces no s�lo se reimprimir�a cuanto yo he escrito, sino
que se buscar�an, se recoger�an y se publicar�an las cartas que he
dirigido � mis amigos y �qui�n sabe! hasta los billetitos amorosos; hay
eruditos capaces de las mayores infamias. Pensar esto y sentir inundado
mi cuerpo de un fr�o sudor entre las s�banas fu� todo uno. No existe
hombre en el mundo que haya escrito m�s simplezas � sus amigos, pero
estas simplezas no son comparables con las que he escrito � las amigas.
Mis huesos se ruborizar�an dentro de la tumba, estoy seguro de ello. Tan
desazonado me dej� tal pensamiento, que � la ma�ana siguiente encontr�
paseando con sus nietos por el Retiro � una venerable se�ora � quien en
otro tiempo dirig� por escrito una declaraci�n de amor, y me cost�
trabajo no acercarme � ella y suplicarle por el de Dios, ya que no por
el m�o, que me devolviese la ep�stola si es que la conservaba. Por
supuesto, ahora me miro mucho cuando escribo cartas, pensando en que
andando el tiempo han de ser publicadas, y si alg�n conocido me escribe
una pidi�ndome prestadas cien pesetas adopto el estilo m�s puro y m�s
cl�sico, imitado de Hurtado de Mendoza, para responderle que no me es
posible envi�rselas.

Desde esta fecha me di � imaginar que era menester reimprimir las
presentes semblanzas. Para animarme � ello me he dicho � m� mismo
repetidas veces que los pecados de la juventud son letras de cambio que
se pagan indefectiblemente en la vejez. Puesto que yo he cometido
algunos, debo valerosamente sufrir las consecuencias. Al lado de este
motivo generoso, levanta la cabeza su compa�ero eterno, el motivo
ego�sta y s�rdido. Si este volumen de semblanzas ha de reportar algunas
ganancias, �no es preferible que estas ganancias caigan en mi bolsillo
antes que en el de un editor profano que las desentierre?

He aqu� pues, lector, este libro de semblanzas que te vuelvo � ofrecer
al cabo de tantos a�os. Si eres viejo sentir�s cierta melancol�a
hall�ndote de nuevo frente � los hombres que amabas � aborrec�as en tu
juventud y � quien siempre escuchabas con inter�s. Si eres joven
sonreir�s desde�osamente al ver la importancia que entonces conced�amos
� ciertos hombres absolutamente desconocidos para ti. No te equivoques,
sin embargo; lo que ahora sucede, suceder� m�s tarde y suceder� siempre.
�Cu�ntos de los personajes que hoy provocan tu admiraci�n � tu c�lera se
salvar�n del olvido? En conciencia puedo decirte que aquellos hombres
por m� zaheridos no ten�an m�s talento que los que ahora figuran en las
letras y en la pol�tica, pero te afirmo igualmente, con la mano sobre el
coraz�n, que eran menos pedantes. En cuanto � los por m� ensalzados,
d�me, �qui�nes son actualmente los sustitutos de Zorrilla, de Castelar y
Campoamor?

Este libro viene � ser un camposanto. De los muchos varones que aqu� se
estudian y de los otros � quien se alude, s�lo tres � cuatro pertenecen
todav�a al mundo de los vivos. Un sentimiento de verg�enza que semeja
remordimiento me acomete al entregar de nuevo � la publicidad estas
s�tiras de oradores y escritores que ya han descendido � la regi�n de
las sombras. Pero todos ellos comprender�n ahora que en mi coraz�n
juvenil no hab�a ni un grano de odio. Yo no era entonces m�s que un ni�o
travieso y poco respetuoso. Por eso cuando en breve me presente delante
de ellos en ese lugar oscuro donde vagan las sombras de los h�roes,
estoy seguro de que todos me tender�n la mano. Quiz� me pidan con af�n
noticias del Ateneo y de los h�roes actuales de la literatura. Quiz�
suspiren como Aquiles murmurando que vale m�s una noche pasada
discutiendo _lo predominantemente subjetivo_, aunque haya cr�ticos que
se burlen de sus discursos, que cien a�os trascurridos m�s all� de la
laguna Estigia.

[Illustration]

[Illustration]




LOS ORADORES DEL ATENEO




PROEMIO


[Illustration: E]L Ateneo Cient�fico y Literario de Madrid ha
manifestado en los �ltimos cursos una vida y animaci�n � que no
est�bamos acostumbrados los que tristemente discurr�amos en a�os
anteriores por sus desiertos pasillos. Casi diariamente resuenan las
voces de sus oradores por los �mbitos del espacioso, aunque irregular,
sal�n consagrado � la c�tedra, y trasformado ahora en candente arena de
estos palenques cient�ficos. La discusi�n no queda encerrada tampoco en
el ceremonial de las formas acad�micas, sino que, desencadenada y movida
por los huracanes de la pasi�n, sale � los pasillos consiguiendo
arrebatar los cerebros de aquellos que, por carecer de facundia � por
modestia, no tercian en el p�blico certamen. En privado, as� como en
p�blico, l�branse formidables batallas, en las cuales se combate con
todo el entusiasmo de la idea, aunque algunas veces, fuerza es decirlo,
se sustituye �ste por otro menos noble, el de los bandos pol�ticos � el
que origina las heridas del amor propio. Esparcidos aqu� y all� por los
divanes y butacas del establecimiento, suele verse � �ltima hora
empolvados, deshechos, aporreados y casi sangrientos � los campeones de
la noche, sorbiendo con ansia el agua fresca, mientras alguno que otro,
de pulm�n m�s robusto, manteni�ndose a�n en pie frente � estos
desgraciados, descarga sobre ellos con extra�a ferocidad los golpes de
remate. No pocas veces demand� gracia para algunos cuya inflamada pupila
nos anunciaba la nube de argumentos que por su cabeza corr�a, sin que
esta temerosa nube lograse rociar con algunas gotas sus exhaustos
gaznates, y les pusiera en condiciones de revolverse contra su duro
adversario.

Deb�tense en esta culta Sociedad los m�s arduos � interesantes problemas
de la ciencia; pero obs�rvase el, � primera vista, extra�o fen�meno de
que todas sus discusiones, previamente anunciadas en un tema concreto,
vienen precipitadamente � parar en puro asunto teol�gico � pol�tico.
Fuertemente impresionado por estas singulares corrientes que en breve
plazo conducen siempre el tema � su disoluci�n, trat� de inquirir la
causa, y no cifrando gran confianza en el dictamen de mi pobre raz�n,
busqu� el parecer de los m�s doctos. La mayor�a se inclin� � creer
noblemente que la trascendencia de tales temas, la irresistible
atracci�n que ejercen sobre el esp�ritu en estos cr�ticos tiempos y su
actualidad, sobre todo en nuestra Espa�a, donde � la hora presente
teolog�a y pol�tica andan sobradamente confundidas, son parte bastante �
explicar los extrav�os de nuestro pensamiento. Los menos y con peor
intenci�n, quisieron ver en ello pruebas claras de nuestra insuficiencia
para ahondar con profundo y delicado an�lisis en un determinado punto de
la ciencia. Nuestros lectores optar�n entre las dos contrarias teor�as,
aunque � mi ver no ser�a dif�cil hallar elementos de verdad en ambas.

Lo cierto de todo es, como digo, que las discusiones marchan en completo
y general desorden. Cada cual, sin preocuparse de nada del tema
discutido, verdadero n�ufrago en estas borrascosas sesiones, teje como
puede un discurso y encomienda � la Providencia la convicci�n de sus
oyentes. Dudo que exista pa�s en el mundo donde se hable tanto y tan
bien como en Espa�a, pero seguro me encuentro de que en ninguno se
recaba menos de tanta oratoria. Consiste esto en que la forma, el
aspecto art�stico de la oratoria espa�ola, absorbe y avasalla su fondo
cient�fico, el cual se halla primorosamente velado, pero velado al fin,
por las hermosas galas de una ret�rica desenfrenada.

En ning�n otro pa�s m�s que en Espa�a, y para encarecer � los
representantes de la Naci�n la conveniencia de votar un impuesto sobre
el aguardiente, trae el orador � cuento, flotando en un mar de rizadas
ondas, las primitivas construcciones pel�sgicas, el monote�smo de la
raza sem�tica � los cuadros del Correggio. Los oradores espa�oles no
hacen obras de ciencia, sino obras de arte, y como artistas deben ser
juzgados. De este modo nos explicamos el deleite con que hemos asistido
estos cursos � las sesiones del Ateneo, y � la par el insignificante
ardor cient�fico que lograron despertar en nosotros. El p�blico, artista
tambi�n como los oradores, aplaude con frenes� los per�odos tersos, las
brillantes im�genes, la m�mica fogosa; en cambio repugna el argumento
recto y descarnado y el an�lisis detenido del asunto. Hay una derecha y
hay una izquierda. Sentada la una enfrente de la otra, se miran con
recelosa antipat�a, y tienen por costumbre aplaudir tan s�lo � sus
respectivos oradores. Excusado ser� advertir que los a�os de las
personas que en la derecha se sientan suman bastante m�s que los de
aquellos que tienen su asiento en la izquierda. Esto no obstante, el
ardor, el entusiasmo y aun la intransigencia es igual por ambas partes.

Y cuenta que esto no lo decimos � modo de censura, porque estamos bien
convencidos de que estos fuegos y arrebatos salen del fondo mismo del
car�cter nacional, de cuyas grandezas participan muchos, de cuyos
defectos y peque�eces todos participamos. No creemos posible, seg�n lo
expuesto, que la ciencia gane mucho en las sesiones del Ateneo, donde
sus m�s intrincadas cuestiones se discuten; pero en cambio suponemos
que el arte, ese fantasma divino que logr� arrastrar siempre con
predominio los deseos y las fuerzas de nuestra patria, tendr� que
agradecer � este centro literario un culto desinteresado y devot�simo.
En buen hora que se nos hagan ver los peligros sin cuento que la verdad
corre entre tanta magnificencia y suntuosidad; por cima de todo flotar�n
siempre las bellezas reales que hemos sabido crear.

Nuestra oratoria recorre en toda su extensi�n la colosal escala trazada
para esta manifestaci�n art�stica. Oradores, cuya sutil iron�a asuela y
abrasa, tenemos, y tambi�n poseemos esos grandes artistas, verdaderos
magos de la palabra, que en todas ocasiones saben rodearse de hermosas y
nunca pensadas im�genes que encantan y transportan el alma. El
instrumento que exterioriza los vuelos de esta fantas�a con su
majestuosa dulzura y sonoridad, realza la obra del orador, y la coloca �
la par � por encima de los m�s acabados modelos del arte cl�sico.

Fijo en estas consideraciones, pienso mostrar en las p�ginas siguientes
algunas observaciones sobre varios de los oradores que han terciado
durante los �ltimos cursos en los debates del Ateneo. No aspiro � hacer
retratos, que harto dif�cil lo considero para mi humilde pluma. Busco
tan s�lo el medio de echar � volar algunos pensamientos que me
ocurrieron al escuchar los discursos pronunciados en las veladas del
Ateneo. Excusado parecer� a�adir, despu�s de lo expresado, que mi punto
de vista ser� principalmente art�stico. Esto no obstante, tratar�,
hasta donde me sea posible, de hacer ver, � la par que los m�ritos
art�sticos de cada orador, las tendencias m�s caracterizadas de su
inteligencia, � sea el rumbo que actualmente sigue en el oc�ano del
pensamiento humano. Bajo uno y bajo otro aspecto, aunque mucho pueda
aplaudir, algo tendr� tambi�n que censurar; mas har� de modo que estas
censuras, ni tengan su ra�z en la pasi�n, ni se presenten tan agrias que
puedan herir ninguna susceptibilidad.

[Illustration]

[Illustration]




D. MIGUEL S�NCHEZ


[Illustration: C]IERTA noche, y en ocasi�n que el se�or S�nchez ped�a la
palabra, o�mos decir � nuestro lado: �Este se�or cura padece una
equivocaci�n; se dirig�a � San Luis y entr� distra�do en el Ateneo�.

No es exacto, sin embargo, lo que el mordaz interlocutor trataba de
significar. El Sr. S�nchez (� el Padre S�nchez, que as� es como
generalmente se le conoce) nada tiene de orador sagrado, si no es cierta
pastosidad de voz y melifluidad de tono, y el empleo de algunas frases,
como las de mansedumbre por humildad, misericordia por compasi�n, y
otras tales que trascienden de una legua � p�lpito.

Por lo dem�s, �qui�n podr� dudar que el Sr. S�nchez abandon� totalmente
las formas arcaicas de la C�tedra Santa para aceptar con amor la nueva
fase de la apolog�tica cat�lica? No se trata ya de hinchadas �
indigestas pl�ticas, sembradas de m�sticos ejemplos donde Satan�s juega
por lo com�n papeles de melodrama, de s�miles b�blicos y latines
macarr�nicos, no; la moda, que todo lo invade, como me propongo
demostrar en ocasi�n propicia, se ha introducido por la mohosa cancela
de las catedrales y ha sugerido � los defensores de la verdad cat�lica
nuevas y radicales reformas en su piadosa estrategia. La Iglesia hab�a
pose�do hasta ahora santos padres, doctores y m�rtires; pero carec�a de
guerrilleros de la palabra, y los tiempos actuales se los han
suministrado.

Los modernos paladines del Catolicismo no se aperciben � la batalla,
como los antiguos, demandando al cielo fuerzas en medio de fervorosas
oraciones y �spera penitencia, sino que afilan su lengua en las peleas
del _meteeng_, y adiestran su pluma en las turbulencias del periodismo
candente. Los ap�stoles � iluminados de otros d�as, son actualmente
polemistas irascibles y batalladores. Los que fecundaban antes con su
preciosa sangre los campos de la religi�n, riegan con bilis ahora la
arena del debate. Los apologistas cat�licos se creen en el deber de
aceptar las condiciones en que hoy se les ofrece la lucha, y mantienen
en tensi�n constantemente el arco que tiene aparejado el dardo del
sarcasmo � del ultraje.

El Sr. S�nchez ha entrado de lleno en los derroteros de la nueva
apolog�tica. No pertenece � la escuela de San Anselmo y San Bernardo;
pero, en cambio, es disc�pulo aprovechado de Luis Veuillot. Hace
bastantes a�os que esgrime su palabra, sutil y revoltosa, en el Ateneo
de Madrid, si bien ha padecido un prolongado mutismo, ocasionado, � lo
que parece, por la suspicacia clerical. No merecen los honores de
batallas las luchas en que interviene, porque no entra en sus miras
presentar el pecho al enemigo, pero sabe preparar con destreza una
emboscada y evitar los m�s certeros golpes. No para mientes jam�s en las
doctrinas, sino en la persona que las representa, y � ella asesta luego
sus malignas estocadas. El Padre S�nchez entiende que la discusi�n es un
pugilato donde el laurel de la victoria debe adjudicarse al que m�s
aporrea � su adversario.

Es un polemista escabroso; un defensor audaz del antiguo r�gimen; tiene
bastante nervio dentro del g�nero especial de su oratoria, y maneja con
�xito ese estilo, ora m�stico, ora volteriano, que por medio de
intencionadas burlas � incesantes sarcasmos pretende inculcarnos el amor
de Dios y del pr�jimo.

Cuando escuchamos las picantes alusiones, las sangrientas diatribas con
que el P. S�nchez maltrata � sus adversarios pol�ticos, nuestro
pensamiento se remonta sin darnos cuenta de ello � los primeros tiempos
del Cristianismo. Y contemplamos la figura apacible del Redentor, y
escuchamos la dulce y persuasiva voz que nos ordena amarnos los unos �
los otros; y vemos tambi�n sobre el fuste marm�reo de una columna �
aquellos ejemplares varones que salieron del mundo vivos en fuerza de
mirar al cielo. �Oh santos Estilitas! �Cu�ntas veces se hubiera
desplomado el P. S�nchez de vuestra memorable columna; �l que tan fijos
tiene sus ojos en la tierra!

La verdad de todo es que estos detractores irreconciliables de la
revoluci�n, son en el fondo esp�ritus revolucionarios. Comp�rese, si no,
la forma en que el Cristianismo se difund�a en sus primeros tiempos con
el m�todo que hoy adoptan sus ap�stoles para esparcirlo por el orbe, y
se notar� con claridad la profunda revoluci�n que en su modo de ser y de
propagarse se ha operado. Bajo este sentido, el Padre S�nchez es un
demagogo del apostolado, un descamisado del Catolicismo. Su temperamento
no le llevar� seguramente al desierto � vivir con ra�ces y frutas y �
gozar de los inefables misterios de la soledad y del �xtasis, antes
bien, le arrastrar� constantemente hacia el choque ruidoso y apasionado
de las ideas, hacia la invectiva, hacia la s�tira. Es un fan�tico del
pasado con instintos y lenguaje democr�ticos.

Con estos procedimientos irrespetuosos, con esta fecundidad de invectiva
y esta agudeza que le caracterizan, el orador cat�lico logra despertar
en alto grado la curiosidad del auditorio. En Espa�a nada hay que nos
regocije tanto como oir en la calle unos tiros � una desverg�enza:
estamos �vidos de sensaciones fuertes; la monoton�a nos causa terror;
queremos, en una palabra, divertirnos. Y hay que convenir en que nada
m�s divertido que las fil�picas con que el P. S�nchez flagela � los
enemigos del absolutismo. No extra�e, pues, que en la sala del Ateneo se
espere un discurso suyo con la risue�a impaciencia con que en el teatro
se aguarda en pos de un drama un sainete.

De este modo, con las armas de la iron�a, con las donosuras del gracejo,
con los excesos de la pasi�n, quiere servir nuestro orador al
Catolicismo sin comprender que lo rebaja al nivel de secta tumultuosa y
alborotada. Esto equivale � servirse de la religi�n como de un
estandarte bajo cuyos pliegues se lanzan al combate todos los �mpetus
del sectario, todas las genialidades del car�cter y los rencores todos
del esp�ritu. Nuestra conciencia nos dice que servir � la religi�n con
tales armas es desnaturalizarla; y el imponerle una absurda solidaridad
con el ideal absolutista es comprometerla gravemente.

No ofrece duda que en los tiempos en que vivimos, cuando las ideas
chocan con estr�pito en medio de una incesante discusi�n, y se ponen en
tela de juicio las bases fundamentales del Catolicismo, es no tan s�lo
un derecho sino tambi�n un deber de los creyentes el acudir con presteza
� su defensa. Lo que lamentamos no es que los escritores y oradores
cat�licos intervengan en la controversia, sino que se mezclen en los
ardores y desmanes que la pasi�n produce siempre, quedando al mismo
tiempo apartados de los altos y serios debates que ha suscitado la
cr�tica contempor�nea.

El Sr. S�nchez, � pesar de cuanto llevamos dicho, no es un orador
cat�lico � la moderna, en la acepci�n m�s completa de la palabra.
F�ltale para esto una condici�n esencial, la de ser lego, joven y bien
quisto de las damas. No pertenece � esa falange inquieta de fogosos
mancebos que aspiran � ser la polic�a de la Iglesia, y que, juzg�ndose
int�rpretes �nicos de la voluntad divina, vilipendian � cuantos
desconocen su autoridad en materia de fe, de costumbres y de literatura.

Su car�cter sacerdotal le impide afectar ese buen tono y exquisita
cortesan�a en la intemperancia misma que tanto brillo comunica � los
ap�stoles con bigote y rizada cabellera.

Se dice que el paso por el seminario imprime un sello de tal modo
indeleble, que ni el cambio m�s radical en las opiniones y en los
h�bitos alcanzan � borrarlo. Calc�lese, pues, qu� claro se ver� este
sello en el Sr. S�nchez, cuando ning�n cambio se ha operado, ni
esperamos que se opere, en sus concepciones mundanas y extramundanas.
Cuando se le ocurre discutir alguna doctrina (lo cual repetimos que rara
vez acontece), saca todo el arsenal de argucias y sofismas con que le
abastecieron en sus juveniles a�os los maestros de la escol�stica. Si se
le cita un hecho que perjudica � la doctrina que sustenta, lo niega; si
se le demuestra, _distingue_; y cuando los distingos no bastan, replica:
�...m�s eres t��. Manifiesta gran predilecci�n por la historia, pero la
historia del Padre S�nchez no es historia, sino una especie de c�mara
oscura, muy oscura, donde todo se ve cabeza abajo. � tal �nclito var�n,
cuya memoria honra la humanidad desde largo tiempo, se le ve,
terriblemente ataviado con cuernos y rabo, comerse los ni�os crudos. �
tal otro bellaco que en su vida ha hecho m�s que picard�as y ruindades,
se le contempla por arte de encantamento trasformado en santo. Profesa,
en cambio, una aversi�n casi sagrada, por lo inmensa, � la poes�a. Se
comprende bien. Los poetas son los profetas de nuestra edad, y el Padre
S�nchez es todo lo contrario de un profeta. Tan lejos lleva nuestro
orador esta aversi�n, que todo cuanto de malo encuentra en los discursos
de sus contrarios no es m�s que poes�a, pura poes�a, como �l dice
afectando el m�s profundo desprecio. Los dedos se le tornan poetas. �Un
d�a se le ocurri� llamar poeta al Sr. Figuerola!

En lo referente � la demostraci�n de las ideas, profesa este orador
ideas muy singulares. La prueba de que una idea es verdadera, no
consiste para �l en que sea rigurosamente l�gica y se imponga desde
luego al esp�ritu como cierta. Precisa que vaya acompa�ada, adem�s, de
un texto donde se apoye, cuyo texto deber� citarse en toda regla, esto
es, con la p�gina, cap�tulo, libro, edici�n, archivo, etc. �l as� lo
practica; mas o� decir en los pasillos � un sujeto (probablemente aquel
mismo socio mordaz que cierta noche le llamaba se�or cura) que el Padre
S�nchez es una verdadera especialidad en la invenci�n de citas. No creo
que esto pase de cuchufleta.

Sea de esto lo que quiera, con tales maneras y otras parecidas, el Padre
S�nchez no convence � nadie, pero logra excitar la hilaridad del
auditorio, y bien conocidas son las deferencias y respetos que en
nuestro pa�s se guardan � quien se da bastante ma�a para hacernos pasar
un rato divertido.

Una observaci�n para terminar. El g�nero agresivo y picante de la
oratoria del Sr. S�nchez, m�s que � la condici�n de su car�cter, cuya
nobleza y sinceridad reconocemos, responde � las tradiciones constantes
de la escuela en que milita. Sirva esto de alivio y descargo para lo que
se halle de acerbo en nuestra censura.

[Illustration]

[Illustration]




D. SEGISMUNDO MORET Y PRENDERGAST


[Illustration: P]ENETRAMOS en el florido vergel de la poes�a, en el
recinto deleitable y ameno donde se albergan los genios seductores de la
elocuencia. Llegamos al m�s suave y armonioso de nuestros oradores.

No es �guila soberbia que lanza su vuelo impetuoso por las regiones del
aire; no es el rayo de sol ardiente que abrasa los tiernos p�talos de la
flor; no es la ola gigantesca que forja el mar en su embravecido seno y
brinca espumosa sobre el inmoble escollo. Es el malv�s alirrojo que
entona su c�ntico dulce y mon�tono, oculto entre las frondas de un tilo;
es el rayo tenue de la luna que esparce sosiego por el valle; es la onda
cristalina que expira sin estr�pito en la playa.

�De d�nde viene? De la libertad. �Qui�n no recuerda aquel grupo de
j�venes inteligentes que en los albores de una revoluci�n rodeaba el
estandarte de la libertad? Uno de estos j�venes, por la distinci�n de su
figura, singularmente interesante, por el encanto que sab�a comunicar �
su palabra, siempre florida y persuasiva, arrastraba hacia s� todas las
miradas y todos los entusiasmos. �Qui�n es entre nosotros el que no le
ha visto subir � la tribuna acompa�ado de ese murmullo lisonjero con que
la simpat�a impone silencio � la atenci�n? Su cabeza, delicadamente
bella, irradiaba inteligencia; su mirada, un poco vaga y so�adora,
buscaba instintivamente la luz que entraba por el medio punto del sal�n
como para suplicarla que iluminase su pensamiento. Su palabra, confiada
y vibrante, corr�a sobre los abismos temerosos de la pol�tica como un
incauto ni�o que no percibe el peligro que le cerca.

Moret no es un orador parlamentario. F�ltale malicia, s�brale fantas�a y
elevaci�n para terciar en esas peleas nobles muchas veces, � veces
tambi�n indignas, en que se agitan los intereses pol�ticos. Carece en
absoluto de esa decantada habilidad, que mejor llamar�amos astucia, con
que, � guisa de ganz�a, consiguen abrir hoy nuestros pol�ticos las
puertas del alc�zar gubernamental. Si ha entrado en �l alg�n d�a, fu�
deslumbrando con el brillo de su palabra � los astutos enanos que lo
guardaban. Arroj�ronle de all� m�s tarde explotando malignamente su
candidez. Tampoco posee esa energ�a y firmeza que en el fragor de la
lucha pone en suspensi�n � los contendientes, ni con fogosos arrestos
tritura y despolvorea las doctrinas de sus contrarios. Es un tribuno
aristocr�tico que s�lo produce efecto entre los esp�ritus cultos y un
tanto iniciados en los refinamientos del lenguaje. Y en verdad que �ste
responde con solicitud tan primorosa � los soplos m�s leves de su
pensamiento, � sus matices m�s desva�dos, como las cuerdas del arpa
contestan exhalando dulces notas � la blanca mano que las hiere.

La oratoria del Sr. Moret no tiene trascendencia en el sentido de que
despierte el pensamiento para nuevas y m�s profundas concepciones.
Lim�tase � recoger del suelo una idea generosa para arrojar sobre ella
la luz de su inteligencia y ofrec�rnosla adornada con todos los colores
del iris y todas las magias del arte. De este modo, mejor que con
profundas y sabias disquisiciones, sirve � las ideas haci�ndolas amables
y simp�ticas para todos. Su claro pensamiento tiene la virtud de disipar
las nieblas con que la malicia y el error las cubren. La libertad es la
musa que inspira todas sus oraciones. Esta musa, que por capricho
inescrutable se ofrece las m�s de las veces � la vista de sus oradores
como deidad sangrienta y vengativa, como �ngel exterminador y ministro
de la voluntad del pueblo destinado � dar muerte � los primog�nitos del
privilegio y de la fortuna, se presenta � los ojos del joven tribuno y �
los de aquellos que la gala de su elocuencia encadena, como �ngel de
ventura que trae en su mano, no la tea del exterminio, sino el olivo de
la paz.

�Grande y poderoso influjo el de la elocuencia! � su poder no se allanan
los pe�ascos ni se aplacan los irritados mares, pero hay algo que se
mitiga y se aplaca m�s duro que los pe�ascos y m�s irritado que los
mares: el coraz�n del hombre!

El Sr. Moret es un gran orador; pero nada m�s que un orador. Ha tenido
la desgracia de nacer � la vida de la inteligencia en una �poca en que
las aspiraciones m�s nobles del esp�ritu moderno se hallaban
representadas por la escuela que tom� el nombre de economista. Y digo
desgracia, porque no es mucha fortuna ciertamente para nuestra juventud
el que haya de percibir la luz de la ciencia siempre de reflejo y al
trav�s de los cristales que el curso de las circunstancias le
interponen. En los comienzos del siglo los j�venes que en nuestra patria
amaban la cultura y ocupaban su esp�ritu con los problemas que arrastra
consigo eran c�ndidos descre�dos y reformadores ilusos. Miraban por el
cristal de la Enciclopedia y no alcanzaban � ver m�s que negaciones en
el vasto campo de la naturaleza. M�s tarde lleg� hasta aqu� la ola de la
escuela economista y arrastr� consigo � la flor de nuestros pensadores
que navegaron incautos sobre su turgente espalda, sin comprender � qu�
abismo de anarqu�a y ego�smo nos conduc�an sus falaces armon�as.
�ltimamente la amplitud que de poco � esta parte han tomado los estudios
de medicina introdujeron aqu� de soslayo la gallina del positivismo,
que con tal extra�a fecundidad va empollando en nuestras tierras, como
se advierte por el n�mero de pollos que en el d�a hacen profesi�n de
incr�dulos.

Todas estas direcciones, imposible fuera negarlo, corresponden en la
esfera del conocimiento � otros tantos puntos de la realidad. Pero
tienen la desdichada ocurrencia de aspirar al monopolio de toda ella,
por lo mismo que en Espa�a van campeando sucesivamente sin mantener las
luchas incesantes � que otras escuelas rivales las provocan en los dem�s
pa�ses, y consiguen de esta suerte hacerse insoportables y odiosas para
los esp�ritus que buscan imparcial y seriamente la verdad.

El Sr. Moret puso al servicio del individualismo las prodigiosas
aptitudes con que la Providencia le dotara, cuando el individualismo era
el �nico pan que se ofrec�a � los hambrientos de la inteligencia.
Sinti�se vencido por aquella serie de hermosos sofismas con que el
optimismo individualista nos llevaba � la felicidad sin movernos del
sitio, sin hacer otra cosa que presenciar inm�viles el desenvolvimiento
de las leyes que llamaban naturales. Parodiando � la inversa la frase de
Mahoma, dec�an: �No vay�is � la felicidad; dejad que la felicidad venga
� vosotros�. Y, no obstante, ninguna de las cualidades morales del Sr.
Moret acusa un individualista. Un esp�ritu como el suyo, generoso y
arm�nico, m�s apto parece para la iniciativa de alg�n noble y
filantr�pico proyecto que para la expectaci�n fr�a y calculada que la
antigua escuela econ�mica impon�a � sus afiliados.

Escuchad � ese orador ameno y elegante, saboread la ambros�a de su
dicci�n, extasiaos ante ese conjunto de hermosas im�genes que surgen
bullidoras al conjuro de su encantada fantas�a, y sabed despu�s que ese
orador tan delicado, ese esp�ritu tan po�tico es... un hacendista.

S�; el Sr. Moret se ha consagrado � la ciencia financiera, ha sido su
int�rprete en la Universidad de Madrid y su ministro en las esferas del
poder. �Podr� darse mayor desdicha para la poes�a, quiero decir, para la
Hacienda!

�Por qu� es el Sr. Moret un financiero? Preguntad � la m�s fragante de
las flores, � la suave madreselva, por qu� despide su perfumado aroma
entre las aguzadas espinas de una zarza; preguntad � la perla por qu�
oculta sus bellezas en el fondo de un molusco repugnante; preguntad por
qu� de un matem�tico profundo se forma de s�bito un poeta dram�tico.

Arcanos y paradojas son �stos con que la naturaleza nos quiere
sorprender algunas veces.

El Sr. Moret naci� orador y se hizo financiero �, lo que es lo mismo,
naci� ruise�or y quiso ser gorri�n. Para gorri�n es demasiado fino y
atildado.

Queremos, pues, al Sr. Moret ruise�or; queremos escuchar su voz
elocuente siempre que no nos hable de deuda flotante � de emisi�n de
bonos. Queremos tambi�n contemplarle desempe�ando en la escena de la
oratoria papeles de v�ctima, porque su frase, siempre mel�dica y
regalada, no se hizo para expresar los acentos �speros y arrebatados del
tribuno batallador, ni mucho menos para engolfarse en el laber�ntico
juego de la iron�a y la s�tira.

Nada hay que nos disguste tanto como el gracejo del Sr. Moret cuando
graceja. Con aquel rostro afeminado, con aquellos ojos que, aun
queriendo reflejar malicia, siguen expresando la misma amable inocencia,
con aquel aire so�ador, con aquella voz conmovida y temblorosa que
frecuentemente se anuda en la garganta, produciendo un movimiento de
simpat�a en el auditorio, �aspira el Sr. Moret � ser zumb�n? �No
comprende que el chiste que sale de su boca suena como un suspiro?

Abandone el ilustre orador esa forma, que se hizo para almas m�s
revueltas y tempestuosas que la suya; no vuelva � introducirse
incautamente en los matorrales de la hacienda, donde su esp�ritu dejar�
el rico vell�n de la poes�a y de la elocuencia, y siga el glorioso
camino que su naturaleza le tiene trazado. Es nuestro respetuoso
consejo.

[Illustration]

[Illustration]




D. CARLOS MAR�A PERIER


[Illustration: S]UAVES ondas que bes�is las playas de la Italia, tibias
auras que mec�is los cedros del L�bano, gentiles corderillos que
trisc�is en la pradera, aroma de las flores, perfume de los campos,
venid! Vengan los elementos todos de la buc�lica, y m�jese mi pluma en
la rica miel de Ch�o y en los lagos azules de la Helvecia. No tard�is.
Ved que el orador se encuentra en pie, y yo impaciente por dar comienzo
� la semblanza.

La voz llega ya � nuestros o�dos.

Sentados bajo la frondosa y secular encina, en esas horas ardientes del
mediod�a en que el ruido de los humanos se apaga casi por completo y el
de los insectos toma proporciones sofocantes; cuando todo dormita
buscando con anhelo la sombra deleitosa, �no escuchasteis los errantes
sonidos de la flauta? Las cadencias se prolongan de un modo indefinido,
la misma frase se repite sin cesar, pero sus notas llegan unas veces
puras y vibrantes, otras, cuando atraviesan por los juncos que crecen �
orillas del arroyo, melanc�licas y vagas, estremeciendo el aire con
dulzura y cerrando blandamente vuestros ojos. Os hall�is dormidos, y
todav�a percib�s los mismos sones. Despert�is, y los segu�s oyendo.
Despu�s de alg�n tiempo, la flauta llega � ser uno de tantos insectos y
forma coro con los cantos penetrantes del grillo y la cigarra.

Trasladaos al Ateneo de Madrid, y, si no os inspira alg�n temor, sentaos
en una de esas butacas de color de cielo--�� tal punto es cierto que el
h�bito no hace al monje![1].--El Sr. Perier se levanta y da comienzo la
sinfon�a. La flauta entona con dulzura una melod�a delicada que regalar�
vuestros o�dos; mas ya se viene repitiendo cinco veces, y el artista no
piensa en buscar un nuevo tema. Despu�s de alg�n tiempo quedar�is
dormidos. Cuando abr�is los ojos, las cosas se encontrar�n probablemente
en el mismo ser y estado, esto es, las auras que vienen de la derecha
traer�n � vuestros o�dos la misma melod�a. Acontece que el artista
pretende introducir algunas variaciones en la frase; pero no me enga�a,
la percibo tan clara y tan distinta como si por vez primera saliera de
la flauta.

El Sr. Perier es, pues, un orador, pero orador de una sola cuerda, y
sobre ella nos da luengos conciertos. Orador de exordio interminable,
aunque hemos de advertir que jam�s emplear� el conocido en la ret�rica
con el nombre de exabrupto: se lo veda su exquisita cortes�a.

Que en el horizonte de las discusiones del Ateneo se deje ver un tema
por fas � por nefas relacionado con la religi�n, la familia � la
propiedad, y ya tienen ustedes � mi orador con verdadera comez�n de
acudir � la muralla de estas instituciones, para que ninguna reforma
clave en ella su bandera. Quiz� sea el m�s constante de los sitiados,
pero es carabina de chispa la que empu�a y sus fuegos no son mort�feros.
Avezado el enemigo � contemplarlo derecho sobre el muro, le dispara
saetas sin veneno, porque ni su actitud es arrogante, ni son muchas las
bajas que causa.

Esfu�rzase en pedir respeto y gracia para las sagradas instituciones que
defiende, y no demanda la muerte y el exterminio para las que combate.
Mis pl�cemes por ello. Poco hay tan destemplado y ponzo�oso como el
lenguaje de los que toman por oficio la defensa incondicional de
nuestras tradiciones. El Sr. Perier, al separarse totalmente de esta
forma, merece con justicia los elogios de todas las personas sensatas �
imparciales, porque en ello revela comprender que las instituciones de
orden y de paz, pac�fica y ordenadamente necesitan defenderse, y deja
ver, adem�s de esto, una buena fe que en vano han de alardear los que
adoptan otros modos de pol�mica.

Muy lejos, pues, de erizarlo con argumentos de mala ley, sabe envolver
con gran esmero el proyectil entre algod�n y seda, barniz�ndolo despu�s
bonitamente de aceites olorosos antes de enviarlo al enemigo. Es tan
manso y sosegado el juego de su palabra, que �sta fluye de sus labios,
como dice Homero que flu�a de los del prudente Nestor, dulce cual la
miel de las abejas.

Acab�is de entrar en una de nuestras g�ticas bas�licas, y es la hora en
que con toda pompa se oficia ante los fieles. Los c�nticos sagrados y
las plegarias fervorosas adquieren resonancia en los �ngulos del templo.
Las flores silvestres esparcidas por todo el pavimento �ofrecen mil
olores al sentido�. El incienso que arde en los pebeteros del altar
suspende por algunos instantes vuestro pensamiento, y os pone en deseo
de reclinar la cabeza para recibir en pl�cido desmayo las tristes y
graves melod�as del �rgano. Todo es paz y sosiego. Los ruidos mundanales
no quieren vibrar en aquella atm�sfera ser�fica.

Si o�s al orador de que ahora estoy tratando, experimentar�is
sensaciones an�logas. Parece que no vive en medio de la lucha de
creencias y doctrinas cuyo fragor conturba nuestros �nimos, y su
oratoria es, pudi�ramos decir, extramundana. En los momentos m�s
cr�ticos de la contienda, cuando el coraje inyecta de sangre los ojos de
los h�roes y la muerte cierne sus alas sobre el campo de batalla,
lev�ntase un orador con severo continente, saca del bolsillo una
enc�clica romana, y da comienzo � su lectura, que impasible y tranquilo
hace prolongar un buen lapso de tiempo. �Qui�n lo dir�a! Esta lectura es
la lluvia copiosa y refrescante que apaga los ardores de la tierra. En
adelante, los oradores se levantan � hablar entumecidos, y la sesi�n
figura padecer de reumatismos.

Sigamos con el agua. No escuch�is los ruidos medrosos y solemnes de
poderosa catarata que se despe�a, sino el susurro mon�tono del arroyo
que serpea entre yerbas arom�ticas, y al cual acompa�a el no menos
triste y mon�tono rumor que el viento produce en los �rboles. En vano
anhel�is nuevas y variadas emociones. El orador, como la Naturaleza,
languidece sin morir jam�s. Navegamos por el mar Muerto, sin que un
soplo de la brisa hinche nuestras velas.

Muchas veces me he preguntado: �qu� actitud pensar�a tomar el Sr. Perier
dentro de la Convenci�n francesa? Despu�s de las enrojecidas palabras de
Marat, �c�mo sonar�an sus discretas disertaciones? De aquella Monta�a
part�an torrentes espumosos y violentos huracanes. �Qu� cefirillos tan
suaves llegar�an si el Sr. Perier se viera en ella!

Las distancias que de su hom�nimo Casimiro Perier le separan son
inmensas. Aquel orador, cuya energ�a borrascosa tiranizaba � todas las
fracciones de la C�mara, se hubiera visto en grave aprieto ante la
cristiana mansedumbre de su tocayo. �Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseer�n la tierra!

Para figurarse con cierta exactitud � este orador, es indispensable
haber contemplado mucho tiempo un cielo siempre l�mpido, que si primero
serena y dulcifica nuestro esp�ritu, luego empezar� � causarnos tedio y
concluir� por abrumarnos. �Con qu� ansia pedimos entonces � ese cielo
que en sus senos profundos condense los vapores que recibe y un momento
nos cubra al astro del d�a! �Ay! �en el cielo del pensamiento del Sr.
Perier jam�s ha estallado tempestad alguna!

La dicci�n es correcta y el adem�n sosegado; pero le falta color y
animaci�n.

[Illustration]

[Illustration]




D. JUAN VALERA


[Illustration: N]O es tarea tan f�cil como � primera vista parece
trasladar al papel los rasgos salientes de un orador. Unos, como el Sr.
Perier, est�n siempre traspuestos � adormecidos, y es fuerza copiar su
semblante con la ausencia de vida que caracteriza al sue�o. Otros, de
esp�ritu agitado y sutil, como el Sr. Valera, se niegan � estarse
quietos, y con sus desordenados movimientos hacen imposible el buen
desempe�o de la obra.

Siento aprensi�n inusitada al tocar con mis torpes dedos la delicada, la
culta, la espiritual figura del se�or Valera. In�tilmente tratar� de
imitar, haciendo su semblanza, al acreditado pintor que ha enriquecido
la galer�a del Ateneo con su retrato. Confieso humildemente que no me
siento con fuerzas para reproducir embellecida la imagen del ilustre
escritor. Harto har� si consigo no empa�ar su mucho brillo.

Principio por suponer al Sr. Valera bastante sensato para no abrigar las
pretensiones de orador grandilocuente. Corto es el n�mero de los que ven
ce�idas sus sienes con una corona leg�timamente alcanzada; m�s corto a�n
el de los que pueden soportar el peso de dos � m�s. Y el renombre que el
Sr. Valera tiene adquirido como escritor brilla con luz demasiado clara
para no eclipsar el de otros astros de segunda magnitud que alguna vez
se dejan ver en el cielo de su gloria. El escritor y el orador se
confunden en el Sr. Valera, y como las condiciones exigidas para uno y
otro son muy distintas, el escritor tiene sofocado bajo su gran
pesadumbre al orador. En el Sr. Castelar encontramos un ejemplo de lo
contrario. El orador puede y debe ser exuberante en la frase, armonioso
hasta con detrimento de la precisi�n, siempre rico, f�cil y sonoro. El
prosista debe proceder con cierto rigor en el empleo de las formas
m�tricas, y huir con tacto de las asociaciones de palabras que tienen su
verdadero lugar en la oratoria. De aqu� la inferioridad del Sr. Valera
como orador. Posee todo el donaire, ingenio y flexibilidad de un
consumado prosista, pero es necesario afirmar que no tiene la afluencia,
ni la armon�a, ni la fluidez que deben adornar al orador. Es un hablador
delicioso � quien se escucha con m�s gusto en conversaci�n familiar que
sobre la tribuna. Es el rey de los pasillos. Discurriendo en aquella
atm�sfera m�s ardiente y menos hip�crita que la de la c�tedra, no tiene
rival. All� vierte el Sr. Valera el manantial inagotable de su gracejo.
Los j�venes expresan ruidosamente su alborozo; los viejos hacen el
sacrificio de su paseo: todos forman c�rculo en torno suyo y escuchan
regocijados la palabra breve, incisa y modulada por un acento andaluz
que se escapa como aguda saeta de los labios del ilustre novelista. Las
exigencias de la tribuna le embarazan sobremanera: as� que ha optado con
buen acuerdo por no satisfacerlas y convertir el discurso en sabrosa
pl�tica.

Entro � hablar ahora del esp�ritu del Sr. Valera, que, como he indicado,
no tiene poco de inextricable y enmara�ado. Las puertas de este esp�ritu
me causan cierto temor supersticioso como las de un alc�zar encantado.
Tanto pienso que hay en �l de misterioso y laber�ntico. Desde fuera se
escuchan ruidos que unas veces semejan risas, otras lamentos.

Despu�s que oigo hablar al Sr. Valera, no me preocupa tanto lo que ha
dicho como lo que dej� por decir; de suerte que cuando ha expresado un
juicio sobre alguna cuesti�n, nunca dejo de preguntarme: �Qu� pensar� el
Sr. Valera sobre esta cuesti�n? �Qui�n puede saberlo!

El car�cter del Sr. Valera no puede reconocerse en su manera de escribir
� de hablar, porque no pertenece al n�mero de aquellos que siguen la
inspiraci�n del momento, que obedecen � la palabra y no la gobiernan.
S�lo los esp�ritus superficiales se abren sin inconveniente para que la
mirada del observador penetre en ellos. La multitud los comprende y los
aplaude; pero esta facilidad con que son comprendidos significa, en
�ltimo t�rmino, que pagan tributo servil � la inspiraci�n del momento,
que carecen de esa pl�stica necesidad propia de los grandes artistas. La
multitud no puede medir jam�s el horizonte en que se mueven los grandes
esp�ritus. Consid�rese por qu� el Sr. Valera jam�s ser� un escritor
popular. El pueblo jam�s ver� al trav�s de las nieblas que flotan sobre
su esp�ritu, jam�s llegar� � descifrar la charada de su car�cter, jam�s
entender� esos refinamientos � _tiquis miquis_ (como �l los llamar�a)
psicol�gicos con que se complace en amasar sus novelas. Son muy pocas
las mujeres que han podido dar fin � la lectura de su _Pepita Jim�nez_.
Pesada � incomprensible les parece, � cuando m�s, s�lo advierten en ella
los rasgos vulgares con que se disfraza el pensamiento.

Sin que yo trate de escudri�ar lo que pasa en el cerebro del Sr. Valera,
pienso que es un esp�ritu engendrado por la civilizaci�n hel�nica m�s
que un producto del movimiento cristiano. Tiene una naturaleza demasiado
realista, y se entrega sobradamente � las alegr�as y dulzuras de la
vida, para que le seduzcan las tendencias asc�ticas, iconocl�sticas y
espiritualistas que caracterizan al cristiano. Ama y se penetra de todo
lo que vale la existencia, y goza con esa majestad propia del que tiene
conciencia de su divinidad. Tengo entendido que nuestro orador no se
macera como el padre S�nchez, priv�ndose del tabaco, del caf� y de
otros productos ultramarinos. En cuanto � aquellos otros que el sol de
Andaluc�a sazona y torna tan dulces, tampoco juzgo que sienta demasiado
horror por ellos, recordando el �ltimo cap�tulo de _Pepita Jim�nez_. Y
no se me enoje el Sr. Valera porque no le tenga por un San Antonio, pues
� tiempo est� para serlo si le place seguir sus huellas y desea ver,
como la de aqu�l, su imagen de madera honestamente vestida con muchos
pliegues adornando bajo un fanal la celda de alguna devota. Nada m�s
f�cil que el Sr. Valera enderece el d�a menos pensado sus torcidos
pensamientos y los incline hacia el padre S�nchez, y por el padre
S�nchez consiga la bienaventuranza, desde donde tal vez en recuerdo de
estas l�neas me dispense la merced de un milagro que estoy necesitando
hace tiempo. �L�stima es que el Sr. Valera no crea en los milagros! Pero
�qu� acabo de decir? Advierto que el insigne novelista se ha ruborizado
hasta las orejas y me hace se�as para que calle. �Si soy m�s
indiscreto!... �Qu� necesidad ten�a de saber la elevada sociedad donde
el Sr. Valera se agita que no cree en la eficacia del agua de Lourdes!
El comercio con una sociedad distinguida, culta y espiritual, el trato
�ntimo con hermosas y aristocr�ticas damas que nos celebran y nos
aplauden, que nos sonr�en al vernos aparecer y nos estrechan dulcemente
la mano al partir, merece bien que alguna vez reservemos y hasta
sacrifiquemos nuestra opini�n. ��Par�s bien vale una misa!�

Transijo, pues, con que el Sr. Valera sea un hombre de orden entre las
damas, y despu�s de dar � luz � D. Luis de Vargas, vaya � rezar con
ellas novenas � San Luis Gonzaga, porque son cosas �stas que nacen y
mueren con el individuo; pero que tan esclarecido ingenio tenga el mal
gusto de entonar loas � la Inquisici�n y al fanatismo religioso del
siglo XVI en plena Academia Espa�ola, le digo � usted, se�or D. Juan,
que esto me ha conturbado penosamente. Usted y el Sr. N��ez de Arce, �
quien muy de veras aprecio, son dos sabios de primera fuerza, como dir�a
_La Correspondencia_. Son ustedes tan eruditos, tienen tanto talento y
son tan liberales, que cuando de ustedes hablo, no puedo remediarlo, se
me cae la baba como si les hubiera ense�ado algo. �Imag�nese usted ahora
la rabieta que habr� tenido al ver la dureza con que atacaba usted al
Sr. N��ez de Arce, que es tan buena persona, para defender al brib�n de
Torquemada! �Es mucho af�n de llevar la contraria!

He dicho que transig�a con la devoci�n aristocr�tica del Sr. Valera
porque me parece de todo punto inofensiva. Yo no soy de los que
excomulgan � un dem�crata por haberle hallado besando la mano de una
dama encopetada. Goethe supon�a que la mano m�s digna de ser besada el
domingo era la que hab�a cogido la escoba el s�bado. Me adhiero con toda
el alma � esta delicada lisonja que el gran poeta dedica � las hijas del
pueblo. Mas para que la verdad quede en su punto, es necesario hacer
constar que la escoba no tiene el privilegio de embellecer las manos,
antes por el contrario las torna duras y acrece sus dimensiones. Por lo
que no es gran maravilla que el Sr. Valera, y con �l otros muchos, sean
m�s dados � adorar manos aristocr�ticas que plebeyas.

Pero estos instintos que alejan � ciertos escritores y oradores
dem�cratas de lo que ha dado en llamarse cuarto estado y los arrastran �
las doradas mansiones de los nobles, responden adem�s � una verdadera y
plausible disposici�n del esp�ritu, que detesta lo vulgar y lo
adocenado, que ama lo brillante y lo distinguido.

Ernesto Renan ha convertido en sistema lo que no pasaba de vergonzante
inclinaci�n, pretendiendo sustituir � la aristocracia de la sangre, que
ya no tiene ninguna significaci�n positiva en nuestra �poca, otra m�s
verdadera y respetable: la del talento.

En efecto, ya estamos cansados de que por un palo m�s � menos oportuno y
fecundo en consecuencias, aplicado en tiempo del rey que rabi�, llamemos
hoy todav�a � un descendiente del �nclito apaleador �Marqu�s del
Real-Trancazo�. �Cu�nta mayor raz�n existe para expedir t�tulos de
nobleza � los que han dado � la humanidad una obra imperecedera? �Por
qu� no habr�a de titularse el se�or Castelar �Pr�ncipe de la
Elocuencia�, el Sr. Valera �Bar�n de Pepita Jim�nez�, el Sr. Revilla
�Marqu�s de las Dudas y Conde de las Tristezas?�

Lo dicho basta para comprender que, si bien el Sr. Valera es un bravo
campe�n de la idea democr�tica, no se juzga obligado por esto � comer
callos y caracoles. Ama la atm�sfera perfumada de los salones y se aleja
del pueblo que no se lava con jab�n de olor. � lo que es igual, algunos
sienten al pueblo en el coraz�n; el Sr. Valera lo siente en la nariz.

Doy de mano al car�cter del Sr. Valera, porque me siento sin fuerzas
para llevar adelante mi exploraci�n. Temo llegar � ser indiscreto (si es
que ya no lo he sido) levantando un poco m�s la punta de la cortina.
Veamos si para terminar logro dar mayor precisi�n al g�nero de su
oratoria.

Es una elocuencia original la del Sr. Valera. Procede en sus discursos
con un tan ameno desorden, que nadie echa de menos la ausencia de
proporciones y la excesiva copia de incisos y par�ntesis. Es una
conversaci�n que el Sr. Valera sostiene con el p�blico, sin que nadie le
interrumpa. Dice todo cuanto le viene bien; pero por un extra�o capricho
quiere hacer pasar por pueriles indiscreciones las m�s acerbas de sus
diatribas. Es regla general que yo entrego � la delicada observaci�n de
mis lectores; cuando el Sr. Valera hace una salvedad, es que nada deja �
salvo; cuando vacila, es que est� muy decidido; cuando su intenci�n era
otra, no lo duden ustedes, era la misma.

Pero esto es llamarle embustero, me dir� alguno. Distingo, digo yo
siguiendo el ejemplo del padre S�nchez. Cuando Mois�s, por encargo
divino, escribi� las tablas de la ley, prohibi� en absoluto la mentira,
pero lo hizo sin contar con el Sr. Valera. Al lado de la regla debi�
establecer, � mi juicio, la excepci�n y conceder carta blanca � nuestro
orador para decir cuanto se le ocurriese, fuese verdad � no. Pues qu�,
�no valen m�s las mentiras del Sr. Valera que las verdades de todos los
dem�s? �Cu�nto m�s chistoso es el Sr. Valera que Pero Grullo, con ser
�ste el hombre de m�s verdad que se ha conocido? Adem�s, nuestro orador
sabe desenterrar con mucha oportunidad verdades que yacen en el polvo
injustamente olvidadas. Cuando alguno de esos se�ores que pasan la vida
sobando manuscritos, echa sobre los tiempos pasados todo el color rosa
de su paleta, �con qu� alegr�a veo al Sr. Valera tomar el pincel y
arrojar sobre el rosado cuadro unas docenas de manchas rojas � negras!
�Sale un orador lament�ndose de la inmoralidad del teatro moderno? Pues
ah� tienen ustedes al Sr. Valera demostr�ndole inmediatamente que no
sabe lo que se dice, porque nuestro teatro de los siglos XVI y XVII es
bastante m�s inmoral que el presente. �Quiere alg�n otro ensalzar el
fervor religioso de otras �pocas? Pues el Sr. Valera pone con presteza
de relieve cuanto hab�a de brutal � irrespetuoso en este fervor. Todo
sazonado con tan graciosos y picantes ejemplos, que ordinariamente el
inadvertido reaccionario vuelve � su guarida maltrecho y amoscado para
no salir m�s de ella.

Doy fin � estos renglones haciendo presente � mis lectores que cuando
sientan impulsos de ahuyentar por alg�n tiempo sus pesares sin menoscabo
de la pureza del esp�ritu, dirijan sus pasos al Ateneo de Madrid, y si
el Sr. Valera est� hablando, si�ntense para escuchar humildemente la
palabra m�s culta, m�s ingeniosa y m�s chispeante de nuestra patria.

[Illustration]

[Illustration]




D. JOS� MORENO NIETO


[Illustration: L]ARGOS a�os hace que el Ateneo de Madrid guarda en su
seno como precioso tesoro un hombre estudioso, modesto y elocuente.

Cuando este hombre, arrobado por el canto de la sirena pol�tica, ha
querido lanzarse en sus revueltas aguas, se le ha visto, como el que
despu�s de un pl�cido sue�o abre los ojos en l�brica estancia donde el
vicio desentona con procaz algarab�a, llevarse � ellos las manos,
vacilar y estremecerse como si le doliera aquel contacto, � inclinando
de nuevo la cabeza, sumergirse en el �ter de los gratos sue�os.

�Silencio! No le despertemos.

Este hombre, movi�ndose con embarazo por las sinuosidades y asperezas de
la pol�tica, es el ruise�or que bate sus alas y mueve su lengua en medio
de los buitres.

Todo consiste en que no es h�bil, seg�n dicen.

Acaso consista en que no sabe arrastrarse, pensamos nosotros. De todas
suertes, poco nos importa la personalidad pol�tica del Sr. Moreno Nieto,
puesto que se halla eclipsada totalmente por la del orador y la del
sabio. Vamos � decir algunas palabras sobre la oratoria del Sr. Moreno
Nieto, en cumplimiento del compromiso formal que con el p�blico hemos
contra�do.

El Sr. Moreno Nieto estudia mucho, acaso m�s de lo que fuera menester, y
escribe poco, casi nada. Esto produce un doble resultado: primero, una
asombrosa erudici�n en las ciencias � que predominantemente se consagra,
que son las llamadas morales y pol�ticas; despu�s, cierta vaguedad �
indisciplina en el pensamiento, que le hacen aparecer � los ojos de sus
adversarios como desprovisto de convicci�n y de firmeza en sus
opiniones. Cualesquiera que sean las mudanzas � que el Sr. Moreno Nieto
haya cedido en el curso de su laboriosa vida, yo s� con toda certeza,
sin embargo, y as� lo declaro paladinamente, que no responden ni al
c�lculo ni � la ligereza; fruto son del examen y el estudio.

El Sr. Moreno Nieto no escribe, volvemos � decir; pero habla, y habla
con pasmosa facilidad. Con mayor, jam�s hemos o�do hablar � nadie. Esos
soplos d�biles y fugaces del pensamiento, que en los dem�s no bastan �
despertar la lengua, en �l son chispas que le abrasan y retuercen; esos
inefables sentimientos que en el fondo del coraz�n duermen, sin
definirse, se hablan y definen por su boca; los vagos y tenues rumores
que se escuchan apenas en los profundos abismos del alma llegan � su
o�do distintos y atronadores. Pudiera decirse que el se�or Moreno Nieto
cuando habla pone un cristal en su pecho para que todos, grandes y
peque�os, vayamos � contemplar las alegr�as y las tristezas, los
triunfos y los desmayos, las luchas y los dolores de un coraz�n elevado
y generoso. El resultado de esto es que, � pesar del �mpetu y violencia
con que salen las palabras de su boca, verdadera lava que va � caer
derretida sobre las cabezas de sus adversarios, le miren �stos con
particular cari�o, content�ndose con sonreir maliciosamente mientras
habla, y con exponer alguna de las contradicciones en que incurre,
despu�s que cesa. �Maravilloso poder de la ingenuidad! Los mismos que
levantan murmullos de protesta cuando alg�n orador atusado y relamido
empu�a la bandera de la tradici�n, acogen con salvas de aplausos las
descargas cerradas del se�or Moreno Nieto. Y en esto puede reconocerse
con toda precisi�n la antig�edad que cada cual goza en la casa. Los que
por primera vez acuden al Ateneo para sentarse en los bancos de la
izquierda, v�seles alterados � impacientes al escuchar aquella granizada
de denuestos con que el Sr. Moreno Nieto salpica sin cesar las doctrinas
que combate, y es indispensable que los veteranos, para evitar
conflictos, los sujeten por los faldones, dici�ndoles al o�do al propio
tiempo: �Sosi�guese usted, compa�ero; ya ver� usted c�mo no es nada�.

La facundia de este orador es imponderable. Despu�s de hablar dos horas
y media, sale sigilosamente del sal�n con �nimo de engullir un sorbete,
c�lebre ya en los fastos del Ateneo. �Desdichado! Los sabuesos que dej�
malparados en la contienda le siguen de cerca y le alcanzan en la puerta
de la Biblioteca. Acorralado all�, se defiende siempre hasta quemar el
�ltimo cartucho, que es la postrera palabra que expira de sus labios.

El palenque est� abierto. La voz de los ujieres, � guisa de clar�n,
acaba de anunciarlo. Todos presurosos acudimos � colocarnos en aquellos
potros, verdadero bald�n del ramo de ebanister�a que reciben el nombre
inveros�mil de butacas. La izquierda ostenta sus ojos brillantes y
negros cabellos. La derecha exhibe su frente venerable y la grave
rigidez de sus modales. El leal caballero se presenta. Pero �qu� es lo
que acontece? El caballero acaba de lanzar su brid�n � la carrera.
�Virgen de las tormentas, qu� acometida!

Su lanza salta en mil pedazos. Empu�a la espada y se revuelve dando
furiosos mandobles. Pero �qu� es lo que va persiguiendo all� abajo? �Ah!
ya lo veo, es la filosof�a de Krause. Rechina su armadura y el polvo
enturbia los aires.

Torna y vuelve � arremeter con creciente denuedo. �Qui�n resiste al
diluvio de estos golpes! Huyamos. �Tendr� al menos un tend�n vulnerable
como Aquiles?

Quiz�, y � buscarlo se aplican con ahinco varios campeones.

Muchos a�os hace que el caballero viene ejercitando su valor y bizarr�a
en estas contiendas, y la experiencia no le ha ense�ado � preparar
traidoras emboscadas ni � tejer insidiosas asechanzas. Lucha con
bravura, pero siempre de frente y alzada la visera.

Como la pitonisa que asciende sobre el tr�pode, y al recibir en su
frente los vapores pestilentes de la cisterna, siente el fuego de
misteriosa llama, y se agita y se retuerce presa de fatal impulso, as�
el Sr. Moreno Nieto, subiendo � la tribuna y al aspirar los h�medos
vapores de la pelea, se ve pose�do de un calor desconocido que forja sin
cesar pensamientos cada vez m�s luminosos y frases cada vez m�s
hermosas. El alma sube entonces � los ojos y quiere salir al exterior.

El orador vive para leer, como la sibila, los secretos inextricables del
porvenir, y llora tambi�n con sublime emoci�n sobre las ruinas po�ticas
del pasado. Esp�ritu generoso, escruta con ansia los lazos invisibles
que unen las aspiraciones del presente con la historia, y los presenta �
nuestros ojos con vigorosa elocuencia.

Algunas veces se vislumbra que su alma, pose�da de espanto ante las
recias y fragosas contiendas del pensamiento filos�fico, se aferra con
m�s ansia que absoluta convicci�n � una creencia. Esto, no puedo menos
de confesarlo, me inspira hacia �l profunda simpat�a. Los dolores que
sufre nuestro cuerpo son tan crueles, que nos hacen exhalar agudos
gritos. Pero �qu� me dec�s de esas luchas invisibles en que el alma se
tortura y se abrasa d�a y noche, latiendo sin cesar dentro del pecho
como si alberg�ramos en �l peque�a bestia? �No veis con qu� ardor lima
ese cautivo las rejas de su c�rcel? �No le veis caer rendido y jadeante,
con el llanto y la angustia en los ojos? �Qu� cosas tan tristes volar�n
por su pensamiento! Respetemos este dolor y amemos � los hombres que
trabajan por abrirnos las puertas del infinito.

Dicen que los �rabes, forzados en sus largos paseos por el desierto � un
ayuno continuado de palabras, si la ocasi�n se presenta, saben darse
harturas m�s que regulares de pl�tica. El Sr. Moreno Nieto, despu�s de
peregrinar largamente de un cabo � otro de la Biblioteca durante varios
d�as, se dirige � la secci�n, y con tal apetito entra en el debate, que
no le bastan para saciarlo varias horas. Nos hace recorrer con velocidad
que causa v�rtigo todo el panorama de las cuestiones vitales, y saltando
de astro en astro, visitamos en corto tiempo todos los puntos luminosos
que brillan en el cielo del pensamiento. �Qui�n se atrever� � censurar
las metam�rfosis de sus ideas? �Por acaso no hay hermosuras en todos los
parajes del camino recorrido? �No hay tambi�n en todos ellos
indignidades y torpezas? Son muchas las flores de donde su inteligencia
podr� extraer la miel sabrosa. Mucho tambi�n es el cieno donde sus alas
corren peligro de mancharse. Si la humanidad muda diariamente de
creencias y opiniones, �qu� podr� ser la individual firmeza!

Jam�s emplea la chanza � la burla para atacar las doctrinas que tiene
enfrente. Cuando es objeto de ellas, su indignaci�n sube de punto y se
irrita y exaspera, pero la rabia de que se siente pose�do � nadie
infunde pavor ni miedo. Tiene un dejo de infantil inocencia que la hace
simp�tica m�s que repugnante.

El conocimiento que del auditorio tiene es, si la paradoja valiera,
inconsciente; sabe apreciar en globo los efectos, pero no llega su
penetraci�n � graduar los �ltimos registros. El per�odo sale terso casi
siempre, pero el �mpetu que trae lo prolonga � menudo m�s de lo
conveniente, rebajando un poco su belleza.

Aunque la palabra es fogosa y la entonaci�n acalorada, apenas se vale de
im�genes para expresar su pensamiento. Cuando las emplea, son animadas y
del mejor gusto.

Resumamos el car�cter del Sr. Moreno Nieto.

Elocuente y un poco m�s impetuoso de lo que fuera necesario. Carece de
los recursos del orador experto, porque en el Sr. Moreno Nieto nada
pende de la experiencia, y todo de su genio vigoroso y espont�neo. Es en
el adem�n arrebatado, pero noble y simp�tico. Por �ltimo, en la
incontestable vacilaci�n que se observa en sus ideas, creemos ver
reflejada esa lucha sorda, pero profunda, en que viven los
entendimientos de este siglo �tan grande y tan desgraciado!

[Illustration]




D. MANUEL DE LA. REVILLA


[Illustration: H]E aqu� que el Sr. Revilla surge ante mis ojos y ya
adopta la figura m�s graciosa para ser retratado. No le hagamos esperar.
Tiene fama de impaciente, y pudiera marcharse dejando � mis lectores
defraudados, y � m� corrido y boquiabierto con la pluma tras la oreja.

Todo el mundo ha puesto las manos sobre el se�or Revilla. Y por si estas
metaf�ricas manos le hacen cosquillas, me apresuro � explicar el tropo
diciendo que el Sr. Revilla ha dado ya mucho que decir en el curso de su
vida. Yo mismo, que soy una especialidad en no decir nada, sobre todo
cuando no me preguntan, confieso que he murmurado de este orador un
poco, en cierto n�mero de _La Pol�tica_, que no recuerdo en qu� mes ni
en qu� a�o vi� la luz. Algo de lo que entonces dije habr� de repetir
ahora. Mas no ser� poco lo que necesite callar, pues la fisonom�a moral,
como la f�sica, sufre por virtud de los a�os grande y atendible mudanza.

Al hablar del Sr. Revilla, juzgo necesario despojarme de aquella
simpat�a personal que pudiera conducirme � un entusiasmo sobrado
ruidoso, para manifestar, con toda imparcialidad, mi serio y leal
entender sobre su persona. Ninguna prueba m�s clara de aprecio puede
darse � un grande esp�ritu que presentar sus defectos al lado de los
m�ritos que lo realzan. Porque de esta suerte asegura su reputaci�n
contra la malevolencia, y la guarda tambi�n de una vil y funesta
lisonja.

Una de las cualidades que la opini�n se empe�a en se�alar con m�s
insistencia al car�cter de nuestro orador, es la de ser profundamente
esc�ptico. Sobre tal escepticismo, fuerza es que discurramos brevemente.
El Sr. Revilla no es un esc�ptico de pura sangre, de aquellos que salen
al mundo haciendo muecas al cura que los bautiza y lo dejan con una
helada sonrisa de desd�n; almas provistas de concha como la tortuga, en
las cuales el sol de la religi�n no consigue hacer entrar sus rayos, ni
el amor humano logra introducir su elixir de vida. No; el Sr. Revilla es
un esc�ptico de ayer, un esc�ptico novicio, y por eso incurre en todas
las imprudencias y sinrazones del ne�fito. M�s que esc�ptico, es un
creyente avergonzado, que perdi� su fe en la verdad porque la hall�
rid�cula. Si la verdad se ostentase siempre bella � fuese de buen tono,
como ahora se dice, nunca dejar�a de contar al Sr. Revilla entre sus
adeptos. Mas aqu�lla afecta en ocasiones formas rudas y desgraciadas, y
el Sr. Revilla ama demasiado � la est�tica para consentir en privarse,
ni por un instante, de sus tiernos halagos. De aqu� que se preocupe m�s
por seguir con escrupulosa exactitud los vaivenes de la moda en el mundo
cient�fico que de aquilatar con paciencia la verdad � el error de cada
nueva teor�a. Su inteligencia, un tanto impresionable, le arrastra todos
los d�as por distintos y peregrinos senderos. Y hago observar que as�
como el escepticismo corriente se caracteriza por no creer nada, el del
Sr. Revilla, m�s original, consiste en creerlo todo por etapas. Su
viajero pensamiento se columpia como una orop�ndola y discurre con
incre�ble agilidad por todos los sistemas religiosos � sociales haciendo
noche fatigado en los yermos de la duda. �La duda! La duda no es para el
Sr. Revilla la llave de la sabidur�a, sino una deidad misteriosa �
incitante � quien su confundido entendimiento rinde fervoroso culto.

No soy de los que creen en la absoluta necesidad de afiliarse � una
secta filos�fica � pol�tica; pero s� abrigo la convicci�n de que urge
para todo pensador el crearse un sistema de verdades, sin el cual
pensamiento y conducta marchar�n siempre vacilantes. Por lo mismo no
reprocho al Sr. Revilla sus geniales deserciones, sus transacciones �
sus intransigencias. Lo que me atrevo � censurar con todas mis fuerzas
es que por mostrar discreci�n, � � guisa de solaz, haga frente � cada
escuela con las doctrinas de su contraria, sin que alcance � recabar de
estos conflictos su poderosa inteligencia otra conclusi�n que la que
deducen los esp�ritus vulgares del choque de los sistemas, esto es, que
todos por igual son falsos y mentidos.

Mas dejemos al Sr. Revilla, fil�sofo, entregado � las enervantes
caricias de la duda, y salgamos del oc�ano amargo de la censura para
entrar en las dulces aguas del aplauso. El Sr. Revilla podr� no ser un
fil�sofo, y de hecho le falta mucho para serlo, pero es fuerza convenir
en que tiene bastante para ser uno de los entendimientos m�s
privilegiados que hoy posee nuestra patria. Es uno de esos talentos
insinuantes y serenos � prop�sito para sortear los escollos de la vida,
porque al modo de ciertos metales, es d�ctil y maleable. No quiero decir
con esto que carezca de vigor, pero es m�s audaz que vigoroso. Se ofrece
como uno de esos hombres que nadie sabe de d�nde vienen ni � d�nde van,
pero que todo el mundo conoce perfectamente d�nde se les encuentra. Vive
en la pol�mica, en la incesante batalla que tienen trabada las escuelas,
y lucha, ya de un lado, ya de otro, con una � con otra ense�a, porque

    �_sus_ arreos son las armas,
    _su_ descanso el pelear�,

esgrimiendo la lengua con aquel denuedo y bizarr�a con que Orlando daba
vueltas � su espada.

En la pol�mica es donde el Sr. Revilla pone de manifiesto lo perspicuo y
lo flexible de su ingenio. Por abstrusa que la cuesti�n parezca, � por
lejana que se encuentre de su recto camino (y cuenta que en el Ateneo
las cuestiones son bastante dadas � irse por los cerros de �beda), as�
que el Sr. Revilla se apodera de ella, se esclarece y depura cual si
entrara en un crisol. Conviene advertir, no obstante, que el Sr. Revilla
ve con asombrosa claridad los aspectos m�s capitales de todo asunto,
pero acostumbra � dejar en lamentable abandono los detalles. Trat�ndose
de problemas sociales � religiosos, este l�gico porte antes parece
plausible que vicioso, porque la vaguedad con que las m�s de las veces
se plantean, lo reclama. Mas en achaques de arte suelen jugar los
detalles un papel principal�simo, alumbrando � oscureciendo el
pensamiento generador de la obra. De aqu� que el Sr. Revilla, como
cr�tico, no tenga, � mi juicio, aquel puro sentido art�stico que en vano
se busca en los tratados de Est�tica, porque s�lo reside en una
naturaleza fina y exquisita socorrida por una larga y atenta
contemplaci�n de obras art�sticas. En una palabra, creo que el Sr.
Revilla no tanto posee el sentido como la ciencia del arte.

Pero es ya tiempo de estudiar sus condiciones de orador. Todos los
reproches y censuras que como pensador pueden dirigirse al Sr. Revilla,
deben cesar al tiempo mismo que como orador se le considera. No le dot�
Dios de aquel sublime calor que enrojece el pensamiento del Sr. Moreno
Nieto, merced al cual se consigue inspirar y apasionar al auditorio;
pero concedi�le el don se�alado de dominar absoluta � incondicionalmente
la palabra. �sta responde siempre con escrupulosa exactitud � los m�s
ligeros choques del pensamiento, y camina con gran desembarazo por sus
pliegues m�s profundos. La inteligencia es viva, y ejercita las
transiciones repentinas con una facilidad que maravilla. Parece que el
orador jam�s se encuentra dominado por un pensamiento �nico que le
dirija y avasalle, sino que todos los evocados por su mente se le
presentan con la misma pureza en las l�neas y la misma intensidad en los
colores. Esto me hace presumir que el Sr. Revilla mantendr�a con la
misma soltura el pro y el contra en todas las cuestiones.

Maneja la iron�a con buen �xito, y � esta arma debe muchos de sus
triunfos. Tiene gran perspicacia y ve la situaci�n de un solo golpe,
hiriendo con firmeza � su adversario en los sitios vulnerables, pero
haciendo resbalar con sutileza el cuerpo cuando se siente cogido entre
sus brazos.

Recuerdo que en una ocasi�n cierto ministro, al entrar en la C�mara,
respondi� satisfactoriamente � una compleja interpelaci�n que no hab�a
o�do, ganando por esto y otras cosas semejantes fama de diestro.

Pues bien: el Sr. Revilla, trat�ndose de ciencia (que es algo m�s fr�gil
y delicado que la pol�tica), sabe discutir con brillantez las cuestiones
que no ha estudiado ni pensado previamente. Es tan formidable
improvisador de teor�as como el P. S�nchez de citas. Solicitado el
pensamiento � la continua por una fantas�a inquieta y afilada, trabaja
con br�o durante la peroraci�n, y cuando llega el momento de reposo,
presumo que muy quedo le dir�: �Tambi�n por esta vez te he sacado del
aprieto�.

No es en la entonaci�n ardiente, como el Sr. Moreno Nieto, sino grave �
insinuante. La dicci�n es correcta, y repito que la maneja por entero �
su talante. El adem�n noble y circunspecto, aunque deja traslucir un
poco al pedagogo.

[Illustration]

[Illustration]




D. GABRIEL RODR�GUEZ


[Illustration: S]ENTADO en un rinc�n de la estancia, y medio oculto
entre un div�n y una silla, gozando de la �ltima r�faga de la luz que se
iba, y entregado � la dulce voluptuosidad de no pensar en nada, he visto
una vez penetrar con sonora planta en la galer�a de retratos del Ateneo
� uno de los patricios y notables que en ella figuran. Le he visto
dirigirse, sin vacilar, hacia su efigie, y permanecer ante ella en
atenta contemplaci�n, un tiempo que no me fu� posible medir. Y, sin
quererlo, algunos pensamientos p�rfidos y traviesos, y vestidos de
encarnado, cual peque�os Mefist�feles, acudieron � mi desocupado
cerebro, y entornaron mi vista hacia aquella muda, pero elocuente
escena. El patricio contemplaba el retrato. El retrato contemplaba al
patricio. Y yo, silencioso, muy silencioso, los contemplaba � ambos.
Parec�ame asistir � extra�a y misteriosa ceremonia de una religi�n
perdida. El patricio rend�a con la mirada un tierno y fervoroso culto al
retrato; lanz�bale con los ojos todo el incienso de su alma, y hasta se
me figur� que sus rodillas se doblaban, buscando con ansia el duro
pavimento.

El retrato, con impasible y fr�o continente, dej�base adorar sin dar
muestras de que aquel incienso se le subiera � la cabeza; antes bien,
parec�a un poco molestado. Yo guardaba silencio, mucho silencio, pero de
mis ojos deb�a partir un r�o de iron�a, un Mississip� de sarcasmos,
porque el patricio separ�, con trabajo, su vista del retrato, la volvi�
hacia m�, y �oh, pudor santo y adorable! cual t�mida doncella, que
imprudente cazador sorprende en el ba�o, las tintas de un rojo carm�n
ti�eron sus mejillas. Gir� sobre los talones, y sali� con breve, pero
cortado paso de la sala. Y yo qued� � merced de mis p�rfidos y traviesos
pensamientos.

�Ay! pens�; _�anch'io son pictore!_ �Tambi�n yo he dibujado con mano
torpe el perfil de muchos de esos se�ores! �Mas � mi pobre galer�a no
vendr�n coronados de p�mpanos � celebrar festejos en su propio honor,
como el ilustre patricio que acababa de salir, porque se respira en ella
un ambiente de franqueza y desenfado que los asfixiar�a!

Y sin embargo, y � pesar de cuantas quejas voy recibiendo, estoy bien
convencido de que no he lastimado � nadie. Yo no puedo lastimar �
aquellos � quienes admiro. Tan s�lo me he permitido sonreir alguna vez
con el borde de los labios, y volviendo la cara, � fin de que el p�blico
no se diera por enterado. Mas si estas mis sonrisas pudieran
molestarles, protesto una y mil veces de su inmaculada inocencia. �Son
c�ndidas y puras, s�, como la oraci�n de un ni�o � un exordio de Perier!

�Qui�n es D. Gabriel Rodr�guez? Vamos � verlo.

Acababa yo de llegar � Madrid de mi insigne cuanto remoto villorrio, y
no hay para qu� decir que tra�a almacenado en el pecho un buen
cargamento de admiraci�n, del cual he derrochado ya bastante, hasta el
punto de que � la hora presente s�lo me queda un poco, que procuro
gastar con la mayor prudencia. Pues bien, hall�bame cierta noche de
sesi�n en la c�tedra del Ateneo, cuando acert� � entrar por ella una
persona de fisonom�a noble y expresiva, que llam� desde luego mi
atenci�n. Y ya me dispon�a � preguntar su nombre al vecino, cuando sobre
un leve rumor que se produjo en torno m�o cre� percibir el nombre de
Rodr�guez. Y no s�lo percib� el nombre, sino tambi�n algunas frases
dialogadas que me impresionaron vivamente:

�Ah� est� Rodr�guez.--�Rodr�guez?--S�; Rodr�guez, el que no ha querido
ser ministro.--Eso no puede ser, amigo.� Y un eco que se produjo en las
sillas, repiti� varias veces: �No puede ser, no puede ser, no puede
ser.--Esas cosas es necesario verlas para creerlas.� El eco volvi� �
decir: �para creerlas, para creerlas, para creerlas�. �Pero ustedes
entienden, se�ores, que el hombre que no acepta una cartera debe ser
mostrado al p�blico � peseta la entrada como un objeto curioso? Aqu� se
me figura que el interlocutor era yo. Toqu� la fibra sensible, y
entonces todo se volvi� patas arriba. �Nada me parece m�s natural, dijo
uno.--Si para aceptar hoy una cartera se necesita un valor...--M�tase
usted entre esa balumba de expedientes.--Y luego el descr�dito... y la
agitaci�n...� En fin, todos convinimos en que no hab�a en el mundo papel
m�s rid�culo y desairado que el de un ministro.

Desde aquella noche conceb� el prop�sito de trazar el perfil del Sr.
Rodr�guez. Es un hombre tan franco, tan sencillo, tan amable, que no
dudo se alegrar�n mis lectores de haberle conocido, y hasta llegar�n �
ofrecerle cordialmente su casa.

Rodr�guez ha llegado � ser en nuestra sociedad un personaje
aristocr�tico, pero en el sentido etimol�gico de la palabra, esto es,
uno de los mejores. Es un digno representante de esa aristocracia
democr�tica, si fuera l�cito expresarme as�, que tiene por �nicos
blasones, en campo azul--es mi color predilecto, como ya tuve el honor
de advertir,--virtud y talento. En la vida p�blica ha sido un caballero
sin tacha y sin miedo, una especie de Bayardo pol�tico, siempre
dispuesto � romper lanzas con toda suerte de iniquidades. Por eso ha
merecido que debajo de su efigie, repartida � todos los vientos por la
fotograf�a, se lean sus famosas palabras sobre la esclavitud, las m�s
bellas que nunca se hayan pronunciado en lengua castellana. En la vida
privada... Pero yo no tengo derecho � entrar en la vida privada,
siquiera sea para dejar afirmado que nuestro orador pasa con justicia
por un modelo de integridad, de modestia y de laboriosidad. En la vida
cient�fica hay de todo y de todo voy � decir, contando con un perd�n que
humildemente demando, y que noble y generosamente me otorga el Sr.
Rodr�guez.

La inmovilidad es, � mi entender, la cualidad m�s hermosa de un
car�cter. Despu�s de las pir�mides de Egipto, lo que m�s admiro en este
mundo son esos hombres que, encastillados en sus principios morales,
mantienen el alma intacta en medio de las borrascas de la vida. Nadie
puede dudar de mi amor � la solidez. Y, sin embargo, repugno bastante
los sabios s�lidos. La inmovilidad, que tanto me place en los principios
morales, me parece cosa extra�a y hasta rid�cula trat�ndose de escuelas
cient�ficas. Flotar � merced de todos los sistemas y se�alar exactamente
como alta veleta los vientos que reinan en la regi�n de la ciencia, me
parece pueril; pero dejar pasar en raudo vuelo por delante de los ojos
las escuelas y los sistemas en actitud indiferente, suponi�ndolos �
todos descarriados, lo juzgo insensato.

He aqu� por qu� siento que el Sr. Rodr�guez haya arrojado el �ncora
sobre la escuela econ�mico-individualista y a�n est� fondeado
tranquilamente en su estrecha bah�a. No soy de los que desconocen los
altos merecimientos de esta escuela, ni pretendo de ninguna suerte
menguarlos. Tengo siempre en la memoria el denuedo con que ri��
batallas, combates y escaramuzas contra ese socialismo de baja estofa,
que hoy tambi�n ha encontrado int�rpretes en los debates del Ateneo,
contra ese socialismo que empieza pidiendo herramientas de trabajo, y
concluye negando � Dios. S� que la debo muchos y buenos oficios. �Oh!,
s�, es mucho lo que debe mi pobre entendimiento � la escuela de los
Smith, Say y Bastiat. Cuando ahora cae de nuevo un libro economista en
mis manos, se me figura que recibo la visita de mi buena y anciana
nodriza. � �sta la estrecho entre mis brazos, pensando en el amante
esmero con que en otro tiempo puso en mis labios el jugo de la vida. �
aqu�l le tiendo una mirada cari�osa, busco y leo con placer alg�n
cap�tulo, cuya huella no se haya borrado de mi esp�ritu, y torno �
colocarlo con el mayor cuidado en su estante, recordando que en otro
tiempo ha provisto mi carcaj de escolar con firmes y aguzadas saetas.

Conste, pues, que me duele profundamente el ver al Sr. Rodr�guez tan
individualista. Ser�a muy largo el asunto, y no tengo en este instante
tiempo ni oportunidad para dar explicaciones sobre este mi metaf�sico
dolor. D�a y ocasi�n llegar�n tal vez en que sea m�s pertinente el
hacerlo.

Mas el Sr. Rodr�guez es un individualista que ha puesto siempre su
palabra y su pluma al servicio de todas las grandes causas sociales. Con
esto y con la afici�n que de poco ac� se le ha despertado al estudio del
Derecho, todav�a puede esperarse que rectifique y temple alg�n tanto su
esp�ritu intransigente. De un hombre de talento se puede esperar mucho;
pero de un hombre de talento y sincero, debe esperarse todo.

Como no acostumbro � ocultar nada, tampoco quiero ocultar al Sr.
Rodr�guez uno de los efectos que me produce. He pensado muchas veces que
el se�or Rodr�guez es el �nico que entre nuestros pol�ticos conserva
pura la tradici�n progresista. Creo ver en �l el �nico ejemplar que hoy
nos queda de aquella insigne raza de hombres fervorosos y resueltos,
exagerados quiz� en su odio � las instituciones del pasado, como en su
amor � la libertad, pero firmes y generosos en sus pensamientos y en su
conducta. El se�or Rodr�guez es, como si dij�ramos, el �ltimo
Abencerraje del progresismo. Si alg�n d�a tienen mis semblanzas el honor
de pasar � la categor�a de zarzuelas, pido al ilustre compositor que
lleve � cabo tan meritoria empresa no deje de poner � �sta por m�sica el
himno de Riego.

No r�as, mancebo presuntuoso, t� que apellidas c�ndidos � los hombres
del progreso y reservas tus frases m�s ingeniosas y sarc�sticas para el
momento en que percibes los acordes del himno de Riego. Recuerda que al
son candencioso de este himno derramaron tus padres mucha sangre por
darte la libertad, que acaso t� no sabr�as conquistar. Recuerda que
vibr� cual m�sica de esperanza en los o�dos de muchos moribundos
m�rtires de la libertad y son� aterrador en los alc�zares de los
tiranos. Quiero confesarte una debilidad, joven imberbe. Yo, cuando es
cucho el himno de Riego, creo oir entre sus notas agudas y en�rgicas los
gritos triunfales de los h�roes que lucharon hasta morir por la madre
patria y por la santa libertad, y derramo l�grimas de gratitud y de
alegr�a. �Lloro, joven esc�ptico, lloro como un cursi!

La oratoria del Sr. Rodr�guez es genial y espont�nea. No busca ni
esquiva el efecto; esto es, no se entretiene en limar esmeradamente los
per�odos, pero tampoco llega su austeridad cient�fica, y por ello le
felicito, � despojarlos torpemente de sus galas cuando acuden ataviados
� su lengua. Toda idea, por abstrusa que sea, puede expresarse en un
per�odo castizo, sonoro y terso, y no necesita, como algunos suponen,
andar � tajos, barbarismos y mandobles con la gram�tica para darse �
luz. Es fl�ido sin dejar de ser sencillo, castizo sin pedanter�a y
en�rgico sin afectaci�n. Tampoco deja de poseer todo el donaire y
gracejo que caben dentro de los l�mites que le impone la nunca
desmentida y tradicional gravedad de su partido. No echemos en olvido
que, ante todo, es el progresista, es decir, la imagen perfecta de la
aguja imantada que s�lo abandona por breves instantes la idea que
se�ala. Pero es el progresista que guarda en su pecho, como precioso
tesoro de padres � hijos trasmitido, toda la fe, todo el aliento y toda
la inocencia de aquel memorable partido. No s� qui�n ha dicho que el
partido progresista vivi� durante algunos a�os con una idea y una
cebolla. Yo creo que el Sr. Rodr�guez ser�a capaz hasta de prescindir de
la cebolla.

[Illustration]




D. FRANCISCO DE PAULA CANALEJAS


[Illustration: C]UANDO oigo decir que en Espa�a abunda el talento, mi
pensamiento va � parar sin saber c�mo al Sr. Canalejas. Cuando me dicen
que escasean la diligencia y el car�cter, sin saber c�mo tambi�n pienso
en el docto presidente de la secci�n de Literatura. Por m�s que no acabe
de convencerme de que el talento busca puerto en nuestra patria con
preferencia � otros puntos del globo, no cabe duda que el Supremo
Hacedor mostr�se pr�digo y hasta rumb�n, como ac� decimos, y aun se le
fu� la mano con alguno de mis compatriotas.

�Excelente cosa es el talento! Que lo diga, si no, el Sr. Perier, que en
esta materia es testigo de mayor excepci�n. �Cu�ntas cosas buenas se
pueden hacer con talento! Entre ellas, una semblanza de gracioso corte
que agrade � los lectores y no disguste al orador. Lo cual es mucho m�s
dif�cil que inflar un perro.

Para m�, el talento del Sr. Canalejas es materia de dogma. Aparte de que
mi entendimiento as� me lo dice, tengo otro motivo para creerlo. Es un
motivo fant�stico. Han de saber ustedes que all� en los tenebrosos
laberintos de mi cerebro, he dado en representarme, sin que tenga
fuerzas para huir esta insensata imaginaci�n, las ideas y las cualidades
del esp�ritu por los colores de la materia. As� que al amor me lo figuro
blanco, � la simpleza rosada, al talento azul, al pa�s rojo y � los
constitucionales verdes. El Sr. Canalejas lleva siempre delante de sus
ojos unos espejuelos azules. No me cabe duda, tiene talento.

Creo haber dicho ya, y si no lo he dicho lo digo ahora, que el talento
del Sr. Canalejas est� contrarrestado por un car�cter enteco y
tornadizo. Esto al menos se dice de p�blico, y esto debemos creer
pensando mal, que es la mejor y m�s f�cil manera de acertar. En el
esp�ritu del Sr. Canalejas han contra�do matrimonio un talento macho y
un car�cter hembra. Y como este matrimonio no se ha verificado como el
Santo Concilio de Trento lo dispone, para los buenos creyentes es un
nefando concubinato.

La voz del pueblo (_vox Dei_) acusa, adem�s, al se�or Canalejas del feo
pecado de holgazaner�a. Confesemos que en esta ocasi�n la voz de Dios ha
dado un gallo. Para m� el Sr. Canalejas es un prodigio de actividad.
S�lo con actividad, y con mucha actividad, se alcanza un nombre
esclarecido en la literatura, en el foro y en la filosof�a. Pero nuestro
presidente sostiene lucha desigual, que agotar� sus fuerzas, con un
enemigo terrible: el tiempo. El tiempo es la materia primera de todo
sabio, y sin ella no es posible laborar ciencia. As� se explica que el
se�or Canalejas aborde con denuedo todos los problemas del pensamiento
humano y los abandone cuando a�n no est� bastante saturado de ellos. Yo
hubiera deseado m�s verle ahondar en la ciencia de la est�tica, que
tanto contribuy� � propagar en nuestra patria, que hallarle cual fr�volo
mancebo requebrando de amores, ora � los estudios de erudici�n
literaria, ora al derecho, ora � la filosof�a. Necesito hacer una
salvedad. Si el Sr. Canalejas se ha dedicado al estudio del
Derecho--incompatible, � mi juicio, con otros de distinta �ndole--por
pura afici�n � deseo de saber, merece que le censuremos acremente. Mas
si ha dedicado sus talentos � la jurisprudencia tan s�lo para alcanzar
por su intercesi�n lo que no ha podido recabar por v�as m�s amables,
entonces s�lo nos resta lamentarnos amargamente de que en nuestro pa�s
necesite un literato insigne sacrificar su vocaci�n en aras de las
necesidades f�sicas.

He dicho que el Sr. Canalejas ten�a talento, y no me vuelvo atr�s. Sobre
que ser�a igual que me volviera, pues no dejar�a por eso de tenerlo.
Conviene que determine ahora de qu� clase es su talento. Acerca de esto
no puede existir duda alguna: el talento del Sr. Canalejas es
esencialmente cr�tico. Como cr�tico no tiene rival hoy en Espa�a. Vaya
usted � averiguar ahora por qu� un hombre que posee dotes
extraordinarias de cr�tico no piensa en criticar nada. Para la
resoluci�n de este problema recu�rdese lo que he dicho en el comienzo de
este art�culo. De todos modos, es imperdonable que el Sr. Canalejas
abandone el campo de la cr�tica, principalmente de la cr�tica dram�tica,
� la impotencia petulante � insufrible de los literatos menores que hoy
la tienen monopolizada para bald�n de las espa�olas letras.

Las cualidades que lo realzan como cr�tico menoscaban su elocuencia, de
la cual tiempo es ya que hablemos. Un cr�tico es un hombre que necesita
criterio firme, talento anal�tico, dicci�n correcta y juicio sereno. No
dir� yo que estas aptitudes sean para el orador cosas superfluas, pero
me atrevo � creer que tampoco son de primera necesidad. Tengo para m�
que el docto lector ha enderezado ya su pensamiento hacia un insigne
orador del Ateneo, y lo est� desmenuzando sin piedad para comprobar mi
aserto. Caro lector, ten el afilado escalpelo y observa que vas � cortar
la fibra de la pasi�n y el hermoso tejido de la fantas�a.

El Sr. Canalejas pasa por orador de muchas tildes. Con efecto, de tal
modo peina y asea su palabra, que las frases que brotan de sus labios,
por lo afeitadas y relamidas, semejan damas del tiempo de Luis XV. Salen
con el cabello empolvado, las mejillas pintarrajadas y hasta lunares
postizos. El se�or Canalejas aspira, por lo visto, � hablar lo mismo
que escribe. Supongamos que lo consigue: tendremos un elegante y castizo
escritor que redacta su prosa con la punta de la lengua, pero no un
orador. La oratoria necesita m�s de calor y oportunidad que de tildes.

Pero si no es un verdadero orador el Sr. Canalejas, bien puede
consider�rsele en cambio (un cambio que nadie vacilar�a en aceptar) como
el prosista m�s elegante, m�s castizo y m�s fl�ido que hoy posee el
idioma castellano. Es la prosa del Sr. Canalejas como una de esas
bebidas azucaradas y refrescantes que se toman con delicia en una tarde
calurosa del est�o. Si la comparamos con las inmundas p�cimas que
diariamente nos hacen gustar las prensas espa�olas, parece ambros�a de
los dioses. He aqu� por qu� leo sus discursos con m�s placer que los
escucho. El Sr. Canalejas no pronuncia discursos, los dicta, � lo que es
igual, los pronuncia para el d�a siguiente. Pero al d�a siguiente son
una obra tan l�cida y primorosa, que merecen llevar � su cabeza el
humeante pebetero de la Academia con la metaf�rica inscripci�n: _Limpia,
fija y da esplendor_.

La palabra de este orador ser�a fl�ida y expedita si no cuidara tanto de
su ali�o. Pero el p�blico tiene que esperar � que cada una haga su
_toilette_ � tocado, como decimos en romance, y �ste se prolonga alguna
vez en demas�a. No s� decir si � esta frialdad que advierto en la
oratoria del ilustre presidente contribuyen aquellos supradichos
espejuelos azules. Creo que s�. Los ojos son un poderoso auxiliar para
la lengua, y los del Sr. Canalejas son unos ojos mudos; mudos al menos
para el auditorio, aunque agoten los giros m�s expresivos detr�s de unas
paredes cristalinas. Los ojos r�en, los ojos lloran, los ojos
interrogan, los ojos amenazan. Nada de esto llega � nosotros cuando
habla el orador que nos ocupa. El Sr. Canalejas habla como hablaban con
su boca de s�lice los antiguos or�culos egipcios. Se percibe el
movimiento de los labios, se escucha el ruido de la voz, y nada m�s. Los
ojos no var�an el curso de la palabra, pero lo iluminan. Cicer�n no
hubiera confundido � Catilina si gastara anteojos azules.

En cambio, estos anteojos prestan � su pensamiento un optimismo que
escandaliza al Sr. Revilla. La tierra para �l es un segundo cielo. Los
campos y las ciudades son azules para nuestro orador. Hasta al Sr.
Revilla lo ve de color de cielo.

Se dice que es disc�pulo de Krause[2]. Distingamos. Si por krausista se
entiende un personaje extravagante y soberbio que, col�ndose de sopet�n
en la morada de la ciencia, pretende dar con la puerta en las narices �
cualquier otra doctrina que no sea la suya; es decir, si el krausista ha
de ser un ultramontano vuelto al rev�s, el Sr. Canalejas est� muy lejos
de recibir con justicia tal denominaci�n. Mas si �sta significa por
ventura la creencia razonada en todas � en parte de las doctrinas de
aquel fil�sofo sin constituirse en sectario suyo, bien puede asegurarse
sin temor de calumniarle que es krausista. �Que no fueran todos los
krausistas como el Sr. Canalejas, tolerantes, flexibles, y sobre todo
m�s est�ticos en su obrar y decir!

Merced � su talento y � una base metaf�sica bien asimilada, nuestro
orador habla con lucidez y discreci�n sobre todo lo que es asunto de la
ciencia y del arte. Prefiero, no obstante, escucharle cuando diserta
sobre el �ltimo punto. Entonces adquiere su frase el m�s alto grado de
perfecci�n y domina en las palabras como en los pensamientos una armon�a
que denota la irresistible vocaci�n de su esp�ritu. No hay duda que el
Sr. Canalejas est� formado para amar la verdad por conducto de la
belleza.

[Illustration]

[Illustration]




D. FRANCISCO JAVIER GALVETE


[Illustration: L]A muerte, que todo la quebranta, tambi�n ha quebrantado
un prop�sito que hab�a concebido al inaugurar esta galer�a de oradores.
Pens� que siendo los j�venes de suyo sobrado inquietos para hallarse
bien entre personas de tal gravedad y discreci�n como las que aqu� han
venido, era prudente no dar cabida en ella � los oradores noveles.

Por otra parte, el car�cter de �stos ofrece tal vaguedad en los
contornos y est�n sus tendencias tan borrosas y confusas, que la pluma
nada acierta � definir con claridad en ellos. Al convertirse en hombres,
acaso mostrar�an mi semblanza como una de esas fotograf�as envejecidas y
arrinconadas en �lbum a�oso que despiertan siempre la risa de los amigos
de la casa.

Pero la muerte envejece m�s que los a�os. El que muere queda en un todo
definido, y sus rasgos fijados por una eternidad. Es un joven muerto de
quien os voy � hablar.

Poco m�s de un mes hace todav�a que un pu�ado de yeso cerr� para siempre
en t�trica estancia el cad�ver de Javier Galvete, y �cu�ntos le han
olvidado ya! Tal vez � alguno le parezca demasiado tarde para hablar de
�l. �Har� mal en entregar � su indiferencia con este recuerdo el nombre
de un amigo querido? �Dec�dmelo los que escuchasteis por �ltima vez
aquella palabra vigorosa y acerada que hac�a vibrar las conciencias!
�Dec�dmelo los que visteis aquel rostro, l�vido por el dolor y por la
duda, mirando por vez postrera hacia vuestros esca�os, con los ojos
opacos y ansiosos del gladiador que muere en la arena! �S�! muri� el
atleta del esp�ritu, y el olvido fu� la losa que cerr� su tumba. Mas yo
tengo motivos poderosos, motivos del coraz�n, para no asociarme � tal
olvido, y quiero rendir � Galvete con estas l�neas un triste y fraternal
homenaje.

Javier Galvete hab�a alcanzado una madurez de entendimiento fatalmente
prematura. Como ciertos frutos que ostentan desde muy temprano su dorada
corteza entre las verdes hojas del est�o, Galvete ocultaba una
inteligencia de gran alcance, bajo una frente de ni�o. Pero los frutos
prematuros no pueden resistir el �mpetu del vendaval ni las tempestades
del verano, y caen y se corrompen en el suelo. As� cay� Galvete del
�rbol de la vida.

De aquellos dos grupos de temperamentos que se reparten el linaje
humano, el uno so�ador, m�stico, entusiasta; el otro, pr�ctico, sereno,
impasible, Galvete pertenec�a al primero. El mundo indiferente y ego�sta
en que vivimos era pobre escenario para un esp�ritu tan ardiente y
turbulento como el suyo. Mejor le cuadrara aquel otro de tensi�n
extrema, de fiebre, que recibe el nombre de Edad Media. En sus locas
empresas, en sus f�rreos dogmas, en sus intensas emociones, conseguir�a
tal vez apagar la sed que lo devoraba. Este af�n ansioso que sent�a de
llenar su alma de ideas para engrandecerla, llev�le harto temprano, sin
auxilio de nadie y sin medios de fortuna, al pa�s donde hoy se forjan
los m�s altos pensamientos, � la tierra insigne de Alemania. �C�mo se
repiti� con mi infeliz amigo el viejo cuento germano! La p�rfida
Loreley, la virgen de los cabellos de oro, disfrazada ahora con el manto
inmaculado de la filosof�a, le atrajo con sus c�nticos suaves para
hacerle morir traidoramente.

Los que hemos conocido � Galvete nunca dudamos de su m�rito y sab�amos
bien que no tardar�a en hacerse la luz sobre su nombre. Mas �l
mostr�base indiferente y hasta esquivo � las seducciones de la gloria,
tal vez porque reclamaba toda su atenci�n la cruel batalla que se re��a
en su conciencia. La idea religiosa llen� completamente su breve
existencia. Al nacer � la vida de la raz�n sinti�se acometido de esa
terrible enfermedad que azota nuestro siglo y que amarga todos nuestros
placeres. La duda imp�a aloj�se en su cerebro. Muchos estudios, muchas
vigilias, muchas torturas consiguieron al cabo lanzarla fuera, pero al
salir dej� atr�s un cuerpo marchito y agotado, propio para servir de
presa � la tisis.

Nada hay m�s horrible que esos gritos desesperados del pensamiento que �
toda costa quiere ser acci�n. Galvete los sinti� siempre tronar en sus
o�dos. Apenas nacidos, ya le atormentaban demand�ndole una instant�nea
realizaci�n, y su alma y su cuerpo se esforzaban en vano por
conced�rsela. Esta lucha le produc�a fiebre y la fiebre le mataba lenta,
pero seguramente.

La enfermedad es antigua. El esp�ritu del hombre vive en perpetua
agitaci�n como las aguas del Oc�ano, sube como sus olas hasta los cielos
y baja tambi�n � los m�s negros abismos. Y as�, entre el dolor, la duda
y la esperanza se mueve eternamente el mundo de los seres humanos. Feliz
el hombre cuya vista no penetra la regi�n de los sue�os y de las
ambiciones. Su vida ignorada, apacible, mon�tona, es mil veces m�s dulce
que la de aquellos cuyo cerebro pudiera tomarse por guarida de
fantasmas.

�Feliz aquel que trata � sus nervios como viles lacayos! �Plegue � Dios
que jam�s se le rebelen ni promuevan algaradas en su organismo! Porque
si la lucha del hogar dom�stico est� pintada con tan sombr�os colores
por los moralistas, �qu� debemos pensar de la que existe en el fondo de
la conciencia? S�, hombres que sufr�s los excesos del pensamiento,
�guerra � muerte por d�scolo y traidor al sistema nervioso
cerebro-espinal! �Loor eterno al prudente tejido muscular! �l s�lo es
fuerte y � la par sensato y honesto.

El mal se ha recrudecido de un modo alarmante en nuestros d�as. El
v�rtigo se ha apoderado de todas las cabezas, quiero decir, de casi
todas. Todo se piensa, todo se medita, todo se proyecta, pero nada se
deja sazonar. El minuto mata al minuto y el pensamiento al pensamiento,
y en esta desenfrenada actividad intelectual se rompe la armon�a del
esp�ritu y se disipa el encanto de la vida. Y es lo peor que cada hombre
no se resigna � ocupar el sitio que le corresponde en la obra de las
generaciones, no quiere limitarse � cultivar con paciencia el suelo que
pisa, sino que aspira, en los breves d�as que se le otorgan sobre la
tierra, � resolver todos los problemas, � someter los imperios del cielo
y de la tierra � su dominaci�n.

Yo no s� si Galvete era un hombre religioso � un imp�o. Los hombres
religiosos que me han hecho conocer desde muy temprano, respiran sosiego
y alegr�a por todos los poros de sus mejillas frescas y rosadas por
punto general: su marcha es reposada y firme: est�n siempre en guardia
contra su pensamiento, y hablan sin escr�pulo de todas las cosas que no
se relacionan directa ni indirectamente con el dogma. La Providencia,
pero una Providencia regocijada y pr�vida, parece habitar en su alma.
�Cu�n diferente de ellos era Javier Galvete, tan brusco, tan flaco, tan
triste, tan inquieto!

Yo he o�do decir, sin embargo, que la meditaci�n sobre la naturaleza de
Dios es un verdadero culto. Nuestra alma se desprende de lo que es
perecedero y finito, y marcha hacia lo absoluto � infinito en alas de la
raz�n, penetr�ndose del amor eterno y de la armon�a del universo. Acaso
sean �stas huecas palabras de una filosof�a revolucionaria y atea.

Lo cierto es que nuestro joven orador no iba � la moda en materia de
religiosidad, sin comprender que � todo el que pretende romper con la
moda se le levanta una cruz en este mundo.

Como escritor tuvo tambi�n este ilustre joven la mala ventura de no ver
aprovechadas sus notables aptitudes por la prensa pol�tica af�n � sus
ideas, necesitando poner su pluma, para subsistir, al servicio de otra
menos liberal.

De este ultrajante grillete que la necesidad aplicaba � su inteligencia
durante el d�a, veng�base � la noche lanzando rojas oleadas de una
oratoria vivaz y atrevida sobre las dormilonas cabezas de los
reaccionarios del Ateneo. Nadie como �l logr� estremecerlos azotando sin
compasi�n sus invasoras doctrinas, despu�s de arrancar � jirones el
oropel con que se encubren. Aquel rostro p�lido y de alg�n modo
siniestro, aquella palabra audaz, penetrante, fan�tica, tra�an � la
memoria las predicaciones de los primeros campeones de la Reforma. Como
en los de ellos, brillaba alternativamente en sus discursos un
entusiasmo ruidoso, un amargo desenga�o � una ansiedad febril. Sin
embargo, aunque exaltado � impetuoso en el debate, era dulce y afable
cuando hac�a reposar su esp�ritu angustiado en el seno de la amistad. Me
complazco en afirmarlo aqu� para desvanecer cualquiera duda que acerca
de su car�cter pudieran concebir los que no conocieron � Galvete m�s que
en las discusiones acad�micas. Se hab�a erigido en ap�stol de los
derechos del individuo y del Estado, enfrente de las pretensiones del
tradicionalismo monstruosamente acentuadas en estos �ltimos a�os, y
acaso mov�a su lengua con demasiada sinceridad para la usanza de esta
tierra. Su oratoria era profunda y nerviosa. Hablaba con una facilidad
severa y restringida, como aquel que quiere hacer que prevalezca la idea
sobre la palabra. La acci�n con que se acompa�aba ten�a poca variedad;
era mon�tona, pero se acomodaba bien � ese g�nero de oratoria sin
efectos, serena y clara, donde cada juicio vale una sentencia y cada
palabra un hecho. Era una oratoria interior m�s que exterior. Los a�os
hubieran limado las asperezas de su estilo y los arranques de su
misticismo, y entonces pasar�a � formar entre los m�s grandes oradores.

Pero �� qu� imaginar lo que pudo ser? Acord�monos m�s bien de lo que ha
sido: un joven que pens�, que sinti� con exceso y que pag� con la muerte
el capricho de pensar y de sentir las cosas que tienen sin cuidado � los
dem�s; un perseguidor infatigable de fantasmas; uno de esos hombres que
en el jard�n de la vida se empe�an en coger tan s�lo aquellas flores
tristes y simb�licas que la fantas�a del pueblo ha llamado
_pasionarias_.

La verdad es que el n�mero de �stas va aumentando de tal modo, que
amenazan cubrir con f�nebre manto los vergeles de la tierra. Todos los
ant�dotos de la filosof�a optimista no bastan ya � convencernos de que
esta vida sea m�s que una serie dolorosa de tristezas y decepciones. La
muerte va adquiriendo de d�a en d�a mayor reputaci�n entre los hombres
razonables. Y es que la vida debe parecerse � una de esas mujeres
coquetas y abominables de las que nos cuesta gran trabajo separarnos,
pero que, despu�s de conseguido, nos admiramos de haber amado tanto. Por
el contrario, la muerte es tranquila, serena, inalterable como la virgen
de los �ltimos amores. �Vale tanto por acaso una vida de dolores y
desenga�os como el dulce reposo de lo eterno? �Y qu� otra clase de vidas
ofrece el destino � los que nacen con talento? El talento es ya por s�
una enfermedad, por m�s que esta enfermedad, como la de las ostras,
produzca hermosas perlas, y el que lo posee lo arrastra por el mundo con
trabajo. Fuera de los carriles ordinarios de la vida, va tropezando con
todo, chocando con los infinitos obst�culos que la preocupaci�n, el
ego�smo y la rutina oponen � su paso, y cuando llega al t�rmino de su
carrera, que es la muerte, ha dejado ya en jirones por el camino todos
los deseos y todas las ilusiones de su alma. El hombre que muere sabe
que deja en pos de s� un universo de desdichas cuyo amargo jugo hubiera
�l gustado gota � gota, � prolongarse m�s su estancia en este suelo. Lo
que nos hace amar la vida es la seguridad que tenemos de perderla. Sin
esa seguridad, no me cabe duda que la mirar�amos con desd�n, y �qui�n
sabe tambi�n si con horror!

He visto morir � algunos de mis amigos cuando hab�an llegado � la
plenitud de las esperanzas, pero no � la de la raz�n. Pues bien: creo,
despu�s de considerar atentamente su existencia, que � serles posible,
ninguno volver�a de la regi�n de las sombras, ninguno atravesar�a de
nuevo la laguna Estigia para mezclarse otra vez con la turba de los
vivos. Galvete menos que todos querr�a emprender nuevamente su fatigoso
Calvario. �l, que ha descifrado ya el enigma tremendo de lo infinito,
conoce bien lo que vale este mundo finito. Algunos, muy pocos,
atraviesan la tierra de d�a. Galvete la atraves� en las horas m�s negras
de la noche. Por eso de los hombres como Galvete no debe decirse que
mueren, sino que hacen dimisi�n de la vida.

[Illustration]

[Illustration]




D. EMILIO CASTELAR


I


[Illustration: C]ASTELAR y el P. S�nchez!

No es posible negar que nuestra patria es incomprensible y caprichosa en
extremo. Unas veces se dedica � lo sublime, y sumergiendo su mano en lo
profundo, arranca del rizado mar de su poes�a una figura como Castelar.
Otras se entrega con pasi�n � lo c�mico, y despide de su seno entre
muecas y contorsiones oradores como el P. S�nchez. Castelar y el P.
S�nchez son el alfa y la omega de mi humilde trabajo. He salvado como
pude el paso que media, seg�n dicen, entre lo rid�culo y lo sublime.

Pero abordar el car�cter y la fisonom�a oratoria del se�or Castelar
ofrece un sinn�mero de dificultades. La primera y m�s principal, en mi
concepto, es la falta de perspectiva. La figura de Castelar, como
orador, dir�, empleando una locuci�n t�cnica, que est� tallada en
colosal, y es de todo punto imposible, sin alejarse un tanto, apreciar
con exactitud su valor art�stico. Confieso que no puedo darme cuenta
cabal del sitio que ocupa en el horizonte del Arte, y entrego por lo
tanto esta mi semblanza � la enmienda de los futuros. Otra de las m�s
grandes dificultades que se me ofrecen es el compromiso formal que he
contra�do al comenzar mi tarea de eliminar por entero el aspecto
pol�tico del orador para ce�irme exclusivamente � su aspecto acad�mico.
�Oh! si me fuera dado mirar, siquiera fuese con el rabillo del ojo, al
Parlamento, �con cu�nto grande hombre pondr�a � mis lectores en
contacto! Les contar�a la vida y milagros de aquel insigne orador que al
terminar su discurso se sent� con la mayor dignidad sobre el vaso de
agua. Y los de aquel otro que trat�ndose de la langosta pidi� la palabra
para una alusi�n personal. Sin olvidarme tampoco de aquel que al llegar
en su discurso cargado de ap�strofes, epifonemas, per�frasis y
concatenaciones � la frase: �pens�is tal vez, hombres ilusos, que
Napole�n...� la repiti� tres veces, y muri� con Napole�n en la boca,
realiz�ndose en los esca�os del Congreso aquel d�a un Waterloo de risa.
Pero yo no soy cronista del Parlamento, sino del Ateneo, y es fuerza que
guarde en el fondo de mi pupitre las historias que acabo de mencionar y
otras muchas no menos sabrosas y divertidas. De ello me pesa con toda
el alma, porque estos se�ores acad�micos tan graves y comedidos que no
son capaces de romper un plato, ni de sentarse sobre un vaso de agua, me
obligan � guardar demasiada ceremonia. Siento que all�, por los
laberintos de mi imaginaci�n, viene, va y torna un esp�ritu retoz�n y
travieso que est� ganoso de reir � toda costa, y me empuja fuertemente �
ocuparme de otra ralea de oradores menos sabios, menos artistas, pero
m�s amenos.

Tambi�n hoy es necesario que dormite en la m�s enervante postraci�n. Se
trata de Castelar, del m�s grande de nuestros oradores, y me veo en la
precisi�n de ponerme el frac y adoptar un continente grave y respetuoso.
Castelar, como orador, no pertenece solamente al Ateneo, pertenece �
Espa�a, pertenece al mundo, pertenece � la libertad. La tiran�a ha
tenido � su servicio grandes fil�sofos, juristas y hasta poetas. Jam�s
ha tenido un grande orador. Cicer�n, Dem�stenes, Mirabeau, Oconnell y
Castelar son hijos de la libertad. Es que el fil�sofo, el jurista y
hasta el poeta env�an sus cuartillas corregidas � la imprenta, mientras
el orador lanza su alma toda entera, sin tachas ni raspaduras, por la
boca y por los ojos � la muchedumbre. La muchedumbre, que no es capaz de
percibir toda la perfidia que puede esconderse entre los renglones de un
libro, ve con admirable instinto la que se oculta bajo los ojos de un
hombre, y sabe matar con el desprecio al que la enga�a.

Castelar, en la ciencia, en el arte y en la vida, representa un
pensamiento amable, pero inveros�mil y extra�o para nuestra sociedad.
Este amable pensamiento se llama en la ciencia pante�smo, en el arte
realismo y en la vida armon�a.

Castelar es un campe�n de la causa de la naturaleza. Es pante�sta en el
gran sentido de la palabra, en un sentido fundamental. Esto ha hecho
pensar � muchos que el famoso orador es hegeliano. No puedo creerlo. No
es Hegel el que ha hecho pante�sta � Castelar, sino que, siendo el
pante�smo inherente y virtual en su modo de ser, ha permitido que la
filosof�a hegeliana influyera poderosamente en su esp�ritu. Pero
Castelar no es el pante�sta especulativo que procede con rigurosa
dial�ctica para encerrar el pensamiento en un sistema, no; es el poeta,
es el enamorado de las formas vivas que percibe con la claridad de un
iluminado el lazo invisible que existe entre los dos aspectos, bajo los
cuales el universo siempre id�ntico y el mismo se ofrece al esp�ritu y �
los sentidos. La filosof�a de Castelar no permanece inm�vil y como
cristalizada en el abstracto recinto de una f�rmula matem�tica �
dial�ctica, es una filosof�a que arranca del fondo mismo de su
naturaleza, es una filosof�a puramente individual.

Esto significa que nuestro orador no siente la imperiosa necesidad de
dar � la vida soluciones concretas, que es � la postre de todo lo que
hace brotar los sistemas. La vida le parece demasiado rica, demasiado
varia para someterla al imperio de una f�rmula inflexible y abstracta.
Sin embargo, busca con ansia la generalizaci�n, la s�ntesis que son
leyes del esp�ritu, huyendo de un particularismo estrecho y falto de
perspectiva con el que no podr�a acomodarse jam�s su elevado
pensamiento.

Esta filosof�a individual no puede menos de engendrar una religi�n
excesivamente flexible y humana. La inmortalidad se ofrece � su
inteligencia como una trasformaci�n incesante, como un progreso sin fin,
en el cual el esp�ritu llega � agotar todas las formas de la vida
infinita. Esta religi�n tiene su catecismo en el gozoso panorama de la
Naturaleza. En todas las p�ginas de este catecismo se encuentra grabado
el excelso nombre de Dios. Mas el Dios de Castelar no es el Dios
crucificado, no es el Dios transido de dolor, sino el Dios en quien se
expresa todo lo que vive y siente, que incesantemente se trasforma, que
incesantemente se modifica, que muere en la naturaleza para renacer en
el esp�ritu, y se ofrece, total y absoluto, en una evoluci�n infinita.

El arte es una de las formas que ese Dios afecta al bajar sobre la
tierra, y nuestro orador le rinde un culto apasionado. Si he dicho que
Castelar era realista, enti�ndase que no es el realismo ef�mero de los
tiempos presentes el que le cautiva, sino el realismo que parte de la
c�lebre f�rmula de la l�gica hegeliana, toda idea es realidad, toda
realidad es idea. La idea realiz�ndose bajo forma sensible, �se es el
arte, y artista el que siente palpitar la idea bajo la forma.

No obstante, aunque Castelar representa en la esfera del arte la
apoteosis de la forma, no se le puede acusar de haber alentado con su
ejemplo ese c�mulo de producciones fr�volas, donde la miseria del fondo
aspira � velarse por los artificios de la forma. El fondo y la forma en
el arte no se distinguen perfectamente como � primera vista parece, sino
que mantienen tan estrecho enlace que es imposible separarlos en la obra
bella. �Qui�n ser�a capaz de distinguir el fondo y la forma en un cuadro
de Vel�zquez � en una melod�a de Haydn? Castelar expresa bellamente lo
que acude bello � su pensamiento. �Ser� por ventura responsable de que
algunos se empe�en en expresar de un modo bello lo que acude feo y
desgraciado � su imaginaci�n? Lo que es preciso buscar en el arte, y lo
que nuestro orador alcanza en grado superlativo, es la espontaneidad
individual disciplinada y corregida por la regla, que debe presidir �
toda concepci�n art�stica para comunicarle las proporciones
convenientes.

Pero se le censura, � mi juicio, con se�alada injusticia por el empleo,
seg�n se dice, abusivo de las formas art�sticas. Es opini�n demasiado
extendida que Castelar sacrifica la precisi�n y el rigor, que son los
atributos de la exposici�n cient�fica, en aras de la fantas�a, la cual
quebranta y destruye con sus im�genes el encadenamiento l�gico y
necesario con que el entendimiento enlaza, los juicios � los juicios, y
las consecuencias � las consecuencias. Veamos lo que hay de fundado en
esta censura. Indudablemente el empleo de las formas art�sticas en el
discurso tiene un l�mite, y no hay est�tico que no se apresure �
se�al�rselo. Pero este l�mite todos convienen que est� determinado, de
un lado por la naturaleza del discurso, y de otro por la naturaleza de
lo bello. La belleza de la expresi�n contribuye poderosamente � llevar
el convencimiento al �nimo del auditorio; mas seg�n que el discurso se
proponga demostrar l�gica y razonadamente una idea � s�lo infundir el
amor � esta idea � hacerla triunfar en el �nimo del auditorio, as� se
habr� de restringir � extender el uso de la forma art�stica. � este
prop�sito, dice Schiller: �Existen dos clases de conocimientos: un
conocimiento _cient�fico_ que est� basado sobre nociones precisas, sobre
principios reconocidos; y un conocimiento _popular_ que no se funda m�s
que en sentimientos m�s � menos desenvueltos. Lo que es ventajoso para
el segundo es con frecuencia contrario al primero�. Ahora bien: no
debemos echar en olvido que Castelar es el tribuno, no es el disertante,
es el ap�stol de la libertad y la libertad es una verdad _popular_. No
hay duda que fu� necesario demostrarla cient�ficamente, pero �sta es la
obra de la filosof�a moderna, � partir de Kant. Castelar concibi� la
tit�nica empresa de hacerla amable en este pa�s, cuyo sentido pol�tico
hubieran pervertido largos siglos de tiran�a y fanatismo. Es el fundador
de la democracia en Espa�a, es el propagador de una idea esencialmente
popular y nunca se vi� que las ideas populares fuesen difundidas por
maestros y pedagogos, sino por poetas y oradores. El profesor busca en
su discurso un resultado futuro, el desarrollo intelectual de su
disc�pulo mediante la adquisici�n de ideas perfectamente deducidas y
probadas. El orador popular aspira � un resultado inmediato y para esto
es indispensable que trabaje sobre la imaginaci�n de sus oyentes,
individualizando, haciendo sensibles las ideas. De aqu� nace ese estilo
animado, lleno de vida y colorido con que los escritores y oradores
populares como Castelar difunden sus conceptos, el cual representa una
transacci�n feliz y arm�nica entre el entendimiento que busca sobre todo
el encadenamiento, la continuidad, y la imaginaci�n que aspira � tocar y
sentir la realidad y el calor de las ideas. Castelar, por el esfuerzo de
su naturaleza armoniosa y comprensiva, junta y agrega lo que la
abstracci�n hab�a separado, y en vista de las facultades espirituales y
de las facultades sensibles del hombre, se dirige � �l todo entero y lo
atrae por ese encanto irresistible que producen cuando se encuentran
reunidos lo verdadero y lo bello.

En la vida Castelar tampoco representa un fragmento, sino toda la
humanidad. La moderaci�n y la actividad que se observa en su conducta es
un signo de fuerza. S�lo los d�biles son obstinados � impacientes.
Contempla la vida con mirada serena y recoge en conjunto todos sus
elementos sin predominio ni monstruosidades, porque es un esp�ritu
equilibrado. Se ajusta f�cilmente al medio y � las condiciones de su
existencia, pero las modifica mediante la influencia de su genio.
Castelar entiende que la vida es un arte y no una fiebre, que la
continuidad moderada de la acci�n vale mucho m�s que una agitaci�n
est�ril y morbosa. Por eso no opone diques in�tiles � la corriente de
las ideas, sino que busca el medio de encauzarla para que le conduzca al
resultado que se propone.

Hay muchos hombres que, aun cuando fabricados de barro como todos los
dem�s, aspiran � tener la consistencia de los pe�ascos � creen cumplir
con su conciencia ofreci�ndose inermes al torrente devastador de las
preocupaciones, como aquellos indios que se arrojan voluntariamente
entre las ruedas del carro triunfal de sus �dolos para ser aplastados.
Estos hombres merecen respeto por la pureza de los motivos que los
impulsan. Pero es necesario convenir en que no deben ser hombres de
acci�n en ninguna causa, porque, lejos de contribuir � su triunfo, lo
retardan considerablemente. Tienen un puesto se�alado en las esferas de
la pura teor�a, porque son impotentes para discurrir por los laberintos
de la realidad. La vida es una continua transacci�n entre lo ideal y lo
real, y aquel que no sabe transigir no debe acudir � ella.

Castelar tiene un fin que llenar en nuestra patria y lo persigue con un
celo y al propio tiempo con un sosiego que me traen � la memoria
aquellos hermosos y profundos versos de Goethe: �Como la estrella, sin
prisa, pero sin tregua, que cada uno se mueva dentro de su propia
naturaleza�. No puede petrificarse en la defensa obstinada de uno sola
verdad porque pertenece � su obra y su obra es grande y comprende
muchas verdades. No puede retraerse de la lucha porque el retraimiento
enerva y enmohece la inteligencia. Todav�a en estos tiempos en que la
vida pol�tica arrastra una existencia precaria, cuando se ha hecho un
silencio mortal en todos los locutorios de la opini�n, cuando no se
escucha el crujir de una pluma sobre el papel, cuando no se mueve una
hoja en los �rboles ni una lengua en la tribuna, s�lo el gran orador es
capaz de sostener la contienda, porque �l solo habla un lenguaje que no
es el de las parcialidades pol�ticas, un lenguaje que no lastima � nadie
y que � todos seduce.

Una vez preguntaron � Sieyes: ��Qu� hab�is hecho durante el Terror?�
��Qu� es lo que he hecho! He vivido.� Y hab�a hecho bastante. Cuando
rodando los tiempos le pregunten � Castelar: ��Qu� hab�is hecho durante
el per�odo del _Silencio_?� ��Qu� es lo que he hecho!--podr�
contestar.--He hablado.� Y aquellos hombres casi no podr�n creerlo.


II

Los que voy � trascribir son datos suministrados por un esp�ritu, � si
se quiere trasgo con quien suelo celebrar conferencias de importancia
suma. Es un trasgo ver�dico, al menos por tal le tengo, pero se ha
dedicado �ltimamente, con harta asiduidad para lo que corresponde � un
duende de su significaci�n, � las lecturas de Hoffman, Poe, Fern�ndez y
Gonz�lez y otros escritores no menos alcoh�licos, y me temo un poco que
su cabeza, como la del ilustre hidalgo manchego, no rija de un modo
cabal. Ustedes decidir�n despu�s de haberle escuchado si conserva una
pizca de juicio � si ser� preciso oirle como quien oye... � Perier.

No hace muchas horas vino � m� con afectado misterio, y me dijo: ��Est�s
escribiendo la semblanza de Castelar, no es verdad?� S�. �Pues yo, que
he vivido con todas las generaciones y en todos los pa�ses, te puedo
comunicar datos interesantes para tu trabajo.�--Vengan esos
datos--repuse. Y entonces el fantasma comenz� � silbar con sigilo en mi
o�do este inveros�mil y descabellado relato:

��Castelar! Castelar tiene una historia mucho m�s larga de lo que t� te
figuras. Vosotros sab�is admirar y aplaudir � los grandes esp�ritus,
pero rara vez os deten�is � estudiar su procedencia � filiaci�n
hist�rica, ni las fuerzas ideales anteriores que han concurrido � su
generaci�n. Vosotros los humanos...�--Aqu� el fantasma se despach� � su
sabor contra nuestra raza y hago gracia � los lectores de su fil�pica,
que no les habr�a de complacer gran cosa.

�Castelar--prosigui� el esp�ritu--es un regalo que el viejo Oriente
env�a al Occidente. Sali� de la cabeza de Brama cierta noche en que las
estrellas, con un dulce titilar, llamaban el pensamiento hacia lo
infinito, cuando las oscuras ondas del sagrado Ganges relataban muy
quedo � la flor del lotus, que se inclinaba sobre su corriente, los
misterios inescrutables de la muerte, cuando el piadoso anacoreta,
postrado en tierra, murmuraba tembloroso su enigm�tica oraci�n, cuando
el ruise�or turbaba s�lo el silencio augusto de la naturaleza con su
grito de amor y de esperanza.

�El dios luminoso que le diera el ser envi�le como fiel mensajero de su
abdicaci�n cerca de su hermano Zeos, y �ste le prodig� mil agasajos,
haciendo brillar su Olimpo con todo el esplendor de sus encantos
perdurables. Todo cuanto una imaginaci�n sobrehumana puede apetecer de
dulce y halag�e�o derram�lo el monarca de los dioses en su feliz morada
para honrar al venturoso embajador. Hasta se pens� en celebrar corridas
de toros, pero el dios Apolo, con su s�quito de musas, declar�
rotundamente que en este caso no tomar�a parte en las fiestas, y fu�
abandonado el proyecto. Aquella serie sin tregua de placeres y delicias
comenz� � cansar � vuestro orador, comenz� � aburrirle la conversaci�n
del dios J�piter, que no le dejaba ni � sol ni � sombra, y lleg� �
empalagarle la ambros�a. As� que un d�a, tomando de aqu�l la regia
venia, descendi� por los suaves declives del Olimpo � las llanuras del
�tica, y bajo los pl�tanos del Agora, comenz� � arengar � la multitud de
libres cuanto ociosos ciudadanos que all� rend�an � la sombra culto � la
libertad y al arte.

�Despu�s le vi muchas veces, ya en el taller de Fidias, ora en los
jardines de Academo escuchando atentamente los discursos de Plat�n, ora
tambi�n en los misterios de Eleusis dedicado � interpretar los ruidos de
las hojas del �rbol sagrado al ser heridas por el viento. Parec�a feliz
y no me preocup� m�s de �l.

�Largo tiempo despu�s le volv� � encontrar en Roma, cuando �sta,
fatigada por las discordias civiles, plegaba sus brazos y bajaba su
orgullosa frente ante la majestad de Octavio Augusto. Fu� en una sesi�n
del Senado. Se hallaba �ste reunido en la Curia Hostilia sobre el Foro.
Una docena de lictores que � la puerta vigilaban, anunci� la llegada del
c�nsul Josefo que deb�a presidir la Asamblea. Antes de penetrar en el
templo det�vose en el peristilo para consultar los auspicios, siguiendo
la antigua pr�ctica. Pareci�me, sin embargo, que al observar las
entra�as de la v�ctima inmolada, se dibujaba en su rostro angular y
glacial una sonrisa ambigua y poco ortodoxa. Los sacerdotes declararon
que los padres de la patria pod�an deliberar, y el c�nsul entr� en el
recinto seguido de su cortejo. Una vez dentro, se aproxim� al altar de
Jano (el de las dos caras) y ofreci�le incienso y vino. Despu�s fu� �
sentarse en su silla, y como la sesi�n a�n no se hab�a abierto, muchos
senadores rodearon al c�nsul departiendo entre s� con grande animaci�n.
Pude notar que aun cuando todos dirig�an un diluvio de preguntas al
presidente, �ste apenas desplegaba los labios, limit�ndose � sonreir de
aquella manera equ�voca que ya antes me llamara la atenci�n y � sacar de
su esportilla algunos caramelos que ofrec�a con agrado � los _padres_.
Estos revolv�anlos en la boca con no poco regocijo comentando al propio
tiempo en detalle todos los matices de la sonrisa que los hab�a
acompa�ado. Los unos pretend�an que aqu�lla era una sonrisa de
oposici�n, mientras los otros la juzgaban de todo punto ministerial. Y
entre estas y otras azucaradas razones se abri� la sesi�n. Uno de los
ediles del Senado se levant� para leer una proposici�n en la cual se
elevaba al _pr�ncipe del Senado_ Antonio � la categor�a de _Eterno_, la
cual hubo de agradar tanto � la Asamblea que prorrumpi� en calurosas
muestras de entusiasmo. En vano fu� que Antonio rehusara con fuerza esta
peque�a distinci�n, pues la mayor�a en masa, como un solo empleado,
decidi� � todo trance votarla. El edil proponente se levant� entonces �
dar las gracias al Senado, y suplic� � los padres se sirviesen decretar
para conmemorar tan fausto acontecimiento se inmolasen en el templo de
la Concordia 150 _ilegales_. En este instante el tribuno Emilio pidi� la
palabra desde su _subsellium_ y reconoc� en �l � Castelar. Pronunci� una
brillante arenga combatiendo esta sangrienta proposici�n, y haciendo la
defensa de las antiguas formas republicanas tan escarnecidas en aquellos
d�as, por los que volv�an su rostro al sol del Imperio, que era el que
m�s calentaba por entonces. Me fu� imposible oir por entero su discurso,
pues las continuas y ruidosas interrupciones de que era objeto imped�an
que su voz llegase muchas veces � mi o�do.

�No volv� � verle en Roma y perd� su pista durante toda la Edad Media.
En el siglo XV me dijeron que haciendo unas excavaciones en la ciudad de
Agrigento, al levantar la tapa de una urna, maravilloso trabajo de
cincel griego, lo encontraron dormido profundamente sobre el manuscrito
de las obras de Homero.

�Por �ltimo, le vi una vez m�s en la Universidad Central de Madrid.
Explicaba la historia del universo en una c�tedra de diez pies en cuadro
con honores de pasillo. ��Ay--exclam� para mis adentros,--y c�mo echar�s
de menos, ilustre heleno, aquellos tapizados jardines del �tica, donde
tantas veces te he visto conversar con Is�crates y Plat�n!�

�En aquel momento el profesor fij� en m� su mirada perdida, y cual si
viese mis adentros � fueran tambi�n los suyos, dijo:

       *       *       *       *       *

�.....Al posar, se�ores, nuestra vista sobre los campos resplandecientes
de la Grecia, sobre el Olimpo, ornado de mirtos floridos, de lentiscos,
de laureles, en cuyas hojas brillan eternamente gotas de roc�o que
descomponen la luz en mil varios matices; monte coronado de un cielo
siempre et�reo y azul, desde cuya cima se descubren � lo lejos las ondas
del mar, que se rizan en blancas espumas, y el Oriente, la cuna del sol,
la cuna tambi�n del paganismo, y al ver aquel templo misterioso
convertido en ruinas, sus dioses en momias, secas las flores que lo
cubr�an, perdidos sus c�nticos sin que de ellos quede ni un eco en los
aires, desiertas las rientes playas por donde corr�an, coronadas de
verbena, sus teor�as, una indefinible tristeza se apodera de nosotros y
parece que se despierta en nuestra alma un sentimiento hostil al
cristianismo.�


III

Cuando una idea baja de la _regi�n de las madres_ � tomar carne en un
hombre, agota con habilidad que maravilla, sin distraer uno solo, todos
los recursos que nuestra naturaleza finita la ofrece para mostrarse
admirable; y aparece el genio. Castelar ha encarnado en los tiempos
presentes la idea de la elocuencia. El que desee ver claramente las
pruebas de esa verdad no tiene m�s que examinar con cuidado su vida y
sus escritos, y podr� observar con cu�nta energ�a se muestra el orador
en todos los rasgos del hombre y en todas las p�ginas del escritor. Leed
cualquiera de las obras de Castelar y, sin daros cuenta de ello,
vuestros labios empezar�n � moverse, pronunciar�n al principio
t�midamente aquellos tersos per�odos, despu�s los dir�n con �nfasis, y
al cabo de alg�n tiempo, si algo no os saca de vuestra distracci�n,
estar�is declamando en alta voz. Es que por todas las p�ginas del libro
corre y centellea la idea de la elocuencia. Es que Castelar es siempre
un orador.

�Y qu� es un orador? El orador es para m� el hombre � quien Dios entrega
la espada del esp�ritu, la palabra. Unas veces se sirve de ella para
sacar muelas en la plaza p�blica, y otras para volcar los imperios. Pero
esta espada sale alguna vez de las f�bricas cer�leas luciente y afilada
como aquella de fuego que, al decir de la Biblia, un �ngel esgrimi�
contra nuestros primeros padres � las puertas del Para�so, y la
Providencia las destina � los seres privilegiados como Castelar. Otras
salen melladas y opacas como la que Bernardo usara en otro tiempo, y son
las que el Padre Eterno regala � los seres que nacen sin privilegios
como Perier.

La palabra de Castelar es una palabra exuberante, briosa, con todo el
calor de la juventud. Es una palabra destinada � hacer la luz en el
profundo pi�lago de nuestra pol�tica, sublime y aparatosa como la de
Mois�s, flexible y gubernamental como la de un lord.

Su esp�ritu recibe todos los d�as nuevos ensanches como las grandes
poblaciones, y la palabra corre con presteza como medio de comunicaci�n
� infundir la vida y el movimiento en la nueva ciudad. Es una fuerza que
sin cesar acrece, llen�ndose de todo lo sano que flota en el ambiente
que respira, y su palabra recibe en cada transformaci�n un nuevo temple
que la hace esclava, bella y sumisa de un pensamiento grande.

Mas esta esclava es una esclava india, no hay que dudarlo, y por m�s que
en ocasiones vista � la europea y siga la moda de Par�s, veo aprisionado
en sus ojos el rayo de sol del Mediod�a y en sus cabellos negros y
sedosos contemplo las sagradas selvas del Indost�n.

Castelar trae del Oriente el sentido po�tico de la naturaleza tan
necesario para templar y vigorizar los vuelos harto descompasados del
ideal en nuestra Europa. Su estilo es un estilo pl�stico y poblado de
im�genes que giran en caprichosos pasos por delante de vuestros ojos con
la sonrisa en los labios y apuntando al porvenir.

�Nunca sumergisteis vuestra mirada en las profundidades del mar durante
una tarde sosegada y dulce del est�o, en una de esas tardes en que se
muestra trasparente como una doncella que quisiera abriros su coraz�n?
�Cu�nto rico tesoro, cu�ntas espl�ndidas ciudades olvidadas para siempre
en el seno de las aguas os hace ver la inquieta fantas�a! Sumergidlas
tambi�n en las profundidades de ese estilo oriental, y alcanzar�is � ver
los prodigiosos tesoros y las maravillas que puede fabricar la palabra
humana.

Es una felicidad para el Sr. Castelar no haber nacido en los tiempos de
Ner�n � de Cal�gula, porque su lengua admirable har�a nacer
indudablemente en aquellos insensatos la infernal idea de cort�rsela
para servir de plato en sus festines.

�Por qu� no se mueve ya esta lengua en la c�tedra del Ateneo de Madrid?
�Por ventura teme la competencia de la hoja de Albacete que esgrime el
P. S�nchez entre sus carrillos? �� le infunde pavor la brocha de polvos
de arroz que Perier pasea dulcemente por su boca?

No dejo de comprender que la pol�tica es una amiga celosa y exclusiva
que con frecuencia nos priva de cualquiera otra inocente distracci�n.
Tengo presente, adem�s, que usted, D. Emilio, necesita aprovechar todas
sus fuerzas para llevar � feliz t�rmino la patri�tica tarea que ha
emprendido; �pero se figura usted que en el Ateneo no hacemos pol�tica?
Vaya si la hacemos y muy flamante y muy seria[3]. Si usted pensara en
dar una vuelta por aqu�, no dejar�a de tropezar con algunos j�venes de
coraz�n sano y de mente vigorosa, discutiendo en voz un poco m�s que
alta las m�s arduas cuestiones de la ciencia del Estado. �Si viera usted
qu� mustios andan y qu� desencantados! Entusiastas siempre de la
libertad, pero aterrados ahora por sus excesos, se encuentran al borde
del escepticismo, del cual s�lo usted puede librarlos. Es necesario
hacerles entender que a�n hay para la democracia espa�ola una bandera,
s�mbolo de progreso y compatible con la paz y la salud de la patria, y
esta bandera es la que usted ha levantado valerosamente sobre los restos
de un partido ensangrentado y delirante.

El Ateneo es un pa�s neutral, es la B�lgica de nuestra pol�tica, y
aunque no pocas veces se cuela por sus rendijas y ventiladores el
_simoun_ de la pasi�n, usted sabe muy bien que los �rabes llaman al
_simoun_ el h�lito de Dios, y lo es en efecto. �Qu� ser�a de una idea si
la pasi�n no la cobijara bajo su manto de grana? Se morir�a de fr�o. �
este centro debe usted acudir nuevamente, porque este centro con sus
pasiones, con sus indisciplinas, con sus deslices art�sticos, hasta con
sus conservadores, y � pesar de sus ultramontanos, sabe mantener vivo el
amor al estudio de los grandes problemas. Tiene una historia gloriosa,
goza de un feliz presente, y si los grandes esp�ritus como usted no
desertan de su modesto recinto, continuar� empu�ando en nuestra patria,
con aplauso de todos, el cetro de la ciencia.

[Illustration]




LOS NOVELISTAS ESPA�OLES

[Illustration]




PROEMIO


[Illustration: T]AL vez convendr�a, lector, que empezase este pr�logo
aseverando que el �xito, y s�lo el �xito tan ruidoso como inmerecido,
ganado por mi colecci�n anterior de semblanzas, me ha impulsado �
ofrecerte la presente. De esta suerte llegar�as � saber, no tan s�lo que
existe un libro de semblanzas que puede ser comprado, sino tambi�n que
el autor del que tienes en la mano es un autor aplaudido, cursado y
experto en tales sujetos, lo cual previene admirablemente para que no se
escape ninguna de las agudezas que en �l pudieran contenerse, y se
tornen invisibles las muchas tonter�as de que est� plagado. Pero,
lector, yo no soy un embustero. Conozco perfectamente los mandamientos
de Krause, y s� que el hombre debe buscar la verdad con esp�ritu atento
y constante, por motivo de la verdad y en forma sistem�tica. Cuanto
saliese de mi pluma sobre favorables acogidas, compromisos contra�dos,
temores del porvenir � inquietudes del presente, ser�a pura y vulgar
hipocres�a. Ni tengo noticia de que mi libro anterior haya logrado �xito
alguno, ni, caso de lograrlo, me creyera obligado � escribir otro
parecido, ni aun al darlo � luz en este instante me propongo llenar el
m�s peque�o hueco. No; este libro se ha escrito sin motivo, quiz� porque
su autor no ha tenido ocupaciones m�s urgentes que se lo hayan
estorbado. Sobre esto, puedo a�adir que no fu� mi intento trazar un
estudio serio � profundo de la novela espa�ola, ni menos apuntar los
fundamentos est�ticos en que tal g�nero descansa, ni siquiera influir
con mi desautorizado consejo en los acuerdos � en la marcha de sus
cultivadores. Mi objeto fu�, pura y lisamente, escribir semblanzas.

Bien se me ocurre que el hombre no vino al mundo s�lo para escribir
semblanzas; pero debes tener presente, lector, antes de fulminar tu
juicio sobre estas p�ginas, que ning�n trabajo de las criaturas en este
planeta merece total desprecio, ni las telas de las ara�as, ni los
agujeros de los grillos, ni los versos de Grilo. Por no despreciar �
nadie, me impuse la obligaci�n de consagrar tiempo y espacio � ciertos
autores que ver�s con sorpresa en esta galer�a. He sido un tanto
irrespetuoso con ellos, y me he autorizado m�s de una chanza al hablar
de sus escritos; pero todos los grandes ingenios han tenido que sufrir
estos desahogos de la envidia y maledicencia coet�neas, y en esta
ocasi�n, como en todas las dem�s, la posteridad no dejar� de resarcirles
cumplidamente de tales molestias, dej�ndoles dormir en paz el sue�o
eterno.

En rigor, pues, no son todos los que est�n. Mas en rigor, tampoco est�n
todos los que son, y no ha de faltar, lo estoy viendo, quien con gesto
de soberano desd�n, suelte mi libro de las manos diciendo: ��no est�
Fulano!�--Contestar� � este gesto y � este cargo.--En primer lugar, es
preciso que el p�blico reconozca mi derecho � fatigarme de escribir
semblanzas. He podido escribirlas y he podido no escribirlas. De la
misma suerte he podido escribir tales � cuales y no escribir tales �
cuales otras. Porque el hombre posee la facultad de determinarse � s�
mismo en conciencia, lo cual significa que es causa propia y primera de
su actividad. Unas veces se determina � obrar y otras se determina � no
obrar. En esto se hallan conformes todos los tratadistas.

Ahora bien, al dar fin � este trabajo, � si se quiere trabajito, no
quise decir expresa � t�citamente: �no hay m�s novelistas en Espa�a�: lo
que puramente dije, fu�: �yo no escribo m�s semblanzas de novelistas�.

La novela, en nuestra patria, no es otra cosa, por ahora, que un campo
vasto � inculto donde de trecho en trecho brota alguna flor de p�talos
rojos y lustrosos, y crecen en abundancia las plantas de forraje. Mas el
suelo puede dar novelas, sobre esto no cabe duda. Los �ltimos trabajos
de la comisi�n del mapa geol�gico lo comprueban de un modo terminante.

Subamos � una de las sierras m�s elevadas de nuestra Pen�nsula. �No es
bastante? Pues subamos � una sierra ideal y observemos.

Hacia el Mediod�a el sol es m�s grande y m�s dorado, el espacio m�s
di�fano y azul. Sembrados por doquiera, en medio de vi�edos y jardines
de naranjos, blanquean centenares de pueblos, nadando en un vapor
trasparente, luminoso, embriagados por los perfumes de una vegetaci�n
v�vida y ardiente. En el aire vuelan las mariposas irisadas; en la
tierra hormiguea un pueblo nervioso, exaltado, feliz, que se enamora al
pie de la reja, que inventa caricias y bravatas, que injuria � los
santos y les besa los pies, que llora y r�e sin motivo, que suspira
cuando canta, que tiene los ojos negros, un pueblo hospitalario, franco,
orgulloso, que ha hecho las proezas por millares y las relata por
millones, que ama � Dios y � las mujeres sobre todas las cosas, y se
come la mitad del idioma castellano.

Por la parte del Norte se descubre un cielo triste, pero de tintas
dulces y delicadas. Hay un toldo de nubes que embaraza y aprisiona los
rayos del sol, y cuida de que lleguen � la tierra l�nguidos y mimosos.
Los valles y las colinas y todo lo que abraza la vista es verde. En las
colinas crecen los �rboles que detienen las nieblas, en los valles
crecen las yerbas y serpean los arroyos. Las gotas de agua est�n
suspendidas constantemente en la atm�sfera, en los �rboles, en las
yerbas, en los techos de las viviendas. La mar es �spera y espumosa, el
cielo caprichoso y melanc�lico, la tierra dulce y agradecida. All� vive
un pueblo que trabaja como las ac�milas y medita como los fil�sofos, un
pueblo espiritual y sensible que come pan de ma�z, que ve fantasmas y
duendes por las noches, que muere en el campo de batalla por una idea,
que tiembla en presencia del escribano; un pueblo sensato, paciente,
melanc�lico, que ser�a muy poeta si estuviese mejor alimentado, que
posee cual ning�n otro la virtud de no decir �esta boca es m�a�.

Cada uno de estos pueblos guarda en su vida preciosas novelas que no ha
querido mostrar � los viajeros fr�volos. Mas, cuando Gald�s y Valera
llegaron � demand�rselas, todos hemos visto con qu� singular cortes�a se
ha portado.

La hora es por dem�s oportuna y decisiva. El fruto amarillea en el
�rbol, y no espera m�s que una leve sacudida para caer en nuestras
manos. Las antiguas y original�simas costumbres de nuestra patria van
desapareciendo y ofrecen al morir el inter�s punzante y melanc�lico de
todo lo que ha sido y dejar� pronto de ser. Si no aprovechamos estos
momentos, la moderna cultura ce�ir� � nuestros miembros su estrecho
uniforme que oculta lo singular, lo original, lo caracter�stico, y ya no
ser� tan f�cil percibirlo.

Preparaos, pues, aquellos que sent�s latir en vuestra alma la
inspiraci�n art�stica, poneos la pluma tras la oreja, arreglad vuestras
cuartillas, tomad el tren expreso, diseminaos por la Pen�nsula. No
tardar�is mucho en volver, yo lo presiento, con salud en las mejillas y
la novela espa�ola bajo el brazo.

[Illustration]

[Illustration]




FERN�N-CABALLERO


[Illustration: Y]O he le�do muchas novelas; todas cuantas hube � mano en
los felices tiempos en que con la mayor inhumanidad me obligaban �
estudiar humanidades. Mi profesor de lat�n, una especie de arca�smo
semoviente que nos traduc�a con espasmos de regocijo la descripci�n de
Venus Cyterea en la Eneida, y con l�grimas en los ojos las quejas de
Ariadna abandonada, me tiene sorprendido no pocas veces enfrascado en la
lectura de _Juan Palomo_. Esta lectura, llevada � cabo en los momentos
mismos en que se volv�a por activa y por pasiva � la diosa m�s amable y
despreocupada del paganismo, constitu�a un verdadero desacato � la
mitolog�a, y como tal era castigado. Pero esto no imped�a que yo
siguiera simpatizando con todos los engendros de Ponson du Terrail, Paul
Feval, Sue, Fern�ndez y Gonz�lez, Dumas y tantos otros. Mi cerebro
parec�a el sal�n donde se hubiera dado cita la sociedad m�s escogida de
Par�s y Sierra Morena. _Juan Palomo_, _Juan Valjean_, _Juan Lanas_, _La
Dama de las Camelias_, _Los Siete Ni�os de �cija_, _El Caballero del
�guila_, _Candelas_, _Manolito Caparrota_, y muchos otros de igual jaez,
� todos los recib�a yo en mis salones con la amabilidad m�s exquisita,
como dir�a _La Correspondencia_.

Estas recepciones, que me hac�an trasnochar en demas�a, redundaban por
lo mismo en perjuicio de mi humanidad y _humanidades_, porque me tornaba
cada vez m�s flaco y amarillo, al paso que ignoraba por redondo hasta el
m�s insignificante supino. Ni siquiera, pues, pod�a decirse que era
supina mi ignorancia. Mas en cambio de una ciencia que yo miraba con el
m�s c�mico desd�n desde el Chimborazo de mi entusiasmo, iba criando una
imaginaci�n encendida y melenuda capaz de dar al traste con el poco
sentido com�n que me quedaba. As� lo comprendieron mis deudos y amigos,
y as� hube tambi�n de comprenderlo yo � la postre, por lo cual trat� de
ir apart�ndome paulatinamente de tan brava compa��a. Desde luego me
decid� � dedicar s�lo un d�a � la semana, los viernes, � la lectura de
novelas y � ser un poco m�s cauto en su elecci�n. Acudieron entonces �
mi tertulia una porci�n de personajes m�s simp�ticos y finos que los
anteriores. Ve�anse all� � Werter, Ivanohe, Atala, Eugenia Grandet,
Wilhelm Meister y muchos otros que no recuerdo. Fern�n-Caballero surt�a
tambi�n de amables personajes esta tertulia.

No cab�a duda que _los viernes_ del Sr. Palacio Vald�s eran de lo m�s
ameno que por entonces exist�a. As� y todo mi profesor segu�a
consider�ndome como un b�rbaro escyta indigno de toda relaci�n con los
h�roes de la Eneida y hasta con los animales de las Ge�rgicas.

Al llegar � la edad en que ya no se le pregunta � uno lo que lee, sino
lo que gana, me he visto obligado, con profundo dolor de mi alma, �
poner de patitas en la calle � todos mis rom�nticos amigos. Y los
momentos en que mis ocupaciones me dan tregua, en vez de leer novelas,
me dedico � escribirlas. Pero las escribo para adentro, porque hoy por
hoy tengo la fantas�a al servicio de mi coraz�n y tejo cada pocas horas,
para mi uso particular, unos cuentos tan fant�sticos y pat�ticos que �
todos parecer�an incre�bles. �sta es la costumbre de las cosas
inveros�miles.

Sin embargo, como siempre fui bastante amigo de pasar con la m�a (�qui�n
no es amigo de pasar con la suya?) me he empe�ado en demostrar � mi
viejo maestro que aquellas lecturas anticl�sicas que con tanto ardor
persigui� en otro tiempo no fueron tan in�tiles, �qu� digo in�tiles? tan
perniciosas como �l supon�a, puesto que hoy me permiten cumplir con el
deber que he contra�do de escribir para el p�blico.

Voy � describir, por tanto, cual viajero que se sienta � descansar
despu�s de un largo viaje, las extra�as y rientes comarcas por donde
anduve. Voy � lanzar � los vientos de la publicidad impresiones,
juicios, observaciones sobre mis lecturas atrasadas. P�blico amigo, no
des la raz�n � mi viejo maestro. D�gnate recogerlas del suelo, aunque
despu�s las arrojes como frutos desabridos � los que falta la madurez de
la experiencia.

He dicho que Fern�n-Caballero perteneci� � mi segunda �poca. Por cierto
que me eran tan simp�ticas sus creaciones y tan amables sus cuadros, que
con ser yo muy devoto de la �poca presente y muy admirador de sus
progresos, m�s de una gana me asaltaba de volver casaca y hacerme
servil�n, tan s�lo por el placer de ocupar un puesto en sus escenas de
familia y tratar personalmente � la m�stica _Elia_ y � la sensible
_L�grimas_. Mas pronto reflexionaba que no pod�a ser tal mi fuerza de
disimulo que no asomara la oreja de _negro_ en la ocasi�n menos
prevista, y entonces tendr�a que pasar por el bochorno de ser arrojado
de aquellos santos hogares y despreciado por aquellas lindas mujeres.

�Qui�n me dijera entonces que yo, su admirador, su enamorado, har�a,
tiempo andando, el papel de amiga envidiosa, poni�ndome � buscarles con
la mayor sangre fr�a sus m�s peque�os defectos! El papel de cr�tico es
en verdad muy desairado, � veces odioso, pero como acontece tambi�n con
ciertos otros en las obras dram�ticas, es absolutamente necesario para
el buen orden y progreso de la literatura.

Bien que las novelas de Fern�n-Caballero me encantasen siempre, no
dejaba por eso de pensar vagamente aun en los tiempos de mayor
entusiasmo que en ellas sobraba mucho. Ahora entiendo que falta no poco.

Para comprender bien � Fern�n-Caballero, es preciso tener presente, en
primer t�rmino, que sus obras no son la expresi�n pura y sencilla de una
fantas�a que gusta de presentar al p�blico la turba de im�genes que en
ella flotan; sino m�s bien la labor viva y apasionada de un pensamiento
batallador. La novela es para �l un arma con que asalta las conciencias
y las somete � su imperio. Y ciertamente no he ser yo quien repruebe tal
uso, cuando responde perfectamente � la naturaleza de este g�nero
literario, y no rompe con sus constantes tradiciones. La novela puede
servir y ha servido siempre para un fin social. Mas debo advertir, para
satisfacci�n de ciertos escr�pulos literarios, que antes que nada, la
novela es una obra de arte, y que como tal, su fin primero es realizar
belleza. Lo dem�s se le otorga por a�adidura. La novela, como tal obra
de arte, puede, aunque no debe por necesidad, ense�ar algo. De hecho
constituye un verdadero poder en nuestra sociedad, ejerce una influencia
leg�tima en nuestras costumbres, y en ocasiones ha buscado y hallado
arraigo para alguna idea peregrina. La tarea del cr�tico sobre este
punto consiste en observar de qu� modo se ha llevado � cabo todo esto.
Nunca debe olvidarse de que es el defensor del arte contra los excesos
de la pasi�n � las invasiones del esp�ritu did�ctico.

�Cu�l es la idea que agita el coraz�n femenil de Fern�n-Caballero, que
mueve su pluma y se encarna en sus novelas? La idea del pasado. Por �l
combate cuerpo � cuerpo, sin que le rinda jam�s el sue�o � la fatiga,
manejando con febril entusiasmo una daga tenue y afilada, la sola arma
que puede sostener su delicada mano. Sus novelas, no son m�s, es decir,
son adem�s de obras muy bellas, un diluvio de alfilerazos � nuestra
filosof�a, � nuestras costumbres, � nuestra pol�tica. Son peque�os
cuadros de anta�o, que por la suavidad del color, por su dibujo
primoroso y por su ambiente di�fano, quiere que contrasten con los
licenciosos cromos de hoga�o.

Espera que el lector, al contemplarlos, eche de menos aquellos
sabihondos frailes, aquellos severos padres, sumisos hijos y servidores
fieles, comprenda la santidad de aquellos respetuosos besos en la mano,
y la solemnidad de aquellos chocolates al amor del brasero. Todo lo cual
gozaron nuestros abuelos dentro de la sana moral y del temor de Dios.

Y en verdad que el lector no deja de tener por ciertas las proposiciones
de Fern�n-Caballero y de extasiarse con las tiernas escenas que nos
representa en sus cuadros. Mas como la funesta man�a de pensar se ha
introducido en todas las cabezas y es un mal que no tiene cura, doy en
cavilar y da tambi�n el lector, pariente cercano m�o, que para mudar de
vida y volver � las usanzas de nuestros progenitores es de toda
necesidad que Fern�n-Caballero nos garantice: que los frailes ser�n
siempre sabihondos y mesurados, y no cicateros intrigantes, amigos de
darse buena vida y de revolver por solaz la ajena; los padres, siempre
comedidos, incapaces de contrariar la leg�tima vocaci�n de sus hijos ni
de abusar de su poder por ning�n concepto; los nobles, protectores
generosos de la debilidad, no insolentes disipadores de sus caudales. Y
despu�s que todo esto nos garantice, es menester tambi�n que nos indique
los medios de volver este p�caro mundo al estado que apetece. Aunque
presumo que s�lo se podr� dar cima � la empresa convocando una magna
reuni�n de los humanos y conviniendo entre nosotros, despu�s de haber
estudiado minuciosamente cada una de las �pocas hist�ricas, cu�l es la
que debemos preferir. Con esto, y con encargar � Par�s que en vez de
sombreros de copa se fabriquen en adelante bonetes y chambergos y que
apaguen � toda prisa sus endiabladas luces el�ctricas, podr�amos tal vez
inaugurar de nuevo los tiempos de Mari-Casta�a.

�Pero y el esp�ritu? �Pondr�amos tambi�n bonete al esp�ritu?

Las novelas de Fern�n-Caballero son de las que un notario, que vive en
el cuarto segundo de mi casa, llama morales. Debo advertir que, seg�n la
est�tica singular del infrascrito, las novelas no tienen otra divisi�n
que en morales � inmorales. Y ningunas, con mejores t�tulos, pueden
incluirse en el primero de los grupos que las de nuestro ortodoxo
escritor. La moral entra por mucho, por casi todo, en sus obras; pero es
justo que haga una observaci�n capital sobre este punto. La moral de
Fern�n-Caballero no surge en la escena, engrandecida por el dolor y por
el combate, prestando eficaz respuesta y soluci�n al sombr�o
interrogatorio de la conciencia, disipando como un soplo de esperanza
las nubes siniestras que se agrupan en la frente del hombre de este
siglo. Es una moral de cort�simo vuelo destinada � colegialas de quince
a�os y � j�venes que no hayan pasado en sus estudios de la segunda
ense�anza. No resuelve m�s cuestiones que las de la obediencia � los
padres, respeto � los mayores, castidad en las obras, palabras y
pensamientos, dulzura con los inferiores y misericordia con los
menesterosos. Es una moral de primera comuni�n.

Mas aunque as� sea, sacan ventaja y no poca sus novelas por m�s de un
concepto � la multitud de bastardas producciones difundidas por la
sociedad francesa de nuestros d�as. Ya que por su insignificante
trascendencia no dirijan el pensamiento hacia un ideal de perfecci�n y
grandeza, absti�nense de perturbar los corazones y corromper las
costumbres como aqu�llas. Pueden caer sin peligro en las manos de una
virgen. Son libros de misa un poco romancescos. En cierta ocasi�n
tropec� con un amigo m�o, joven de gran inteligencia y muy conocido
entre nosotros por sus ideas radicalmente anticat�licas. Llevaba debajo
del brazo algunos libros que yo con poca discreci�n tom� en la mano sin
pedirle permiso. Eran dos novelas de Fern�n-Caballero, y mi querido ateo
me confes�, con un ligero rubor, que iban destinadas � su prometida.

No ten�a por qu� ruborizarse mi joven amigo. � un estado de perfecta
inocencia (entendiendo que es un estado transitorio, imposible de
sostener como definitivo en la vida humana), convienen en un todo estas
novelas escritas con una pluma delicada y sumisa. Predicar la rebeli�n �
los j�venes y muy particularmente al sexo femenino, sin justificar
plenamente esta lucha insensata con la sociedad; deslizar entre los
arrebatos de la pasi�n una multitud de dudas cuyo examen no puede
llevarse � cabo seriamente en los laberintos de una f�bula, es, � mi
entender, uno de los caracteres que m�s afean y hacen peligrosa la
moderna literatura romancesca de Francia.

Sin embargo, no todos en la sociedad van � la escuela y comulgan por
Pascua florida. Los m�s de los seres han dejado en los abismos del
tiempo sus quince a�os, y en los de la nada las puras ilusiones que los
acompa�an. Hay muchos en los cuales el sentimiento religioso yace
amortiguado bajo el peso de la sensualidad � del escepticismo. Las
novelas de Fern�n-Caballero y su escuela no tienen poder, no tienen
rasgos bastante en�rgicos para despertarlo en estos seres. La duda
amarga y delet�rea de _Lelia_ no alcanza � disiparla la c�ndida y
m�stica sonrisa de Elia. Jorge Sand ha dado vida � un ser misterioso,
siniestro, imaginario, pero grande, porque expresa con notas desoladoras
la crisis de un alma grande. Fern�n-Caballero, quiz� con el secreto
intento de oponer la obediencia � la rebeli�n, la certidumbre � la duda,
el sosiego � la exaltaci�n, ha engendrado un ser inmaculado y tierno,
pero que toca en los confines de la vulgaridad.

Elia, criatura fr�gil � inocente, se rinde � la pesadumbre de una
preocupaci�n social. Lelia alza su noble, pero asombrada frente, antes
de morir y exhala una blasfema imprecaci�n. Elia muere, no ya sin
maldecir, pero sin comprender siquiera la injusticia que la mata. Lelia
rompe violentamente los moldes de la naturaleza femenina, y se lanza con
vuelo impetuoso en las regiones de la protesta y de la rebeli�n. Elia no
sale de estos moldes, pero sucumbe aceptando como santo uno de los m�s
torpes errores que ha engendrado el orgullo humano. Lelia se revuelve
con acento inspirado, aunque col�rico, contra los ego�smos y sinrazones
de la sociedad. En Lelia hay un derroche de genio. En Elia hay un
derroche de moral.

La trascendencia que nuestro novelista piensa comunicar � sus obras, no
se deriva de su concepci�n y desenlace, d�biles � insignificantes las
m�s de las veces, sino m�s bien de una multitud de ideas esparcidas sin
gran raz�n y pertinencia por el curso de ellas. Sus personajes m�s
simp�ticos se pronuncian casi siempre por el antiguo r�gimen, y baten en
brecha por medio de una argumentaci�n po�tica � ir�nica, todo menos
profunda, � los desdichados � ignorantes que representan la edad
moderna. As� se da el caso en una de sus obras, de que una cocinera
arrolle discutiendo alta filosof�a � un sabio doctor enciclopedista.
Cuando no tiene liberales con quien hab�rselas, Fern�n-Caballero la
emprende con los paganos, y se irrita grandemente porque aquellos ciegos
adoradores de J�piter grababan sobre sus tumbas el _sit tibi terra
levis_[4], en vez del _requiescat in pace_. De los accidentes m�s nimios
de la vida quiere sacar razones para la apolog�tica cat�lica. Por todas
partes trata de ir � Roma.

Tiene una sensibilidad religiosa que sabe aspirar lo que de po�tico hay
en la pompa del culto, y en el ritual de las ceremonias eclesi�sticas;
una sensibilidad que alg�n sacrist�n llamar�a _de r�brica_. Pero es
intransigente en este punto, como el Breviario, y para no incurrir en
sus iras, es necesario conmoverse � misa mayor. �Desgraciados aquellos
que son insensibles al incienso y al �rgano! Sobre ellos cae sin piedad
todo el negro de su paleta.

Mas aparte de estas intransigencias y exageraciones, no puedo negar que
me complace m�s ver una pluma femenina al servicio de la religi�n, que
sirviendo de int�rprete � las vacilaciones y combates de nuestro siglo.
El esp�ritu de la mujer es esencialmente receptivo, conservador, se
amolda f�cilmente � toda realidad, aun la m�s dolorosa, y extrae de
ella los elementos de belleza y armon�a que contiene. La mujer no debe
participar de nuestras dudas y sufrimientos, porque se quebrar�a como se
quebr� _Gloria_. Esperemos para introducirla en el mundo agitado de
nuestra conciencia religiosa � que hayamos conseguido arrancar � la duda
su cabellera de sierpes para ofrec�rsela, al modo de los antiguos
guerreros de la Am�rica, como trofeo de nuestro combate.

La inspiraci�n de Fern�n-Caballero es la que m�s conviene � su sexo; una
inspiraci�n suave y delicada que reposa dulcemente en el seno de la
religi�n. Es capaz de describirnos con admirables toques la psicolog�a
simplic�sima que se encierra en el pecho de una virgen, pero su pincel
diminuto no tiene fuerza para trasladar los surcos terribles que abre la
pasi�n en el coraz�n del hombre. Se advierte en este pincel la falta de
firmeza y costumbre que caracteriza al artista femenino, mas en su lugar
se observa la ternura y sagacidad que tambi�n le caracterizan. Se
presenta como palad�n de la fe cat�lica, de la pol�tica mon�rquica y de
las costumbres a�ejas, pero siempre expresando amor apasionado � la
causa que defiende, no con esos refinamientos y artificios hip�critas
que hoy despliegan los que se cobijan bajo la bandera de la tradici�n.
Con su amor y su entusiasmo quiere infundir el alma en el cad�ver del
pasado, como uno de esos soplos de aire tibio que en medio del invierno
vienen resueltos � dar vida � la naturaleza muerta.

La traza y disposici�n de sus novelas no pueden ser m�s sencillas. La
sencillez es una hija predilecta de la realidad, aunque la realidad por
s� misma no sea el arte. Para que el arte aparezca, es necesario que en
la realidad penetre la idea, porque lo real sin idea no es m�s que lo
trivial. Y lo trivial es precisamente el escollo en que tropieza con
frecuencia el esquife de Fern�n-Caballero. Sus caracteres no dejan de
tener realidad, pero son casi siempre adocenados y vulgares: no han
recibido el soplo del arte que los trasfigura sin arrancarles su
realidad. T�ngase presente, adem�s, que se esfuerza con censurable
empe�o en derramar sobre el personaje que encarna las ideas que aborrece
todo el veneno de su pluma, priv�ndole, no s�lo de las virtudes m�s
corrientes, sino hasta de una regular educaci�n. Formar caracteres de
una sola pieza no indica m�s que ausencia de recursos para obrar con los
que est�n formados de varias, redunda en grave menoscabo de la verdad y
disminuye en no poco el inter�s de la novela.

Las situaciones que describe tienen verdad y sentimiento, pero vuelvo �
repetir que esto no basta. El fin de la novela no es conmover el coraz�n
y hacer derramar l�grimas, sino despertar la emoci�n est�tica, la
admiraci�n que produce lo bello. Nunca se hiere en vano la fibra del
sentimiento; nunca se representan cuadros lastimosos de las desdichas
humanas, ya sean estos cuadros en alto grado dignos de l�stima, desde el
punto de vista del Arte, sin afectar nuestra sensibilidad. Adem�s, hay
l�grimas que se derraman por el buen parecer, porque _no digan_, sobre
todo viendo dramas. En la representaci�n de uno titulado..... (suprimir�
el t�tulo), al morirse el protagonista de una enfermedad no muy bien
diagnosticada, en lo m�s pat�tico de su discurso, hube de sufrir un tal
ataque de risa, que despert� en torno m�o fuertes murmullos de
desaprobaci�n y aun de amenaza. Los padres fruncieron el entrecejo en
manifiesta se�al de desagrado; las madres lanz�ronme miradas cargadas de
rencor y de odio; las ni�as posaban sobre m� sus ojos velados por las
l�grimas con mezcla de indignaci�n y de asombro. Nunca se viera coraz�n
m�s empedernido. Y sin embargo, yo presumo de tenerlo blando en demas�a.
Cuando ni�o he salvado muchos gorriones de las manos de mis
condisc�pulos. Lo que hay es que soy un poco romano, y cuando un hombre
muere en escena y no en una alcoba de su casa, exijo, como � los
gladiadores, que muera con gracia.

El estilo de nuestro autor es sencillo y po�tico. Su lenguaje, aunque
padece notables incorrecciones, es, por lo general, franco y animado, en
ocasiones lleno de color y armon�a, reflejando la v�vida luz, los
argentados celajes de la B�tica, repercutiendo los mil rumores de sus
bulliciosas ciudades, devolvi�ndonos todo el perfume de su embalsamado
ambiente.

�Triste cosa, por cierto, que un escritor que tan bien siente la
naturaleza, la combata con tal encarnizamiento!

[Illustration]




D. PEDRO ANTONIO DE ALARC�N


[Illustration: C]OMO soy un s� es no es escrupuloso, me asaltan ciertos
temores de no ajustar mi cr�tica � la �constante y perpetua voluntad de
dar � cada uno su derecho�. Todo el mundo sabe que el Sr. Alarc�n se ha
cortado la coleta, para dedicarse � reaccionario. Y yo, que en punto �
reaccionarios me atengo � Perier y al Padre S�nchez, y no deseo conocer
ni tropezar con otros, me veo ahora en un aprieto al dar con mi pluma
sobre otro de la misma camada.

Cualquiera creer�, si digo algo malo del Sr. Alarc�n, que me impulsa �
ello la pasi�n pol�tica. Pongo por caso: fig�rense ustedes que afirmo
que Alarc�n es elocuent�simo cuando describe los _arremangados brazos_ y
la _soberana pierna_ de la se�� Frasquita, y torpe y descolorido al
pintar la faz p�lida y enjuta del Padre Manrique. �Qu� apasionado! �qu�
injusto! Y con este anatema sobre la cabeza no hay medio de que un
hombre de bien emita su juicio sobre otro hombre de bien y de orden.

Y no obstante, yo estoy firmemente convencido, no s�lo de las anteriores
afirmaciones, sino de que el Sr. Alarc�n, en el santuario de su
conciencia, sigue m�s aficionado � los brazos y � las piernas de la se��
Frasquita que � la carne de momia del Padre Manrique.

�Pero qu� tiene que ver esto con la pol�tica?

�Ay! cuando llegue � P�rez Escrich, ver�n ustedes c�mo no le pregunto si
es cantonal � retr�grado.

Fu� en un viaje cuando trab� conocimiento con el Sr. Alarc�n. Iba desde
Palencia � Valladolid. Por cierto que en este trayecto el paisaje y la
tarifa de ferrocarriles son � cual m�s despiadados. No concibo c�mo
nuestros Alfonsos y Fernandos hicieron verter tanta sangre por adquirir
algunos palmos de esta tierra, mejor dicho de este polvo.

As�, que huyendo aquella vista aflictiva cerr� los ojos y me dispuse �
dormir. En el espacio de media hora tres veces cog� el sue�o y tres
veces me lo arrebat� de entre las cejas la presencia de un empleado, que
sacudi�ndome con delicadeza, eso s�, me demand� el billete para hacerle
unos agujeros cabal�sticos. �Se quiere usted quedar con �l? dije yo al
fin esperando salvar mi cuarto sue�o. No, se�or. Pues entonces d�me
usted cualquier libro, � haga por que descarrile el tren � ver si logro
no aburrirme tanto. El empleado de la empresa sonri� con benevolencia y
sac� de la faltriquera dos � tres librillos muy sobados que dec�an sobre
el forro: �Biblioteca de viaje�. Le di las gracias. Conten�an varias
novelas de Alarc�n, _�Por qu� era rubia? Coro de �ngeles, El final de
Norma_ y algunas otras.

Las devor� como pan bendito, y el autor que las confeccionara se
introdujo por derecho propio en mi estimaci�n. Son animadas, picarescas,
llenas de color y donaire. En verdad que al recordarlas deploro
amargamente la austeridad que sombrea su �ltima producci�n romancesca.
Se conoce que el Padre Manrique le tiene aterrado con sus lucubraciones
de ultratumba.

Me agradaron y contribuyeron en casi todo � hacerme soportable el mundo
gris que se percib�a por las ventanillas del carruaje. En efecto, son
frescas, risue�as, campechanas. Bien se echa de ver que no han pasado
todav�a por la sacrist�a. Son peque�itas, vivarachas, bien torneadas
como las ni�as de Guadix, y sobre todo �tan poco mojigatas! �Oh, Dios!
�c�mo me gustan � m� las ni�as de Guadix! Pero no confundamos lo
abstracto con lo concreto. Debo afirmar que sus formas son inmejorables
(las de las novelas, no las de las ni�as), que est�n escritas con
lenguaje castizo y fl�ido y salpimentadas feliz y largamente.

Paso por alto un tomo de poes�as, que bien mereciera pasarse por bajo, y
hago merced tambi�n del _Diario de un testigo de la guerra de �frica_,
de las _Cosas que fueron_ y de alguna otra producci�n literaria del
autor, para convertir mi atenci�n y mi cr�tica al _Sombrero de tres
picos_.

Si yo le dijese al Sr. Alarc�n que el _Sombrero de tres picos_ es lo
mejor que ha hecho en su vida, tal vez mostrase mal talante y se doliese
de que tomara por obra maestra lo que s�lo aparece como fruto del
esparcimiento y no de la meditaci�n. Sin embargo, cuando los ocios del
ingenio dan por resultado obras como la ya mencionada y la actividad
exquisita del esp�ritu engendra producciones como _El esc�ndalo_, yo, �
despecho del Padre Astete, me declaro campe�n de la pereza y lucho en
campo abierto contra la diligencia.

Y es que en las obras de arte juega la espontaneidad un gran papel, y
entiendo que es m�s cordura en un autor consultar primero al poder que �
los deseos. El que ejecuta aquello para lo que sirve � se siente
llamado, es mil veces superior al mayor ingenio si �ste, desconociendo
su vocaci�n, se empe�a en tareas imposibles y absurdas. Mas no
anticipemos los comentarios.

La historia verdadera � fingida que se narra en el _Sombrero de tres
picos_ era conocida de todos los espa�oles. Yo hab�a recibido la
patri�tica tradici�n de los labios autorizados de un sujeto que en otro
tiempo hab�a tenido la debilidad de dar de pu�aladas � su leg�tima
esposa. El hado adverso, en figura de C�digo penal, quiso que fuera �
pasar una temporada � Ceuta � al Pe��n de la Gomera, no estoy bien
seguro d�nde, y de all� nos trajo la historieta cuya relaci�n sol�a
acompa�ar con juegos malabares, algunos saltos y no pocas muecas.

L�breme Dios de hacer ning�n cargo al Sr. Alarc�n por haber tomado como
fundamento de su novela el antiguo cuento andaluz. Los asuntos son del
que mejor los trata, y es necesario convenir en que este asunto lo ha
tratado mucho mejor Alarc�n que Palicio (as� se llamaba el sujeto).

En esta novela el autor nos hace la se�alada merced de no meterse en
filosof�as. Dos cosas son las que no he podido digerir en mi vida: los
langostinos y la filosof�a de Alarc�n. S�, es preciso hacer constar que
las arenas de la filosof�a no han enturbiado todav�a su inmaculada
ignorancia. En esta obra todo es propiedad del Sr. Alarc�n. No as� en
otra m�s reciente hecha en colaboraci�n en _El Siglo Futuro_. Cr�ame el
Sr. Alarc�n; m�s vale beber el agua en el hueco de la propia mano que
por un vaso sucio. _El sombrero de tres picos_ est� escrito con una
pluma retozona. Yo le perdono de buen grado su travesura. �Pues para qu�
nos ha dado Dios la pluma? En primer lugar, para decir pestes del
Gobierno, despu�s para manifestar lo que exista dentro de nuestro
esp�ritu. Soy bien pensado y no creo que en la mente del Sr. Alarc�n
haya ning�n _esc�ndalo_ y s� muchos _sombreros de tres picos_.

Acerqu�monos � los personajes de esta novela. A ninguno de mis lectores
le pesar� de que le acerque � la se�� Frasquita la molinera. Es todo
una buena moza, seg�n nos asevera el autor. Pero cuidado con ella, que
es arisca cuanto hermosa. Me r�o yo del ascetismo de la pluma que la
traz�. El t�o Lucas, de profesi�n molinero y por ende consorte de la
escultural molinera, es un hombre, aparte de la joroba, muy recto, muy
firme y muy honrado. La se�� Frasquita y �l se llevan � las mil
maravillas. Mas hete aqu� que estos esposos felices ten�an costumbre de
recibir por las tardes en su molino � una porci�n de conservadores. Uno
de ellos, el corregidor de la ciudad, se enamora de la se�� Frasquita;
�vaya una gracia! Lo que s� tiene gracia y mucha es la escena en que el
corregidor declara su amor � la molinera, mientras el t�o Lucas,
c�mplice de su mujer en esta broma, la presencia encaramado en una
parra. El jiboso y baboso corregidor prepara, con la ayuda de su
alguacil _Gardu�a_, una emboscada � la virtud selv�tica de la se��
Frasquita. Aleja al t�o Lucas del molino cierta noche, prevali�ndose de
su autoridad. Esto es muy feo, como ustedes comprender�n. Pero a�n m�s
feo es el papel que el l�brico gobernador se vi� precisado � representar
ante la inexpugnable molinera. Chorreando y tiritando de fr�o por
haberse ca�do en la acequia al emprender el asalto del molino, se
presenta el valetudinario gal�n � la se�� Frasquita, que lo recibe con
un trabuco � la cara. El bizarro corregidor se desmaya, no sabemos si de
fr�o, � de susto, � de rabia. La se�� Frasquita lo abandona y corre en
busca de su esposo, que debe hallarse aprisionado en el lugar
inmediato. Mas el t�o Lucas, que le hab�a dado mucho en que pensar la
extra�a detenci�n que sufr�a, consigui� fugarse y vuelve presuroso � su
molino con la duda y la ansiedad en el coraz�n. En el camino se cruzan
los dos esposos montados en sendas burras, pero no se reconocen. El t�o
Lucas entra en su casa y ve sobre unas sillas las ropas del corregidor
tendidas � secar. Empu�a el trabuco que pocos momentos antes hab�a
servido para defender su honra, y sube la escalera que conduce � su
cuarto. Por el agujero de la llave contempla el infeliz esposo la
grotesca figura del corregidor sobre su lecho conyugal. No ve m�s, pero
da por cierto que su esposa tambi�n se encuentra all� y se apercibe � la
venganza. La muerte de los culpables, sin embargo, le parece poco. Mejor
es el sarcasmo, la befa, para castigar tal ofensa. El demonio de la
venganza le sugiere una muy original. El t�o Lucas tiene un parecido
notable con el corregidor. Se viste aceleradamente con las ropas de
�ste, y balance�ndose como �l se encamina hacia la ciudad murmurando con
expresi�n sat�nica:

�Tambi�n la corregidora es guapa!

Este cap�tulo est� admirablemente escrito. Lo digo � boca llena.

En tanto que el t�o Lucas se dirige � la ciudad en alas de su venganza,
la se�� Frasquita, despu�s de poner en pie � la autoridad municipal del
pueblo donde su esposo deb�a encontrarse prisionero, y visto que se
hab�a fugado, vuelve con el alcalde � toda prisa hacia el molino
sospechando que el t�o Lucas estar�a ya en �l haciendo lo que su coraz�n
resentido le dictara. Se encuentran al corregidor disfrazado por
necesidad de molinero, lo cual da lugar � una escena c�mica de buen
efecto, y una vez enterados todos de la resoluci�n, puesta ya en v�as de
hecho, del t�o Lucas, marchan � la ciudad � fin de resolver aquel
conflicto.

Llegan � deshora � las puertas del corregimiento. Al corregidor vestido
de t�o Lucas le cuesta muchos sustos y algunos palos el penetrar en su
casa. Una vez dentro, se presenta su esposa y despu�s el t�o Lucas y
tiene lugar una escena en que todo se arregla, todo se conjura, no sin
dar motivo antes � muchos y muy graciosos episodios y � algunas frases
felic�simas del narrador.

En este incidente romancesco, fruto genuino de la tierra donde se
escribi�, resulta demostrado que Alarc�n es un escritor nacional,
ingenioso, castizo y picante.

�L�brenos Dios de que se le antoje ser profundo!

Veamos _El esc�ndalo_. Antes de empezar su examen, sign�monos en la
frente, en la boca y en los pechos y digamos: _Yo pecador me
confieso..._ El asunto es una confesi�n, no la _confession d'un enfant
du si�cle_, sino la _d'un enfant gatt�_. Dura cuatrocientas treinta y
tres p�ginas en cuarto. Padre Alarc�n, yo pecador os confieso que me
hab�is levantado un gran dolor de cabeza y me hab�is dejado los pies muy
fr�os. Tengo adem�s la franqueza de anunciaros que no he comprendido
gran cosa de vuestro pensamiento filos�fico. P�same, se�or, de no
haberos entendido y prometo enmendarme as� que escrib�is m�s claro.

Fabi�n Conde, joven, rico, disipado y no muy largo de alcances, tiene un
grave caso de conciencia que solventar. Marcha � propon�rselo � un
jesu�ta nombrado el Padre Manrique, que habita de paso en esta corte.
Debo advertir, para mayor edificaci�n de mis lectores, que el joven
Fabi�n no va � confesarse como un penitente vulgar, sino guiando por s�
mismo elegante _charrette_. Una vez en la celda del Padre Manrique,
Fabi�n cuenta � su merced punto por punto toda su vida y milagros, la de
su pap�, la de su novia y la de todos sus amigos. Compadezco de todas
veras � su paternidad; y para no verme en el caso de compadecer tambi�n
� mis lectores, me abstendr� de reproducirla. Es forzoso, no obstante,
que sepan que Fabi�n, entregado desde su ni�ez � los placeres del mundo
y � los desenfrenos del vicio, manteniendo relaciones ad�lteras y
enamorado de una ni�a inocente, era todo un fil�sofo, un fil�sofo
escandaloso. Vase � confesar y principia por declarar � su confesor �
boca de jarro que no cree en Dios. El confesor, es natural, no le hace
caso, y en vez de convencerle de que s� lo hay, le endilga un manojo de
preguntas de mucho efecto.

Pero no entremos en teolog�as. La trama de _El esc�ndalo_ es una madeja
enredada, inveros�mil � interesante. Debemos reconocer � este libro el
m�rito de mantenerse firme en las manos del lector hasta que se
termina.

Hoy que son tantos los que se doblan tristes y mustios buscando el santo
suelo, mientras se alza de sus virginales p�rrafos espeso vapor que
entorna la cabeza y cierra los ojos del que se aventura � leerlos, es
grato encontrar uno tan erguido, tan vivo y tan nervioso.

Los caracteres... �pero d�nde est�n los caracteres? Figuras toscamente
talladas, arlequines cubiertos de oropel, adefesios literarios, eso son
los personajes de _El esc�ndalo_. Causa verdadero asombro el que Alarc�n
haya podido dar inter�s � su novela con semejante personal.

Fabi�n Conde es un mancebo de todo punto insignificante, dibujado con
agua fresca para que no se le perciba. En cambio, Diego est� pintado con
el rojo m�s subido de la paleta. El Padre Manrique es un sabio, porque
as� lo dice el autor; cualquiera creer�a otra cosa. L�zaro es la
encarnaci�n m�s viva de la inopia de Alarc�n, de su total ineptitud para
trazar un car�cter moral, verdadero y humano. Gabriela y Gregoria son
las figuras m�s correctas, pero no escapan tampoco � la exageraci�n que
inunda toda la obra.

Queremos terminar estos apuntes, dirigiendo una s�plica al Sr. Alarc�n.
Suplic�mosle de todas veras, con la conciencia limpia de toda prevenci�n
malsana, y por su propio inter�s m�s que por otro alguno, que torne, y
torne cuanto antes, � su _antigua manera_ de componer novelas frescas,
animadas, risue�as, sin caracteres y sin filosof�a.

Esa filosof�a es una calumnia que el Sr. Alarc�n se ha levantado � s�
mismo. Yo debo protegerle contra su propia injusticia y pregonar muy
alto, _urbi et orbi_, que en punto � filosof�a el Sr. Alarc�n se halla
_tanquam tabula rasa_, y que si un d�a se ha atrevido � escribir una
novela trascendental, fu� que el diablo le tent�, y que se le perdone
por esta vez, que no lo volver� � hacer.

[Illustration]

[Illustration]




D. JUAN VALERA


I

[Illustration: A]TR�S, sue�os regalados de la edad rom�ntica, visiones
placenteras � terribles de fantas�as enfermas, mundo fulgurante de
bellezas inmarcesibles, de hero�nas impalpables, de caballeros
ind�mitos! Hu�d por siempre, forjadores calenturientos de aventuras. Ya
no queremos penetrar por puentes levadizos en castillos encantados, ni
ta�er la c�tara al pie de ninguna reja, ni darnos de estocadas en ning�n
callej�n hediondo, ni comerciar con astr�logos fingidos, con rodrigones
�speros � con ascetas idiotas. Marchad � sepultaros en vuestras
profundas cavernas, enanos y gigantes, gnomos, grifos y vestiglos.

Los rayos de luna nos hast�an, las ventanas ojivales nos apestan y ya
por nada en el mundo asistir�amos otra vez � una caza de jabal� con el
se�or feudal.

Necesitamos un g�nero romancesco m�s positivo y m�s serio. �No veis qu�
positivos son nuestros palet�s? �Qu� grave y metaf�sico nuestro sombrero
de copa? Lo que hemos perdido en garbo, lo ganamos en discreci�n y en
mesura.

El novelista que hoy nos quiera deleitar, ha de ser observador, sagaz �
inteligente, ha de pintarnos la vida real con acierto y con verdad, nos
ha de presentar en relieve caracteres y tipos morales, ha de ser
novelista y psic�logo, y adem�s un poco metaf�sico.

La metaf�sica es nuestra pasi�n m�s decidida. Troya se perdi� por
Helena; C�novas por la Constituci�n interna; nosotros nos perderemos por
la metaf�sica. Cuando digo nosotros, quiero decir el Sr. Valera[5].

La novela ha sido hasta ahora en Espa�a, dejando � salvo los eternos
modelos cl�sicos, una joven bastante ligera de cascos, muy predispuesta
� marcharse con el primer forastero que sonase en los pies lucientes
espuelas, que arrebujase su rostro con blanco y flotante albornoz, que
hiciese temblar al comp�s de sus pasos airosa pluma en el sombrero.
Gald�s ha hecho de ella una mujer discreta y hermosa. Valera la ha
convertido en profesor de la Instituci�n Libre de Ense�anza.

No dir� yo que no me gusten las obras de Valera. Me encantan
sobremanera. Pero siento que ese barniz metaf�sico que sobre ellas
extiende las haga impenetrables para la mayor�a de los lectores.

Todo es asunto de dosis en este mundo. La metaf�sica en las obras de
arte es preciso administrarla con mucho cuidado. Debe ser acci�n m�s que
discurso y fruto de la intuici�n m�s que del estudio.

El procedimiento art�stico que Valera emplea en sus novelas es el mismo
que han adoptado todos los novelistas psic�logos. Poner frente � frente
la vida ideal y la real, para que de este contraste resulte una
ense�anza, una eleg�a � una s�tira. En las obras de Valera resulta
siempre una s�tira. Mas el pensador hace enmudecer hartas veces al
artista. Se observa esto en el vagar con que escruta y describe los
misteriosos senderos del alma, lo mismo que en la ligereza con que roza
los trillados caminos de la vida real.

La s�tira que resulta de sus novelas, principalmente de _Las ilusiones
del Doctor Faustino_, es el castigo del idealismo, pero aun este castigo
resulta ideal. No parece sino que el autor, en fuerza de estudiar el
esp�ritu de la v�ctima en quien va � consumarse el escarmiento, se
enamora de ella. As� que, cuando el castigo se presenta, el lector se
niega � admitirlo como tal, y lo considera como una desgracia fortuita �
inmerecida. A las novelas de Valera, como no son dram�ticas no se las
debe pedir un inter�s vivo, un enredo complicado, ni tampoco esa
brevedad y rapidez que caracterizan al drama. Tal vez por no tener bien
presente esto se han dirigido � Valera reproches inmerecidos que
debieran compartir con �l, por hallarse en caso semejante, Cervantes,
Goethe y Juan Pablo. �Qu� enredo tienen el _Quijote_, el _W�lhelm
Meister_ y el _Maestro de escuela Wutz_? S�lo un enredo moral. El azar
apenas juega papel en estas producciones reflexivas.

No tiene fundamento, pues, � mi entender, la censura de pobreza en la
acci�n que se dirige � las obras de Valera. Su acci�n es m�s interior
que exterior, y camina en esa lentitud propia de un g�nero tan cercano �
la epopeya.

Mas si no demandamos � estas obras lo que siendo fieles � su �ndole no
pueden otorgarnos, s� podemos exigirles ciertas cualidades que les son
propias. El car�cter, que expresa el elemento espiritual, tan
preponderante en las obras que examinamos, no ser� jam�s una entidad
abstracta, debe formar en las filas de la humanidad como individuo, por
m�s que la exprese toda por la grandeza del pensamiento � la energ�a de
la voluntad. La descripci�n ha de ser viva, fiel y acalorada. La
digresi�n filos�fica, lo mismo que la epis�dica, que son obligado
acompa�amiento de este g�nero de novelas, deben ser oportunas y poco
disertas. Sobre todo t�ngase presente que si el lector las admite y las
goza al principio y al medio de la obra, cuando �sta toca � su fin, le
turban sobremanera. Conviene tambi�n que el desenlace no sea, por ning�n
concepto, obra del azar, sino efecto y resultado del pensamiento
generador de la obra, manifest�ndose por un rasgo peculiar del car�cter
principal � por otro medio cualquiera.

Ahora bien, estas cualidades que Cervantes llev� al m�s alto grado de
perfecci�n, creo verlas otra vez en _Pepita Jim�nez_, la obra m�s
primorosa del se�or Valera.

Las novelas de Valera son fruto de la inspiraci�n, pero van
poderosamente auxiliadas, como las de Goethe, por el estudio. Hay
quien supone que el estudio perturba la inspiraci�n. Yo no creo que la
cultura del esp�ritu entorpezca poco ni mucho los vuelos de la fantas�a.
Cuando la inspiraci�n es robusta, lleva con facilidad sobre s� el fardo
de la ciencia, y de inspiraciones que no sean robustas �l�branos, Se�or!

Figur�monos � un poeta encajonado en su inspiraci�n y aprest�ndose �
emprender su vuelo por las regiones del arte. �Qu� podr�is a�adir � su
equipaje que no le estorbe? A�adidle unos agujeritos al caj�n por donde
pueda ver m�s claramente los parajes que va � recorrer. �No es verdad
que no le pesar�n cosa? El hombre de ciencia, como el Sr. Valera, puede
pintar m�s, porque ha visto m�s. Entiendo yo (como dir�a un orador del
Ateneo) que para hacerse cargo de lo que es la oscuridad, basta cerrar
los ojos. Pero �qui�n puede comprender la luz sin haberla visto?

Si hemos de penetrar ahora en el fondo de sus novelas, no dejar� de
gritar antes que est� muy turbio. De este modo el lector, si yo no pongo
en claro el asunto, �es claro! echar� la culpa al autor.

Pues como iba diciendo, el Sr. Valera es un conservador que hace novelas
de oposici�n. Una vez he le�do en Arist�teles que al hombre se le puede
conocer por sus dioses. �Por qu� no hemos de conocer al novelista por
sus h�roes? Los h�roes del Sr. Valera tienen mucho talento, son
espirituales, discretos, hablan correctamente; en fin, no son
conservadores. _No tienen de ellos m�s, si bien se mira_, que la afici�n
� la holgura y al regalo.

Porque, eso s�, los h�roes del Sr. Valera discurren mucho y bien, pero
siempre sobre el modo de pasarlo mejor en este p�caro mundo. Confieso
que el hombre, lo mismo que el reaccionario, tiende por su misma
naturaleza � no separar los ojos de la tierra, pero es conveniente que
en las obras de arte se les muestre alguna vez el cielo. En las obras
del se�or Valera no hay cielo. Debo establecerlo as�, aunque comprometa
la dicha que le espera como ferviente constitucional. Pero esto no
infiere detrimento alguno � su condici�n de novelista. Si el hombre es
libre, como manda la Santa madre Iglesia, puede pensar lo que mejor le
parezca. Lo �nico que rogar�a � todo hombre es que, si le fuera posible,
pensara con la profundidad y con la gracia que el se�or Valera. �Pero
qui�n va � rogar esto � P�rez Escrich!

Valera concede � la vida un valor absoluto, pero � esta vida terrenal,
porque respecto � la otra parece que ya sabe � qu� atenerse. Un
novelista que ama la vida tiene mucho adelantado para hacerse simp�tico.
Esa literatura de catafalco cultivada por la literatura rom�ntica nos
hace so�ar con los difuntos.

Presentadnos la vida apetitosa �oh novelistas!, puesto que no tenemos
m�s en que escoger.

�C�mo sonr�en los cuadros de Valera, haci�ndonos gui�os, invit�ndonos �
gozar de lo que hoy se llama actual momento hist�rico! �No veis qu�
dichoso ha sido D. Luis de Vargas por haber dado en el clavo, y cu�n
infeliz el alcaide perpetuo de la fortaleza de Villabermeja por machacar
tanto en la herradura? Acertar � no acertar: he aqu� la cuesti�n. Se me
figura que estoy plagiando � Shakspeare. � pesar de eso no teman ustedes
que le injurie.

Dicho sea entre nosotros, Valera no pinta virtudes, sino pecados; pero
son pecados veniales, de esos que bien ser�a confesar, aunque no es
necesario, y por los cuales a�n vive Campoamor. Escriba usted, Sr.
Valera, que el mundo lee. Esos pecados, que si fuera zagala llamar�a de
los hombres, no han perdido nada de su atractivo con el descubrimiento
del vapor y del tel�grafo. A�n hay encuentros en el amor y besos en el
bosque, � al rev�s si ustedes quieren. Esta generaci�n no es tan
desgraciada como suponen mis amigos los ultramontanos. Le falta fe, pero
todav�a hay alg�n d�a de fiesta. Todav�a se gozan por el mundo f�ciles
digestiones, rayos de luna y novelas de Valera. Vean ustedes, yo me
dedico al periodismo, voy sorteando lo mejor que puedo � las patronas, y
no lo paso del todo mal. Pero me alejo del Sr. Valera, por contarles �
ustedes lo que no les importa.

El molde de sus obras es antiguo. Es el mismo que usaran Cervantes,
Quevedo y Diego Hurtado de Mendoza; esa prosa llena de efectos, de
colores, de im�genes, de reflejos que deslumbran.

Confesando que tal estilo es buscado y que palpita bajo sus laberintos
el esfuerzo, para m� es el lenguaje del artista. Con este lenguaje los
objetos no se expresan en su desnuda realidad, sino que por s� tienen
una vida propia, superior, sin ser opuesta, � la que anteriormente
pose�an. Cierto que alguna vez el refinamiento de la frase llega � tal
punto que nos muestra el objeto indeciso y tembloroso, como si el humo
azulado del cigarro se esparciera sobre �l; pero aun as�, prefiero los
excesos del color � la anemia del estilo.

El contenido es moderno. Est� constitu�do por un fondo contradictorio de
filosof�a, aspiraciones tradicionales, escepticismo, frivolidad, iron�a
y profundidad, caracteres los m�s extra�os y m�s dif�ciles de explicar.
Es un ateneo racionalista que discute la existencia del Ser Supremo en
la resonante nave de una catedral g�tica.

El Sr. Valera mantiene enhiesto hoy el estandarte de la fantas�a
sat�rica, que con tanto br�o empu�aron en nuestra patria Cervantes,
Quevedo, Mateo Alem�n y Larra. Esta fantas�a no es otra cosa que el
capricho de un esp�ritu grande, erigido en fuente de inspiraci�n.
Consiste en la sucesi�n variada y dram�tica de los cuadros, en el
contraste de las combinaciones de todos los elementos reales, en una
libertad celosa y prevenida contra toda regla, en una mezcla de
sagacidad y gracia, de frivolidad y fuerza, de crueldad y delicadeza.

Mas � esta arpa vibrante y sonorosa, henchida de profundas notas, le
falta, como � la de Quevedo, una cuerda m�s dulce y armoniosa que
ninguna, la cual acompa�a el c�ntico de sus hermanas con triste y
melanc�lica voz: la cuerda del sentimiento. Valera carece de
sentimiento, carece de emoci�n. Detr�s de su risa, quiz� se esconda un
pensamiento noble, un juicio recto y sereno, nunca se encontrar�n
l�grimas.

No se vislumbra un rayo de fe, de esa fe que engendra el hero�smo, el
amor eterno y el desapego de la vida. S�lo se ve una concepci�n clara y
positiva de la existencia, un buen sentido inalterable, una realidad
perfecta.

No hallar�is en las obras de Valera expresada la idea de la
trascendencia y de lo absoluto. Todo es relativo, todo es fenomenal,
todo es mundano en sus concepciones. Con cierto menosprecio
aristocr�tico detesta la vida humilde y popular, la virtud media, las
alegr�as y las tristezas de las gentes sencillas. Le cautivan en cambio
los trabajos vivos y apasionados que se realizan en los esp�ritus m�s
altos, le preocupan sus vacilaciones, sus luchas y sus desgracias.

Aqu� ya encuentro un poco exclusivo al Sr. Valera. No le aconsejar� que
como Zola vaya de taberna en taberna recogiendo malas palabras y peores
acciones; que no son dignos en verdad esos lugares de que un tan
cumplido caballero los visite. Pero s� me atrever� � indicarle que
Goethe, padre natural y leg�timo del g�nero que con tan buena fortuna
ha introducido en nuestra patria, ha derramado siempre los tesoros de su
fantas�a en las moradas m�s humildes y en los corazones m�s sencillos.
No se olvide el ilustre novelista de ponernos en contacto con seres
semejantes � nosotros. Cuanto m�s semejantes, m�s nos inflamar�n sus
alegr�as, m�s nos enternecer�n sus desdichas. Alambicando los
caracteres, como alguna vez lo hace, y separ�ndolos demasiado del com�n
de las gentes, empezamos � mirarlos con recelo, sospechamos que no
piensan tales cosas como el autor dice, y llegamos � creer que quieren
darse tono. Esa incesante meditaci�n fatiga y seca el alma. Yo creo que
hay algo en este mundo que se debe derramar de cuando en cuando. Sr.
Valera, �por qu� no nos hace usted derramar alguna l�grima? �Por qu�
alumbrar� usted tanto y calentar� tan poco?

Mire usted, Sr. Valera, yo he tenido una novia, aunque me est� mal el
decirlo, y me pidi� una novela, y yo le di una de las que usted
escribi�, y � los pocos d�as me la volvi� dici�ndome que no le hab�a
gustado, lo cual me caus� mucho disgusto, porque me di � pensar que el
due�o de mi coraz�n era tonto. Despu�s reflexion� m�s, y me convenc� de
que el tonto era yo, es decir, usted, que no hab�a sabido darle gusto.
Porque � usted, � quien todo se le alcanza, no debi� escap�rsele que mi
novia iba � leer sus novelas. Y entonces, �por qu� no las ha escrito de
suerte que le gustasen, vamos � ver, por qu�?

No todos me comprender�n, pero usted, que tiene tant�simo talento,
sabr� perfectamente que hay un problema est�tico detr�s de esa pregunta.

Mas si no logra dar soluci�n � este pavoroso problema (como dir�a un
orador del Ateneo), si no triunfa de las mujeres, en cambio, � todos los
que ce�imos nuestras sienes con el laurel de un t�tulo acad�mico, bien
sea el de abogado, farmac�utico, perito agrimensor, etc., etc., nos
tiene materialmente hechizados. Todos, todos convenimos en que Valera es
un novelista profundo, intencionado, ameno y sabroso cual ning�n otro en
nuestra patria. Un ingeniero agr�nomo que ha viajado mucho, asegura que
no lo hay tampoco mejor en Europa y en Am�rica. Cuando hablamos de su
lenguaje, los abogados, ingenieros y farmac�uticos, no encontramos
calificativos bastante lisonjeros. El lenguaje no es, como se dice,
patrimonio del hombre: es patrimonio de Valera. Yo tornar�a � describir
nuevamente este lenguaje cl�sico y rom�ntico � la vez, si tuviera
seguridad de encontrar quien me oyese. Porque lo que es en este momento,
francamente, no se me ocurre m�s sobre el Sr. Valera.


II

La religi�n, cosa muy santa y muy digna de que los hombres la tomen por
lo grave, puede ser trasformada, merced � ilusiones fant�sticas y
quim�ricas imaginaciones propias de la edad juvenil, en un verdadero
libro de caballer�as. As� como en la edad madura el hombre se aplica �
convertir en sustancia cuanto se halla dentro del radio de su horizonte
moral y sensible, solidificando, por decirlo as�, el ambiente que le
rodea, del mismo modo el joven cifra su empe�o en convertir en fl�ido
imponderable, en humo, en nada, cuanta sustancia miran sus ojos y tocan
sus manos.

El mundo gaseoso que todos hemos habitado por mayor � menor lapso de
tiempo, est� impregnado de una pasi�n omnipotente, pero oscura y arcana
aun para el mismo que padece sus efectos. La naturaleza, la religi�n, el
arte no nos hablan m�s que un lenguaje indefinible y dulce. El alma no
toca � la alegr�a y la tristeza, sino que alternativamente se anega y se
revuelve en ellas con extra�a violencia. Un vapor sutil � interno sube
del coraz�n al rostro movido por una palabra, por un soplo, y lo
enrojece. El sacrificio nos causa dulzuras inexplicables, la soledad nos
arrastra con poder irresistible, la meditaci�n es sue�o, el sue�o es
alucinaci�n.

Todo es furtivo y vago en esta edad, pero ardoroso y exc�ntrico. Los
sentimientos dentro de nuestro ser se dilatan y amenazan romper su
molde. El fuego de nuestra alma va haciendo presa en ellos y
devor�ndolos todos hasta que llega � uno ante el cual se detiene. �Qu�
sentimiento es �ste cuyo poder reconoce nuestro esp�ritu al cabo, y al
cual ofrece en holocausto todos sus pret�ritos sue�os y fantas�as?

Esperad un poco; Valera nos lo va � decir.

Era D. Luis de Vargas un joven de veintid�s a�os de edad, �muy salado,
con mucho �ngel y con unos ojos muy p�caros�, aunque seminarista.
Confieso que �ste _aunque_ que acabo de estampar tiene cierto sabor
her�tico. Estoy admirado de lo f�cilmente que se cae en la herej�a
cuando no est� uno prevenido.

A los veintid�s a�os, como ya tuve el honor de indicar, se tiene siempre
alg�n romanticismo en la cabeza. Este _siempre_ me parece ahora algo
ben�volo, pero lo dejo porque no me gusta andar en distinciones. El
romanticismo de D. Luis era el _amor divino_, con su cortejo de
trasportes m�sticos, escr�pulos, desprecio de los bienes terrenales,
conversi�n de infieles, etc., etc.

Era un ni�o muy te�logo que rezaba y pensaba mucho y que lloraba en el
silencio de la noche al oir los acordes de la guitarra rasgueada por un
campesino enamorado.

D. Luis, que hab�a ido por algunos d�as � su pueblo antes de recibir las
�rdenes mayores, � las cuales se avecinaba, escrib�a luengas cartas � su
t�o el de�n de la catedral de..... En tales cartas desahogaba el
tonsurado mancebo con gran discreci�n los profundos y sutiles afectos
que bull�an en su alma. Levanta suavemente � vista del lector la cortina
� un mundo de pensamientos vagos y a�reos, � una serie de cavilaciones
laber�nticas y exageradas que muestran bien en claro el estado de
confusi�n de su esp�ritu. Sin embargo, una frase tenue, casi
imperceptible se a�ade pronto � esta sinfon�a asc�tica que D. Luis hace
sonar en sus ep�stolas; el nombre de una mujer. Esta frase se oye m�s
clara y m�s distinta en cada nueva carta; va _crescendo, crescendo_,
hasta que se convierte en tema principal. �Qu� arte tan admirable
despliega aqu� Valera! No es posible mayor delicadeza ni un conocimiento
m�s perfecto del coraz�n humano.

El de�n advierte la nueva fase que presenta la m�stica de su sobrino, y
le aconseja que se aparte del peligro si no quiere caer en �l, � lo que
es igual, que pierda de vista cuanto m�s antes � Pepita Jim�nez. Son de
leer entonces los intrincados razonamientos y agudezas del mancebo para
convencer � su t�o y convencerse � s� propio de que la corriente de sus
ideas marcha siempre por el cauce del amor divino. Aunque no fuese m�s
que para aguzar el ingenio, convendr�a que todos estudi�semos un poco de
teolog�a. Mas �ay! que la teolog�a, _fuerte contra Dios_, como Israel,
es d�bil contra una viuda de veinte a�os. Toda la teolog�a de D. Luis de
Vargas viene al suelo reducida � cenizas, como una momia que se sacude,
al estrechar la mano de Pepita Jim�nez. El sobrino de su t�o siente
discurrir por sus venas una idea dulce y heterodoxa. Todav�a habla de
�spides y serpientes que es preciso aplastar; todav�a cita textos de la
Escritura y se compara � Holofernes y al corzo sediento, y exhala quejas
como el Salmista, pero utiliza la Biblia tambi�n para llamar � su amante
fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los campos,
paloma m�a y hermana.

Cuando el atribulado joven pide � Dios con acento lastimero que separe
de sus labios el c�liz de la amargura (Pepita Jim�nez), los del lector
no pueden menos de contraerse con una sonrisa de asombro, de tristeza y
de burla.

Concluyen las cartas de D. Luis y con ellas la primera parte de la
novela.

En la segunda, titulada _Paralip�menos_, se narra con cierto
intencionado ensa�amiento la tremenda ca�da de D. Luis desde la cumbre
de su imaginario ascetismo. Pepita se prenda fren�ticamente del
seminarista y le da � entender su amor por todos los medios conocidos
hasta lo presente. D. Luis vacila como un santo llevado sobre andas en
d�a de procesi�n. El amor divino y el amor humano ri�en encarnizada
batalla dentro de su alma. Toman parte por el amor divino ciertas
consideraciones sociales, � saber: la reputaci�n de santo ganada por D.
Luis, y de la cual, como de todas las reputaciones, cuesta mucho trabajo
desprenderse; la sorpresa dolorosa del de�n al saber su repentina ca�da,
�dem la del obispo que hab�a recomendado con mucho encarecimiento la
solicitud de dispensa, �dem la del Sumo Pont�fice, que la hab�a
concedido en gracia de las relevantes cualidades del candidato.
Favorecen al amor humano, su padre D. Pedro, que se hallaba enterado de
todo por su hermano el de�n; Anto�ona, servidora leal y habilidosa de
Pepita, y la desesperaci�n de �sta, que no com�a, ni dorm�a, ni sosegaba
por culpa del arisco te�logo. Las fuerzas de entrambos contendientes,
como se ve, est�n equilibradas.

�Pero qu� desalmado y maquiav�lico es el Sr. Valera!

Sin m�s ni m�s se pone de parte del amor humano, y prepara al
infortunado D. Luis una emboscada tan cargada de lazos y peligros que no
hay santo en el Calendario que supiera escapar � ella. Anto�ona,
pintando y aun exagerando � D. Luis el estado de tristeza de Pepita, le
arranca la promesa de ir � verla antes de su partida, decretada por �l
mismo para el d�a siguiente.

Y el Sr. Valera, digo Anto�ona, se�ala para la cita la hora m�s
comprometida del mundo; las diez de la noche. Era una noche serena y
perfumada de Andaluc�a. Brillaban en lo alto las estrellas; sonaban en
lo bajo, formando un concierto dulc�simo, las casta�uelas, las
guitarras, los ruise�ores y los grillos. Celebr�base en el lugar de D.
Luis la verbena de San Juan. La luna, el aire, los arroyos, las yerbas y
las flores todo lo arregla el Sr. Valera � su gusto, para perder al
m�sero D. Luis. Pero lo arregla tan admirablemente, que repito lo que
antes dije: quisiera ver all� � muchos santos del Calendario.

D. Luis penetra en la casa de Pepita, donde previamente el Sr. Valera,
como Mefist�feles, hab�a evocado � los demonios de la voluptuosidad,
encarg�ndoles mucho celo y discreci�n.

La visita comienza _grave y ceremoniosa_ hasta que entran en materia.
Una vez entrados, voy � dirigir al autor una sentida queja. �Por qu� ha
dado usted tan poco movimiento al di�logo, y hace que Pepita y D. Luis,
en vez de hablar como Dios manda en tales casos, pronuncien esos
discursos tan metaf�sicos y tan indigestos?

Afortunadamente D. Luis, con todo aquello de la luna, el aire di�fano,
los ruise�ores, los grillos y las estrellas, ven�a de buen temple. La
pasi�n triunfa de la metaf�sica, y sucede lo que ustedes pueden ver
leyendo � _Pepita Jim�nez_.

Esta escena y todo lo dem�s que acontece hasta la conclusi�n de la
novela (que ya no es mucho) lo premiar�a yo con la inmortalidad si en mi
mano la tuviera. Al ver la resignaci�n con que D. Luis se acomoda �
beber el c�liz de la amargura por los ojos de Pepita Jim�nez y la
filosof�a positiva terrenal y tangible que de pronto le acomete,
expresada por un sin fin de reflexiones y silogismos � cual m�s
graciosos, no hay labios que no sonr�an, no hay ojos que no brillen.

Dicen que el fondo de _Pepita Jim�nez_ es _sat�nico_, pero ya pueden
ustedes suponer qui�nes lo dicen. Es m�s dif�cil que estos cr�ticos
lleguen � entender ciertas cosas que el que un camello pase por el ojo
de una aguja.

El fondo de la novela del Sr. Valera es _humano_, y porque es humano nos
interesa. Cierto que algo tiene de Sat�n D. Luis de Vargas. Se desploma
como �l por virtud de fuerza mayor; pero Sat�n cae tr�gicamente de los
cielos herido por el rayo y don Luis s�lo cae de su asno. Las ansias y
los arrebatos de su ardiente coraz�n, enderezados merced �
circunstancias de su vida hacia el ideal religioso, eran indicios
seguros de que aquel coraz�n esperaba, como la noche al d�a, la visi�n
de un misterio inefable, la revelaci�n de una mujer. Sus sue�os y sus
ilusiones no se disipan, porque son privilegio dichoso de la juventud;
s�lo cambian de rumbo y van � libar de la vida real el dulce n�ctar de
la voluptuosidad. �Oh si la realidad nos arrancara siempre de la regi�n
de los sue�os con mano tan delicada como � D. Luis de Vargas!

Por su forma es _Pepita Jim�nez_ la obra m�s perfecta de Valera y una de
las m�s esmeradas y primorosas de la literatura espa�ola. La acci�n, que
no puede ser m�s sencilla, est� presentada con mucho orden y
originalidad. Los caracteres trazados con m�s delicadeza que br�o, pero
vivos y correctos. Las descripciones de un colorido inimitable y
exornadas por las galas de ese estilo m�gico que s�lo posee Valera. El
di�logo un tanto oscuro y alambicado.

�L�stima de metaf�sica!


III

Al ocuparme en la cr�tica de _Las ilusiones del doctor Faustino_, vuelvo
� exclamar: �L�stima de metaf�sica!

No comparto, sin embargo, la especie de que esta producci�n constituya
un gran yerro del autor, como muchas veces he o�do afirmar.

_Las ilusiones del doctor Faustino_, aunque en orden � sus proporciones,
desarrollo y ali�o de la forma se encuentra muy por bajo de _Pepita
Jim�nez_, est� � la misma altura, y aun por encima, considerando la
trascendencia y magnitud del asunto, la verdad de los caracteres y la
profunda iron�a que envuelve toda la obra.

En Espa�a, donde solemos morirnos algunas veces de seriedad, no da gran
resultado un estilo como el del Sr. Valera. Se supone que para que
salgan bien las cosas es necesario hacerlas con la mayor gravedad
posible, casi sin pesta�ear. Y mucho menos se comprende que el escritor
descienda de esa prosa campanuda � impasible, sin olor, color ni sabor
ni otros accidentes de pan y vino, � una m�s familiar y corriente, sin
moldes forjados de antemano, donde se r�e cuando se tiene gana y se
llora si hay algo que lo merece.

El que tal prosa emplee en sus escritos, cr�ame usted, Sr. Valera, si se
llama Juan no pasar� de Juanito.

Acaso, y sin acaso por ser _Las ilusiones del doctor Faustino_ una de
las novelas m�s picantes, m�s sustanciosas y mejor intencionadas que se
hayan producido en Espa�a y fuera de ella no ha conseguido � su salida
por el mundo m�s que desaires y vej�menes.

Yo voy � estar m�s fino, aunque no tanto que me pase. Doy por le�da la
obra, para evitarme la molestia de narrar el argumento, y paso con la
mayor frescura � decir mi opini�n.

Vuelven � ser las ilusiones y los sue�os de un joven el tema en que se
emplea la perspicua inteligencia de Valera. Mas las ilusiones del h�roe
de esta novela no toman el rumbo generoso que las de D. Luis de Vargas,
no salen � espaciarse por las luminosas esferas de la religi�n ni por
los campos inmarcesibles del sacrificio, son ilusiones m�s caseras y no
trascienden del _yo_ bastante enrevesado del doctor Faustino.

Cualquiera ha sido joven en este mundo. Este cualquiera que escribe
semblanzas literarias, lo es todav�a. No es dif�cil tampoco tener
ilusiones. Yo las tengo muy grandes de que ustedes no me suelten de la
mano. Pues bien, cuando las ilusiones distan mucho de la realidad, como
en este caso, surge el rid�culo, que h�bilmente presentado por una pluma
discreta y afilada como la del Sr. Valera, sirve de provechosa lecci�n y
ense�anza saludable.

La ilusi�n es el mismo deseo revistiendo forma, tomando vida y
apariencia de verdad en la fantas�a. Por eso los hombres de imaginaci�n
son los m�s propensos � concebir ilusiones y � naufragar en sus p�rfidas
aguas. Mas como quiera que la imaginaci�n es la facultad m�s amable del
alma y la que imprime car�cter al hombre, el doctor Faustino, con todas
sus ilusiones, sue�os y fantas�as, si logra hacerse rid�culo, no excita
antipat�as ni rencores. Antes me figuro que todos le miran con marcada
benevolencia y hasta presumo que el autor llega � prendarse de �l por la
nobleza y originalidad de su esp�ritu. Siempre los amores traen
inconvenientes, y los del Sr. Valera en esta ocasi�n han tra�do para su
novela un desenlace desproporcionado y no muy bello. Con el fin de
preparar el tr�gico remate de la obra se ve el autor en la necesidad de
vulgarizar al h�roe. En efecto, pierde el doctor Faustino su primera
originalidad y se trasforma en un car�cter endeble y pasivo cuya muerte
m�s sorprende que conmueve. El autor deshace con harta precipitaci�n y
torpeza la delicada urdimbre del car�cter del h�roe. M�s que desenlace
parece un corte de cuentas.

En la f�bula no brilla el Sr. Valera como ya tuve el descaro de
manifestar, mas � m� se me advierte que es mejor que no brille. De
intrigas tenebrosas, espantables y absurdas nos tienen hasta el cuello
los novelistas franceses y la m�s enferma parte de los espa�oles. Y sin
embargo, �qui�n dir�a que el Sr. Valera, tan sencillo, tan razonable y
tan sobrio en sus f�bulas, ha introducido en la de esta novela un
elemento maravilloso que resulta melodram�tico! Yo bien s� por qu� lo ha
introducido el Sr. Valera. Es que ha oido decir � los cr�ticos que no
tiene imaginaci�n y que no consigue dar un inter�s palpitante � sus
novelas. Porque los cr�ticos son de esta guisa. Se presenta un hombre
blanco y le llaman p�lido; se presenta un moreno y le apellidan negro.
Sale � luz un novelista de mucha intriga y enredo: truena la cr�tica
contra la intriga y califica al novelista de intrigante y mala persona.
Aparece otro sensato y discreto: entonces la cr�tica hecha de menos la
intriga y se queja amargamente de que no le interese.

Valera ha dicho: �quer�is aventuras estupendas? Pues all� van; y nos
propin� las de _la inmortal amiga_. Yo me permito creer, Sr. Valera, que
no debe usted abandonar jam�s por ninguna clase de murmuraci�n, es
decir, de cr�tica, el g�nero realista del cual tan brillante muestra nos
ha dado en _Pepita Jim�nez_, porque opino como su correligionario
Voltaire, que todos los g�neros son buenos menos el fastidioso.

No hay en el g�nero de usted, es verdad, motivo para soltar muchos cabos
con el exclusivo objeto de amarrarlos despu�s como Dios d� � entender,
que � veces lo da � entender p�simamente, y otras ni bien ni mal, pero
en cambio puede comunicarse � la novela un inter�s m�s espiritual y de
mejor ley, desarrollando pl�sticamente un pensamiento luminoso y
fecundo, interpolando descripciones como la de la Nava en el cap�tulo
titulado _El Para�so terrenal_, tan fresca, tan viva, tan primorosa y
tan m�gica, que puede figurar dignamente al lado de algunas del
_Quijote_, y dibujando en fin con felicidad caracteres y tipos humanos
cuyo estudio se me antoja m�s digno de un ingenio privilegiado como el
de Valera, que la exposici�n desatinada de aventuras incre�bles, propias
para despertar miedo en los ni�os.

_Las ilusiones del doctor Faustino_ es una novela de caracteres, y
sobre los principales, ustedes me dispensar�n si digo algunas palabras.

Yo, que al igual de todos los c�ndidos, cuando quiero tener malicia me
paso de malicioso y suspicaz, he pensado descubrir que el doctor
Faustino es el mismo Sr. Valera que viste y calza, y que todos los d�as
vemos por ah�, gozando una tranquilidad de esp�ritu un tanto positivista
y epic�rea, aficionado � las especulaciones y sistemas metaf�sicos que
le interesan como pura poes�a, amando y respetando la realidad, hecho,
en fin, un D. Juan Fresco. El hombre da mucha vuelta con los a�os, y
creo que para llegar � la situaci�n de �nimo de D. Juan Fresco, es
necesario haber pasado por la del doctor Faustino � algo que se le
parezca.

Este pensar m�o es el que ha dado margen al cari�o que profeso � la obra
que voy examinando. Eso de conocer el coraz�n humano cuando es el
coraz�n humano de otro, no me parece lo m�s f�cil del mundo; mas
trat�ndose del propio, la tarea se simplifica extraordinariamente. El
Sr. Valera, que tiene su alma en su armario, la saca, la limpia el
polvo, y la ofrece � nuestra vista.

Por eso me embelesan los tipos del doctor Faustino y D. Juan Fresco,
porque resultan bellos y al mismo tiempo humanos.

El car�cter de D. Juan Fresco, nada m�s que apuntado � bosquejado en
esta novela, aparece plenamente desenvuelto en el _Comendador Mendoza_,
�ltima producci�n romancesca del autor que venimos estudiando. Son
innegables y patentes las afinidades que guardan entre s� el antiguo y
el coet�neo retirado de Villabermeja, y de ambos caracteres tan nobles
como despreocupados, repito que concept�o propietario al Sr. Valera.

La obra no tiene, ni con mucho, la trascendencia y significaci�n que
_Las ilusiones del doctor Faustino_ ni la originalidad de _Pepita
Jim�nez_. En cambio uno de sus tipos, el de D.� Blanca, est� trazado con
m�s br�o del que Valera acostumbra, y su acci�n, aunque excesivamente
sencilla, es r�pida � interesante.

Se�or Presidente, me siento fatigado y ya no tengo m�s que decir sobre
el Sr. Valera.

Se levanta la sesi�n.

[Illustration]

[Illustration]




D. MANUEL FERN�NDEZ Y GONZ�LEZ.


[Illustration: N]O s� c�mo arreglarme para decir algo bueno del Sr.
Fern�ndez y Gonz�lez. Mucho temo no llegar � decirlo. Por m�s que lo
intento no consigo desechar de m� cierto rencor y mala voluntad hacia su
persona � personalidad, que es lo m�s de moda, y como soy tan
impresionable y tengo tan poco peso (cinco arrobas escasas), lo m�s
probable es que le suelte alguna pulla de mal g�nero, impropia por
entero de mis antecedentes y de mis a�os.

Pero, Se�or, �qui�n me habr� metido � m� � cr�tico!

Hubo un tiempo, sin embargo, en que yo ten�a menos a�os que ahora, _et
in illo tempore_, el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez me hizo perder bastante
�dem. Cuando lo pienso, no puedo menos de verter l�grimas, y exclamar
como Augusto:

��Fern�ndez, Fern�ndez; vu�lveme mi tiempo!�

No s�lo de esta abundosa fuente mana mi rencor. El Sr. Fern�ndez con sus
narraciones fant�sticas, lances maravillosos y combates descomunales, ha
influ�do de un modo muy pernicioso en mi car�cter. Hace ya bastantes
a�os, era yo lo que se llama una malva, incapaz de romper un plato
adrede.

Mas hete aqu� que leo los _Siete Ni�os de �cija_, donde se describe � lo
vivo de qu� modo siete valientes derrotan y ponen en vergonzosa fuga, en
cuantas batallas libran, � siete mil carabineros; y hubieran derrotado
en la misma forma � siete millones, dada su infinita bravura. Esta
bravura me contagi� de tal suerte, que llegu� � suponerme dotado de una
fuerza incontrastable y sobrenatural, y empec� � ensayar mis fuerzas y
arrestos, descargando terribles pu�etazos sobre las puertas de la
vecindad. � los pocos d�as de efectuar estos ensayos, era conocido entre
los granujas del pueblo con el pintoresco mote de _Brazo de hierro_. Y
aconteci� que un d�a o� sonar � mis espaldas el famoso apodo acompa�ado
de cierta risa que � m� me pareci� por muchos conceptos irrespetuosa. Me
vuelvo y veo � tres pilluelos muy risue�os que se estaban sin quitarme
ojo. Lleg� la ocasi�n, pens�, y encomend�ndome al invicto Juan Palomo,
cerr� con el mayor coraje y ardimiento sobre aquellos canallas. Mas �ay!
que entre nosotros deb�an existir las mismas relaciones que entre los
antiguos aragoneses y su monarca: cada uno de ellos val�a tanto como yo,
y juntos mucho m�s que yo.

Me llevaron � casa y me pusieron sobre la frente algunos pa�os empapados
en �rnica. Jam�s se lo perdonar� al Sr. Fern�ndez y Gonz�lez.

Fundada, pues, mi cr�tica en motivos tan balad�es, es preciso convenir
en que no tendr�n fuerza de ninguna clase cuantas censuras dirija al Sr.
Fern�ndez y Gonz�lez. Convengamos en ello y meditemos un rato sobre la
peque�ez de los hombres que por unos mojicones m�s � menos llegan hasta
rebajar las glorias de un esclarecido novelista.

Sin embargo, aunque no otra cosa, espero que se me reconozca cierto
valor para arrostrar la impopularidad. El Sr. Fern�ndez goza de gran
cr�dito entre las clases m�s virtuosas de la naci�n. Conozco algunas
amas de hu�spedes que en gracia de sus interesantes novelas ser�an
capaces de no pedirle el dinero hasta fin de mes. Y yo, escritor
ventajosamente conocido en Espa�a, Francia, Inglaterra, Rusia, los
Pa�ses Bajos y Carabanchel de Abajo, no vacilo en depositar en el
pedestal de la estatua de la Verdad mis coronas y mis lauros.

�Hermosa figura y ejemplo perdurable de hero�smo!

El Sr. Fern�ndez y Gonz�lez no siempre escribi� malas novelas. Hubo un
tiempo en que las escribi� buenas. Esto deb�a decirlo al final del
art�culo, bien lo comprendo, para que la �ltima impresi�n fuese dulce,
pero como el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez escribi� las novelas buenas antes
que las malas, parece natural que me atenga � su cronolog�a. �Especial
cronolog�a la del Sr. Fern�ndez! Todo en el Cosmos progresa, todo se
perfecciona por virtud de la ley de la evoluci�n pasando de lo homog�neo
� lo heterog�neo[6]. Y no obstante, el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez rompe de
frente con la ley de la evoluci�n, y despu�s de escribir novelas muy
heterog�neas da � luz las homog�neas. _El Condestable D. �lvaro de Luna,
Men Rodr�guez de Sanabria, Mart�n Gil, El cocinero de Su Majestad y Los
Monf�es_ son novelas hist�ricas en que � m�s de observarse con alg�n
cuidado los requisitos del g�nero, revela el autor cualidades
excepcionales para brillar en �l. No resucita por medio de un estudio
atento y minucioso el mundo de la Edad Media como Walter Scott, sus
costumbres, sus trajes, su fisonom�a exterior; mas quiz� debido � una
portentosa imaginaci�n consiga penetrar m�s adentro que el inmortal
creador de la novela hist�rica, en sus sentimientos, en sus acciones y
su discurso; en el mundo del esp�ritu.

No maneja tan bien el guardarropa feudal, ni el mobiliario de una sala
g�tica, ni es capaz de disponer un torneo con tanta propiedad; pero
nuestros abuelos no aparecen con ese tinte suave y melanc�lico que
inmerecidamente les concede el autor de _Ivanhoe_, sino con el lenguaje
rudo, la sensualidad desenfrenada y la ferocidad bestial que les
conviene. Los acentos �speros que resuenan en los tiempos medios parecen
vibrar puros y frescos todav�a en la briosa fantas�a de Fern�ndez y
Gonz�lez. Penetra por la coraza damasquina y la recia cota de malla, y
sorprende los sentimientos de aquellos corazones tan rudos �
independientes. Es m�s _realista_ de la Edad Media que su maestro Walter
Scott.

A�n pudiera serlo m�s, no lo dudo, rebajando un noventa por ciento de
aventuras; mas como, despu�s de todo, ninguno de nosotros ha vivido en
la Edad Media, la narraci�n de las maravillas acaecidas en esta Edad no
nos puede irritar tanto como la de aquellas que suceden en la presente,
donde no sucede ninguna.

No tengo inconveniente, pues, en admitir que los siglos medios son
po�ticos, y que en ellos se efectuaron todos esos lances portentosos que
los novelistas nos cuentan, y otros muchos m�s que no nos cuentan. Mas
deseo hacer constar que aunque po�ticos eran unos siglos b�rbaros, y que
en punto � urbanidad y buena crianza, pese � Walter Scott y su escuela,
el nuestro les saca mucha ventaja.

� pesar de esto no falta quien apellida � nuestro siglo torpe y
escandaloso, y se siente muy desgraciado por haber nacido en �l en vez
de florecer en la �poca del feudalismo. Hay que convenir en que la
Providencia ha estado muy dura con los que as� discurren poni�ndoles
sombrero de copa en lugar de casco. Pero una vez que no ha querido
darles ese gusto, no hay m�s remedio que resignarse y esperar de mala
manera, en cualquier oficina, � que este siglo se hunda en los abismos
del tiempo. �nimo, pues, que ya falta poco; veintid�s a�os escasos.

Quede sentado que el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez manifest� en otro tiempo,
muy lejano por desgracia, disposiciones felic�simas para la novela
hist�rica. Pero no hay que atribuirle tampoco con af�n hiperb�lico
aptitudes que no ha tenido jam�s. Si las mostr� nada comunes para el
cultivo de este g�nero, nunca di� la m�s leve se�al de poseerlas para la
novela de costumbres, social, realista � como quiera denominarse. El
g�nero hist�rico es de todos los romancescos el que m�s semejanzas y
afinidades guarda con el poema, y Fern�ndez y Gonz�lez es mejor poeta
que novelista. Tal vez depender� de que el poeta se constituye y
caracteriza por la fantas�a, viniendo � ser el entendimiento y el
estudio nada m�s que auxiliares de su inspiraci�n, mientras el novelista
necesita por partes iguales de una inteligencia superior y de una
imaginaci�n pintoresca. El talento de Fern�ndez y Gonz�lez guarda, � mi
juicio, m�s parentesco con el de Zorrilla que con el de ning�n novelista
de los que figuran � han figurado en nuestra patria.

Mas ya que su empe�o fuera escribir novelas y no versos, parec�a
razonable que siguiera novelando en el g�nero hist�rico cada d�a con
mayor discreci�n y lucimiento. El Sr. Fern�ndez y Gonz�lez toda su vida
profes� mucho horror � lo razonable. As� es que, en vez de continuar
estudiando para corregirse y mejorarse, comenz� � echar por aquella
pluma un diluvio de novelas plagadas de lances y aventuras imposibles
que produjeron grandes disturbios en el ramo de modistas. De la novela
hist�rica no qued� m�s que los nombres de los personajes, los cascos,
las lanzas y las cimitarras. Todo lo dem�s, la pintura de los
caracteres, la descripci�n de las costumbres, la verosimilitud de la
f�bula, naufrag� en un mar de tinta.

Este af�n insaciable de aventuras fu� causa de su perdici�n. �Lo que es
el coraz�n humano! como dir�a P�rez Escrich. Un hombre que hab�a pasado
toda su vida en el alc�zar del rey tratado � cuerpo de �dem, dedicado
exclusivamente � vigilar la entrada y la salida de los galanes por las
puertas secretas, los suspiros de la reina y las �rdenes del monarca,
marcha de improviso � Sierra Morena y empieza � echar el alto � los
viajeros, en compa��a de _Juan Palomo_ y _Diego Corrientes_.

Estos cambios bruscos � inesperados de la fortuna me conmueven
sobremanera.

�Y qu� hab�a de suceder! El Sr. Fern�ndez, que era un caballero muy
cumplido y espiritual, consigui� al principio dar cierto barniz
rom�ntico � aquellos secuestradores; mas al cabo y � su pesar tuvo que
sufrir la influencia nefasta de tan grosera compa��a, perdiendo las
buenas formas y los refinamientos palaciegos. Descuid� � abandon� por
entero los estudios literarios, acaudalando en cambio gran copia de
bellaquer�as y ruindades que aspir� � presentar como admirables,
redact�ndolas al mismo tiempo en un lenguaje que por nada en el mundo me
atrever�a � llamar cervantesco.

Si el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez hubiera ido � recorrer los desfiladeros y
encrucijadas de Sierra Morena con el objeto de estudiar minuciosamente
las costumbres de sus ind�genas y ofrec�rnoslas despu�s en cuadros
romancescos vivos y fieles, yo no le dir�a una sola palabra malsonante;
all� se las arreglara con los enemigos del realismo. Pero eso de ir ni
m�s ni menos que � buscar con su linterna por aquellas bre�as almas
grandes, corazones generosos, honrados padres de familia y ciudadanos
�ntegros, se me figura depresivo para los que habitamos en poblado. No
parece sino que escandalizado el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez de nuestra
corrupci�n, como T�cito de la de Roma, desea presentarnos en las
costumbres puras � inocentes de la bandoler�a algo que nos edifique y
nos enderece. Pues mire usted, Sr. Fern�ndez, convengo en que por Madrid
hay muchos perdidos y que es peligroso hasta cierto punto atravesar �
las tres de la tarde por delante del caf� Suizo; pero tambi�n hay muchos
caballeros, tan fieles como el oro, que s�lo le detienen � usted para
pedirle fuego. No es absolutamente necesario ser ladr�n en cuadrilla
para tener un coraz�n sensible. Conozco muchas personas que, sin haber
desvalijado � nadie en su vida, riegan con sus l�grimas las butacas del
teatro Espa�ol cada vez que se pone en escena _� locura � santidad_.

Repito, pues, Sr. Fern�ndez, que el ideal de la bandoler�a no es
suficiente para el arte. El ideal cristiano me parece m�s fecundo y m�s
conforme con la naturaleza humana.

Estos trueques de ideales producen unos efectos desastrosos. Las novelas
fueron bajando, bajando, y bajaron yo no s� hasta d�nde. Salieron � luz
por entregas, por arrobas y por metros c�bicos. El se�or Fern�ndez ten�a
un establecimiento en liquidaci�n dentro de la cabeza.

Y, sin embargo, _�qu� fu� de tanta invenci�n?_ Destinadas estas novelas
� entretener los ocios de las clases menos doctas de la sociedad,
perdieron casi en absoluto el car�cter de obras literarias y fueron
proscritas con excomuni�n mayor de toda biblioteca bien nacida. El autor
ya no volvi� � preocuparse de la composici�n, del an�lisis de los
caracteres, ni de las pasiones, ni de la verosimilitud, ni de la pureza
de la lengua. Lo �nico � que atendi� fu� � sorprender, � asustar las
imaginaciones femeniles, � despertar y encadenar la curiosidad,
arrastr�ndola violentamente por sucesos incre�bles y absurdos.

De este modo logr� conquistar una inmensa popularidad, sobre la cual
tampoco debe forjarse grandes ilusiones el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez.
Tuvo y a�n tiene muchos lectores, pero son de tal jaez estos lectores
que no pueden fundar ninguna reputaci�n duradera. Leen por distraerse,
por _matar el tiempo_, y las m�s de las veces no se detienen � mirar el
nombre del autor del libro que soportan en la mano. Si lo miran, no son
capaces de tributarle admiraci�n, � la manera que al ni�o jam�s se le
ocurre admirar al inventor del juguete con que se divierte.

Las obras literarias, � las que tal nombre merecen, no se presentan como
los arenques en grandes turbas; vienen solas despu�s de haber madurado
por m�s � menos tiempo en el cerebro del artista. Aquellas que no sufren
una gestaci�n laboriosa cuando se escriben, es que ya la han sufrido en
el pensamiento. Me refiero, por supuesto, � las obras de m�rito
permanente, capaces de resistir � las inclemencias del tiempo y de la
cr�tica.

La _entrega_, que Fern�ndez y Gonz�lez ha cultivado con m�s �xito que
ning�n otro en nuestra patria, es la instituci�n m�s perniciosa que
inventaron los hombres para tormento de las letras.

Me equivoco, hay todav�a otra instituci�n m�s delet�rea: el tomo de �
peseta. En tomos de � peseta ha exprimido el Sr. Fern�ndez las �ltimas
gotas de su desordenada inspiraci�n. En vano el poder legislativo de la
sociedad se afana por introducir las reformas m�s convenientes en todos
los ramos de la administraci�n; en vano el poder ejecutivo cumplimenta
con toda fidelidad las disposiciones legales, desenvolvi�ndolas y
aclar�ndolas por medio de reglamentos acertados y sabios y concienzudos
pre�mbulos. Mientras Manini, con su biblioteca _de lujo_, y los
traductores de Barcelona sigan conspirando contra la salud p�blica, no
tendremos en nuestra patria ni sosiego, ni riqueza, ni v�as f�rreas, ni
administraci�n.

Torna � la ciudad el Sr. Fern�ndez y quiere describirnos la vida real,
lo que pasa pared en medio de nosotros. No dejan de tener estas sus
novelas contempor�neas cierto inter�s y movimiento, porque el autor, por
m�s que se empe�a, no puede prescindir completamente de su poderosa
imaginativa; mas all�, por el campo, adquiri� unos modales tan
impol�ticos y serranos, que por ning�n concepto recomiendo la lectura de
tales obras � las ni�as de quince abriles.

Resplandece en sus �ltimas novelas, � m�s de un color verde harto
subido, la ausencia absoluta de previsi�n art�stica. El autor no medita
ni calcula nada de lo que constituye el fondo y la forma de una obra
romancesca. Prefiere abandonarse � la corriente alborotada de la
improvisaci�n, y all� van escenas y sucesos donde quiere una fantas�a
delirante. �Yo que juzgaba � la improvisaci�n s�lo buena para decir unas
cuantas redondillas despu�s de haber comido fuerte!

La pintura exagerada y un tanto burda de la vida exterior es lo que se
observa � primera y segunda vista en estas producciones. La vida del
esp�ritu merece tanto respeto al Sr. Fern�ndez y Gonz�lez que no se
atreve � penetrar en ella. Tal vez el alma humana tendr� que agradecerle
este respeto. Debo manifestar, no obstante, en descargo de mi
conciencia, que el esp�ritu del hombre tiene derecho � ocupar el lugar
preferente en la novela. Cuando se le condena � comer el pan negro de la
emigraci�n, como en las obras de Fern�ndez y Gonz�lez, la novela se
transforma en cuento de viejas.

En resoluci�n. No es posible juzgar las producciones del Sr. Fern�ndez y
Gonz�lez, si exceptuamos las primeras, citadas ya en este art�culo, con
arreglo � los sanos principios literarios. Tales obras salen del recinto
de la literatura para entrar en el m�s oscuro y tambi�n m�s lucrativo de
la industria. Una vez convertido el arte en oficio, ya no se trata m�s
que de mucho papel y mucha tinta. El que hace un cesto hace ciento, y el
que escribi� una novela puede escribir un cargamento de ellas.

�Cu�ntos a�os hace que el Sr. Fern�ndez y Gonz�lez est� haciendo cestos
sin darse punto de reposo!

Sus novelas, como las saetas del ej�rcito de Jerjes, amenazan ya nublar
el sol.

As�, que me he visto precisado � pelear � la sombra.

Conste sobre todo, Sr. Fern�ndez, que esta cr�tica fu� inspirada por los
m�viles m�s bajos y m�s ruines.

[Illustration]

[Illustration]




D. FRANCISCO NAVARRO VILLOSLADA


[Illustration: O]ROCEDAMOS con m�todo. El Sr. Villoslada, aunque
novelista vivo, no es un novelista contempor�neo. Pertenece al grupo de
los rom�nticos que pas� felizmente para no volver. El romanticismo di�
muerte al clasicismo: el realismo filos�fico acaba de matar al
romanticismo. �ste fu� una gloriosa insurrecci�n contra las formas
aristocr�ticas y convencionales de la tradici�n literaria encauzada
desde el renacimiento por el seguro pero estrecho �lveo de la cultura
cl�sica, un retorno � la verdad y � la belleza aprisionadas en
inflexibles moldes, un himno entusiasta � la inspiraci�n libre y
sencilla de la Edad Media. En el romanticismo precisa distinguir dos
momentos. Deti�nense en el primero los apasionados y devotos de la Edad
Media, los que no s�lo demandan � estos siglos naturalidad y sencillez
para la forma, sino ideales, tangibles y completos para la vida, los que
aman sus creencias y sus costumbres, oponi�ndolas con decisi�n al
amaneramiento y � la tibieza de nuestros tiempos. Fueron representantes
m�s � menos insignes de estas tendencias, en Alemania los hermanos
Schlegel, Tiek, Ruckert y Huland; en Inglaterra, Walter-Scott y Southey;
en Francia Chateaubriand, Vigny, y en Espa�a el duque de Rivas y
Zorrilla.

Pero esta grandiosa revoluci�n literaria encontr� en otros muy notables
ingenios una representaci�n m�s amplia y humana. Las altas ideas morales
y metaf�sicas expresadas con exageraci�n, con violencia y con exceso,
vinieron � engendrar otro gran movimiento que podemos denominar
romanticismo filos�fico, que ilustraron, en Alemania, principalmente
Schiller, Herder y Heine[7], en Inglaterra Byron, Wordsworth y Shelley,
en Francia Hugo, Lamartine y Musset, y entre nosotros Espronceda.

No me cumple el ocuparme ahora en esta segunda fase del movimiento
rom�ntico, sino tan s�lo decir escasas palabras sobre la primera, por
ser aquella en la cual se fija y encierra el car�cter del novelista que
estudiamos.

Disgustados por la miseria y bajeza de nuestra �poca, atenta muy
particularmente al desenvolvimiento y progreso de los intereses del
cuerpo, desnuda casi por completo de fervor religioso, los primeros
rom�nticos, � cuyo frente debe colocarse al c�lebre Walter-Scott,
creyeron ver en la �poca feudal un dechado para la nuestra. La audaz
imaginaci�n, estimulada por la distancia y el deseo, h�zoles trocar la
groser�a en caballerosidad, la barbarie en nobleza y la s�rdida ambici�n
en altanera bravura, � iluminaron los �speros contornos de aquella edad
con los colores de una luz ideal. As� naci� la novela arqueol�gica; no
como descripci�n m�s � menos fiel de las costumbres y sentimientos de un
per�odo hist�rico, sino como fant�stica resurrecci�n de una edad de oro.

No gusto de exclusiones en literatura, ni fuera tampoco prudencia
desechar un g�nero en el cual ha conseguido su renombre el m�s insigne
de los novelistas modernos; pero s� apuntar� que la novela hist�rica en
su misma naturaleza lleva g�rmenes de falsedad y de muerte. Ve�moslos.

Para pintar las costumbres de una �poca hist�rica no hay nada mejor,
est� averiguado, que haber vivido en ella. Todo intento de resucitar
a�ejas costumbres tiene mucho de fant�stico. Insensiblemente, sin que el
artista lo perciba, y � despecho de todos sus escr�pulos y pruritos de
veracidad, se introduce en la obra el acento moderno y se ense�orea de
ella.

Y si esto podemos decir de las costumbres, �qu� suceder� con los afectos
y pasiones? Aqu� es donde se penetra claramente la miseria de la traza y
todo el artificio de que los novelistas arque�logos se valen para
deslumbrarnos moment�neamente. Cuando mencionan cualquier usanza antigua
suelen poner debajo la autoridad en que se apoyan; mas yo no veo jam�s
ninguna prueba para sus anacronismos cuando se trata de ideas y
sentimientos.

�Cu�ntas veces al penetrar en una sala g�tica hall� sentado al pie de la
tosca chimenea, reposando el codo en uno de los brazos del sitial, la
mano en la mejilla, al vecino del cuarto tercero, persona muy honrada,
de continente grave y hasta cierto punto melanc�lico!

--�D. Facundo, usted por aqu�! �C�mo es eso?

--Qu� quiere usted, amigo m�o; fu� empe�o de Villoslada el ataviarme con
este rid�culo disfraz, aunque no estemos en Carnaval, y aqu� me tiene
usted escuchando, quiera que no, dejando para ello abandonada la
oficina, � ese trovador errante y cargante.

Doy la vuelta para mirar al trovador y me veo con largas guedejas, muy
adormecido y trist�n con el la�d en la mano, � Pepito Paniagua, el novio
de mi prima, estudiante de segundo a�o de farmacia, que pasa la vida en
el portal de enfrente.

Digan ustedes ahora si no tengo motivos para dejar de creer en la
autenticidad de tales guerreros y trovadores.

Pues por estas y otras razones m�s prolijas, considero que la novela
arqueol�gica no es viable como g�nero literario. Esta consideraci�n
tendr�a mucho mayor m�rito si fuese escrita y publicada hace algunos
a�os, lo reconozco, porque entonces hubiera sido una profec�a, mientras
que hoy aparece tan s�lo como la explicaci�n de un hecho. Porque es un
hecho que ya no se cultiva la novela hist�rica ni dentro ni fuera de
Espa�a.

Todas las personas de cierta categor�a literaria est�n conformes en que
las costumbres y los sentimientos que se pinten han de ser las
costumbres y los sentimientos contempor�neos. Cuando queramos conocer
(de un modo muy imperfecto, por supuesto) los de otra �poca, acudamos �
las cr�nicas, � las Memorias aut�nticas, � la literatura de aquel
tiempo, jam�s � las novelas de los rom�nticos.

Un g�nero literario puede ser ef�mero, no obstante, mientras obtienen la
inmortalidad aquellos que lo cultivan. Buena prueba de esto nos ofrece
el ilustre Walter-Scott, rey y se�or de la novela hist�rica. Su fama no
se merma ni decae con los a�os; antes se levanta cada d�a con m�s brillo
y esplendor. Porque es privilegio dichoso del arte mudar constantemente
de gustos y derroteros, dejando � salvo la gloria de sus int�rpretes:
Walter-Scott tiene feudatarios en todas las comarcas de Europa. Le
rindieron pleitohomenaje en su pa�s Horacio Smith, James, el m�s fecundo
de los novelistas hist�ricos, Grattan y Banim, llamado el Walter-Scott
irland�s; en Francia, Alfredo de Vigny, V�ctor Hugo, Alfonso Royer, el
bibli�filo Jacobo y Alejandro Dumas; en Italia, el incomparable Manzoni,
Rosini, Guerrazzi y el marqu�s de Azeglio.

En Espa�a recibieron de �l el espaldarazo y fueron armados novelistas
por su mano Larra, Mart�nez de la Rosa, Espronceda, Escosura, Enrique
Gil, Garc�a de Miranda, Fern�ndez y Gonz�lez, C�novas del Castillo y
Villoslada.

No es por cierto este �ltimo, � sea el que ahora nos ocupa, el menos
notable de los que hemos apuntado. Hablemos de �l un momento, si ustedes
gustan.

Se presenta desde luego como disc�pulo franco y declarado del ilustre
_baronet_ escoc�s, pero no deja de manifestar al propio tiempo una
tendencia, a�n m�s pronunciada que la de su maestro, hacia la
arqueolog�a. El Sr. Villoslada considera de su deber el restituirnos las
�pocas hist�ricas por entero, sin que falte ni sobre un cabello, y
atento como buen hidalgo al cumplimiento de sus deberes, dispone de tal
suerte el enredo de la novela, que va haciendo pasar por delante de
nuestra vista en ordenada procesi�n todo lo m�s caracter�stico de
aquellas remotas edades. Primero una refriega en un bosque, despu�s un
torneo, m�s tarde el tormento aplicado � un delincuente, la descripci�n
del interior de un castillo, una conjuraci�n de villanos, la entrada de
un rey en una poblaci�n, etc., etc. Todo esto conspira, sin disputa, �
que la novela tenga mayor m�rito � los ojos de anticuarios y
arque�logos, pero disminuye no poco su belleza como obra de arte.
Perc�bese en demas�a el artificio con que van sujetas entre s� las
escenas y los cuadros.

�stos y aqu�llas, no obstante, tienen mucho vigor y entonaci�n. En
cuanto al color local, ustedes dir�n. Yo, por mi parte, como no he sido
ni pechero ni rico hombre en aquella edad,--lo �ltimo me vendr�a muy
bien en �sta--jam�s tuve ocasi�n de presenciar lo que en ellos se
describe y no puedo, por lo mismo, entrar en comparaciones que, despu�s
de todo, siempre son odiosas.

Mas dejemos � un lado lo del color y vengamos � la f�bula. El Sr.
Villoslada es espa�ol y un buen espa�ol, sabe armar un l�o de todos los
diablos donde quiera que pone la mano. El enredo de sus novelas es
complicad�simo, vivo � interesante. Verdad que los t�rminos entre los
cuales se mueve la f�bula de la novela hist�rica parecen obligados y de
antiguo constitu�dos.

Una reina que se enamora de un villano, el cual resulta pr�ncipe � cosa
por el estilo; un prisionero que por odiosas artes vive sepultado en una
mazmorra largos a�os hasta que llega el d�a de su rehabilitaci�n
gloriosa; un matrimonio secreto; un relicario; un lunar en la espalda;
un paje enterado de todo. El Sr. Villoslada maneja � la perfecci�n tales
palillos y mantiene en zozobra hasta el fin la atenci�n del lector.

Por otra parte, las pasiones, singularmente el amor, no son tan
nebulosas y desva�das como en los cuadros de su ilustre maestro. Pender�
tal vez de que el Sr. Villoslada, aunque en la regi�n m�s alta, naci� en
tierra de Espa�a, pa�s donde al amor se le toma m�s por lo claro.

Los caracteres no est�n mal trazados, por punto general, aunque algunos
los considero algo progresistas para su siglo. Verbi y gracia, en _Do�a
Urraca de Castilla_, una de las mejores novelas del autor, dice un noble
� un villano:

--��Maese Sisnando, merec�as haber nacido noble!

--Conde de Lara--contest� el villano,--sois leal y agradecido; merec�ais
haber nacido hombre.�

Esto me recuerda � un amigo de mi ni�ez. Era un retirado que hab�a
servido � las �rdenes de Espartero. �Pobre hombre! Parece que le estoy
viendo, con su enorme nariz colorada, su boca cavernosa y su formidable
ca�a de las Indias. Por espacio de quince meses me describi� todas las
semanas la batalla de Ramales. Admiraba mis profundos conocimientos en
aritm�tica y estimaba en lo que val�a mi car�cter �ntegro �
independiente. Yo ten�a nueve a�os entonces y juntos sal�amos de paseo
por un camino solitario hasta llegar � un sitio frondoso donde manaba
una fuente. All� me describ�a la batalla de Ramales, me dec�a lo mal que
le trataba la hu�speda por una peseta diaria, que fielmente le pagaba, y
cuando estaba de humor cantaba con solemne entonaci�n:

    Todo conde � marqu�s nace hombre,
    el dictado le viene despu�s, etc.

Yo tambi�n cantaba y se me saltaban las l�grimas. Entonces me dec�a que
yo era un gran hombre, que sab�a m�s que Lepe y que el de�n de la
catedral.

� pesar de mi ciencia confesar� que no sospechaba que tuvi�ramos un
correligionario tan avisado como maese Sisnando en pleno siglo XII.

Esto no pudo menos de herir mi amor propio, pero ya le he perdonado la
ofensa al Sr. Villoslada, y es lo cierto que hoy le tengo por un
novelista de m�rito y uno de nuestros escritores m�s correctos y
elegantes.

Parece mentira que yo diga tales cosas de un ultramontano.

Cu�ntenselo ustedes � Alarc�n, que no lo va � creer.

[Illustration]

[Illustration]




D. ENRIQUE P�REZ ESCRICH


[Illustration: S]IEMPRE est� el hombre orgulloso de alguna resoluci�n �
acto de su vida que le parece digno de loa. Yo, que al parecer nada hice
en la m�a de notable, puedo preciarme, sin embargo, de no haber le�do �
P�rez Escrich desde los diez a�os.

Fu� en unas vacaciones. Hab�a ido � cursar mis latines � la capital.
Cuando volv� al pueblo, el libro, el libro de P�rez Escrich, el _Cura de
aldea_, en una palabra, estaba sobre la _mesa de pintado pino_, tan
rozagante y tan fresco como si acabase de salir de las manos de su
creador. Quise recordar las emociones dulces que aquel libro me hab�a
hecho experimentar en otro tiempo, poco despu�s de haber salido del
claustro materno. � las pocas p�ginas comenc� � sentir cierta pesadez en
la cabeza, como si tuviese all� mucho plomo, y � las otras pocas me
qued� deliciosamente dormido.

Ustedes podr�n decir, se�ores, �qu� no debe esperarse de un muchacho
que, en tan corta edad, ya se dorm�a leyendo � P�rez Escrich!

Han volado desde entonces sobre mi cabeza muchos vientos, ya glaciales,
ya ardorosos, y he o�do desde mi balc�n, no s� cu�ntas veces, cantar �
la codorniz en la vega. Y hoy mi bello ideal consiste en no leer � P�rez
Escrich. Pero no puedo menos de tenerlo en el coraz�n como el _Catecismo
de Fleury_ y el _Amigo de los ni�os_.

Por P�rez Escrich supe yo, primero que por nadie, de la existencia de
los puntos suspensivos. Cuando alg�n h�roe de sus novelas iba � perder
el juicio, nunca dejaba primero de lanzar una carcajada hist�rica,
despu�s de lo cual ven�an dos � tres l�neas de puntos suspensivos. Por
bajo de ellos dec�a el se�or Escrich: ��Estaba loco!� � ��estaba loca!�,
seg�n fuese var�n � hembra el demente. De otras invenciones de los
hombres, no menos peregrinas � ingeniosas, tuve noticia por nuestro
autor, de las cuales pienso hacer, con la ayuda de Dios, el uso que m�s
prudente me pareciese.

No s�lo por haber acaudalado con preciosos datos mi saber debo estar
reconocido al Sr. Escrich. A�n recuerdo con l�grimas en los ojos
(l�quidas perlas que �l llamar�a) el ruido que hac�an sus novelas al
entrar por debajo de la puerta. Yo ca�a sobre ellas como el gato sobre
el rat�n, y con la entrega en la mano marchaba mayando � devorarla � la
soledad de mi cuarto. Pero la primera entrega siempre dejaba levantado
un pu�al sobre el pecho de un inocente, � cuando no, pendiente � alguno
de un clavo sobre un abismo, y eran de ver entonces las ansias que � m�
me entraban por saber cu�ntas pulgadas hab�a penetrado la navaja � en
qu� forma se hab�a roto la cabeza aquel pr�jimo. El saberlo costaba
dinero, que no era el Sr. P�rez Escrich de esos que de buenas � primeras
y por afici�n le vienen � contar � uno todo lo que ocurre, y me ve�a
precisado � demandar socorros � mi padre. Mas �ste, por aquel entonces,
estaba empe�ado en que Cervantes era mejor novelista que P�rez Escrich y
sol�a negarlos, y entonces acud�a � mi buena madre, que no profesaba
ideas tan perversas. �sta descog�a con mano piadosa la jareta de su
faltriquera para que todas las semanas se entrasen por la casa dos
reales de _Esposa m�rtir_ � de _Mujer ad�ltera_, que no bastaban, ni con
mucho, para calmar los arrebatos de mi esp�ritu investigador. Ahora
comprendo por qu� he llegado � ser el mejor cr�tico de Espa�a.

P�rez Escrich en el campo, en el c�rculo, en el terreno, en el estadio,
en el circuito de la literatura representa una idea, es una idea. La
idea de Hegel es realidad. La de P�rez Escrich es entrega.

�Ay, ni�ita m�a, qui�n se volviera entrega, aunque fuese de P�rez
Escrich, para que tus manos blancas y fragantes como la magnolia le
tomasen, para que tu regazo tan casto como la nieve de las monta�as le
diese reposo!

Esto lo digo por una chica que conoc� en Gij�n, que se pasaba las horas
muertas leyendo � Escrich. Me enamor� de ella, como era natural, y si no
hubiera sido por un t�o que me dijo � tiempo: ��Pero, hombre, no
comprendes que vas � cortar tu carrera!�, me hubiera casado sin
remisi�n. Pero la carrera ante todo. Ya les dir� � ustedes en qu�
pararon aquellos amores.

Dec�a que P�rez Escrich, como novelista, es una idea. Debo a�adir que
P�rez Escrich...

Mas antes bueno es que advierta que justamente porque P�rez Escrich es
una idea, me siento obligado � hacerle hueco en esta mi galer�a, �
pepitoria de novelistas. Muchos hay de los que se quedan fuera, tenidos
por s� y por los otros en m�s estima. Pero �son tan notorios? �Ejercen
tanta influencia? En una palabra, �son una idea?

Queda demostrado de un modo concluyente que P�rez Escrich es el
novelista que en este momento debe ocuparme. No se me tilde de cr�tico
motolito y poco avisado.

�Despertad, pues, recuerdos azules, verdes y carmes�es de la edad
primera! �Salid de las argentadas y bramantes olas que lloraban noche y
d�a debajo de mis balcones! �Salid de las vegas lujuriantes de ma�ces
que crujen al viento como la seda! �Venid de lo alto de aquellas
monta�as donde blandean las nubes como banderas! �Venid y decidme c�mo
es P�rez Escrich, que ya no me acuerdo!

Pienso, si no me es infiel la memoria, que hay en las obras del Sr.
Escrich algo de lo que se observa en las de Esquilo. Los caracteres del
Sr. Escrich, � semejanza de los del tr�gico griego, son inmobles como
los pe�ascos, representan un sentimiento �nico, son personajes de un
momento determinado y de una simplicidad absoluta. Pero el autor de _Las
Eum�nidas_ y del _Prometeo encadenado_, con tales caracteres, no lograba
idear m�s que una situaci�n casi fija, un cuadro delicioso, pintado con
inspiraci�n sublime, pero siempre el mismo; mientras el Sr. Escrich
consigue tejer una acci�n complicada, altamente dram�tica y llena de
peripecias. Sin embargo, el parentesco de ambos ingenios no es menos
visible, por m�s que la distancia de los tiempos haya establecido entre
ellos diferencias favorables al �ltimo.

Para Escrich, lo mismo que para Esquilo, hay entre el bien y el mal, ac�
en la tierra, el mismo irreconciliable dualismo que en el cielo. No es
posible que en un mismo hombre coexistan part�culas de bien y de mal.
Sus personajes son siempre Ormuz � Ahriman, � lo que es lo mismo, cuando
un personaje de P�rez Escrich sale malo, no hay por d�nde cogerle de
p�caro y endemoniado; al paso que cuando es hombre de bien, lo es �
carta cabal. El Sr. Escrich cuida tambi�n con particular esmero de unir
la belleza f�sica con la moral, prestando hermosura, fuerza y elegancia
corporales � los dechados m�s completos de bondad. En efecto, ser�a
cosa fatal y hasta absurda el que un joven de cabellera rizada, de ojos
expresivos, de nariz recta y modales distinguidos robase unas
cucharillas de plata. �Me encantaban � m� sobremanera aquellas tertulias
de sujetos tan lindos y de tan buenas partes! Generalmente llev�banse �
efecto en alguna guardilla � sotabanco, y los que all� se reun�an, m�s
buenos que el pan candeal, sol�an festejar su honradez con alg�n
extraordinario en medio de la mayor cordialidad y buen orden. Las
guardillas de P�rez Escrich exhalan un olor tan fuerte � virtud, que
echa para atr�s.

Casi siempre, en pos de la tertulia de honrados ven�a la de perdidos,
con el objeto de formar contraste. All� se ve�a hasta d�nde puede llegar
la malicia humana. Todos eran bandidos de pura raza, con sus ojos
atravesados y sus correspondientes cicatrices. Como era natural, en
aquella sociedad nadie cre�a en Dios, y as� ten�an buen cuidado de
manifestarlo � la primera ocasi�n.

Los buenos y los malos se distinguen, pues, de un modo cabal en las
novelas de Escrich. No aparecen tan bien determinadas las diferencias
entre los hombres de talento y los majaderos. Nuestro autor no es tan
feliz en la pintura de discretos como en la de tontos. As� es que cuando
pretende hacer pasar � alguno por sabio, debemos creerlo tal con aquella
fe viva que aconseja el P. Astete para los misterios de la religi�n.

Por otra parte, sus personajes hablan con un lenguaje adecuado en
cuanto es posible � la situaci�n y modo de ser del h�roe. Shakspeare
hac�a lo mismo. �Cu�n envidiable me ha parecido siempre esta facultad de
adaptarse � todos los momentos y estados de la vida! No puedo menos de
recordar � un orador sagrado de mi pueblo, que predicaba siempre al aire
libre el serm�n del _Encuentro_ durante la Semana Santa. Cuando para
formalizar de un modo pl�stico, como era costumbre, las dram�ticas
escenas de la Pasi�n, necesitaba dirigirse � las im�genes soportadas por
robustos marineros, sol�a decir: ��Eh! � sotavento San Juan... Mar�a
Sant�sima � barlovento�. Hubiera sido un gran novelista aquel cura.

Y � prop�sito de la Pasi�n. Tengo entendido que el Sr. P�rez Escrich, en
competencia con San Lucas, describi� muy � lo vivo la pasi�n y muerte de
Nuestro Se�or Jesucristo en una novela titulada _El M�rtir del G�lgota_.
No he le�do _El M�rtir del G�lgota_, y lo que es a�n peor, doy � ustedes
palabra redonda de no leerla; mas precisamente por eso debo extenderme
algo sobre esta novela para no romper con la costumbre de la sana
cr�tica.

Si yo fuese un cr�tico desalmado y avieso, nunca perder�a la ocasi�n de
lucir mi donaire escribiendo sobre la obra del Sr. Escrich las frases
m�s sabrosas y picantes, pues ingenio tengo que me sobra para ello. Con
la intenci�n m�s perversa podr�a comparar su novela � la lanzada de
Longinos y con otros pasajes del Nuevo Testamento hacer chacota de ella.
Pero esto desmentir�a la gravedad ing�nita de mi car�cter y me har�a
perder no poco en el concepto de las personas serias. Examinar�, pues,
la obra del Sr. Escrich de un modo concienzudo, haciendo resaltar todas
sus bellezas y se�alando al propio tiempo sus defectos m�s capitales.
Examinar�la desde el punto de vista hist�rico y asimismo desde el
filos�fico, econ�mico y administrativo.

En primer t�rmino, debo llamar la atenci�n de los lectores hacia una
singular coincidencia que corrobora el juicio ya emitido acerca de la
afinidad que media entre la inspiraci�n de Esquilo y la de Escrich.
Esquilo sol�a tomar por asunto de sus tragedias los misterios y s�mbolos
de la religi�n, dando forma po�tica � las tradiciones de la mitolog�a
primitiva, como acontece en la trilog�a de los _Prometeos_. Escrich
busca motivo para sus creaciones romancescas en los augustos sucesos de
nuestra religi�n, novelando la dram�tica historia de nuestro Redentor.
�Cu�ntas bell�simas reflexiones le habr� sugerido la inicua degollaci�n
de los santos inocentes! �Con qu� vivos colores habr� descrito el
establo donde naci� el hijo de Mar�a! �Qu� observaciones no habr� hecho,
todas atinadas y profundas, sobre los tres reyes magos, Melchor, Gaspar
y Baltasar!

�Pero qui�nes desempe�ar�n en _El M�rtir del G�lgota_ los papeles de
cazador man�aco, de pescador distra�do, de costurera angelical, de
criado fiel y de banquero infame? Porque al Sr. Escrich le pasa algo de
lo que � los generales espa�oles; le caben pocos hombres en la cabeza, y
estoy casi seguro de que no ha cambiado el personal de sus novelas por
hallarse ahora en la Palestina y en siglo tan apartado. He aqu� por qu�
me estar�a muy bien haber le�do _El M�rtir del G�lgota_.

Pero si los personajes son siempre los mismos, en cambio la trama de sus
novelas suele ser id�ntica, y v�yase lo uno por lo otro. Creo haber
dicho que el centro de operaciones del Sr. Escrich es una guardilla.
All� habita una familia honrada, laboriosa, pac�fica, aseada; la
familia, en fin, m�s excelente y admirable que se puede decir ni pensar.
Mientras esta familia infinitamente buena vive en la mayor estrechez,
procur�ndose con su trabajo apenas lo indispensable para no morirse de
inanici�n, en un palacio de la misma calle, sumido hasta el cogote en la
opulencia, y no sabiendo qu� hacer del tiempo y los millones, mora el
inicuo despojador de esta familia. Ahora bien: �habr� nada m�s justo que
el que esta familia salga de la miseria, torne � disfrutar sus bienes, y
el malvado que se los arranc�, confuso y despatarrado, vaya �
entend�rselas con los esbirros del Saladero? Cierto que no lo hay, y el
Sr. Escrich aplica todo su esfuerzo � una empresa tan meritoria. Una vez
conseguido su prop�sito, esto es, despu�s de restitu�dos los cuartos y
puesto el ladr�n � buen recaudo, el Sr. Escrich, en conciencia, no
quedaba obligado � m�s. Sin embargo, la novela no da fin en este punto,
sino que, desplegando un celo nunca bastante agradecido y pagado con el
miserable cuartillo de real en que se estima cada entrega, el autor se
entretiene con afectuoso esmero � contarnos en qu� forma y manera gast�
aquella familia su dinero, qu� vida se daba, cu�nto pagaba de
contribuci�n y qu� n�mero de platos se pon�an � la mesa. Con esto, la
descolorida costurera que tiene entre sus manos _El pan de los pobres_,
se inflama de curiosidad y de gozo: cierra el libro, apoya en la mano su
mejilla, y fijando los ojos en la luz de petr�leo, comienza � so�ar.
�Qui�n sabe si alg�n p�caro de los que pasean en coche por el Retiro
estar� comiendo una fortuna que pertenezca � sus progenitores! Mira �
sus manos, y sus manos no pueden ser m�s afiladas, m�s finas, m�s
aristocr�ticas; mira � sus pies, y sus pies no pueden ser m�s breves,
m�s estrechos ni m�s altos de empeine. La costurera se siente con
fuerzas bastantes para ser millonaria. He aqu� c�mo P�rez Escrich sabe
herir las fibras m�s delicadas del coraz�n humano.

El Sr. Escrich--dicho sea en honor suyo--no es hombre de grandes
conocimientos. Las ciencias y las artes no salen casi nunca de sus
novelas sin alg�n ara�azo. Sea ejemplo uno de los cap�tulos de _El pan
de los pobres_, novela que me ha prestado la patrona de un amigo m�o.

En este cap�tulo, titulado �Uno de los dos�, dice el Sr. Escrich:

�� las once y media, Luis y Antonio firmaron como testigos el
testamento, el notario se despidi� y Carlos, etc.�

Ahora bien, el que esto suscribe, ante el juez competente, como mejor
proceda en derecho parece y dice:

Que en el testamento de D. Carlos de San Pablo se ha omitido y se falta
� una de las solemnidades necesarias de los testamentos, cual es la
presencia � la firma de los testigos. En el caso de que el testamento de
D. Carlos de San Pablo fuese abierto � nuncupativo, debi� atenderse para
formalizarlo � la ley 1.� t�t. 19 del Ordenamiento de Alcal�, modificada
por la pragm�tica de D. Felipe II de 1556, y ambas inclu�das, como la
ley 1.� t�t. 18 del libro 10 de la Nov�sima Recopilaci�n. En esta ley se
previene que en el otorgamiento del testamento abierto deben ser
presentes tres testigos vecinos con escribano, � cinco testigos vecinos
sin escribano, � siete testigos si no son vecinos. En el testamento de
don Carlos de San Pablo no aparecen presentes m�s que dos.

Asimismo digo, que si el testamento de D. Carlos de San Pablo fuese
cerrado, debi� atenderse para formalizarlo � la ley 3 de Toro, inclu�da
como 2.� del t�tulo 18 del libro 10 de la Nov�sima Recopilaci�n, la cual
fija en el n�mero de siete los testigos que han de firmar sobre la
carpeta del testamento. En el de D. Carlos de San Pablo no firman m�s
que dos.

En uno y otro caso, pues, el testamento de don Carlos de San Pablo no
cumple con las solemnidades exigidas por la ley, y debe ser redarg�ido
de nulo de toda nulidad, como as� espero que se considere, declarando
fallecido abintestato al D. Carlos de San Pablo.

Otros�. Pido que se le d� � cada cual lo que m�s le convenga, aunque
esto sea pedir goller�as.

�Ya estaba reventando por lucir mis conocimientos en jurisprudencia!

En el mismo cap�tulo el Sr. Escrich se niega � describir las peripecias
de un duelo, so pretexto de que ya lo ha descrito en otros muchos libros
publicados anteriormente. Esa no es raz�n. Cuanto m�s se repita una
cosa, mejor impresa quedar� en el �nimo de los lectores, y me sorprende
bastante que el se�or Escrich rompa en esta ocasi�n con su constante y
saludable pr�ctica.

Al observar c�mo me detengo en este cap�tulo, tal vez pensar� el lector
que no he le�do ning�n otro. Pues mucho se enga�ar�a �ay! porque todos
los he le�do.

Hablemos ahora de la filosof�a del Sr. Escrich.

La verdad es que este mundo no est� bien arreglado. En esto convenimos
todos. �Por qu� hab�a yo de estar, sin bendita la gana, borroneando la
semblanza del Sr. Escrich, en vez de ocuparme seriamente en pasear por
Recoletos? �Por qu� cuando salgo de casa con paraguas no llueve, y
llueve precisamente cuando salgo sin �l? �Por qu� es la muerte condici�n
necesaria de la vida? �Por qu� los oradores del Congreso dicen � cada
instante �tuvo lugar�?

Son �stos misterios que no acierta � penetrar el humano discurso y que
nos llevan � pensar en un m�s all�. Como dec�a el cura de mi pueblo en
un serm�n que predicaba siempre en el d�a de la Magdalena, �todo es
fugaz sobre la faz de la tierra�. Pero � mi ver no debemos lamentarnos
de que todo sea fugaz en la tierra; al contrario, yo he celebrado mucho
que fuese fugaz el tir�n que me dieron a una muela cuando me la sacaron.
Lo que de veras siento es que se hayan fugado tan presto otros momentos
que tengo, cual preciosos brillantes, engastados en la memoria. De todos
suertes, ora porque el placer sea fugaz, ora porque el dolor lo es harto
poco, pienso que el mundo pudo haberse arreglado de mejor modo. Por
donde quiera que tendamos la vista, se observan claras se�ales de que la
Providencia no hab�a le�do las novelas de P�rez Escrich. El mundo del
Sr. Escrich, dig�moslo de una vez, vale sin comparaci�n m�s que el del
Padre Eterno. �C�mo hab�a de consentir nuestro autor que un tunante
estuviera comiendo tranquilamente hasta su muerte la fortuna adquirida
por el crimen! �Ni que un arist�crata deshonrase � una doncella del
pueblo sin recibir el condigno castigo! �Ni que dos muchachos que se
quieren dejen de casarse! Pues de todo esto se ve en el mundo � cada
paso, en este p�caro mundo, hecho, � lo que parece, sin conocimiento del
Sr. P�rez Escrich.

Pasemos al estilo. El estilo del Sr. Escrich no puede ser...

�Qu� es lo que ten�a yo que decirles antes?

�Ah! s�, promet� � ustedes la historia de unos amores en que juega
papel important�simo el autor de quien tratamos, y no quiero pasar m�s
all� sin cumplir la palabra.

Ya les he dicho que el amor m�o, aquel que conoc� en la villa de Gij�n,
le�a sin duelo � P�rez Escrich. Yo la amaba � pesar de esto. Ten�a unos
ojos tan tristes, que al mirarlos hu�a toda la alegr�a del coraz�n y
pensaba uno en la muerte. Pero eran tan hermosos como sombr�os. Parec�a
que dec�an: �amadme, que voy � morir�. Despu�s que cambi� su amor por la
honra de ser el peor jurisconsulto de Espa�a, aquellos ojos me
produjeron muchas pesadillas.

Un d�a en que despert� m�s sentimental que de ordinario me decid� �
verlos otra vez, y no sin que se alborotase mi buen juicio, tom�
prosaicamente un asiento en el coche de Gij�n.

Rodaba el carruaje por la blanca carretera con cenefas de c�sped. Sobre
ella, desde ambas orillas, pend�an en apretados pi�os las manzanas
relucientes y sonrosadas, y a�n m�s reluciente y sonrosado aparec�a � lo
mejor entre el follaje el rostro de alguna campesina. � los viajeros se
les hac�a la boca agua. La tarde era de oto�o, melanc�lica y huracanada.
Las nubes pasaban ligeras sobre un cielo l�vido, perdi�ndose al instante
de vista cual si acudiesen presurosas � un llamamiento lejano. El polvo
cegaba los ojos y blanqueaba los vestidos. Retorc�anse los �rboles con
angustia cual si pidiesen compasi�n. All� del monte ven�an mil ruidos
extra�os de ej�rcitos que se pelean, muchedumbres que rugen y olas que
braman. Las amarillentas hojas volaban por los aires de aqu� para all�
aturdidas y sin saber d�nde refugiarse. En los momentos de calma se o�a
bien el ruido de las campanillas, pero muy pronto se confund�a con todos
los dem�s. Los pa�uelos rojos y blancos de las muchachas que se paraban
� vernos cruzar parec�an gallardetes sujetos � esbeltos m�stiles. Les
costaba mucho trabajo refrenar los �mpetus de sus enaguas ansiosas por
saludarnos. La brisa se hizo m�s h�meda y m�s acre, y comprend� que
estaba cerca de Gij�n con su gru�ona mar. En Gij�n se toma el peor
chocolate del mundo.

Estaba sentada junto al balc�n toda vestida de blanco: los cabellos tan
negros como el pa�o de los f�retros, ca�an hechos sortijas por la
espalda.

Hice parar el coche, y llegu� hasta sus pies donde me arrodill�. Quise
pedirla perd�n, pero me dijo: �D�jame, �no ves que leo _La esposa
m�rtir?_�

Efectivamente, le�a _La esposa m�rtir_. ��Cielo m�o, yo tambi�n he le�do
_La esposa m�rtir!_�

Entonces me dijo: �Eres un infame, t� no has le�do _La esposa m�rtir_;
en tus ojos lo estoy viendo, traidor. Ni has le�do _La esposa m�rtir_ ni
tienes en el pecho coraz�n. �D�nde est� el amor? �Qui�n lo ha visto? Ya
no hay amor m�s que aqu�, en este libro. Mira � mis ojos. Est�n rojos de
leer. He le�do mucho, mucho. Por eso hoy me r�o de ti y de tu amor...
�No ves c�mo me r�o?�

La hermosa lanz� una carcajada hist�rica.

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�Estaba tonta!

[Illustration]

[Illustration]




D. JOS� DE CASTRO Y SERRANO


[Illustration: Y]O no dir� que el Sr. Castro y Serrano sea un gran
novelista. No se�or, no lo dir�. Pero confiesen ustedes que despu�s de
haber hablado del Sr. P�rez Escrich, tendr�a derecho � decirlo.

Al llegar � un villorrio de la Mancha � de Castilla, sobre todo viniendo
directamente de la corte, habr�s observado, lector, que las mujeres
parecen zafias desgarbadas y hasta rid�culas. Pues yo te juro que �
permanecer alg�n tiempo en aquel pueblo, llegar�as � juzgarlas con menos
severidad y aun presumo que no tardar�as en poner los ojos dulces �
alguna, teni�ndola por tan airosa y gallarda como la dama m�s elegante
que pasea sus gemelos de n�car por el �mbito del Teatro Real. Mas
supongamos que te haces carlista y vienes � Madrid con un buen empleo, y
al cabo de alg�n tiempo te encuentras de manos � boca en la Carrera de
San Jer�nimo con tu manchega deidad. �Qu� horror! Te pones colorado al
pensar solamente que el amigo que va contigo llegue � saber que has
compuesto unas octavas reales � aquel talle.

Perdona que me suceda algo parecido trat�ndose de novelistas. Despu�s de
leer � V�ctor Hugo, Dickens, Tourguenef, Balzac y Manzoni, soy lo m�s
impertinente y quisquilloso que jam�s se ha visto; pero lo mismo es
andar algunos d�as entre Fern�ndez y Gonz�lez, P�rez Escrich y T�rrago,
que ya se me ensanchan las tragaderas de un modo inveros�mil.

� no s� lo que me digo, � acabo de prevenirles � ustedes contra los
elogios que voy � tributar al se�or Castro y Serrano.

Lo siento de todas veras, y si no llevase escritas ya cerca de dos
cuartillas, es casi seguro que empezar�a de nuevo esta semblanza.

No hay cosa que m�s repugnancia y desaz�n me cause que esa desdichada y
nunca bien entendida divisi�n de las obras de arte en _realistas_ �
_idealistas_. No obstante, por esp�ritu de humildad evang�lica y sin
otro pensamiento que el de mortificar la carne, dir� que el Sr. Castro y
Serrano es un escritor realista.

Hay gente--� quien la palabra realismo le huele � hospital, � carb�n y �
taberna--que de aqu� para adelante no ha de mirar m�s de buen ojo �
nuestro novelista s�lo por esto. As� como los naturalistas dividen el
mundo que habitamos en reino org�nico y reino inorg�nico, ellos lo
dividen en verso y prosa. � la jurisdicci�n del verso pertenecen las
noches despejadas de luna, el primer beso que se da � la novia, el canto
del ruise�or, los murmullos del r�o, las mariposas, el aire cuando no es
muy fuerte, que toma entonces el nombre de c�firo, etc., etc. Entra en
el recinto de la prosa toda la maquinaria industrial, el comercio por
mayor y por menor, los presidios, los hospitales, las grandes ciudades,
las estaciones de ferrocarriles, etc., etc.

Ahora bien, yo no creo en esta divisi�n. � m� se me figura que el verso
y la prosa andan confundidos en este mundo lo mismo que en el _Almanaque
de la Ilustraci�n Espa�ola y Americana_. El distinguirlos entre s�, no
es tan f�cil como � primera vista parece. Hay ocasiones en que dentro de
un espacio tan reducido como el de este Almanaque, cuesta trabajo
�mprobo el diferenciarlos, �qu� no acontecer� trat�ndose del orbe
entero! Para eso est�n los poetas; para eso y para hacer disparates
cuando son ministros.

Quisiera ponerme serio, muy serio, y despu�s de ponerme tan serio como
en Espa�a se necesita para ser algo de provecho, dir�a � esos se�ores
detractores del realismo como sigue.

La vida tiene toda ella un aspecto po�tico. Este aspecto po�tico, total
� parcialmente velado y desconocido para el com�n de los hombres, es
s�lo visible en la mayor�a de los casos para las almas privilegiadas. El
que no sabe libar de las bajezas y miserias de este mundo la rica miel
de la poes�a, no se tenga por poeta, por m�s que le encanten y deleiten
hasta conmoverle la amenidad de los campos, la serenidad del cielo, los
trinos de los p�jaros, y haya escrito en su juventud alg�n art�culo
titulado �Impresiones�.

Introducid � Dante en los talleres de una f�brica, y all�, donde nadie
sospecha que existe elemento alguno po�tico, es bien seguro que �l lo
encontrar�. V�ase si no c�mo nuestro Campoamor lo ha encontrado en un
_tren expreso_, N��ez de Arce en los �ridos y mon�tonos campos de
Castilla _(Idilio)_, P�rez Gald�s en la explotaci�n de unas minas de
calamina _(Marianela)_.

Acercad mucho los ojos al cuadro de las _Meninas_, de Vel�zquez, y no
percibir�is otra cosa que manchones � plastas de color. Si quer�is
admirar aquellos prodigiosos efectos de luz, es fuerza que os coloqu�is
� una distancia conveniente. As� el poeta busca en todos los momentos y
situaciones de la vida la distancia para ver los objetos bajo la
apariencia bella.

La llamada escuela realista ha padecido lamentable error traduciendo al
arte, sin buscar previamente su punto de vista, muchos momentos de la
vida indiferentes � indignos. �Pero cu�nto bien ha merecido por haber
traspuesto la barrera en que los rom�nticos lo ten�an encerrado!
Innumerables acciones y sentimientos humanos desde�ados por el
romanticismo vinieron � reclamar el puesto � que ten�an derecho, y aun
aquellos otros, perseguidos sin tregua por los rom�nticos, present�ronse
desnudos de todo aparato absurdo y convencional. Derrumb�ronse los
blancos albornoces de los hombros de los caballeros y empezaron � sentir
los afectos m�s tiernos debajo del forrado palet�. Las damas, que hasta
ahora no hab�an comido ni bebido, sacaron la tripa de mal a�o en las
novelas � poemas realistas. Era ya tiempo. Las pastoras y zagales que
tanto tiempo perdieron cogiendo florecitas, sonando el caramillo y
mir�ndose en los arroyos, empu�aron el arado y la rueca que nunca
debieron haber soltado. Despu�s de tanta holganza, todos vinieron
perezosamente � sus tareas, y tuvimos la satisfacci�n de verlos en
poemas y novelas como si estuviesen en su casa.

�Manch� sus alas el poeta por acercarse � la tierra? �Oh, no! Yo he
visto � _Eugenia Gr�ndet_ guardando terrones de az�car � hurtadillas de
su padre para endulzar el caf� de su amante, y no me pareci� por eso
menos bella. Yo he visto � _Pepita Jim�nez_ con su vestido corto de
merino y su pa�olito de seda � la cabeza, y no me pareci� menos amable �
interesante. He visto sobre todo � _Margarita_, � la inocente ni�a de
los cabellos rubios, delante del torno de hilar, movi�ndolo con el pie
al son melanc�lico de su canto, y jam�s sacudi� mi alma la poes�a de los
hombres con tal violencia. Antes de verla, grandes poetas que la
humanidad justamente reverencia, me hab�an puesto delante de las m�s
espl�ndidas bellezas, ideales y magn�ficas se�oras ante cuya hermosura
pas�me absorto muchas horas. Mas siempre me infundieron tanto respeto,
que aunque vivamente herido de la gloriosa luz que en torno suyo
esparc�an, en el fondo del coraz�n no las amaba. No se ama lo que est�
muy bajo ni lo que est� muy alto. Cuando cay� en mis manos el libro de
Goethe y conoc� � Margarita, no me postr� de hinojos confesando mi
bajeza como hab�a hecho con las otras, sino que me adelant� � saludarla
con efusi�n como si fuese su amigo. �Qu� temor puede inspirar la
timidez! Entonces ca� en la cuenta de que tambi�n en la vida de los que
o�mos � Perier en el Ateneo y tomamos chocolate � �ltima hora en el
establecimiento de do�a Mariquita, puede existir mucha poes�a. Margarita
no vive entre las nubes, no es una visi�n, es nuestra hermana que canta
cerca de nosotros mientras pone en orden los muebles de la habitaci�n;
es la mujer que amamos, cuya aguja cruje sobre el bastidor como si riera
del rubor que la causan nuestras palabras. Margarita es poes�a, pero es
verdad.

Lo acabo de decir. El arte no es otra cosa en resumen que verdad y
poes�a. De un pu�ado de tierra se hace un brillante. Con un pu�ado de
sentimientos se forma un poema. Todo se reduce � saber tallarlos. El
poeta puede mover la cabeza sobre las flotantes nubes y ba�arse en la
radiante luz del sol, cuando para los dem�s mortales no aparece, pero es
� condici�n de que pise con un pie � lo menos esta pobre tierra, que con
tanta paciencia nos soporta.

Mas ahora advierto que con la mayor frescura estoy cortando y rajando en
asuntos est�ticos, ni m�s ni menos que si fuese un orador del Ateneo.
Bien se habr�n re�do ustedes de m�. Sin embargo, no estoy arrepentido.
El d�a menos pensado les encajo una defensa del _idealismo_. Hace tiempo
que me llamo disc�pulo fiel de aquella frase de Voltaire: �Todos los
g�neros son buenos menos el fastidioso�.

Una vez afirmado que me despepito y alampo por el g�nero realista, surge
inmediatamente esta formidable pregunta: �Es el Sr. Castro y Serrano un
realista como Dios manda?

Aqu� me tienen ustedes rasc�ndome la cabeza por detr�s de la oreja,
subiendo y bajando los hombros y ejecutando otra porci�n de muecas �
cual m�s rid�cula, como si no supiese qu� responder � all� adentro me
tuvieran agarrada la respuesta con tenazas. En �ltimo resultado podr�a
responder como el estudiante de marras: �por m� que lo sea�. �Pero as�
se declina una responsabilidad contra�da? �De esta manera indecorosa se
zafa uno de un compromiso sagrado por el mezquino inter�s de quedar bien
con todos?

No en mis d�as. Por algo dijo un cr�tico que la cr�tica era un
sacerdocio. En este momento late dentro de m� el sacerdote con terrible
pujanza, y si no me van � la mano voy � escribir una que sea sonada.

El Sr. Castro y Serrano pudiera ser mucho mejor novelista de lo que es.
De esto no me cabe ninguna duda. Todav�a m�s: creo que tampoco le cabe �
�l mismo. No s� por qu� se me antoja que es el Sr. Castro y Serrano uno
de esos hombres que saben que se debe escribir bien, y que si en su mano
estuviera, aun � costa de cualquier sacrificio, escribir�a
admirablemente. Esto ya es algo. Todo hombre debe proponerse hacer bien
aquello que tiene entre manos.

�Y qu� gusto me dar�a � m� el Sr. Castro y Serrano si consiguiese
siempre su prop�sito! Apretar el entendimiento, privarse del paseo y
otros recreos honestos, ganar pocos c�ntimos, gastar la tinta y la salud
escribiendo cuartilla sobre cuartilla, y al fin de todo, contemplar que
la obra no es un monumento literario! �Oh qu� cosa tan triste es �sta
para el escritor! Crean ustedes que estuve tentado muchas veces � tirar
la pluma y entrar en alg�n negocio de ferrocarriles.

Pero volviendo al tema. �Qu� mal me resultar�a � m� de que el Sr. Castro
y Serrano escribiese tan bien como el Sr. Valera? Si cuando llegu� �
Madrid y por primera vez pis� las calles de esta corte

..........al rico aduladoras
    como al pobre severas, desbocadas,

seg�n reza Tirso, me hubiesen mostrado al Sr. Castro y Serrano
dici�ndome: �Ese caballero que va ah� es el Sr. Valera�, t�ngase por
seguro que � la hora presente el Sr. Castro y Serrano ser�a para m� un
eminente escritor.

Y para que se vea lo que son las aprensiones humanas; si al pasar el Sr.
Valera por mi lado me hubiesen dicho ��se es el Sr. Castro y Serrano�,
es m�s que probable que no me causara ni la mitad de impresi�n esa
nobleza que la comunica el culto fervoroso y constante del arte, y esa
firmeza que la experiencia de la vida ha prestado � la fisonom�a del Sr.
Valera.

Mas el Sr. Valera y el turr�n de Jijona son dos cosas dif�ciles de
contrahacer, y ni el mismo Sr. Castro y Serrano, que es hombre docto y
de ingenio, ser�a capaz de ofrecernos un Valera sin descubrir al momento
la hilaza de la falsificaci�n. Porque si bien puede opon�rsenos que la
frialdad es una cualidad en que ambos ingenios parecen ajustarse, yo no
puedo menos de revolverme contra tal especie. No negar� que en Valera
reina de vez en cuando tanto fresco que le obliga � uno � levantar el
cuello de gab�n y apretar un poco el paso, pero apenas si llega nunca �
cuajar en �l la nieve, mientras que el se�or Castro y Serrano es un
escritor de nieves perpetuas. �Al diablo quien pare all�!

Este es el secreto de por qu� el Sr. Valera y mucho menos el Sr. Castro
y Serrano no llegar�n jam�s � ser escritores populares. Pero como es un
secreto, estimar� que no lo comuniquen ustedes � nadie.

�Oh c�mo ayuda � escribir este musculito hueco que brinca � todas horas
en nuestro pecho! Entiende poco de sintaxis y menos de ortograf�a, pero,
cr�ame el Sr. Castro y Serrano, es el medio mejor que se ha inventado
hasta el d�a para entenderse con el pueblo soberano.

Todas las novelas del autor que nos sirve de tema padecen de lo mismo.
Hay en ellas observaci�n fina, mucho acierto en la exposici�n y ali�o en
el estilo; les falta calor y poes�a. Por eso juzgu� siempre que el Sr.
Castro y Serrano no deb�a tomar otro papel que el de escritor de
costumbres, el cual no hace m�s que describirlas sin darlas vida en la
acci�n m�s � menos complicada de una f�bula. No hay que olvidarse de que
el novelista es ante todo un poeta. Copiar fielmente la vida ordinaria
de los humanos podr� ser en ocasiones obra meritoria, pero no una obra
romancesca. Es verdad que deseamos conocer con empe�o � veces los actos
m�s insignificantes � indiferentes de la vida de un hombre, pero es s�lo
cuando este hombre ha cumplido, est� cumpliendo � va � cumplir algo
extraordinario � interesante. �Querr� decirme el Sr. Castro y Serrano
qu� tiene que partir con el arte la vida del tendero que habita debajo
de su casa desde que abre el establecimiento y limpia el polvo del
escaparate por la ma�ana, hasta que apaga el gas por la noche? Nada en
mi pobre juicio, mientras no se aparte del vulgo de los tenderos,
mientras no ponga de relieve de un modo genial y caracter�stico alg�n
sentimiento humano � tome parte activa � pasiva en el curso de una
acci�n dram�tica. No me cabe duda; el realismo del Sr. Castro y Serrano
no es el verdadero realismo. Podr� ser el realismo de la vida, pero no
es el realismo del arte. Aqu� vendr�a muy bien poner una llamada y citar
una docenita de autores alemanes para que al se�or Castro y Serrano no
le quedase ninguna duda sobre este punto. �No es vergonzoso que no tenga
ni uno disponible!

He le�do con placer en otro tiempo una novelita publicada por nuestro
autor en la _Ilustraci�n Espa�ola y Americana_ que llevaba por t�tulo
_Juan de Sidonia_. Aunque excesivamente sencilla en su trama, tiene
mucho colorido y gran verdad y delicadeza en los sentimientos. Por _Juan
de Sidonia_ adelante se puede llegar � ser un gran novelista.

Mas el Sr. Castro y Serrano muestra afici�n tan decidida � reposar
frecuentemente, que sospecho no ha de llegar jam�s al t�rmino del viaje.
Esta tendencia al reposo que se observa en el Sr. Castro y Serrano no
acusa una constituci�n muy sana; es se�al de apoplej�a. Advi�rtese con
frecuencia que se detiene ante cualquier objeto, aun el m�s
insignificante y despreciable, y se queda dormido describi�ndolo. �Por
qu� para este novelista ser�n iguales un paraguas � unos guantes � una
mujer hermosa y ha de gastar la misma tinta en describirlos? �No
comprende que el tenernos quietos tanto tiempo ante cualquier cachivache
nos ocasiona gran molestia? Yo creo que el Sr. Castro y Serrano lo har�
con la mejor intenci�n del mundo, pero no parece m�s que lo hace adrede
para aburrirnos. Si � esto se agrega--que se agrega casi siempre--un
laberinto de reflexiones parad�jicas brumosas y ensortijadas con que el
autor se cree en el caso de sazonar todas sus descripciones, hay que
convenir en que la brevedad es la primera de las virtudes teologales.

El Sr. Castro y Serrano es un gran observador. Pero tambi�n lo es el Sr.
Valera, y nunca se le ocurri� abusar de este don del cielo, gastando, �
por mejor decir, malbarat�ndolo en todos los sitios y en todos los
momentos.

El Sr. Castro y Serrano es ingenioso. Pero tambi�n el Sr. Valera lo es,
y no se obstina en estrujar y retorcer conceptos y vocablos para
extraerles la gracia.

El Sr. Castro y Serrano es docto. Pero tambi�n lo es el Sr. Valera y no
siente comez�n por mostrarlo.

Seg�n la ret�rica, acabo de cometer nada menos que tres _carientismos_.
�Dios me los perdone!

Por todo se podr�a pasar, no obstante, si el se�or Castro y Serrano no
fuese fil�sofo. Con esto declaro que no puedo transigir. �No es bastante
que el se�or Alarc�n lo sea? Aqu� en Espa�a la filosof�a ya va picando
en historia, y se cuenta demasiado con la paciencia de los naturales.
Por lo dem�s, justo es decir que el Sr. Castro y Serrano no es de los
fil�sofos m�s cerriles, y si con fe se lo propusiera, creo que pronto
conseguir�a dejar de serlo.

He dado � entender hace un instante, por medio de una figura ret�rica,
que el Sr. Castro y Serrano sol�a introducir en sus novelas
observaciones triviales, oscuras y desnudas de inter�s, y que asimismo
no pocas veces alambicaba y retorc�a los conceptos y las frases est�ril
� inoportunamente. Si no a�adiese otra cosa � esta censura, cuando me
fuese � la cama no me dejar�an dormir los remordimientos. Apres�rome,
por tanto, � manifestar que siendo muy exacto lo anterior, no lo es
menos que este novelista sabe formular su pensamiento en consideraciones
profundas, discretas � ingeniosas, como lo tiene probado en muchas
p�ginas de sus libros; y que esparcidas por ellos se encuentran tambi�n
frases sumamente felices y agudas. _Suum cuique tribuere_.

El Sr. Castro y Serrano tiene un estilo completamente propio. Ha
salvado, pues, la barrera que separa al escritor del que no lo es. Sin
embargo, con el estilo acontece lo que con todas las haciendas. Qui�n la
tiene situada en un valle f�rtil y ameno, en las m�rgenes de un r�o
bullidor y cristalino, regalada por los c�firos, el azahar y los
p�jaros; qui�n se ve precisado � poseerla en Navalcarnero, entre el
cielo y el trigo que se abrazan all� � lo lejos, lo menos � catorce
leguas. Pues bien, si no me enga�o, la finca del Sr. Castro y Serrano
debe hallarse hacia Creta, muy cerca del famoso laberinto. Tiene bello y
elegante aspecto como la morada de un opulento, pero no pocas veces
remedando � Teseo he tenido que dejar el ovillo � la puerta y llevar
bien cogido el hilo al internarme en sus cruj�as � fin de encontrar
salida cuando la hubiese menester.

Este escritor trata � su estilo como � barra de plomo. Machaca en �l
hasta que lo convierte en l�mina. No bast�ndole esto, sigue batiendo
hasta que lo transforma en papel. Y no satisfecho todav�a contin�a
empu�ando el mazo hasta que resulta un gas veintisiete veces m�s ligero
que el aire. Por donde no pase el estilo del Sr. Castro y Serrano, crean
ustedes que no pasa la punta de una aguja.

Que estire su estilo hasta romperlo por lo m�s delgado dentro del radio
de la ciudad, como puede observarse en sus _Cuadros contempor�neos_, no
es pecado tan feo, pues al fin en la corte, desde los novelistas hasta
los garbanzos, todo anda estirado. �Pero ponerse � sutilizar, como lo
hace en _La novela del Egipto_, frente � la naturaleza, frente al mar,
lo mismo que si estuviera delante de la sala de lo civil en pleito de
mayor cuant�a! Vamos, que esto me parece... Perm�taseme que sobre ello
haga pron�stico reservado.

En el estilo, nuestro novelista se atiene tambi�n demasiado � la
simetr�a, no permitiendo que ning�n s�mil � parecido marche sin su
correspondiente desemejanza, esforz�ndose con empe�o en rebuscar unos y
otros de suerte que formen siempre una serie. De tal esfuerzo resulta en
el estilo un cierto paralelismo artificioso que nada tiene que ver con
el de la Biblia.

En fin, creo que por mucho que en ello me fatigase, nunca recomendar�a
bastante al Sr. Castro y Serrano la naturalidad.

Y aqu� dar�a remate � esta semblanza si no fuese que a�n me resta por
decir unas palabras. H�las aqu�:

Aunque el Sr. Castro y Serrano observe en ocasiones m�s de lo necesario,
aunque reflexione y considere tambi�n m�s de lo justo, aunque sea muchas
veces nebuloso y afectado en el estilo, aunque se d� aires de fil�sofo
y se entregue sin piedad � las descripciones; por mucho que se esfuerze
en ocultarlas, el Sr. Castro y Serrano tiene bastantes cualidades para
ser novelista estimable y un excelente escritor de costumbres.

[Illustration]

[Illustration]




D. JOS� SELGAS


I

[Illustration: Y] HE aqu� que vino � m� el editor y me dijo: Es
necesario incluir � Selgas entre los novelistas espa�oles.

En verdad te digo, repuse, que eso es m�s dif�cil de lo que t� te
figuras, porque no he le�do de Selgas ninguna novela, y s� tan s�lo una
colecci�n de art�culos... Pero T� DIXISTI: �todo lo que el hombre puede
osar yo lo oso�, como dijo Shakespeare � P�rez Escrich, no recuerdo bien
cu�l de los dos. En el t�rmino de cuatro � cinco d�as ser� con �l en la
imprenta.

Para ello es indispensable adquirir LA MANZANA DE ORO, colecci�n de
novelas del Sr. Selgas. El medio m�s adecuado de adquirir libros
conocidos hasta el d�a es pedirlos � un amigo. Ya la he pedido; ya me la
ha concedido; ya est� en mi poder _La Manzana de oro_.

H�teme aqu�, pues, sentado frente � la mesa, en silla de gutapercha,
bajo la ben�fica sombra de una pantalla de papel verde botella, � la
hora en que combaten las sombras y los espectros de la noche, � la hora
en que las nieblas reposan tranquilamente sobre el casto regazo de los
r�os, � la hora en que voltean por los aires las polkas de las murgas, �
la hora en que los �rboles se embozan de un modo siniestro con el manto
de la noche, y pesta�ean en lo alto dulcemente todos los luceros del
firmamento, � la hora en que el Ateneo discute sobre lo
predominantemente subjetivo, � la hora en que las hermosas damas que
asisten al teatro Real escuchan las melod�as de Bellini, hablando con
emoci�n de las �ltimas capotas que han llegado de Par�s.

Lindo por el Norte con _La mujer so�ada y La criolla_; al Este con
_Venganza y castigo_ y _Miseria humana_; al Oeste con _Un rayo de
esperanza_ y _El dedo de Dios_. �Cu�l de estas novelas leer� primero?
Leer� la �ltima; me parece lo m�s original.

El caso es que mientras la leo ha de trascurrir alg�n tiempo, y yo no
puedo, sin faltar � la cortes�a, dejarles � ustedes esperando despu�s de
haber comenzado la semblanza. Conf�o, por lo mismo, en que sabr�n
dispensarme algunas impertinencias de que voy � hacer uso, con el
exclusivo objeto de que me quede alg�n tiempo para leer _El dedo de
Dios_.

Despu�s que hube le�do aquella colecci�n de art�culos originales del Sr.
Selgas, m�s arriba mencionados, si hubiese tropezado con �l y yo fuese
montado en borrica, de fijo no me apear�a de mi cabalgadura para
arremeter con su persona y llamarle �famoso todo, escritor alegre y
regocijo de las musas�, como hizo el estudiante pardal cuando top� con
Cervantes en el camino de Esquivias; antes le hubiese dicho en estilo
b�blico: ��anda t�, desdichado, que quieres escribir bien y no puedes!�

Cuando pasaba rozando con alg�n escaparate de libros y percib�a entre
ellos uno nuevo de Selgas, me alejaba batiendo las alas y graznando como
las chovas de mi ciudad... �Qu� graznaban las chovas de mi ciudad?

Siempre me causaron envidia. �Qu� indiferencia tan sublime la suya para
todas las miserias de la tierra! Por las ma�anas, al primer esperezo del
d�a, sal�a el bullicioso ej�rcito del bosque donde pernoctaba y part�a
majestuoso en correcta formaci�n pasando por encima de la ciudad hacia
las alt�simas monta�as que cierran el horizonte por la parte del Oeste.
En todo el d�a no se las volv�a � ver. �Qu� hac�an all�? Era un secreto,
y ninguna de ellas, �aunque llevan nombre de mujer�, tuvo la fragilidad
de revelarlo jam�s.

En otro tiempo, hace m�s de un siglo, pernoctaban en los huecos de la
torre de la catedral, seg�n documentos que se conservan en el archivo de
la misma. Pero una noche, el campanero, ayudado de una docena de
chiquillos, les jug� una mala partida y no volvieron � posarse otra vez
en sus dominios.

Por la tarde, � la hora del crep�sculo, cuando los picachos donde
llevan � cabo sus trabajos misteriosos se ti�en de un color violeta, y
los amantes se despiden hasta el d�a siguiente apret�ndose dulcemente la
mano, las ve�a tornar con perezoso vuelo. Al divisar la aguja met�lica
de la torre, que parece un florete siempre dispuesto � resistir los
asaltos del rayo, gritaban todas � una voz ��memento!� y segu�an su
carrera hasta el bosque, y all� se dorm�an sin los temores del porvenir,
sin las congojas del pasado, protegidas por los honrados robles que no
cesan de gru�ir en toda la noche quej�ndose de las libertades del
viento.

Posteriormente me han dicho que los due�os de aquel bosque se negaron �
darles posada y las arrojaron � tiros, vi�ndose precisadas � buscar
albergue un poco m�s lejos, y que al cruzar por encima de aquellos
robles gritan con m�s tristeza a�n: ��memento! �memento!�

As� graznaban las chovas de mi ciudad. As� graznaba este servidor de
ustedes, huyendo � paso de lobo de aquel escaparate.


II

Ya est� le�do _El dedo de Dios_. Y en verdad que me ha tocado en el
coraz�n. Me arrepiento sinceramente de haber graznado de aquel modo tan
impol�tico. No hab�a motivo para ello. Le pido, pues, mil perdones al
Sr. Selgas, y en desagravio me apercibo � regalarle por unos instantes
el o�do con gorjeos y trinos de filomena.

En esta novela, �ltima de la serie intitulada _La Manzana de oro_, no se
resuelve ning�n problema. _Dignum et justum est_. Todo aquel que en el
d�a no resuelva ning�n problema, merece una estatua. Es decir, todo
aquel de quien se tengan sospechas vehementes de que lo resolver� mal.
Declaro, por tanto, que despu�s de haber hecho un escrupuloso
reconocimiento en la novela del Sr. Selgas, que lleva por t�tulo _El
dedo de Dios_, no encuentro motivo de temor ni de alarma para el
p�blico, el cual puede transitar por ella libremente al abrigo de toda
filosof�a. Con esto ha dado pruebas el Sr. Selgas de ser un gran
fil�sofo.

La trascendencia en las obras de arte no es... (en �ste momento quisiera
que mi voz fuese derecha al o�do del Sr. Alarc�n) una nueva cualidad que
se a�ade � se resta � placer de los artistas, sino el fondo � la esencia
misma del pensamiento creador. Cuando la trascendencia no acompa�a al
germen de la obra art�stica, todo lo que se haga por procur�rsela ser�
in�til, y a�n m�s que in�til, rid�culo. Pero �Dios m�o! yo creo que hay
en el mundo muchas cosas hermosas sin pizca de filosof�a. Ustedes los
que pasean por esas calles del Municipio, �no tropiezan � cada paso con
ellas? �No es verdad que gastan en este momento rusos de color gris y
guantes amarillos con vivos negros? �No asoman su cabecita por los
palcos del teatro de la Comedia, movi�ndola vivamente en todas
direcciones como los p�jaros posados sobre las ramas? �No r�en con una
cascada de notas aflautadas y alegres, ense�ando filas de dientes
inveros�miles, al estallar en la escena alg�n chiste traducido del
franc�s? Penetrad en uno de esos palcos, y penetrad todo lo henchido que
quer�is de la _Cr�tica de la raz�n pura_. Saldr�is con la cabeza dada �
p�jaros, trastornados, � cien leguas de Kant y de sus categor�as, pero
con el semblante risue�o y un poco de alm�bar en el coraz�n.

Habr�is o�do hablar mucho de Pepito Esteller, el chico m�s _animado_ que
come pan, del abono de los conciertos, del faet�n de Luis, de la �ltima
becerrada de los Campos, del matrimonio de la de Vargas... Ni una
palabra del imperativo categ�rico. Os lament�is amargamente de la
frivolidad de los tiempos y de la carencia de ideales para la vida. Mas
alguna vez en el apogeo de vuestras vigilias metaf�sicas cuando Kant os
ha hecho sudar durante toda la noche y los carruajes que conducen las
gentes del teatro hacen vibrar los cristales de vuestro cuarto, os he
visto echados hacia atr�s en la silla, poner los ojos en el vac�o y
sonreir dulcemente. �De qu� os acordabais? Pongo cualquier cosa � que no
es del criterio de la moralidad. Lo cierto es que cerr�is el libro sin
dejar se�al que os indique d�nde hab�is quedado, y os acost�is de mal
humor, gru�endo una porci�n de cosas extra�as. Y aun se dice que,
cuando el sue�o os abrocha los p�rpados, empez�is � figuraros que os
hall�is en la sala de un teatro inundado de luz y de alegr�a. El ruido
de los abanicos de las se�oras es muy insinuante, y el vals que toca la
orquesta, l�nguido como una noche de Agosto. Y luego hay all� una
atm�sfera que oprime dulcemente el coraz�n y produce desmayos de
felicidad. La variedad de colores deslumbra al principio los ojos y
despu�s los conforta. Las miradas de las bellas van y vienen en todas
direcciones, se cruzan y entrecruzan, haciendo salir mil reflejos que
traen inquietos � los hombres como si estuviesen bajo la influencia de
una pr�xima tempestad. Sentisteis una conmoci�n el�ctrica. La chispa
hab�a pasado cerca, pero sin tocaros. Mas a�n no os hab�ais repuesto
cuando otra os di� en mitad del coraz�n. Aquellos ojos que os miraron
desde un palco son m�s negros que las zarzamoras, y tan dulces. �Por qu�
no vais all�? � m� se me figura que os est�n llamando. Tambi�n debi�
pareceros lo mismo, porque ganasteis precipitadamente la puerta de la
sala y subisteis � grandes trancos la escalera que conduce � los palcos.
Pero he aqu� que al cruzar el estrecho pasillo donde se hallan con sus
puertas numeradas, os sale al encuentro un hombre de luenga y blanca
barba, enjuto, huesudo y p�lido, con los brazos desmesuradamente largos,
con los cabellos ca�dos sobre los ojos que brillan como carbones
encendidos dentro de una hornilla. Al veros se contraen sus labios con
una sonrisa feroz.

��Ah! �eres t�, villano?... �eres t� el que busca el amor en este
palco? No contabas conmigo, imb�cil, �no es verdad? Pues aqu� me tienes,
yo soy Kant... �no me reconoces? �D�nde has dejado la _Raz�n pura_,
tunante? Aqu� me tienes para cerrarte el paso, tunante. �Yo soy Kant,
Kant, Kant!�

El fantasma os tiene cogidos por la solapa del frac y os sacude con tal
fuerza que est�is � punto de perder el sentido. Entonces despert�is. Y
aquella noche las pesadillas se suceden unas � otras cada vez m�s
tristes y monstruosas.

Para no exponerse � sufrirlas todas las noches, creedme, lo mejor es
entregarse de vez en cuando � la frivolidad. Que charl�is con ni�as
mimosas y encantadoras � que le�is novelas de Selgas, es igual en mi
concepto. No hay nada menos serio que la frivolidad, pero no hay nada
m�s necesario en ocasiones. Cuando el enc�falo se turba y el coraz�n
sangra, el b�lsamo m�s seguro para curarse es la frivolidad. Al menos
por lo que � mi respecta, os puedo decir (�pero os lo debo decir?) que
cuando me siento inquieto y atormentado por esa opresi�n particular que
comunica al esp�ritu la meditaci�n de los grandes asuntos, prefiero mil
veces la conversaci�n petulante, voluble, pueril y graciosa de mi
vecina, sobre la cual reposa el alma con deleite y abandono, al Tratado
de la tribulaci�n del P. Rivadeneira, que nunca me ha divertido gran
cosa. Mas si � vosotros os sucediese lo contrario, estad seguros de que
no os dir� una palabra.

Mi vecina y las novelas del Sr. Selgas est�n hechas del mismo barro.
Cualquiera sabe m�s que mi vecina, pero nadie mueve los ojos para arriba
y para abajo y aun para los lados como ella. Todas las novelas son
mejores que las del Sr. Selgas, pero hay pocas que diviertan tanto. Si
las novelas tuviesen una edad como las personas, las de Selgas estar�an
en los doce abriles. Por eso son tan frescas, tan bonitas, tan
triviales, tan caprichosas. Unas veces le estremecen � uno de placer con
alg�n rasgo de ingenio � alguna chistosa zalamer�a, otras no hay quien
pueda soportarlas. Al lado de escenas dignas de Valera hay otras que
envidiar�a P�rez Escrich. No encierran caracteres sostenidos y
correctos, ni f�bula original, ni brillantes descripciones, pero tienen
agudezas y muecas encantadoras. Frecuentemente brota de sus p�ginas una
escena interesante, atrevida, luminosa y azulada como una bomba de
jab�n, y extasiados, llenos de alegr�a segu�s sus giros errantes hasta
que, sin saber por qu�, tal vez por pura fantas�a, estalla y se deshace
en el aire.

�Qu� ser� esto? �Ser� que el Sr. Selgas escribe despu�s de comer? Mucho
me lo temo. Es verdaderamente desastroso el escribir sin tener hecha la
digesti�n.

Pero de todas suertes, Selgas es un novelista que se lee. �Ay! �cu�ntos
he visto morir en la flor de la sexta p�gina! No puede darse nada m�s
conmovedor que esos libros inmaculados y silenciosos, que le miran � uno
desde el fondo de un escaparate. El d�a en que ven la luz, el librero
diligente los coloca en primera fila, casi tocando con el vidrio. Poco
� poco se observa que van perdiendo terreno, defendi�ndose mal de los
ataques que les infieren las obras m�s recientes, hasta que por fin
vuelven grupa y se les ve del rev�s all� en lo m�s hondo, medio
sofocados bajo el peso de un diccionario. �Qu� ojos tan tiernos ponen
los desdichados! Parece que est�n diciendo � los transeuntes:
�Caballero, escuche usted�.

Una vez me par� � contemplar � uno de estos hu�rfanos de la prensa. Se
hallaba en una posici�n insostenible. Un libro de Eusebio Blasco le
oprim�a la cabeza y otro de L�pez Bago le sujetaba las piernas. No ten�a
libre m�s que el vientre. Sent� compasi�n, y ya me dispon�a � comprarlo,
cuando advert� que el autor de aquel libro era yo; el mismo que ten�a
los dedos en el bolsillo para sacar su precio. Sin variar de postura
levant� los ojos al cielo y exclam�: ��Oh dioses inmortales, qu�
amarguras hac�is sufrir � los humanos!�

Mas ahora caigo en que, despu�s de tanta charla, a�n no he clasificado
al Sr. Selgas. Si me descuido un poco se me escapa sin clasificar. �Qu�
har�a por el mundo el Sr. Selgas sin estar clasificado!

Con la mano puesta sobre el coraz�n, declaro que el Sr. Selgas no es un
escritor realista. Sin separar la mano del mismo sitio, declaro que
tampoco es idealista. Pues entonces, �qu� es el Sr. Selgas?

El Sr. Selgas no es m�s que lo que se ve. No hay en �l trastienda ni
doble fondo de ninguna clase. Si alguna vez aparece superficial �
ignorante, consiste en que lo es. Nada de ficci�n y disimulo. Me gustan
� m� estos novelistas que tienen el valor de su ignorancia.

Producir p�ginas exuberantes de gracia y colorido cuando ocurren;
escribir candorosas necedades cuando buenamente acuden � la pluma. He
aqu� la misi�n que la Providencia asigna � los hombres como Selgas. Y en
mi pobre juicio nadie debe apartarse del camino que la naturaleza misma
le se�ala. Si el Sr. Selgas siente impulsos de escribir una tonter�a,
�por qu� no ha de escribirla? La retenci�n de tonter�as es muy
perjudicial, pues � menudo se mezclan � la sangre y producen trastornos
en el organismo. Siga, pues, el Sr. Selgas cuid�ndose, que la salud es
siempre lo primero.

De esto se deduce--al menos debiera deducirse--que en las novelas de
nuestro autor se encuentra, en ocasiones, una percepci�n fiel y clara de
la vida, destellos � rel�mpagos de realidad que, por desgracia, se
apagan presto. Pero �qu� es lo que no se apaga en este mundo? Todo se
apaga, hasta ese sol hermoso y lascivo que arranca por la ma�ana su
blanca t�nica � las monta�as, se apagar� alg�n d�a. La misma luz con que
escribo se est� apagando por falta de petr�leo.

En tanto que este cataclismo acontece, apresur�monos � decir sobre el
Sr. Selgas unas cuantas tonter�as m�s.

Hay tonter�as y hay tonter�as; quiero decir, hay tonter�as de distintas
clases. Hay tonter�as solemnes � aristocr�ticas. �stas pertenecen, por
derecho propio, � los ministros, embajadores, grandes de Espa�a, jefes
superiores de administraci�n, acad�micos, diputados de la mayor�a,
directores de peri�dicos, etc., etc. �stas son tonter�as de la sangre.
Hay tambi�n tonter�as del dinero, tonter�as centrales y provinciales,
r�sticas y urbanas, civiles y militares, eclesi�sticas y seglares,
cl�sicas y rom�nticas, etc. Pues bien, las del Sr. Selgas pertenecen �
la �ltima categor�a. No siguen �rbita conocida y sobrevienen, como los
cometas, cuando menos se piensa, si bien con alguna m�s frecuencia. Son
alegres, campechanas, modestas, de buena pasta. Nadie las quiere mal.
Mas t�ngase presente que debe usarse con cierta prudencia del g�nero
tonto, porque es de suyo muy resbaladizo, y aunque P�rez Escrich y alg�n
otro hayan conseguido en �l muchos lauros, no aconsejo � los j�venes
escritores que sigan sus huellas.

El Sr. Selgas es un verdadero poeta. No dudo por un momento que esto le
ocasionar� graves disgustos, as� en la vida privada, como en la p�blica.
Al poeta, en este siglo material y positivo, no le caben otras dichas
que la cartera de Ultramar, � que alg�n pobre diablo, como el que
emborrona estos renglones, diga � sus lectores: �El Sr. D. Fulano es un
poeta, mucho cuidado con �l�. Mas el ser poeta no perjudica casi nada
para escribir novelas. Se han dado muchos casos de personas que, sin ser
poetas, han escrito muy malas novelas. Por lo mismo me guardar� bien de
considerar esta cualidad como motivo de censura. Otra cosa ser�a, no
obstante, si el se�or Selgas hubiese escrito alg�n art�culo filos�fico.
�Y qui�n sabe si lo habr� escrito! Torres m�s altas he visto
desplomarse, y la vida nos est� ofreciendo � cada paso terribles
experiencias... Pero yo no tengo derecho � sondear la conciencia de un
hombre. Y, sobre todo, me ha quedado bastante dulce la boca con la
�ltima novela que he le�do del Sr. Selgas, para que vaya � amargarla sin
fundamento con sospechas y presunciones de mal ag�ero. No obstante, si
el Sr. Selgas ha cometido alguna vez uno de estos actos reprobados por
todas las leyes divinas y humanas, enti�ndase que retiro cuanta
insinuaci�n favorable � su persona se hallase en este art�culo, y ruego
al Dios de los poetas l�ricos que le obligue � rimar un mill�n de veces
hijos con prolijos.

Su estilo es fino, delicado, trasparente, nervioso. Pero � todos los
estilos nerviosos les falta casi siempre la salud. En ciertos momentos
de exaltaci�n, llegan � donde no pueden llegar los m�s robustos y
fornidos, tocan con su mano febril los cielos m�s lejanos y rec�nditos
de la poes�a; mas al d�a siguiente, desmayados y ojerosos, se arrastran
l�nguidamente por la tierra � rendidos al sue�o y la fatiga se dejan
caer en el rinc�n m�s infecto de la prosa. Hay un medio de endurecer
tales estilos. Que se acerquen � la naturaleza; que escuchen con
atenci�n y recogimiento su lenguaje augusto; que salgan sin temor �
recibir los rayos del sol del Mediod�a, las brisas acres de la mar, las
h�medas y glaciales de la monta�a, los punzantes olores de los pinos;
que salgan � contemplar los furores del cielo, los arrebatos de la mar,
las peripecias infinitas de la lucha solemne entre la luz y la sombra;
que salgan � embriagarse con todos los aromas de la creaci�n; que hagan
gimnasia; y al cabo de alg�n tiempo adquirir�n color y fuerza, color y
fuerza que no conseguir�n jam�s tantos estilos crasos y linf�ticos como
hoy vegetan en nuestra literatura.




NUEVO VIAJE AL PARNASO




PROEMIO


I

Yo no creo en la cr�tica. Tengo la inmensa desgracia de no creer en la
cr�tica. �Qui�n me hubiera dicho que tan presto hab�a de llegar � un tan
fatal escepticismo! Porque �ay! ustedes no saben cu�nto amarga la
existencia la convicci�n de que todos esos cr�ticos, tan doctos, tan
serios, tan diestros en averiguar � qu� g�nero, especie y familia
pertenece una obra, tan h�biles para caer con la velocidad de un rayo
sobre cualquier inverosimilitud, no sirven para nada.

Pero lo que m�s me amarga (con paz sea dicho de mis compa�eros) es el
considerar que mis afanes cr�ticos no han de tener recompensa en esta �
en la otra vida. �Es triste, muy triste! Estoy por maldecir la hora en
que por primera vez tom� la pluma para decir en un peri�dico de
provincia que la se�orita C*** �se hab�a excedido � s� misma la noche
del lunes�.

Mi horroroso escepticismo se form� con dos proposiciones, una negativa y
otra positiva.

Primera proposici�n.--Nunca hizo falta la cr�tica para que apareciesen
grandes artistas.

Segunda proposici�n.--La cr�tica ha empeque�ecido el arte.

La cr�tica, en calidad de alto y poderoso cuerpo que juzga, decide,
corta, raja, truena y relampaguea, es de muy reciente invenci�n, y
habiendo existido desde los tiempos m�s remotos grandes artistas, no hay
para qu� demostrar la verdad de mi primera proposici�n.

En cuanto � la segunda, exigir�a uno � m�s vol�menes para quedar bien
dilucidada; pero s�lo dedicar� � ella una � m�s cuartillas, porque no
tengo tiempo ni paciencia para otra cosa.

As� que surgi� la cr�tica como cuerpo jur�dico-literario, naci� el
sistema. Los unos, extasi�ndose en la contemplaci�n de las obras del
clasicismo, unas veces con verdad, otras hip�critamente, pensaron que el
arte hab�a tocado � su l�mite en aquella dichosa edad greco-romana, y
que el destino de los artistas futuros era pasar la vida copiando los
admirables modelos que de ella nos quedaron, como aprendices en una
escuela de dibujo. Advertir�, de paso, que para estos cr�ticos la
cualidad predominante del arte cl�sico no es el reposo � la gracia que
en �l resplandecen siempre, sino el orden � la simetr�a. Porque, dicho
sea de paso tambi�n, los cr�ticos suelen fijarse con harta frecuencia en
lo menos importante. �Qu� hay, pues, aqu�? Un atentado contra la
libertad del artista.

Los otros, porque realmente lo sintieran as�, � por el gusto de llevar
la contraria � los cl�sicos, no quisieron ver la belleza sino en lo
extraordinario, en lo desordenado, en el absurdo � en el delirio. Nuevo
atentado contra la libertad del artista.

Otros m�s modernos, apart�ndose de ambas escuelas, condenan todo arte
que no sea un reflejo, mejor dicho, una repetici�n fiel y minuciosa de
la vida, llevando su teor�a hasta los m�s groseros excesos. �Siempre
cadenas para el artista!

Adem�s de estos tres grandes grupos de cr�ticos, hay otros muchos
esparcidos por el haz de la tierra trabajando con el mayor desinter�s
por el triunfo de sus teor�as. Citar� �nicamente los metaf�sicos y los
trascendentales, de los cuales no quiero hablar, porque no me gustar�a
pasar por desvergonzado.

Para desvanecer las mal�volas sospechas que al llegar aqu� pudiera
concebir el lector respecto � mi acrisolada modestia, le dir� que no he
citado tanto cr�tico con el fin de desacreditarlo, sino, muy al
contrario, para darles � todos la raz�n. Trat�ndose de arte, soy lo que
llaman vulgarmente un pastelero. Cuando llega � mis manos un cl�sico
como Esquilo, me deshago en elogios del clasicismo; si es un rom�ntico
como Calder�n, no hay un rom�ntico m�s furioso que yo; y si por ventura
acabo de leer una novela de Balzac, no puedo menos de exclamar:
��Admirable, admirable, monsieur Balzac!� Si alguien me moteja por esto,
dir� con cierta habanera que o� cantar � una ni�a muy graciosa:

      �Si yo soy as�,
    �qu� he de hacerle yo?
    Todos para m�
    son � cual mejor.�

Esta cita, eminentemente cl�sica, me excusa de alegar nuevas razones.


II

Como otros muchos hombres que andan por el mundo, estoy condenado �
trabajar sobre un objeto que no es de mi gusto. Este libro es un libro
de cr�tica, mejor dicho, es un cordero que sacrifico en aras de una
deidad en quien no creo. Se halla bastante esparcida la creencia de que
quien toma el oficio de cr�tico manifiesta por el hecho mismo cierta
arrogancia, presunci�n � amor exagerado de s� mismo. No lo creo. De m�
s� decir que cuando voy � juzgar � un artista _verdadero_, lo que me
asalta no es un sentimiento de superioridad respecto � �l, sino de
espantosa y amarga inferioridad. Si yo me juzgase superior � semejante
al artista, me pondr�a � crear, no � criticar. Por eso los juicios m�s �
menos acertados que estampo en este libro, no me enorgullecen. Si de
algo estoy orgulloso, es de haber sabido comprender y gozar las bellezas
creadas por los poetas que en �l se estudian. Porque, cuando otra cosa
parezca, cr�anme ustedes, es mucho m�s dif�cil admirar que censurar. He
visto amenudo personas de vulgar inteligencia discurrir con bastante
acierto, y aun se�alar con claridad los defectos de una obra de arte;
�pero � cu�n pocos he visto conmovidos al hablar de V�ctor Hugo � de
Byron! �� cu�n pocos he visto cautivos por esa idolatr�a que el genio
inspira � los esp�ritus sensibles y l�cidos! Voltaire, con ser Voltaire,
nunca pudo admirar � Shakespeare; el mismo Lope de Vega no admir� jam�s
� Cervantes. No es maravilla, pues, que yo que no soy Voltaire, ni Lope
de Vega, no consiga admirar � Grilo, � Blasco, � Retes y � otros
insignes poetas de esta era.

Con todo eso, en mi cr�tica, como ustedes podr�n ver, no deja de haber
algunos trozos admirativos. Repito que son de los que estoy m�s
satisfecho. Hace mucho tiempo que vivo en la creencia de que la tarea
del cr�tico (si es que alguna tiene) no consiste precisamente en
escudri�ar las manchas � defectos que toda obra, por ser humana, ha de
llevar forzosamente; tarea, sobre f�cil, ingrata; sino, antes bien,
aclarar, difundir, popularizar las bellezas de las obras art�sticas,
llamar la perezosa atenci�n del p�blico hacia ellas, colocarlas sobre
las alas del entusiasmo para que lleguen � todos los esp�ritus, soplar
el polvo que muchos hombres tienen en los ojos, para que puedan verlas y
gozarlas. Esta tarea es noble, hermosa y fecunda, aunque no sea lo que
hoy se entiende por cr�tica. Los p�rrafos donde aspiro � desempe�arla
han salido del fondo de mi alma, y as� como han salido los he estampado,
sin tener en nada las pr�cticas de este g�nero de escritos. De su verdad
estoy m�s convencido que de la de aquellos otros en que acepto � rechazo
teor�as est�ticas, se�alo defectos � determino nuevas v�as para el arte.
Porque de mis impresiones vivo seguro siempre; de mis opiniones, jam�s.
Escribiendo estos p�rrafos he gozado momentos muy felices, aunque otra
cosa crean los esp�ritus fr�volos que no penetran jam�s en lo profundo
del pensamiento del escritor. Cuando censuro, cuando ataco, no puedo
menos de pensar que me parezco al murmurador. S�lo me encuentro grande
cuando tributo mi admiraci�n � los grandes.

He admirado, pues, hasta donde he podido. Si no pude tanto como hubieran
deseado algunos de los poetas que en este libro figuran, ach�quese �
inopia, y no � falta de buen deseo. Mejor que nadie s� que yo no morir�
de un exceso de respeto, pero tengan ustedes presente siempre que
tampoco me he puesto sobre el tr�pode para definir y juzgar, sino que
les he hablado como si me tropezaran en la Puerta del Sol, y charlando
de literatura, me preguntasen qu� opinaba de Campoamor, N��ez de Arce,
Grilo, etc., esto es, con la franqueza, con la osad�a, con la
incoherencia propias de la conversaci�n. Aun con eso, es posible que
haya dado por genios � algunos que no lo son. Porque bien mirado, no
creo que en Espa�a existan tantos genios como se supone. Las
contribuciones absorben m�s de la mitad del producto neto de las tierras
y de la industria; las cosechas, de algunos a�os � esta parte, son muy
malas. Y si � esto se agregan las frecuentes calamidades que padecemos,
como guerras, terremotos, inundaciones, etc., etc., bien se puede
asegurar, sin temor de equivocarse, que una naci�n � tal punto
enflaquecida y miserable, no puede tener bien alimentados � seis docenas
de genios. Nunca me arrepentir�, sin embargo, de haber echado unas
cucharadas m�s de miel en el plato de alg�n poeta. Despu�s de todo, es
inevitable el exagerar un poco el aplauso trat�ndose de los
contempor�neos con quienes uno se roza y se codea en el comercio de la
vida. Es noble tambi�n corresponder, por lo menos con unos granitos de
incienso, � los esfuerzos que nuestros vates hacen diariamente para
proporcionarnos instantes agradables. Si el cr�tico no recompensa � su
modo estos esfuerzos, �qui�n se encargar� de recompensarlos? El pueblo
espa�ol, que tiene aparejados siempre honra y dinero para el primer
pol�tico g�rrulo y corrompido que viene � demand�rselos, los niega
siempre, con una entereza y constancia dignas de mejor causa, � los
poetas ilustres. Seamos, pues, agradecidos con los que de vez en cuando
refrescan nuestro esp�ritu fatigado sumergi�ndolo en las cristalinas
aguas del ideal.

Mas no confundamos por eso el cari�o y el respeto que deben inspirar los
verdaderos poetas y la indulgencia con que deben acogerse sus yerros y
descuidos, con esa perniciosa benevolencia que todo lo aplaude, que todo
lo celebra, lo mismo las obras sublimes del genio que las torpezas �
insulseces del �ltimo coplero. Cuando veo circular con el mismo aplauso
entre los cr�ticos las perlas y diamantes de Ayala, N��ez de Arce y
Campoamor y las cuentas de vidrio de Blasco, Grilo, S�nchez de Castro,
Retes, etc., etc., no saben ustedes cu�nto me entristezco. Estas
confusiones me parecen lastimosas, porque privan al artista de su
genuina recompensa, que es el brillo. �Y qui�n puede brillar habiendo
tanto lucero en el firmamento!

He hu�do, pues, con particular empe�o de esta feroz _nivelaci�n_
art�stica, dando al C�sar lo que es del C�sar, y � Grilo lo que es de
Grilo. Como ustedes podr�n ver, he sido muy parco en el empleo del
an�lisis. Lo tengo por arma peligrosa y que expone al que la usa �
cometer sensibles injusticias. S�lo en casos muy se�alados, y con el
objeto m�s bien de castigar una reputaci�n inmerecida que de probar la
incapacidad del poeta, me parece l�cito acudir � ella.

Si ustedes se deciden � leer este libro, ver�n que el haber hu�do del
an�lisis no es su m�rito principal. El m�s grande de todos es el de ser
corto. S� que al lado de este m�rito se encuentran infinitas manchas que
lo deslucen; pero ya me he resignado de antemano � escribir una obra
con defectos. Siento no ser perfecto como mi Padre que est� en los
cielos, pero no puedo remediarlo.


III

Un instante para concluir.

Despu�s de escritas las ocho semblanzas de poetas que van �
continuaci�n, qued� un poco cabizbajo al observar la clara desemejanza
que existe entre todos ellos. Considerando la distancia que media entre
la fisonom�a art�stica de Zorrilla y la de Campoamor, entre la de N��ez
de Arce y Aguilera, no pude menos de pensar lo siguiente:

La poes�a de nuestro tiempo no tiene un ideal. El poeta, al abrir sus
ojos, ya no ve, como ve�an los griegos, como ve�an los cristianos en la
Edad Media, un sol de belleza luciendo sobre el horizonte y una
muchedumbre feliz con adorarle y bendecirle. Ya no puede agregarse
tranquilo � esta muchedumbre para que los rayos de aquel sol caigan
sobre su frente y enciendan su pensamiento. En la actualidad todos los
soles pasados resplandecen sobre nuestras cabezas, y cada cual tiene su
grupo de adoradores. Qui�n dirige sus ojos al asi�tico, qui�n al griego,
qui�n al cristiano. Pero �oh Dios! �cu�nto han perdido estos soles en
brillo y en calor! Se necesita que nuestros poetas sientan mucho fr�o
en casa para salir � gozar con sus tibios rayos. Entre la poes�a
oriental, cristiana � hel�nica de nuestros tiempos y las creaciones de
Valmiky, P�ndaro y Dante, existe la misma diferencia que entre esas
salas griegas, �rabes y g�ticas que los opulentos de ahora hacen
construir en sus palacios, y el Parten�n, la Alhambra y la catedral de
Burgos. Nuestra �poca, por su af�n incomprensible de lanzarse en pos de
todos los ideales y de beber en todas las fuentes de belleza, no tendr�
jam�s fisonom�a ni car�cter propios, y en vez de monumentos habr� de
contentarse con legar � la posteridad _chalets_.

As� pensaba con tristeza, cuando dentro de m� escuch� una voz elocuente
que me hac�a una oposici�n ruda y violenta. Esta voz interior ped�a con
justicia que no fuese tan superficial en mis juicios, que penetrase m�s
adentro, hasta llegar � las entra�as de nuestra poes�a.

Ten�a raz�n la voz. Di un paso m�s y pude ver claramente el triste lazo
que une las almas de todos nuestros poetas. �Por ventura no hay en la
sed, en la fiebre que empuja � la poes�a de este siglo � sumergirse en
todos los ideales pasados, algo que la caracteriza perfectamente? �No
hay algo que, como un t�sigo fatal, penetra por toda ella y hace que
adolezca?--Miradla. Ha perdido todos sus colores, sus movimientos son
febriles y descompasados, tiene grandes y oscuras ojeras, su voz es
apagada y ronca. �Ay! No cabe duda, nuestra pobre poes�a est� t�sica.
�Cu�n interesante la ha puesto, sin embargo, su cruel enfermedad! �Qu�
grandes son ahora sus ojos y qu� vaga su mirada! �Qu� trasparencia hay
en su rostro! �Qu� suave melancol�a se esparce por toda su figura! �Qu�
triste es su acento y qu� conmovedor! El fr�o ha penetrado hasta la
m�dula de sus huesos. Ning�n sol pasado puede darle calor; y la poes�a
triste, nerviosa y exaltada de nuestro tiempo morir�.

All� en lo futuro, de tanta negaci�n, de tanto escepticismo, de tanto
esfuerzo y tantas l�grimas, �no surgir� siquiera una verdad que engendre
otra poes�a fresca, tranquila y creyente? Y si esto sucede, aquellas
dichosas generaciones, que gozar�n de una paz que nosotros nunca hemos
podido gustar, �no tributar�n un recuerdo de simpat�a y admiraci�n � la
pobre t�sica del siglo XIX? Esperemos que s�.

[Illustration]

[Illustration]




D. JOS� ECHEGARAY.


[Illustration: H]ACE ya muy cerca de dos a�os que permanezco silencioso
como un diputado de la mayor�a. No he dicho hasta ahora sino pocas
palabras sobre el ingenio dram�tico del Sr. Echegaray; y en las batallas
que se han librado en el teatro con motivo de sus dramas quiso la
fortuna que no hubiese perdido los ojos, aunque en m�s de una ocasi�n se
hayan visto entre los dedos de alg�n cr�tico y la pared. �Dios me los
conserve mucho tiempo sanos para no ver los dramas de S�nchez de Castro!

Mas no por haberlo guardado tanto tiempo me har�n ustedes la ofensa de
suponer que no he formado juicio sobre el teatro de Echegaray. Gracias �
Dios, tengo sobre este punto mi correspondiente opini�n, como cualquier
farmac�utico. Y ahora que me veo lejos de aquellos dedos fren�ticos--�cuidado
con los dedos que gastan algunos cr�ticos!--respiro fuerte y digo mi
opini�n.

Don Jos� Echegaray era, como todos saben, un notabil�simo ingeniero y
fu� ministro de varios ramos. Por consiguiente, �qu� raz�n hab�a para
que no fuese autor dram�tico? Efectivamente, all� por el invierno de
1873 fu� representada su primera composici�n dram�tica con el t�tulo de
_La esposa del vengador_, que era una primorosa leyenda con innumerables
defectos y algunas bellezas. M�s que la obra en s�, cautiv�me y sedujo
la novedad del intento. El teatro espa�ol, merced � los trabajos de los
Egu�laz, Larra, Rub� y otros, hab�a dado grandes pasos hacia el
confesonario; se postraba � los pies del coadjutor de la parroquia,
acus�ndose de sus pecados rom�nticos, rezaba el rosario todos los d�as,
asist�a � las cuarenta horas, tomaba el sol por las tardes. Era un
teatro chocho. Cuando adopt� otro g�nero de vida, todas las gentes
dijeron: ��Echegaray es el que lo ha pervertido, el que lo ha sacado de
quicio! Desde que trata con �l ha vuelto � fumar, � decir requiebros �
las muchachas y � retirarse � las altas horas de la noche. �Esto no se
puede tolerar, es verdaderamente escandaloso!�

All� en el fondo yo me alegraba mucho de que se retirase tarde. El
teatro debe gozar independencia y tener su llav�n para cualquier evento.
_La esposa del vengador_ me pareci� una calaverada de buen g�nero, la
expansi�n afortunada de un ingenio privilegiado. �Nada m�s? Nada m�s.

Ten�a toda la frescura y toda la inocencia de una virgen de quince a�os.
Era suave, delicada, irreflexiva, levantada de inspiraci�n y de cascos.
No hubo m�s remedio que aplaudirla.

Empezaba � oscurecerse la estrella del P. Astete. _La esposa del
vengador_ nada nos dec�a acerca de las _bienaventuranzas_ ni de los
_frutos_ del Esp�ritu Santo: omit�a por entero los sacramentos que se
han de obrar y hasta prescind�a de los que se han de recibir.
Conmovi�ronse hasta los cimientos los corazones de la clase media. �Qu�
iba � ser de nosotros? Si en el teatro no se nos ense�aba lo que hemos
de creer, lo que hemos de orar, lo que hemos de obrar y lo que hemos de
recibir, �� d�nde volver los ojos? Con permiso de estos corazones dir�
que, � mi entender, el teatro de Echegaray es m�s moral que el de
Egu�laz. Tengo mis razones para creer esto, y si ustedes se dignan
prestarme atenci�n se las dir� en pocas palabras.

Todos ustedes sabr�n probablemente que apoderarse de lo ajeno contra la
voluntad de su due�o es un pecado, y otro pecado levantar falsos
testimonios, lo mismo que desobedecer � los padres y jurar el santo
nombre de Dios en vano. �A qu� ir, pues, al teatro cuando se representan
las obras de Egu�laz? �� gozar de sus bellezas? Es in�til, porque no las
hay. �� dormirse? Es muy feo y se expone uno � que le despierte el
acomodador. Sin embargo, esta �ltima soluci�n no me parece del todo
inadmisible, y aparte de sus inconvenientes, porque los tiene, lleva
algunas ventajas � todas las dem�s. Y si te duermes, lector, que s� te
dormir�s, �en qu� forma te habr�s moralizado? �Con qu� tristeza no
pisar�s despu�s la escalera de tu casa, considerando que entras tan
inmoral como has salido?

En cambio, du�rmete si quieres en los dramas de Echegaray. Si por acaso
fueses tan duro de coraz�n que no te conmovieran las escenas pat�ticas,
ya se encargar�a alguno de esos actores tan bien entonados que s�lo
Espa�a posee de tenerte despabilado. Pero no; yo s� que no hay necesidad
de que se griten los dramas de Echegaray para que se escuchen con
atenci�n. Sin el auxilio de aquellos inolvidables pulmones, lo mismo
hubieran conmovido al p�blico. El Sr. Echegaray recoge en el teatro,
siempre que se le antoja, una buena cosecha de l�grimas.

Ahora bien, las l�grimas �no son un medio de moralizar al hombre?
�Cu�ndo se derraman l�grimas? Cuando el coraz�n se enternece. Pues
enterneciendo el coraz�n muchas veces lo haremos m�s blando y m�s
sensible, y el hombre ser� m�s clemente y generoso.

Esta afirmaci�n no es sof�stica. La puedo demostrar con un poco de
metaf�sica. El dolor de un semejante enternece nuestro coraz�n,
despierta en nosotros la piedad y tambi�n el amor. Porque el dolor para
muchas personas formales y tambi�n para m� es una gran injusticia. Si el
dolor recae sobre un malvado, contrar�a el fin general humano, que es el
pleno goce de la vida; mas si atormenta � un hombre virtuoso, no s�lo
contrar�a este fin general, sino tambi�n el particular de la virtud, que
merece recompensa. En uno y otro caso hay una injusticia que nos hace
padecer moralmente. Mas para que una injusticia nos haga padecer es
necesario que en aquel momento la idea de justicia se levante con
extraordinario poder en nuestra alma. Y cuando la idea de justicia se
ense�orea de nuestra alma, �no somos m�s morales que cuando yace
aletargada en alg�n oscuro rinc�n del pensamiento? He aqu� c�mo, � mi
juicio, una obra dram�tica, por el mero hecho de ser bella, sin
prop�sito alguno de aleccionar � los espectadores, puede influir m�s
poderosamente en su moral que aquellas otras cuyo primero y tal vez
�nico intento sea �ste. El arte perfecciona nuestras facultades morales,
no record�ndonos el catecismo, sino fortaleci�ndonos, elev�ndonos,
arrastrando nuestro esp�ritu � la regi�n de las ideas grandes y nobles.
De m� s� decir--y me pongo de ejemplo, porque soy para el caso como
cualquier otro--que cuando presencio la representaci�n de _Hamlet_ me
conmueven tanto los sublimes pensamientos del h�roe, que me figuro
participar de su grandeza, se despierta en mi ser lo que hay de m�s
generoso, siento mi esp�ritu m�s grande y ennoblecido, en una palabra,
me reconozco m�s moral que cuando salgo de ver _Bienaventurados los que
lloran_.

No obstante, es necesario averiguar de d�nde viene la emoci�n; si llega
� nosotros sostenida por la falsedad y el absurdo, � la trae en sus
brazos el arte.

Cuando veo llorar � una persona en el teatro pienso que por lo menos
aquella persona tiene un coraz�n sensible. Las personas ac� en Espa�a,
trat�ndose del teatro, no deben exagerar la cuesti�n de l�grimas. Me
parece que tienen muchas m�s ocasiones de reir. S�lo algunos chistes de
Pina y tal vez alg�n otro de Blasco son los que arrancan con entera
justicia raudales de ellas � los ojos.

En la �ltima escena de _� locura � santidad_ estuvieron � punto de
solt�rseme. Si no hubiese acontecido que una se�ora se desmay� � mi lado
y no hubo m�s remedio que socorrerla, seguramente habr�a despilfarrado
algunas. Pero aquello me di� tiempo � reflexionar, y he aqu� lo que
sali� de mis reflexiones.

Efectivamente, en la escena pasaba algo grave. Dos jayanes al servicio
de un manicomio se llevaban maniatado � un caballero, bajo el supuesto
de que estaba loco. No estaba loco, todos lo sab�amos, y padeciamos,
como es natural, presenciando aquel acto de barbarie. Mas aquel acto de
barbarie hab�a sido preparado por el autor con el exclusivo objeto de
conmovernos. Por lo mismo ten�amos derecho � exigir que la preparaci�n
fuese discreta y art�stica. Aquella situaci�n atrevida � interesante no
ten�a, por desgracia, ra�ces muy seguras; se hallaba presa por tan
sutiles hilos al argumento de la obra, que el m�s leve soplo de la
reflexi�n bastaba � soltarlos. El entendimiento juega un papel
secundario, pero juega su papel en la contemplaci�n de las obras de
arte, y es gran torpeza llevarle la contraria tan resueltamente como se
hace en esta obra. �Ser� posible convencer � nadie de que, mediando
buena fe, se arrastre � un manicomio � un hombre de talento, estudioso,
sensato y recto, � las pocas horas de haber declarado que la fortuna que
posee no le pertenece, por extraordinarias que sean las circunstancias
que acompa�en � esta declaraci�n? Yo pregunto � toda la clase m�dica
espa�ola: �Hay en ella dos individuos, sobre todo si han recibido el
grado antes de la revoluci�n, que por los s�ntomas que ofrece el
esp�ritu de D. Lorenzo de Avenda�o sean capaces de decretar su inmediata
clausura? Yo pregunto � todas las familias honradas de Madrid: �Hay
alguna que permita y aun promueva el encierro de su jefe en una casa de
locos por los motivos y con la premura de aquella que Echegaray nos
presenta en su drama? De resultas de no haberme contestado nadie � estas
preguntas que hice mientras socorr�a � aquella se�ora, resolv� no
conmoverme. Y no obstante, si un espectador � alabardero tuviese la
desgracia de caer desde el para�so � las butacas, pueden ustedes creer
que el suceso me impresionar�a fuertemente. Me impresionar�a mucho, aun
cuando aquella escena no hab�a tenido preparaci�n de ninguna clase. No
s� si el lector comprender� esto, pero yo lo comprendo perfectamente.

� pesar de cuanto he dicho, estoy lejos de aplaudir el esp�ritu de
cr�tica, por no decir _intelectualismo_, con que de poco tiempo � esta
parte acude el p�blico al teatro. Pasaron los buenos tiempos en que los
espectadores tomaban parte con lo m�s hondo del alma en las peripecias
del drama, se apasionaban, se enfurec�an, trataban de saltar al
escenario en socorro del h�roe, arrojaban comestibles s�lidos � la
cabeza del traidor. S�lo en algunos apartados rincones de nuestras
provincias se da el caso ya de que el p�blico obligue al protagonista de
_Carlos II el Hechizado_ � dar muerte cuatro � cinco veces consecutivas
al odioso fraile, autor de sus desgracias. En el resto de Espa�a, el
fraile muere � la hora en que escribimos de una sola pu�alada. El
p�blico que acude � los estrenos en Madrid, mujeres, viejos y ni�os,
todos se constituyen en tribunal y afectan la imperturbabilidad de un
magistrado en vista p�blica y solemne. En las escenas m�s interesantes y
pat�ticas, lo m�s que se permite el espectador es una helada sonrisa de
satisfacci�n y el siguiente galicismo: _Est� bien hecho_. En tanto que
dura la representaci�n, todos, todos, hasta aquella rubia de la platea
cuyos cabellos parecen dorados � fuego y uno � uno, tienen aspecto de
estar escribiendo en lo m�s profundo del pensamiento unos _Apuntes
cr�ticos_ con mucha _fibra_ y mucho _calor de humanidad_.

Perm�taseme que eche de menos en el p�blico un poco de sensibilidad, y
despu�s perm�taseme proseguir.

El defecto capital del teatro de Echegaray, aquel que resplandece en
todas sus obras, es la falsedad. En algunas de ellas, como _En el pu�o
de la espada_, la falsedad puede denominarse absurdo. Un viento
atracado de embustes corre por todos sus dramas, desatando los cabos,
invirtiendo los t�rminos, lacerando la urdimbre y arrojando las escenas
muy lejos unas de otras, de tal modo que sus personajes quedan
gesticulando en la soledad, y el p�blico no ve la raz�n de sus
desconcertados ademanes. Lo que se echa de menos en las obras dram�ticas
de Echegaray son las matem�ticas. En estas obras se estampa el resultado
sin haber hecho las operaciones previas, y el p�blico pide que se le
muestre la pizarra.

Ahondando un poco en la indagaci�n de este asunto, tal vez observemos
que el defecto enunciado, si ataca � la esencia misma de la obra y la
reduce � la categor�a de ef�mera, no es de los que niegan por s� la
aptitud del artista. Lo que s� muestra inmediatamente es que � la
creaci�n de la obra acompa�� un algo perturbador y malsano que el autor
debi� haber hu�do con empe�o. Es imprudente introducirse en el
laboratorio de un poeta para espiar sus trabajos, y � seguida
noticiarlos � los cuatro vientos. Pero si me fuese dado vencer la
repugnancia que me inspira este espionaje y me pusiera � observar el
crisol donde hierven los dramas de Echegaray, creo que no tardar�a en
percibir ese elemento p�trido que causa el da�o de la obra. Despu�s, si
se me obligase � darle un nombre y no tuviese � mano otro m�s po�tico,
lo llamar�a �precipitaci�n�.

La precipitaci�n de que el Sr. Echegaray hace uso en la fabricaci�n de
sus dramas es de la peor ralea, porque es la que acompa�a, no tan s�lo
� la ejecuci�n, sino tambi�n al pensamiento mismo de la obra.

Estoy pensando en que la idea de haber aproximado el gabinete de un
poeta al laboratorio de un qu�mico por algo debi� acudir � mi cerebro
ahora. �Por qu� habr� sido?... Quiz� tenga su ra�z en la impresi�n que
me caus� el Sr. Echegaray la vez primera que le vi salir � la escena
solicitado por el clamoreo del p�blico. La figura del Sr. Echegaray no
despert� en m�, ni m�s ni menos, la idea del poeta, sino la del
astr�logo. Sin que pudiera oponerme al escape de mi fantas�a, adorn�le
de s�bito con una bata sembrada de estrellas, le puse sobre la cabeza
una caperuza y en la mano una varilla de virtudes, aposent�le en una
c�mara t�trica toda atestada de libros, de redomas, de animales
disecados. Le vi enfrascado � una luz mortecina en la lectura de una
_Trigonometr�a rectil�nea_. Parec�a hallarse inquieto, cerraba los ojos
con frecuencia y lanzaba trist�simos suspiros.

��Ay!--exclam�--�Aritm�tica, �lgebra, geometr�a, y por mi desdicha
tambi�n la trigonometr�a, todo lo he profundizado con un trabajo
constante, y heme aqu� pobre tonto!... Hace ya algunos a�os que ense�o �
la multitud las matem�ticas y no estoy bien seguro de haber ense�ado
algo de provecho. Ni aun me lisonjeo de que sirva para nada el reducir
los quebrados � com�n denominador. Por eso me he dedicado alg�n tiempo �
la pol�tica. Pero todo esto, pol�tica y matem�ticas, es intrincado, es
oscuro, y adem�s sospecho que no sirve para nada. �Oh, si yo pudiese
franquear esta muralla de f�rmulas algebraicas y expedientes que me
aprisiona! �Si yo pudiese, libre como el humo que se escapa de estos
carbones, recorrer � la dulce claridad del gas los escenarios de los
teatros, aspirar el perfume de los polvos de arroz, salir cogido de las
manos de los artistas, en forma de danza, � embriagarme con el n�ctar
voluptuoso del aplauso! �Oh, qu� extra�a turbaci�n se apodera de mi ser!
Escucho una voz celeste que me dice: El mundo de las bambalinas y del
albayalde no est� cerrado... �nimo: a�n puedes morder donde han mordido
Retes y Echevarr�a... S�, creo que el genio de Shakspeare da vueltas en
torno de mi cabeza y me incita � escribir dramas. Siento que mi esp�ritu
se entrega todo � ti. �Oh, esp�ritu inmortal!... Ven, ven...

(_El genio de Shakspeare desde dentro_): Huyamos.

Pero esto es _Fausto_ puro, dir�n ustedes. No lo niego, dir� yo.

Volvamos � la precipitaci�n, volvamos aunque no sea sino para afirmar
que la precipitaci�n es una frase inventada por m� para explicar y
atenuar algunos pecados cometidos por el Sr. Echegaray. Por lo dem�s, yo
no puedo negar � ustedes el derecho de achacar sus yerros � inopia y no
� precipitaci�n.

El comercio y trato frecuente de los grandes hombres suele dejar en
nuestra inteligencia huellas muy visibles. Por estas huellas es f�cil
conjeturar cu�l ha sido el grande hombre que m�s nos ha cautivado. Yo
me atrevo � pensar que el favorito del Sr. Echegaray ha sido Arqu�medes.
De �l es de quien ha tomado, sin duda, la mala costumbre de pedir
goller�as. Arqu�medes dec�a: �Dadme una palanca y un punto de apoyo, y
remover� la tierra�. Mas el pobre Arqu�medes se fu� al otro mundo sin
tener el gusto de remover la tierra, porque nadie pens� en darle la
palanca ni el punto de apoyo. Echegaray dice: �Dadme un hijo formado por
el rayo de la luna que penetra por un vidrio roto (el arte se encargar�
de pagarlo); dadme un pu�o de espada que sirva de archivo � una
correspondencia que no es posible quemar ni hacer pedazos; dadme una
hoja de pu�al donde se escriba con sangre como en la mejor vitela, de
tal suerte que lo que sobre ella se estampe no pueda borrarse sin
hab�rsela hundido previamente en el pecho el protagonista; dadme la
luna, en fin, y yo os dar� un drama�.

Efectivamente, el p�blico di� la luna y el Sr. Echegaray los dramas. Mas
debemos reconocer que �ste es un cambio de servicios perfectamente
enclavado en la teor�a de la circulaci�n, expuesta con gran lucidez por
Bastiat, y ni el Estado ni yo tenemos derecho � contrariar el libre
desenvolvimiento de las leyes naturales que presiden � la producci�n,
distribuci�n y consumo de los dramas. Lo �nico que lamento amargamente
es que el desgraciado Arqu�medes se haya ido al otro mundo sin tener el
gusto de remover la tierra.

Inmediatamente despu�s de esto ten�a pensado decir al Sr. Echegaray que
no tiene un gusto muy exquisito para la elecci�n de temas, � los cuales
tampoco sabe dar variedad, ni gran acierto en la pintura de caracteres,
que huelen � bastidor desde muy lejos, ni tampoco una versificaci�n
fl�ida, castiza y armoniosa que velara p�dicamente las liviandades del
fondo. Pero todo esto ten�a pensado dec�rselo de un modo delicado,
ingenioso, como deben decirse estas cosas cuando uno quiere sentar plaza
de escritor �tico, intencionado y habilidoso.

M�s de un cuarto de hora he pasado tir�ndome por la barba y con la vista
fija en un mico de bronce que sirve de remate � la tapa del tintero, y
no acaba de brotar en mi cabeza ni una sola frase ir�nica. Me voy
convenciendo con verdadero dolor de que no soy tan socarr�n como cre�a.

Despechado y sin aliento, arrojo una mirada sobre las cuartillas
escritas. Son veintisiete. Por consiguiente, seg�n mi c�lculo, falta por
escribir una tercera parte del art�culo.

Ahora bien, esta tercera parte la dedica todo cr�tico bien educado �
elogiar la obra que juzga cuando es mala. Cuando es buena, lo com�n es
dedicar dos terceras partes. No ser� yo ciertamente quien con mano torpe
pretenda romper el curso de nuestras costumbres venerandas, consagradas
por los siglos y las generaciones. De las dos terceras partes que llevo
escritas, resulta que el Sr. Echegaray es mal poeta dram�tico. Conf�o
en que de la que falta ha de resultar que es bueno.

El Sr. Echegaray no es tan insignificante poeta como pudiera deducir
cualquier adversario suyo de las premisas que he sentado. Yo escribo
para las personas ilustradas � imparciales, para aquellas que saben
conceder � las frases su verdadero sentido y ver al trav�s de las
travesuras del estilo el coraz�n del escritor. Esas personas que tienen
los ojos puestos sobre el m�o saben cu�n lastimado est� y cu�n triste
por las frases que un destino cruel me ha obligado � estampar. Yo admiro
al Sr. Echegaray, le admiro como admiran los gusanos � las estrellas, si
es que las admiran. En materia de admiraci�n, muy pocos ser�n los que
puedan ponerme el pie delante. Pero yo bien s� por qu� admiro al Sr.
Echegaray: las personas que penetran mi coraz�n, bien lo saben, el se�or
Echegaray tambi�n lo sabe. Hay muchas cosas inefables para la humana
lengua, y una de ellas es �sta. Asisto � la representaci�n de una obra
de S�nchez de Castro, y quien dice S�nchez de Castro dice Retes. La obra
sale mala, como puede suceder, que esto no me lo negar�n ustedes. Pues
bien, este pobre joven que ha sacrificado veinte reales para verla, se
emboza con la mayor dignidad en su capa y sale del teatro murmurando
entre dientes Dios sabe qu� cosas. Se estrena un drama de Echegaray, y
el tal drama no satisface ni con mucho mis exigencias. Pues en vez de
salir irritado y feroz � saciar mi c�lera en un chocolate, salgo con la
sonrisa m�s pl�cida del mundo, una sonrisa que envidiar�a el mismo
Perier, enojando � los amigos con mi descarada alegr�a, y cantando
salmos en honor del Sr. Echegaray.

�Porque tienes garras como el le�n y dientes como el chacal, se�or,
desgarras y trituras el arte dram�tico.

Te glorificar� por tus dramas malos lo mismo que por los buenos y
cantar� tus alabanzas.

T� has abierto mi boca, se�or, y mi boca cantar� tus alabanzas.

Cuando t� llegaste, los da�inos gorriones, entre los cuales figuraban
P�rez Escrich y Larra, y tambi�n Egu�laz, divert�an sus ocios en
picotear la escena.

La picoteaban sin compasi�n; en su pico no se hallaba palabra de verdad,
ni verso sin ripio, y en su alma de gorri�n se albergaban la frivolidad
y la impotencia.

Llegaste y los desmenuzaste como polvo que el viento esparce, y los
barriste como lodo de las plazas.

� t�, �oh se�or! tributar� gracias con todo mi coraz�n, y narrar� todas
tus maravillas.�

Las maravillas del Sr. Echegaray son algunas escenas tan bellas como
hac�a muchos a�os no hab�an resplandecido en el teatro espa�ol y un
enjambre de pensamientos graves y luminosos que surcan altaneros el
pi�lago de sus obras, dejando brillante estela de fuego.

Las buenas acciones siempre las tengo presentes y no olvidar� mientras
viva de qu� modo se ha portado el Sr. Echegaray en una c�lebre noche.
Tres veces consecutivas hab�a subido el tel�n, y tres veces consecutivas
hab�a vuelto � bajar. Cuando sub�a, me quitaba el sombrero y lo colocaba
con delicadeza, que semejaba unci�n, en la butaca de enfrente hasta que
llegaba un caballero de corbata encarnada que me obligaba � levantarlo
r�pidamente y � plancharlo dos � tres veces con la manga de la levita.
Estas maniobras me hac�an perder algunas docenas de versos. Cuando
bajaba, me pon�a el sombrero y trataba de lanzarme � los pasillos.
Indudablemente en la vida del hombre hay momentos cr�ticos. Uno de ellos
es salir de una fila de butacas del teatro Espa�ol en noche de estreno.
�Se debe salir dando el rostro � la espalda � las se�oras que ocupan la
fila? Militan razones poderosas en pro de ambos sistemas. No obstante,
mi opini�n, y la apunto con las debidas reservas, es que se debe salir
mirando � las se�oras. Se deben apretar las piernas hasta donde alcancen
las fuerzas contra la fila contigua, con el fin de hacer patente que
vuestras extremidades son tan inofensivas como hidalgas. Conviene que al
demandar perd�n por la molestia, formul�is brevemente una en�rgica
protesta contra la empresa del teatro, que sacrifica el pudor al s�rdido
inter�s. No dej�is tampoco de decir, si os ocurre, alguna frase
ingeniosa y moral, sobre todo moral. Si no os ocurre, lo m�s sensato es
doblar el espinazo, sonreir con modestia y abreviar cuanto se pueda.
Recorr�a autom�ticamente los pasillos, el sal�n de descanso; escuchaba
distra�do profundas disquisiciones sobre la verdad de los caracteres y
la verosimilitud de la f�bula, y pienso que cuando me aposent� de nuevo
en la butaca y vi sepultarse � los m�sicos, cual gnomos misteriosos, en
sus t�tricos agujeros, �Dios me perdone! pero algo semejante � un
bostezo vag� por mis labios. Alz�se la cortina pausadamente, con cierto
chirrido prof�tico, anunciando que en el caso poco probable de que la
obra saliera de la noche limpia de todo silbido, tos � estornudo, no
reportar�a ping�es ganancias � la empresa. �Lo que es el sino!
�Partiendo de la garita del apuntador hacia dentro, hasta el tel�n tiene
derecho � carecer de sentido com�n!

As� que vi el escenario, me di� en la nariz un tufillo de belleza que
reanim� mi esp�ritu so�oliento. �Tufillo lo he llamado? Pues no es
verdad; aroma, aroma era, aroma embriagador que llegaba al coraz�n. Un
hombre que agoniza vertiendo profundos pensamientos en fl�ido y en�rgico
romance. Esto no se ve todos los d�as. �Cu�ntos se mueren en las tablas
con el ripio entre los labios! Despu�s, una escena verdadera, con vida
terrenal, que en el cerebro delirante del moribundo engendra otra m�s
grande y fant�stica. Sombras que toman carne para ofrecer perd�n al
crimen. Seres vivos que la noche y el remordimiento convierte en
sombras. Rel�mpagos siniestros que alumbran una conciencia cenagosa. El
amor tomando posesi�n de un coraz�n dolorido. Un poco de verdad y otro
poco de poes�a. Por all� deb�a de andar el arte.

Aplaud� como se aplaude cuando no se representa nada de Blasco, y sin
acordarme poco ni mucho de que era un cr�tico, llor� como un simple
mortal. No hay m�s remedio que confesarlo: los cr�ticos, salvo honrosas
excepciones, tenemos tambi�n coraz�n como los dem�s.

�Qu� noche aqu�lla! Fu� _La �ltima noche_ del se�or Echegaray. Despu�s
le aplaud� m�s de una vez, pero mis palmadas, casi siempre d�biles �
indecisas, sonaban � hueco, como las cabezas de algunos sabios. No crea,
sin embargo, el Sr. Echegaray que estoy cansado de aplaudirle ni de
escuchar sus alabanzas, como aquel paisano de Atenas, que se hastiaba de
oir las de Ar�stides. A�n me restan fuerzas bastantes para sonar las
palmas, y si llega el caso sabr� gritar: ��Bravo, bravo, el autor!� tan
bien como cualquier radical. La Providencia me ha concedido un tesoro de
aplausos; mas yo no tengo facultad para malgastarlo en cuatro d�as.
Redundar�a en menosprecio de las buenas obras dram�ticas futuras y
pret�ritas, en perjuicio del Sr. Echegaray, que tiene derecho � no ser
empujado por oscuros y peligrosos senderos, y en menoscabo y da�o de mi
conciencia, que si no regatea jam�s los aplausos al m�rito, me exige
estrecha cuenta de los que tributo � la torpeza.

[Illustration]




D. JOS� ZORRILLA


[Illustration: A] las nueve; � las nueve en punto de la noche. Se hab�a
anunciado con la debida anticipaci�n en los peri�dicos y la tabla de
anuncios del Ateneo lo aseguraba de un modo terminante:

�El viernes � las nueve de la noche el eminente poeta D. Jos� Zorrilla
dar� lectura p�blica de algunas composiciones in�ditas.�

No pod�a estar m�s claro. Y no obstante a�n me quedaba un resquicio de
duda. Verdad que el autor del _Tenorio_ estaba vivo, pero hab�a dejado
de pisar muchos a�os hac�a la tierra espa�ola. Fatigado de regocijar
nuestras moradas con sus melodiosos c�nticos, el misterioso p�jaro hab�a
levantado el vuelo y yo no sab�a d�nde lo hab�a posado; en qu� paraje
risue�o y frondoso, bajo un cielo azul, hab�a fabricado su nido. �No
podr�a haber otro D. Jos� Zorrilla � quien le hubiese convenido nacer
poeta? Un tanto extra�o parec�a en este caso que la tabla de anuncios
del Ateneo le apellidase eminente, mas la cr�tica severa y concienzuda
no ha sido jam�s el fuerte de la tabla de anuncios del Ateneo. La duda,
ese fantasma siniestro del siglo XIX que turba las conciencias y las
empuja � los negros abismos de la filosof�a alemana, se hab�a apoderado
de mi alma, cuando tropec� con un empleado de la casa.

--Este D. Jos� Zorrilla que aqu� se mienta �es verdaderamente D. Jos�
Zorrilla?

La pregunta no pod�a ser m�s directa, m�s clara, m�s concreta.

--Creo que s�, porque el se�or presidente ha mandado preparar un
refresco para esta noche.

La respuesta era precisa y categ�rica. Ning�n art�culo de _El Siglo
Futuro_ fu� en la vida ni m�s claro ni m�s contundente.

Quedamos en que era D. Jos� Zorrilla el que hab�a de leer aquella noche
varias composiciones in�ditas.

�Es decir que iba � hallarme frente � frente del prodigioso mago que
hab�a evocado en mi esp�ritu juvenil sue�os infinitos, azules, verdes,
rosados y de otros colores intermedios; con el arpa de oro cuyas dulces
canciones arrullaron las horas melanc�licas de mi adolescencia; con el
cometa fulgurante que al promedio del siglo apareci� en los cielos del
arte, y cuya cola, formada por mir�adas de tomos de poes�as, a�n no ha
traspuesto por entero el horizonte!

No faltar�; de ning�n modo faltar�. Aunque necesite perder un serm�n de
S�nchez de Castro � un drama del P. S�nchez, no faltar�.

En tanto que la hora llegaba, empec� � meditar--cosa bastante rara en un
cr�tico--acerca del romanticismo.

El romanticismo ha llegado � ser en nuestra �poca una abstracci�n, una
idea que la cr�tica considera, ya funesta, ya dichosa; que para ciertos
historiadores atacados del nov�simo sistema de explicarlo todo, fu�
simplemente una necesidad de los tiempos. Probablemente no ser� nada de
esto, y s� tan s�lo un grupo de hombres de poderoso ingenio con el cual
nada pod�a rivalizar m�s que su arrogancia. Amantes de la libertad,
orgullosos de vivir y respirar, pensando que sus obras no cab�an en el
molde cl�sico ni en ning�n otro molde conocido, comenzaron � asestar
furiosos golpes � las formas tradicionales de la poes�a. Rompieron la
tupida malla de preceptos que el estudio de los cl�sicos, unido � la
miseria del ingenio, hab�a formado en los �ltimos siglos, y lanzaron sus
vuelos por los mundos no explorados de la fantas�a. Hoy el viajero
tropieza en el camino con los restos de alg�n p�jaro infeliz v�ctima del
fr�o y de la oscuridad, pero tiene presente que otros muchos surcaron
atrevidos las tinieblas y dichosos llegaron � puerto de salvaci�n.

El cultivo ciego, insensato, de la forma llegara � tal punto en los
tiempos que precedieron al romanticismo, que hab�an sido proscritas del
arte las ideas por in�tiles. Todo estaba inventado. Los asuntos del
poeta se hallaban trazados de antemano, y �guay del que osara salirse de
la pauta! Un amante que llora celos, ausencias � fierezas de su amada;
un natalicio, una muerte, unos d�as, un matrimonio; en el aniversario de
la entrada del Rey nuestro se�or en Madrid � su vuelta de Francia; en el
d�a del cumplea�os de la Reina nuestra se�ora; oda al combate de
Trafalgar; soneto � un pajarillo; s�tira contra las costumbres del
tiempo; letrilla contra los pantalones cuando empezaron � usarse; en la
proximidad del parto de la Excma. Sra. Marquesa de Villaburrida; �
cierto joven militar de grandes esperanzas con motivo de su temprana y
repentina muerte: � mi se�ora D.� Ramona Portillo; ep�stola � Poncio
quej�ndose del atraso que sufr�a el autor en su carrera, etc., etc.

Tales eran los temas predilectos de aquella musa cumplimentera. Delito
de leso clasicismo se consideraba enamorarse � derechas de Pepita,
Asunci�n � Juana. El poeta no pod�a amar sino � Galatea, Florinda � Cloe
y eso en el campo y disfrazado de Batilo � Fileno, porque en la ciudad
ya se guardar�a bien de hacerlo. Si le gustaba una ni�a era
indispensable el decir que _ard�a en ansias_ � que _se hallaba
encadenado por un d�spota inhumano_, para que se le creyera. El cuello
de la ni�a hab�a de ser _albo_ forzosamente y los cabellos _madeja de
oro_, los ojos lanzar�an _mort�feros venenos_, dado que no hubiera en
ellos un Cupidillo que disparase _mortales saetas_; los labios ser�an
_hibleos_, las mejillas de _n�car_ y el seno tomar�a la denominaci�n de
_pomas de nieve_ � _orbes torneados_. La poes�a, en resumen, se hallaba
estereotipada.

En esto, dej�ronse oir los rugidos de los rom�nticos, que llegaron cual
reba�o de leones agitando ferozmente sus melenas, y al llegar pusieron
en gran desorden y confusi�n � la turba de gozques que alastraban contra
el regazo y com�an en las blancas manos de las damas aristocr�ticas.
Tra�an consigo la idea de libertad, la de naturaleza--� la cual no
siempre han sido fieles--y m�s arraigada que otra alguna, la de
tristeza. La tristeza fu� la musa que inspir� por m�s tiempo al
romanticismo. Sin que hubiese mayor motivo que antes, todos los poetas
de aquella �poca convinieron en ponerse muy tristes y en dar claras
se�ales de hallarse bajo el peso de un gran dolor. Ca�an sobre el suelo
las l�grimas y formaban pronto regueros, arroyos, r�os caudalosos que se
llevaban los puentes y los corazones; desat�banse en el espacio furiosos
vendavales de suspiros y estallaban tempestades de sollozos. M�s grande
desesperaci�n no la hab�an presenciado los siglos.

Aun dando por supuesto, como es justo que se d�, que aquella tristeza
ten�a no poco de afectada y artificiosa, �qui�n osar� negar que
constituye un manantial riqu�simo de inspiraci�n po�tica? Lo pregonan
con elocuencia el _Childe-Harold_ y el _Manfredo_ de Byron, el _Ren�_ de
Chateaubriand, los cantos l�ricos de Heine, de V�ctor Hugo, de
Espronceda y de Zorrilla. Estas obras ser�n por siempre bellas, aunque
el arte, en sus giros de vagabundo, haya abandonado la regi�n de las
tristezas individuales y parezca sumergirse ahora con deleite en el
oc�ano profundo de la realidad. No queramos juzgar las obras de arte con
el criterio que el gusto de hoy nos se�ala. Si despreciamos las obras y
los hombres del romanticismo porque las aficiones de nuestra �poca nos
empujan por opuestos derroteros, cuando otros gustos y otras tendencias
hayan venido � sustituir � las nuestras, �con qu� derecho pediremos
gracia para nuestros poetas m�s queridos y para nuestras obras m�s
predilectas? Pensemos m�s bien que la belleza es una dama serena y
augusta, pero muy coqueta; el arte un mancebo turbulento y caprichoso
que sin cesar la enamora. Que vista la dalm�tica griega, � la toga
romana, � el jub�n de la Edad Media, � el frac de nuestra �poca, que
gaste peluca � melena, que parle en lat�n � en sueco, como se muestre
insinuante, rendido y discreto, obtendr� sus favores.

Aqu� llegaba en mi trascendental meditaci�n, cuando rasg� la atm�sfera
erudita del Ateneo la voz del ujier: �C�tedra del Sr. Zorrilla�. �Ay!
Quiz� este mismo ujier gritar�a imp�o al d�a siguiente: �C�tedra del Sr.
Vilanova�.

Acud� con ligereza � sentarme delante de la misma tribuna, y esper� con
recogimiento, con cierto temblor cortesano, la llegada del monarca.

Y lleg�. �Pero c�mo lleg�, cielos! Como oveja � quien privaron de su
vell�n; como p�jaro desplumado. �Lleg� sin melena!

El viejo y trasquilado le�n subi� lentamente los escalones de la
tribuna, y una vez arriba, alz� la cabeza. La juventud hab�a hu�do de
aquella frente, el fuego de aquellos ojos, el carm�n de aquellos labios.
Pase� una mirada por la concurrencia, y salud�. Yo no s� lo que vi en
aquella mirada y en aquel saludo, pero me sent� profundamente conmovido.
Aquella mirada triste, muy triste, aquel saludo humilde y encogido
parec�an decir:

�Estoy en el Ateneo de Madrid; lo s�. Los que aqu� os reun�s, todos sois
m�s � menos sabios; todos sab�is que he cometido muchos anacronismos y
muchas faltas de gram�tica. S� que os re�s de mis composiciones vac�as,
de mi lirismo trasnochado; s� que os gustan otros poetas m�s fil�sofos,
s� que ya no tengo ni un admirador ni un amigo entre vosotros. La
generaci�n � la cual el soplo de mi musa revolv�a y encrespaba unas
veces, y otras rizaba y adorm�a blandamente; el p�blico que dec�a mis
versos en el teatro antes que el actor los profiriese, se ha llevado �
la tumba mi renombre. Los amigos que conmigo lo compart�an han ca�do
tambi�n uno � uno en el oscuro misterio de la muerte. Cuanto miro en
torno m�o, me es extra�o y desconocido. No entiendo vuestra sabidur�a,
no entiendo vuestro escepticismo, no entiendo vuestros versos. Me
encuentro solo, triste y pobre, y ni aun fuerzas me quedan para
repetiros la vieja canci�n. Nada puedo daros digno de vosotros:
perdonadme, se�ores, perdonadme.�

Y � m� se me encog�a dentro del pecho el coraz�n y me asaltaban deseos
irresistibles de decir:

�Procedamos por partes, ilustre vate. En primer lugar, gracias � Dios,
no somos todos sabios los que aqu� nos reunimos. Desde mi asiento estoy
viendo � varios que no lo son, puede usted creerlo, no lo son. Algunos
hay que la opini�n p�blica califica de tales, pero ya sabe usted que la
maledicencia en nuestro pa�s no respeta nada, y que no es posible poner
trabas � las lenguas. De los pocos que restan, la mitad son traducidos
del franc�s y la otra mitad en el pecado llevan la penitencia, pues
nadie cuenta con ellos para nada. Mas supongamos por un instante que
todos lo fu�semos. �Piensa usted que habr� sabio alguno, por tonto que
sea, � quien no cautiven y deleiten los hermosos poemas que usted ha
creado? �Piensa usted que esta poes�a amaneradilla y artificiosa que hoy
est� de moda osar� chistar mientras se alce en los aires el son de sus
dulces y frescas melod�as?�

Esto dir�a seguramente si hubiese dicho algo. Me reduje � pensarlo, con
otras muchas cosas que el lector ir� conociendo seguramente si no se
queda rezagado en la lectura de este art�culo.

Situ�monos en un punto de vista equidistante de todas las escuelas y de
todas las tendencias que han imperado en el arte. Mejor dicho,
situ�monos en tal lugar y tan lejano que apenas se divisen esas barreras
que las alternativas y variantes del gusto han levantado en los vergeles
de la poes�a. Desde aqu�, desde el lugar empingorotado donde plugo � mi
voluntad colocarme, no acierto � ver ning�n lindero; el huerto de los
cl�sicos es una prolongaci�n del de los rom�nticos, � tal me parece al
menos, y el de los realistas se introduce sin que nadie le vaya � la
mano por el de los idealistas. En unos y otros las flores y las berzas
fraternizan con efusi�n. Los ingenios que los han cultivado est�n all�
representados con tama�os muy distintos, sin que pueda asegurar que se
haya atendido para nada ni � la �poca en que florecieron ni � la escuela
en que militaron. Por ejemplo, all� veo � Calder�n que est� representado
por un coloso de oro con rica corona de brillantes, mientras S�nchez de
Castro es una hormiguita que en este momento le entra por la ventana de
la nariz y le hace estornudar.

Mas en realidad mi obligaci�n en este momento es no acordarme para nada
de S�nchez de Castro y no quiero dar un paso m�s por este terreno
escabroso. As�, pues, convirtiendo mis ojos � Zorrilla, observo que su
talla se eleva majestuosa sobre todos los poetas espa�oles de este
siglo, y s�lo Espronceda y Quintana logran altura parecida. Bien se me
ocurre que esta observaci�n tomada del natural, como ahora se dice, no
enternecer� el coraz�n de los poetas que hoy figuran; mas �ay! consiste
en que el coraz�n del poeta, blando y sensible para el canto del
ruise�or, para el beso de la virgen, para las noches de luna, es de
piedra berroque�a para los versos de su vecino.

La poes�a de Zorrilla es una flor de los campos, risue�a, fresca, suave,
fragante. Naci� sin que una mano diligente hubiese derramado en aquel
sitio algunos granitos de semilla tra�dos de Par�s. Naci� porque Dios
quiso que naciera para solaz del viajero que en el camino angustioso de
la vida se tiende � descansar un instante en los dominios del arte. La
regadera de la ciencia no ha venido � chapuzarla ma�ana y tarde. En los
d�as de cierzo no ha tenido cristales que la resguardaran; en las noches
de hielo no ha tenido � su lado estufa que le prestara calor. Alguna vez
se doblaba la pobrecita al peso de la nieve; otras veces se arrugaba por
las quemaduras del sol. Pero tornabais al d�a siguiente y la
encontrabais de nuevo fresca y erguida derramando aromas y esparciendo
reflejos.

Porque Zorrilla es un gran poeta, � despecho de la ciencia, � despecho
de la Academia de la Lengua, � despecho de sus torpes imitadores y hasta
� despecho de s� mismo. Infinitamente m�s poeta que otros que poseen
mucha ciencia, mucha Academia y pocos imitadores.

� la flor de la poes�a dedic�mosle hoy cuidados exquisitos y prolijos.
No los rechazo, que prefiero yo con mucho los refinamientos del esp�ritu
� las groser�as de la letra. Mas d�jenme ustedes admirar de buena
voluntad � aquellos �rboles gigantes de espeso y oscuro ramaje cuyas
copas se columpian majestuosamente al impulso de los vientos en los
bosques de mi pa�s, y no tanto � aquellos otros del Buen Retiro
cortejados sin cesar por la mano sol�cita del jardinero y recibiendo el
agua bonitamente por tubos de hoja de lata. No lo puedo remediar.

Los versos de Zorrilla no han sido forjados penosamente como tantos
otros en las fraguas del pensamiento. Zorrilla no ha tomado jam�s las
medidas � la idea para encajarla en el verso. El verso y la idea
nacieron en su mente � un tiempo mismo, como la luz y el color. Si �
Zorrilla le privaseis del lenguaje numeroso, le arrancar�ais las alas y
pronto ver�ais con qu� dificultad se mov�a por la tierra. Si quisierais
ense�arle la prosa, ver�ais cu�n torpemente se expresaba, como esos
pobres mirlos � los cuales sus due�os �progresistas! se empe�an en
ense�ar el himno de Riego con la flauta.

La prosa es una cosa muy excelente. Yo se la recomiendo con toda mi alma
al Sr. Grilo. Mas la prosa s�lo puede expresar lo que se concibe en
prosa: cuando se concibe en verso, se debe parir en verso. Hay tal
vaguedad en las ideas del poeta y tanta contradicci�n en sus
sentimientos, que no es f�cil empe�o introducirlos en la prosa sin
sacarla de quicio. El verso, seg�n dicen, es el lenguaje intermedio
entre la prosa y la m�sica. Zorrilla lo ha hecho acercarse mucho m�s �
la m�sica que � la prosa. Por eso penetra m�s f�cilmente que ning�n otro
poeta en nuestra alma y se guarda m�s tiempo en la memoria. �Qui�n en
Espa�a no sabe versos de Zorrilla? �Qui�n es el que no ha sentido el
aroma de aquella flor silvestre de que antes os hablaba?

Voy � figurarme que cruz�is por un pa�s extranjero. En una sala
espl�ndida, muy bien arrebujada con riqu�simas alfombras y tapices,
chisporrotea un fuego malicioso haciendo gui�os y prometi�ndolas muy
felices al aterido contertulio, que descalz�ndose los chanclos y
sacudi�ndose la nieve, alza la cortina diciendo: �Good evening
gentlemen�.

Ya est�is de la parte de adentro, y al comp�s de vuestros pasos se alza
un repique adulador en el cristal de las ara�as y en la porcelana de las
mesas. Y luego los enormes espejos, tan altos como el techo, se
apresuran � reproducir profusamente vuestra imagen, como si fuese la de
un grande hombre. As� que lleg�is � las cercan�as de la chimenea, os
inclin�is con mucha gracia y estrech�is una mano m�s blanca que el manto
con que en aquel instante se embozan los �rboles del jard�n, m�s suave
que la seda que viene de las Indias. No quisiera equivocarme, pero
aquella mano pertenece, � mi entender, � una _lady_ de alabastro con
ojos azules. Habl�is del tiempo, por supuesto, habl�is del pr�ncipe de
Gales, habl�is de _sport_, y hasta, si os parece oportuno, habl�is de
los ojos azules de _mylady_. Todo esto � m� no me importa poco ni mucho.
Pero la conversaci�n viene � caer sobre materia de poes�a, y entonces ya
pongo el o�do para escucharla. _Mylady_ tiene gran pasi�n por Tennyson,
y se empe�a en leeros uno de sus idilios, que vosotros, claro es,
encontr�is divino. � la lectura del idilio sigue un silencio, y al
silencio esta pregunta: �Decidme, _my dear_, �qu� poetas ten�is en
vuestro pa�s?�

�Ah! Yo estoy seguro de que en aquel instante separ�is la vista de la
argentada _lady_, y la sac�is por el balc�n � pasear por otros espacios.
Una l�grima tiembla en vuestros p�rpados, que no llega � caer, porque
aquella l�grima pertenece � la patria y no quiere pisar tierra
extranjera. All�, muy lejos, detr�s de la nieve, hay una regi�n feliz
donde calientan los rayos del sol y esparce el azahar sus fragancias.
Las aguas azules del mar y los bosques espesos de lauros, la lengua
melodiosa de las aves y la boca imperceptible de los insectos elevan sin
cesar un coro de bendiciones al firmamento l�mpido...

�Se�ora, el primero de nuestros poetas se llama D. Jos� Zorrilla. Sus
versos son el m�s preciado regalo de los o�dos espa�oles. Ninguno ha
conseguido tanta popularidad, porque ninguno es tan sencillo, tan
melodioso y tan fl�ido. Sus versos tienen el color de nuestras flores,
el brillo de nuestro cielo, la frescura de nuestra brisa. Cuando los
escuchamos, nos sucede lo mismo que cuando paseamos al declinar la tarde
por las riberas del Tajo, se olvida uno de que esta tierra es un valle
de l�grimas. Ninguno tampoco m�s nacional. Su esp�ritu nos pertenece de
tal modo, sus pensamientos est�n ligados por tan estrechos lazos � la
tierra espa�ola, que en vano querr�ais formaros idea de su encanto los
que no hab�is balbuceado jam�s plegarias � la Virgen, los que no hab�is
escuchado en esa lengua los consejos de vuestra madre. Su poes�a, como
nuestro sol, no se puede traducir.�

S�; estoy seguro de que estas � parecidas palabras saldr�an de vuestra
boca, porque en tal instante no querr�ais semejaros al asno de la
f�bula, que dispara furiosas coces sobre la frente del le�n moribundo.
Quiz� en vuestro coraz�n tendr�ais ya reservado este papel para alg�n
amigo de Madrid. Y no dir�ais mentira. El troquel que acu�� los versos
del _Capit�n Montoya_ y _Margarita la tornera_ bajar� al sepulcro de
Zorrilla, y tal vez se guarde all� por siempre. Aquellos fant�sticos
caballeros de la tradici�n no tornar�n ya � este mundo, tan vivos, tan
altivos, tan resueltos; aquellas doncellas de ojos garzos que beben por
entre una reja el t�sigo del amor, no ser�n tan puras, tan risue�as, tan
ideales. Las noches de Andaluc�a, di�fanas � brumosas, los bosques, las
tempestades, las flores, los claustros, el canto de las aves, los
suspiros del amor, ya no tendr�n pincel que los retrate y los difunda
por la tierra. �Qu� jinetes osar�n en lo porvenir cruzar de noche un
bosque de este modo?

      Muerta la lumbre solar,
    iba la noche cerrando,
    y dos jinetes cruzando
    � caballo un olivar.

      Crujen sus largas espadas
    al trotar de los bridones,
    y vense por los arzones
    las pistolas asomadas.

      Calados anchos sombreros,
    en sendas capas ocultos,
    alguien tomara los bultos
    lo menos por bandoleros.

      Llevan, por que se presuma
    cu�l de los dos vale m�s,
    castor con cinta el de atr�s,
    y el de adelante con pluma.
      Etc., etc.

�Qu� n�yade se atrever� en adelante � salir del fondo del agua en esta
forma?

      Toc� en el haz del agua
    su cabellera blonda;
    quebr� la fr�gil onda
    su frente virginal.

      Dej� el agua mil hebras
    entre sus rizos rotas,
    y � unirse volvi� en gotas
    al limpio manantial.

Oigo decir que Zorrilla no ha respetado en m�s de una ocasi�n la
gram�tica. Pero ha respetado la belleza. Y aun sobre su decantada
incorrecci�n pudiera decir unas palabras. Si ustedes me lo permiten, las
voy � decir.

Es mi creencia arraigada que los idiomas no se perfeccionan en las
Academias, como el estado pol�tico de las naciones no progresa por la
labor de las C�maras altas. La tarea de unas y de otras es de
conservaci�n y resistencia: nada m�s. Los idiomas progresan por el
impulso que les comunica un gran escritor � por el nuevo aspecto en que
los ofrece. Sin acudir � pa�ses extra�os, donde hallar�amos grande copia
de ejemplos, y ateni�ndonos solamente al nuestro, consideremos que el
m�s singular y glorioso de nuestros escritores, Miguel de Cervantes, ha
sido quien abri� m�s amplios horizontes � la lengua, comunic�ndole el
mayor grado de flexibilidad � que pudo aspirar jam�s idioma alguno.
Observemos de paso que Cervantes no est� notado de escritor correcto y
castizo, pues no tuvo inconveniente en aportar al castellano multitud de
italianismos y galicismos. Asimismo es verdad que todos nuestros grandes
escritores han trabajado sobre el patrio idioma, otorg�ndole cada cual
su propia y peculiar fisonom�a. Quevedo, Rivadeneira, Sol�s, el P. Isla,
etc., han bordado primorosamente en el rico tapiz del habla castellana,
llevando siempre un nuevo color � su exquisita urdimbre.

En tiempos m�s cercanos, �qui�n no recibir� deleite leyendo la prosa
tersa y elegante de Jovellanos, � los versos sonoros de Quintana, � la
acerada frase de Larra? Y no obstante, �stos, que ser�n siempre dechados
del buen decir, no lo son de correcci�n y pureza.

Zorrilla ha prestado servicios eminentes al idioma. En sus obras
adquiri� el m�s alto grado de dulzura y armon�a. Cuando hayan
desaparecido los correct�simos escritores que tan duramente le zahieren
por sus descuidos, y las obras donde han estampado sus relamidas frases
hayan vuelto � la tierra de donde salieron, a�n vivir� Zorrilla y sus
canciones andar�n en boca de los hombres.

Mas, � todo esto, todav�a no he preguntado al poeta que me ocupa en qu�
ideales se inspira. Es extra�o, muy extra�o; mucho m�s extra�o
trat�ndose de un sujeto que lleva varios a�os de socio del Ateneo.

Iba � remediar mi falta, cuando me interrumpe una salva de bravos y
palmadas. Los sabios aplauden desaforadamente _La siesta_. Mas ahora
corresponde preguntar: �Cu�l es el ideal de _La siesta_?

Opino como Zorrilla: dormirla con Rosa.

                      EP�LOGO

Alguna vez le he vuelto � encontrar en las calles de Madrid, triste,
cabizbajo y acompa�ado de L�pez Bago.

El genio, vaya � no vaya acompa�ado de L�pez Bago, es digno de respeto.

Por eso yo, aunque lleve la derecha, me apresuro � dejarle la acera.

[Illustration]

[Illustration]




D. RAM�N CAMPOAMOR


[Illustration: P]ARA comprender bien la fisonom�a po�tica de Campoamor
es necesario pertenecer por entero, con alma, vida y coraz�n, � la �poca
presente. El Sr. Campoamor es un poeta de la edad presente. No hay m�s
que considerar un instante sus patillas para convencerse de ello. Hace
algunas noches le o�a leer uno de sus bell�simos poemas, _El amor y el
r�o Piedra_. Y al escuchar las aventuras de aquellos enamorados
desertores que van dejando en las grutas, en los c�spedes y en las
zarzas del r�o Piedra sus risue�as ilusiones, el autor se me
representaba de improviso bajo una forma semejante. Tambi�n �l es un
desertor, un desertor de la fe, que marcha por la vida r�o abajo, r�o
abajo, tambi�n dejando entre los zarzales jirones de sus creencias. Y al
dejarlas se detiene un punto para lanzar sobre ellas una mirada triste;
suelta una l�grima, escribe una dolora, se echa � reir y sigue su
camino. Y con �l vamos todos, todos, casi todos (como �l dir�a), y
tambi�n soltamos l�grimas y carcajadas, pero no soltamos doloras para no
descalabrar � nuestros semejantes. Pero r�o abajo, r�o abajo, se va �
parar al escepticismo, dir�n ustedes.--Tal vez.--�Y entonces?--Entonces
�qu�?...--Nada.

Campoamor no tiene padre. Menos afortunado en esto que D. Jos� Zorrilla,
el cual es hijo leg�timo de un ruise�or, seg�n ha tenido la bondad de
revelarnos �ltimamente, nuestro poeta es un pobre hu�rfano dentro de la
literatura patria. Fuera de ella quiz� tenga alg�n pariente cercano,
pero que no merece por ning�n concepto el nombre de padre. En el mundo
de la poes�a l�rica no est� mal mirado el que no tiene padre conocido.
Es un mundo democr�tico, donde cada cual es hijo de sus versos y donde
conviene mucho que �stos se parezcan lo menos posible � los de los
dem�s, aun cuando no acaben de hacerse cargo por completo de ello el
Marqu�s de Mol�ns, el Conde de Cheste, el Marqu�s de Valmar y otros
pr�ceres del Reino.

En cambio, vean ustedes; en el mundo de la poes�a dram�tica no acaece ya
lo mismo. El poeta dram�tico puede y debe tener presente para orientarse
en sus concepciones la tradici�n del teatro nacional, porque el poeta
aqu� no va � expresar exclusivamente sus sentimientos, sino tambi�n los
del p�blico. As� es el mundo, � mejor dicho, as� son los mundos.

Como no tiene padre, nuestro poeta ha gozado de una libertad envidiable
desde sus primeros a�os, enderezando sus pasos � donde bien le plugo,
unas veces exhalando gemidos y vertiendo l�grimas en compa��a de la musa
rom�ntica, otras retozando alegremente con la cl�sica. Mas no es
hacedero pasar en esta existencia, que no llamar� m�sera porque ya lo
han hecho antes algunos ilustres escritores, entre ellos P�rez Escrich,
de la risa � las l�grimas y de las l�grimas � la risa sin llegar � una
conclusi�n. Justamente � esta conclusi�n ha llegado nuestro poeta. Y la
conclusi�n es la siguiente.

Las l�grimas y la risa no son otra cosa que manifestaciones concretas
del estado particular del pensamiento en cada momento. La risa expresa
la alegr�a, como el llanto la tristeza. Mas he aqu� que el pensamiento
consigue sobreponerse � estos medios de expresi�n cong�nitos � nuestra
naturaleza, y se eleva � una regi�n serena y en cierta medida
indiferente, � donde llegan confundidos y revueltos los suspiros y las
risas. Entonces el pensamiento, tal vez sin darse cuenta de ello, si se
ve triste toma para salir � la calle la risa, m�scara de la alegr�a; si
se encuentra alegre, el llanto, vestidura del dolor.

No es esto lo corriente, debo confesarlo; pero alguna vez acontece, y
cuando acontece, al que de tal modo quebranta el orden establecido para
la emisi�n del pensamiento, se le llama _humorista_, aunque la palabra
no haya recibido todav�a carta de naturaleza en nuestro idioma.
_Humorista_, sin embargo, no es �nicamente el que pone en contradicci�n
su pensamiento con sus palabras, pues esta contradicci�n se observa en
cualquier escritor sat�rico, sino m�s bien el que pone en contradicci�n
su pensamiento con el pensamiento universal. El escritor que s�lo aspire
� producir un efecto c�mico, no llegar� jam�s � este punto. Es necesario
poseer un alma superior y l�cida, que aprecie las cosas de este mundo en
su verdadero tama�o y no en el que se ofrecen � los ojos del vulgo. El
_humorismo_ es un soplo delicado que se esparce por todos los
pensamientos del escritor, suavizando su aspereza, refrenando sus
tendencias � lo absoluto y ti��ndolos todos con el color de lo relativo.
Es algo que nos emancipa y nos liberta de la bajeza de esta vida,
coloc�ndonos en un sitio elevado � inexpugnable. El _humorista_ r�e;
pero bien sabemos todos que su risa no durar� mucho, y que sus l�grimas
se encuentran siempre apercibidas � salir. En este mundo no todo inspira
risa. El _humorista_ llora; mas si aplicamos el o�do, no tardaremos en
percibir c�mo se une al coro de gemidos una nota risue�a y bulliciosa.
En este mundo no todo arranca l�grimas. El _humorista_ ridiculiza los
actos y las personas, pero su s�tira no lleva veneno, y por eso no mata,
antes vivifica. Cervantes, el m�s grande de los _humoristas_,
ridiculizando en un personaje la desmedida afici�n � las aventuras
caballerescas, no ha podido menos de hacerlo amable � todos los
corazones sensibles. El esp�ritu del verdadero humorista se halla
dotado, en fin, de una tolerancia inagotable para con los defectos de la
humanidad. Los considera como una herencia que no es posible repudiar,
y dirige sus ataques m�s al defecto en general que � los defectos.

Pues bien, se�ores; tengo el honor de presentar � ustedes un poeta
_humor�stico_. M�renlo ustedes bien, porque en Espa�a no hay m�s que
este ejemplar. Y aun �ste ha llegado un poco tarde � rendir parias � esa
musa p�lida y nerviosa que acarici� � Byron, � Heine y � Musset. Despu�s
de malgastar los br�os de su juventud en est�riles devaneos con otras
musas y m�s tarde en licenciosas bacanales filos�ficas, es natural que
al entregarse � �sta se hallase un tanto debilitado y maltrecho. No le
dedica como Musset y Heine las primicias de su fantas�a, sino los
�ltimos resplandores. Por eso las poes�as de Campoamor no tienen la
frescura y espontaneidad que tanto encarecen y abrillantan las de
aqu�llos. Ac� para nosotros; yo creo que el Sr. Campoamor tiene
demasiada metaf�sica entre pecho y espalda. Nada m�s funesto para los
�rganos vocales que la metaf�sica. Estoy seguro de que los catarros del
se�or Campoamor no proceden de otra cosa. Sin embargo, el Sr. Campoamor
lo ha advertido, si no � tiempo, con bastante oportunidad al menos. Yo
le he visto apostrofando � la metaf�sica cual si tuviese la calavera de
Yorik en la mano; y como Hamlet arrojarla diciendo: ��qu� olor tan
f�tido, puf!�

Efectivamente, Sr. Campoamor, hay muchas cosas en el cielo y en la
tierra que no conocen ni Orti y Lara ni Arist�teles; y ha obrado usted
muy cuerdamente poniendo cada d�a mayor distancia entre sus poes�as y
_Lo absoluto_. Pero aquella sucia calavera dej�le algunas telara�as en
los dedos y fu� necesario que usted se ba�ase en el Jord�n cristalino de
los _Peque�os poemas_ para arrojarlas de s� enteramente.

Vamos � otra cosa. En la poes�a del Sr. Campoamor se observa un
desequilibrio notable entre el pensamiento y la forma. Aqu�l es el
tirano que se impone con maneras tan descorteses, tan desp�ticas en
ocasiones, que la m�sera forma corre � ocultarse por los rincones de la
prosa, reduci�ndose de buena voluntad al menor tama�o y apariencia
posibles. Pero de estas y otras cosas no doy culpa ninguna al Sr.
Campoamor. Hemos convenido en que pasaron los tiempos ominosos de las
formas. Los escultores achacan la decadencia de su arte � los excesos
del pensamiento, que favorecen el desarrollo de la cabeza destruyendo al
propio tiempo la armon�a corporal que el arte reclama, y yo no estoy muy
lejos de creerlo as�. La facultad del alma que hoy alcanza m�s �xito
entre la buena sociedad es el entendimiento. Sentir�a mucho, no
obstante, que se viese en estas palabras una alusi�n directa � indirecta
al Sr. Grilo ni tampoco al Sr. Blasco.

En el cerebro de los hombres de este siglo, las ideas se codean, chocan,
se atropellan, quieren salir todas � un tiempo, cual si estuviesen en el
Ateneo en el momento de pedir la palabra el Sr. Perier, y, es claro, no
hay manera de que salgan con la debida compostura. Fuerza es
confesarlo; el siglo va echando demasiada cabeza, si bien me complazco
en reconocer que dentro del siglo hay algunas cosas que, aunque no
tienen pies, tampoco tienen cabeza. �Necesitar� repetir que no hay en
mis palabras ninguna alusi�n concreta?

La forma huye, pues, del siglo en que vivimos, y es lo peor de todo, que
en la poes�a no puede sustituirse por el algod�n y la goma como en otras
esferas de la vida individual. Ya no les queda � los desdichados hijos
de esta �poca m�s que fondo, y todav�a � muchos de ellos les niega la
suerte este �ltimo consuelo. Pero no se lo ha negado al Sr. Campoamor.
El Sr. Campoamor es el poeta m�s sustancioso que poseemos; tal vez el
�nico que pudiera sufrir una traducci�n en prosa � cualquier lengua
extranjera. Y aun cuando no es opini�n m�a que deba someterse al poeta �
prueba tan terrible, porque hay en la poes�a un algo sutil, vagoroso y
tenue que se evapora y desvanece as� que se quiebra la estrofa en que se
guarda, debemos confesar que da se�ales manifiestas de robustez y br�o
la que sabe resistir � esa brutal profanaci�n. Si no aconteciese de esta
suerte en otros varios casos, no es del todo seguro que la mayor�a de
los espa�oles leyesen los poemas de Byron y de Goethe.

Porque ha querido hablar de las cosas del cielo con el lenguaje de la
tierra, los dioses indignados vertieron sobre los poemas de Campoamor el
veneno de la monoton�a, de esa monoton�a que en los alejandrinos
franceses hace tan desastrosa competencia al opio. El desd�n soberano
con que Campoamor arroja � los pies de los dioses la octava sonora, la
quintilla chispeante, la d�cima coqueta y el romance cadencioso,
qued�ndose tranquilo con su pobre pero honrada _silva_, es un rasgo de
audacia y estoicismo que me seduce. Sin embargo, gu�rdense nuestros
vates de imitar un acto de hero�smo semejante, pues si los dioses por
capricho perdonan � uno de estos temerarios, cuando alg�n otro intenta
repetir el sacrilegio, no dejan de confundirlo con ejemplar castigo.
Verbi y gracia: d�as atr�s he visto los _peque�os poemas_ de un joven
vate, formando un elegante tomo con hermosa cubierta � dos tintas, que
hacinados miserable � irrespetuosamente en un cesto, se vend�an en la
Puerta del Sol � medio real. �Qu� terrible ense�anza para los j�venes
poetas!

La sencillez de Campoamor es proverbial, y porque es proverbial puedo
excusarme de hablar de ella. Tan s�lo quiero que ustedes me den su
opini�n sobre el siguiente caso.

M�s de una vez me ha acontecido el pararme en los pasillos de un teatro
� en la puerta de un sal�n de baile � inspeccionar seriamente la entrada
de las bellas. �Qu� joven no tiene en su vida alguno de estos rasgos de
talento! Otros j�venes, dando pruebas del mismo ingenio, no tardan en
colocarse � mi lado en alineaci�n derecha, quiz� con id�ntico objeto, y
presto se forma una apretada fila de cuellos � la marinera y corazones
predispuestos � la admiraci�n. Las bellas pasando por delante de la
noble fila con los ojos bajos y el rubor en las mejillas esperando
humildemente el fallo de aquellos cuellos soberanos. Y � cada nueva
belleza que entra abroch�ndose los guantes, se alza del seno de la fila
un himno de murmullos y de muecas que va derecho al trono del Alt�simo �
felicitarle por sus �ltimas producciones. Mas, no cabe duda, cuando la
fila se siente verdaderamente alarmada y herida en lo m�s �ntimo, es
cuando pasa Melita. �Melita es tan linda!... �Tiene unos ojos!... �Y
unos labios!... �Va siempre tan sencilla!... Y sobre todo, eso de no
pintarse poco ni mucho es un rasgo que la coloca � la altura de Lucrecia
y de la madre de los Gracos en opini�n de la muy alta y poderosa fila.
Por eso aquellos esforzados j�venes se sienten acometidos de la
imperiosa necesidad de producir en su garganta algunos gru�idos muy
lisonjeros, sin duda alguna, para Melita.

Esto mismo se ha repetido en distintas ocasiones, y cuantas veces se ha
repetido, otras tantas he visto � Melita tan linda y tan risue�a, y
otras tantas su acrisolada y nunca desmentida sencillez ha pesado de un
modo decisivo en la opini�n.

Ahora pregunto yo: �Tendr� algo que ver la sencillez de Campoamor con la
de Melita?


                          LAS DOLORAS

_Pregunta._ �Qu� son doloras?

_Respuesta._ Unas composiciones breves, ingeniosas y muy desenga�adas,
que revolotean sin cesar desde la poes�a � la prosa y desde la prosa �
la poes�a, donde se expresa un pensamiento que el Sr. Ray�n y algunos
otros distinguidos cr�ticos, entre los cuales se cuenta el Sr. Ray�n, no
dudan en calificar de filos�fico.

_P._ �Es �sta, por ventura, la definici�n aceptada y seguida en las
escuelas?

_R._ No se�or. En este punto, como en algunos otros, no todos los sabios
estamos de acuerdo. El se�or Marqu�s de Mol�ns �tiene para s� que tales
poes�as, sencillas como la anacre�ntica, ligeras como el madrigal,
picantes como el epigrama, no est�n empapadas en el vino de los
banquetes como la anacre�ntica, ni perfumadas de tomillo y mejorana como
el madrigal, ni salpimentadas de mostaza como el epigrama; pero que
conmueven como la oda, describen como el idilio y corrigen como la
s�tira�. No me es posible, sin embargo, acostarme � la opini�n de este
var�n eminente.

_P._ Y el nombre de doloras �de d�nde lo hubieron?

_R._ El Sr. Conde de Revillagigedo, con esa perspicacia que caracteriza
� los condes, supone que tuvo origen en alg�n misterio del coraz�n. Y
efectivamente, nadie puede dudar de que los corazones son muy capaces de
encerrar misterios. Pero �tenemos acaso derecho � introducirnos en su
vida privada?

P. Mas dejando � un lado al Sr. Conde de Revillagigedo, pues no es bueno
en este instante discutir las grandezas de la tierra, �cu�l es vuestra
opini�n (entendiendo que os pido la mejor que teng�is) sobre las doloras
de Campoamor?

_R._ No s�lo os dar� mi opini�n, sino tambi�n la de mi familia, en el
caso de que os fuese de alguna utilidad. Las doloras, aunque un poco
dadas � la metaf�sica, son unas composiciones muy bellas, elegantes y
discretas. Predomina en ellas la imaginaci�n sobre el sentimiento, y
esto es precisamente lo que las aparta de los _lieder_ alemanes, con los
cuales guardan m�s de un parecido. Son picarescas, llenas de gracia y
donaire y nos dicen m�s � veces con una mueca, que el Sr. Perier con un
discurso. R�en mucho y lloran alguna que otra vez. La gente ha dado en
decir que tienen poco coraz�n.

_P._ �Por qu� hab�is dicho de ellas que son muy desenga�adas?

_R._ Porque no he querido llamarlas esc�pticas. No se dir� jam�s que yo
he sido grosero con las damas. Y si paramos mientes en este asunto, a�n
se ver� claramente que existen razones para adoptar un adjetivo y
desechar el otro. Cuando leo las doloras, sin poderlo remediar me
acuerdo de ciertas preciosas j�venes que despu�s de dos � tres
acometidas infructuosas de matrimonio se deciden � tener ojeras y �
estar distra�das cuando se las habla, plegando sus labios h�medos y
rojos con una sonrisa ir�nica, y paseando su belleza por teatros y
salones con la misma unci�n que si mostrasen las tablas de la ley al
pueblo israelita. Aquellas j�venes no son esc�pticas; sienten la
belleza, sienten la religi�n, sienten el arte y sienten el matrimonio.
Pero est�n desenga�adas.

_P._ �Qu� ten�is que decir sobre su moralidad?

_R._ Dirig�os, si ten�is empe�o en saberlo, al cura de la parroquia.

_P._ �Y qu� opin�is del comentario que el Sr. Ray�n va poniendo � cada
una de las doloras?

_R._ Bien echo de ver, por la pregunta, que no hab�is visto jam�s unas
l�minas que suelen traer los libros de cirug�a, donde aparece primero el
rostro hechicero y virginal de una ni�a, y en la p�gina siguiente este
mismo rostro despojado de la piel.

_P._ �Por qu� dec�s que revolotean sin cesar desde la poes�a � la prosa
y desde la prosa � la poes�a?

_R._ Porque en algunas de ellas el pensamiento es tan po�tico, que
merece una expresi�n m�s pura y armoniosa que la que el Sr. Campoamor le
presta, y en otras tan prosaico, que no hay raz�n para lanzarlo � los
espacios de la poes�a en alas de la versificaci�n, cuando debiera
discurrir � pie por la tierra como el vulgo de los mortales. Muy lejos
de m� la idea de dividir las palabras en legales � ilegales, cual si
fuesen partidos de oposici�n. Si hubo un tiempo en que multitud de
vocablos no pod�an tener acceso � la vida del arte, hoy por fortuna el
cuarto estado del diccionario ha roto sus cadenas, y en la m�s
encopetada poes�a se tropieza sin sorpresa con palabras de un origen muy
humilde. Mas con ser esto tan cierto como justo, no os dar�is por
ofendido si opino que, cuando en la mente del escritor se presenta un
pensamiento l�cido y como si dij�ramos de sangre azul, el escritor se
encuentra en la imprescindible obligaci�n de procurarle el traje que
conviene � su rango, al paso que cuando llama � su puerta un pobre
diablo lleno de harapos y gre�as, la caridad no le ordena m�s que
alargarle un plato de potaje para remediar su hambre.

_P._ �Y cre�is que las doloras llegar�n � formar un g�nero literario?

_R._ No, padre.

_P._ �Y en qu� os fund�is?

_R._ En que el car�cter de las doloras no est� determinado por su forma,
sino por su fondo. Ahora bien; el fondo de las doloras es el mismo
talento po�tico del Sr. Campoamor. �Cre�is que un talento tan original
tendr� muchos hermanos?

_P._ �Cu�les son las mejores � vuestro juicio?

_R._ Aunque son muchas las que me gustan, en general considero
superiores las comprendidas en la cuarta parte, no s� si por su belleza
intr�nseca, � por la aureola que las presta el no llevar comentario de
Ray�n.

                   EL DRAMA UNIVERSAL

No tengo predilecci�n por el poema simb�lico � fant�stico. Algo parecido
me pasa con las ostras. Las como cuando se presenta la ocasi�n, es decir
cuando me las ofrecen; pero yo no las pido jam�s. Mas no por eso dejo
de comprender la afici�n � los poemas simb�licos. Es una afici�n tan
plausible por lo menos como la de las ostras. Mi esp�ritu, abierto �
todos los mariscos y � todos los poemas, sabr�, ya que la vez se
presenta, tributar los honores debidos al _Drama universal_.

All� en otro tiempo, sin embargo, sent�a yo verdadera pasi�n por las
ostras. Mas he aqu� que un amigo escribe un poema simb�lico, y lo que es
a�n m�s generoso por su parte, se decide � le�rmelo. Bien sabe Dios que
jam�s he exigido � ning�n amigo que me lea un poema simb�lico. Comprendo
que la amistad tiene sus l�mites, y por eso si �l no se ofreciese
espont�neamente � le�rmelo, nunca me hubiera aventurado � ped�rselo. Me
llev� � su casa, me regal� el paladar con unas ostras y me ley� su poema
simb�lico. Por la noche so�� unas cosas espantosas. Un mar embravecido,
negro como la tinta, arrojaba � la orilla donde yo estaba una cantidad
de ostras que iba en aumento de un modo prodigioso. La playa se hallaba
cubierta enteramente por ostras que destilaban fr�amente su licor
viscoso y nauseabundo. Yo trataba de huir � toda prisa, pero en vano,
porque � cada paso aquel maldito licor me hac�a resbalar. �Qu� angustia!
El mar segu�a rugiendo y arrojando ostras y ostras. Parec�a que se
hab�an dado cita en aquella playa las ostras de las cinco partes del
mundo. Por �ltimo despert�, y not� que me dol�a la cabeza. Despu�s, creo
que me hicieron tomar algunas limonadas purgantes y un oc�ano de caldo.
Cuando sal� de la cama, al cabo de varios d�as, hab�a perdido casi todas
mis ilusiones sobre las ostras y los poemas simb�licos.

Mas echo de ver que estoy poniendo una singular introducci�n al juicio
cr�tico de El drama universal. �En vez de disertar ampliamente sobre los
or�genes y vicisitudes del poema simb�lico al trav�s de las edades, me
entretengo en hablar fr�volamente de una indigesti�n de ostras! Me est�n
hormigueando por el cuerpo unos deseos terribles de mostrar al
respetable p�blico que si me empe�o soy capaz de ofrecerle una erudita
introducci�n fraguada con todas las reglas del arte. Todo parece
invitarme � ello. La hora; el sitio--que es la biblioteca del Ateneo de
Madrid;--el ruido ameno de los pasillos; todo me dice con elocuencia que
puedo escribirla impunemente. Enfrente de m�, detr�s de los cristales de
un armario, percibo los lomos verdes, rojos � grises de los libros
mejores para el caso. All� veo uno que dice con caracteres de oro:
_Schlegel_.--_Histoire de la litterature ancienne et moderne_; m�s all�
otro que dice: _Hallam._--_Introduction to the literature of Europe in
the fifteenth sixteenth and seventeenth centuries_; m�s all�:
_Leveque.--La science du beau_; y � este tenor otras muchas obras
monumentales y sublimes que llevan en sus entra�as ricos veneros de
citas. �C�mo me miran las taimadas!--�Anda, ven ac�, parecen decirme,
�brenos y ver�s cu�ntos medios hay en el mundo de darse tono. Si tienes
la digesti�n r�pida, como dec�a Schiller, ver�s cu�n f�cilmente te
convertimos en sabio.�

Es una fuerte tentaci�n, pero sabr� resistirla. Para algo me ha dado
Dios esta inflexibilidad de criterio que tanto perjudicaba � mi nodriza
en los primeros meses de mi vida.

Voy, pues, � expresar sin una sola cita y con las menos palabras
posibles (pues hace demasiado calor en la biblioteca del Ateneo de
Madrid) mi humilde, pero lisa y llana opini�n sobre _El drama
universal_.

No s�, ni me importa saber, lo que se ha propuesto el Sr. Campoamor al
escribir _El drama universal_. Probablemente ser�a (lo saco por el
t�tulo) una cosa enorme y grandiosa. Y antes de pasar m�s adelante, me
conviene indicar que las obras art�sticas m�s trascendentales conocidas
hasta el d�a, no son precisamente aquellas en que el artista vi� al
escribirlas su trascendencia; antes me figuro que tales obras son
trascendentales sin que el mismo artista lo sospeche. V�anse, por
ejemplo, el _Quijote_ de Cervantes, el _Hamlet_ de Shakspeare, _Edipo en
Colona_ de S�focles, y tantas otras en que la poderosa intuici�n, y
todav�a pudiera decir el instinto del escritor, ha llegado sin quererlo
� los parajes m�s rec�nditos de la filosof�a.

Entrando por el poema del Sr. Campoamor, observo que juegan en �l
pasiones humanas. El Sr. Campoamor fu� muy due�o de encarnar estas
pasiones humanas en seres fant�sticos, pero yo tambi�n lo soy de
preferir que las hubiese encarnado en seres humanos. El amor es el
asunto del poema. El se�or Campoamor fu� muy due�o de dividir el amor en
tres categor�as: el amor terrenal, representado por Honorio; el amor
ideal, representado por Soledad, y el amor divino, representado por
Jes�s el Mago; pero yo tambi�n lo soy de pensar que no existe m�s que
uno. Y porque no existe m�s que uno, el personaje que lo encarna,
Honorio, es el �nico que interesa y conmueve en el poema. Porque el amor
de Honorio no es el amor sensual, sino amor humano, esto es, amor que
participa � la vez del orden f�sico y del moral, amor que se mueve
dentro de nuestra peculiar esfera. Por eso no hallo bien que el Sr.
Campoamor oponga � este amor, que es el verdadero, el amor de Soledad,
que es una abstracci�n. Las abstracciones, que generalmente vienen del
Norte, son fr�as como las escocesas y las rusas, y cuando ponen el pie
en un poema simb�lico, casi siempre es para echarlo � perder. Soledad,
como ser abstracto, no consigue interesar � nadie. El amor pur�simo y
cast�simo que profesa � Palaciano parece copiado de un libro de misa. En
cuanto � Jes�s el Mago, � pesar de sus apariciones y desapariciones, �
la hora en que escribo estas l�neas no s� todav�a � punto fijo qu� papel
juega en el poema.

El problema de la lucha del esp�ritu y la materia, que es el fondo
metaf�sico de _El drama universal_, tiene poco de po�tico planteado en
la forma simb�lica que lo ha hecho el Sr. Campoamor. Por regla general,
los problemas se aburren mucho dentro de las obras de arte y est�n
siempre como forasteros. Parecen � esos ingleses lacios y fatigados que
recorren nuestras ciudades del Mediod�a en busca de un rayo de sol para
calentar su helado coraz�n. �Y _Fausto_? me dir�n ustedes. En primer
lugar, _Fausto_ es la obra gigantesca de uno de los m�s grandes poetas
que registra la historia del Arte. Despu�s (dicho sea esto con perd�n de
mi muy querido � ilustre amigo Urbano Gonz�lez Serrano), la metaf�sica
de la segunda parte de _Fausto_ me seduce mucho menos que el drama de la
primera. �Ay! � este tenor, �cu�ntas veces me gusta m�s la criada que me
abre la puerta de alguna casa, que su se�orita!

Mas si dejamos � un lado (al que ustedes quieran; lo mismo me da uno que
otro) la trascendencia del _Drama universal_, y pasamos � considerar lo
que ante todo debe considerarse en un poema, esto es, su poes�a, �con
cu�nto placer echara mi pluma � caza de frases lisonjeras! Aparte de la
monoton�a que engendra el cuarteto, aun m�s mon�tono que la octava, no
conozco otra obra en la moderna literatura espa�ola que la aventaje en
riqueza de im�genes, en brillantez y en colorido. Hay en el fondo de
ella depositado oro bastante para dorar muchos poemas, y todos sus
cuartetos por lo elegantes y sustanciosos semejan estuches diminutos
donde se guarda siempre una joya. Pero ustedes saben muy bien que yo no
puedo seguir � caza de frases lisonjeras, sin inferir una ofensa m�s �
menos grave �


                    LOS PEQUE�OS POEMAS

R�o abajo, r�o abajo, no se va � parar al escepticismo. Si alguno dijera
lo contrario, aunque fuese el mismo autor de este art�culo, mi opini�n
es que no se le debe hacer caso. R�o abajo, r�o abajo, podr� ir � parar
al escepticismo el autor de este art�culo, que es hombre vulgar, para
quien las cosas se gastan pronto y pronto decaen, cuando lo que se gasta
y decae en realidad es su imaginaci�n. El autor de este art�culo podr�
muy bien dentro de algunos a�os ver el mundo al trav�s de mil prosaicos
desenga�os y de su propia fatiga; podr� renegar de las flores, las
mujeres y las l�grimas, declar�ndose ciego partidario de los
calzoncillos ingleses y de los discursos de Perier. Pero �qui�n puede
tomar como ejemplo en asuntos tan elevados y espirituales al fr�volo
cuanto insignificante autor de este art�culo?

Tal vez me haya excedido un poco en los cargos que dirijo al autor de
este art�culo. Si es as�, declaro que no ha sido mi �nimo, ni lo ser�
jam�s, inferirle el m�s peque�o agravio.

El Sr. Campoamor, como todos los hombres de esp�ritu verdaderamente
po�tico, no envejece. El espect�culo que le rodea no le agita, pero le
impresiona como en sus mejores a�os. Yo opino que a�n mejor que en sus
primeros a�os. �Oh! �qui�n llegara � su edad con una imaginaci�n viva y
fresca para recibir las bellezas infinitas de lo creado! �Pues qu�!
dentro de treinta a�os, la brisa que venga de bosque en bosque �
murmurar � nuestro o�do, �ser� por ventura menos tibia y traer� menos
perfumes? La ola lejana del mar, ba�ada por la luz del mediod�a, �ser�
menos brillante y azul? Las aguas de los r�os �correr�n al trav�s de las
sombras vacilantes de la noche con menos calma y majestad hacia el
Oc�ano? �Las flores soltar�n, fatigadas de vivir, sus p�talos, all� en
la tarde, con menos dulzura y silencio? Y aquellos picos siempre
nevados, que se columbran desde el balc�n de mi casa, �ser�n menos
hermosos cuando el sol les dirija su �ltima mirada?

�Ay! mucho lo temo. Por eso siento ya una envidia anticipada hacia el
Sr. Campoamor. _Los peque�os poemas_ son la poes�a del ocaso; pero �qu�
ocaso tan espl�ndido! Ese sol, como el de su pa�s y el m�o, se pone m�s
hermoso a�n que se levanta. �Qu� luz tan suave, qu� ternura y qu�
melancol�a tienen los �ltimos poemas de Campoamor! Al hundirse en los
espacios insondables, ese sol no corre ansioso so�ando dichas imposibles
all� en otras esferas: baja lentamente, mirando con tristeza hacia la
tierra y acariciando dulcemente sus recuerdos. En su carrera ha habido
nubes que le empa�aron y ofuscaron, pero ya no se acuerda. Ya no se
acuerda sino de aquellos pedazos de cielo azul desde donde contemplaba
extasiado las flores que crecen por la tierra.

La fantas�a del poeta llega � comprender, despu�s de haber discurrido
por el mundo de los sue�os y de las verdades, que muchas cosas le
calentaron sin raz�n y otras le enfriaron sin motivo. Los j�venes se
arrojan ansiosos sobre aquellos objetos que m�s se destacan y brillan, y
abandonan por insignificantes � indignos otros m�s pobres y modestos.
As� podemos observarlo en las obras de la escuela rom�ntica.

_Los peque�os poemas_ han venido � demostrar cu�nta sinraz�n hay en
ello. Con una iron�a dulce, con una sensibilidad tierna, con una
fantas�a sana y equilibrada, Campoamor va recogiendo del suelo aquellas
florecitas que no han conseguido fijar nuestra atenci�n ni detener
nuestro paso. Poco � poco forma con ellas un ramo, y al ense��rnoslo nos
estremece de placer y remordimiento. Aqu� es una pobre joven que viaja
en un tren expreso, herida mortalmente de un desenga�o de amor. All� es
una novia que enrojece y tiembla y medita � la vista de un nido. M�s
all� es una pobre ni�a que espera � todas horas una carta que no viene.
En todas partes lo humilde, lo peque�o; jam�s lo brillante y elevado.
Pero lo humilde surge al reclamo del poeta con proporciones grandiosas,
y llega � fascinarnos como lo m�s soberbio. Por eso ahora, si veo � una
ni�a que contempla un nido, me detengo, cual si creyera escuchar la
turba de inefables pensamientos que cruzan aleteando por aquella
cabecita blonda. Cuando miro al cartero penetrar en una casa, me digo
siempre: �qui�n sabe si llevar� un nuevo desenga�o � Dorotea! Cuando
viajo en tren expreso, vislumbro por el cristal de la ventana mil
negruras y fantasmas que antes no percib�a. Y si en el fondo del
carruaje veo reclinada una joven rubia �digna de ser morena y
sevillana�, siento punzantes deseos de preguntarle su triste historia, y
de envolver sus lindos pies con mi manta zamorana.

As� es el Arte. El poeta a�ade cada d�a nuevos mundos al que Dios ha
sacado de la nada.

[Illustration]

[Illustration]




D. ANTONIO F. GRILO


[Illustration: C]ADA vez que tomo la pluma para escribir la semblanza de
un grande hombre, me asalta el temor, que me turba y desazona, de no ser
bastante respetuoso con �l. Hoy, como nunca, esta terrible duda se
presenta negra y honda en mi esp�ritu. He arrojado una mirada previa al
fondo de mi conciencia, y no he visto en ella depositado bastante
respeto para trazar esta semblanza. En vano acudo � mil oscuros
expedientes para estimularlo y acrecerlo. En vano me represento al Sr.
Grilo con el la�d entre las manos y los ojos puestos en el cielo,
lanzando � los aires su melodioso c�ntico al pie de las columnas de _La
Ilustraci�n Espa�ola y Americana_. En vano recuerdo haber o�do de los
autorizados labios de mi prima que Grilo �hace unos versos muy bonitos�.
En vano quiero figur�rmelo en pie, detr�s de una mesa, lealmente
acompa�ado de un vaso de agua azucarada, dirigiendo sus versos � un
senado ilustre, circundado por esa aureola que presta al poeta una
hermosa voz de bajo cantante. Nada; por m�s que hago no consigo
confiarme en mi respeto, y tiemblo pensando que puede faltarme � lo
mejor.

Esta duda me incita � mirar hacia atr�s en mi vida literaria. Considero
que esta vida se ha deslizado dulcemente hasta ahora escribiendo
desprop�sitos � prop�sito de oradores, novelistas y poetas,
ensalz�ndolos � despreci�ndolos al sabor de mi pluma desbocada, y
comienzo � sentir desasosiego en la conciencia. Creo ya que es necesario
corregirme por medio de la pena; que es fuerza atemperar mis �mpetus
procaces con saludable escarmiento. Yo mismo quiero entregar mi cuello
al hacha justiciera para borrar los yerros de mi nefanda cr�tica.

Sabed, se�ores todos, los que visteis vuestros sagrados versos �
inmaculada prosa en los torpes renglones de este cr�tico, que este
cr�tico acaba de cometer un drama. Y no s�lo lo ha cometido, sino que,
sin le�rselo previamente � nadie, pues se dice partidario del antiguo
precepto de Man� �no leas dramas al pr�jimo para que el pr�jimo no te
los lea � ti�, ha tenido la perfidia de presentarlo en el teatro Espa�ol
sin conocimiento de los Sres. Retes y Echevarr�a.

Ha sonado, pues, la hora de la reparaci�n. El cr�tico quiere daros la
batalla en vuestro propio terreno y deb�is acudir � �l provistos de
vuestras sonrisas m�s concluyentes y de vuestras toses m�s demoledoras.
Como adversario leal, debo, sin embargo, advertiros de las fuerzas con
que cuento para la lucha, puesto que no es mi �nimo armaros asechanzas.
En primer lugar no debo ocultaros que el drama es bueno. Despu�s de esta
sincera y espont�nea declaraci�n que acabo de hacer, sin que para ello
se haya ejercido sobre m� presi�n de ning�n g�nero, considero que ya no
dudar�is ni por un instante de mi lealtad.

� m�s de esto, para contrarrestar y resistir el ataque de _los morales_,
esto es, de P�rez Escrich, S�nchez de Castro, Herranz, Frontaura, etc.,
cuyas fuerzas no puedo desconocer, os dir� que cuento con el apoyo tan
ferviente como valioso de los autores de obras en un acto. Es una
falange de j�venes llenos de talento y de fe en el empresario. Podr�n
causar � mis enemigos mucho da�o.

Paso por alto alg�n otro detalle de mis fuerzas, porque quiero llegar
cuanto m�s antes � lo principal. Se�ores, aquello en que despu�s de Dios
tengo puestas todas mis esperanzas para la salvaci�n y �xito dichoso de
mi drama, son unas veinticuatro d�cimas de esas llamadas calderonianas,
que el protagonista debe decir al punto de atravesar con su espada al
�nico t�o materno que le resta. No puede darse nada m�s enmara�ado y
perfecto que estas d�cimas. Mucho dudo que pod�is resistir � su �mpetu
salvaje. Si fi�is en vuestro esfuerzo y no os duele una derrota, acudid
� la cita que os demando, pues me propongo confundiros y correros,
dej�ndoos con las bocas �abiertas al negro espacio�, como los grifos de
Echegaray.

En tanto que la clepsidra tiene en suspenso el instante de mi triunfo,
me permitir�is, se�ores, que dedique algunas l�neas al Sr. Grilo.

En el Sr. Grilo existen dos naturalezas: una, la del poeta; otra, la del
pensador. La �ndole y car�cter de este art�culo no me consienten, como
fuera mi gusto, estudiar por igual estos dos aspectos diversos del mismo
ingenio, sino que necesito separar por abstracci�n la naturaleza del
poeta de la del pensador y atenerme �nicamente � una de ellas, que ser�
la primera. Por lo cual considerar�, en este mi art�culo, las
composiciones del Sr. Grilo como si se hallasen desprovistas enteramente
de pensamiento, aplazando para otra ocasi�n el estudio minucioso de su
contenido.

Y empezando el examen del poeta, nos corresponde preguntar: �qu� nuevos
elementos aporta el se�or Grilo � la obra del arte nacional? En la
respuesta � esta pregunta debe ir envuelta sin remedio la definici�n
breve y precisa del car�cter del poeta, porque aquello en que los poetas
discrepan y se apartan de los que les han precedido, esto es, lo que hay
en ellos de nuevo y peregrino, es lo que se�ala y determina su car�cter
art�stico. � mi juicio, la ventaja principal de que nuestra poes�a es
deudora al Sr. Grilo consiste en el empleo m�s amplio y comprensivo que
hasta aqu� se ha hecho nunca de las piedras preciosas como elemento
po�tico. Nadie puede desconocer la importancia que las piedras
preciosas tienen dentro de la literatura, sobre todo como t�rminos de
comparaci�n. En nuestros cl�sicos se encuentran alguna vez empleadas con
bastante acierto, aunque siempre t�midamente. Las piedras de que se
valen suelen ser por regla general las m�s comunes y conocidas; el
brillante, el rub�, la esmeralda, el topacio y pocas m�s. Est�bale
reservada al Sr. Grilo la gloria de dar un paso de mucha trascendencia
en esta v�a. El Sr. Grilo, no s�lo ha manejado siempre con gran novedad
y atrevimiento las de uso m�s frecuente, sino que puede considerarse
como dichoso introductor de una multitud de ellas que nuestros cl�sicos
desconoc�an por completo, tales como el zafiro, el �gata, el granate, la
turquesa, el �palo y otras muchas que se encuentran � cada paso en las
composiciones del ilustre escritor que nos ocupa.

Pero si es la mayor, nadie osar�a afirmar que es la �nica ventaja que ha
otorgado al arte patrio. El se�or Grilo ha conseguido como ning�n otro
escritor espa�ol poner al servicio de cada idea el mayor n�mero posible
de palabras. La palabra es sin disputa el m�s precioso don que la
Providencia concedi� � los humanos, y el que � juicio de los
naturalistas nos aparta rigurosamente del bruto. Comprendi�ndolo as� el
se�or Grilo, es quiz� de todos los humanos el que mejor ha sabido
aprovecharse de ese inestimable favor, procurando por medio de todas las
voces del diccionario de Dom�nguez (que es el m�s completo) alejarse el
mayor trecho posible de los animales inferiores. La palabra no fu� dada
al hombre en un solo instante y gratuitamente, sino tras largo y penoso
aprendizaje. El tr�nsito del sonido inarticulado al sonido articulado
cost� � nuestros antepasados muchos siglos[8]. M�s tarde el paso de las
lenguas monosil�bicas � las aglutinantes y de �stas � las de flexi�n se
realiz� en largu�simo per�odo hist�rico[9]. El progreso no s�lo ha
caminado � la par con el lenguaje, sino que es, en el sentir de varios
eminentes fil�logos, una consecuencia de esta noble facultad humana. Y
en efecto, �qu� distancia tan inmensa no existe entre el hombre
primitivo, que expresa con un sonido inarticulado el m�s intrincado de
sus razonamientos, y el Sr. Grilo, que emplea un n�mero infinito de
sonidos articulados para decir que le encanta la luna y que de ning�n
modo puede pasar sin ella!

Sin necesidad de acudir � las �pocas prehist�ricas, �cuantos pasos no ha
dado el g�nero humano desde los primeros escritores que surgieron en la
tierra, verbi y gracia desde Mois�s, que con dos miserables palabras
quiere relatar la aparici�n de la luz, hasta nuestro poeta, que hubiera
sabido �ntercalar oportunamente m�s de dos mil, como lo exige la
grandeza del asunto y la propia dignidad del poeta!

Mucho se enga�ar�a, no obstante, el que juzgase que s�lo por la
abundancia y riqueza de voces brillan las composiciones del Sr. Grilo.
En la acertada y oportuna colocaci�n de aqu�llas hay tambi�n no poco que
admirar. Echemos una mirada � cualquiera de sus m�s notables poes�as,
por ejemplo, � la titulada _Al borde del abismo_, y nos convenceremos de
ello.

Empieza esta composici�n:

    A la orilla del mar; casi sin luna,
        sin una luz apenas,
    un �adi�s! nuestras almas se dec�an
        en la noche desierta.
    Dos infinitos batallaban solos
        en la muda ribera;
    el de aquella imposible despedida
        y el de la mar inmensa.

Considere el lector cu�nta fuerza y majestad comunica � la composici�n
el adverbio _casi_ interpolado en el verso primero. No es posible decir
de modo m�s elocuente y peregrino que la luna se hallaba en cuarto
menguante.

El adverbio _apenas_ del segundo verso presta al _casi_ del primero un
apoyo eficaz y desinteresado, que este �ltimo nunca agradecer� lo
bastante. Al mismo tiempo, y penetrando en el asunto de la composici�n,
declaro que no he visto jam�s un cuadro tan desolador. Porque, si para
nadie es cosa agradable encontrarse � la orilla del mar, casi sin luna,
con dos infinitos que batallan solos, para el Sr. Grilo, que nunca se
ha excusado de expresar su fervoroso apego � aquel sat�lite, debe ser
una situaci�n verdaderamente desesperada.

Citar� � m�s de �sta, como es mi deber, la c�lebre composici�n titulada
_Las Ermitas de C�rdoba_. S�lo de pensar que pudo haberse muerto el Sr.
Grito sin escribir _Las Ermitas de C�rdoba_, me estremezco. Yo no
comprendo de qu� modo podr�a pasar la sociedad elegante sin esta
maravillosa poes�a, sobre todo por las noches. El oir al Sr. Grilo
recitar, con las manos quietas, _Las Ermitas de C�rdoba_, es uno de esos
goces sencillos y honestos que no puede sustituirse con nada. �Plegue al
cielo que nuestra aristocracia contin�e siempre buscando un refugio para
su hast�o en esta milagrosa composici�n!

Mas, como no hay nada en el mundo perfecto, en algunas de las poes�as
del Sr. Grilo he cre�do hallar ciertas imperfecciones que, si no da�an
poco ni mucho � su pensamiento (del cual he dicho ya que prescind�a por
entero en este art�culo), turban y empa�an el claro brillo de la forma.
Sea ejemplo este soneto que trascribo fielmente de _La Ilustraci�n
Espa�ola y Americana_:

           AL R�O PIEDRA

      �Ni�gara de Arag�n! �Del alta cumbre
    tus ondas vuelcas de luciente plata,
    cuyo raudal sonoro se desata
    de saltos en vistosa muchedumbre!

      �Rota el agua en su inmensa pesadumbre,
    en torrentes de espuma se dilata,
    y ruedas de una en otra catarata,
    copiando el iris en cristal y lumbre!

      �No hay pe�a que � tu paso no sonr�a
    mientras filtras tus gotas una � una
    de la gruta en el �mbito indeciso!

      �Ah! �la escala eres t�, por donde un d�a
    las hadas, � los rayos de la luna,
    bajaron � este nuevo Para�so!

    Monasterio de Piedra 20 de Agosto de 1876.

Observo en el soneto anterior algunas exageraciones � injusticias que me
importa rectificar. Deploro en primer t�rmino que sin m�s ni m�s, y s�lo
por capricho, ponga el Sr. Grilo en el mismo nivel al r�o Piedra y al
Ni�gara. Prescindiendo de que las comparaciones siempre son odiosas,
creo que en el caso del Ni�gara me sentir�a profundamente humillado de
este parang�n; porque al fin y al cabo, si no vale m�s que el r�o Piedra
(que esto no puedo decidirlo, pues no tengo el gusto de conocer ni � uno
ni � otro), por lo menos tiene mucha mayor reputaci�n y un nombre m�s
conocido en las letras. Du�leme en segundo lugar que �el raudal sonoro
de las ondas se desate en una muchedumbre vistosa de saltos�, porque
hasta aqu�, por regla general, los saltos no eran aficionados � reunirse
en grandes agrupaciones; y me inquieta bastante que eso suceda ahora,
pues siempre estoy temiendo cualquier desm�n por parte de las
muchedumbres.

El segundo cuarteto dice que

      ��Rota el agua en su inmensa pesadumbre,
    en torrentes de espuma se dilata,
    y ruedas, etc.�

No veo aqu� tampoco la paz y la concordia que deben reinar siempre entre
el sujeto y el verbo. Ese desfachatado _ruedas_ tiene todo el aire de
sublevarse contra _el agua_.

En cuanto � las copias del iris que el Piedra ha conseguido sacar en
cristal y lumbre, me veo en la precisi�n de confesar que aunque me eran
conocidas mucho ha las reproducciones en cristal, por lo que se refiere
� las de lumbre no puedo decir lo mismo. Esto, despu�s de todo, no tiene
mucho de particular, porque nadie ignora que la fotograf�a est� haciendo
en estos �ltimos tiempos unos progresos incre�bles.

Transijo con que todas las pe�as, sin exceptuar una siquiera, sonr�an al
pasar el r�o Piedra, aunque no veo motivo para ello, y hasta con que
dicho r�o filtre sus gotas con tanta sobriedad y parsimonia en las
grutas. Por lo que no puedo pasar en modo alguno es por que el Sr. Grilo
califique, tan � la ligera, � los �mbitos de indecisos. Ninguno,
absolutamente ning�n motivo tiene el Sr. Grilo para arrojar sobre los
�mbitos ese odioso calificativo. �Pues � buena parte va con los �mbitos!
No puede darse nada m�s decidido que ellos as� que toman una resoluci�n,
por peligrosa y extremada que sea.

      ��Ah! �la escala eres t�, por donde un d�a
    las hadas, � los rayos de la luna,
    bajaron � este nuevo Para�so!�

A�n estoy en duda sobre lo que quieren decir estas frases; mas si por
ventura se pretende significar con ellas que el r�o Piedra es una
escala, no puedo menos de rechazar con todas mis fuerzas tan gratuita
suposici�n. Tengo razones poderosas para creer que este virtuoso r�o ni
sirve ni ha servido jam�s de escalera � nadie para subir � bajar � los
rayos de la luna, y mucho menos � las hadas. Cualquiera comprender� que
eso no est� en su car�cter.

Despu�s de observar estas y otras extra�as injusticias del orden f�sico
y del orden gramatical en las composiciones de nuestro poeta, � nadie
sorprender� que me haya quedado meditando sobre �l unos instantes. En
conciencia, me corresponde declarar que hay pocas cosas en el mundo que
se presten � tantas consideraciones como el Sr. Grilo. Yo quer�a conocer
la fuente misteriosa de donde manaban estas injusticias, � la ra�z
invisible que las un�a al esp�ritu del poeta, � el rasgo genial y
caracter�stico en que se aposentaban; quer�a darme cuenta, en suma, y
penetrar en ese mundo de representaciones y sentimientos que los grandes
poetas llevan consigo, dentro del cual todas sus grandezas y
extravagancias hallan cumplida explicaci�n. Varias veces hab�a arrojado
ya la sonda en el esp�ritu de nuestro poeta sin que jam�s hubiese
logrado tocar en firme. No fu� en esta ocasi�n m�s afortunado que
anteriormente. Con la frente apoyada sobre la mano, y la mano sobre el
codo, y el codo sobre la mesa, dejaba correr la cuerda por los dedos de
mi pensamiento, y el plomo que la arrastraba segu�a marchando con
vertiginosa rapidez por el esp�ritu del Sr. Grilo, cual si estuviera
ansioso de encontrar el fondo. Pero no lo encontraba. A medida que la
cuerda se iba deslizando, crec�a m�s y m�s la admiraci�n que siempre he
profesado � este poeta, hasta el punto de no caber ya en los estrechos
l�mites de mi chaleco, por lo cual tuve la precauci�n de soltarle unos
botones con el �nico y exclusivo objeto de dar � aqu�lla alg�n respiro.
El cielo de mi pensamiento se iba poblando de refulgentes
consideraciones, y adquir�a un parecido notable con la b�veda
estrellada, cuyo centro se halla en todas partes, y cuya circunferencia
en ninguna, seg�n Pascal. De repente el plomo ces� de caminar. Hab�a
conclu�do la cuerda.

No s� lo que entonces me ocurri�, aunque algo debi� ocurrirme. Lo cierto
es que se abri� la puerta de mi cuarto para dejar paso � un personaje,
que seg�n lo que entonces pude colegir era mi criada, la cual me entreg�
una tarjeta. Esta tarjeta dec�a como sigue: _La Musa del Sr. Grilo_. Y
nada m�s.

Al fin y al cabo se trataba de una mujer, y yo que en estos asuntos soy
muy nervioso, no pude evitar un raro estremecimiento en toda mi persona,
del cual estoy en este momento sinceramente arrepentido.

--D�gale usted que pase adelante.

Fu�se la criada, y se puso � discusi�n con mucha premura en mi cerebro
la actitud que yo deber�a adoptar en el instante de abrirse la puerta
nuevamente. Por �ltimo se decidi� como lo m�s sensato que me echase un
poco hacia atr�s en la silla, dejando descansar el brazo izquierdo con
cierto abandono sobre el respaldo de otra que � mi lado ten�a, mientras
la mano derecha jugaba graciosamente con el mico de bronce que corona la
tapa del tintero. Las piernas extendidas con dignidad, y la cabeza
inclinada hacia un lado. Lo que cost� m�s trabajo resolver fu� el
problema de la mirada; mas al fin prevaleci� la idea de que fuese
abierta, tranquila y un si es no es fr�a.

Cualquiera comprender� que esta noble actitud no impidi� que me
levantase apresuradamente, haciendo mil reverentes cortes�as as� que
penetr� en el cuarto la Musa. La Musa era una se�ora de la cual no
habr�a muchos que dijesen que era bonita y airosa (aunque alguno habr�a,
porque nunca falta un caballo de buena boca). En el traje que vest�a,
bordado primorosamente con toda clase de piedras preciosas, se hallaban
dignamente representados los siete colores primordiales del iris y todos
los dem�s intermedios.

--�� qu� debo el honor, se�ora?... Se�ora, tenga usted la bondad de
tomar asiento.

Sent�se la Musa, haciendo antes con la cabeza ciertos movimientos que no
me parecieron bastante compatibles con su elevada posici�n, y fij� en m�
una mirada que dec�a todo lo que una mirada puede decir en semejantes
casos.

Sonaba en la parte de afuera un fuerte y extra�o rumor, y como la Musa
notara la inquietud que me causaba, dijo:

--No tenga usted cuidado; es mi s�quito de palabras, que he dejado en el
pasillo.

Ten�a la Musa una voz muy dulce, que me reconcili� hasta cierto punto
con sus movimientos de cabeza, los cuales continuaban cada vez m�s
extra�os � inveros�miles.

--Se�ora, �podr�a saber?...

--�Qu�?... �el significado de mi visita? No, caballero, no puede usted
saber nada. La explicaci�n de mis actos y de mis palabras s�lo
corresponde � Dios.

--Dado que as� sea, no es por eso menos grato y honroso para m� ver en
esta su casa � la persona que mejores ratos ha hecho pasar � la buena
sociedad madrile�a... �Tendr�a usted la bondad, se�ora, de no enredar
con esos papeles? Me va � costar despu�s mucho trabajo arreglarlos.

La Musa fij� otra vez en m� su mirada comprensiva, y quiso decir algo,
pero no lo dijo.

--� prop�sito, se�ora; en este momento me hallaba sumido en enojosas
perplejidades y confusiones que usted mejor que nadie, seguramente,
podr�a desvanecer. Meditaba sobre el due�o actual de su albedr�o;
meditaba sobre el Sr. Grilo tratando de investigar, � mejor dicho, de
medir, el contenido de sus composiciones. Disp�nseme usted, graciosa
se�ora, si falt�ndome fuerzas para llevar � cabo tal empresa, me atrevo
� suplicarla que me diga d�nde est� el fondo po�tico del Sr. Grilo.

Aqu� la Musa se inmut� visiblemente, acudiendo s�bita palidez � sus
mejillas. Alz� los brazos al cielo con adem�n pat�tico, movi� la cabeza
fant�sticamente, y muy temblorosa y conmovida, dijo:

--�Oh caballero!... por Dios no quiera usted saber eso. No sea usted tan
cruel como otros cr�ticos... �Para qu� le hace falta � usted saber eso!

Gruesas l�grimas empezaron � rodar por las descoloridas mejillas de la
Musa. Llev�se las manos � la cara y comenz� � sollozar fuertemente.
Parec�a que iba � ahogarse.

Yo permanec� mudo contempl�ndola con l�stima, y bien sabe Dios que no
cruz� por mi cabeza la idea de insistir en mi deseo.

Respetemos los grandes dolores.

[Illustration]

[Illustration]




D. ADELARDO L�PEZ DE AYALA


I

[Illustration: H]E le�do en Hegel (cierta vez que tom� la resoluci�n de
leer � Hegel) que la poes�a dram�tica es aquella �que reune � la
objetividad de la epopeya el car�cter subjetivo de la poes�a l�rica�. No
estoy bien seguro de haber comprendido todo el alcance de las
reflexiones con que el fil�sofo germano ilustra este su principio
est�tico. Mas s� lo estoy plenamente de poderlas repetir al pie de la
letra, como lo ha hecho ya mi esclarecido amigo el Sr. Revilla, ganando,
con justicia, por �sta y otras graves empresas, fama de docto y avisado.
Respetando, como debo respetar, esta fatal delantera, perm�taseme, no
obstante, deplorarla amargamente. Nadie puede figurarse hasta qu� punto
me conceptuara feliz de que tales flores metaf�sicas se irguieran
todav�a sobre el tallo frescas y olorosas, esperando con resignaci�n la
podadera del sabio. Me cuesta gran trabajo renunciar � ese barniz
filos�fico que tanto avalora las producciones de los j�venes cr�ticos.
Yo hab�a so�ado para esta semblanza con un pre�mbulo sabio y concienzudo
que supiera abrirle ma�osamente las puertas de la buena sociedad y de
las doctas corporaciones; un pre�mbulo que ganase para su autor
inmediatamente una inmensa reputaci�n de hombre serio. �Ah! �Quedan ya
tan pocos hombres serios! �Son tan pocos, por desgracia, los escritores
que saben mantener su pluma limpia de toda farsa � chanzoneta! Quiz�s
dentro de poco no quede en el mundo m�s hombre serio que el Sr. Revilla.
Por mi parte, declaro que hice hasta aqu� y seguir� haciendo, Dios
mediante, los mayores esfuerzos para despojarme de esa levadura jocosa
que se desliza como veneno mortal en la mayor�a de mis producciones.

Hace algunas noches me hallaba presenciando una de las brillantes
funciones ecuestres y gimn�sticas del circo de Price en la misma saz�n
que la embajada china asist�a tambi�n al espect�culo desde un palco.
Respir�base en aquel recinto una atm�sfera fr�vola, que no pod�a menos
de disgustar � todo hombre grave. Los _clowns_ agotaban el repertorio de
sus muecas y carocas m�s rid�culas y extravagantes, las cuales produc�an
en aquel p�blico superficial mucha algazara, escuch�ndose aqu� y all�
extempor�neas y f�tiles carcajadas, vi�ndose en todas partes
desordenados movimientos que turbaban el �nimo y lo dejaban sumido en
tristes meditaciones. Hall� el m�o, sin embargo, motivo para regocijarse
al percibir los semblantes serenos y r�gidos del embajador chino y su
cortejo. �Qu� majestad y qu� calma reinaban en aquellos continentes
mong�licos! Todos se manten�an en una perfecta dignidad, sin
manifestarse en poco ni en mucho impresionados por lo risible del
espect�culo. Yo los contemplaba extasiado, y l�grimas de admiraci�n
acud�an sin poderlo remediar � mis ojos. �Ay!--pensaba al mismo
tiempo.--Con facultades tan excepcionales de gravedad y circunspecci�n,
�� d�nde no habr�an llegado estos chinos si se hubiesen dedicado en
Espa�a � la cr�tica literaria! Tratemos de imitarlos hasta donde
alcancen nuestras fuerzas, y si est� de Dios que he de renunciar � Hegel
(como es mi deber, una vez que otros con m�s m�ritos han sabido
trasladar � nuestro idioma sus profundos razonamientos), procure al
menos decir algo mesurado y digno sobre el Sr. Ayala.


II

La combinaci�n de lo objetivo con lo subjetivo ha sido siempre el fuerte
de los espa�oles. Nuestro pa�s, m�s dado por impulsos naturales � la
acci�n que � la contemplaci�n, fu� toda la vida vasto escenario manchado
con la sangre de innumerables tragedias. El drama se aloja en los
temperamentos exaltados � irreflexivos, como la culebra en su nido de
hierbas. No hay m�s que hacer un poco ruido para que se despierte. �Y en
nuestra patria se ha hecho siempre tanto ruido! Quiz�s por eso los
espa�oles hemos convertido en sangrientos dramas los aspectos m�s nobles
de la vida, el amor, la gloria, el honor, la religi�n. El espa�ol no ha
devorado jam�s sus impresiones en el silencio y la soledad, como el
sombr�o germano � el melanc�lico semita; ha necesitado sacarlas al aire
libre y verlas seguir su camino por la tierra. La lucha consigo mismo
dura para �l s�lo un instante; la lucha con lo que le rodea dura toda la
vida. Prefiri� siempre lo definido y lo en�rgico � lo vago y lo
sentimental, y con la misma facilidad que ha hecho salir el pensamiento
de la boca, ha sacado la espada de la vaina. En la historia no existe
ning�n pueblo que haya tenido tan cerca el pensamiento de las manos.

Un pueblo tan objetivo, dig�moslo con Hegel, necesariamente ha de poseer
una gran epopeya � un gran teatro. Nosotros poseemos un gran teatro.
A�adid unos bastidores por los lados, unas bambalinas por arriba, unas
candilejas por abajo y unos deliciosos versos por todas partes, � lo que
ha doscientos a�os acaec�a � la luz del sol en nuestros palacios, en
nuestros caminos, en nuestros templos, � la de la luna, en nuestros
jardines, en nuestras calles y en nuestros mesones, y tendr�is un teatro
apasionado, vivo � interesante. As� lo han hecho Lope, Calder�n, Tirso
y Moreto. Y como la literatura responde siempre � cualidades � aficiones
del esp�ritu, y gusta tambi�n de adquirir costumbres pisando hoy el
camino que sigui� ayer con preferencia � otro nuevo, de aqu� que, �
pesar del transcurso de los tiempos, del cambio radical de vida y de las
notables modificaciones que el car�cter ha experimentado, nuestra poes�a
se dirija a�n hoy con amor al teatro, que ha sido siempre el de su
gloria. Desde Calder�n hasta ahora hemos perdido mucha fe, mucho
hero�smo, mucha superstici�n, mucho entusiasmo, mucha firmeza y muchas
costumbres pintorescas, que todav�a nos agrada ver retratadas en la
escena. Sobre todo, hemos perdido � Calder�n. Mas aun con eso, no deja
nuestra �poca de ofrecer aspectos interesantes y po�ticos que, si no
engendraron hasta el presente un gran teatro, han motivado por lo menos
algunas obras maestras del arte dram�tico. Morat�n, Bret�n de los
Herreros, Ventura de la Vega, Garc�a Guti�rrez, Tamayo y Ayala son sus
autores.

No es Ayala el menos insigne de cuantos acabo de mencionar. De todos los
autores que han intentado representar � la sociedad espa�ola de este
siglo en sus obras, si exceptuamos � Bret�n, ninguno lo ha realizado, �
mi entender, de un modo m�s perfecto y acabado que Ayala. Pero �es el
destino del artista representar al vivo los sentimientos de la sociedad
en que ha nacido, � debe, por el contrario, expresar los sentimientos
generales y permanentes del g�nero humano, para que sus obras tengan
consistencia y sepan resistir al esfuerzo de los siglos? No lo s�, ni
lo sabe nadie tampoco; que es imposible resolver asuntos en que
intervienen gustos, opiniones y hasta escuelas filos�ficas contrarias.
La inclinaci�n del sentimiento me arrastra, sin embargo, � preferir lo
primero. Yo amo ante todo y sobre todo en el artista lo individual, esto
es, lo que le caracteriza y le distingue de los dem�s hombres y los
dem�s artistas. Me deleito en observar la impresi�n que sobre su
esp�ritu excepcional causa lo que le rodea, las huellas profundas �
leves que van dejando en �l los sucesos de la vida. Dej�mosle que pinte
� su manera sus propios sentimientos y los sentimientos de los que le
acompa�an en este viaje terrenal. Humanos sentimientos habr� de
expresar, porque hombre es �l y hombres los que le rodean. Lo que hace
amable la poes�a, despu�s de todo, no son, en mi entender los
sentimientos generales y permanentes que expresa, sino el c�mo se han
sentido estos sentimientos en cada pueblo, en cada individuo; el c�mo la
luz interior que � todos nos alumbra se ha descompuesto al atravesar
aquellos prismas, originando tantos y tan hermosos matices. La poes�a es
un mundo aparte, donde los sentimientos se fijan con fuerza unas veces,
se desvanecen y se pierden otras, se iluminan, se oscurecen, ag�tanse
febriles � reposan blandamente; modif�canse, en fin, de mil extra�os
modos, para que el poeta extraiga de ellos ese divino jugo que hace la
vida dulce. Esto es la poes�a, y esto es lo que me tomo la libertad de
juzgar que es, no creyendo con ello herir la dignidad de nadie. Todo
hombre lleva, m�s � menos grande, uno de esos mundos dentro de su alma.
Yo s� que mis sentimientos son iguales � los de otro hombre cualquiera;
mas en los a�os que llevo de existencia, han surgido dentro de mi
esp�ritu algunos risue�os � l�gubres fantasmas que se desvanecieron tan
pronto como los que el humo de mi hogar forma en los aires, algunos
fugitivos y adorados sue�os que pasaron para no volver, y que
exclusivamente me pertenecen. Si yo hallase en el fondo de mi
pensamiento la expresi�n que les conviene, no les quepa � ustedes duda,
ser�a un poeta.

Por eso lo es el Sr. Ayala; porque la encuentra. La mayor parte de los
hombres pasamos por el mundo sin percibir apenas m�s que las apariencias
de las cosas. Actores � espectadores en los sucesos que en torno nuestro
acaecen, no comprendemos, ni nos imaginamos siquiera su valor po�tico
hasta que el artista nos lo ofrece en sus producciones.

Todos los d�as tropezamos en las tertulias � que asistimos con alguno de
esos hombres cuyo ego�smo les lleva � concebir y pregonar un sistema
moral para la vida, donde se disculpen y hasta se ennoblezcan los vicios
y los cr�menes de la suya; con uno de esos distinguidos infames que
aspiran por medio de modales elegantes y correctos � difundir entre los
pueblos un nuevo Evangelio, donde la perfidia y la bajeza sean
consideradas de buen tono, y las m�s nobles virtudes, patrimonio s�lo de
los cursis. Al lado del ap�stol tambi�n solemos ver al disc�pulo, que,
rebosando de fe y entusiasmo, marcha con botas de charol por el �spero
sendero del maestro. Pero no se le ha ocurrido sino al Sr. Ayala que el
converso fije sus miradas en la esposa del ap�stol, y �ste le preste,
sin saberlo, todo su valioso apoyo para la consumaci�n de su propia
deshonra, origin�ndose de aqu� un enredo tan sencillo � interesante como
el de _El tejado de vidrio_.

�Qui�n no ha presenciado y aun intervenido en alguna de las contiendas
que el inter�s del dinero ri�e � cada instante con los sentimientos
generosos y los afectos dulces del coraz�n? El inter�s--que responde �
uno de los aspectos repugnantes de la naturaleza humana--no es un vicio
peculiar de nuestra �poca; mas no hay duda que en nuestra �poca presenta
caracteres singulares y dignos de atenci�n. La codicia ha tomado en el
transcurso de los tiempos formas m�s sutiles y corteses; se ha acicalado
un poco, y se la conoce hoy con el nombre inofensivo de _negocios_.
Nadie mejor que el Sr. Ayala ha sabido describirla, poni�ndola en lucha
con la pasi�n m�s divina y humana al mismo tiempo, con el amor, en _El
tanto por ciento_, la m�s trascendental sin duda, y en concepto de
muchos, la m�s bella de sus obras.

Apenas pasa un d�a sin que necesitemos estrechar la mano de una de esas
ni�as angelicales que van � pie por Recoletos, lanzando miradas furtivas
y ardorosas � los carruajes que cruzan. � veces la vemos acompa�ada de
un joven de modesto porte y mirada franca. Es su novio, nos dicen; un
muchacho que sigue la carrera de m�dico y est� empleado en una sociedad
de ferrocarriles. Despu�s de escuchar la noticia pasamos � otra
conversaci�n. M�s tarde nos dicen que aquella ni�a se ha casado con
Fulano de Tal, un conocido nuestro y hombre acaudalado. M�s tarde la
vemos en un palco del Teatro Real � en un carruaje de la Castellana, y
le quitamos desde lejos el sombrero. M�s tarde vemos � su marido
acompa�ando � otra mujer, hermosa y cubierta de galas. M�s tarde la
encontramos en una casa, nos saluda con afecto, se muestra un poco
expansiva y nos dice que no es dichosa en su matrimonio. Y el joven
estudiante, empleado en ferrocarriles, �ay! ni por casualidad vuelve �
parecer por nuestro pensamiento! �D�nde est�?--� lo mejor vemos su
nombre en un peri�dico. Le han nombrado presidente de una comisi�n
cient�fica. �Pluguiera � Dios que le nombrasen tambi�n hombre feliz!

�Qu� historia tan vulgar! Y, sin embargo, con ella se ha formado una de
las obras m�s admirables del teatro moderno.

Consuelo era uno de esos �ngeles que piensan mucho en su porvenir, �y no
se empalagan nunca de s� mismos cuando se miran al espejo�. Fernando la
amaba con toda su alma, como aman los hombres sensibles y honrados, sin
empalagarse jam�s de pensar en ella. Fernando llega un d�a � casa de su
amada despu�s de larga ausencia. Consuelo se desmaya al verlo. �Qu�
coraz�n tan puro! Examinad bien ese coraz�n, no obstante; dadle muchas
vueltas en la mano, y percibir�is en cierto paraje una ligera picadura.
Por all� ha penetrado el gusano de la vanidad. Arrojad, arrojad pronto
ese coraz�n. Dentro de �l ya no hay m�s que podredumbre.

�Pobre Fernando! Acaba de recibir la primera pedrada que el ego�smo
arroja � la inocencia en este mundo! Consuelo, aquella ni�a que hab�a
visto por vez primera sentada al piano,

    �muy sorprendida y risue�a
    de que mano tan peque�a
    moviese tan grande estruendo�,

aquella ni�a que se hab�a filtrado en su alma como un rayo de luz, no
era un rayo de luz de los cielos, sino de las hogueras del infierno. El
oro que Fernando despreciara por no manchar su conciencia, lo hab�a
recogido Ricardo, y Ricardo hab�a decidido pedir la mano de Consuelo por
conducto de Fulgencio, el mismo d�a que lleg� Fernando. Consuelo � su
vez hab�a decidido casarse con Ricardo. �Qu� tiene esto de particular!
�Acaso es la primera ni�a que deja un novio y toma otro? As� razonaba
ella con profundidad que encanta y admira � Fulgencio, hombre muy bien
afinado con el sentido moral predominante en nuestra sociedad.

Hay una escena violenta entre Consuelo, Antonia su madre y Fernando.
Antonia, que amaba ya � �ste como � un hijo, se desmaya; pero Consuelo
se hab�a comprometido � salir en carruaje con Fulgencio, la se�ora de
�ste y Ricardo, y no tiene m�s remedio que marcharse apenas vuelve su
madre � la vida. �Ay! �Fernando la ha perdido para siempre... y su madre
tambi�n! As� termin� el acto primero.

Ricardo era un hombre fr�o, imperioso y ego�sta. Nada tiene de extra�o
que Consuelo se enamorase de �l perdidamente. Ricardo, pasada la luna de
miel, considera � su mujer como el mueble m�s elegante de su casa. Una
vez satisfecha su vanidad por esta parte, era imprescindible
satisfacerla por otras, y al efecto dedica su amor y sus brazaletes �
una renombrada cantante. Consuelo sorprende una carta y paladea todo el
amargor de los celos. Fulgencio, el dulc�simo Fulgencio, tiene la buena
ocurrencia de convidar � comer en su casa (donde com�an tambi�n Ricardo
y Consuelo) � Fernando. �Con qu� jovial indiferencia hab�a escuchado
Consuelo esta noticia! Al saber Fernando que va � sentarse � la mesa en
compa��a de Ricardo y Consuelo, trata de irse.

Ya es tarde. Consuelo penetra en la habitaci�n y experimenta una ligera
sorpresa, de la cual bien pronto se repone. Mientras Consuelo habla con
Fulgencio para informarse del concierto donde canta su rival, Fernando,
apoyado en una silla, no despliega los labios. En este silencio tan
natural, tan delicado, tan conmovedor, se revela bien claramente lo
poeta que es el Sr. Ayala. Un autor observador no hubiese dejado nunca
de hacer prorrumpir al desdichado amante en desesperadas exclamaciones,
que destruir�an enteramente el efecto de esta interesant�sima escena.

Fernando no quiere quedarse � comer, y Consuelo lo despide dici�ndole:

       �Pues, Fernando, que nos veas
    antes de irte; no seas
    ingrato...�

Todos nos hemos o�do llamar ingratos de esta suerte por alguna hermosa
dama; pero todos conocemos tambi�n la trascendencia de la suave y
distra�da sonrisa que suele acompa�ar � este adjetivo. Por eso Fernando
cae desolado en una silla, cubri�ndose el rostro con las manos. �C�mo la
ama todav�a!

Consuelo, ofuscada por los celos, se arroja � d�rselos � su marido con
Fernando, suponiendo que �ste, amante suyo en otro tiempo, era el mejor
para el caso. En presencia de Ricardo le escribe una carta invit�ndole �
que venga � visitarla, y entrega el billete � Ricardo para que lo remita
� su destino (esto es, para que lo lea). Pero Ricardo no lee el billete,
porque ha le�do ya todo lo que necesitaba en el alma de Consuelo, y lo
deja intacto sobre la mesa. Llega Fernando, y Fulgencio, que hab�a
recogido el billete, se lo entrega.

�Por qu� se habr� escrito una carta tan infame! Parece incre�ble que dos
renglones de una letra menuda y desigual vuelvan el entendimiento y
hasta el coraz�n del rev�s. Yo, sin embargo, lo creo � pie juntillas.
Fernando se sorprende, se acalora, se llama infame, delira... y
resuelve acudir � la cita. Da fin el acto segundo.

Es de noche. Lorenzo, el criado de Ricardo, despu�s de haber acompa�ado
al Teatro Real � Consuelo, se entretiene en coloquio amoroso con Rita la
doncella. Algunos tildan de larga esta escena. Yo la encuentro tan
extraordinariamente bella, que nunca me he fijado en sus dimensiones. El
suave donaire, el sosiego y la frescura de esta escena son medios
art�sticos de gran delicadeza para que la aparici�n del drama cause
efecto m�s seguro. El drama aparece con la entrada repentina y violenta
en la escena de Consuelo. Se dirige al armario de sus joyas, y pide con
voz temblorosa la llave � Rita. En el teatro hab�a visto � su rival
luciendo un aderezo muy semejante al suyo, y viene � saber si es el
mismo. El aderezo no est� en el armario. En el mismo instante aparece
Fulgencio, que de acuerdo con Ricardo, era portador de otro aderezo
igual y una mentira. El portador recibe en pago de sus buenos oficios
algunas injurias, y Consuelo se queda � solas con su amargura y sus
celos abrasadores. �Cu�n lejos estaba su pensamiento en aquel instante
de Fernando! Y, sin embargo, en aquel instante Fernando entraba en la
casa, sub�a la escalera, alzaba la cortina del gabinete. �Qu� ven�a �
hacer all�? Consuelo, la misma Consuelo, cuya mano hab�a escrito una
carta llam�ndolo, se lo pregunta con sorpresa.

Fernando ven�a � apurar las heces de aquel c�liz que el destino le
present� al enamorarse de Consuelo. Ven�a � saber que no s�lo no hab�a
sido amado jam�s, sino que su amor hab�a servido en esta ocasi�n de
se�uelo para atraer al precioso � irresistible Ricardo. �Y la mujer que
se cebara con tanta sa�a en su pobre coraz�n estaba all�, la ten�a
delante de sus ojos siempre con su rostro dulce y angelical! Fernando se
para � meditar el estrago que aquel rostro dulce y angelical ha hecho en
su alma, y se sienta con tranquilidad aterradora en una silla. �Qu�
intenta? �No repara que Ricardo vendr� muy pronto? �Qu� importa! �Hoy
habr� penas para todos�, dice con sonrisa feroz el desdichado amante. Y
ni las amenazas ni las s�plicas de Consuelo le conmueven. Mas al fin le
disuaden de su prop�sito las l�grimas de Antonia, de aquella pobre madre
que hab�a protegido su amor en otro tiempo.

      ��Triunfa el crimen. �Qui�n lo duda,
    si hasta le prestan su ayuda
    la virtud y la bondad!�

exclama Fernando al partir. Llega Ricardo, y sin sospechar siquiera, �
si lo sospecha sin d�rsele nada de los atroces tormentos que sufre
Consuelo, se despide de ella para Par�s. Se va � Par�s con su querida.
La infeliz esposa se arroja � los pies del marido, y con sus l�grimas y
ruegos quiere retenerlo. Todo es en vano. Las l�grimas pueden mucho con
los hombres que tienen coraz�n, pero nada con los que no lo tienen. Se
va Ricardo y aparece Fernando, que por haber hallado la puerta cerrada,
tuvo necesidad de presenciar la escena anterior desde la habitaci�n
contigua. A �l se dirige la infeliz Consuelo pidi�ndole perd�n. Pero
Fernando, el humillado y escarnecido Fernando, �c�mo se ha de compadecer
de sus tormentos, c�mo se ha de apiadar de ella! Se va Fernando como se
hab�a ido Ricardo. En aquel amargo trance, �� qui�n acudir? �Qui�n pod�a
compartir con la desventurada esposa el dolor de aquel fiero abandono?
Tan s�lo su madre, su tierna madre, que tanto la amaba. Mas al dirigirse
� su habitaci�n, Rita sale de ella dando gritos y pidiendo socorro... Su
madre se hab�a ido tambi�n � otro mundo mejor!

      ��Dios m�o! (exclama Consuelo desplom�ndose)
    �Que espantosa soledad!�

S�: la soledad espantosa que el ego�sta va formando en torno suyo en
esta vida. El desenlace no es artificioso ni violento: es un desenlace
sencillo, natural y l�gico. Obs�rvase en �l sobre todo la austeridad que
debe acompa�ar � una cat�strofe interior m�s que exterior. Pero esa
misma austeridad lo hace infinitamente m�s conmovedor. Aquella figura
sola, terriblemente sola enmedio del escenario, que cierra los ojos para
mirar � su alma, y se desploma l�gubremente sobre el pavimento, es una
figura verdaderamente grande y pat�tica.

He relatado adrede el argumento de _Consuelo_, por ser �ste tal vez la
m�s sencilla y corriente de las historias que el Sr. Ayala ha elegido
para tema de sus obras. El c�mo de esta historia tan vulgar se ha hecho
una obra dram�tica tan primorosa y exquisita, yo no puedo explicarlo.
Vayan ustedes al teatro, y all� ver�n c�mo se ha hecho. El Sr. Ayala nos
trasporta � todos � las tablas con los mismos cuerpos y almas que
tenemos; y sin dejar de ser los mismos pobres diablos que nos empujamos
por las tardes en Recoletos y tomamos el fresco por las noches en los
jardines del Buen Retiro, quedamos por arte de birlibirloque
trasformados en personajes interesantes y po�ticos. Casi estoy por
asegurar que el Sr. Ayala ser�a capaz de presentar en la escena una
discusi�n del Ateneo, con discurso de Perier y todo, y hacer que todos
estuvi�semos embargados y suspensos escuch�ndola.

Mas yo, que s� decir todas estas lindas cosas de un poeta, me pinto solo
para decir las feas cuando por desgracia las encuentro. Y si no, van
ustedes � ver.

Las obras todas del Sr. Ayala dejan percibir, desde el comienzo hasta el
fin, al artista de coraz�n y al poeta de nacimiento; mas en ninguna de
ellas se revela el ingenio poderoso que se�ala � determina, impulsado
por una fantas�a viva y espont�nea, nuevos � ignotos derroteros para el
arte. Estos ingenios, que aparecen de tarde en tarde, son por regla
general fecundos, desordenados, sublimes muchas veces, monstruosos y
extravagantes otras, pero siempre grandes y admirables. No concurren
estas circunstancias en la inspiraci�n del Sr. Ayala, por lo cual, � mi
entender, no debe ser comprendido entre tales ingenios, sino mejor entre
aquellos otros que arroj�ndose con criterio m�s seguro, pero con menos
inventiva y atrevimiento, por las v�as trazadas por los primeros, las
asientan y perfeccionan.

Caracter�zanse las obras del Sr. Ayala por una perfecta regularidad y
proporci�n entre todas sus partes, por un orden acabado en el
desenvolvimiento de la f�bula, y principalmente por una discreci�n nunca
desmentida en todo cuanto dicen y ejecutan sus h�roes. Es una discreci�n
pasmosa. Declaro, no obstante, ingenuamente que tanta discreci�n me
llega algunas veces � fatigar. Hay ocasiones en las obras de arte en que
el lector desea que el artista le sorprenda por un golpe de mano
atrevido de la imaginaci�n, aunque sea por un disparate estupendo.
Llegan momentos en que realmente siente uno la nostalgia de Grilo. Todo
menos ese comp�s que el entendimiento--no la fantas�a--va marcando
fr�amente al trav�s de los parajes de una obra. En las de nuestro poeta
perc�bese con harta claridad la mano que escribe y que borra, que torna
� escribir y torna � borrar. El arte es de todo punto necesario, pero
conviene siempre ocultar esa mano entrometida, para que las gentes, en
vez de arte, no den en llamarle artificio.

Mas si la inspiraci�n del Sr. Ayala no tiene ni el calor ni la fuerza
que la de nuestros grandes dramaturgos del siglo XVII, en cambio hay en
ella tanta dulzura y elegancia que no puede menos de ser amable para
todo el mundo, aun para aquellos que, como yo, prefieren lo grandioso �
lo correcto. Me gustan m�s, lo confieso, los aromas penetrantes de un
bosque de naranjos y limoneros, de acacias y magnolias, pero tambi�n
aspiro con delicia el perfume suave y delicado de las flores que crecen
en los tiestos. Me gustan m�s las tierras que naturaleza hizo f�rtiles,
pero me agradan tambi�n mucho las que lo son por la diligencia y el
esmero de su due�o.

Tiene, � m�s de dulzura y elegancia, la inspiraci�n de nuestro poeta un
no s� qu� de buen tono, un cierto dejo aristocr�tico que al trasmitirse
� sus obras se filtra tambi�n en el alma de los espectadores. Cuando
salgo de verlas en el teatro, aunque vista camisa de color y americana,
sin saber por qu�, me figuro que estoy vestido de frac y corbata blanca,
y al poner al pie en la calle me extra�a grandemente que no me espere
para llevarme a casa un ligero y elegante _land�_ con dos caballos.

Hasta las sesiones del Congreso de Diputados notan la presencia de
nuestro poeta cuando toma asiento en el sill�n presidencial,
reduci�ndose � ser m�s amenas y correctas. Hay algunas, no obstante, que
saben resistir con buen �xito � la influencia art�stica del presidente.
�Cu�ntas veces le he visto al declinar la tarde, con sus dos maceros
detr�s, bostezando una de estas rebeldes sesiones! As� que llega �
persuadirse de que ni sus efusivos bostezos ni las miradas distra�das
que pasea por el �mbito de la sala logran enternecer � la empedernida
sesi�n, el se�or Ayala adopta, como es natural, las medidas que la
prudencia y su alta representaci�n aconsejan. Se echa hacia atr�s, y
apoyado el codo en el brazo del sill�n, deja reposar blandamente la
mejilla sobre la mano. Sus ojos permanecen abiertos, muy abiertos, pero
su abundante cabellera empieza � descender con lentitud por el suave
declive de la frente, y en breve tiempo logra invadir la mayor parte de
aquel rostro literario m�s que pol�tico. Al poco rato, sobre la silla
presidencial ya no se ven m�s que cabellos. El Congreso est� presidido
por una melena.

La luz que poco antes entraba � torrentes por los medios puntos abiertos
en las alturas del sal�n, empieza � retraerse disgustada de la
inflexibilidad del reglamento. Lo primero que deja sumido en la sombra
es la cabellera del presidente. Pasa con la mayor indiferencia por
encima de la �orden del d�a�, que se halla extendida sobre la mesa, y
baja culebreando y con mucho cuidado para no hacerse da�o por la
charolada madera de la tribuna hasta el redondel, � como se llame. En el
redondel no est�n m�s que los taqu�grafos, gente de escasa importancia.
La luz los mira de reojo y con altivez, y marcha hacia el banco azul,
donde se encuentra � la saz�n un ministro. La luz se apercibe un
momento, como para poner los papeles en orden, y de repente se encara
con �l, interpel�ndole:--�Eh! se�or ministro, �qu� noticia tiene S. S.
de los des�rdenes ocurridos en Navalcarnero? El ministro, como acontece
siempre en tales casos, frunce las cejas, arruga la nariz y cambia
inmediatamente de postura. La luz marcha poco satisfecha del ministro.
Bien se le conoce en la mirada severa y r�pida que lanza de una vez �
toda la derecha. Esta mirada va � extenderse tambi�n � la izquierda, mas
la luz all� se encuentra casi sola y se quiebra, y se sume tristemente
en el terciopelo de los bancos. Despu�s se pone � escalar con trabajo
las paredes, deteni�ndose en cada relieve y en cada adorno para tomar
aliento. Despu�s se asoma � la boca de las tribunas, y al ver su negrura
renuncia de buen grado � esclarecerlas. Sin embargo, all� enfrente, en
la tribuna de la presidencia, muy cerca de una columna, se ve una
cabecita blonda, una cabeza de mujer. La luz, sin respeto alguno � lo
sagrado y augusto del recinto, se detiene fr�volamente � jugar con
aquella cabeza, y ahora se empe�a con malicia en herirla en los ojos
para hacerla sonreir, ahora se entretiene en retozar con sus cabellos,
ahora la ba�a p�rfidamente con viva claridad, logrando ruborizarla. �Ay!
�qui�n no se ha detenido alguna vez en su vida � jugar con una cabecita
blonda, sin pensar en el tiempo que pasa! El tiempo que pasa obliga, no
obstante, � la luz � abandonar aquella cabecita, y se despide de ella
con un prolongado beso, primero en los labios, despu�s en los ojos,
despu�s en la frente, despu�s en el pelo. �Adi�s! �adi�s! Sube un poco
m�s y llega al techo. All� se para un buen espacio, y medrosa quiz� de
los grifos y cari�tides, tiembla y se estremece, lanza vivos y
vacilantes reflejos que iluminan por momentos todos los �ngulos, todos
los huecos del vasto recinto, arroja con furia oleadas de sombra � todas
partes, y esparce el terror y el misterio por los rostros y las figuras
de los cuadros. Despu�s, sin saber por d�nde, se va como si fuera un
duende.

El Sr. Ayala, bien guarecido detr�s de su melena, contempla absorto en
esta hora el viaje interesante de la luz. Nadie dir�a, al verlo con los
ojos desmesuradamente abiertos � inm�viles, que preside una sesi�n de
diputados de carne y hueso, sino un congreso de fantasmas y de
esp�ritus.

�Y qui�n sabe si lo presidir�! �Qui�n sabe si de all�, de los negros
rincones de la estancia, saldr�n flotando mil im�genes tristes �
risue�as, de todos colores y apariencias, que ir�n � formar en el aire y
delante de nuestro presidente una m�gica asamblea! Siendo as� (que me
perdone el orador que use � la saz�n de la palabra), yo asistir�a con
m�s gusto � esos debates invisibles del espacio que � los que debajo de
ellos se efect�an.

[Illustration]

[Illustration]




D. VENTURA RUIZ AGUILERA


I

[Illustration: L]A ilustre escritora francesa princesa de Ratazzi
afirma, en su �ltimo libro sobre Espa�a, que el Sr. Ruiz Aguilera es un
joven de muchas esperanzas. Lo mismo se dec�a de �l all� por los a�os de
1840 � 1842. De lo cual se deduce muy naturalmente que el Sr. Aguilera,
en punto � juventud, se ha adelantado much�simo � su siglo, haciendo dar
un salto prodigioso � la vida media del hombre; � bien que la ilustre
princesa de Ratazzi no est� por completo en lo firme al estampar tal
noticia. Despu�s de conocer personalmente al Sr. Aguilera, me siento
inclinado � pensar lo �ltimo, � reserva, no obstante, de reformar mi
juicio en el caso de que la egregia escritora alegase nuevos datos �
probara en cualquier forma su aserci�n. De todas suertes, quiero hacer
constar que es la primera vez en mi vida, y plegue � Dios sea la �ltima,
que en p�blico � en privado me separo � sabiendas de la opini�n de una
princesa.

D. Ventura Ruiz Aguilera (� quien interinamente consideraremos como
hombre ya entrado en d�as) ha tenido la mala ocurrencia de nacer poeta.
Mejor le hubiera sido nacer contratista de obras p�blicas.

Como es f�cil de comprender, una vez dado este mal paso, no tuvo otro
remedio que atenerse � las consecuencias, trabajando mucho, viviendo
modestamente, y vi�ndose al fin de su carrera olvidado del bullicioso
mundo, cuyas orejas ha regalado tantas veces con su c�ntico. Y a�n se da
por contento el pobre con que le dejen abrir por las ma�anas el balc�n
de su cuarto del barrio de Pozas para recibir el sol, que como un ni�o
inquieto y revoltoso entra sin pedir permiso, y todo cuanto hay dentro
quiere registrar y palpar en un instante; con que le dejen por las
noches sentarse en su butaca, y mirar atentamente los penachos de humo
que forman los carbones encendidos de la chimenea, y tomar alguna que
otra vez la pluma para trasladar al papel lo que aquellos penachos, tan
mudos al parecer, le cuentan. Durante el d�a est� en la oficina. �Ay!
�Qu� poeta se escapa en este siglo de la oficina! Podr� revolotear
locamente en los primeros a�os de su vida, como el p�jaro que
incautamente penetra en una sala. Mas no consigue nada con volar de aqu�
para all�, lanz�ndose con ansia una y otra vez al espacio en busca de
aire y libertad. Los due�os de la casa no tardan en cerrar los balcones,
para acosarle despu�s � su sabor en ruidosa zalagarda con toallas,
pa�uelos y sombreros por todos los �ngulos, hasta que, rendido y
jadeante, cae en poder de una mano brutal que inmediatamente lo encierra
en una jaula. All� lo pod�is ver todo el d�a informando expedientes del
modo m�s deplorable que le es dado.

Dicen que all� en otro tiempo, hace ya muchos siglos, existi� una naci�n
llamada Grecia, donde los poetas, lejos de ser perseguidos,
representaban el papel principal en todas partes, hasta el punto de que
no se promov�a empresa � se preparaba fiesta sin contar con ellos, ni se
realizaba hecho alguno pol�tico sin su intervenci�n. Los mismos
contratistas de obras p�blicas, cuando tropezaban con un poeta en la
calle, se quitaban el sombrero y le hac�an un saludo muy reverente, y �
un general famoso que hab�a vertido su sangre en cien combates, no hab�a
que hablarle de sus haza�as y victorias, porque esto era ponerse mal con
�l, sino de tales � cuales coplas que hab�a presentado en un certamen, y
que los jueces con se�alada injusticia no hab�an querido premiar. No
satisfechos aquellos hombres con prodigar � los poetas en vida toda
clase de mercedes y honores, sol�an despu�s de muertos erigirles
estatuas que colocaban en los templos, ni m�s ni menos que si fuesen
dioses, y no pocas veces aconteci� pasear una de estas estatuas en un
espl�ndido carro por todo el pa�s, enmedio del entusiasmo y los v�tores
fervorosos de la multitud.

Si alguno de los poetas de ahora, por ejemplo el Sr. Grilo � el Sr.
Blasco, pensasen que saco todas estas cosas de mi cabeza, yo les juro
por mi vida que son la pura verdad, � que por tal la dan al menos las
historias m�s corrientes. En verdad que fu� aqu�lla una �poca pr�spera y
dichosa para los poetas. Bien se puede asegurar que no volver�n � verse
en otra.

Los romanos, que sucedieron � los griegos, continuaron honrando y
enalteciendo � los poetas, aunque ya con bastante menos ardor, porque
andaban sumamente atareados con sus guerras y expediciones.

Vinieron despu�s los b�rbaros, incapaces por entero, como su nombre lo
indica, de entender al se�or Revilla, ni menos tomar parte en los
debates del Ateneo.

Pues aun � los b�rbaros les gustaba la poes�a. En sus fiestas m�s
ruidosas, en sus org�as m�s desenfrenadas y brutales, llegaba un momento
de desmayo para el cuerpo y excitaci�n para el esp�ritu; un momento en
que la imprecaci�n expiraba en los labios, la copa se desprend�a
suavemente de las manos, y los ojos buscaban distra�dos y arrobados los
postreros rayos de la luz. En aquel momento aparec�a entre tanto rostro
fiero un semblante dulce, expresivo y circundado de dorados bucles,
donde brillaban unos ojos tristes y misteriosos. Era el poeta. Todas las
miradas sent�an necesidad de posarse sobre �l, y todos los corazones se
cre�an en la obligaci�n de amar � aquel ser d�bil y extra�o, que de
parte de Dios ven�a � desenterrar los nobles sentimientos que dentro de
ellos se hallaban sepultados. Estos corazones era lo �nico que se mov�a,
lo �nico que sonaba imperceptiblemente en la estancia al comenzar su
canto el trovador. Fuera sonaba el viento y sonaba el mar. La canci�n
del poeta les hablaba de su Dios, de su patria, de su amor, de todas las
cosas en que el cielo y la tierra parecen confundirse, como all� � lo
lejos en el rojizo horizonte. Y de aquellos ojos, poco antes inyectados
de sangre por la c�lera, saltaba � veces una l�grima que pod�a contar,
si quisiera, muchas cosas de aquel sitio en que el cielo y la tierra se
confunden.

Cesaba el canto. Las cuerdas del la�d segu�an vibrando melanc�licamente
un momento, y despu�s tambi�n cesaban. Alz�base un murmullo en la
estancia, y muchas manos grandes y velludas alargaban doradas copas al
buen trovador. El vino chispeaba en la copa, y la alegr�a chispeaba en
los ojos del trovador al beberlo. Pero la luz mor�a, y a�n le quedaba
alg�n camino que andar. Por eso, enmedio de bendiciones y roncos adioses
desaparece de la sala. Si alguno de los alegres convidados quisiera
asomarse poco despu�s � una de las ventanas del castillo, tal vez podr�a
verle ocultarse lentamente all� en el rojizo horizonte.

Tambi�n en nuestras fiestas y banquetes llegan momentos de fatiga y
tristeza: que es la alegr�a como un r�o impetuoso, que no puede menos
de reposar alguna que otra vez en un sombr�o remanso. Mas cuando llega
uno de esos remansos, he aqu� que entra por la puerta de la sala un
grupo de botellas rebujadas en papel de esta�o. Los criados se apresuran
� desembozarlas, suenan algunas detonaciones y se esparce por las copas
un licor muy ruidoso y fanfarr�n, pero ins�pido y embustero. Los
convidados, no obstante, se regocijan y alborozan de nuevo; r�en,
cantan, patean, dicen chistes y se tiran los platos � la cabeza. �Oh! No
cabe duda, el _champagne_ ha reemplazado perfectamente al trovador.

Que la poes�a no ha muerto bien lo s�. La poes�a es inmortal. Pero que
la estimaci�n concedida al poeta va muriendo, muriendo hasta convertirse
en la sombra de una nada, tampoco puede dudarse. El poeta, en nuestra
sociedad, va siendo cada d�a m�s singular y an�malo. Es un ser que, como
el Hijo de Mar�a, no encuentra una piedra donde reclinar la cabeza.
Siguen naciendo poetas como antes, pero ya nadie se dedica � poeta,
porque caer�a en rid�culo quien tal hiciese. Un poeta, en la actualidad,
no es un poeta; es un diputado constitucional, un ex-ministro, un
presidente del Congreso, un gobernador civil � un empleado del Banco que
escribe versos. Lo cual, hasta en concepto de ellos mismos, no pasa de
ser una flaqueza, inofensiva de todo punto. Cuando encontr�is �
cualquier poeta amigo en la calle � en un tranv�a, y entabl�is
conversaci�n con �l, lo que sol�is preguntarle es si hay esperanza de
que su partido suba al poder � de que caiga, si le han ascendido, qu�
sueldo tiene ahora, cu�ntas horas de oficina, etc., etc. Si por
casualidad os ocurre preguntarle por sus versos, ver�isle ruborizarse un
poco, mirar al suelo, sonreirse y mover la cabeza � un lado y
otro.--�Phs... Estos d�as atr�s he escrito una cosilla... una
tonter�a... Ya se la leer� � usted cuando vaya � almorzar conmigo.�--�
lo mejor esta tonter�a es _La lira rota_ � _El Raimundo Lulio_, � _La
leyenda de Noche-buena_ � _El nudo gordiano_.

Este desprecio que de sus mismas obras hacen los poetas, tiene una
explicaci�n. Es que en la �poca actual, sin saber c�mo y � su despecho,
el alma del contratista de obras p�blicas ha trasmigrado al poeta. El
contratista que entra con un amigo (solo no entra jam�s) en la librer�a
de Fe, al contemplar tanto libro apilado en los estantes se ve
necesariamente acometido por una reflexi�n que est� siempre emboscada
detr�s de los libros para caer de improviso sobre todos los
contratistas.--��Cu�nto se escribe hoy!� medita. Y sumido hasta el
cogote en tan honda consideraci�n, empieza � tomar libros y � soltarlos,
despu�s de darles algunas vueltas en la mano y leer el t�tulo en voz
alta, hasta que viene � sacarle de sus cavilaciones y maniobras la
amabilidad del Sr. Fe (que es mucha) mostr�ndole las novedades del d�a.

--Vea usted; aqu� tiene _La �ltima lamentaci�n de lord Byron_...

--Por Gaspar N��ez de Arce (dice el contratista leyendo por encima del
hombro del Sr. Fe). �Hombre, s�! Este ha sido secretario de la
Presidencia. Le conoc� mucho cuando estuvo de gobernador en Barcelona.
Es hombre despejado...

--Ha llamado mucho la atenci�n este su �ltimo poema.

--�S�?... Pues me lo llevo _(arroll�ndolo como un plano de carretera)_.

Si tuvieseis tiempo para ir conmigo aquella misma noche � cierta alcoba
lujosamente decorada, ver�ais un hombre acostado en una cama, con _La
�ltima lamentaci�n de lord Byron_ en la mano. �Qu� paz y sosiego reinan
en la fisonom�a de aquel hombre! �Qu� gorro de dormir tan admirable ci�e
sus sienes! �Qu� luz tan suave esparce el quinqu� sobre el vaso de agua,
el azucarillo y las galletas inglesas! �Qu� aire tan respetuoso y sumiso
tiene el almohad�n de plumas que est� tendido � sus pies!

Mas apenas hac�is atropelladamente estas observaciones, cuando se
escucha un fuerte resoplido, y la alcoba queda � oscuras.

En la alcoba hay todav�a un esp�ritu que dice muy bajo � las
tinieblas:--�Lo m�s que habr� sacado ese hombre con tanto verso son
cuatro � cinco mil reales...�

Poco despu�s no queda m�s que un cuerpo roncando.


II

Dec�a m�s arriba, � vueltas de una digresi�n con la cual no contaba, que
el Sr. Aguilera hab�a nacido poeta. A�ado ahora que naci� poeta dulce,
ameno, delicado y tierno. En la resignaci�n y sosiego que se observa en
todas sus composiciones trae al recuerdo al maestro Fray Luis de Le�n y
� San Juan de la Cruz. Los huracanes de la vida no han formado jam�s en
su alma medrosas tempestades. Las nubes volaron ligeras por ella,
dejando siempre descubierto un fondo azul. Y en ese fondo azul,
reverberante de luz, nadan como brillante polvo de oro los m�s gratos
sue�os y los m�s nobles sentimientos del coraz�n. Y ese fondo azul, esa
eterna y pura alegr�a del alma es la que se descubre bajo todas las
composiciones de Aguilera, aun bajo aquellas que est�n inspiradas por un
sentimiento triste.

Mirad � un cielo azul: �qu� es lo que veis? Lo primero que se ve en un
cielo azul es � Dios. El autor de estas l�neas cree haberlo visto
algunas veces cuando ni�o, � fuerza de abrir mucho los ojos hasta que le
dol�an, y pasando horas enteras tendido con el rostro vuelto al
firmamento. Despu�s, viniendo los a�os, perdi� la costumbre de pasar las
horas enteras mirando hacia arriba, porque necesitaba � todo trance
estudiar la ley de organizaci�n del poder judicial. Y sucedi� que, en
cierta ocasi�n en que muy festejado y risue�o se tendi� como antes para
verlo, no lo consigui�. Pero all� estaba. Lo sabe porque otras veces
mir� con semblante mucho menos risue�o y lo hall� f�cilmente.

De la misma manera, lo primero que se encuentra en el fondo azul del Sr.
Aguilera es � Dios. No busqu�is en sus composiciones arrebatos m�sticos,
ni explosiones de entusiasmo por la fe ni encendidas diatribas contra el
imp�o, ni siquiera _gritos del combate_ con la duda amarga. Pero late en
ellas el amor sincero � lo divino, porque son tiernas, sencillas y
bellas, y Dios no puede estar lejos de lo que es tierno, sencillo y
bello. Los cuatro versos de algunos de sus cantares infunden m�s fe en
el alma que cien tomos de controversia teol�gica. Son cuatro versos que
abren por un instante las diamantinas puertas del cielo y dejan entrever
lo que hay dentro. �Qu� m�s se les puede pedir!

Cuando trata directamente un asunto religioso, como en la _Leyenda de
Noche-buena_, lo hace con una verdad, con una sencillez, con un
sentimiento tan vivo y tan fresco de los inefables misterios de la
Religi�n, que necesitamos acudir � los recuerdos de la infancia para
hallar algo parecido en nuestra alma.

El Sr. Aguilera, en este caso, es un hombre que describe y expresa con
fidelidad asombrosa los frescos y puros conceptos de un ni�o. L�anse, en
confirmaci�n de mi aserto, los siguientes versos que tomo de esta
leyenda:

   --Golondrinas que en r�pido vuelo,
    Os tend�is por la atm�sfera azul:
    �D�nde vais, d�nde vais, golondrinas?
    A quitar las agudas espinas
    De la angustia que siente Jes�s.
   --Si Jes�s en Bel�n ha nacido
    Coronada su frente de luz,
    �Qu� corona, decid, golondrinas,
    Qu� corona de agudas espinas
    Atormenta al divino Jes�s?
   --Si los hombres sois ciegos del alma
    Y con ella no veis su dolor,
    Viendo est�n, viendo est�n golondrinas,
    Que aunque ni�o, corona de espinas
    Ya en su esp�ritu lleva el Se�or.
    Hoy nosotras, con p�o amoroso,
    Templaremos su interna aflicci�n;
    Vendr� un d�a que ir�n golondrinas
    A quitar en la cruz las espinas
    Que la frente herir�n del Se�or.

�Qu� m�s se ve en el fondo azul del se�or Aguilera?--El amor � su
patria; el amor � la tierra espa�ola.

�La patria! �Qu� es la patria?--La patria es un hombre andrajoso y sucio
que se estrecha con efusi�n en una soledad de Am�rica � de Asia; la
patria es una frase de desprecio que se pronuncia all� muy lejos, donde
no brilla el sol ni huele el azahar, y hace correr la sangre por el
suelo; la patria es un canto que suena de noche en una ciudad de
Inglaterra � Alemania, haciendo saltar una l�grima � los ojos de un
hombre que lee en su gabinete; la patria son unos batallones de
soldados barbilampi�os y morenos que llegan de Africa, y entran en
Madrid con m�sica y banderas desplegadas; la patria es el gent�o inmenso
que se arroja gritando � su paso, ebrio de entusiasmo y orgullo; la
patria, �ltimamente, es una cosa que no se puede definir, como acontece
con otras muchas.

�Los espa�oles tenemos patria?--Unas veces se me antoja que s�; otras
que no. Lo que no ofrece duda es que trabajamos todo lo posible por no
tenerla. Hace muchos a�os que los espa�oles empleamos lo mejor del
tiempo en zaherir � nuestra patria con la lengua y con la pluma, y en
desgarrarla con la espada. Ser�a un milagro que quedase todav�a algo de
ella.

Por otra parte, la patria ha pasado de moda. Los fil�sofos han
demostrado recientemente que el sentimiento patri�tico no se acuerda con
las exigencias cada d�a m�s amplias y universales del esp�ritu humano.
Es un sentimiento primitivo y grosero, que se aloja por lo com�n y
arraiga con extremada fuerza en los hombres de inteligencia inculta y de
car�cter brav�o.

Lleno mi esp�ritu de estas ideas cosmopolitas y filos�ficas, enderec�
mis pasos alguna vez al Museo del Prado. Mi objeto ostensible al dar
este paseo era ver y recrearme con las pinturas que all� hay; mas en el
fondo de mi coraz�n lat�a tambi�n el deseo de inculcar � los chisperos y
manolos que figuran en el c�lebre cuadro del _Dos de Mayo_, de Goya,
alguna de las ideas generales y comprensivas de que iba saturado. Es
imposible imaginarse nada m�s salvaje que la actitud de aquellos
chisperos desharrapados, con los brazos en alto, erizados los cabellos,
los ojos amenazando saltar de las �rbitas, frente � las bocas de los
fusiles franceses, y gritando al parecer con todas sus fuerzas:
���Fuego!!!

No consegu� mi objeto. En vano quise persuadirles de que aquella
actitud, si bien en otra �poca ten�a raz�n de ser, mirando al estado del
progreso, en los momentos actuales era completamente inexplicable, y se
hallaba en abierta oposici�n � la doctrina corriente entre los
tratadistas. En vano les demostr� como pude que el concepto de humanidad
era superior al de patria, y que �ste, como m�s limitado y primitivo,
deb�a subordinarse siempre � aqu�l. No quer�an escuchar nada; no
atend�an poco ni mucho � mis razones, y quedaron, como es f�cil colegir,
tan ignorantes y b�rbaros como antes. De tal modo, que a�n pod�is verlos
cuando quer�is, firmes en su cuadro y cubiertos de sangre, siempre con
los brazos en alto y los cabellos erizados, gritando como energ�menos:
���Fuego!!!

Mucho me holgar�a de que lo que voy � decir en este instante no lo
escuchase ninguno de los varones que siguen con ahinco y amor los pasos
de la ciencia.

Cierta tarde en que me hallaba frente al mencionado cuadro, amonestando
� aquellos salvajes, como tengo por costumbre siempre que me pongo al
habla con ellos, me distraje al parecer con un rayo de sol, que vino de
repente � herir � un manolo en el rostro. Al mismo tiempo una mosca
grande y azulada empez� � zumbar confusamente algunas cosas � mi o�do, y
perd� el hilo del discurso. Sin saber por qu� ni c�mo, en aquel momento
sent� mucho calor en las mejillas, comenzaron � latirme fuertemente las
sienes, percib� cierto olor � p�lvora, y sin saber tambi�n por qu� ni
c�mo (�qu� verg�enza!), pienso que exclam�, dirigi�ndome � los feroces
chisperos: ��Oh, amigos m�os, quiero ser b�rbaro como vosotros!�
Afortunadamente no hab�a nadie en la sala.

El Sr. Aguilera, al parecer, tambi�n quiere ser b�rbaro, y escribe sus
_Ecos nacionales_, inspirados en el amor vivo y ardiente de la madre
patria. Estas composiciones fueron escritas en los a�os juveniles del
autor, y aunque revelan, bastante inexperiencia art�stica, que en
ocasiones semeja puerilidad, traspar�ntase en ellas un sentimiento tan
puro, un candor y una energ�a que cautivan y embriagan. Quiz� si
tuviesen m�s ali�o no produjeran el mismo efecto. Est�n destinadas al
pueblo, � ese pueblo espa�ol tan noble, tan altivo, tan feliz en otro
tiempo, cuando el despotismo austriaco no hab�a asentado su maldita
planta en nuestro suelo. Haga Dios que alg�n d�a ese pueblo espa�ol
salga de su letargo y se disipen los malos sue�os que oscurecen su
frente; no para conquistar tierra, que harta tenemos ya, sino para ser
m�s dichoso dentro y m�s respetado fuera.

El pueblo ha pagado bien al Sr. Aguilera el amor que le profesa, d�ndole
lo �nico que pod�a darle, su poes�a. El pueblo expresa siempre su
poes�a en una forma muy breve y concisa. El pobre necesita trabajar, y
no tiene tiempo � componer grandes trozos de versificaci�n. Por tal
motivo, se ha acostumbrado � decir mucho en pocas palabras, y acaso
tambi�n por llevar un poco la contraria al Sr. Grilo. El arte supremo de
iluminar vivamente el esp�ritu con cuatro versos, haci�ndole columbrar
dilatados y hermosos horizontes, no lo rob� el Sr. Aguilera al pueblo,
como se ha dicho; el pueblo se lo ha regalado, como desquite de una
deuda de amor y de sacrificios. No es tan insignificante el regalo como
algunos piensan, incluso quiz� el mismo Sr. Aguilera. A mi juicio, son
los cantares la obra maestra de nuestro poeta y aquella en que no ha
tenido, ni tiene, ni es probable que tenga rival. Los cantares de
Aguilera no morir�n jam�s, porque salen del fondo del coraz�n, y como �l
mismo dice con admirable delicadeza:

    Cantar que del alma sale,
    Es p�jaro que no muere;
    Volando de boca en boca
    Dios manda que viva siempre.

Volando de boca en boca, y acompa�ados de la guitarra, los he visto
cruzar � menudo, unas veces tristes, otras alegres, pero siempre dulces
y apasionados.

�Qu� m�s se ve en fondo azul del Sr. Aguilera?--El amor de la
naturaleza. No hay que confundir el amor que Aguilera siente hacia la
naturaleza con esa afici�n fr�vola y afectada, hoy tan en boga entre
viajeros y ba�istas, los cuales creen pagar su deuda de admiraci�n � la
naturaleza gritando sin ton ni son en todas partes: ��Magn�fico!
�Delicioso! �Sorprendente!� y poni�ndose una rama de madreselva en el
sombrero cuando tornan del paseo. No; el Sr. Aguilera ama la naturaleza
como �sta pide que se la ame, con sentimiento profundo y verdadero, con
ext�tica contemplaci�n y fervoroso culto, con cierto misterioso terror
que contrae el coraz�n y cierra la boca. Solamente � los que as� la aman
entrega el tesoro infinito de sus gracias. As� la ha amado Fray Luis de
Le�n, el inmortal autor de la _Vida del campo_, con quien guarda nuestro
poeta, seg�n creo haber indicado, un estrecho y singular parentesco, y
as� la amaron todos los ingenios que han sabido cantarla.

Mas el amor de la naturaleza para el Sr. Aguilera y para todos los que
residimos en la corte es un amor plat�nico, porque no gozamos de sus
galas y encantos. En Madrid hay unos �rboles en el Retiro y unas
monta�as hacia Fuencarral que los miran por encima de las torres y las
chimeneas. Lo que queda entre estas monta�as y estos �rboles no merece
el nombre de naturaleza. En punto � naturaleza, los madrile�os no deben
alzar el gallo � nadie, porque el m�s zafio y miserable labriego de
Asturias � Galicia es mil veces m�s rico que ellos.

No obstante, ser�a poco decoroso despreciar lo que hay en casa. A m� me
gusta mucho el cachito de naturaleza que posee Madrid. Aquellos �rboles
del Retiro son muy hermosos, digan lo que quieran. Son hermosos por la
ma�ana cuando, regocijados y alegres con la salida del sol, bendicen la
tierra sacudiendo sobre ella, como enormes hisopos; el roc�o que vino
por la noche � dormir en sus hojas. Son hermosos al mediod�a cuando el
sol los ba�a, los inunda con su luz amarilla, visti�ndolos de verde y
oro, como si fuesen _primeros espadas_. Entonces los �ltimos vapores del
roc�o se disipan y se pierden en la atm�sfera, la luz consigue penetrar
por mil intersticios en su interior y los hace trasparentes como faroles
venecianos, los troncos parece que est�n satinados, el sol dibuja con
sus ramas negra y tremante red en la arena, y las hojas chiquitas de las
puntas relucen como monedas de oro acabadas de acu�ar. Son hermosos
sobre todo � la tarde, cuando se destacan sobre el azul p�lido del cielo
con tal limpieza que parecen recortados � tijera por una mano invisible.
Si os sentaseis debajo de uno de ellos � contemplar la muerte del d�a,
ver�ais al principio regueros de luz que cambian � cada instante de
cauce, corriendo primero por la parte baja de la copa, despu�s por el
centro, despu�s por la cima, despu�s por ninguna parte. La sombra lo
envuelve en su manto protector, y el �rbol, inm�vil y silencioso, se
prepara � dormir, respirando con libertad en el ambiente fresco y
h�medo. M�s he aqu� que de aquellas monta�as del Guadarrama, un poco
so�olientas tambi�n, llega una brisa �spera y fr�a, con el exclusivo
objeto de darle las buenas noches. Una hojita que en el extremo de la
rama m�s alta parece servir de vig�a se estremece primero d�bilmente,
despu�s empieza � moverse con br�o tocando � rebato, y todas las dem�s,
advertidas de la presencia del emisario, comienzan � bailar alegremente,
devolviendo su cordial saludo al Guadarrama. Cumplido este deber de
cortes�a, el �rbol se abandona al reposo, y duerme � pierna suelta.

�Qu� hermosos est�n aun durante el sue�o estos �rboles, dibujando sus
fant�sticas siluetas en el oscuro azul de la noche! Acaso no sea todo
oscuridad ni duerma todo en el interior de estos �rboles. Reparando
bien, tal vez percib�is el brillo suave � intermitente de una de sus
hojas. Alzad los ojos al mismo tiempo, y ver�is en el cielo un lucero
tan brillante como presuntuoso. Retiraos, no se�is indiscretos.

Mas h�gome cargo, aunque tarde, de que no estoy escribiendo la semblanza
de los �rboles del Retiro, sino del Sr. Aguilera, y paso inmediatamente
� otro punto.

�Qu� m�s se ve en el fondo azul del Sr. Aguilera?

En ese espacio di�fano flotan como claras estrellas dos ojos negros,
grandes, brillantes y serenos que pod�is ver retratados en la hoja
primera de sus _Eleg�as y Armon�as_. Era una ni�a, era un pedazo del
alma del poeta, la que en otro tiempo los hac�a brillar con su sonrisa,
los elevaba, los adorm�a, los ocultaba un instante en la sombra de sus
pesta�as y los hac�a lucir de nuevo como dos rayos de sol que hieren el
cristal de una fuente.

�Cu�ntas veces os habr�is sentado en las sillas del paseo de Recoletos!
�no es cierto? Pues en verdad que no habr� dejado de revolotear en torno
vuestro casi siempre un enjambre de ni�os que juegan corriendo unos en
pos de otros y lanzando chillidos penetrantes, como golondrinas que se
persiguen por el aire. � fuerza de contemplar con mirada distra�da
aquella escena bulliciosa, conclu�s por fijaros en una ni�a de ojos y
cabellos negros y vestido blanco. Os interesa su mirar melanc�lico y la
suavidad y elegancia de sus movimientos. Al pasar � vuestro lado muy
descuidada y risue�a, la pill�is al vuelo por uno de sus bracitos y la
atra�is blandamente hacia vosotros, la aprision�is entre las rodillas,
tom�is entre las vuestras sus diminutas manos, que parecen dos botones
de rosa, y la acarici�is de mil maneras, interrog�ndola al mismo tiempo
sobre el juego en que se divierte, cu�l es su nombre, cu�ntos a�os
tiene, cu�ntos hermanos, etc., etc. Al principio os mirar� con ojos de
asombro y temor, se negar� resueltamente � contestar y tratar� de
arrancarse � vuestras caricias. Mas poco � poco ir� perdiendo el miedo,
y � los cinco minutos sois los mejores amigos del mundo. � los diez ya
sab�is que su hermano menor es un insoportable glot�n, capaz de comerse
la parte de dulces de todos los hermanos, y algunos otros grav�simos
secretos. Al cuarto de hora, cuando su aya viene � llamarla y os
presenta la mejilla para que la bes�is, vuestra amistad est� � prueba de
desavenencias y disgustos. �Oh, bien se puede asegurar que durante este
cuarto de hora no os aburristeis poco ni mucho! Mas cuando la veis
alejarse dando graciosos brincos, �no ha cruzado por vuestra mente la
idea de que pudierais tener una hija igual, y que pod�a morirse? S�; con
seguridad ha cruzado y hab�is sentido todo vuestro cuerpo estremecerse
de s�bito con un movimiento de terror, y hab�is medido con los ojos de
la imaginaci�n los profundos abismos del m�s fiero dolor, del _dolor de
los dolores_.

Pues bien, figuraos que el padre de aquella ni�a es nuestro poeta y que
la ha perdido. Otro hombre no hubiera podido hacer m�s que llorarla. �l
la ha llorado y la ha cantado. Y su canto es el m�s armonioso, el m�s
sentido, el m�s tierno que ha salido de su pecho. Las eleg�as que
Aguilera dedica � la memoria de su hija, por el profundo sentimiento que
guardan y por la delicadeza con que han brotado de la pluma, ser�n
le�das mientras haya poes�a. Parecen escritas como fueron sentidas, en
el mismo instante en que el brillo de un lucero, los ecos lejanos de un
organillo � los lirios que crecen en un balc�n traen � la memoria del
poeta su dicha pasada y su desgracia presente. Detr�s de aquellas
p�ginas se escuchan realmente los sollozos. Voy � coger no m�s que dos
perlas del collar, copiando las siguientes bell�simas composiciones:

      Debajo de mis balcones
    Par�base el saboyano;
    Ella, la m�sica oyendo,
    danzaba al sonido m�gico,
    y yo de gozo temblaba
    como la hoja en el �rbol.
      Debajo de mis balcones
    hoy se par� el saboyano;
    levantar le vi los ojos
    una, dos, tres veces, cuatro...
    �Y una, dos, tres, cuatro veces
    sin esperanza bajarlos!

           * * *

    No mires � mis balcones:
    �por qu� miras, saboyano,
    si ya no ha de salir ella
    � este balc�n solitario,
    para echarte la limosna
    bendecida por su labio?...
      No mires � estos balcones,
    y si vuelves, saboyano,
    la voz del �rgano apaga,
    y pase por Dios callando,
    pues yo no s� lo que tiene
    �ay! que no puedo escucharlo.

           * * *

   --�C�mo tardan estos lirios,
    c�mo tardan en dar flor!--
    Me dec�a muchas veces
    al regar los del balc�n.
   --Cuando se abran, ser�n tuyos
    contest�bale mi voz;
    y esperando el �ngel m�o,
    esperando, se muri�.
      Vino Mayo �ay, no viniera!
    y los lirios del balc�n
    su corola azul abrieron
    � los c�firos y al sol.

      Y las l�grimas brillaban
    que sobre ellos vert� yo,
    al dejarlos en la tumba
    donde tengo el coraz�n.


III

Y ahora, �qu� voy � decir de los defectos del se�or Aguilera? He pasado
un rato delicioso escribiendo las anteriores l�neas, sin curarme para
nada de ellos. Ni yo lo he sentido, ni acaso el lector lo sienta
tampoco. Encadenado al vuelo del poeta, vime suspenso un instante sobre
la tierra. Pienso (Apolo me perdone la injuria) que fu� poeta el espacio
de un rel�mpago. No es maravilla que me pese el salir de un grato sue�o
para dar con verdades fr�as y amargas. �Es tan triste acostarse poeta y
despertar cr�tico! Pero Dios lo quiso, y el editor tambi�n. �Seamos
cr�ticos!

No satisfecho el Sr. Aguilera con expresar lo que sent�a bien,
verbigracia, los afectos m�s arriba indicados, quiso tambi�n cantar en
m�s de una ocasi�n lo que sent�a mal � no sent�a de modo alguno. De aqu�
han nacido todos sus defectos. En el crecido n�mero de sus composiciones
se encuentran no pocas endebles, fatigosas y descoloridas, sobre todo en
el _Libro de las s�tiras_, no tanto por falta de primor y elegancia en
la forma (que rara vez acontece), como por falta de verdad y de br�o en
la inspiraci�n. El Sr. Aguilera ha incurrido en un vicio, harto
frecuente por desgracia en nuestra �poca; el de acudir � lugares
comunes, � frases llevadas y tra�das por todos los que comercian con las
Musas. Los lugares comunes en filosof�a admiten excusa y hasta prestan
utilidad, mas en el Parnaso son rechazados y perseguidos como animales
da�inos. No es posible encarecer bastante el horror con que las Musas
miran la poes�a de estereotipia, tan en boga al presente. Dicen ellas, y
yo soy de su opini�n, que cuando el poeta no tiene nada nuevo que decir
� no encuentra nueva forma en que expresarlo, debe callarse.

Puesto ya � censurar, tambi�n dir� que el se�or Aguilera introduce
alguna vez en sus poes�as lecciones de moral que encajar�an mejor en una
pl�tica de Semana Santa. Una cosa es componer poes�as, y otra dirigir
pastorales � los cat�licos de una di�cesis. Tambi�n dir� que acostumbra
� desleir sobradamente los conceptos, dando esto por resultado el que se
pierda, � debilite al menos, el efecto que deben producir, comunicando
al propio tiempo � sus composiciones cierta languidez, que alguno
pudiera calificar de inanici�n. Tambi�n dir� que la afici�n � poner
estribillo en una gran parte de sus poes�as, produce en ciertos casos el
efecto apetecido de moverlas y animarlas; mas en otros, quiz� por
rechazarlo la �ndole del asunto, � por no acertar � poner el que
conviene, las hace pueriles unas veces, y otras artificiosas.

Pero no dir� m�s; que ya me voy avergonzando de echar en cara estas
menudencias � un tan insigne y excelente poeta.

[Illustration]




D. GASPAR N��EZ DE ARCE


[Illustration: A]UNQUE parezca descort�s y hasta irreverente dar
comienzo � la semblanza de un poeta con una apolog�a de la prosa, tengo
razones poderosas para escribirla, y la he de escribir, si en ello
hubiera de irme la fama de atento y comedido. No la escribo porque tenga
en aborrecimiento el verso; que el hecho mismo de consagrar mi pobre
ingenio al estudio de los poetas dice bien claramente lo contrario.
Tampoco porque juzgue, como algunos, que es el verso un lenguaje propio
de la infancia de los pueblos y opuesto � la gravedad de nuestra �poca,
y que ha de llegar un d�a en que desaparezca totalmente. Para m� el
verso es y ser� eternamente el lenguaje genuino de la poes�a. Y cuenta
que lo dice un hombre tan pudoroso en esta materia, que para �l las
columnas de _La Ilustraci�n Espa�ola y Americana_ son selvas v�rgenes
donde nunca ha osado poner el pie: incapaz, por consiguiente, de meterse
con nadie ni de escribir un mal soneto, � no ser que le hurguen mucho y
de mala manera: en cuya fe quiere vivir y espera morir. Mas el verso,
como todas las grandezas de la tierra, no necesita apologistas. Por el
hecho de existir pregona su excelencia; mientras la prosa, la prosa vil,
al tenor de las causas malas, necesita campeones que salgan � su
defensa. No es bizarro el que ahora se presenta, pero s� bastante
cazurro, y ha de suplir, ciertamente, con zancadillas y trazas de mala
ley lo que le falta de arrojo. Mucho cuidado con �l.

La prosa no es bonita, debo confesarlo, pero no me nieguen ustedes que
es muy expresiva. Tiene las facciones abultadas � incorrectas, le falta
majestad y dulzura en los movimientos, es �spera, ind�mita y arisca,
todo lo que ustedes quieran; pero no me nieguen ustedes que es muy
expresiva. �Oh, s�, es muy expresiva! El alma se ve muy pronto por sus
ojos grandes y oscuros. En sus posturas descuidadas y caprichosas, en
sus movimientos desordenados y bruscos, en sus arrebatos y en sus
desmayos, hay � veces mucha gracia. Y luego, �tiene unas salidas! Nunca
puede estar tranquila ni caminar con paso mesurado y sereno. � cada
instante se siente acometida por la necesidad de alargarlo � acortarlo.
Viene un per�odo amplio, terso y sonoro, de esos que piden � todas horas
los pseudo-cl�sicos, sin saber lo que piden; en pos de �l, otro breve y
palpitante como el coraz�n que lo dicta. Aparece uno suave y
almibarado, como el requiebro de un adolescente, y � toda prisa surge
detr�s otro seco y �spero que le deja cortado. La prosa, en fin, odia de
muerte la monoton�a, y procura demostr�rselo en cuantas ocasiones se
presentan. Quiz�s por eso se eleva rara vez al cielo. El cielo es
hermoso, pero es mon�tono.

Mas si no consigue volar por el cielo sereno y l�mpido, en cambio
discurre admirablemente por la tierra. Alguna vez se mancha con sus
lodos y se pincha con sus abrojos, pero sabe lavarse inmediatamente en
sus claras fuentes, y curarse con el b�lsamo de sus flores. No se
desde�a de andar � pie por los parajes m�s escabrosos, ni penetrar en
los lugares m�s humildes. A menudo se la ve pararse ante un objeto
�nfimo y despreciable, ilumin�ndolo y describi�ndolo con amor. � veces
tambi�n, � semejanza del mar, sabe reflejar el azul del cielo.

No se me oculta, sin embargo, que se la mira generalmente con desprecio.
No se me oculta que al ver � la prosa entrarse por un hospital, por una
f�brica � por una taberna con la mayor frescura, y ponerse � referir
cuanto all� ocurre, por insignificante y hasta despreciable que sea, hay
muchos que dicen pestes de ella, y se creen humillados al leer lo que
juzgan indigno de toda atenci�n. S� de sobra que hay mucha gente para
quien no existe ni puede existir arte alguno en la descripci�n del catre
en que duerme un ni�o desamparado y pobre, � en la de la faena de un
rudo labrador, � en la del tocado breve y sencillo de una costurera.
�Ah! Tal vez se figura esa gente que no se encuentra � Dios m�s que en
la sublimidad de la b�veda celeste poblada de astros luminosos, � cuyo
lado el que habitamos no es m�s que un leve grano de arena. Si tal se
figura, es que no ha mirado jam�s en una gota de agua por el lente de un
microscopio. Habiendo mirado, no dejar�a de comprender al instante que
es tan f�cil llegar � Dios por lo infinitamente peque�o como por lo
infinitamente grande.

Tampoco la prosa carece de ritmo en absoluto. Su ritmo es mucho m�s
hondo y arcano que el del lenguaje m�trico, mas no por eso deja de
existir. Un o�do delicado lo percibe como blanda y rec�ndita m�sica
dentro de una selva oscura. �Qui�n osar� negar el ritmo, el n�mero y la
armon�a � la prosa de Cervantes, Fenel�n � Manzoni? No ser� yo quien
cargue con semejante responsabilidad. Lo que hay es que el ritmo de la
prosa no es uniforme y continuo como el de la versificaci�n. Los vientos
del pensamiento lo agitan � su capricho y le hacen variar � cada
instante de rumbo, sin darle jam�s punto de reposo. La prosa, mejor que
el verso, obedece � las insinuaciones del esp�ritu, dej�ndose llevar
cual d�cil pluma, unas veces por regiones serenas y tranquilas, otras
por parajes revueltos y oscuros...

Pero basta ya de paneg�rico; que tal suma de perfecciones voy acumulando
sobre la prosa, y tan devoto de ella me presento, que temo murmuren las
malas lenguas.

Lleg� el instante, por m� bastante temido, de dar explicaciones sobre
las causas que engendraron este inoportuno paneg�rico. Y �la verdad, si
ustedes pudieran pasarse sin ellas, me alegrar�a en el alma, porque no
tengo deseo alguno de manifestarlas. Mas ustedes no pueden pasar sin
explicaciones, por m�s que la galanter�a les mueva � decir otra cosa, y
aunque me pese, creo hallarme en la obligaci�n de remediar su justa
curiosidad.

�Y por qu� siento dar explicaciones? Dir�lo de una vez: porque temo que
estas explicaciones no agraden al Sr. N��ez de Arce. Tal temor, si bien
se nota, es m�s lisonjero que ofensivo para el Sr. N��ez de Arce, puesto
que si yo no le respetase y admirase muy de veras, � buen seguro que no
me turbar�a m�s ni menos. Mas, por desgracia, s� lo peligroso que es
decir � una mujer hermosa que no es la m�s hermosa del mundo, � � un
poeta inspirado que no es el m�s inspirado de todos los poetas. Desde
Homero hasta Revilla, no ha habido jam�s poeta alguno que escuchase con
calma una afirmaci�n parecida. Compad�zcanse ustedes de mi situaci�n, y
por Dios me den algunos alientos, que harto los necesito. Comienzo.

Reconozco, como tendr� ocasi�n de mostrar en el presente art�culo,
muchas y notables dotes de poeta en el Sr. N��ez de Arce, mas he dado en
imaginar que las tiene a�n m�s notables y sobresalientes de prosista.
En las cortas p�ginas que lleva escritas en prosa, he pensado reconocer
casi todas las cualidades que distinguen � los grandes prosadores;
flexibilidad, n�mero, concisi�n, elegancia, naturalidad, energ�a. Si se
me apurase, tal vez llegara � decir que en el g�nero hist�rico es donde
pudiera alcanzar mayores lauros. Tengo la creencia de que si el se�or
N��ez de Arce hubiese dedicado su pluma � la historia, dejar�a
oscurecidas, por lo que toca al aspecto literario, las glorias de todos
nuestros historiadores, excepto Mariana. Y aqu� me salta al encuentro
cierta semejanza que hace tiempo he observado entre nuestro poeta y otro
de la naci�n portuguesa: Alejandro Herculano. A entrambos los
caracteriza la austeridad del pensamiento, la virilidad y firmeza del
tono y la sobriedad de la dicci�n. Pero Alejandro Herculano, que no pasa
de notable poeta, fu� un eminent�simo prosista, el m�s eminente quiz� de
cuantos ha producido la Pen�nsula Ib�rica, en este siglo, dejando, como
es sabido, en la historia y en la novela monumentos perdurables del arte
literario. �Sentir� ahora el Sr. N��ez de Arce que le compare �
Herculano?--Lo sentir�, estoy seguro de ello; y lo sentir�, porque la
comparaci�n, como dicen los fil�sofos, s�lo es exacta _en potencia_,
dado que el Sr. N��ez de Arce no ha querido hasta el presente mantener
relaciones duraderas con la prosa. Respetando, como me cumple, su
acuerdo en este punto, perm�taseme deplorarlo, en gracia siquiera de la
desgraciada defensa que de aqu�lla acabo de hacer. Y ya no necesito
decir m�s para explicar el raro modo de dar comienzo � este art�culo.

Mas ya que me veo forzado � juzgar en el Sr. N��ez de Arce al poeta y no
al prosista (como fuera mi gusto), debo empezar declarando que ciertas
cualidades que el Sr. N��ez de Arce posee en alto grado, esenciales para
el prosador, no lo son tanto en mi concepto para el poeta, � saber: la
concisi�n y la energ�a. Nada m�s frecuente, cuando se quiere ensalzar la
musa del Sr. N��ez de Arce, que apellidarla viril, como si con este
adjetivo quedase hecha su apolog�a por completo y no hubiese m�s que
decir. Es m�s: hasta he le�do juicios cr�ticos en que se considera esta
cualidad como la m�s alta y suprema que el poeta puede recibir del
cielo. No lo entiendo yo as�. �Medrados estar�amos si no hubiese m�s que
virilidad y fuerza en la poes�a, si el poeta hubiese de cantar por
necesidad � todas horas asuntos � temas viriles! Tanto valdr�a afirmar
que en el terreno metaf�sico, la belleza y la forma se confunden. Por
fortuna no es esto cierto en ning�n terreno. El elemento femenino ha
jugado, juega y jugar� un papel principal�simo dentro del arte. En la
humanidad, la belleza no est� representada por el hombre, sino por la
mujer. Y la naturaleza, si es sublime en sus aspectos � momentos
terribles, bella no lo es m�s que en los de calma y sosiego, y en los
lugares apacibles y amenos.

Tampoco hay que confundir la energ�a de la expresi�n, que es ing�nita �
todo el que se halla bien penetrado de un sentimiento, sea �ste tierno
� viril, con la �ndole de los afectos que animan al poeta. Espronceda es
m�s en�rgico para m� en su _Canto � Teresa_ que Quintana cantando el
combate de Trafalgar. Y es porque, � mi entender, le ten�an con m�s
cuidado � Espronceda las liviandades de su querida, que � Quintana la
derrota de la escuadra hispano-francesa.

Por lo dicho, y por algo m�s que me callo, no soy tan gran admirador
como otros de los poetas viriles (cuando la virilidad reside en la
naturaleza del asunto � en el tono, y no en la mayor � menor energ�a del
sentimiento). As� que no doy la estimaci�n que aqu�llos � la virilidad
del Sr. N��ez de Arce. Pudiera muy bien ser m�s viril que Ad�n, padre
del g�nero humano, y no tener pizca de poeta. Si lo es, y excelente, no
lo debe � los temas viriles que elige para sus composiciones, ni al tono
elevado que adopta para cantarlos, sino � su ingenio y fantas�a.

En cuanto � la concisi�n, cierto que es una dote que puede cuadrar bien
� un poeta; pero no le es tan indispensable como al prosista. Conviene
distinguir adem�s la concisi�n � sobriedad de la frase de la precisi�n y
fijeza de los conceptos. La primera puede enaltecer las producciones de
un poeta: la segunda no hace m�s que confundirle con el prosador. El
verso es semejante � la m�sica, y como �sta, sirve para expresar lo m�s
vago, lo m�s delicado, lo m�s inefable de los sentimientos humanos.
Cuando se le obliga � decir cosas que la prosa puede expresar tan bien
� mejor que �l, � mi juicio, se le desnaturaliza. Esto hace en ocasiones
el Sr. N��ez de Arce. Algunas de las composiciones insertas en los
_Gritos del combate_ parecen escritas en prosa sonora y rimada, y
semejan manifiestos pol�ticos en verso, m�s que verdadera y limpia
poes�a.

�Llevar�, por ventura, la musa pol�tica el feo vicio del prosa�smo? No
lo s�; mas cuando echo la vista � los frutos que ha dado en este siglo
dentro y fuera de Espa�a, me siento inclinado � pensarlo. Aunque fijemos
nuestra atenci�n en lo m�s selecto, por ejemplo, en Quintana y Ber�nger,
yo encuentro el prosa�smo (el prosa�smo del concepto y del sentimiento,
que es mil veces peor que el de la frase) ceb�ndose sa�udamente en un
gran n�mero de sus composiciones, por m�s que el primero aspire �
disfrazarlo con la pompa del estilo, y el segundo con su donaire. Me
parece que en esto no hago m�s que seguir la opini�n general, porque la
fama de ambos poetas ha desmedrado notablemente con el tiempo. No quiero
decir, sin embargo, que la pol�tica no pueda inspirar en ocasiones � los
poetas grandes, bellos y atrevidos pensamientos, aunque s� imagino que
la pol�tica antigua, entregada al acaso � � los golpes de la fortuna y �
la espontaneidad de las fuerzas individuales, serv�a mejor para el caso
que la moderna, sometida casi por completo � una serie de reglas
complicad�simas que la convierten en una maquinaria inflexible y
mon�tona. Padilla luchando � campo abierto en Villalar con el emperador
Carlos V, es una figura po�tica; pero un general que se pronunciara hoy
con unos cuantos batallones en favor de la _descentralizaci�n_, no lo
ser�a gran cosa. Y es porque en el instante en que las ideas dejan de
formar parte de nuestra vida, de nuestra carne, si pudiera hablar as�,
como en el caso de Padilla, para convertirse en abstracciones, se
deshace su encanto. El poeta no quiere abstracciones, sino figuras
vivas, im�genes, algo visible y palpable que infunda calor en su coraz�n
y en su fantas�a. El Sr. N��ez de Arce ha ca�do en el mismo vicio que su
maestro Quintana, y como �l ha procurado velar lo descarnado y prosaico
del pensamiento con la magnificencia del estilo. Esto no obstante, debo
hacer una declaraci�n que va � estremecer profundamente muchas orejas
cl�sicas. Para m�, el disc�pulo posee m�s cualidades de poeta que el
maestro. Est� muy lejos de superarle, ciertamente, en la profundidad del
pensamiento, ni en el vigor y armon�a de la elocuci�n po�tica, pero le
lleva ventaja en el calor y riqueza de la fantas�a, que, por m�s que �
ello se opongan los pseudo-cl�sicos, es lo que eternamente caracterizar�
al poeta. No manejar� la lengua con tanto imperio y maestr�a, ni
escribir� unos versos tan audaces como los de Quintana, pero �ste
tampoco escribir�a ni el _Idilio_ ni el _Raimundo Lulio_ de nuestro
poeta.

No es s�lo la pol�tica la que inspira al Sr. N��ez de Arce, aunque s� le
preocupa con exceso. Hay otro orden de pensamientos que le atraen, le
alteran y le mortifican, como puede verse leyendo sus _Gritos del
combate_; y son los del orden religioso. No me asombra. Las cosas de
ultratumba nos traen revueltos � muchos que no tenemos nada de poetas.
Hasta aqu�, por consiguiente, el Sr. N��ez de Arce no es m�s que uno de
tantos. Conviene ahora saber si esta preocupaci�n constante de la mayor
parte de los hombres en el d�a inflama su esp�ritu y le presenta nuevas
y originales bellezas, pues es de lo que se trata.

Nuestro poeta se empe�a en hacernos creer que su esp�ritu vive presa de
la duda m�s cruel, que no puede deshacerse de ella, que en todos los
parajes y ocasiones le acompa�a y le persigue, etc., etc. Y � la verdad,
lo que se vislumbra en las poes�as del se�or N��ez de Arce no es un alma
atormentada por la duda, sino un hombre descre�do que echa menos sus
perdidas creencias. Esto, que hasta cierto punto es una falta de
sinceridad, de la cual tal vez el mismo poeta no se d� cuenta perfecta,
contribuye poderosamente � que tales poes�as no hieran la fantas�a ni
conmuevan el coraz�n de quien las lee. Otra raz�n hay para que estas
composiciones, bien entonadas, correctas y armoniosas, no nos hieran muy
vivamente; y es que los pensamientos en ellas esparcidos tienen m�s de
cient�ficos que de po�ticos. Son los pensamientos que se ocurren � un
hombre de talento, y no � un poeta. El Sr. N��ez de Arce no ha sacado
partido del estado de incertidumbre � de incredulidad en que
necesariamente han de vivir los poetas de esta �poca. Byron, Schiller,
Heine, Musset, Leopardi y otros varios, han cre�do, han dudado, han
descre�do. Todo esto se trasluce con bastante claridad en sus obras,
aunque ellos muy rara vez nos lo digan concretamente. Y la enfermedad
que les devora presta � sus poes�as diversas tintas � colores, seg�n los
estados por que atraviesa; unas veces oscuros y l�gubres, otras vagos y
desva�dos, otras dulces y melanc�licos. Pero siempre, siempre buscando
la belleza con admirable instinto. As� que, para m�, sus figuras son
mucho m�s interesantes y amables que la del Sr. N��ez de Arce, el cual
se revuelve airadamente contra su siglo y contra Voltaire, Darwin y todo
el cortejo de fil�sofos modernos, � quienes achaca la culpa de que �l no
viva feliz y satisfecho. Es muy lamentable; mas para el arte es a�n m�s
lamentable que la duda � el esceptismo no hayan logrado descubrir
tesoros de m�s val�a dentro de su esp�ritu.

Los defectos que dejo apuntados proceden, si no en todo, en gran parte
al menos, de que el Sr. N��ez de Arce no est� completamente en su cuerda
en la poes�a l�rica. La �ndole de su ingenio y de su inspiraci�n es
mucho m�s �pica que l�rica. Y si fuera permitido � un hombre humilde y
desautorizado, como yo, invocar el auxilio de dos palabras tan augustas,
dir�a que es m�s objetiva que subjetiva. Lejos de mi la idea de entrarme
de rond�n, por esto, en el dominio de las divisiones literarias. Entre
todos los espa�oles que saben leer y escribir, no habr� otro menos
amigo de clasificaciones. Creo que las divisiones en el arte son como
las que se hacen en el mar: tan pronto hechas como borradas. Pueden los
ret�ricos � su antojo dividir el arte en g�neros, � semejanza de los
astr�nomos que dividen el firmamento en zonas para mejor estudiar sus
estrellas. Dios en el cielo y el poeta en el arte nunca tendr�n en
cuenta para nada tales divisiones. Mas una cosa es trazar
clasificaciones y otra determinar el car�cter y naturaleza de la
inspiraci�n de un poeta. � esto �nicamente me dirijo cuando digo que el
Sr. N��ez de Arce es m�s �pico que l�rico.

Como poeta l�rico, carece de aquella delicadeza y escrupulosidad con que
los grandes modelos exploran todos los pliegues de su alma y sondean sus
m�s profundos misterios; carece de aquella exquisita sensibilidad que
les mueve de un modo irresistible � exhalar sus afectos. Pero en cambio
su imaginaci�n viva y osada, su briosa entonaci�n y su maestr�a para
describir y narrar, le est�n pregonando como un gran poeta �pico. As� lo
ha comprendido �l mismo al cabo, decidi�ndose � escribir algunos poemas
que son los cimientos m�s seguros de su gloria. Entre ellos, dos, el
titulado _Raimundo Lulio_ y el que por un extra�o capricho titula
_Idilio_, compiten con lo m�s hermoso y selecto que este siglo puede
ofrecer en poes�a � los futuros.

El _Idilio_ es una prueba m�s de que en la vida lo peque�o es muchas
veces lo grande. Casi tantas como lo grande es lo peque�o.

�Lo peque�o y lo grande! �Qui�n se atrever� � decidir sobre uno y otro?
Cuando ni�os nos hacen llorar cosas que hacen reir � los hombres. �Me
negar�is que aquellas l�grimas son tan sinceras y tan vivas como todas
las dem�s que se vierten en el mundo? Cuando j�venes nos desesperan �
nos arrebatan de alegr�a ciertas cosas que los viejos desprecian. En
cambio los j�venes suelen mirar con soberano desd�n otras que preocupan
� los viejos. Y si esto acontece en un mismo hombre, �qu� no suceder�
entre hombres diferentes? Preguntadle al comerciante de enfrente qu� es
lo que opina del ruido que hacen las hojas al caer ahora por oto�o.
Preguntadle � un poeta qu� juzga de la subida de los algodones.
Preguntadle � una madre que ve � su hijo partir � la guerra qu� es lo
que opina de la autonom�a de los Estados. Preguntadle � un diplom�tico
cu�nto le preocupa el dolor de aquella madre. �Lo peque�o y lo grande!
�Qui�n se atrever� � decidir sobre uno y otro?

El asunto � tema del _Idilio_ del Sr. N��ez de Arce quiz�s ser� para
otros muy peque�o; para m� es muy grande. La amistad c�ndida y pura de
un ni�o y una ni�a que crecen bajo un mismo techo, transformada por
virtud de la edad y de cierta separaci�n en amor apasionado: el t�rmino
fatal que la muerte viene � dar � este naciente amor. As� es el tema en
resumen. He dicho que para algunos tal vez ser� peque�o, porque los
hombres suelen � menudo burlarse de estos afectos � pasiones de la
adolescencia y llamarlos ni�er�as. Quiz� tengan raz�n; mas antes que yo
se la d�, precisa que me demuestren que los afectos � apetitos que
despu�s cautivan su alma valen m�s que estas ni�er�as. Que estos hombres
pongan la mano en su pecho y me digan ingenuamente si � los cincuenta
a�os de edad se sienten m�s nobles, m�s desinteresados, m�s valerosos,
m�s compasivos y m�s prontos al sacrificio que � los diez y ocho. Que me
digan tambi�n si los sustanciosos devaneos de la edad viril les han
proporcionado m�s goces y menos remordimientos que los amores tontos y
plat�nicos de la adolescencia. As� que me lo digan (y yo los crea),
renunciar� de buen grado � parar mientes en tales menudencias. Mientras
tanto, no extra�en ustedes que adore estas ni�er�as, consider�ndolas
como flores que exhalan su fragancia, no s�lo por los a�os en que viven,
sino aun por toda la existencia cuando se guardan como preciosas
reliquias dentro del coraz�n. Sigamos ahora con la ni�er�a del Sr. N��ez
de Arce.

Aunque no tenga � la vista su precioso _Idilio_, y lo haya le�do hace ya
bastante tiempo, recuerdo muy bien todos sus detalles; prueba
incontestable de que me ha impresionado fuertemente. Recuerdo aquella
partida del estudiante novel � la ciudad, aquel caballo overo que
aguarda � la puerta, aquella tierna despedida de la madre, la reprimida
aunque no menos tierna del padre, y la triste y candorosa de la hu�rfana
que ha sido su compa�era; recuerdo su gozosa vuelta, sus inocentes
recreos, aquel carro del vecino en que tornaba � su casa por la tarde;
recuerdo aquella esquivez incomprensible para �l de su compa�era de la
infancia; recuerdo aquella tarde en que � solas con sus pensamientos
trepa al castillo derru�do, y la magn�fica descripci�n que el autor hace
entonces de los campos de Castilla, la tempestad que le sorprende en
aquel sitio y su fatal ca�da; recuerdo aquel rostro angelical que el
estudiante ve siempre cerca de su lecho, y que apenas se pone bueno
desaparece; recuerdo aquella delicada y natural�sima declaraci�n de
amor, las nobles promesas de la madre, la nueva partida, la nueva
vuelta... En fin, lo recuerdo todo, y todo me encanta hasta un grado
indecible. Yo s� d�nde est� el secreto del hechizo que para todo el
mundo tiene este poema. S�, yo lo s�. No hay en �l otro secreto que la
verdad del sentimiento. Cr�anme ustedes, cuando un autor siente una
cosa, tiene mucho adelantado para hacer sentir con ella � los dem�s.

De muy distinto modo, pero no con menos fuerza, me ha impresionado la
lectura de _Raimundo Lulio_. Tr�tase de un personaje tan insigne, y al
mismo tiempo tan misterioso, que cuanto � �l se refiera no puede menos
de tener mucho inter�s y excitar la imaginaci�n. Raimundo Lulio es el
faro que desde una isla del Mediterr�neo esclarece las tinieblas de la
Edad Media.

Lo que sirve de argumento al poema es un episodio de su vida terrible
hasta lo sumo, y tan dram�tico... Pero antes de pasar m�s adelante,
necesito escribir una carta al Sr. N��ez de Arce. Suplico � ustedes el
favor de entreg�rsela en propia mano y no leerla por el camino.



           Sr. D. Gaspar N��ez de Arce.

     Muy se�or m�o y de mi mayor aprecio: Si algo puede con usted la
     sincera admiraci�n, y aun el cari�o que le profeso, acoja con
     indulgencia la respetuosa s�plica, con honores de consejo, que voy
     � hacerle.

     Por su propio inter�s y por el de la poes�a espa�ola, que tiene en
     usted un tan ilustre representante, le ruego que cuando llegue el
     d�a de dar � la estampa una nueva edici�n de su RAIMUNDO LULIO, vea
     de modificar, enmendar, � para mejor hacer, suprimir la
     introducci�n que le pone, dedicada �� un amigo de la infancia�. Las
     razones que para desear tal supresi�n tengo son las siguientes:

     1.� La introducci�n me parece, � m�s de inoportuna, prosaica, y que
     no corresponde al tono inspirado y majestuoso del poema.

     2.� Las pestes que usted dice en ella de la ciencia me parecen
     indignas de quien se llama � rengl�n seguido �hijo de su siglo�.

     3.� El supuesto de que Raimundo Lulio, desenga�ado de la ciencia,
     cuyo s�mbolo es Blanca de Castelo, dijo adi�s al mundo me parece
     falso. Lo que se saca de la vida de este var�n, siendo tambi�n lo
     m�s l�gico, es que, desenga�ado del mundo, busc� abrigo en la
     religi�n y en la ciencia.

     4.� Aun concediendo que todo fuese cierto, nunca debi� usted
     declarar que Blanca de Castelo es un s�mbolo. Estas declaraciones
     se dejan para los cr�ticos, ret�ricos y dem�s gente menuda. El
     poeta debe amar los hijos de su fantas�a como si fuesen de carne y
     hueso; por lo que son, y no por lo que pueden representar.

     Perd�neme el atrevimiento, en gracia del af�n que siento por no ver
     deslucida una joya de tanto precio. Y considere que convertir una
     figura hermosa y divina, como la de Blanca de Castelo, en una
     abstracci�n, es un sacrilegio casi tan grande como el de su amante
     al penetrar en el templo � caballo.

     Suyo, devoto y afect�simo,

                          A. PALACIO VALD�S.



Calificaba m�s arriba el episodio que se narra en el _Raimundo Lulio_ de
terrible y dram�tico. As� es, en efecto. El amor impuro y fogoso del
protagonista recibe una lecci�n tremenda, como venida de aquel cielo
triste y severo de la Edad Media. El sacr�lego jinete que penetra en el
templo haciendo chasquear las herraduras de su caballo contra los
m�rmoles sagrados; la airada muchedumbre que le recibe primero con sordo
rumor y despu�s le acosa por las calles; el l�brico insomnio que le
acomete m�s tarde; la misteriosa cita; la escena viva y exaltada en que
la pasi�n del fogoso mancebo se desborda:

      �Y estall� con sus cl�usulas de fuego,
    con su expresi�n incoherente y rota
    por el halago y la pasi�n y el ruego:

      con ese dulce c�ntico que brota
    al fecundo calor de una mirada,
    y lleva una ilusi�n en cada nota;

      con esa breve frase entrecortada
    que, al morir en los labios, adivina
    el coraz�n de la mujer amada,

      m�sica de la almas, peregrina,
    que con suspiros tr�mulos empieza
    y con vibrantes �sculos termina�;

el horror de que se siente pose�do al contemplar el seno de su amada
_carcomido por repugnante llaga cancerosa_... todo es sombr�o y
pat�tico; todo est� pintado con tal br�o, con toques tan seguros y
en�rgicos, que nos hiere y nos conmueve profundamente. Causa verdadera
maravilla la sobriedad de dicci�n con que est� escrito este poema.
Apenas huelga una sola palabra. Y, sin embargo, por un poderoso y casi
inconcebible esfuerzo, todo est� dicho, y todo est� bien dicho. La
fantas�a del poeta es en esta ocasi�n como una lente, que ata y hace
pasar los mil rayos del sol por un punto. El tono es grave y solemne,
como conviene al narrador. S�lo un gran poeta puede hacer hablar � un
personaje como Raimundo Lulio, grande de por s� y engrandecido adem�s
por el tiempo y el misterio, sin empa�ar el brillo que adquiri� en
nuestra imaginaci�n.

Despu�s de leer este poema, �qui�n no se convencer� de que el Sr. N��ez
de Arce no debe pulsar m�s cuerda que la �pica? El r�pido y majestuoso
desenvolvimiento de la acci�n, la firmeza y dignidad de los caracteres,
la verdad de las descripciones, aquel concebir osado y aquel decir grave
y conciso, no dejan lugar � duda sobre este punto. Por esta v�a debe
marchar, y por ella confieso que ha marchado de alg�n tiempo � esta
parte. Los �ltimos poemas que di� � luz son brillantes y hermosos. No
obstante, el Sr. N��ez de Arce, estoy seguro de ello, tiene fuerzas para
hacer mucho m�s todav�a. Quisiera verle acometer una empresa grande y
digna de su inspiraci�n; una empresa que le inmortalizara, como al
autor de _Fausto_ � al de _Manfredo_. Los tiempos no se prestan � ello,
bien lo conozco. Si tuviese la fortuna de escribir algo semejante, la
cr�tica igualitaria que al presente se usa nunca le perdonar�a el haber
rebasado la l�nea de los Grilo, Blasco, Retes, Herranz, etc., etc. Las
flores m�s bellas de su imaginaci�n quiz� ser�an ro�das como avena �
paja. Y si, por ventura, resultaba que el poema era un s� es no es m�s
subjetivo � objetivo de lo que le correspondiese de derecho, �ya le ca�a
obra al Sr. N��ez de Arce!

Con todo eso, no dejar� de aconsejarle que emprenda su poema. Demos que
tenga muchos defectos y que �stos no sean imaginarios, sino verdaderos y
efectivos; si las bellezas que haya en �l son dignas de la inmortalidad,
inmortal ser� el poema con todos sus defectos. �Los defectos! Morat�n
encontraba el _Hamlet_ atestado de ellos. Y, sin embargo, �cu�nto m�s
vale dormir alguna vez como Shakspeare que andar siempre tan vigilante y
avispado como Morat�n!

[Illustration]

[Illustration]




D. MANUEL DE LA REVILLA[10]


[Illustration: R]EVILLA!--He aqu� un nombre que hace so�ar, como esas
nubes rojas que se amontonan en el horizonte al declinar a tarde, para
servir de lecho al sol en su ca�da. Hay en este nombre algo de vago y
misterioso que fascina el esp�ritu y lo inclina � meditar. Cuando lo
escuchamos, sin saber por qu�, viene � nuestra mente el recuerdo
punzante de una flor que hemos deshojado, � el de una voz que nos
cantaba al o�do cuando ni�os para dormirnos, � el de unos labios
ardorosos que rozaron nuestra mejilla en otro tiempo, � las notas
suaves, tiernas, pur�simas de la metaf�sica neo-kantiana. Si se me
preguntara d�nde est� el secreto de tal fascinaci�n, no podr�a contestar
satisfactoriamente. Para m� no est� en que el se�or Revilla sea
fil�sofo, y sea poeta, y sea orador, y cr�tico, y catedr�tico, y
revistero de teatros. Cada una de estas cualidades de por s�, estoy
seguro de que no le har�a el blanco de la admiraci�n de sus
contempor�neos. Mas ha de existir entre ellas una singular y extra��sima
relaci�n, inextricable para el esp�ritu, mediante la que el fen�meno
indicado se realiza. De tal suerte, que si el Sr. Revilla fuese orador y
poeta, y no fuese fil�sofo al mismo tiempo, perder�a por eso s�lo la
inmortalidad; y si fuese orador, poeta, fil�sofo y catedr�tico, y no
tuviese adem�s la cualidad precisa de revistero de teatros, es como si
no fuese nada para el efecto de la fascinaci�n. El Sr. Revilla es, pues,
el resultado feliz de una agregaci�n de elementos diversos, cuyo modo de
enlazarse � combinarse s�lo Dios conoce. La naturaleza nos est�
ofreciendo � cada paso ejemplos admirables de estas dichosas
combinaciones. Suprimid � cierto paisaje el mar que se divisa � lo lejos
� la monta�a que se levanta imponente sobre �l, y perder� su car�cter y
no atraer� vuestra atenci�n. El Sr. Revilla es como un paisaje (en este
respecto nada m�s): no es posible quitar ni poner en �l cosa alguna, sin
privarle de su efecto.

Desde muy temprano ha reconocido en s� mismo una vocaci�n decidida �
influir sobre su siglo, y siguiendo los nobles impulsos de su alma, no
ha querido privarle de ninguno de aquellos medios por los que un hombre
puede influir sobre un siglo. Bien sabido es de todos que el primero y
m�s poderoso es la gravedad. Nada hay tan pernicioso, y por
consiguiente, nada tan aborrecible, en mi pobre opini�n, como las
expansiones jocosas � burlescas en todos los puntos de vista que se las
considere. Porque no s�lo han sido y son una r�mora para el progreso
moral y material de las naciones, sino, lo que es a�n peor, han servido
ya en algunas ocasiones para poner en duda el ingenio y la sabidur�a del
Sr. Revilla. �Qu� tiempos los nuestros! Ya no existe para este siglo
menguado nada de respetable ni digno de ser mirado seriamente. Escribe,
pongo por caso, el Sr. Revilla uno de sus art�culos guarnecidos y
bordados de primorosas metaf�sicas, y sin m�s ni m�s, salta un
cualquiera diciendo, con cierta vaya impertinente, que aquel art�culo es
una colecci�n de lugares comunes, un tejido de frases huecas arrancadas
al tecnicismo filos�fico para imponer respeto � la gente ignorante, al
modo que se fija en las huertas un mu�eco de paja para espantar � las
aves inocentes. Por eso la gravedad del Sr. Revilla es un dulce y
apetecible oasis en este vasto arenal de liviandades.

Aunque ya he hablado de ella en otra ocasi�n, s�lo fu� por incidencia;
as� que no me considero relevado de la obligaci�n de consagrarle algunas
palabras. Y la primera cuesti�n que se presenta es la siguiente: �La
gravedad del Sr. Revilla es de nacimiento, esto es, puede considerarse
como una dote otorgada graciosamente por el cielo, � es una cualidad
adquirida en virtud de un largo y penoso aprendizaje, de prolijos afanes
y desvelos? No es tan f�cil como � primera vista parece la resoluci�n de
este problema. Mirando el asunto por encima, y teniendo presente nada
m�s que lo rara que es hoy esta cualidad, aun entre los hombres m�s
favorecidos por la Providencia, es f�cil deducir que el Sr. Revilla ha
llegado � ella por el trabajo y el estudio. Esta facilidad arrastr� �
muchos al error. Cualquiera que se fije un poco, comprender� que la
gravedad del Sr. Revilla tiene un no s� qu� de agreste, ind�mito y
brav�o que la distingue perfectamente de las dem�s gravedades imitadas
� contrahechas. Es una de esas gravedades que aparecen muy de tarde en
tarde en la historia humana, y por lo tanto, considero absurdo el
suponer que est� en manos del hombre el adquirirla. Para encontrar algo
parecido, es preciso remontarse � los primeros tiempos de Roma. Aseveran
los historiadores m�s fidedignos que Numa Pompilio no conoci� la risa,
aunque s� a�aden que, en sus conferencias con la ninfa Egeria,
acostumbraba sonreir una que otra vez, pero s�lo por complacencia. Mi
profesor de psicolog�a, l�gica y �tica, tambi�n pose�a en cierto grado
esta cualidad; por lo cual, hoy que la edad me ha ense�ado � juzgar
mejor � los hombres, no puedo menos de reconocer que, aunque oscuro, era
un hombre muy notable. No vaya � creerse, sin embargo, que intento
comparar la gravedad del catedr�tico de psicolog�a, l�gica y �tica con
la de Numa Pompilio y Revilla. �Oh, no! Cuando el Sr. Revilla, despu�s
de tomar convenientemente las medidas � una obra literaria, la califica
de _predominantemente subjetiva_, y por ello la condena, como es justo,
� una eterna execraci�n, es tan serena y tan augusta su frase, palpita
tanto hero�smo dentro de ella, que el esp�ritu se engrandece y se
inflama, y es preciso acudir � los recuerdos de la Il�ada, � H�ctor, �
Di�medes, � Menelao, para observar algo semejante.

Y aunque muy fuera de saz�n, no quiero pasar m�s adelante sin formular
una pregunta que constantemente se est� presentando en mi esp�ritu. Es
la siguiente: �C�mo el Sr. Revilla, sin imaginaci�n alguna, sin gusto,
sin ingenio, y con una ilustraci�n tan superficial, juzga con tal
grandeza las obras de arte que le ponen delante? Repito que muchas veces
me hice esta pregunta, y siempre conclu� pensando que en el Sr. Revilla
existe algo extraordinario que, aun sin darse acaso �l mismo raz�n de
ello, le mueve � dictar sus fallos; algo que, despu�s de encenderle,
como � la pitonisa griega, le inspira y le sostiene sobre el tr�pode,
circundando su frente con la aureola del misterio. Este algo, dig�moslo
de una vez, no puede ser otra cosa que el genio[11]. El genio, s�lo el
genio puede volar tan alto sin necesidad de los medios que los humanos
juzgamos indispensables.

Dec�a que la pregunta estaba fuera de saz�n, y como ustedes han podido
ver, era muy cierto. Sin embargo, ya se sabe que estas informalidades �
impertinencias son en m� frecuentes, y no hay que asombrarse. Por algo
gozo fama entre mis enemigos (porque aqu� donde ustedes me ven tan
jovencito y tierno, ya me permito el lujo de tener enemigos) de cr�tico
subjetivo entre los subjetivos. Soy como si dij�ramos un cr�tico l�rico,
pues la subjetividad es lo que caracteriza al g�nero l�rico, mientras el
Sr. Revilla, � juzgar por su inflexible talante y por la opaca
sublimidad de sus formas, es un cr�tico �pico. De la combinaci�n de lo
l�rico con lo �pico, como han demostrado hasta la saciedad Hegel y el
Sr. Revilla ya saben ustedes que nace lo dram�tico. Por consiguiente,
vean ustedes lo que son las cosas: el d�a que al Sr. Revilla y � m� nos
d� la gana de reunimos en la mesa de un caf�, pongo por caso, ya est�
formado un cr�tico dram�tico, sin necesidad de m�s m�sicas. Conclu�mos
de tomar caf�, nos damos la mano y nos separamos. Cada cual torna � ser
lo que antes era, yo el cr�tico l�rico y �l el �pico. �Es admirable!

Pero estos temas incidentales me est�n apartando, � despecho m�o, del
prop�sito �nico del presente art�culo. Toquemos de una vez en las
entra�as del asunto, y hablemos del Sr. Revilla como poeta, sin meternos
en otras honduras.

Yo no he le�do los versos del Sr. Revilla; lo declaro con la franqueza
que me caracteriza. Mas al mismo tiempo quiero hacer constar que no fu�
por mi culpa. He aqu� lo que sucedi�. Habiendo pensado, como es natural,
cuando empec� � escribir estas semblanzas, en incluir entre ellas la del
Sr. Revilla, ped� su tomo de poes�as � un amigo (si ustedes quieren que
diga qui�n es, lo dir�), el cual, como lo tuviese ya le�do, me lo
prometi� para el momento oportuno. En esta seguridad descans�
confiadamente, sin preocuparme m�s del asunto. Cualquiera creo que har�a
lo mismo. Pues bien, hace cuatro d�as, tropiezo con mi amigo, y le digo
al pasar: �Necesito ese tomo de poes�as; ma�ana mandar� por �l�. Mi
amigo, entonces, arque� un poco las cejas, levant� un s� es no es los
hombros, y por tres veces consecutivas sacudi� la cabeza en distintas
direcciones. No hab�a para qu� decir m�s: era cosa corriente. Env�o,
pues, por �l, y en vez de las poes�as, veo llegar al emisario con una
esquela muy fina en que mi amigo me pide mil perdones, porque, sin
recordar su promesa, hab�a prestado el libro � un can�nigo de Granada,
el cual se hab�a marchado � su destino sin devolv�rselo. Este golpe me
hizo bastante impresi�n. �Qu� significaban entonces aquellos movimientos
de cabeza, hombros y cejas del d�a anterior? Es lo que no pude averiguar
hasta la hora en que escribo estas l�neas. De resultas de todo ello, me
qued� sin leer las poes�as del se�or Revilla. No obstante, mi amigo dice
en la esquela que escribe con la misma fecha al can�nigo de Granada, �
fin de que remita el libro tan pronto como le sea posible. Lo espero con
ansiedad, y excuso encarecer � ustedes los nuevos y puros atractivos que
tendr� para m� despu�s de haber pasado por las manos de un digno y
respetable capitular.

Entre tanto, para no defraudar completamente la atenci�n del p�blico,
que pensar�a hallar en estas l�neas un examen m�s � menos sucinto de los
talentos po�ticos del Sr. Revilla, voy � echar mano de alguno de los
materiales que hace tiempo estoy acumulando para una obra m�s importante
que la presente. La obra se titular� _Vida y opiniones de D. Manuel de
la Revilla_, y pienso dedicar � ella todos los d�as que de aqu� adelante
me conceda Dios sobre la tierra, pues ya estoy realmente cansado y
arrepentido de ocupar tan s�lo mi esp�ritu en asuntos fr�volos �
indecorosos. Me ayudar� en esta empresa, superior � mis fuerzas (no me
forjo ilusiones), un distinguido artista conocido y estimado ya del
p�blico, � cuyo cargo queda la formaci�n de unos magn�ficos planos en
que podr�n verse, en todo su espesor, las opiniones del Sr. Revilla
desde su nacimiento hasta su disoluci�n, con exactitud y claridad. Ser�
una obra primorosa y exquisita, que ha de facilitar extraordinariamente
la inteligencia del texto.

Entre estos revueltos materiales, voy � elegir una opini�n grandiosa y
peregrina, como todas las de nuestro poeta, que ha de dar al traste, si
no me equivoco, con las ideas m�s propagadas en asuntos de arte. Todo el
mundo sabe que algunos poetas antiguos m�s de una vez trataron de
ense�ar distintas ciencias � artes, vali�ndose para ello de las formas
art�sticas, y que los ret�ricos, apresur�ndose � dar un nombre � este
capricho, lo llamaron _g�nero did�ctico_ � _didasc�lico_. Debemos
confesar que el g�nero didasc�lico, � pesar de sus esfuerzos, no logr�
pelechar gran cosa. Pero no es eso lo peor, sino que en los �ltimos
tiempos lleg� � tal punto su laceria, que algunos autores di�ronle por
muerto, y, so pretexto de que el fin �nico y esencial del arte debe ser
la manifestaci�n de la belleza, pretendieron hasta borrar su claro
nombre. � tanta verg�enza hubi�ramos llegado sin la dichosa aparici�n
en nuestro planeta de un hombre extraordinario que, fijando en la vasta
esfera del arte su mirada de �guila, hall� medio de cortar � tiempo la
perniciosa corriente. Este hombre dijo: �El fin del arte no es, como se
ha cre�do hasta ahora, la belleza, sino la ciencia; no hay arte donde no
se ense�e algo �til y provechoso; el artista y el maestro de escuela se
confunden en una unidad superior; no hay m�s arte que el didasc�lico�.
El nombre no conven�a, sin embargo, por ser esdr�julo, y lo llam� arte
_docente_ � _trascendental_.

Fu� una verdadera revelaci�n para los que yac�amos sumidos en los
groseros errores de la antig�edad. Crear una belleza s�lo por crearla me
pareci� entonces cosa indigna de un hombre serio. La naturaleza empez� �
hablarme con un lenguaje distinto del que antes usara. Antes, por
ejemplo, al cruzar por un bosque, ve�a unos �rboles cuyos troncos
blancos y satinados parec�an de plata, me gustaban much�simo, los
miraba, los remiraba, pero no pasaba de ah�. Ahora s� que esos �rboles
se llaman abedules, que su madera es excelente para hacer canastos, y
que tambi�n se emplea para construir las cajas de las diligencias.
Cuando los veo, echo inmediatamente la cuenta del n�mero de chaplones
que de sus troncos podr�n sacarse, �y encuentro en ello un placer tan
vivo y tan puro! Antes, al ver amontonarse por el azul del cielo
ej�rcitos de nubes oscuras y medrosas anunciando tempestad, me quedaba
mirando para ellas como un tonto, sin pensar en nada. � fuerza de
mirar, llegaba � ver las m�s raras y monstruosas escenas que nadie puede
imaginarse; unas veces era una ara�a inmensa que iba tejiendo su tela
por el espacio; otras veces era un nav�o que marchaba con rapidez
vertiginosa sacudido por la borrasca; otras, era un brazo colosal que
sosten�a una espada no menos disforme, cuya punta enrojecida se estaba
templando en el sol, quiz� para atravesar despu�s � la tierra; otras,
era la lucha tremenda de un demonio de grandes cuernos con un �ngel; el
�ngel ca�a al fin vencido, y presa del dolor, sacud�a sus monstruosas
alas contra la frente de unas monta�as lejanas. Todo esto era
sencillamente un absurdo, porque en aquellas nubes no hab�a ara�as, ni
nav�os, ni �ngeles, ni mucho menos demonios. All� no hab�a m�s que una
serie de _cumulus_ que � fuerza de hincharse conclu�an por reunirse y
cubrir la tierra, formando despu�s verdaderos y genuinos
_cumulo-stratus_. Cualquiera comprende que era una insensatez confundir
un _cumulo-stratus_ con un nav�o � una ara�a. Hoy, gracias al Sr.
Revilla, no se me ocurren tales disparates, porque veo las cosas desde
un punto de vista docente. Antes un r�o claro y l�mpido era para m� un
objeto que siempre miraba con deleite. Pues hoy, cr�anme ustedes, por
sereno y cristalino que sea un r�o, como no tenga truchas, lo encuentro
aborrecible.

Tuve noticia de la teor�a del arte docente � trascendental en un verano,
residiendo en el campo. La buena nueva lleg� � m� por medio de un
peri�dico que tra�a inserto uno de esos art�culos que el Sr. Revilla
viene escribiendo constantemente desde que empez� � arder en su pecho el
fuego sagrado de la cr�tica. Aqu� debo advertir que con las cr�ticas del
se�or Revilla me sucede lo mismo que con ciertas �peras de mi gusto;
esto es, que � fin de que me impresionen m�s fuertemente, s�lo las oigo
� las leo de raro en raro. Quiso la fortuna que leyera este art�culo,
donde, con motivo de no s� qu� novela, desenvolv�a nuestro poeta su
grandiosa y atrevida concepci�n de la naturaleza y del arte. La luz se
hizo s�bito en mi esp�ritu, y pude medir con la vista todo el horror de
una obra art�stica sin trascendencia.

Ya he dicho que era en un verano, y que estaba pasando una temporada en
el campo. Por aquel entonces sol�a yo levantarme temprano (�qu� tiempos
aquellos! �ya no volver�n!), y despu�s de levantarme, acostumbraba �
salir � respirar el aire puro de la ma�ana sentado debajo de un
magn�fico y corpulento roble. Era un roble que se mor�a de risa cuando
le hablaban de los �rboles del Retiro. Sin poder decir fijamente si era
simpat�a personal � otra raz�n de m�s peso la que enderezaba su vuelo,
lo cierto es que todos los d�as, y � la hora en que yo me sentaba, ven�a
un p�jaro � posarse sobre el roble. Yo no ten�a el honor de conocerle,
pero no importaba nada, porque �l guardaba poca ceremonia en eso de no
cantar delante de gente. Se conoc�a � la legua que era un p�jaro
despreocupado y un poco aturdido, gozoso de vivir y viviendo mucho m�s
en el mundo exterior que en s� mismo. Era un p�jaro predominantemente
objetivo, como dir�a el Sr. Revilla, con el estilo m�gico que �l s�lo
posee. Ten�a parda la color, el pico amarillo, el mirar firme y osado,
los modales francos y desenvueltos, ofreciendo el conjunto de su persona
un cierto aire de petulancia que no dejaba de sentarle bien. Apenas se
posaba en una rama, empezaba � columpiarse, y con la cabeza un poco
entornada y los ojos puestos en el espacio, entreg�base � la
voluptuosidad del movimiento, sin que aparentase pensar absolutamente en
nada. No tardaba, sin embargo, en proferir varias notas graves y llenas
como las de las flautas met�licas. Era su preludio.

Sin otra preparaci�n, sub�ase repentinamente al tono agudo y lanzaba al
aire una serie interminable de trinos penetrantes y acalorados, como
quien quiere echar el alma por la boca. Ora atronaba el espacio con una
cascada de notas fuertes y vibrantes que llegaban � producir mareo, ora
desfallec�a y se dejaba arrastrar al tono m�s suave y apagado. Tan
pronto cambiaba � cada instante de inflexi�n y de ritmo, de modo que los
trinos sal�an atropelladamente de su boca persigui�ndose los unos � los
otros, como insist�a una y otra vez, por un largo espacio, sobre una
misma frase; parec�a que trataba de que la aprendi�semos de memoria. De
todas suertes, siempre terminaba con un arrullo tenue y moribundo, como
si quisiera indicar que a�n le quedaban muchas cosas por decir, aunque
no esper�semos que salieran jam�s de su boca.

En honor de la verdad, debo confesar que el canto de aquel p�jaro me
gustaba. No s� por qu� extra�a asociaci�n de ideas, cuando cantaba, me
acud�an � la memoria los instantes felices de mi existencia. Ve�alos
pasar leves, dulces, luminosos como ellos fueron, sonriendo tristemente
y dici�ndome adi�s para siempre. Aqu� podr�a aprovechar la ocasi�n para
contar � ustedes mis primeros amores, sin que ninguno tuviera derecho �
quejarse; pero soy incapaz por naturaleza de jugar � nadie estas
pasadas. Tan s�lo dir� que el canto de aquel p�jaro resucitaba en mi
esp�ritu sentimientos muy dulces que hac�a mucho tiempo hab�a dado por
muertos. Todo era una pura ilusi�n, sin embargo, y una flaqueza de mi
alma, disculpable �nicamente por el estado de ignorancia en que me
hallaba respecto � los eternos principios del arte. Porque, es preciso
decirlo claro, no pod�a darse nada m�s deplorable que el canto de aquel
p�jaro desde el punto de vista docente; nada m�s desprovisto de
trascendencia. Despu�s de escucharlo me quedaba tan sabio como antes, no
puedo negarlo, pero ni la m�s leve part�cula de ciencia ven�a � acrecer
el caudal de mi sabidur�a. As� lo comprend� con dolor al cabo, por lo
que me propuse no sufrir m�s tiempo las impertinencias de un descarado
partidario del arte por el arte. Si entre tanto trino y gorjeo se
hubiese deslizado, siquiera fuese de un modo secundario, cualquier
problemita insignificante de historia � de metaf�sica, crean ustedes que
nunca me resolver�a � hacer lo que hice. �Pero decidirme � perder de un
modo necio el tiempo! Francamente, que ya no se espere jam�s eso de m�.
Lo que hice, pues, fue aparejarme con una piedra bastante crecida al
sentarme un d�a, como de costumbre, debajo del roble, y as� que columbr�
� mi p�jaro, encaj�rsela sin otras ret�ricas con toda mi fuerza. No le
toqu�; mas al sentir tan cerca de s� la primer pedrada de la cr�tica
(cr�tica aunque severa muy justa), despleg� sus alas y no volvi� �
parecer por aquel sitio. �Pobre diablo! �A d�nde habr� ido � parar?

En verdad que la grandiosa teor�a del Sr. Revilla est� � punto de hacer
cambiar radicalmente la faz de todas las artes, arquitectura, escultura,
pintura, m�sica, poes�a y baile. Tengo algunos motivos para creerlo. Por
lo pronto, me han informado de que el �nico maestro que en Espa�a
cultiva con buen �xito la expresi�n m�s pura y genuina de la m�sica,
esto es, la sinfon�a, est� escribiendo una en que probar�, � tratar� de
probar al menos, que el problema amenazador de las subsistencias s�lo
puede resolverse rebajando las tarifas del arancel. Este precioso tema,
que el oboe se encargar� de apuntar nada m�s en el _andante_, se ir�
repitiendo por el _allegro_, el _allegro con motto_ y el _scherzzo_
entre mil combinaciones arm�nicas, hasta quedar totalmente dilucidado.
Por otra parte, un joven escultor amigo m�o est� � punto de terminar una
preciosa Venus en cuclillas, que llevar� grabada � cincel en la espalda
la �teor�a del valor� de Bastiat, que comienza como todos saben:
�Disertaci�n, fastidio; disertaci�n sobre el valor, fastidio sobre
fastidio�. De esta suerte, el espectador podr� gozar con la belleza de
la estatua y al mismo tiempo meditar sobre el asunto m�s escabroso de la
econom�a pol�tica. Creo que el p�blico ha de acoger con entusiasmo esta
Venus trascendental, si no por su m�rito, al menos por ser la primera
que del g�nero docente le presentan.

La teor�a va, pues, abri�ndose paso al trav�s de la frialdad de los unos
y de la abierta oposici�n de los otros. Su glorioso fundador puede estar
seguro de que no tardar� mucho en triunfar por completo. Y como nada es
despreciable trat�ndose de contribuir � una obra tan fecunda y generosa,
yo tambi�n quiero llevar un grano de arena al edificio, dedicando mi
pluma (que no puedo llamar mal cortada, porque es de acero) al cultivo
del arte trascendental. Al efecto, tengo intenci�n de escribir una
novela en la que, por medio de una acci�n no muy complicada, pero
bastante dram�tica, tratar� de presentar y aun resolver el siguiente


                          PROBLEMA

     �Un cosechero recoge de sus fincas en los a�os ordinarios
     doscientas cincuenta fanegas de trigo candeal, noventa de centeno y
     treinta y siete de mijo. Ahora bien, suponiendo que durante un a�o
     llueve una tercera parte menos que en los ordinarios, �cu�nto
     trigo, centeno y mijo recoger�?�

Dicho se est� que tratar� de desenvolver este problema de tal modo que
se deduzca del contenido mismo de la f�bula, y no sea un miembro
agregado artificiosamente � la novela. Para ello he de procurar que la
acci�n sea r�pida, haciendo que dure solamente los tres meses de oto�o.
La descripci�n de la sequ�a, que como es natural formar� una parte muy
principal de la obra, ser� bastante sobria, sin perder de su verdad y
energ�a; las escenas, sobre todo desde que el nudo se forma por entero,
ser�n vivas y dram�ticas. Por �ltimo, ver� de concentrar en cuanto sea
posible un gran inter�s sobre el cosechero, h�roe de la acci�n,
haci�ndole morir tr�gicamente en el cadalso. Lo dif�cil en esta obra,
como en todas las dem�s del arte docente, es presentar el problema
aparentando encubrirlo, como hacen los arroyos con las guijas que tienen
en el fondo.

       *       *       *       *       *

       *       *       *       *       *

En este momento llega � mi noticia que el se�or Revilla no es el
inventor del arte docente. A�n m�s, que el Sr. Revilla lo ha combatido
personalmente con gran encarnizamiento hace pocos a�os. Cuando esto
fuese cierto, no es posible negar que el arte docente era muy digno de
ser inventado por el se�or Revilla. La conversi�n, seg�n me aseguran, se
realiz� al doblar nuestro poeta la esquina de la calle de la _Montera_ �
la del _Caballero de Gracia_, donde crey� escuchar una voz misteriosa
saliendo del fondo de la tierra, que dec�a: ��Emanuel! �Emanuel! �Cur
persequeris me?� Instant�neamente el poeta sinti� iluminarse su alma con
una luz viva y pur�sima, y derramando abundantes l�grimas, di� gracias
al Todopoderoso por no haberle dejado eternamente en el abismo del arte
por el arte. En el mismo punto levant� en su pecho un altar al culto del
arte docente, y el sol de la verdad comenz� � te�ir de grana y oro los
bordes de sus revistas de teatros. Sin dar paz � la mano, el Sr. Revilla
viene trabajando desde entonces tanto y tanto en favor de esta
nobil�sima teor�a, que bien puede perdon�rsele el no haberla inventado.

Mas el Sr. Revilla empieza ya � recorrer ese doloroso calvario que el
mundo ofrece siempre al genio. El p�blico (�� reserva de glorificarlo
despu�s de muerto!), cuando no se r�e de ellas, aparenta no comprender
sus intrincadas opiniones; en tanto que el Gobierno, cuya obligaci�n de
alentar al genio debiera ser una verdad, me aseguran que est� pensando
seriamente en prohibir el uso de los vocablos _objetivo_ y _subjetivo_.
Si por desgracia este rumor tuviese fundamento, �triste es decirlo! al
Sr. Revilla no le queda otro recurso que retirarse � la vida privada.

FIN.

[Illustration]

INDICE

Los oradores del Ateneo.

                                                                 P�ginas.

TREINTA A�OS DESPU�S                                                   7

PROEMIO                                                               20

D. Miguel S�nchez                                                     25

� Segismundo Moret y Prendergast                                      33

� Carlos Mena Perier                                                  41

� Juan Valera                                                         47

� Jos� Moreno Nieto                                                   57

� Manuel de la Revilla                                                65

� Gabriel Rodr�guez                                                   73

� Francisco de Paula Canalejas                                        81

� Francisco Javier Galvete                                            90

� Emilio Castelar                                                    100

Los novelistas espa�oles.

PROEMIO                                                              122

Fern�n Caballero                                                     127

D. Pedro Antonio Alarc�n                                             141

� Juan Valera                                                        154

� Manuel Fern�ndez y Gonz�lez                                        177

� Francisco Navarro Villoslada                                       189

� Enrique P�rez Escrich                                              200

� Jos� de Castro y Serrano                                           215

� Jos� Selgas                                                        232

Nuevo viaje al Parnaso.

PROEMIO                                                              248

D. Jos� Echegaray                                                    260

� Jos� Zorrilla                                                      277

� Ram�n Campoamor                                                    296

� Antonio F. Grilo                                                   317

� Adelardo L�pez de Ayala                                            333

� Ventura Ruiz de Aguilera                                           356

� Gaspar N��ez de Arce                                               380

� Manuel de la Revilla                                               399

[Illustration]


NOTAS:

[1] Estas butacas fueron sustitu�das al fin por otras, si no tan
vistosas, un poco m�s c�modas.

�Loado sea el se�or secretario!

[2] Observen ustedes que escribo Krause con una ese, aun cuando sus
impugnadores en Espa�a lo escriben casi siempre con dos.

[3] La _Academia de la Lengua_ no permite que _se haga_ pol�tica, pero
la haremos � hurtadillas.

[4] _Elia_, cap. X.

[5] Se me figura que ya he dicho algo sobre este se�or en otra parte.
V�ase por si acaso _Los oradores del Ateneo_.

[6] V�ase Herbert Spencer, _First principles_.

[7] No hago menci�n de Goethe, porque el J�piter de la poes�a abraz� con
su poderoso ingenio el romanticismo hist�rico, el filos�fico y el
realismo de nuestros d�as.

[8] Darwin.--_La descendencia del hombre y la selecci�n natural_.

Haeckel.--_Historia de la creaci�n de los seres organizados seg�n las
leyes naturales_.

[9] Hovelacque.--_La ling��stica_.

Whitney.--_La vida del lenguaje_.

[10] Al leer esta semblanza, escrita ha m�s de treinta a�os, no puede
menos de parecerme injusta. Revilla fu� uno de los hombres de m�s
talento que he conocido. Pero al mismo tiempo, siento en mi alma un
cosquilleo de orgullo al pensar que tal violenta arremetida al cr�tico
m�ximo de aquella �poca, que daba y quitaba reputaciones � su talante,
fu� obra de un joven literato de 23 a�os. Era lo que se ha llamado,
despu�s de la haza�a de Hern�n Cort�s, quemar las naves.

Cuando se public� en la _Revista Europea_, mis juveniles compa�eros del
Ateneo me miraban con asombro y l�stima, y se dec�an al o�do: ��Se ha
perdido! �Se ha perdido para siempre!�

Por la noche me hallaba sentado entre ellos en un div�n del pasillo de
dicho centro, cuando acert� � pasar Revilla, que no me salud�, como era
natural. Pero volvi� � cruzar una y otra vez y yo advert� que estaba
inquieto. Al fin se plant� delante de nosotros, se respald� contra el
armario de libros que guarnec�a toda la pared del corredor, sac� un
cigarrillo, lo encendi� con calma, y mir�ndome fijamente me dijo:

--Ya he le�do _eso_.

Yo me limit� � sonreir sin contestar.

--No siento el ataque--profiri� al cabo de un momento;--lo �nico que
deploro es que est� escrito sin gracia alguna.

--No lo he escrito para que le hiciese gracia � usted--respond�--sino al
p�blico.

--Pues se ha equivocado usted, porque al p�blico tampoco le hace gracia.

--Ser� � sus amigos: � sus enemigos les ha hecho destornillarse de risa.

La conversaci�n sigui� en este tono algunos momentos y al cabo el
insigne cr�tico se alej� con sonrisa amenazadora, diciendo:

--�Nos encontraremos!

Por desgracia para �l y para las letras patrias no pudo saciar su
venganza. Poco tiempo despu�s le acometi� una enfermedad cerebral � la
cual sucumbi�.

[11] �Genio�, en la acepci�n que aqu� le damos, es un neologismo que
debe admitirse, pues en ocasiones como la presente, no hay vocablo
castellano con que pueda ser sustitu�do.


Las correcciones hecho por el transcriptor del texto electr�nico:

titulos de nobleza=> t�tulos de nobleza {pg 53}

un debilidad=> una debilidad {pg 79}

lucida y primorosa=> l�cida y primorosa {pg 85}

rigorosa dial�ctica=> rigurosa dial�ctica {pg 102}

La palabra de Casteler=> La palabra de Castelar {pg 115}

el profundo pielago=> el profundo pi�lago {pg 115}

la candida y m�stica sonrisa=> la c�ndida y m�stica sonrisa {pg 135}

ferrocarrriles=> ferrocarriles {pg 142}

La trama da _El esc�ndalo_=> La trama de _El esc�ndalo_ {pg 149}

casi impercetible=> casi imperceptible {pg 165}

en su almario=> en su armario {pg 175}

a ra los que habitamos=> para los que habitamos {pg 184}

los �rboles con angust�a=> los �rboles con angustia {pg 212}

habia evocado=> hab�a evocado {pg 248}

os poetas espa�oles=> los poetas espa�oles {pg 285}

m�s conmodedor=> m�s conmovedor {pg 347}

ejmplar=> ejemplar {pg 299}

la opinion=> la opini�n {pg 304}

su v�da privada=> su vida privada {pg 304}

al sonido arriculado=> al sonido articulado {pg 322}

� mis ojos=> � mis ojos {pg 335}

uno esos mundos=> uno de esos mundos {pg 339}

gorro de dorm�r=> gorro de dormir {pg 362}

Vendr� un dia que ir�n=> Vendr� un d�a que ir�n {pg 365}

eleganc�a=> elegancia {pg 384}

un si es no=> un s� es no {pg 398}

extra�isima relaci�n=> extra��sima relaci�n {pg 400}

Francisco Javier Calvete=> Francisco Javier Galvete {pg 417}









End of Project Gutenberg's Semblanzas literarias, by Armando Palacio Vald�s

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both the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and Michael
Hart, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark.  Contact the
Foundation as set forth in Section 3 below.

1.F.

1.F.1.  Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable
effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread
public domain works in creating the Project Gutenberg-tm
collection.  Despite these efforts, Project Gutenberg-tm electronic
works, and the medium on which they may be stored, may contain
"Defects," such as, but not limited to, incomplete, inaccurate or
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property infringement, a defective or damaged disk or other medium, a
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1.F.4.  Except for the limited right of replacement or refund set forth
in paragraph 1.F.3, this work is provided to you 'AS-IS' WITH NO OTHER
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1.F.5.  Some states do not allow disclaimers of certain implied
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law of the state applicable to this agreement, the agreement shall be
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with this agreement, and any volunteers associated with the production,
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or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm
work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any
Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause.


Section  2.  Information about the Mission of Project Gutenberg-tm

Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of computers
including obsolete, old, middle-aged and new computers.  It exists
because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from
people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need, are critical to reaching Project Gutenberg-tm's
goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will
remain freely available for generations to come.  In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations.
To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation
and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4
and the Foundation web page at http://www.pglaf.org.


Section 3.  Information about the Project Gutenberg Literary Archive
Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service.  The Foundation's EIN or federal tax identification
number is 64-6221541.  Its 501(c)(3) letter is posted at
http://pglaf.org/fundraising.  Contributions to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent
permitted by U.S. federal laws and your state's laws.

The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S.
Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered
throughout numerous locations.  Its business office is located at
809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email
business@pglaf.org.  Email contact links and up to date contact
information can be found at the Foundation's web site and official
page at http://pglaf.org

For additional contact information:
     Dr. Gregory B. Newby
     Chief Executive and Director
     gbnewby@pglaf.org


Section 4.  Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide
spread public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment.  Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States.  Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements.  We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance.  To
SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any
particular state visit http://pglaf.org

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States.  U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation
methods and addresses.  Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations.
To donate, please visit: http://pglaf.org/donate


Section 5.  General Information About Project Gutenberg-tm electronic
works.

Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm
concept of a library of electronic works that could be freely shared
with anyone.  For thirty years, he produced and distributed Project
Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support.


Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S.
unless a copyright notice is included.  Thus, we do not necessarily
keep eBooks in compliance with any particular paper edition.


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